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Full text of "Nuestra patria : libro de lectura para la educación nacional"

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NUESTRA  PATRIA 

Libro  de  lectura  pana  la  educación  oacionaJ 


Digitized  by  the  Internet  Archive 

in  2010  with  funding  from 

University  of  Toronto 


http://www.archive.org/details/nuestrapatrialibOObung 


NUESTRA  PATRIA 


LIBRO  DE  LECTURA   P^RA 
LA   EDUCACIÓN    NACIONAL 


C.  o.  BUN6E 


De  íb»  Academias  de  Filosofía  y  Letras  y  de  Derecho  y  Ciencias  Sociales 
'le  la  Universidad  de  Buenos  Aires. 


Lecturas  para  5.*  v  6*  orados  de  las  escuelas  primarias 
Temas  para  ios  cursos  de   mae:>tros  en  ías   escuelas   normales 


VIGÉSIMA  CUARTA  EDICIÓN 


BUENOS  AIRES 
i^toEL   Estrada   y   Cía.  —  Editores 

i66  —  Calle   Bolíoar  —  466 


Kéfiimen    Legal   d«    lo    Pntp^ 
4ad     JnteUctuaX.     Ley     11. 729 


!  a  '.^ 


Jl\.  nuestra  Patria,  en  su  primer 
centenario,  tributo  el  modesto 
komenaje  de  este  libro,  cuyo  fin 
es  contribuir  a  su  amor  y  cono- 
cimiento, en  las  nuevas  éenera- 
cíones  de  aréeiitino». 

BOENOS    AIRES,    25    DE    MAYO    DE    I9l& 


LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 


I  LA  LEYENDA  DE  AMÉRICA 


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2.  Atlántida. 

(bragmento) 

1.  I  Ámbito  inmenso,  abierto 
de  la  latina  raza  al  hondo  anhelo! 
¡El  mar,  el  mar  gigante,  la   montaña 
en  eterno  coloquio  con  el  cielo..., 
y  más  allá  el  desierto! 
Acá  ríos  que  corren  desbordados, 
allí  valles  que  ondean 
como  ríos  eternos  de  verdura, 
los  bosqnjes  a  los  bosques  enlazados, 
¡doquier  la  libertad,  doquier  la  vida 
palpitando  en  el  aire,  en  la  pradera, 
y  en  explosión  magnífica  encendida! 

2.  ¡Atlántida  encantada, 
que  Platón  presintió!  ¡Promesa  de  oro 
del  porvenir  humano  —  reservada 
a  la  raza  fecunda, 

cuyo  seno  engendró  para  la  historia 
los  cesares  del  genio  y  de  la  espada..., 
aquí  va  a  realizar  lo  que  no  pudo 
del  mundo  antiguo  en  los  escombros  yertos, 
la  más  bella  visión  de  sus  visiones  I 
¡Al  himno  colosal  de  los  desiertos, 
la  eterna  comunión  de  las  naciones! 

Olegario  V.  Axüradr. 

3.  La  leyenda  de  la  Atlántida. 

Los  pueblos  de  la  antigüedad  creyeron  en  la  existencia 
de  una  grande  y  fabulosa  isla  o  continente,  que  se  levan- 
taba en  medio  del  océano  Atlántico,  más  allá  de  las 
columnas    de   Hércules,  es    decir,    del    acíilal    estrecho    de 


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LA    LEYENDA    DE    AMERICA 


Gibraltar.  Llamáronla  con  diversos  nombres,  entre  otros, 
los  de  tierra  de  las  Hespérides,  islas  Afortunadas,  islas 
Elíseas.  Allí  el  clima  era  benigno,  el  cielo  puro,  el  paisaje 
risueño;  las  montañas  guardaban  en  su  seno  tesoros  de 
metales  y  piedras  preciosas;  los  ríos  corrían  mansamente 
a  través  de  agrestes  y  feraces  selvas  y  llanuras-  Sus  felices 
moradores  vivían  en  la  abundancia  y  bajo  el  patriarcal 
gobierno  de  los  descendientes  de  Neptuno,  dios  de  los 
mares.  Según  los  griegos,  de  esa  tierra  bendita  partió  una 
vez  un  poderoso  ejército  a  conquistar  el  Oriente;  luego 
debió  tragarla  el  mar... 

La  mitología  y  la  leyenda  rodearon  así  el  nombre  de 
la  Atlántida  de  prestigio  y  de  gloria.  No  podía  confundírsela 
con  las  islas  Canarias,  Madera  o  las  Azores;  era  más 
grande,  más  bella,  más  lejana.  No  se  sabía  si  existía  aún. 
y,  con  certeza,  ni  siquiera  si  había  existido.  A  veces  en 
las  lejanías  del  océano  parecía  descubrirse  la  silueta  de 
sus  vastas  tierras  cubiertas  de  populosas  ciudades.  Pero 
los  navegantes  que,  en  aquellos  tiempos  anteriores  a  la 
invención  de  la  brújula,  se  aventuraban  temerarios  hacia 
el  Occidente,  o  encontraban  sólo  cielo  y  mar  y  volvían 
desalentados,  o  se  perdían  para  siempre  en  la  noche  de 
lo  desconocido... 

¿Existió  rea'mente  una  Atlántida,  hoy  sumergida  bajo 
las  aguas?  La  respuesta  parece  negativa.  Al  menos  en  la 
época  geológica  correspondiente  a  los  tiempos  históricos 
no   hubo   tal  isla  o  continente.  Esto  nos  dicen  los  sabios. 

Otra  cosa  nos  dicen  los  poetas.  Para  ellos,  la  Atlántida 
ha  existido  y  existe ;  es  América.  Sus  costas,  sus  valles, 
sus  bosques,  sus  imperios  fueron  presentidos  o  anunciados 
por  la  mitología  y  la  leyenda.  Con  el  andar  del  tiempo,  la 
fábula  se  ha  convertido  en  historia.  ¿Dónde,  en  efecto,  sí 
no  en  América  se  hallarían  aquellas  tierras  legendarias?... 
América  es  la  isla  de  las  Hespérides,  con  sus  selvas  y  sus 
pomas  de  oro;  es  las  islas  Afortunadas,  con  su  eterno 
bienestar   y   regocijo ;   es  las   islas   Elíseas,   por  la  justicia 


LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 


de  sus  leyes  e  instituciones...  ¡Salve,  pues,  oh  nueva  Atlán- 
tida,  tierra  de  la  Libertad  y  del  Porvenir,  América  grande  y 
victoriosa,  sueño  del  mundo  antiguo,  realidad  del  mundo 
moderno ! 


4.  América. 

Fragmento  de  los  Cantos  del  Peregrino) 

1.  América  es  la  virgen  que  sobre  el  mundo  canta, 
profetizando  al  mundo  su  hermosa  libertad; 

y  de  su  tierna  frente  la  estrella  se  levanta 
que  nos  dará  mañana  radiante  claridad. 

2.  No  hay  más  allá  en  los  siglos  a  la  caduca  Europa, 
que  al  procurar  mañana  se  encuentra  con  ayer\ 

bebió  con  entusiasmo  del  porvenir  la  copa, 
y  se  postró  embriagada  de  gloria  y  de  poder. 

3.  La  gloria  quiere  vates,  la  poesía  glorias: 
¿por  qué  no  hay  armonía,  ni  voz,  ni  corazón? 
La  Europa  ya  no  tiene  ni  liras  ni  victorias: 

el  canto  expiró  en  Byron,  la  gloria  en  Napoleón. 

4.  Los  tronos  bambolean  y  el  cetro  se  despeña; 
los  pueblos  quieren  alas  y  se  les  clava  el  pie, 

el  pensamiento  busca  del  porvenir  la  enseña, 
y  no  halla  sino  harapos  del  pabellón  que  fué. 

5.  Hay  tumba  a  las  naciones.  Se  eleva  y  se  desploma 
la  Grecia  que  elevara  sus  sienes  inmortal ; 

al  mundo  hallaba  chico  para  hospedarse  Roma, 
después  murió  en  el  nido  de  su  águila  imperial. 

6.  ¿Adonde  irá  mañana  con  peregrina  planta, 
la  Europa,  con  las  joyas  de  su  pasada  edad? 
América  es  la  virgen  que  sobre  el  mundo  canta, 
profetizando  al  mundo  su  hermosa  libertad. 

José  MÁRMOL 


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LA    CULTURA    LNDÍGENA 


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n.  LA  CULTURA  INDÍGENA 

5.  La  leyenda  de  Manco -Capac. 

Al  empezar  la  mañana,  Manco  -  Capac,  a  orillas  del 
lago,  veía  la  lenta  y  majestuosa  ascensión  del  astro,  que 
derramaba  sobre  las  aguas  tranquilas  la  fulgurante  explosión 
de  su  luz.  Y  se  sintió  poseído  de  un  espíritu  superior. 
Recogió  la  vara  legendaria,  heredada  de  sus  antepasados  — 
quizá  monarcas  de  la  antigua  civilización  de  Tiahuanaco  — , 
dio  la  mano  a  Mama -Odio,  su  esposa,  y  ambos  se  diri- 
gieron hacia  el  Norte,  con  el  aliento  de  una  fe  y  una 
misión.  La  voz  misteriosa  que  había  murmurado  a  su  oído 
le  ordenaba  detenerse  allí  donde  la  vara  penetrase  en  la 
tierra  sin  resistencia,  como  para  hacerle  comprender  que 
debía  huir  de  las  áridas  cortezas  de  granito,  buscando  la 
blandura  del  suelo  fértil. 

Anduvieron  silenciosamente,  siguiendo  la  meseta,  que 
presentaba  casi  sin  cesar  duras  rocas  de  basalto  y  pedernal, 
hasta  que,  en  la  cima  agreste  del  Huanacauri,  sobre  un 
suelo  húmedo,  la  vara  se  hundió,  y  se  detuvieron  en  aquel 
término  de  la  primera  etapa  de  su  viaje.  Rodeados  por 
las  sorprendidas  tribus  de  ese  país,  dijéronles:  «Somos  hijos 
del  Sol,  que  da  calor  a  la  tierra,  hace  brotar  la  mies  y  engen- 
dra la  vida.  Venimos  a  enseñaros  su  culto,  el  trabajo  y  la 
paz,  para  cultivar,  trabajar  y  vivir  bajo  su  protección  ». 

Tomó  el  Inca  un  hacha  de  cobre,  partió  un  trozo  de 
chonta,  la  madera  de  hierro,  abrió  un  surco,  y  dejó  caer 
las  semillas  del  quínoa,  el  rico  grano  que  germinaba  en 
las  regiones  más  estériles.  Rebotó  el  pedernal  sobre  el 
pórfido  y  formó  la  pequeña  estrella  que,  sujeta  a  un  mango 
de  pisonay,  debía  constituir  en  adelante  el  arma  de  los 
fuertes,  la  maza  más  temible  en  el  combate.  Recogió  la 
arcilla,  la  modeló  con  elegantes  contornos,  y,  secada  al 
fuego,  presentó  un  vaso  hecho  por  el  tecnicismo  de  un 
procedimiento  nuevo.  Unió  la  piedra  a  la  piedra  por  medio 


4  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

de  una  mezcla  de  hormigón,  que  al  secarse  adquiría  la 
solidez  del  granito.  Y,  por  fin,  para  tener  una  morada, 
levantó  un  muro  y  luego  otro,  y  construyó  el  techo  con 
hojas  de  maguey,  estableciendo  así,  en  un  edificio  sencillo, 
la  base  de  la  que  debía  ser  después,  con  suntuosas  man- 
siones, la  gran  ciudad  del  Cuzco.  Y  las  tribus,  sumidas 
largo  tiempo  en  la  guerra  y  la  miseria,  se  apresuraron  a 
recibir  como  una  divinidad  a  ese  ser  de  otra  generación, 
que  les  llevaba  en  una  forma  práctica  y  breve  el  trabajo 
y  el  bienestar. 

De  esta  manera  fundaron  su  imperio  los  Hijos  del  Sol  y 
aseguraron  el  eslabón  prístino  de  la  dinastía  incaica.  Al  día 
siguiente  siguieron  su  rumbo,  él  al  Norte,  ella  al  Sur,  a 
dominar  por  la  persuasión,  a  conquistar  por  la  palabra  y 
el  perdón,  venciendo  sin  pelea,  y  a  fundir  los  individuos  en 
pueblos,  destruyendo  sus  ídolos  y  unificando  sus  creencias 
en  un  solo  culto  y  su  dialecto  en  un  solo  lenguaje. 

OlÓGENBS  DeCOOD. 

6.  La  cultura  cfuicKua. 

Entre  las  razas  que  ocuparon  lo  que  hoy  es  la  República 
Argentina,  es  indudable  que  ninguna  dejó  huellas  más  vivas 
de  su  tradición  y  de  su  historia  que  la  gran  nación  quichua, 
y  esto  debido  a  las  crónicas  minucioí;as  que  nos  legaron 
los  primeros  exploradores,  y  aun  a  que  'ué  ella  la  que  más 
señales  de  su  genio  y  de  su  cultura  estampó  en  esta  tierra. 
Ninguna  como  ella  presenta  mayor  unidad  y  consistencia 
en  sus  hechos,  y,  aunque  sus  noticias  ciertas  no  se  remontan 
más  allá  del  siglo  xiv,  se  ve  que  su  historia  principia  en 
aquella  época,  con  las  nebulosidades  de  que  los  pueblos 
nacientes  rodean  los  comienzos  de  su  existencia. 

Como  todos  los  pueblos  que  se  presentan  a  la  historia 
con  caracteres  de  vitalidad  y  consistencia,  la  nación  quichua 
tuvo  sus  instituciones  especiales,  más  o  menos  parecidas 
á  las  que  nos  enseñan  las  antiguas  civilizaciones  del  Asia, 
del  África  y  de  la  Europa.  Tuvo  sus  guerreros  organizados 


LA    CULTURA    LNDIGENA 


a  semejanza  de  Roma:  un  gobierno  provincial  con  atri- 
buciones y  jurisdicción  perfectamente  deslindadas;  su  casta 
sacerdotal  como  el  Egipto,  como  la  India,  como  la  Qerma- 
nia,  como  la  Grecia;  sus  vestales,  sus  cortes,  sus  séquitos 
reales,  y  sus  fiestas  populares,  en  las  que  la  imagen  del 
Baco  helénico  se  presentaba  transfigurada  por  un  clima  tro- 
pical y  por  una  naturaleza  distinta,  pero  siempre  rodeada 
de  la  confusa  algarabía  con  que  atronaba  las  selvas  y  los 
mares  en  sus  tiempos  de  gloria...  Ella  tuvo  también,  como 
la  Grecia  primitiva,  sus  danzas  y  bacanales,  donde  el  licor 
evoca  la  alegría,  enciende  la  cólera,  despierta  el  llanto,  y  de 
donde,  después  de  una  larga  serie  de  transformaciones,  sur- 
gen la  Tragedia  y  la  Comedia...  Ella,  como  todas  las  razas 
madres  de  la  cultura  que  admiramos  en  poemas,  en  pinturas 
y  en  esculturas,  tuvo  sus  rapsodas,  sus  pintores,  sus  esculto- 
res y  sus  arquitectos.  Sus  amantas  y  haravecus,  los  sabios 
escritores  y  lectores  encargados  de  conservar  la  tradición 
patria,  de  formar  y  descifrar  los  admirables  quipos  o  signos 
de  la  escritura  quichua  (hilos  de  colores  con  nudos  simbó- 
licos), escribieron  y  cantaron  las  glorias  y  las  desgracias  de 
sus  antepasados,  sus  guerras  y  sus  grandes  revelaciones  reli- 
giosas. Tuvo,  por  lo  tanto,  su  poesía  nacional  en  el  con- 
junto de  todos  aquellos  cantares  salvajes,  en  que  palpitaba 
su  sentimiento  nativo,  y  en  que  expresaba  su  adoración  y 
su  admiración  por  sus  dioses  naturales.  Entre  éstos  desco- 
llaba el  Sol,  como  calor  y  alma  de  la  naturaleza,  de  la 
Madre  Tierra,  culto  prístino  de  todo  ser  animado. 

Aunque  los  orígenes  de  sus  primeros  reyes  se  pier- 
den en  las  nebulosas  de  la  fábula,  las  tradiciones  de  raza 
transmitidas  oralmente  o  por  medio  de  su  original  sistema 
de  escritura,  y  recogidas  después  por  los  primeros  cronis- 
tas del  descubrimiento  de  América,  nos  muestran  al  pueblo 
quichua  con  una  sociabilidad  formada  y  en  vía  de  evolu- 
ción uniforme.  Tenemos  noticia  de  sus  grandes  y  arriesga- 
das expediciones  a  las  regiones  andinas  y  a  las  amplias  lla- 
nuras orientales,  y  sus  rastros,  conservados  aún  a  pesar 


LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 


de  los  estragos  de  la  guerra  de  la  conquista  y  del  tiempo, 
nos  indican  que  llegaron  hasta  las  márgenes  del  Paraná, 
donde  concluía  la  acción  expansiva  de  la  raza  guaraní. 
Sabemos  también  que,  de  las  naciones  más  remotas,  tanto 
de  aquellas  que  vivían  al  pie  de  las  grandes  nieves  como  de 
las  que  vivían  abrumadas  por  el  horror  de  la  llanura  abrasa- 
da, llegaban  a  la  capital  del  Imperio  — la  sagrada  Cuzco  — 
los  más  abundantes  y  ricos  tributos,  forma  semibárbara 
del  impuesto,  pero  que  revela  un  sistema  de  dominio  y  de 
vasallaje  no  extraño  a  la  civilización  europea  hasta  princi- 
pios de  los  tiempos  modernos.  Conocemos  cuánta  suntuo- 
sidad y  elegancia  desplegaron  en  el  ornato  de  su  gran  tem- 
plo del  Sol  (Inti-huasi),  merced  al  oro,  la  plata  y  la  pedre- 
ría que  extraían  de  los  fabulosos  veneros  de  los  Andes, 
y  cómo  se  deleitaban  en  rendir  el  homenaje  del  arte  a 
ese  dios  Sol,  que  consideraban  el  tínico  y  sabio  autor  de 
la  naturaleza,  y  a  sus  divinidades  inferiores.  Es  igualmente 
notable  que  en  su  código  religioso  se  comprendiera  un 
primer  esbozo  de  la  vida  monástica,  la  institución  de  las 
vestales,  las  vírgenes  consagradas  al  servicio  del  culto 
del  Sol,  y  que  debían  elegirse  entre  todas  las  familias  del 
Imperio. 

Según  Joaquín'  V.  QoNZÁLbz. 

7.  La  cultura   c(uickua  de  Íos  Luí  es. 

En  toda  la  República  Argentina  la  lengua  común,  así 
oficial  como  popular,  es  el  castellano.  Ni  en  Corrientes, 
donde  la  influencia  guaraní  fué  tan  profunda,  puede  de- 
cirse que  la  población  hable  generalmente  el  idioma  indí- 
gena. Un  solo  Estado  constituye  propiamente  excepción  con 
respecto  a  la  regla  de  la  lengua  castellana  común  :  es  la 
provincia  de  Santiago  del  Estero,  parte  integrante  del  antiguo 
Tucumán.  Por  supuesto,  que  allí  mismo  el  castellano  predo- 
mina también  en  los  centros  urbanos;  pero  la  población  casi 
entera  habla  el  quichua,  la  lengua  de  los  Incas  del  Perú.  Hasta 
fines  del  siglo  XIX  era  éste  el  lenguaje  de  la  clase  superior- 


\  LA    CULTURA    indígena  9 

que  lo  entendía  y  hablaba  todavía  en  el  siglo  XX.  Ahora 
bien,  alrededor  de  Santiago,  en  el  resto  del  Tucumán  co- 
lonial hasta  los  territorios  adyacentes  al  Alto  Perú  (fuera 
de  algún  rincón  de  los  valles  calchaquíes),  no  se  encuen- 
tra rastro  de  la  lengua  adventicia:  nunca  ha  sido  hablada 
allí. 

Este  extraño  fenómeno  filológico  de  la  difusión  y  per- 
manencia del  quichua  en  la  provincia  de  Santiago,  que 
tan  lejos  se  halla  del  antiguo  Cuzco,  capital  del  Imperio 
de  los  Incas,  tiene  su  explicación.  Desde  época  remota, 
ese  territorio  de  selvas  y  sabanas  comprendido  entre  los 
ríos  Salado  y  Dulce,  fué  habitado  por  una  numerosa  tribu 
india,  que  por  algunos  se  denomina  Jiiri  y  por  otros  Lule. 
Estas  dos  denominaciones  no  son,  a  mi  parecer,  más  que 
una  misma  palabra,  ya  pronunciada  en  indio,  ya  en  caste- 
llano. Era  aquél  un  pueblo  industrioso  y  de  índole  mansa, 
caracteres  que  resaltan  aún  en  sus  representantes  actuales. 
Pero,  hacia  fines  del  siglo  XIV,  cuando  el  poder  de  los 
Incas  llegaba  a  su  apogeo  y  era  el  Cuzco  la  capital  de 
un  inmenso  territorio,  aconteció  una  singular  aventura 
histórica,  que  se  consigna  en  los  clásicos  Comentarios 
reales  del  Inca  Qarcilaso  de  la  Vega.    • 

Parece  que  estos  buenos  Lules  tucumanos  desperta- 
ron al  rumor  de  la  gloria  peruana.  Sin  aconsejarse  de  sus 
vecinos  del  Norte  o  del  Sur,  enviaron  una  embajada  —  a 
pie,  naturalmente  —  al  ínca  Huiracocha,  que  entonces  rei- 
naba. Hay  cuatrocientas  leguas  de  áridos  desiertos  y  serra- 
nías con  nieves  eternas  en  sus  cumbres,  donde  por  largos 
trechos  todo  escasea,  hasta  el  aire  respirable. . .  Terrible 
hubo  de  ser  el  viaje  para  los  pobres  embajadores,  acos- 
tumbrados a  la  molicie  tropical  del  suelo  nativo. 

Admitidos  a  contemplar  al  Inca,  en  medio  de  su  corte 
deslumbrante  de  oro  y  telas  preciosas,  los  enviados  depo- 
sitaron al  pie  del  trono  las  humildes  primicias  de  su 
lejana  tierra.  En  cambio  de  su  sacrificada  independencia 
sólo   pedían   la   civilización.   Y  este  homenaje  espontáneo, 


lü  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

este  arranque  instintivo  de  una  tribu  obscura  hacia  la  luz, 
es  uno  de  los  rasgos  conmovedores  de  la  historia  sud- 
americana. Fueron  escuchados  con  benevolencia,  y,  sin 
duda,  servidos  según  su  deseo.  Sin  demorarse  en  la  con- 
quista del  inmenso  territorio  intermedio,  el  Inca  despachó 
al  Tucumán,  cuyo  nombre  acababa  de  serle  revelado,  a 
un  príncipe  de  su  familia  con  una  numerosa  escolta  de 
oficiales,  curacas  (jefes)  y  artífices,  encargados  de  ini- 
ciar a  los  Lules  en  los  bienes  y  en  los  males  de  la  vida 
civilizada. 

Estos  indios  asimilaron  rápidamente  los  conocimien- 
tos, las  industrias,  y,  sobre  todo,  la  lengua  de  sus  pacíficos 
amos,  con  tanta  efica:ia,  en  lo  que  al  idioma  respecta,  que 
el  antiguo  lule  no  tardó  en  desaparecer,  y  que  el  español, 
después  de  tres  siglos  de  dominación  política  y  social,  no 
ha  logrado  desarraigar  al  « cuzco  »,  como  todavía  llaman 
ellos  al  blando  y  cantante  idioma  que  sus  padres  apren- 
dieron con  amor.  Y  así  es  cómo,  en  la  más  europea  de 
las  repúblicas  sudamericanas,  hay  una  provincia  entera 
donde  se  habla  aún  la  lengua  del  antiguo  Perú,  traída  allí 
en  época  muy  anterior  al  primer  viaje  de  Colón. 

Según  P.  Ghooss\c, 

8.  Restos  de  la  cultura  calckaqluí. 

En  época  remota,  allá,  al  Noroeste  de  la  República, 
entre  las  quebradas,  los  valles  y  las  faldas  de  nuestras 
sierras,  desde  el  Aconquija  hasta  los  contrafuertes  de  los 
Andes,  vivió  un  pueblo  grande  y  numeroso,  guerrero  y 
artista,  sufrido  y  viril.  La  dominación  de  este  pueblo,  ge- 
neralmente llamado  Calchaquí,  costó  a  los  españoles  una 
guerra  de  cien  años.  No  fué  posible  reducirlo ;  hubo  que 
destruir  sus  ciudades  y  que  extrañar  a  sus  habitantes.  Pero, 
como  protesta  de  su  larga  y  dolorosa  extinción,  nos  ha 
legado  sus  ruinas,  sus  sepulcros,  sus  restos  de  piedra  y 
de  alfarería,  que  la  ciencia,  ávida  de  hallazgos,  profana  y 
estudia.    En    aquella    región,    el    viajero    tropieza    a    cada 


LA    CULTURA    INDÍGENA 


11 


instante  con  vestigios  de  murallas,  fortalezas,  pueblos,  edi- 
ficios aislados,  cuyo  ciclópeo  trabajo  prehistórico  lucha  aún 
con  el  tiempo. 

Los  cardones  o  cacto  (céreas),  con  su  aspecto  de 
fiínebre  candelabro,  arraigan  en  las  junturas  de  las  piedras. 
La  serpiente,  otrora  guardiana  sagrada  de  los  muertos, 
custodia  esas  viejas  ruinas,  espantando  con  sus  silbidos- a 
las  vicuñas  y  guanacos  que  vagan  en  los  alrededores.  Y  el 
cóndor,  el  viejo  cóndor  de  América,  que  antes  contempló 
la  vida  palpitante  de  esos  antiguos  pueblos,  domina  todavía, 


con  los  grandes  círculos  de  su  alto  y  majestuoso  vuelo, 
sus  vastas  soledades. 

Allí,  entre  el  montón  de  escombros  acumulados  por  el 
tiempo  y  las  razas,  o  dentro  de  los  viejos  sepulcros,  el  pico 
tropieza,  al  hundirse  en  la  tierra,  con  los  tesoros  arqueo- 
lógicos que-se  han  librado,  enteros  o  rotos,  de  la  destrucción 
secular:  un  cetro,  un  cincel,  un  simple  cántaro,  una  urna 
funeraria,  un  puco,  un  amuleto,  un  yuro,  un  ídolo,  un  fetiche, 
un  collar,  un  hacha  de  piedra...  Mil  y  mil  objetos  extraños 
aparecen,  uno  a  uno,  evocando  la  vida  íntima,  el  pasado 
de  aquella  interesante  raza  calchaquí. 

El  cetro,  por  ejemplo,  nos  sugiere  la  idea  del  mando 


12  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

Represéntanos  un  jefe  o  curaca,  coronado  de  plumas,  que 
lo  blande  en  su  diestra.  De  pie,  sobre  una  fortaleza  de 
piedra  pircada,  erigida  estratégicamente  en  la  cumbre  de  un 
cerro,  entre  el  chocar  de  los  discos  de  bronce,  el  silbar  de 
las  flechas  y  los  pesados  golpes  de  las  hachas  líticas,  im- 
parte sereno  sus  órdenes  para  repeler  un  furioso  asalto  del 
enemigo.  Lanza  sus  huestes  a  los  puntos  atacados,  y  hace 
derribar  oportunamente  grandes  montones  de  piedra,  antes 
acumulados  al  efecto,  que  se  despeñan  sobre  los  asaltantes, 
entre  espesa  nube  de  polvo.  Los  cuerpos  caen  triturados  por 
la  lluvia  de  proyectiles,  y  los  ecos  del  hórrido  fragor  del 
combate  se  repiten  en  las  montañas,  de  valle  en  valle. 

Un  cincel  de  bronce  nos  hace  pensar  en  la  penosísima 
extracción  de  los  metales,  en  su  pesada  molienda,  y  en  los 
hornos  primitivos,  alimentados  con  huano  de  llama.  Un 
pequeño  fetiche,  que  representa  un  llama,  fué  una  mascota. 
Un  ídolo  femenino  esculpido  por  un  agorero  o  una  hechi- 
cera, era  propicio  a  las  esposas  que  iban  a  ser  madres. 
Otro  ídolo  de  barro,  de  cejas  grandes  y  arqueadas,  de 
brazos  cortos  y  deformes,  es  la  imagen  convencional  de  un 
muerto,  un  ex  voto  que  acompañó  al  cadáver. 

La  urna  funeraria  nos  sorprende  con  su  complicado 
simbolismo.  Es  la  síntesis  de  los  sacrificios  humanos.  En 
tiempos  de  sequía  espantosa,  para  aplacar  a  los  dioses, 
posiblemente  se  sacrificaba  a  los  niños.  ¡  Enterrábaselos 
quizá  vivos,  casi  a  flor  de  tierra,  colmados  de  dones,  y  no 
sin  arrancarles  previamente  la  promesa  de  que  implorarían 
la  lluvia  tan  deseada! 

Toda  la  vida  de  aquel  pueblo,  que  se  ha  convenido 
en  llamar  Calchaquí  —  sus  costumbres,  sus  trajes,  sus  sen- 
timientos, sus  ideas  —  ,  resurge  poderosamente  en  la  ima- 
ginación al  extraer  sus  copiosos  restos  arqueológicos.  Y 
el  ánimo  se  abate  y  entristece  al  contemplar  tanta  actividad 
perdida,  tanta  grandeza  arruinada,  tan  vasto  y  poderoso 
reino  pulverizado  por  el  tiempo. 

Según  Juan  B.  Ambrosetti. 


l~,L    PLEI'.LO    F.SPANOL  13 

lí!.  EL  PUEBLO  ESPAÑOL 

9.    Entrada    clei    rey    Wamba    en    Toledo,    para 
coronarse   rey. 

I  Romance  anónimo  del  siglo  xvi    Asunto  de  la  época  gótica,  siglo  vil) 

1.  Por  la  puerta  del  Cambrón, 
una  de  las  ii  ás  nombradas 

que  adornan  lu  gra  i  To  edo, 

inipe  ial  ciudad  de  España, 

con  gran  acompañamiento 

entra  el  valer  so  Wamba 

a  recibir  !a  corona, 

con  su  mujer  doña  Sancha. 

Por  lium  idad  quiso  el  rey  ^ 

que  el  alcaide  de  su  alcázar, 

en  vez  d-;  la  espada  lleve 

d'lante  de  é    su  hijada. 

Hombres,  niños  y  muj  res, 

por  balcone^  y  ventanas, 

mirando  los  altos  rev^s, 

les  dicen  en  voces  altas: 

« Toledo,  España  por  Wamba, 

y  por  la  reina  S  ncha  »  ; 

y  el  Tajo  les  responde  manso  y  ledo, 

unas  V  c-:S  «España»,  otras  <  Toledo  t, 

2.  La  melena  rubia  el  rey 
lleva  compuesta,  atusada, 
porque  no  estorbe  a  los  ojos; 
peinad  i  y  ancha  la  barba. 
Sobre  un  vestido  morado 

con  alcachofa  de  plata, 

a  manera  de  tusón 

lleva  una  cruz  colorada. 

Lh  reina,  de  tela  verde 

Uev  '  una  saya  bordada ; 

el  cabello  suelto  al  viento, 

la  mitad  a  las  espjldas. 

D  .nde  lleg  i  el  pa  afién 

cubren  el  patio  las  damas 

de  flores  y  bendiciones, 

y  dicen  en  voces  altas : 

«  Toledo,  España  por  Wamba, 

y  por  la  reina  Sancha  >  ; 

y  el  Tajo  les  responde  manso  y  ledo, 

unas  veces  «España»,  otras  «Toledo». 


14 


LA   TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 


10.  El  Cid  y  el  moro  Abdalla. 


(Romance  anónimo  del  siglo 

Por  el  val  de  las  Estacas 
el  buen  Cid  pasado  había : 
a  la  mano  izquierda  deja 
la  villa  de  Constantina. 
En  su  caballo  Bab  eca, 
muy  gruesa  lanza  traía: 
va  buscando  al  moro  Abdalla, 
que  enojado  le  tenía. 
Travesando  un  antepecho, 
y  por  una' cuesta  arriba. 


XVI.   Asunto  del  siglo  xi) 

dábale  el  sol  en  las  armas. 
¡Oh  qué  bien  qu ^  parecía! 
Vido  '  ir  al  moro  Abdalia 
por  un  llano  que  allí  había ; 
arma 'o  de  fuert;  s  armas, 
muy  reas  ropas  traía. 
Djbale  Voces  el  Cid; 
de  esta  manera  decía: 
—  Espéresme',  moro  Abdalla; 
no  muestres  tu  cobardía,  — 


A  las  voces  que  el  Cid  daba 
el  moro  le  respondía: 

—  Muchos  tiempos  ha,  e!  Cid, 
que  esperaba  yo  este  día, 
porque  no  hay  hombre  nacido 
de  quien  yo  me  escondería; 
porque  desde  mi  niñez 
siempre  hi  í  de  c  bardía. 

—  Alabarte,  moro  Abdalla, 
poco  te  aprovecharía ; 

1.  Forma  anticuada  ;  ifió. 

2.  Forma  anUcuada  ;  espérame. 


mas  si  eres  cual  tú  hablas 
en  esfuerzo  y  valentía, 
a  tiempo  eras  venido, 
que  menester  te  sería. — 
Estas  palabras  diciendo 
contra  el  moro  arremetía, 
encontróle  con  la  lanza 
y  en  el  suelo  lo  derriba ; 
cortárale  la  cabeza, 
sin  le  hacer  descortesía. 


EL   PUEBLO    ESPAÑOL 


15- 


11.  Eloéio    del   Cid. 

(Romance  anónimo  del  siglo  xvi.   Asunto  ciel  siglo  xt) 


En  Burgos  nació  el  valor, 
gloria  y  amparo  de  España, 
que  es  costumbre  en  la  cabeza 
poner  la  insignia  más  alta. 
Aquél  que  victorias  suyas 
de  eterna  memoria  estampa 
en  los  d  s  polos  su  nombre 
y  el  cielo  da  gloria  al  alma: 
De  quien  españo  es  reyes 
tienen  de  su  sangre  tanto, 
que  si  duermen  los  cespierta 
a  la  guerra  y  las  hazañas: 
El  que  a  los  hijos  de  Agar 
destruyera  ;us  espadas 
y  a  siete  reyes  venció, 
después  de  muerto,  en  batalla: 
El  valeroso  y  leal 
a  su  señor  y  a  su  patria, 
que  hiz )  famosa  a  Hesperia 
y  a  las  estrellas  la  ensrlza. 
A  quien  prudentes  varones 
ponen  solo  entre  las  armas, 


y  !  or  sus  grandes  proezas 
príncipe  de  ellas  1  s  llaman, 
y  moros  sus  enemigos 
por  excelencia  llamaban, 
ei  invencible  Rodrigo 
y  señor  de  la  campaña. 
Y  siendo  cuan  bueno  fué 
tiró  la  envidi  i  su  lanza, 
mas  las  armas  de  virtud 
el  hierro  suyo  no  pasan, 
que,  como  sucede  siempre, 
quien  mal  anda  mal  acaba^ 
y  golpes  de  arma  trai.lora 
a  su  mismo  di.  ño  matan- 
No  rudiendi  las  traiciones 
de  muchos  manchar  su  fama, 
que  con  la  infamia  de  aquéllos 
el  cielo  se  las  limpi-ba. 
En  San  Pedro  de  Cárdena 
su  cuerpo  la  tierra  ensancha 
que,  como  lo  hizo  en  vida, 
allí  tam,  oco  le' falta. 


12.  E,l  kombre   que  perdió  su  sombra. 

(Leyenda  de  la  Universidad  de  Salamanca) 

Un  doctor  de  ojos  de  fuego  surge  un  día  en  la  preclara 
Salamanca  pontificia,  y  a  los  jóvenes  declara: 
—  No  hay  secreto  que  yo  ignore ;  para  mí  nada  es  arcano. 
Tengo  el  mundo  y  las  estrellas  en  la  palma  de  la  mano. 

Vuestra  ciencia  os  aprisiona  con   cadenas  de  Misterio, 
y  yo  puedo  liberaros  de  tan  duro  cautiverio... 
Mas  mi  estado  de  maestro  peregrino  es  muy  precario, 
¡jurad  todos  abonarme  lo  que  pida  por  salario!  — 


16  LA    TRADICIÓjN    y    LA    HISTORIA 

Afanosos  de  ilustrarse,  los  valientes  escolares 
al  sutil  doctor  responden;  —  Os  halláis  en  vuestros  lares. 
¡Enseñadnos,  pues  juramos,  con  el  cielo  por  testigo, 
que  tendrá  cumplida  paga  el  maestro  y  el  amigo!  — 

El  doctor  de  ojos  de  fuego,  alentado  en  la  esperanza 
de  cobrar  lo  que  desea,  da  comienzo  a  -sii  enseñanza. 
En  alquimia,  por  la  fuerza  de  las  llamas,  con  sonoro 
estallido,  transfigura  cobre  en  plata  y  barro  en  oro. 

En  la  ciencia  de  los  astros,  sin  cristales  ni  astrolabios, 
asegura  que  los  hados  son  funestos  a  los  sabios; 
y,  después,  en  teología,  profetiza  con  audacia 
singular  que,  al  fin  del  mundo,  para  todos  habrá  gracia; 
que  la  mística  substancia  de  la  esencia  de  Dios  mismo 
es  el  alma  de  las  almas  de  la  tierra  y  del  abismo... 

Tal  blasfemia,  como  un  rayo,  a  los  jóvenes  perturba; 
y  relucen,  en  el  aire,  las  espadas  de  la  turba, 
y  amenazas  y  dicterios... 

El  doctor  de  faz  sombría 
a  la  turba  con  un  gesto  de  desprecio  desafía : 

—  ¡  Estudiantes  que  jurasteis,  ante  el  sol  de  las  pasiones, 
abonarme  lo  que  pida  por  mis  mágicas  lecciones, 
es  indigno  de  cristianos  y  españoles  caballeros 
engañar  como  perjuros  a  los  sabios  forasteros!  — 

Calla  el  sabio,  todos  callan,  y  adelántase  un  hidalgo, 
cuyos  ojos  manifiestan,  hondos,  trágicos,  un  algo 
como  anhelo  palpitante  de  la  gloria  y  del  martirio, 
como  sangre  de  leones  en  los  pétalos  de  un  lirio: 
—  ¡Es  verdad!  —  repone  airado  — Os  debemos  el  salario; 
designadlo  aunque  tengamos  que  abonarlo  en  el  Calvario  — 


EL   PUEBLO   ESPAÑOL       "  '  17 

El  maestro  forastero  le  replica  con  macabras 
4;arcajadas,  y  dirige  esta  fúnebres  palabras 
a  los  mozos,  que  temblaban,  domeñados  como  potros: 

—  ¡Mi  salario  será  el  alma  de  cualquiera  de  vosotros!  — 

Su  figura  gigantesca  pone  valla  a  la  salida, 
y  aparece  como  un  ángel  de  la  hueste  maldecida. 

—  ¡  Pasen  todos,  quede  el  último  !  —  vocifera ;  y  ancha  horda 
trasnponiendo  los  umbrales,  hacia  el  patio  se  desborda. 

Todos  pasan  presurosos,  y  es  el  último  el  hidalgo 
cuya  frente  adolescente  —  lirio  y  sangre  —  lleva  un  algo 
sobrehumano  en  el  silencio... 

—  ¡Tu  alma  es  mía!  — 
grita  el  ángel  maldecido  con  su  faz  más  que  sombría ; 
y,  al  asirle  con  sus  garras  aquilinas  de  ¡a  capa: 
— ¡Ved!  Me  sigue  un  compañero... — dice  el  joven,  y  se  escapa. 

¡Es  su  sombra  el  compañero! 

El  doctor,  febricitante, 
arrebátale  su  sombra  como  prenda  al  estudiante, 
y,  en  el  antro  del  infierno,  va  «  guardar  la  rara  prenda. .. 

De  la  vida  de  otros  siglos,  así  cuenta  la  leyenda; 
y,  en  el  siglo  que  corremos,  nos  inquieta  y  nos  asombra 
el  recuerdo  de  aquel  hombre  que  perdió  su  propia  sombra^ 


l3.  Hidalguía  española. 

Carlos  V,  emperador  de  Alemania  y  rey  de  España, 
ha  vencido  en  Pavía  (1525)  y  tomado  prisionero  a  Fran- 
cisco I,  rey  de  Francia.  El  duque  y  condestable  de  Borbón, 
primo  de  Francisco  1,  ha  traicionado  a  su  patria  y  a  su 
rey.  Pasado  al  vencedor,  va  a  ver  a  Carlos  V,  en  su  ca- 
pital   de   Toledo.    El    emperador    de    Alemania  y   rey   de 


18  LA  TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

España  dispone  que  sea  alojado  en  el  palacio  del  conde  de 
Benavente.  No  habiendo  recibido  orden  directa,  el  conde 
cierra  su  puerta  al  extranjero;  no  quiere  alojar  a  un  traidor 
bajo  su  techo.  Quéjase  el  de  Borbón  a  Carlos  V.  Carlos  V 
hace  llamar  a  su  alcázar  al  de  Benavente,  y  le  impone 
ahora  que,  desagraviando  al  de  Borbón,  cuyos  servicios 
aprovecha,  le  hospede  en  su  palacio.  El  grande  de  España, 
la  rodilla  en  tierra  ante  su  rey,  aunque  cubierta  la  cabeza, 
como  autoriza  a  su  grandeza  el  ceremonial,  le  escucha. 
Obedeciéndole,  retírase  a  casa  de  un  pariente  y  abre  su 
mansión  al  duque  francés.  Pero  cuando,  después  de  breve 
estada,  se  va  de  Toledo  el  de  Borbón,  el  de  Benavente, 
sacrificando  las  riquezas  alli  guardadas,  prende  fuego  al 
palacio.  ¡  No  permite  que  se  mantenga  en  pie  techo  que 
ha  albergado  a  un  traidor  a  su  patria  y  a  su  rey! 

l4.  Las  dos  grandezas. 

I 

LA   RÁBIDA 

A  la  puerta  de  un  convento 
golpea  un  pobre  mendigo; 
el  sol,  el  hambre  y  el  viento 
lo  baten  y  pide  abrigo. 

Lleva  un  hijo  pequeñuelo, 
pálido  y  triste  el  semblante; 
por  él  pide  suplicante 
pan  a  los  hombres  y  al  cielo. 

Ha  sonado  la  campana, 
y  un  monje  con  voz  serena: 
—  Aquí  hay  abrigo  y  hay  cena  — 
les  dice  — ;  os  iréis  mañana. 

—  Cena  busco  y  busco  abrigo  — 
contesta  meditabundo.  — 
¡Llevo  en  mi  cabeza  un  mundo 
y  un  humilde  pan  mendigo! 


EL    PUEBLO    ESPAÑOL  19 

—  I  Al  cielo  alzad  la  oración, 
Alzad  al  cielo  los  ojos !  — 
clamó  el  monje;  y  vio  de  hinojos 
ante  la  cruz  a  Colón. 

II 

EL   MONASTERIO   DE   YUSTE 

Sutiles  neblinas  las  sierras  envuelven, 
el  viento  silbando  sacude  los  pinos, 
de  nieve  cubiertos  están  los  caminos 
y  el  lobo  a  lo  lejos  se  siente  aullar. 
Cruzaba  el  viajero  con  paso  seguro 
la  senda  sinuosa  que  lleva  a!  convento, 
y  llega  y  exclama:  —  ¡Por  Dios,  que  un  asiento 
hiás  alto  que  el  mío  yo  vengo  a  buscar !  — 

Abrieron  los  frailes. —¿Quién  sois?  — le  preguntan. 

—  Un  hombre  que  busca  corona  de  espinas, 
corona  de  gloria  con  flores  divinas, 

en  vez  de  la  suya  que  mucho  pesó. 

—  ¿Tuviste  los  dones  que  el  mundo  apetece? 

—  Riquezas  y  glorias  mi  reino  tenía... 
El  sol  en  mis  tierras  jamás  se  ponía... 
¡Yo  soy  Carlos  V,  mi  imperio  pasó! 

III 

Así  con  dolor  profundo 
la  misma  puerta  tocaba, 
el  que  iba  en  busca  de  un  mundo 
y  el  que  un  mundo  abandonaba. 

Y  en  el  sagrado  recinto, 
libre  de  humana  ambición, 
hubo  pan  para  Colón 
y  paz  para  Carlos  V. 

Eduardo  de  la.  Babra. 


20 


LA    TRADICIÓN    Y   LA    HISTORIA 


l5.  Felipe  II  y  la  noticia  de  la  batalla  de  Lepante. 


( Romance  anónimo  del  siglo  xvi) 


Gallardo  entra  un  caballero 
en  corte  del  rey  de  España  : 
corriendo  viene  a  caballo, 
en  palacio  se  apeara; 
entró  donde  estaba  el  rey 
y  las  manos  le  besara. 
El  rey,  que  le  ha  conocido, 
del  brazo  le  levantara: 
pregúntale  con  deseo 
de   Levante  y  de  su  armada. 
Oyendo  esto  el  caballero, 
albricias  le  demandara: 
metió  la  mano  en  el  seno, 
sacó  una  carta  sellada, 
y,  besándola  en  el  sello, 
con  la  cabeza  hizo  salva. 
Alargó  la  mano  el  rey, 
con  gran  gozo  la  tomaba: 
leyendo  el  primer  renglón, 
la  cruz  de  encima  besaba. 

—  Decidme,  buen  caballero, 
¿quién  acabó  la  batalla? 

—  Señor,  el  favor  de  Dios 

y  fuerza   de  nuestra  España, 


y  astucia  del  general 
que  gobierna  nuestra  armada. 
Hala  tornado  a  leer 
y  en  un  momento  la  pasa, 
siguiéndole  el  caballero, 
a  donde  la  reina  estaba. 
Sentóse  el  rey  en  su  silla 
y  a  la  reina  dio  la  carta, 
y,  mientras  la  está  leyendo, 
otra  vez  le  preguntaba: 
—  Decidme,  mi  buen  amigo, 
¿cuánia  gente  me  costara? 
-Señor,  pocos  son  los  muertos^ 
y  muchos  ganaron  fama, 
porque  el  morir  fué  vivir 
siendo  en  tan  justa  demanda. - 
El  rey  despachó  correos 
que  lleven  esta  embajada 
por  las  ciudades  del  reino, 
la  cual  fué  luego  llevada; 
y  a  tan  noble  embajador 
mil  mercedes  le  otorgaba : 
la  honra  y  g'oria  de  todo 
el  buen  rey  a  Dios  la  daba. 


16.  El  éenio  español. 

El  clima,  el  aire,  los  alimentos,  el  aspecto  general  de 
la  naturaleza  y  hasta  la  configuración  geográííca  de  cada 
país,  influyen  sobre  el  carácter  de  sus  habitantes.  El  clima 
demasiado  cálido  o  frío  enerva ;  el  aire  puro,  no  enrarecido 
en  exceso  por  la  altura  sobre  el  nivel  del  mar,  vivifica;  la 
alimentación  rica  y  variada  fortalece;  el  paisaje  estimula 
el  ánimo  o  lo  deprime;  la  configuración  geográfica  deter- 
mina las  necesidades  de  la  defensa  territorial. 


EL    PUEBLO    ESPAÑOL  21 

Formado  en  un  clima  benigno,  sobre  un  suelo  feraz 
y  en  medio  de  pintorescos  paisajes,  el  clásico  pueblo  espa- 
ñol poseyó  siempre  un  alma  inteligente  y  grande.  Imprimió 
indeleblemente  a  esta  alma  un  sello  guerrero  la  configura- 
ción geográfica  del  país.  Opulenta  y  hermosa  península, 
abierta  por  el  Mediterráneo,  los  Pirineos  y  el  estrecho  de  Qi- 
braltar,  que  antes  había  sido  istmo,  a  la  codicia  de  todas  las 
razas  y  a  la  conquista  de  todos  los  pueblos  de  Europa,  Asia 
y  África,  el  suelo  español  existió  en  continuo  estado  de  de- 
fensa. Sus  antiguos  habitantes,  llamados  los  iberos,  con  los 
cuales  se  amalgamó  el  elemento  celta,  viéronse  continua- 
mente amagados  por  fenicios,  griegos,  cartagineses,  romanos. 
Vivieron  en  guerra  secular  contra  el  extranjero  invasor, 
que  sólo  pudo  ocupar  ciertos  puntos  de  la  costa,  donde 
fundó  colonias.  El  estado  de  guerra  modeló  al  pueblo  pe- 
ninsular su  carácter  combativo  y  le  inspiró  el  épico 
culto  del  valor.  Más  tarde,  la  conquista  romana,  que  en 
otras  provincias  del  imperio  se  limitaba  al  paso  victorioso 
de  un  ejército,  tuvo  que  mantener  en  Hispania  guarnicio- 
nes permanentes.  El  heroísmo  español  se  demostró  ya 
en  las  defensas  de  Sagunto  y  de  Numancia.  Y  esa  domi- 
nación romana,  mezclando  su  sangre  con  la  de  las  pobla- 
ciones conquistadas,  dejó  tan  hondas  huellas  que,  cuando 
terminó,  el  pueblo,  de  suyo  inteligentísimo,  había  adoptado 
su  habla  e  iniciado  una  nueva  cultura.  En  virtud  de  una 
fatalidad  geográfica  e  histórica  prodiíjose  además  la  inva- 
sión de  los  godos,  quienes,  triunfantes,  no  se  mezclaron 
hondamente  con  los  indígenas,  a  quienes  dieron  sólo  jefes. 
Estas  invasiones  y  conquistas  pudieron  realizarse,  a  pesar 
del  indómito  valor  de  los  peninsulares,  porque  sus  pobla- 
ciones no  estuvieron  nunca  unidas  ni  militarmente  organi- 
zadas. Manteníanse  en  el  aislamiento,  producto  de  su 
propio  espíritu  arrogante  y  batallador,  favorecido  por  la 
geografía  de  la  península.  Separadas  las  distintas  regiones 
por  las  montañas,  en  cada  región  se  había  formado  un 
pueblo,  solitario  como  un  nido  de  águilas. 


22  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

Vióse  España  atacada,  en  el  siglo  VIII,  por  una  nneva 
invasión.  Los  árabes,  encendidos  en  la  pasión  religiosa 
del  Islam,  penetraron  hasta  el  corazón  de  la  península, 
y  sentaron  en  ella  sus  reales.  Más  irritante  que  las  anterio- 
res, por  su  carácter  oriental  y  su  credo,  la  invasión  árabe 
provocó  vivo  sacudimiento  en  las  poblaciones  hispánicas. 
¡  Era  menester  rechazarla !  Para  ello  no  había  más  medio 
que  la  unión  entre  algunos  de  los  varios  reinos  en  que 
entonces  estaba  España  dividida.  Tal  unión  no  pudo  pro- 
ducirse sino  unificando  las  creencias  religiosas,  por  órgano 
de  la  Inquisición  y  con  la  política  de  los  Reyes  Católicos. 
Opúsose  la  Cruz  al  Islam,  y  los  moros  fueron  expulsados 
del  sagrado  suelo  de  la  patria,  precisamente  cuando  se 
descubría  el  Nuevo  Mundo. 

La  configuración  peninsular  de  España,  obrando  en 
las  costumbres  de  sus  habitantes,  les  ha  forjado,  pues,  un 
alma  esencialmente  guerrera.  Su  bélica  arrogancia  ha  flo- 
recido en  todas  las  manifestaciones  de  su  cultura :  la 
rerligión,  la  política,  las  industrias,  las  bellas  artes,  las 
letras.  Y  fué  en  la  conquista  de  América  donde  se  revela- 
ron tal  vez  mejor  que  en  ninguna  parte  el  heroísmo  y  la 
inteligencia  del  genio  español.  Los  hombres  que  en  frá- 
giles carabelas  desafiaban  y  vencían  las  borrascas  del 
océano;  los  aventureros  que  cruzaron  y  transpusieron  las 
vírgenes  espesuras  y  las  agrias  cordilleras  de  desconoci- 
dos continentes  a  través  de  pueblos  hostiles;  los  puñados 
de  soldadotes  que,  con  Hernán  Cortés  o  con  Francisco 
Pizarro,  domeñaron  poderosos  imperios,  preséntansenos 
como  verdaderos  héroes,  j  como  semidioses!  ¿Qué  nación 
tuvo  nunca  hijos  más  valientes,  ni  realizó  con  tan  esca- 
sos medios  mayores  proezas,  asombro  y  maravilla  del 
mundo  todo?...  ¡  Ah !  El  genio  español,  cuyas  condicio- 
nes esenciales  fueron  siempre  la  bravura  y  la  inteligen- 
cia, podrá  haberse  eclipsado  pasajeramente  en  la  penum- 
bra durante  los  siglos  XVIII  y  XIX ;  pero,  ni  los  soles  del 
firmamento  ni  el  genio  de  los  grandes  pueblos  se  apagan 


EL   DESCUBRIMIENTO   Y    LA    CONQUISTA  23 

-en  un  día.  El  genio  español  ha  reaparecido  en  el  siglo  xx, 
acaso  más  esplendoroso  que  nunca,  sobre  el  cielo  de 
ambos  mundos,  con  fulguraciones  de  una  nueva  aurora 
de  gloria. 

IV.  EL  DESCUBRIMIENTO  Y  LA  CONQUISTA 

l7.   Colón   y  el  descubrimiento  del  Nuevo  Mundo. 

En  los  siglos  medios  se  creía  que  la  tierra  era  un 
disco  fijo  en  el  centro  del  universo.  Supúsola  redonda 
Cristóbal  Colón,  un  marino  genovés,  e  imaginó  que,  nave- 
gando de  Europa  hacia  el  Occidente,  se  hallaría  un  paso 
para  el  Oriente,  hasta  la  codiciada  región  de  las  Indias, 
fabulosa  por  sus  riquezas.  Proyecto  tan  nuevo  como 
grandioso  fué  ante  todo  sometido  por  su  autor  a  la  com- 
petente opinión  de  un  sabio  en  la  ciencia  cosmográfica, 
Toscanelli,  quien  lo  aprobó.  Presentólo  entonces  Colón  dos 
veces  a  su  patria,  la  república  de  Genova,  sin  que  ésta 
llegase  a  prestarle  su  concurso.  En  don  Juan  II,  rey  de 
Portugal,  buscó  después  Colón  los  auxilios  que  su  vasto 
plan  exigía.  Coartado  el  monarca  por  la  opinión  de  sus 
consejeros,  lo  desamparó,  aunque  no  sin  haber  antes  ten- 
tado la  aventura  del  descubrimiento.  Hizo  partir  sigilosa- 
mente hacia  el  Occidente  una  carabela  portuguesa,  que 
pronto  regresó  destartalada  por  una  tempestad  y  con  la 
tripulación  temerosa  y  sin  bríos  para  lanzarse  otra  vez  en 
tan  arriesgada  expedición. 

Desechado  dos  veces  por  su  patria  y  también  por  el 
soberano  de  Portugal,  hacia  1485  Colón  se  dirigió  a  la 
corte  de  Castilla  y  León,  cuyos  monarcas  estaban  entre- 
gados a  la  guerra  del  moro.  Adversos  momentos  eran 
aquéllos  para  la  empresa  del  genovés.  Los  Reyes  Católicos, 
Isabel  y  Fernando,  preocupados  de  su  propia  seguridad 
y  de  la  conquista  de  Granada,  postrer  baluarte  del  Isla- 
mismo, no  se  hallaban  en  situación  de  secundarle.  Mas 
íjuiso  la   benigna   estrella  de   Colón  precipitar  en   1491   el 


24  LA    TRAniClÓN   Y   LA    HISTORIA 

drama  secular  de  la  guerra  con  la  completa  victoria  de 
los  españoles  y  expulsión  de  los  árabes.  El  proyecto  del 
audaz  marino  fué  hostilizado  por  un  congreso  de  teólogos, 
que  por  orden  del  rey  Fernando  se  había  reunido  en 
Salamanca,  y  que  motejó  a  su  autor  de  visionario  e 
ignorante;  pero  halló  luego  decidido  apoyo  eu' el  cardenal 
don  Pedro  González  de  Mendoza,  valido  de  la  reina  Isabel 
de  Castilla.  Mediante  esta  influencia  y  la  de  otros  amigos 
de  Colón,  los  reyes  le  favorecieron,  extendiéndole,  en  1492, 
el  nombramiento  de  gran  almirante  del  océano. 

Los  vecinos  de  la  villa  y  puerto  de  Palos  habían  sido 
judicialmente  condenados  a  servir  al  rey,  por  el  término 
de  un  año,  con  dos  carabelas.  Éstas  fueron  puestas  a 
disposición  del  expedicionario ;  y,  por  convenio  con  la 
familia  de  Yáñez  Pinzón,  oriundo  de  aquel  pueblo,  obtuvo 
la  otra  embarcación  que  se  requería  para  el  viaje.  En 
convoy  tan  reducido  para  la  peligrosa  travesía,  zarparon 
del  puerto  de  Palos,  el  3  de  agosto  de  1492, "la  Santa 
María,  la  Pinta  y  la  Niña,  tripuladas  por  120  hombres. 
Veinte  años  aproximadamente,  corridos  desde  1474  a  1492, 
llevaba  empleados  Cristóbal  Colón  en  conseguir  los  medios 
para  realizar  su  empresa,  la  mayor  que  vieron  los  siglos. 
Su  más  alta  gloria  fué,  no  el  descubrimiento  de  ignotas 
tierras,  que  realizó  el  12  de  octubre  de  1492,  arribando  a 
las  playas  de  América,  sino  el  haber  puesto  en  práctica 
un  proyecto  que  él  sólo  concibió  y  él  sólo  era  capaz  de 
realizar.  Colón  mismo  no  vivió  bastante  para  avalorar  la 
colosal  trascendencia  de  su  descubrimiento,  pues  todavía, 
cuando  murió,  en  1506,  después  de  llevar  a  cabo  cuatro 
expediciones  más  a.  las  tierras  descubiertas,  creía  haber 
llegado  a  las  Indias  Orientales,  sin  sospechar  la  existencia 
del  Nuevo  Mundo. 

Seí.'<5ii  Mahi  \M)  A    Pklliza. 


EL   DESCUBRIMIENTO  Y    LA    CONQUISTA  25 


18.  A  Colón. 

Boga,  boga  con  ánimo  valiente, 
empuñando  el  timón  con  firme  mano, 
y  no  te  arredre  ese  murmullo  vano 
del  vulgo  necio  y  del  motín  reciente. 

Marcha,  marcha,  derecho  al  Occidente: 
allí  de  nuevo  mundo  está  el  arcano 
que  adivinó  tu  genio  soberano 
y  que  ves  con  los  ojos  de  la  mente. 

Fíate  en  Dios  cuando  los  mares  sondas, 
que,  si  no  existen  mundos  ignorados, 
han  de  surgir  del  seno  de  las  ondas: 

Naturaleza  y  genio  son  aliados, 
y  iodo  cuanto  el  genio  ha  prometido 
Naturaleza  siempre  lo  ha  cumplido. 

Bartolomé  Mitre. 

l9.    Agudeza  de   Atahualpa. 

Atahualpa  fué  de  buen  ingenio  y  muy  agudo.  Entre 
otras  agudezas  tuvo  una  que  indirectamente  ie  apresuró 
la  muerte.  Viendo  leer  y  escribir  a  los  españoles,  entendió 
que  era  cosa  que  nacía  con  ellos;  y,  para  cerciorarse  de 
esto,  pidió  a  un  español  de  los  que  entraban  a  visitarle 
o  de  los  que  le  aguardaban,  que  en  la  uña  del  dedo  pulgar 
le  escribiese  el  nombre  de  su  Dios.  Así  lo  hizo  el  soldado. 
Luego  que  entró  otro,  le  preguntó:  «¿Qué  dice  aquí?». 
El  espaiiol  se  lo  dijo,  y  lo  mismo  le  dijeron  tres  o  cuatro 
más.  Poco  después  entró  don  Francisco  Pizarro,  y,  habiendo 
ambos  hablado  un  rato,  le  preguntó  Atahualpa  qué  decían 
aquella?  letras.  Don  Francisco  no  acertó  a  decirlo,  porque 
no  sabía  leer.  Entonces  entendió  el  Inca  que  no  era  cosa 
natural  sino  aprendida,  y,  desde  allí  en  adelante,  tuvo  en 


26  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

menos  al  gobernador  Pizarro.  Aquellos  Incas  tenían  esta- 
blecido en  su  filosofía  moral,  que  los  superiores,  así  en 
la  guerra  como  en  la  paz,  debían  aventajar  a  los  inferio- 
res, a  lo  menos  en  todo  lo  que  era  necesario  aprender  y 
saber  para  su  oficio.  Y  de  tal  manera  íué  el  menosprecio 
y  el  desdeñar,  que  el  gobernador  Pizarro  se  lo  sintió  y  se 
ofendió  de  ello,  y  acaso  apresuró  la  condena  que  cayó 
después  sobre  la  cabeza  del  inca  Atahualpa. 

Según  el  In'ca.  Garcilaso  de  la  Vega 

20.  El  descubrimiento  del  río  de  la  Plata. 

A  la  muerte  de  Américo  Vespucio,  el  feliz  marino 
que  dio  su  nombre  al  nuevo  continente,  nombró  el  rey 
de  España,  en  1512,  para  sucederle  en  el  cargo  de  piloto 
mayor,  a  don  Juan  Díaz  de  Solís.  Solís  fué  comisionado 
poco  después  para  mandar  una  expedición  que  debía  ir  a 
descubrir  por  Malaca  y  las  islas  de  Especiería;  pero,  ha- 
biendo quedado  aquélla  sin  efecto,  resolvió  emprender  a 
su  costa  el  descubrimiento,  tentado  por  él  y  Pinzón  seis 
años  antes,  de  las  costas  meridionales  del  nuevo  continente. 
Esperaba  encontrar  el  paso  que  debía  conducir  al  mar 
llamado  más  tarde  océano  Pacífico,  que,  atravesando  la 
América  Central,  descubrió  en  1515  Vasco  Nüñez  dé 
Balboa.  El  24  de  noviembre  de  1514  se  firmó  el  contrato 
por  el  cual  se  debía  llevar  a  cabo  este  descubrimiento. 

El  rey  puso  en  la  empresa  4.000  ducados  de  oro, 
siendo  obligación  de  Solís  preparar  una  carabela  de  sesenta 
toneladas  y  dos  de  treinta,  y  correr  con  todos  los  demás 
gastos  de  la  expedición.  Los  beneficios  que  de  ella  resul- 
taran serían  divididos  en  tres  partes:  una  para  el  rey,  otra 
para  Solís  y  la  tercera  para  los  tripulantes.  El  rey  aportó 
también,  con  cargo  de  devolución,  cuatro  lombardas  gran- 
des y  sesenta  corazas,  con  sus  cascos  o  yelmos  Ade- 
más, le  adelantó  año  y  medio  de  sus  sueldos  de  piloto 
mayor  del  reino,  y   un   año   a  su   cuñado   Francisco  To- 


EL  DESCUBRIMIENTO   Y   LA   CONQUISTA 


27 


rres,  que  le  acompañaba  como  segundo;  todo  esto  sin  per- 
juicio de  otras  recompensas  que  le  prometía,  segiín  fuera 
la  naturaleza  de  los  servicios  que  a  la  Corona  prestase 
con  la  expedición. 

Cerca  de  once  meses  tardó  ésta  en  aprontarse ;  y,  al 
fin,  dejando  nombrado  a  un  hermano  suyo  para  que  des- 
empeñase su  empleo  en  Sevilla,  partió  Solís  del  puerto  de 
Lepe  el  8  de  octubre  de  1515.  La  escuadrilla  tocó  en  Te- 
nerife, y  pasó  a  la  costa  del  Brasil,  que  reconoció  proli- 
jamente,   marcando    las  latitudes  de  todos  los  puntos,  con 


la  exactitud  que  permitían  los  instrumentos  náuticos  de 
aquel  tiempo.  Llegando  a  las  islas  de  Lobos,  hizo  rumbo 
al  Este  y  tomó  puerto  en  Maldonado,  al  que  dio  el  nom- 
bre de  Nuestra  Señora  de  la  Candelaria.  Siguió  desde  allí 
la  dirección  de  la  costa,  hasta  que,  reconociendo  la  cali- 
dad del  agua  en  que  navegaba,  descubrió  lo  que  es  hoy 
el  río  de  la  Plata  y  le  dio  el  nombre  de  «Mar  Dulce», 

No  tardó  el  experto  marino  en  reconocer  que  el  gran 
estuario  donde  se  encontraba  no  podía  ser  sino  la  des- 
embocadura de  un  gran  río,  tanto  por  la  poca  profundidad 
como  por  la  dulzura  del  agua;  y,  dejando  fondeadas  dos 
de  las  carabelas  al  abrigo  de  la  isla  de  San  Gabriel,  entró 


28  LA    TRADICIÓN   Y   LA    HISTORIA 

él  mismo  en  una  latina,  para  reconocer  de  cerca  la  costa 
inmediata,  que  era  la  del  Norte.  Así  llegaron  hasta  la  isla 
de  Martín  Garcia;  y  aproximándose  a  la  costa  firme,  no- 
taron que  había  habitaciones  de  indios,  y  que  muchos  ob- 
servaban sorprendidos  la  embarcación  y  las  gentes  desco- 
nocidas que  iban  en  ella.  Solís  quiso  reconocer  y  tomar 
posesión  de  aquella  tierra  en  cumplimiento  dé  sus  instruc- 
ciones. El  rey  le  había  ordenado  que  se  posesionara  de  las 
tierras  descubiertas  ante  escribano  público  y  el  mayor  núme- 
ro de  testigos  y  los  más  conocidos  que  hubiere.  En  su  nom- 
bre debía  realizar  «  acto  de  posesión  »  cortando  árboles  y  ra- 
mas, cavando  y  levantando,  si  pudiese,  algún  pequeño  edifi- 
cio, en  algún  cerro  o  junto  a  un  gran  árbol.  También  debía 
levantar  una  horca,  puesto  que  él  representaba  la  justicia  real. 
Desembarcó  Solís  con  dos  oficiales  reales,  y,  seguido 
de  siete  hombres  más,  se  internó  algunos  pasos,  para 
plantar  la  cruz  y  hacer  el  acta  de  toma  de  posesión,  a  la 
vista  de  los  indígenas  que  le  observaban.  Pero  una  embos- 
cada que  los  españoles  no  habían  visto,  hizo  caer  sobre 
ellos  de  improviso  una  nube  de  flechas,  y  todos  fueron 
víctimas  de  su  extremada  confianza,  con  excepción  de 
uno,  que  quedó  entre  los  indios  hasta  once  años  después. 
Aunque  sin  suficiente  fundamento,  cuéntase  que  los  salvajes 
les  cortaron  la  cabeza,  las  manos  y  los  pies,  y,  ponién- 
dolos a  asar  en  sus  fogones,  los  comieron  con  feroz  ale- 
gría, a  la  vista  de  los  que  permanecieran  en  la  carabela, 
los  cuales  se  alejaron  consternados  a  reunirse  con  los 
otros  dos  buques  que  hablan  quedado  más  atrás. 

Según  Luis  L    Domínguez. 

21.  La  tradición  de  Lucía  Miranda. 

Apenas  descubierto  el  estuario  que  se  llamaría  más 
tarde  río  de  la  Plata,  sin  dejarse  intimidar  por  la  trágica 
muerte  de  su  glorioso  descubridor,  don  Juan  Díaz  de  Solís, 
remontó  en  1526  sus  majestuosas  aguas  don  Sebastián 
Qaboto,   marino   veneciano   al   servicio   de   España.  Pene- 


EL   DESCUBP.IMIENTO    Y    LA    CONQUISTA  29 

trando  por  primera  vez  en  el  río  Paraná,  fundó  en  la 
desembocadura  del  río  Carcarañá,  sobre  su  margen  izquier- 
da, el  fuerte  del  Espíritu  Santo  (Sancti  Spiíitiis).  Clavada 
allí  la  bandeVa  de  Castilla,  dejó  el  fuerte  a  cargo  de  una 
guarnición,  subió  hasta  las  cataratas  del  Iguazú,  y  luego, 
por  diversas  circuns, anclas,  regresó  a  España. 

Dos  años  habían  pasado  desde  la  partida  de  Gaboto, 
y  el  fuerte  del  Espíritu  Santo  conservaba  su  paz  inalte- 
rable. Gobernábalo  un  hombre  de  distinguido  mérito,  don 
Ñuño  de  Lara,  en  quien  delegó  Gaboto  el  mando.  Una 
severa  disciplina,  sostenida  por  el  ejemplo,  quitaba  a  los 
suyos  toda  ocasión  de  desmandarse.  Por  su  propia  segu- 
ridad, los  españoles  mantenían  pacífico  trato  con  una  ve- 
cina tribu  de  indios,  los  timbües.  La  buena  inteligencia  y 
los  oficios  de  la  cordialidad  más  expresiva  apretaban  de 
día  en  día  los  nudos  de  esa  útil  alianza. 

Había  entre  los  españoles  una  dama,  Lucía  Miranda, 
mujer  del  soldado  Sebastián  Hurtado.  El  cacique  de  los 
timbúes,  Mangoré,  prendado  de  su  belleza,  olvidó  que  era 
casada  y  resolvió  hacerla  su  esposa.  Decidido  a  robarla, 
preparó  una  horrible  traición.  Aprovechando  una  oportu- 
nidad en  que  salieron  del  fuerte  para  procurarse  víveres, 
buena  parte  de  sus  pobladores,  al  mando  de  uno  de  los 
capitanes,  presentóse  como  amigo,  seguido  de  treinta  in- 
dios cargados  de  subsistencias.  Esperaba  afuera  sus  órde- 
nes, escondido  en  la  maleza  y  bien  adoctrinado,  su  her- 
mano Siripo,  al  mando  de  numerosa  horda. 

Sin  sospechcT  los  ocultos  designios  del  cacique,  don 
Ñuño  de  Lara,  muy  agradecido  y  atento,  recibió  el  dona- 
tivo. Con  su  castellana  generosidad  acogió  a  Mangoré  y 
a  su  séquito  bajo  su  mismo  techo.  Obsequiólos  con  un 
espléndido  festín,  en  el  que  brindaron  confundidos  españoles 
e  indio¿  al  dios  de  la  amistad.  Cuando  terminó  el  festín,  reco- 
giéron'¿e  a  dormir  unos  y  otros.  El  sueño  rindió  a  los  españo- 
les. Y,  entrada  ya  la  noche,  en  el  silencio  y  las  sombras,  Man- 
goré  cambió   sigilosamente   sus   señas  y  contraseñas   con 


30  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

SU  hermano  Siripo,  hizo  prender  fuego  a  la  sala  de  armas  y 
abrió  las  puertas  del  fuerte.  De  común  acuerdo,  los  indios 
de  Mangoré  y  de  Siripo  cayeron  sobre  los  españoles  dor- 
midos. Algunos  de  éstos  lograron  sus  armas,  y  se  trabaron 
en  combate  siniestro.  Con  increíble  valor,  Lara  repartía  en 
cada  golpe  muchas  muertes.  En  medio  de  la  refriega  buscó 
y  encontró  al  fin  a  Mangoré.  Aunque  con  una  flecha  en 
el  costado,  abrióse  paso  entre  la  confusa  multitud,  hasta  que 
pudo  herir  al  traidor.  La  flecha,  entretanto,  con  el  movi- 
miento y  la  lucha,  habíale  penetrado  hondamente.  Ambos, 
el  cacique  indio  y  el  denodado  capitán  castellano,  cayeron 
muertos.  Sólo  escaparon  con  vida  del  desastre  algunos 
niños  y  mujeres,  y  entre  éstas  Lucía  Miranda,  su  inocente 
causa.  Todos  fueron  llevados  a  presencia  de  Siripo,  su- 
cesor del  detestable  Mangoré,  quien  los  guardó  cautivos. 
Al  siguiente  día  Sebastián  Hurtado  volvió  al  fuerte.  Su 
dolor  fué  igual  a  su  sorpresa,  cuando,  después  de  encon 
trarse  con  ruinas  en  vez  del  baluarte,  buscaba  a  su-consorte 
y  sólo  hallaba  sangrientos  despojos.  Luego  que  supo  su 
cautividad,  no  dudó  un  punto  entre  los  extremos  de  morir 
o  rescatarla.  Precipitadamente  se  escapó  de  los  suyos  y 
llegó  hasta  la  presencia  de  Siripo.  Pero  este  bárbaro, 
habiendo  muerto  Mangoré,  cacique  él  ahora  de  ios  tim- 
búes,  olvidóse  como  su  finado  hermano  que  Lucía  era 
casada,  y  aspiraba  a  su  vez  a  tomarla  por  esposa.  Ya  que 
se  le  presentaba  tan  inopinadamente  el  legítimo  marido, 
decidió  matarle.  Comprendió  la  heroica  mujer  la  suerte 
que  esperaba  a  Hurtado,  y,  estimando  más  la  vida  de  éste 
que  la  propia,  renunció  al  tono  altivo  con  que  antes  con- 
testaba los  avances  de  Siripo,  y  tomó  a  sus  pies  el  tono 
de  la  súplica  y  el  llanto.  De  tal  modo  consiguió  que  el 
cacique  revocara  su  sentencia  de  muerte,  y  salvó  la  vida 
a  Hurtado,  mas  con  la  dura  condición  de  que  el  soldado 
castellano  se  divorciase  para  siempre  de  ella  y  ehgiera 
otra  esposa  entre  las  jóvenes  timbúes.  Acaso  por  vanar 
partido   en   el    corazón   de    la   bella  mujer  blanca,   que  se 


EL  Di;sri;BniMii.Nro  y  la  conol'ista  31 

mantenía  firme  en  su  resistencia  a  aceptarle  por  esposo,  el 
cacique  llegó  a  permitirles  que  se  vieran  de  vez  en  cuando. 
No  por  esto  consiguió  el  consentimiento  de  Lucía,  que, 
como  española  y  como  cristiana,  estaba  resuelta  a  perder 
antes  la  existencia  que  la  honra.  Al  contrario,  en  algunas 
de  las  breves  entrevistas  de  los  esposos  pudo  notar  que 
ambos  renovaban  sus  juramentos  de  conyugal  fidelidad. 
Entonces  su  furia  no  tuvo  límites.  Hizo  atar  a  Sebastián 
Hurtado  a  un  árbol,  donde  se  le  mató  a  saetazos,  y  mandó 
arrojar  a  Lucía  Miranda  a  una  hoguera.  Así,  después  de 
largo  martirio  y  cautiverio,  murieron  ambos  esposos,  para 
eterno  ejemplo  de  amor  y  de  virtud. 

Aunque  fantástica,  esta  tradición  ha  perdurado  en  la 
mente  de  los  habitantes  del  río  de  la  Plata.  Dos  siglos 
y  medio  después  de  que  un  cronista  inventara  el  épico 
y  luctuoso  suceso,  servía  de  argumento  a  una  hermosa 
tragedia  de  corte  clásico,  en  verso  y  tres  actos,  titulada 
Siripo.  Su  autor,  el  doctor  Manuel  José  de  Labardén,  que 
nació  en  Buenos  Aires  en  1754  y  murió  probablemente 
poco  antes  de  la  gloriosa  revolución  de  1810,  puede 
considerarse  el  más  antiguo  de  los  poetas  cultos  en  la 
literatura  argentina.  Su  obra,  escrita  en  sonoros  ende- 
casílabos, representóse  en  el  llamado  Corral.  Componíase 
este  sitio,  qué  hacía  las  veces  de  teatro,  de  un  terreno 
rodeado  de  un  cerco  o  muralla  baja,  y  algún  rancho 
en  el  fondo  para  guardar  las  vituallas  y  adminículos.  Una 
chispa  de  un  cohete  disparado  en  la  iglesia  de  San  Juan, 
con  motivo  de  celebrarse  una  fiesta  religiosa,  ocasionó  un 
incendio  que  redujo  a  cenizas  el  rancho.  En  el  incendio 
se  quemó  el  precioso  manuscrito  de  la  tragedia,  y  sólo 
se  conservaron  algunos  fragmentos.  Perdida  la  obra  de 
Labardén,  las  sombras  familiares  y  heroicas  de  Lucía 
Miranda,  Sebastián  Hurtado,  Mangoré  y  Siripo  esperan, 
pues,  el  poeta  que  las  cante  en  las  nuevas  generaciones 
de  argentinos. 

Según  Gregoiíio  Funbs  j'  Juan  Mauía  GuTiiíaREZ, 


32  LA   TRADICIÓN   Y  LA   HISTORIA 

22.  La  fundación  de  Buenos  Aires. 
I.    LA    PRIMERA   FUNDACIÓN 

Don  Pedro  de  Mendoza,  natural  de  Guadix,  gentil- 
hombre de  cámara  del  emperador,  acababa  de  regresar  de 
Italia,  donde,  a  las  órdenes  del  condestable  de  Borbón, 
había  tomado  parte  en  el  asalto  y  saqueo  de  la  ciudad 
de  Roma.  Mendoza  volvió  rico  a  España,  con  su  parte  de 
botín ;  pero  no  por  esto  estaban  satisfechos  su  avaricia  y 
su  amor  a  empresas  arriesgadas;  y  cuando  supo  que  el 
gobierno,  por  escasez  de  fondos,  no  se  resolvía  a  enviar  una 
expedición  al  río  de  la  Plata,  para  tomar  por  retaguardia 
el  imperio  de  los  Incas,  se  ofreció  a  prepararla  a  su  costa 
y  a  conducirla  a  su  destino. 

Armó  con  este  fin  la  más  brillante  expedición  que 
había  salido  de  puertos  españoles  para  la  América.  Com- 
poníase de  veintidós  naves  y  más  de  2.C00  soldados 
aguerridos,  entre  ellos  150  alemanes,  a  cuyo  número 
pertenecía  Ulderico  Schmidel,  uno  de  los  historiadores  de 
la  conquista.  Entre  los  oficiales  venían  muchas  personas 
de  distinción.  En  las  capitulaciones  otorgadas  por  el  empe- 
rador, había  una  que  obligaba  al  adelantado  a  traer  cien 
caballos  y  cien  yeguas,  primer  origen  de  los  que  después 
han  cubierto  nuestras  fértiles  llanuras.  La  armada  salió  de 
Sanlúcar  el  1.°  de  septiembre  de  1534;  se  detuvo  en 
el  Janeiro  algún  tiempo,  y,  habiéndose  enfermado  grave- 
mente don  Pedro,  delegó  el  mando  en  don  Juan  Osorio, 
a  quien  poco  después  hizo  apuñalar  por  sospechas  de 
infidencia. 

A  principios  de  1535  entró  la  expedición  en  el  río 
de  la  Plata,  y  fondeó  en  la  isla  de  San  Gabriel.  Ei  adelan- 
tado mandó  en  seguida  a  su  hermano  don  Diego,  jefe  de 
la  flota,  a  reconocer  la  costa  meridional,  se  trasladó  allí 
con    toda   ella,   y   el    2   de   febrero   de    1536  abrió   el   ci- 


EL  DESCUBRIMIENTO  Y  LA  CONQUISTA  33 

miento  de  una  trinchera  de  tapia,  en  cuyo  recinto  se  cons- 
truyeron los  alojamientos  de  los  españoles.  Aquel  mismo 
día  puso  el  adelantado  en  posesión  de  sus  cargos  a  los 
capitulares  que  habían  venido  nombrados  desde  España. 
A  esta  población  se  le  dio  el  nombre  de  Puerto  de 
Santa  María  de  Buenos  Aires,  patrona  de  los  navegantes- 
Según  cierta  tradición,  originada  en  la  crónica  de  Schmidel, 
este  nombre  proviene  de  haber  exclamado  el  capitán 
Sancho  García,  al  poner  pie  en  tierra:  «¡Qué  buenos 
aires  son  los  de  este  suelo ! » 

Según   Luis  L.  Domínguez. 

II.    LA   COMARCA 

Desde  la  meseta  culminante  de  la  barranca,  que  do- 
minaba la  margen  izquierda  del  Riachuelo  de  los  Navios 
(como  se  llamó  para  siempre  el  «  río  pequeño  »  cerca  de 
cuya  «boca»  habían  fondeado),  aparecía  la  llanura  ilimi- 
tada, desplegando,  sin  un  contraste  vivo  de  relieve  o  co- 
lor, su  sobrefaz  verdosa  hasta  el  confín  del  horizonte.  Y 
las  próximas  exploraciones  a  todos  rumbos  no  habían  de 
traer  otro  descubrimiento  que  la  traslación  indefinida  de 
aquel  mismo  círculo,  trazando  un  marco  de  invariable  y 
tediosa  monotonía.  La  pampa  propiamente  dicha  —  que 
tanto  han  amado  algunos  poetas  argentinos,  y  celebrado 
muchos  más  sin  convicción  sincera  —  no  existía  aún : 
como  que  ha  significado,  históricamente,  casi  al  igual  que 
los  cultivos  modernos,  una  primera  evolución  del  mantillo 
vegetal  bajo  la  influencia  del  elemento  europeo.  En  vez 
de  la  sabana  inmensa  cubierta  de  gramíneas  y  cardos,  de 
la  blanda  pradera  vestida  de  alfilerillo  y  trébol,  que  evo- 
can irresistiblemente  al  ganado  importado  de  que  provie- 
nen—  el  cual  iba  a  ser  luego,  sin  duda  alguna,  el  acci- 
dente característico  del  paisaje  — ,  desarrollábase  intermi- 
nable el  campo  yermo,  que,  para  conquistadores  recién 
evadidos  del  golfo  amargo,  remedaba  otro  océano  inerte 


34  LA    TRADICIÓN    Y   LA    HISTORIA 

y  estéril,  con  erizadas  olas  de  matas  y  arbustos.  A  tre- 
chos, no  lejos  de  la  costa,  los  bosquecillos  de  talas  y 
espinos  alzaban  sus  ramas  de  menudo  follaje  sobre  los 
matorrales  vecinos;  y  aquí  y  allá,  algún  añoso  algarrobo, 
centinela  perdida  de  la  selva  interior,  retorcía  al  viento 
del  desierto  su  tronco  obscuro  de  requebrada  corteza.  En 
las  cañadas,  sin  embargo,  y  orillas  de  los  ahilados  arro- 
yos, la  humedad  mantenía  una  fresca  vegetación  de  toto- 
ras y  cortaderas,  formando  tupidos  pajonales.  Y  acentuá- 
base, de  vez  en  cuando,  esta  fugaz  sonrisa  de  la  flora 
pampeana  con  el  encuentro  de  una  cristalina  laguna, 
franjeada  de  juncos  y  espadañas,  y  cuyo  delgado  espejo 
cristalino  rayaban  con  zanca  pausada,  y  como  meditabun- 
da, rosados  flamencos  y  cigüeñas  de  plata,  mientras  en 
torno  suyo,  los  agrios  chirridos  de  los  chajás,  teruteros  y 
demás  aves  acuáticas  rasgaban  el  silencio  angustioso  de 
aquellas  soledades. 

La  fauna  útil  de  la  región  —  vale  decir,  la  que  los 
pobladores  recién  desembarcados  hallaron  de  inmediato 
provecho  —  aparecía  tan  pobre  como  su  flora.  Abunda- 
ban las  manadas  poco  ariscas  de  venados,  apenas  diez- 
madas por  los  jaguares  y  pumas  que,  agazapados  de  tarde 
en  la  espesura,  acechaban  la  bajada  de  la  presa  a  los 
aguaderos.  Pululaban  en  el  campo  las  aves  comestibles  y 
los  avestruces,  cuyos  huevos  daban  un  excelente  alimento, 
lo  propio  que  el  pescado  en  el  estuario  y  sus  afluentes. 
También  suministrarían  cierto  recurso  nutritivo  los  arma- 
dillos, los  cuís  o  apereás  o  tal  cual  otro  roedor  de  caza 
más  eventual.  Pero,  ¿qué  representaba  todo  ello  como 
ración  diaria  para  un  millar  de  hombres?  Y,  suponiendo 
que  les  sobrara  pólvora  para  gastarla  en  grandes  cacerías, 
¿cuánto  tiempo  quedarían  los  animales  sin  alzarse  y  huir 
al  desierto,  substrayéndose  más  y  más  a  las  batidas  diarias 
de  sus  perseguidores? 

Tal  se  pi-esentaba  al  pronto,  ante  Mendoza  y  su 
gente,  la  región   en  que  debían    fundar  su   primer  estable- 


EL   DESCUBRIMIENTO    Y    LA    CONQUISTA  35 

cimiento,  como  base  de  las  conquistas  futuras,  y  tales 
eran  los  escasos  recursos  naturales  que  la  comarca  pare- 
cía brindar  a  los  recién  llegados.  Ellos  se  resumían  en 
algún  suplemento  de  alimentación  animal,  caza  y  pesca 
{para  esta  última  tuvieron  que  proveerse  de  redes,  qui- 
tándolas a  los  indígenas),  aunque  de  trabajosa  consecu- 
ción, por  lo  menos  en  cantidad  apreciable,  después  de 
algunos  días,  a  los  que  se  agregaban  ciertas  raíces  más 
o  menos  nutritivas.  Muy  pobres  eran  los  materiales  de 
construcción  para  viviendas,  no  disponiéndose  al  pronto, 
fuera  de  las  paredes  de  barro  y  los  techos  de  totora,  más 
que  de  maderas  mezquinas  o  distantes  y  no  muy  fáciles 
de  labrar.  Pero  a  este  respecto  la  estación  era  propicia: 
por  algunos  meses  iba  a  ser  tolerable  la  vida  casi  al  aire 
libre,  sin  grandes  inconvenientes,  Era  la  cuestión  primor- 
dial, naturalmente,  la  de  la  subsistencia.  Para  encararla 
bajo  su  debido  aspecto,  procedieron  el  factor  y  despen- 
seros a  tomar  razón  de  los  víveres  existentes  y  de  lo  que 
sumaban  en  raciones  diarias  para  toda  la  gente.  El  resul- 
tado no  se  dio  a  conocer ;  pero  nadie  dejó  de  sospechar 
lo  grave  de  la  situación  por  el  expediente  discurrido,  que 
fué  el  apresto  inmediato  de  la  nao  Santa  Catalina,  la 
cual,  al  mando  de  Gonzalo  de  Mendoza,  partió  el  3  de 
marzo  para  la  costa  del  Brasil  en  busca  de  bastimentos. 
jLa  importantísima  expedición  del  adelantado  don  Pedro 
de  Mendoza,  con  su  lucida  comitiva  de  mayorazgos,  hi- 
dalgos y  oficiales  del  rey,  apenas  había  embarcado  vitua- 
llas para  seis  meses,  pues  a  pesar  de  los  refrescos  alzados 
en  Canarias  y  Río,  ya  estaban  aquéllas  a  punto  de  ago- 
tarse ! 

Mientras  la  mayor  parte  de  los  desembarcados  se 
ocupaba  en  la  rústica  edificación  de  los  primeros  abrigos 
provisionales,  otros  exploraban  el  campo,  a  caballo  o  a 
pie,  en  procura  de  recursos  alimenticios  o  de  habitantes 
que  los  proporcionasen.  No  parece  que  dieran  resultados, 
en  uno  ni  en  otro  sentido,  las  excursiones  hacia  el  Oeste 


36 


LA   TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 


(no  se  intentó  por  entonces  penetrar  al  Sur,  cruzando  el 
Riachuelo).  Pero  una  partida  que  enderezó  al  Norte,  hasta 
cinco  o  seis  leguas  del  real,  dio  con  otro  riachuelo  que 
sombreaban  sauces,  palmeras  y  ceibos  de  purpúreos  raci- 
mos, y  cuyas  márgenes  habitaban  tribus  de  indios  canoe- 
ros y  pescadores. 

P.  GnoussAc 
III.  LA  SEGUNDA  Y   DEFINITIVA   FUNDACIÓN 


La  repoblación  de  Buenos  Aires,  sitio  que  se  concep- 
tuaba estratégicamente  ubicado  para  establecer  una  pobla- 
ción importante,  habíase  discutido  muchas  veces  en  la 
Asunción.  Todos  los  conquistadores  sostenían  la  conve- 
niencia de  respetar  la  obra  de  Mendoza,  obra  que  afirma- 
ría el  poder  español  en  el  Plata  y  daría  a  los  distintos 
pueblos  de  la  gobernación  un  punto  de  apoyo  para  efec- 
tuar cómodos  y  seguros  intercambios  con  la  metrópoli. 
Pero  nadie  había  osado  hasta  entonces  afrontar  un  pro- 
blema tan  complejo  y  de  tan  difícil  solución.  El  destino 
reservaba  esta  gloria  a  don  Juan  de  Qaray,  que  acababa 
de  fundar  la  ciudad  de  Santa  Fe.  Para  tentar  la  magna 
empresa  contaba  con  el  amor  de  sus  gobernados,  el  res- 
peto de  los  naturales  y  su  voluntad  a  prueba  de  las  más 
terribles  adversidades. 

Más  de  sesenta  hombres,  en  su  mayoría  criollos,  se 
alistaron  bajo  el  estandarte  de  Garay,  y  el  9  de  marzo  del 
año  1580,  después  de  haber  adoptado  varias  disposiciones 
tendientes  a  la  mejor  marcha  de  su  gobernación  de  la  Asun- 
ción, partió  el  capitán  en  compañía  de  sus  colaboradores. 
La  expedición  se  dividió  en  dos  partes:  una,  al  mando  de 
Garay,  iría  por  agua,  en  varios  barcos  de  menor  impor- 
tancia; la  otra,  al  mando  del  capitán  Alonso  de  Vera  y 
Aragón,  encargado  de  la  conducción  de  los  caballos  y  el 
ganado,  iría  por  tierra. 

El  11  de  mayo  llegaron  al  río  de  la  Plata  las  embar- 


i 


»c- 


DS 


EL   DESCUBRIMIENTO    Y    LA    CONQUISTA 


37 


caciones  que  conducían  a  los  soldados  de  Garay.  Los  ex- 
pedicionarios, a  la  espera  de  los  caballos  y  el  ganado 
enviados  por  tierra,  permanecieron  en  los  barcos  hasta  los 
primeros  días  de  junio.  Reuniéronse  entonces  en  la  solita- 
ria costa  donde  treinta  y  nueve  años  antes  don  Pedro  de 
Mendoza  había  fundado  por  primera  vez  la  ciudad  de 
Buenos  Aires.  Tres  compañeros  de  .Mendoza  guiaron  a 
Garay,  señalando  los  sitios  ocupados  por  las  construccio- 
nes de  la  primitiva  población,  de  la  cual  quedaban  apenas 
vestigios,  semiborrados  por  la  acción  del  tiempo. 

Escogiendo  mejor  el  sitio  que  Mendoza,  Garay  desig- 
nó una  vasta  meseta  situada  frente  al  río  de  la  Plata,  a 
espaldas  de  las  barrancas:  terreno  alto,  fértil,  seco  y  sano, 
apropiado  para  el  establecimiento  de  una  nueva  población. 
Los  indios,  ignorantes  del  desembarco  de  los  españoles, 
no  los  molestaron,  y  dieron  tiempo  para  que  fundaran  la 
ciudad,  el  sábado  11  de  junio  de  1580.  La  ceremonia  fué 
sencilla  y  emocionante.  Todos  los  repobladores  asistieron 
al  acto  solemne  de  plantar  el  rollo  y  levantar  el  pendón 
real.  De  acuerdo  con  los  usos  tradicionales  que  caracte- 
rizaban las  ceremonias  de  toma  de  posesión  en  nombre  del 
rey  de  España,  Garay  « echó  mano  a  la  espada  y  cortó 
hierbas  y  tiró  cuchilladas».  Redactada  y  firmada  el  acta 
por  el  capitán  general,  los  soldados  se  entregaron  a  la 
febril  faena  de  construir  defensas.  Llamó  la  atención  de  los 
habitantes  de  la  nueva  ciudad  el  numeroso  ganado  caballar 
que  pacía  en  la  campaña,  libremente  reproducido,  desde 
que  Mendoza  abandonó  aquellos  sitios. 

Construido  el  fuerte  y  en  situación  los  españoles  de 
defenderse,  el  general  Garay  y  algunos  animosos  solda- 
dos resolvieron  efectuar  una  exploración  por  los  alrede- 
dores. Se  dirigieron  al  Riachuelo,  distante  aproximada- 
mente media  legua  de  la  ciudad,  e  iban  a  continuar  avan- 
zando hacia  el  Oeste,  cuando  diez  querandíes  les  salieron 
al  encuentro,  y  se  trabó  un  combate,  en  el  cual  los  espa- 
ñoles   obtuvieron    una   fácil   victoria.    Tres    indios    fueron 


38  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

muertos,  dos  quedaron  cautivos,  y  los  restantes  huyeron 
heridos.  La  voz  de  alarma  no  tardó  en  llegar  a  los  adua- 
res de  los  indios,  quienes  se  retiraron  precipitadamente 
para  evitar  un  nuevo  encuentro  con  los  invasores. 

En  su  fuga  olvidaron  los  indios  un  cautivo  español, 
largo  tiempo  prisionero,  llamado  Cristóbal  de  Altamirano. 
Indeciso  éste  sobre  el  partido  que  debía  adoptar,  prefirió 
entregarse  nuevamente  a  los  naturales,  temeroso  de  que 
ellos  le  sorprendieran  en  viaje  a  Buenos  Aires  y  castiga- 
ran por  traidor.  Los  indios  discutieron  largamente  la  suerte 
de  Altamirano;  pero,  sensibles  a  sus  hábiles  disertaciones, 
resolvieron  perdonarle  la  vida. 

Decidióse  entretanto  una  guerra  general  contra  los 
españoles.  Varias  naciones  indígenas  coaligadas  se  obli- 
garon a  obedecer  las  órdenes  del  afamado  cacique  Tabobá, 
aprontándose  para  iniciar  la  campaña  sin  pérdida  de  tiem- 
po y  llevarla  a  sangre  y  fuego.  Altamirano,  que  seguía 
con  vivísimo  interés  los  preparativos,  resolvió  escribir 
secretamente  la  noticia-  de  la  sublevación,  poniendo  en 
guardia  a  sus  compatriotas.  Trazó  con  un  carbón  algunas 
líneas,  metió  la  comunicación  en  una  calabaza,  la  arrojó 
al  Riachuelo,  y  obtuvo  completo  éxito.  El  anuncio  llegó 
muy  oportunamente  a  Qaray,  quien  inició,  acto  continuo, 
los  preparativos  de  la  defensa. 

Deseando  evitar  el  choque,  envió  al  cacique  uno  de 
los  indios  que  tenía  cautivos,  con  proposiciones  de  paz  y 
una  carta  para  Altamirano.  Este,  comprendiendo  que  la 
misión  de  Qaray  despertaría  la  sospecha  de  los  querandíes, 
pudo  esconderse  entre  los  juncos  de  una  gran  laguna,  donde 
permaneció  dos  días  sin  ser  hallado  por  los  salvajes.  Des- 
pués de  grandes  angustias  logró  costear  el  Riachuelo  y 
llegar  a  Buenos  Aires.  Hizósele  una  cariñosa  recepción,  y 
fué  reconocido  por  el  capitán  general  como  uno  de  los 
más  meritorios  repobladores. 

Los  querandíes  se  alistaron  con  el  propósito  de  re- 
chazar  vigorosamente    la    nueva    población    española.    Un 


LEYENDAS   INDÍGENAS    Y    COLONIALES  39 

ejército  de  600  indios,  al  mando  de  Tabobá,  marchó  sobre 
Buenos  Aires.  En  las  márgenes  del  Riachuelo,  las  fuerzas 
se  dividieron :  una  parte,  embarcada  en  canoas,  remontó 
e\  río  hacia  las  barrancas,  entretanto  que  la  otra  atacaba 
por  tierra  a  la  población. 

Los  españoles  esperaron  el  asalto :  unos,  en  pequeños 
barcos  anclados  en  la  ribera,  y  otros,  en  los  muros  de  la 
ciudad.  Como  de  costumbre,  Qaray  estuvo  en  todas  partes, 
disponiendo  la  defensa  y  alentando  a  sus  soldados.  Los 
primeros  en  disparar  sus  flechas  contra  el  bergantín  y  em- 
barcaciones menores  fueron  los  indios,  que  atacaron  por 
agua.  Con  inusitado  brío,  los  defensores  de  la  plaza  avan- 
zaron en  sus  barcos,  descargando  sus  arcabuces  contra  los 
atacantes.  La  osadía  con  que  correspondieron  y  la  fijeza  de 
sus  tiros  causaron  confusión  en  las  canoas  de  los  indígenas.' 
Acosados,  heridos,  dominados  por  los  conquistadores,  los 
naturales  mantuvieron  el  combate  corto  tiempo.  La  victoria 
se  decidió  por  los  intrépidos  defensores  de  la  ciudad.  Hubo 
un  rapidísimo  desbande.  Buscando  salvación  en  la  playa 
vecina,  los  indios  sobrevivientes  se  arrojaron  al  agua. 

Según  José  Luis  Cantilo 


V.  LEYENDAS   INDÍGENAS   Y   COLONIALES 

23.  Una  leyenda  indígena  y  coloníaL 
I.    LA  LEYENDA  INDÍGENA 

Entre  las  leyendas  indígenas  de  Catamarca  y  de  Entre 
■Ríos  es  muy  popular  la  del  sapo  y  el  suri.  Supónesele 
al  sapo  singular  agudeza;  el  suri  es  aquí  un  pájaro 
fantástico,  el  « ave  de  la  tormenta »,  un  ave  de  poderoso 
vuelo,  aunque  generalmente  se  la  representa  en  forma  de 
avestruz. 

Ello  es  que  un  día  se  encontraron  el  sapo  y  el  suri, 
y  el  sapo  desafió  al  suri  a  correr  una .  carr.era.  Advirtióle 


40  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

el  suri  que  él  no  corría,  sino  volaba.  «No  importa,  con- 
testó el  sapo;  aunque  vueles,  yo  te  pasaré  corriendo  o 
saltando  ».  Seguro  de  ganar  el  desafío,  aceptólo  el  suri.  El 
sapo  llamó  entonces  a  sus  congéneres,  explicóles  el  caso, 
y  les  pidió  que  fueran  varios  de  ellos  saltando  de  distancia 
en  distancia,  a  lo  largo  de  la  pista  que  habían  convenido 
en  correr  con  el  suri.  Echóse  el  suri  a  volar,  y  siempre 
que  bajaba  los  ojos  al  suelo,  veía  delante  de  sí  algún  sapo. 
Llegó  a  la  meta,  señalada  con  un  mortero  de  piedra,  y  del 
mortero  salió  un  último  sapo,  proclamándose  vencedor  de 
la  carrera.  El  suri,  creyendo  que  éste,  así  como  los  que 
vio  en  el  camino,  fuesen  el  mismo  y  único  que  había 
desafiado,  dióse  por  vencido. 

Hase  encontrado  a  esta  fábula  un  sencillo  simbolismo 
de  la  naturaleza.  El  sapo  o  batracio,  que  tanto  pulula  en 
los  días  húmedos  y  nublados,  es  el  estado  de  la  atmósfera- 
El  suri  es  la  nube;  su  carrera  es  la  que  impulsa  el  viento. 
Como  vuela,  se  representa  la  nube  por  un  ave,  « el  ave 
de  la  tormenta  ».  El  mortero  es  el  objeto  donde  se  muelen 
las  mieses  producidas  por  la  lluvia.  Y,  como  un  determi- 
nado estado  atmosférico  precede  a  la  lluvia,  y  la  lluvia  a 
la  cosecha,  el  sapo  se  adelanta  al  suri,  y  el  suri  y  el  sapo 
llegan  victoriosamente  al  mortero. 

II.    LA   LEYENDA   COLONIAL 

La  leyenda  del  sapo  y  el  suri  es  de  indudable  origen 
precolombiano.  Estas  leyendas  precolombianas  han  solido 
transformarse  ingeniosamente  en  los  tiempos  coloniales 
mezclando  a  los  elementos  indígenas  oíros  de  pura  cepa 
española.  Así,  a  la  citada  leyenda  indígena  corresponde 
otra  indígena  y  colonial,  la  del  urubú  o  cuervo  negro 
(Catharthes  foetens)  y  el  sapo,  muy  difundida  por  todo  el 
continente,  del  Amazonas  al  Plata. 

El  'cuervo  negro  fué  invitado  conjuntamente  con  el 
sapo  a  unas  fiestas  en  el  cielo.  El  sapo  aceptó  ir  en  com- 


LEYENDAS   INDÍGENAS    Y    COLONIALES  41 

pañía  del  cuervo,  quien  no  comprendía  cómo,  no  pose- 
yendo alas,  se  atreviese  a  tanto.  El  día  fijado  preséntesele 
en  su  casa.  El  sapo  le  dijo  que  a  él  le  gustaba  andar 
lentamente,  y  que  le  permitiese  ir  adelante.  Su  propósito 
era,  como  lo  efectuó,  esconderse  en  la  guitarra  que  el 
cuervo  llevaría  para  tocar  en  las  fiestas  del  cielo,  de  ma- 
nera que  lo  llevase  por  los  aires.  Llegado  el  cuervo  al 
cielo,  le  preguntaron  por  el  sapo.  Creyendo  que  se  hubiera 
quedado  en  la  tierra,  el  cuervo  contestó  que  su  compadre 
no  podía  permitirse  tan  largo  paseo.  Después  de  tales  pa- 
labras dejó  a  un  lado  la  guitarra  y  se  sentó  a  la  mesa. 
El  sapo  salió  sigilosamente  de  su  escondrijo,  y,  con  asom- 
bro general,  se  apareció  ante  los  convidados,  divirtiéndose, 
cantando  y  danzando.  Concluido  el  baile,  todo  el  mundo 
se  retiró.  El  sapo,  viendo  distraído  al  cuervo,  ocultóse  de 
nuevo  dentro  de  la  guitarra.  El  cuervo,  que  había  descu- 
bierto su  maniobra,  púsose  en  marcha  de  vuelta,  sin  igno- 
rar ya  que  en  el  instrumento  llevaba  un  huésped.  Y,  vo- 
lando desde  lo  alto,  vuelca  la  guitarra...  El  infeliz  zapo 
cae  de  las  nubes,  gritando  a  las  piedras  del  suelo  que  se 
hagan  a  un  lado.  Al  oirlo,  el  cuervo,  riéndose  de  él,  le 
replica  que  no  tenga  miedo,  puesto  que  vuela  perfecta- 
mente... Lo  que  no  impidió  que  el  sapo,  al  caer,  se  diese 
un  golpe  formidable.  Esta  fué  la  causa  de  que  le  salieran 
las  manchas  de  la  piel. 

Aquí  vemos  la  leyenda  indígena  del  sapo  y  el  suri 
transformada  por  ciertas  ideas  nuevas.  La  cultura  colo- 
nial ha  aportado,  pues,  sus  elementos:  la  guitarra,  pro- 
ducto de  su  técnica;  el  cielo,  concepto  propio  de  sus 
creencias  religiosas.  Transformada  por  estos  elementos,  la 
leyenda  del  sapo  ha  perdido  su  simbolismo  primitivo,  que 
era  resultado  del  íntimo  y  continuo  contacto  del  salvaje 
con  la  naturaleza.  Felizmente  no  ha  perdido  también  toda 
su  gracia.  Verdad  es  que  el  sapo  se  trueca,  de  burlador  y 
vencedor,  en  burlador  vencido  o  burlado.  Pero,  si  es  inge- 
niosa la  manera  con  que  el  sapo  se  fisguea  del  suri  en  la 


42  LA   TRADICIÓN   Y   LA    HISTORIA 

fábula  indígena,  no  deja  de  serlo  el  final  o  moraleja  de  la 
fábula  colonial.  El  sapo,  en  castigo  de  su  mentira,  da  una 
caída  tremenda,  y  queda  marcado  de  chichones  y  magulla- 
duras por  los  siglos  de  los  siglos. 

Según  Adam  Quiroga. 


24.  Leyendas  del  País  de  la  Selva. 

I.   EL  país  de  la  selva,   SUS  LEYENDAS 
Y  TROVADORES 

Llamo  País  de  la  Selva  a  la  región  argentina  que  se 
extiende,  en  el  interior  de  la  República,  desde  la  cuenca 
de  los  grandes  rios  hasta  las  primeras  ondulaciones  de  la 
montaña,  es  decir,  entre  las  llanuras  bañadas  por  el  Pa- 
raná y  sus  afluentes  y  los  contrafuertes  iniciales  de  la 
cordillera  de  los  Andes.  En  la  época  del  coloniaje  corres- 
pondía a  esta  región  el  nombre  de  Tucumán,  y  abarca- 
ba, más  o  menos,  las  actuales  provincias  de  Tucumán, 
Santiago  del  Estero  y  Córdoba.  En  los  tiempos  anteriores 
a  la  conquista  estuvo  poblada  por  varias  razas  y  pueblos 
indígenas,  entre  los  que  descollaron  los  Lules,-por  haber 
recibido  y  adoptado  del  Cuzco  la  cultura  quichua  o  incaica. 

No  hay  en  toda  la  República  Argentina  territorio  algu- 
no donde  existan  más  tradiciones  y  leyendas  locales  que 
en  el  País  de  la  Selva.  Los  mitos  y  argumentos  legen- 
darios de  la  antigua  cultura  indígena  han  persistido  hasta 
nuestro  tiempo,  mezclándose  y  amalgamándose  a  veces, 
curiosa  y  originalmente,  con  las  ideas  y  sentimientos  apor- 
tados por  la  conquista  española.  Es  sobre  todo  en  la 
provincia  de  Santiago  del  Estero,  que  se  diría  el  corazón 
del  País  de  la  Selva,  donde  mayormente  se  conservan  las 
antiguas  leyendas  indígenas  y  coloniales,  como  la  de  Zupay 
y  la  del  Kacuy. 

Transmítense  estas  leyendas  verbalmente  en  quichua, 
de  padres   a  hijos.  Pero  la  Selva  tiene  también  sus  trova- 


LEYENDAS     NDÍGENAS    Y   COLONIALES  43 

dores,  que  saben  cantar  su  poesía.  La  poesía  y  la  música 
se  hallan  unidas  en  las  costumbres  de  la  Selva,  cual  lo 
estuvieron  en  la  Grecia  clásica.  Siendo  éstas  las  manifes- 
taciones estéticas  más  genuinas  del  país,  los  trovadores, 
generalmente,  cultivan  las  dos.  La  melodía  acompaña  y 
sostiene  la  copla,  y  ambas  se  integran  en  la  danza  por 
un  ritmo  común. 

Ninguna  de  las  fiestas  del  país  se  realiza  sin  la  pre- 
sencia del  trovador,  especie  de  sacerdote  de  la  alegría  y 
de  la  muerte.  Es  su  escenario  la  Selva  toda,  recorrida  por 
él  en  vida  vagabunda.  Hoy  le  llevan  a  velorios,  mañana  a 
una  trinchera  de  carnestolendas,  después  a  Nacimientos  del 
Niño  Dios,  luego  a  holgorios  de  boda,  más  tarde  a  bailes 
tradicionales...  El  es  el  órgano  expresivo  de  todos  los  sen- 
timientos del  pueblo.  Él  agasaja  al  viajero,  al  caudillo,  al 
magistrado,  o  simplemente  al  patrón.  Él  anima  las  reunio- 
nes carnavalescas  o  nupciales ;  él  plañe  en  torno  del 
féretro  de  los  difuntos  monótonas  alabanzas,  y  junto  al 
cadáver  de  los  párvulos  musita  las  letanías  de  los  ánge- 
les, pues  allí  donde  no  llega  la  acción  sacramental  de 
la  Iglesia,  no  sólo  realiza  la  misión  profana  de  alegría 
báquica,  sino  también  las  ceremonias  de  un  verdadero  culto 
religioso... 

Ninguna  particular  indumentaria  singulariza  la  silueta 
del  cantor;  pero  el  instrumento  con  que  se  acompaña 
completa  su  figura.  Cultiva  ante  todo  el  amor  a  su  vihuela. 
Protégela  de  la  humedad  y  del  sol ;  quiérela  como  si 
fuera  una  mujer...  Y  la  vihuela  corresponde  tanto  a  sus 
amores,  que  la  trova  dice : 

Las  cuerdas  de  mi  guitarra 
gimen  conmigo  a  la  par, 
y  me  ayudan  a  llorar 
el  dolor  que  me  lastima... 
¡Si  parece  que  la  prima 
hubiese  aprendido  a  hablar! 


44  LA   TRADICIÓN    Y   LA    HISTORIA 

II.    ZUPAY 

Entre  los  mitos  del  país,  Zupay  es,  sin  duda,  la  encar- 
nación más  potente  del  misterio  selvático.  Zupay  es  el 
Diablo  de  la  Selva;  y,  como  tal,  no  es  producto  genuino 
del  espíritu  quichua,  ni  de  la  tradición  incontaminada  del 
demonio  español.  Más  bien  es  una  resultante  del  uno  y  de 
la  otra.  En  su  estado  primordial  es  un  genio  latente  y 
maligno;  es  el  origen  de  todo  lo  adverso  que  aflige  a  los 
hombres  y  el  enemigo  de  Nuestro  Señor.  Puede  estar  en 
el  agua,  en  el  fuego,  en  la  atmósfera ;  y  sabe,  al  par,  di- 
rigir estos  elementos  para  sembrar  en  la  Selva  pestes, 
inundaciones,  sequías  y  catástrofes... 

El  mito  de  Zupay  se  relaciona  tanto  con  los  de  la 
hechicera  y  la  Salamanca  que  constituyen  inseparable 
unidad.  Los  poderes  de  la  bruja  provienen  de  un  pacto 
con  Zupay,  y  la  Salamanca  no  es  sino  la  academia  sub- 
terránea, oculta  en  el  'bosque,  donde  el  neófito  aprende 
su  ciencia,  junto  a  las  cátedras  diabólicas.  Zupay,  maes- 
tro, da  sus  lecciones  a  la  bruja,  su  discípula,  en  su  escuela 
tenebrosa,  la  Salamanca... 

Zupay,  universal  y  ubicuo  en  su  estado  latente,  es 
multiforme  en  sus  personificaciones  y  manifestaciones. 
Prefiere  en  sus  metamorfosis  figuras  humanas.  Ha  encar- 
nado alguna  vez  en  cuerpo  de  hermoso  mancebo,  apare- 
ciéndose en  un  rancho  a  cierta  mujer  ingenua.  Se  ha  mos- 
trado en  otra  ocasión  como  un  gaucho  rico  y  joven 
que  visita  la  Selva  en  su  caballo  enjaezado  de  mágicos 
arreos.  En  otra  sazón,  un  paisano,  cantor  de  la  comarca, 
atravesando  el  bosque,  con  rumbo  a  la  fiesta,  vióse  de 
pronto  acompañado  por  alguien  que  le  desafiaba  a  «payar», 
guitarra  en  mano:  era  también  Zupay,  el  Malo,  como  en  la 
leyenda  pampeana  de  Santos  Vega.  Los  nativos  hablan 
asimismo  de  un  diminuto  duende,  que  es  como  la  encar- 
nación humorística  y  bromista  de  Zupay.  Es  el  travieso 
enano  de  la  siesta,  con  su  corta  estatura,  su  rostro  magro 


LEYENDAS    INDÍGENAS    Y    COLONIALES  45 

y  barbirrucio,  el  ingenio  maligno  que  bulle  bajo  el  ancho 
sombrerete  de  copa  en  embudo... 

Los  hijos  de  la  Selva  refieren  otras  revelaciones  de 
Zupay.  Cierto  día  los  montes  saladinos  oyeron  el  bala- 
dro de  un  fabuloso  toro,  bestia  chucara  de  olímpica 
frente  sobre  cuello  crinado,  ¡y  era  también  Zupay!  Otro 
día  le  vieron,  entre  las  penumbras  del  ramaje,  con  su 
rostro  de  sátiro,  sus  peludas  piernas  y  hendidas  patas  de 
chivo... 

He  ahí  cómo  este  dios  o  demonio  numeroso  parece 
mezclarse  en  la  diaria  existencia  de  esas  campañas.  Sus 
dominios  se  extienden  a  la  espesura  toda;  y  hasta  un 
árbol  de  la  flora  local  señala  con  nombre  inequívoco  la 
presencia  del  mito.  En  la  descriptiva  nomenclatura  de  las 
plantas  silvestres  figura  la  malop'taco,  « algarroba  del 
diablo»... 

III.   EL   KACUY 

Vive  en  la  Selva  un  pájaro  nocturno  que,  al  romper 
el  silencio  de  las  breñas,  estremece  las  almas  con  su  lú- 
gubre canto.  Esta  ave  tiene  una  historia;  y  es  la  trage- 
dia de  su  origen  lo  que  evoca  con  su  grito  lastimero, 
ayeando  entre  las  arboledas  tenebrosas:  ¡Turayf...  ¡taray!... 
;  taray  !... 

En  época  muy  remota,  dicen  las  tradiciones  indíge- 
nas, una  pareja  de  hermanos  (un  muchacho  y  una  niña) 
habitaba  un  rancho  en  las  selvas.  El  era  bueno;  ella  era 
cruel.  Amábala  él  como  pidiéndole  ventura  para  sus  horas 
huérfanas;  pero  ella  acibaraba  sus  días  con  recalcitrante 
perversidad.  Desesperado,  abandonaba  él  en  ocasiones  la 
choza,  internándose  en  las  marañas ;  y  ella  amainaba  en 
el  aislamiento  sus  ¡ras,  hilando  alguna  vedija  en  la  rueca 
o  tramando  una  colcha  en  sus  telares.  Mientras  vagaba 
por  la  Selva,  el  buen  hermano  pensaba  en  la  hermana,  y, 
perdonándola  siempre,  llevábale  al  rancho  las  algarrobas 
más  gordas,  los  mistóles  más   dulces,   las   más   sazonadas 


46  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

tunas.  Vivían  ambos  de  los  frutos  naturales  en  aquel  siglo- 
de  Dios.  Proveyendo  a  su  subsistencia,  él  traía  hoy  para 
la  casa  un  miküo  atrapado  a  garrote  en  el  estero  cerca- 
no; o  bien  un  sábalo  pescado  en  fisga  en  el  remanso  del 
río,  cuando  no  un  quirquincho  de  la  barranca  próxima,  o 
algún  panal  de  lechiguana,  que  manaba  rubio  néctar  por 
los  simétricos  alvéolos.  Palmo  a  palmo  conocía  su  monte, 
y,  siendo  cazador  de  tigres  además,  protegía  la  morada. 
Insigne  buscador  de  mieles,  nadie  tenía  más  despiertos  ojos 
para  seguir  a  la  abeja  voladora  que  le  llevaba  a  su  col- 
mena: la  de  la  ashpa-mishqui,  escondida  en  el  suelo;  la 
del  tiu-simi,  enjambrada  en  un  cardón,  y  la  de  cayanes  o  de 
queyas,  fabricada  en  el  tronco  de  los  más  duros  árboles... 
Todo  esto  le  costaba  trabajo  y  pequeños  dolores;  y  ella, 
en  cambio,  mostrábase  indiferente,  como  gozándose  en 
sus  penas... 

Volvió  una  tarde,  sediento,  fatigado,  tras  un  día  de 
infructuosa  pesquisa;  pues,  como  reinaba  la  sequía,  esta- 
ban yermos  los  campos.  Sangrábale  la  mano,  porque  al 
pretender  agarrar  una  perdiz  boleada  a  lives  y  caída 
entre  unas  matas,  pinchóle  el  uturuncu  -  huakachina,  el 
cacto  espinoso  «que  hace  llorar  al  tigre».  Pidió  enton- 
ces a  su  hermana  un  poco  de  hidromiel,  para  bebería,  y 
otro  poco  de  agua  para  restañarse  los  arponazos.  Trajo  ella 
ambas  cosas ;  mas,  en  lugar  de  servírselas,  derramó  en  su 
presencia  en  el  suelo  la  botijilla  de  agua  y  el  tupo  de 
miel.  El  hombre,  una  vez  más,  ahogó  su  desventura.  Pero, 
como  al  día  siguiente  le  volcara  también  la  ollita  donde  se 
cocinaba  el  locro  de  su  refrigerio  habitual,  desesperado, 
resolvió  vengarse.  Encubriendo  en  su  invitación  sus  de- 
seos de  venganza,  invitóla  para  que  lo  acompañase  a  un 
sitio  no  lejano,  donde  había  descubierto  miel  abundante 
de  moromoros.  No  vistió  su  zamarra  profesional,  ni  sus 
guanteletes,  ni  el  sachasombrero,  ni  llevó  la  bocina  de  las 
meleadas,  porque  juzgaba  fácil  la  aventura.  El  árbol,  un 
abuelo   del   bosque,    era   sin   embargo   de   gigantesca  talla. 


LEYENDAS  IND  GENAS  Y  COLONIALES  47 

Cuando  llegaron  allí,  el  muchacho  persuadió  a  su  perversa 
hermana  a  que  debían  operar  con  cuidado,  procurando 
beneficiarse  del  néctar  sin  destruir  las  abejas  pequeñitas, 
pues  se  referían  historias  de  cazadores  meleros  desapa- 
recidos bruscamente  a  manos  de  un  dios  invisible  que 
protege  las  colmenas...  Sobre  la  horqueta  más  alta  hizo 
pasar  su  lazo ;  y  lo  preparó  en  un  extremo,  a  guisa  de 
columpio,  para  que  subiese  su  hermana,  bien  cubierta  por 
el  poncho,  en  defensa  del  enjambre,  ya  alborotado  por  la 
maniobra.  Tirando  al  otro  extremo,  a  manera  de  corrediza 
palanca,  la  levantó  en  el  aire,  hasta  llegar  a  la  copa; 
y,  cuando  ella  se  hubo  instalado  allí,  sin  descubrirse,  él 
empezó  a  simular  que  ascendía  por  el  tronco,  desgajándolo 
a  hachazos,  mientras  bajaba  en  realidad.  Zafó  después  el 
lazo,  y  huyó  sigilosamente...  Presa  quedaba  en  lo  alto  la 
infeliz. 

Transcurrieron  instantes  de  silencio.  Ella  habló...  Nadie 
le  respondía...  Como  empezara  a  temer,  levantó  ligeramente 
la  manta  que  la  tapaba,  dejando  apenas  una  rendija  para 
espiar.  El  zumbido  de  los  insectos  la  aturdió,  pues  el 
armado  enjambre  revolaba  furioso  en  derredor,  vibrante 
de  alas  y  de  trompas.  Este  rumor  confuso  revelaba  la  pro- 
fundidad del  silencio.  ¿Qué  podría  ser?  No  sospechaba  la 
hora  ni  el  lugar.  Ciega  de  horror  y  de  coraje  se  desembozó 
de  súbito,  así  la  acribillaran  las  moromoros ;  y  al  descubrir 
el  espacio,  el  vacío  del  vértigo  la  dominó...  ¡Sola,  sola 
para  siempre!... 

Abandonada  en  semejante  altura,  sobre  un  tronco  liso 
y  largo,  sin  otras  ramas  que  esas  a  las  cuales  se  aferraban 
sus  manos,  espiaba  para  ver  si  el  hermano  reaparecía  por 
ahí.  La  acometían  deseos  de  arrojarse,  pero  la  brusquedad 
del  golpe  la  amilanaba.  No  obstante,  si  perecía  allí,  quién 
sabe  si  los  caranchos  voraces  no  vendrían  a  saciarse  en 
ella  como  en  las  osamentas  de  los  animales  que  morían 
ignorados  en  el  monte. 

Mientras  tanto,  la  noche  iba  descendiendo  con  progre- 


LA    TRADICIÓN    Y   LA    HISTORIA 


siva  sombra.  Desde  su  atalaya,  la  pobre  huérfana  había 
podido,  por  primera  vez,  contemplar,  sobre  el  panorama 
de  la  Selva,  la  inmensidad  de  los  horizontes  y  la  sucesión 
de  las  copas  verdes,  que  se  unían  formando  obscuro 
océano  encrespado  de  gigantescas  olas.  El  sol,  hundiéndose 
tras  de  los  árboles,  la  impresionó  más  soberbio  que  nunca, 
iluminado  el  enorme  lomo  del  bosque  con  su  claridad 
apacible  y  decorado  el  cielo  de  Occidente  por  cosmo- 
gónicos esplendores.  Luego  vio  aquella  gran  luz  aguarse 
hasta  disolverse  toda  en  la  noche,  noche  sin  astros 
para  mayor  desventura . . .  Nunca  se  le  mostraron  más 
pavoroso  el  cielo  ni  más  callada  la  breña.  Viniéronle 
ansias  locas  de  perderse  en  lo  ignoto,  de  hender  aquella 
inmensidad  de  árboles  y  tinieblas,  o  llenar  el  silencio  con 
un  solo  grito.  Mas,  ahora,  se  le  añuscaba  la  garganta 
muda,  y  la  lengua  se  le  pegaba  al  paladar  con  sequedad 
de  arcilla.  Tiritaba  como  si  el  ábrego  la  azotase  con  su 
punzante  frío,  y  sentía  el  alma  toda  mordida  por  implaca- 
bles remordimientos.  Los  pies,  en  el  esfuerzo  anómalo  con 
que  ceñían  su  rama  de  apoyo,  fueron  desfigurándose  en 
garras  de  buho ;  la  nariz  y  las  uñas  se  encorvaban ;  y  los 
dos  brazos,  abiertos  en  agónica  distensión,  emplumecían 
desde  los  hombros  a  las  manos.  Disnea  asfixiante  la  estran- 
guló, y,  al  verse  de  pronto  convertida  en  ave  nocturna,  un 
ímpetu  de  volar  arrancóla  del  árbol  y  la  empujó  a  las 
sombras... 

Así  nació  el  kacuy.  La  pena  rompió  en  su  garganta 
llamando  a  aquel  hermano  justiciero.  Y  el  grito  de  contri- 
ción de  esa  mujer  convertida  en  ave,  resuena  aún  y  reso- 
nará siempre  sobre  la  noche  de  los  bosques  natales: 
/  Taray !. . .  /  taray  !. . .  /  taray  /... 

iegúti  Ríe  Mino  Roía», 


LEYENDAS    INDÍGENAS    Y    COLONIALES 


25.    Kl    alma    del    payador. 

(Fragmenlo  del  |)iiem;i  Santos  Vega) 


1.  Cuand    la  tarde  se  inclina 
sollozando  al  Occidente, 
corre  una  sombra  doliente 
sobre  la  pampa  argentina. 
Y,  cuando  el  sol  i.umi  a 
con  luz  brillante  y  serena 
del  ancho  campo  la  escena, 
la  melancólica  sombra 
huye  besando  su  alfombra 
con  el  afán  de  la  pena. 

2.  Cuentan  los  criollos  del  suelo 
que,  en  tibia  noche  de  luna, 
en  solitaria  laguna 
para  la  sombra  su  vueio ; 
que  allí  se  ensancha,  y  un  velo 
va  sobre  el  agua  formando, 
mientras  se  goza  escuchando, 
por  singular  beneficio, 
el  incesante  bullicio 
qtie  hacen  las  olas  rodando. 

3.  Dicen  que,  en  noche  nublada, 
si  su  guitarra  algún  mozo 
en  el  crucero  del  pozo 
deja  de  intento  colgada, 
llega  la  sombra  callada, 
y,  al  envolverla  en  su  manto, 
suena  el  preludio  de  un  canto 
entre  las  cuerdas  dormidas, 
cuerdas  que  vibran  heridas 
-como  por  gotas  de  llanto. 


4.  Cuando  en  las  siestas  de  estío 
las  brillazoi  es  remedan 
vastos  oleajes  que  ruedan 
sobre  fantástico  río, 

mudo,  abismado  y  sombrío 
baja  un  jinete  la  falda 
tint  1  de  bella  esmeralda, 
llega  a  las  márgenes  solas... 
¡y  hunde  su  potro  en  las  olas 
con   la  guitarra  en  la  espalda! 

5.  Si  entonces  cruza  a  lo  lejos 
galopando  sobre  el  llano 
solitario,  algún  paisano, 
viendo  al  otro  en  los  reflejos 
de  aquel  abismo  de  espejos, 
siente  indecibles  quebrantos, 

y,  alzando  en  vez  de  sus  cantos 
una  oración  de  ternura, 
al  persignarse  murmura: 
«¡El    alma  del  viejo  Santos!» 

6.  Yo  que  en  la  tierra  he  nacido 
donde  ese  genio  ha  cantado, 

y  el  pampero  he  respirado 
que  el  payador  ha  nutrido, 
beso  este  suelo  querido 
que  a  mis  caricias  se  entrega, 
mientras  de  orgullo  me  anega 
la  convicción  de  que  es  mía 
¡la  patria  de  Echeverría, 
la  tierra  de  Scntos  Vega! 


(Abreviado  I 


Rafael  Obligado- 


so  LA   TRADICIÓN   Y   LA   HISTORIA 


26.  La  leyenda  de  Santos  Veéa. 

Entre  las  leyendas  pampeanas,  y  puede  decirse  que 
entre  todas  las  leyendas  argentinas,  ninguna  tan  expresiva 
y  popular  como  la  de  Santos  Vega.  Santos  Vega  repre- 
senta la  más  pura  y  elevada  personificación  del  gaucho; 
es  el  hijo,  es  el  señor,  es  el  dios  de  la  Pampa.  Su  histo- 
ria, que  puede  reducirse  al  episodio  fundamental  de  su 
justa  poética  con  el  diablo,  entraña  el  destino  de  una  raza 
y  es  la  síntesis  de  su  epopeya.  Aunque  acaso  ha  sido 
alguna  vez  persona  de  carne  y  hueso,  Santos  Vega  se 
transforma  en  verdadero  mito,  y  llega  a  constituir  un  sím- 
bolo nacional. 

En  tiempos  distantes  y  nebulosos,  allá  donde  se  pier- 
de el  recuerdo  de  los  orígenes  de  la  nacionalidad  argen- 
tina, fué  Santos  Vega  el  más  potente  payador.  Su  numen 
era  inagotable  en  la  improvisación  de  endechas,  ya  tiernas, 
ya  humorísticas;  su  voz,  de  timbre  cristalino  y  trágico, 
inundaba  el  alma  de  sorpresa  y  de  arrobamiento;  sus 
manos  arrancaban  a  la  guitarra  acordes  que  eran  sollozos, 
burlas,  imprecaciones.  Su  fama  llenaba  el  desierto.  Ávida 
de  escucharle,  la  muchedumbre  acudía  de  los  cuatro  rum- 
bos del  horizonte.  En  las  <-  payadas  de  contrapunto  »,  esto 
es,  en  los  certámenes  populares  de  canto  y  verso,  Santos 
Vega  salía  siempre  triunfante.  No  había  trovador  que  le 
igualase,  ni  recuerdo  de  que  alguna  vez  le  hubiese  ha- 
bido. Dondequiera  que  se  presentaba,  rendíale  homenaje 
la  turba  gauchesca,  no  obstante,  ser  tan  amante  de  la 
libertad  y  tan  rebelde  a  toda  imposición.  Para  el  alma 
sencilla  del  paisano,  dominada  por  el  canto  exquisito, 
Santos  Vega  era  el  rey  de  la  Pampa. 

A  la  sombra  de  un  ombú,  ante  el  entusiasta  auditorio 
que  atraía  siempre  su  arte,  inspirado  por  el  amor  de  su 
«prenda»,  una  morocha  de  ojos  negros  y  labios  rojos, 
Santos  Vega   el    payador  cantaba   una   tarde  sus   mejores 


LEYENDAS   indígenas   Y   COLONIALES  51 

canciones.  En  religioso  silencio  le  escuchaban  hombres  y 
mujeres,  conmovidos  hasta  dejar  correr  las  ingenuas  lá- 
grimas. De  súbito  presentóse  a  galope  tendido  un  fo- 
rastero, se  arrojó  del  caballo,  interrumpió  el  canto  y  desafió 
al  cantor.  Tan  extraño  era  su  aspecto  que  se  temió 
vaga  y  punzantemente  una  desgracia.  Pálido  de  coraje, 
Santos  Vega  aceptó  el  desafío,  templó  la  guitarra  y  cantó 
sus  cielos  y  vidalitas.  Cuando  terminó,  creyendo  imposi- 
ble ios  circunstantes  que  un  ser  humano  le  pudiese  ven- 
cer, aplaudiéronle  frenéticos.  Hízose  otra  vez  silencio» 
tocábale  el  turno  al  forastero. . .  Su  canto  divino  fué  una 
música  nunca  oída,  cálida  de  pasiones  infernales,  rebo- 
sante de  ritmos  y  armonías  enloquecedores. . .  ¡  Había  ven- 
cido a  Santos  Vega !  Nadie  podía  negarlo,  todos  lo  reco- 
nocían, condolidos  y  espantados,  y  el  mismo  payador 
antes  que  todos. . .  ¡  Adiós  fama,  adiós  gloria,  adiós  vida ! 
Santos  Vega  no  pudo  sobrevivir  a  su  derrota. . .  Acaso  el 
vencedor,  en  quien  se  reconoció  al  propio  diablo,  al  te- 
mido Juan  sin  Ropa,  pretendiera  llevarse  el  alma  del 
vencido  como  trofeo  de  la  victoria. . .  Desde  entonces,  en 
efecto,  desapareciendo  del  mundo  de  los  mortales,  Santos 
Vega  es  una  sombra  doliente,  que,  al  atardecer  y  en  las 
noches  de  luna,  con  la  guitarra  terciada  en  la  espalda, 
cruza  a  lo  lejos  las  pampas,  en  su  caballo,  veloz  como 
el  viento. 

Poetas  populares  y  poetas  cultos  han  cantado  hermo- 
samente la  leyenda  de  Santos  Vega.  La  crítica  le  ha  en- 
contrado hoy  un  sentido  épico.  El  diablo  representa  la 
moderna  civilización,  que  con  las  máquinas  y  fábricas  de 
su  portentosa  técnica  vence  al  gaucho  y  le  desaloja  de 
sus  vastos  dominios.  Como  los  primitivos  cantores'  no 
podían  prever  este  destino  del  gaucho,  el  símbolo  viene 
a  ser  posterior,  y,  en  realidad,  no  encuadra  sino  imper- 
fectamente y  por  coincidencia  en  los  verdaderos  términos 
de  la  leyenda.  Su  origen  está  más  bien,  a  mi  juicio,  en 
la   doctrina  bíblica   del   Génesis.   Como  los   metafísicos   la 


52  LA   TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

adaptaron  a  la  filosofía,  con  su  concepto  de  la  «  edad  de 
oro»,  los  gauchos  la  tradujeron  en  su  leyenda  de  Santos 
Vega.  Santos  Vega  en  la  Pampa  es  Adán  en  el  Paraíso 
Terrestre,  antes  de  incurrir  en  el  pecado  original.  Su 
«prenda»  ocupa  el  mismo  lugar  secundario  de  Eva.  El 
demonio  tienta  su  orgullo  de  dueño  y  señor  de  la  llanura. 
Él,  estimulado  por  la  presencia  de  la  morocha,  acepta  el 
reto,  y  es  vencido.  El  demonio  lo  desaloja  de  sus  domi- 
nios. El  ombú  hace  el  papel  del  árbol  de  la  ciencia  y  del 
bien  y  del  mal.  Lo  cierto  es  que  la  ciencia  vencedora,  el 
arte  del  demonio,  se  identifica  con  el  mal,  contraponién- 
dola al  bien,  al  arte  espontáneo,  a  la  inspiración  del 
payador,  que  viene  de  Dios.  Así,  aunque  vencido  por 
sobrehumanas  fuerzas,  y  quizá  por  su  misma  derrota  tan 
conmovedoramente  humana,  Santos  Vega  queda  triunfante 
en  el  alma  del  pueblo,  y  su  sombra  ha  de  verse  pasar  en 
lontananza   mientras  exista  un  palmo   de   tierra  argentina. 

VI.    LA    ÉPOCA    COLONIAL 

27.  La  ciudad  colonial. 

En  América,  la  ciudad  española  nace  egoísta,  porque 
nace  de  una  necesidad  militar.  Propósitos  únicamente  de- 
fensivos son  los  que  presiden  a  su  formación  y  la  man- 
tienen hermética  durante  los  primeros  tiempos  de  su  vida. 
Su  prosperidad  radiante,  asimismo  cauta  y  lenta,  es  muy 
posterior,  pues  se  mantiene  por  largo  tiempo  fortaleza  más 
que  municipio.  Su  enorme  egoísmo  es  una  consecuencia 
de  su  función,  y  su  fuerza  está  precisamente  en  la  ausen 
cia  de  expansividad,  que  dispersaría  la  escasa  vitalidad 
creando  mayores  flancos  a  la  agresión.  Mientras  pueda, 
las  antenas  quedarán  encogidas,  y  a  pocas  « cuadras »  de 
sus  muros  el  país  será  totalmente  extranjero.  Este  es  el 
carácter  propio  de  la  ciudad  hispanoamericana  primitiva,  y 
la  organización  resultante  de  cómo  procedían  los  conquis- 


LA    ÉPOCA    COLONIAL  53 

tadores  en  tales  casos,  entregados  a  sí  mismos  y  sin  que 
el  gobierno  español  tuviera  noticia  de  su  existencia. 

La  conquista  del  país  argentino  se  verificó  por  tres 
distintas  corrientes  colonizadoras:  la  que  venía  directa- 
mente de  España  por  el  Atlántico,  la  del  Alto  Perú  y  la 
de  Chile.  Esta  circunstancia  da  origen  a  tres  diversos 
grupos  de  poblaciones  coloniales,  que  se  miran  con  des- 
pego, por  su  índole,  su  territorio  y  su  aisladora  política 
de  desconfianza.  Tal  era  el  aislamiento,  que  hubo  ciudad 
jamás  visitada,  no  ya  por  los  virreyes,  ni  siquiera  por  los 
gobernadores  mismos,  ni  por  los  obispos  más  inmediatos. 
Todo  esto  traía  por  consecuencia  la-  falta  de  fusión  de  los 
pueblos  y  la  localista  concentración  de  sus  sentimientos 
patrióticos.  Los  primeros  escritores  de  la  colonia  que  ha- 
blan de  «patria»,  lo  hacen  como  sinónimo  de  «ciudad». 
La  patria  es  solamente  la  ciudad. 

Pero  todo  centro  de  trabajo  es  más  o  menos  expan- 
sivo, por  instinto  de  propia  conservación.  Estas  ciudades 
pobres  y  aisladas  llegan,  una  vez  consolidada  la  con- 
quista, en  los  tiempos  pacíficos  del  coloniaje,  a  cierto  des- 
arrollo industrial.  Fuerzas  internas  las  obligan  a  exteriori- 
zarse, a  suplir  necesidades  por  medio  de  compensaciones 
recíprocas.  Viene,  en  una  palabra,  el  comercio,  que  las 
obliga  a  desentumir  sus  miembros  y  a  buscar  contactos 
salvadores. 

Centros  de  población,  los  del  interior,  casi  meneste- 
rosos entonces  y  necesitados  de  todo,  desprovistos  de  esas 
grandes  llanuras  donde  en  el  prado  natural  los  fecundos  re- 
baños se  reproducen  sin  el  trabajo  humano,  tenían  que  vivir 
de  su  propia  labor,  fomentar  el  comercio  y  cruzar  la  « trave- 
sía ».  Transponiendo  la  montaña,  el  valle,  el  río,  iban  a  gol- 
pear la  puerta  de  la  ciudad  vecina,  que,  necesitada  a  su 
vez,  les  requería  sus  productos.  Así  se  realizaba  un  inter- 
cambio comercial  de  artículos.  El  provinciano  del  interior 
hacía  por  fuerza  de  ambulante  y  viajero.  Las  necesi- 
dades elementales  de  la  vida  fomentaron  su   industria  in- 


■  54  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HlSTOrxL\ 

genua;  y  ésta,  ese  ir  y  venir  de  todas  las  provincias,  ne- 
cesitadas las  unas  de  las  otras,  acabó  por  vincularlas  y 
confundirlas,  aprovechando  y  cimentando  al  fin  los  vínculos 
de  su  origen  español,  de  su  común  gobierno  colonial  y  de 
su  vecindad  geográfica.  La  vida  económica  del  coloniaje 
destruyó,  pues,  el  aislamiento  de  las  ciudades,  propio  de  la 
vida  militar  en  tiempos  de  la  conquista.  Córdoba  producía 
paños,  lienzos  de  algodón,  aguardiente,  frutas  y  maderas,  y, 
como  ciudad  de  tránsito  más  directo  para  el  Perú  y  asiento  de 
una  aduana  seca,  recibía  el  contacto  de  casi  todas  las  demás 
ciudades.  San  Luis  tenía  sus  ponchos  y  frazadas,  que  le  com- 
praban Salta,  Tucumán,  Mendoza,  las  cuales  daban  a  su  vez 
sus  tejidos  y  cueros  curtidos,  mientras  otras  poblaciones  pro- 
ducían trigo,  harina,  maíz  y  un  algodón  de  excelente  calidad. 
Y  ios  respectivos  cabildos  mediterráneos,  cuyas  escasas  ren- 
tas apenas  bastaban  para  llenar  una  parte  de  sus  necesi- 
dades comunales,  hacían  verdaderos  sacrificios  para  entrar 
en  comunicación  mercantil  con  los  de  otras  ciudades. 

Según  José  María  Ramos  Mejía.. 

28.  La  industria  éanadera  en  la  Pampa. 

Los  caballos  y  vacas  traídos  por  los  españoles  y 
abandonados  en  las  desiertas  pampas  a  mediados  del  si- 
glo XVI,  habíanse  multiplicado  prodigiosamente.  Transcu- 
rrido apenas  un  siglo,  el  ganado  vacuno  salvaje  constituía 
ya  inagotable  fuente  de  riqueza,  explotada  de  una  manera 
primitiva  y  bárbara.  Las  naves  españolas  que,  con  permiso 
especial,  venían  de  cuando  en  cuando  a  Buenos  Aires, 
cargaban  a  su  regreso  gran  cantidad  de  pieles,  y  mucho 
más  cargaban  de  contrabando  las  inglesas,  portuguesas  y 
holandesas.  Las  pieles  de  mercadería  eran  sólo  de  toro, 
y  no  de  cualquier  toro.  Como  se  decía  corrientemente, 
debían  ser  « de  ley »,  es  decir,  de  cierta  medida,  siendo 
rechazadas  por  los  mercaderes  los  que  no  la  tuvieran.  Así  es 
que,  como  no  todas  eran  de  medida,  para  enviar  cincuenta 


LA    ÉPOCA    COLONIAL  55 

íTiil  pieles  a  Europa  se  sacrificaban  ochenta  mil  toros.  Algu- 
nos campesinos,  por  puro  placer,  perseguían  y  mataban 
millares  de  toros,  vacas  y  terneros,  y  sacándoles  sólo  la 
lengua,  abandonaban  el  resto  en  el  campo.  Mayor  estrago 
aun  hacían  los  que  iban  a  buscar  grasa,  que  entonces  ser- 
vía en  lugar  de  aceite,  de  tocino,  de  manteca,  y  también 
de  materia  combustible.  Producida  una  espantosa  mortan- 
dad entre  los  silvestres  rebaños,  sacaban  ellos  de  los  ani- 
males suficientemente  gordos  un  poco  de  grasa,  y,  cuando 
habían  cargado  bien  sus  carros,  regresaban  sin  cuidarse 
de  lo  demás.  Por  esa  razón,  todo  lo  que  no  se  utilizaba 
se  perdía.  Como  fuente  de  rentas,  el  Cabildo  de  Buenos 
Aires  cobró  más  tarde  un  impuesto  que  se  llamaba  dere- 
cho de  vaquería,  para  la  explotación  de  aquella  ganadería 
salvaje;  pero,  no  siendo  fácil  de  vigilar  las  grandes 
matanzas  de  ganado,  continuaron  sin  que  se  cobrara  re- 
gularmente el  impuesto. 

El  sistema  de  que  se  valían  los  naturales  para  hacer 
tantos  estragos,  era  el  siguiente.  Dirigíanse  en  una  tropa 
a  caballo  donde  sabían  que  se  encontraban  muchas  bes- 
tias, y,  llegados  a  la  campaña,  rodeaban  el  ganado  hasta 
detenerlo  en  un  punto.  Formábase  allí  el  « rodeo »,  que 
cubría  una  gran  extensión  de  la  campaña,  completamente. 
Comenzaban  entonces  los  gauchos  a  correr  a  caballo  en 
medio  del  ganado,  armados  de  un  instrumento  cortante  de 
hierro  en  forma  de  hoz  o  media  luna,  atado  a  la  punta  de 
un  asta.  Con  él  daban  un  golpe  al  toro  en  las  piernas 
de  atrás,  tan  diestramente  que  le  cortaban  el  nervio  so- 
bre la  juntura ;  la  pierna  se  encogía  al  instante,  hasta  que, 
después  de  haber  cojeado  algunos  pasos,  caía  la  bestia, 
sin  poder  levantarse  más.  Entonces  seguían  los  gauchos 
su  carrera  de  muerte  a  través  del  rebaño,  hiriendo  a  dies- 
tro y  siniestro  otros  toros  y  vacas,  que,  apenas  recibían 
el  golpe,  quedaban  imposibilitados  de  huir.  De  este  modo, 
sólo  diez  y  ocho  o  veinte  hombres  postraban  en  una  hora 
setecientas  u  ochocientas  reses.    Imaginaos  qué  destrozos 


56  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

harían  prosiguiendo  esta  operación  un  día  entero  y  a  ve- 
ces más.  Cuando  estaban  saciados  de  exterminio,  se  des- 
montaban del  caballo,  reposaban  y  se  restauraban  un  poco. 
Entretanto,  poníanse  a  la  obra  los  hombres  que  habían 
estado  antes  descansando,  enderezaban  las  reses  caídas, 
arrojábanse  sobre  ellas  a  mansalva,  las  degollaban,  les  sa- 
caban la  piel  y  el  sebo,  y  a  algunas  también  la  lengua,  y 
abandonaban  el  resto  a  los  caranchos  y  chimangos  del 
campo. 

Los  perros  salvajes,  llamados  «cimarrones»,  multiplicán- 
dose a  su  vez  ilimitadamente,  cubrían  las  campañas  veci- 
nas a  la  ciudad  de  Buenos  Aires.  Vivían  en  cuevas  sub- 
terráneas, que  abrían  ellos  mismos,  y  cuya  embocadura 
parecía  un  cementerio  por  la  cantidad  de  huesos  que  la 
rodeaban.  Ellos  terminaban  la  acción  de  los  hombres  y  de  las 
aves  de  rapiña,  devorando  los  restos  de  los  animales  muer- 
tos. En  épocas  de  hambre,  los  perros  cimarrones  constituían 
un  peligro  para  las  haciendas  y  hasta  para  los  hombres.  Por 
esto  el  gobernador  de  Buenos  Aires  decidió  una  vez  man- 
dar fuerzas  para  destruirlos.  Un  piquete  de  soldados  arma- 
dos de  mosquetes,  hizo  en  ellos  grandes  estragos.  Pero, 
al  volver  a  la  ciudad,  los  soldados  fueron  objeto  de  las 
burlas  de  los  muchachos,  que,  según  parece,  eran  enton- 
ces algo  indisciplinados  en  estas  tierras.  Comenzaron  a 
gritarles  por  las  calles :  «  ¡  Mataperros !  »  Y  tanto  se  aver- 
gonzaron los  soldados,  que  después  no  quisieron  obede- 
cer al  gobernador  y  continuar  la  campaña. 

Según  el  P  Cayetano  Catíaneo. 

29.  Viajes  por  mar  y  por  tierra. 
I.    VIAJE   INDIRECTO  DE   CÁDIZ  A   BUENOS    AIRES 

(EN    EL    SIGLO    XVI  r  I 

Habiendo  sido  defraudado  en  mis  esperanzas  por  un 
genovés  a  quien  serví  en  Huelva  de  factor,  trasládeme  a 
Cádiz,   deseoso  de  hallar  oportunidad  para  irme  al  Nuevo 


LA    ÉPOCA    COLONIAL  57 

Mundo.  Llevaba  una  carta  de  recomendación  destinada  a 
un  mercader  andaluz,  establecido  en  aquel  puerto  y  con 
activos  negocios  en  la  Casa  de  Contratación.  Recibióme 
afablemente,  y  me  invitó  a  que  acompañara  a  las  Indias, 
en  el  próximo  viaje,  a  un  gestor  suyo,  para  ayudarle  a 
liquidar  mercaderías  que  íbamos  a  llevar  al  Perú  y  quizá 
hasta  el  río  de  la  Plata.  Acepté  muy  agradecido,  dispuesto 
a  tentar  luego  fortuna  por  mi  cuenta  y  riesgo,  quedándome 
en  aquellas  tierras  lejanas.  Atraíame  el  río  argentino,  porque 
allí  tenía  un  pariente,  y  también  por  la  eufonía  de  su 
nombre  y  la  tristeza  de  mi  ánimo. 

El  pueblo  de  Buenos  Aires  es  reputado  como  el  más 
tranquilo  y  solitario  rincón  de  esas  Indias  occidentales, 
que  muchos  llaman  América,  donde  hay  países  tan  ricos 
y  populosos  como  México  y  el  Perú.  Pero,  por  su  propia 
pobreza  y  despoblación,  no  es  fácil  ir  a  Buenos  Aires. 
Este  puerto  está  casi  cerrado  al  comercio  regular  de  la 
Casa  de  Contratación,  antes  establecida  en  Sevilla  y  ahora 
en  Cádiz,  pues  hasta  él  no  pueden  llegar  los  navios,  sino 
de  tarde  en  tarde,  con  permiso  especial.  En  cambio,  todos 
los  aíios  parte  de  Cádiz  un  flota  y  armada,  que,  bajo  la 
dirección  de  un  almirante  y  con  fuerzas  de  tierra  al  mando 
de  un  general,  va  a  Portobelo.  Iríamos  en  ella,  con  la 
indispensable  autorización.  Desembarcaríamos  en  Portobelo, 
y  cruzaríamos  el  istmo,  hasta  la  ciudad  de  Panamá,  capital 
de  Tierra  Firme  y  puerto  del  océano  Pacífico,  donde  nos 
embarcaríamos  por  segunda  vez,  con  rumbo  al  Callao... 
Tal  era  nuestro  forzoso  itinerario,  dado  que  no  había  otras 
comunicaciones  regulares  con  el  Nuevo  Mundo.  Según  se 
nos  había  informado,  aquel  año  no  partiría  ningún  buque 
para  el  río  de  la  Plata. 

No  intentaré  escribir  una  noticia  de  nuestra  doble 
navegación,  primero  por  el  océano  Atlántico  y  luego  por 
el  Pacífico.  Prefiero  olvidar  aquellos  meses  tristísimos,  en 
que  padecimos  sed,  hambre,  fiebre,  desarreglos  intestinales 
y  múltiples  peripecias . . .  Cuando  atracamos  al  puerto  del 


58  LA    TRADICIÓN    Y   LA    HISTORIA 

Callao,  mi  compañero  y  yo  dimos  gracias  a  Dios  por  no 
haber  perdido  la  existencia,  y,  pálidos  y  extenuados,  des- 
embarcamos con  nuestras  mercaderías.  Estábamos,  por  fin, 
en  el  virreinato  del  Perú,  el  antiguo  país  de  los  Incas, 
célebre  por  sus  riquezas,  punto  menos  que  fabulosas. 

Desgraciadamente,  poco  pudimos  ver,  pues  el  tiempo 
apremiaba.  Cruzamos  por  Lima  y  por  Huancavélica,  a  lomo 
de  muía,  y  nos  dirigimos  a  marchas  forzadas  a  la  villa  de 
Potosí.  Llegamos  oportunamente  en  la  época  de  la  feria,  y 
vendimos  una  parte  de  lo  que  traíamos,  a  precios  cuatro  o 
cinco  veces  superiores  a  los  que  se  pagaban  en  los  mercados 
de  España.  Apenas  hecho  allí  nuestro  negocio,  sin  haber 
podido  visitar  las  maravillas  del  Cuzco,  partimos  para  el 
río  de  la  Plata. 

Siempre  en  nuestras  muías,  atravesamos  las  extensas 
y  altísimas  sierras  del  Alto  Perú,  ramificaciones  de  la 
cordillera  de  los  Andes.  Íbamos  por  caminos  al  parecer 
impracticables,  abruptos  veredones  y  estrechas  cornisas, 
en  una  larga  fila,  escoltados  por  peones  y  arrieros,  arma- 
dos para  la  eventualidad  de  una  sorpresa.  Realizada  una 
larguísima  travesía,  en  la  que  las  montañas  sucedían  a 
las  planicies  y  las  planicies  a  las  montañas,  entramos  en 
un  delicioso  valle  denominado  de  Lerma,  hasta  parar  en 
Salta. 

Esta  villa  es  notable  por  su  prosperidad  industrial.  Se 
crían  y  venden  allí  copiosas  arrias  de  muías  para  el 
tráfico;  se  fabrican  telas,  encajes,  vino  y  bebidas  alco- 
hólicas; prepáranse  también  frutas  secas.  No  me  faltaron 
deseos  de  quedarme  en  Salta;  pero  estaba  comprometido 
a  seguir  con  mi  compañero  hasta  Córdoba,  y  venía 
resuelto  a  establecerme  en  Buenos  Aires.  Sintiéndome 
misántropo,  atraíame  el  desierto  de  las  pampas  y  su  vida 
rústica  y  sencilla. 

Seguimos  nuestra  ruta  con  varias  arrias  destinadas 
a  venderse  en  el  mercado  de  Córdoba  o  a  invernar  en 
sus  campos.   Poca  o  ninguna  prisa  llevaban  los   arrieros. 


LA    ÉPOCA    COLONIAL 


Deteníamos  donde  había  buenos  pastizales,  y  dormíamos 
al  raso.  Repuesto  del  viaje  por  mar,  sentíame  con  buena 
salud,  y  pude  sufrir  vientos,  soles,  fríos,  lluvias,  y  unos 
granizos  cuyas  piedras  eran  como  huevos  de  palorra. 

Algunas  noches  oímos  rugir  de  hambre  a  los  tigres 
y  leones  de  América,  que  aquí  se  llaman  pumas  y  jagua- 
res. Los  peones  nos  tranquilizaban,  diciendo  que  estos 
animales,    por   regla   general,   no  atacan  a  los  hombres,  y 


menos  cuando  ven  muchos  juntos ;  no  son  seguramente 
tan  peligrosos  como  los  indios... 

En  la  villa  de  Córdoba,  famosa  por  su  universidad  y 
poblada  de  iglesias,  vendieron  los  arrieros  algunas  recuas, 
y  nosotros  vendimos  otra  gran  parte  de  nuestras  merca- 
derías. Mi  compañero  determinó  volverse  de  allí  al  Perú, 
para  regresar  a  Cádiz.  A  cuenta  de  su  comitente  había 
alcanzado  en  el  viaje  buenas  ganancias,  de  las  cuales  le 
tocaría  una  proporción  considerable;  hallábase  a  su  vez 
en  vía  de  hacerse  rico.  Despidióse  de  mi  fraternalmente, 
y  me  dio  las  pocas  mercaderías  que  restaban,  para  que 
las  llevara  a  Buenos  Aires  y  realizase  en  mi  provecho. 
Tal  era  la  paga  de  mis  trabajos,  y,  por  cierto,  menos 
mezquina  de  lo  que  yo  había  temido. 

De  Córdoba  a  Buenos  Aires,  el  viaje  se  hace  en  carre- 


60  LA   TRADICIÓN    Y    LA    HISTORLA 

tas.  Formábamos  un  convoy  de  unas  quince,  tirada  cada 
una  por  tres  yuntas  de  bueyes.  Guiábanlas  peones  mes- 
tizos con  largas  picanas.  Copiosa  tropa  de  reses  nos  se- 
guía, para  repuesto  y  para  nuestra  alimentación.  En  las 
carretas  había  colchones  o  camas.  Como  la  estación  era 
aun  fresca,  andábamos  de  día  y  descansábamos  de  noche. 
En  los  altos  y  paradas  se  encendía  una  gran  fogata  para 
preparar  la  comida.  Los  peones  se  alimentaban  sólo  de 
carne,  y  bebían  una  infusión  de  «  yerba  »,  que  llaman  «  ma- 
te »,  muy  digestiva  y  bastante  agradable.  Para  comer  nos 
sentábamos  sobre  nuestro  ponchos  y  mantas,  a  la  usanza 
árabe;  sólo  uno  de  los  viajeros  llevaba,  como  extraordi- 
nario lujo,  una  silla  de  tijera  y  una  mesita. 

El  peor  tropiezo  fué  la  falta  de  agua.  Poco  había 
llovido  aquel  año.  Tan  cansados  estaban  los  bueyes,  que 
temimos  un  día  no  poder  continuar,  y  nos  detuvimos  alar- 
madísimos...  De  pronto  los  pobres  animlaes  levantan  las 
orejas,  tienden  el  hocico  hacia  el  Este  y  empiezan  a 
correr  y  a  saltar  como  si  se  volvieran  locos.  ¡  Habían 
olfateado  agua!  Efectivamente,  un  instante  después  se  nu- 
bló el  día  y  rompió  en  abundantísima  lluvia.  Echados  de 
espaldas  en  el  suelo,  los  peones,  que  también  padecían 
sed,  abrían  desmesuradamente  la  boca  para  trasegar  a  sus 
estómagos  una  respetable  cantidad  de  liquido.  Pero  estas 
lluvias  tienen  sus  inconvenientes.  El  campo  se  convirtió 
en  un  fangal.  Las  ruedas  de  las  carretas  se  hundían  en  el 
barro,  y  el  trabajo  de  los  bueyes  se  hizo  muy  penoso. 
Tan  despacio  andábamos  después,  que,  a  pie,  solía  yo 
adelantarme  hasta  una  milla  a  la  caravana,  y  esperarla  sen- 
tado en  el  borde  del  camino. 

En  cuanto  salimos  de  Córdoba,  desaparecieron  las 
últimas  serranías.  El  terreno  aparecía  llano,  sin  árboles, 
eternamente  cubierto  de  pastos.  Semejaba  un  nuevo  mar 
de  verdura ;  nuestro  viaje  era  como  una  «  navegación  en 
tierra».  Y  los  días  seguían  a  los  días,  y  las  semanas  a 
las  semanas... 


LA    ÉPOCA    COLONIAL'  61 

Junto  al  fogón,  los  criollos  solían  cantar  hermosas 
coplas,  acompañándose  con  la  guitarra.  A  veces  hablába- 
mos de  los  «  malones »  que  suelen  dar  los  indios  a  los 
viajeros;  constituían  un  peligro.  Con  frecuencia  echábamos 
una  ojeada  a  las  orejas  de  los  animales  para  ver  si  las 
alertaba  algún  ruido  lejano...  Pero  todo  lo  aguantaba  yo 
ahora  de  buen  humor.  Veía  próximo  el  fin  del  viaje  y  el 
momento  de  abrazar  a  mi  pariente,  y  me  sonreía  la  espe- 
ranza de  establecerme  en  el  río  de  la  Plata. 

La  llegada  de  nuestras  arrias  y  recuas  había  sido  un 
acontecimiento  en  las  poblaciones  del  interior.  Así  lo  fué 
también,  en  Buenos  Aires,  la  de  nuestra  caravana  de  ca- 
rretas, después  de  un  mes  de  viaje,  desde  que  partimos 
de  Córdoba.  Puede  decirse  que  todo  el  pueblo,  aprove- 
chando una  hermosa  tarde,  salió  a  recibirnos.  La  pobla- 
ción, como  las  demás  villas  indianas,  tiene  sus  calles  tra- 
zadas en  tablero  de  ajedrez.  En  los  alrededores  del  Cabil- 
do, donde  están  la  iglesia  matriz  y  el  fuerte,  que  rodean 
la  plaza  principal,  hay  amplias  casas  de  grandes  patios  y 
bajos  techos  de  teja.  Más  afuera  sólo  se  ven  ranchos  de 
techo  de  paja  y  paredes  de  barro  seco,  a  veces  cubiertas  de 
cueros.  Casi  no  hay  árboles.  El  aspecto  es  triste  y  pobre. 

No  hallé  a  mi  pariente.  Después  de  muchas  averigua- 
ciones, supe  que  había  muerto  hacia  la  friolera  de  cinco 
años,  sin  dejar  bienes  ni  herederos.  Yo  estaba  solo.  Cobré 
ánimo,  y  me  dispuse  a  luchar  y  a  encontrarlo  todo  de  mi 
gusto.  En  efecto,  de  mi  gusto  encontré  pronto  una  bella  y 
hacendosa  criolla,  con  quien  casé.  Vendí  bien  mis  cosas,  y 
establecí  una  pulpería,  con  permiso  del  Cabildo.  He  funda- 
do una  familia,  y,  rodeado  de  hijos  y  nietos,  vivo  feliz  en 
esta  tierra  generosa.  No  me  cambiaría  ni  por  el  emperador 
de  la  Gran  China. 


62  LA   TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

II.  VIAJE   DIRECTO  DE   CÁDIZ  A  BUENOS  AIRES 

(en  el  siglo  xviii) 

En  un  galeón,  al  que  se  había  concedido  especial  per- 
miso para  hacer  aquel  viaje  al  río  de  la  Plata,  zarpamos 
del  puerto  de  Cádiz.  No  bien  abandonamos  a  Tenerife, 
aparecieron  a  bordo  dos  o  tres  caras  nuevas ;  eran  «  poli- 
zones »,  gente  pobre  que  había  venido  escondida  en  la 
bodega  o  dentro  de  alguna  caja  o  saco.  Aunque  se  los 
esperaba,  pues  no  faltan  en  ningún  viaje  a  las  Indias,  al 
ver  aquellas  bocas  más,  enfurecióse  el  capitán,  y  amenazó 
a  los  intrusos  con  echarlos  al  mar.  Sabiendo  que  no  cum- 
pliría la  amenaza,  soportaron  sus  voces  con  humildad 
evangélica.  ¡  Todo  con  tal  de  llegar  a  la  nueva  Tierra  de 
Promisión! 

íbamos  en  una  estrecha  cámara  de  popa,  que  venía 
a  ser  un  horno,  treinta  y  cinco  pasajeros.  La  mayor 
parte  eran  sacerdotes  de  la  compañía  jesuítica.  Si  salíamos 
al  puente  a  tomar  aire^  empapábamos  en  sudor  los  pa- 
ñuelos. Conforme  avanzábamos  hacia  el  Sur,  hacíase  el 
calor  cada  vez  más  insoportable.  Mayor  trabajo  era  aún 
la  sed.  Distribuíase  escasísimamente  el  agua.  Algunos  pasa- 
jeros vendían  a  los  tripulantes  una  camisa  por  tantos 
vasos  de  su  ración,  a  pagar  en  diversos  días.  No  faltaba 
quien  llegase  a  ofrecer,  por  un  solo  vaso,  un  par  de  me- 
dias finas  y  otras  cosas  semejantes.  A  falta  de  agua 
abundaban  distintas  especies  de  pequeñísimos  insectos  pa- 
rásitos del  cuerpo  humano,  que  viven  de  su  sangre.  Ni 
dormir  podíamos,  además,  por  las  chinches;  vivíamos  ras- 
cándonos las  muchas  picaduras  y  ronchas.  En  el  bizcocha 
pululaban  los  gusanos;  cuando  partíamos  un  pedazo,  caían 
algunos  a  revolcarse  sobre  la  mesa,  produciéndonos  asco 
tan  profundo  que  sólo  podía  vencerse  por  la  dura  nece- 
sidad del  hambre.  Sin  embargo,  los  españoles  no  perdía- 
mos nuestro  valiente  buen  humor,  y  sazonábamos  los  sin- 
sabores con  chirigotas,  chascarrillos  y  risotadas. 


LA    ÉPOCA    COLONIAL  63 

Encontrábanse  a  bordo  algunos  tipos  curiosos.  Jamás 
olvidaré  a  un  andaluz,  a  quien  formábamos  rueda  por  las 
tardes  y  noches,  sentados  en  el  suelo;  espetábamos  las 
más  estupendas  consejas  y  nos  recitaba  lindísimos  ro- 
mances. Todos  le  queríamos  y  agasajábamos ;  pero  el 
hombre  tenía  el  genio  demasiado  pronto.  Un  día  en  que 
estaba  jugando  a  los  naipes,  desenvainó  la  espada,  no  sé 
por  qué  futesa,  y  nos  corrió  a  todos,  dando  mandobles 
a  diestro  y  siniestro.  Produjéronse  también  varias  otras 
reyertas,  hijas  antes  del  aburrimiento  que  del  encono,  y, 
claro  es,  no  faltó  algún  navajazo.  Pero,  como  a  bordo  no 
iban  más  que  dos  o  tres  mujeres,  y  éstas  eran  harto 
recatadas,  no  hubo  ninguna  camorra  seria,  y  la  sangre  no 
corrió  nunca  hasta  el  mar. 

Al  transponer  la  línea  del  Ecuador,  tuvimos  una  fiesta 
o  farsa  que  se  llama  el  «rescate»,  porque  cada  pasajero 
debe  pagar  algo  por  pasarla  si  no  quiere  sufrir  una  pena. 
La  víspera  de  la  función  vino  una  compañía  de  marineros 
vestidos  de  soldados,  con  dos  oficiales  y  un  pregonero, 
por  medio  del  cual  se  publicó  un  largo  bando.  Intimába- 
senos  a  todos  los  pasajeros  a  acudir  al  día  siguiente  a  la 
plaza  de  popa.  Debíamos  manifestar  allí  a  S.  E.  el  Presi- 
dente de  la  línea,  con  qué  derecho  y  por  qué  causa  nos 
atrevíamos  a  llegar  hasta  aquellos  mares.  Si  no  justificá- 
bamos lo  bastante,  sufriríamos  grave  castigo,  personal  o 
pecuniario.  Pregonado  el  bando,  fijáronlo  en  el  palo 
mayor,  y  se  retiraron  soldados  y  oficiales. 

Ante  una  mesa  con  carpeta,  pluma  y  tintero,  sentóse 
al  día  siguiente,  en  la  popa,  S.  E.  el  Presidente  de  la  línea, 
acompañado  de  sus  dos  ministros,  los  tres  lujosamente 
vestidos  a  la  francesa.  Eran  pasajeros  de  inagotable  ingenio 
y  ya  avezados  a  tal  farsa.  A  tambor  batiente  entró  a 
formarles  espaldera  la  compañía  de  marineros,  vestidos  de 
dragones,  con  sables  y  picas,  al  mando  de  sus  oficiales 
en  traje  de  gala.  Llamó  el  Presidente  al  capitán  del  buque; 
interrogóle    sobre    quién    le  ¿facultaba    para    llegar    hasta 


•64  LA    TRADICIÓN    Y    LA    IIISTOPJA 

la  línea,  y  le  condenó  a  pagar  varios  jamones  y  muchos 
frascos  de  vino.  Castigóse  igualmente  a  los  viajeros, 
imponiéndose  a  cada  hombre  una  multa  en  moneda  u 
objetos,  proporcionada  a  sus  haberes.  Mientras  los  ricos 
pagaban  al  modo  del  capitán,  contentábase  el  Presidente 
con  sacar  a  los  pobres  unas  libras  de  chocolate  o  un 
puñado  de  frutas  secas.  Hubo  un  vizcaíno  inocentón 
que  entregó  espontáneamente  cuanto  llevaba.  Habíasele 
dicho  que,  al  pasar  la  línea,  el  buque  daría  un  corcovo 
y  probablemente  zozobraría.  Creyendo  el  cuitado  que 
estaba  cercana  la  hora  de  la  muerte,  había  hecho  voto  de 
pobreza. 

Un  notario  verdadero  tomaba  minuciosa  nota  de  las 
sentencias  del  Presidente  con  el  propósito  de  hacerlas 
cumplir.  La  escena  resultaba  divertidísima  para  nuestros 
ánimos  aburridos  y  atribulados.  Con  grandes  risas  y  aplau- 
sos cruzábanse  agudas  razones  y  groseros  dicharachos 
entre  jueces,  acusados,  testigo  y  público.  Para  algunos 
pedía  éste  condenas  feroces,  como  la  de  que  se  los 
desollara  vivos,  y  para  otros  insaciables  multas.  El  objeto 
de  las  tales  multas,  impuestas  en  broma  y  cobradas  de 
veras,  era  reunir  elementos  para  el  refresco  o  banquete 
que  remataba  la  fiesta. 

Cuando  me  tocó  el  turno,  avancé  lleno  de  temor  a 
la  mesa  presidencial.  Habiendo  entregado  ya  casi  todo 
mi  equipaje  por  vasos  de  agua,  no  podía  pagar  nada.  Por 
esto  se  me  condenó  a  ser  zambullido.  Protesté,  y  a 
causa  de  mis  protestas  se  aumentó  la  pena  a  serlo  tres 
veces.  Dos  marineros  me  amarraron  de  la  cintura  con  un 
cable,  me  izaron  como  si  fuera  un  rollo  de  manteca,  y 
me  arrojaron  al  agua.  Zambulléronme  y  me  levantaron 
una  vez  y  dos;  a  la  tercera,  yo  no  podía  más...  Pedí 
socorro,  gritando  que  me  atacaba  un  tiburón,  y  fué  para 
mi  mal,  pues  al  abrir  la  boca  fui  zambullido  por  última 
vez,  y  me  entró  en  el  estómago  copioso  trago  de  agua 
salada.   Cuando   me   sacaron  creí  desfallecer,  temí   morir; 


LA    ÉPOCA    COLONIAL  65 

no  hubiera  sido  peor  el  castigo  en  serio.  Necesité  un 
generoso  vaso  de  vino  para  confortarme;  y  pude  ya  reirme 
a  mi  vez,  sin  temores,  de  otros  a  quienes  se  aplicó  la 
misma  sanción. 

Tocaba  a  su  fin  la  fiesta  cuando  reapareció  el  capitán 
de  la  nao,  fingiéndose  muy  sorprendido  por  aquel  alboroto. 
Preguntó  su  origen,  y  le  respondieron  que  todo  se  hacía  por 
orden  del  Presidente  de  la  línea.  «¡El  Presidente  de  la  línea! 
repuso,  como  soliviantado.  ¡Aquí  nadie  manda  sino  yo!» 
Y,  para  demostrarlo,  ordenó  a  varios  marineros  que  zam- 
bullesen al  mismo  Presidente  y  a  su  primer  ministro.  Pese 
a  sus  resistencias,  despojáronlos  en  un  santiamén  los  ma- 
rineros de  sus  lujosas  ropas,  los  dejaron  en  camisa,  los 
ataron  juntos  por  debajo  de  los  sobacos  y  los  zambulle- 
ron dos  veces  consecutivas.  Sintiéndose  muchos  de  los 
viajeros,  a  pesar  de  su  buen  humor,  algo  picados  con  el 
Presidente,  por  sus  multas,  castigos  y  pullas,  la  pena  que 
le  impuso  el  capitán  como  final,  por  lo  graciosa  e  ines- 
perada, llevó  al  colmo  nuestro  regocijo.  Luego  pasamos 
a  refrescarnos  abundantemente,  como  para  resarcirnos  del 
obligado  ayuno.  La  fiesta  nos  dio  asunto  de  conversación 
para  varias  semanas  que  aun  teníamos  de  viaje. 

Aprovechábamos  las  rachas  de  viento  para  avanzar 
algunas  millas.  Luego  nos  detenían  aplastadoras  calmas, 
durante  las  cuales  solíamos  pescar  toninas,  tiburones  y 
algunas  otras  piezas,  que,  por  no  ser  comestibles,  servían 
antes  para  entretenernos  que  para  alimentarnos.  A  veces, 
las  borrascas  nos  obligaban  a  retroceder,  y,  en  más  de 
una  ocasión,  por  no  haberse  arriado  las  velas  altas,  estu- 
vimos a  punto  de  irnos  a  pique.  Las  viejas  costillas  del 
navio  crujían  entonces  como  amenazándonos.  Lo  peor 
era  que  la  navegación  parecía  no  tener  fin,  y  nos  hacía 
desesperar  de  nuestra  arribada  a  las  Indias.  Aunque  cura- 
dos muy  pronto  del  mareo  del  cuerpo,  acabamos  por  sentir 
el  alma  incurablemente  mareada  por  el  eterno  espectáculo 
deí  cielo  y  el  agua,  y  del  agua  y  el  cielo... 


66  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

Después  de  varias  semanas  de  navegación  llegamos 
a  la  margen  derecha  del  río  de  la  Plata,  y,  aprovechando 
la  ^Ita  marea,  pudimos  fondear  en  la  desembocadura  del 
Riachuelo  de  los  Navios.  Estábamos,  pues,  frente  a  Bue- 
nos Aires.  Una  muchedumbre  rústica  y  cetrina  acudió  en 
canoas,  a  pie  ya  caballo,  y  nos  saludó  con  gritos  de 
júbilo.  Parecía  que  aquellos  hombres  no  hubieran  visto 
nunca  un  gran  navio,  tales  eran  sus  exclamaciones  y  su 
deseo  de  que  se  les  permitiera  subir  a  bordo. 

30.  Las  Misiones   jesuíticas. 

Dulce  y  monótona  era  la  suerte  de  los  indios  en  las 
Misiones  jesuíticas.  Como  resultaban  incapaces  de  gober- 
narse a  sí  mismos  en  la  vida  civilizada,  consjderábaselos 
una  especie  de  <:  niños  grandes ».  Desde  el  nacimiento 
hasta  la  muerte  vivían  bajo  la  tutela  de  los  « curas ». 
A  la  edad  de  cinco  años  dejaban  de  pertenecer  a  sus 
padres,  pasaban  al  dominio  de  la  comunidad,  y  comenza- 
ba su  educación,  religiosa  e  industrial.  Aprendían  el  cate- 
cismo y  un  -oíicio ;  a  muy  pocos  se  les  enseñaba  a  leer 
y  a  escribir,  y  sólo  en  guaraní,  para  que  llevaran  la  conta- 
bilidad. El  guaraní  era  el  idioma  corriente;  en  él  estaban 
escritos  los  pocos  libros  que  se  imprimían,  siempre  de  ca- 
rácter religioso.  Los  rezos,  las  comidas,  las  faenas,  el  des- 
canso, todo  se  llev  ba  a  cabo  según  un  horario  regular  y  al 
toque  de  campana.  Al  trabajo  se  iba  y  del  trabajo  se  volvía 
en  procesión,  siguiendo  alguna  santa  imagen  llevada  en  an- 
das, al  son  de  la  música;  no  duraba  más  que  la  mitad  del 
día.  Su  producto  pertenecía  en  común  a  la  colectividad ;  na- 
die recogía  particularmente  sus  ganancias,  ni  poseía  bienes 
propios;  todo  era  de  todos.  Depositábase  el  fruto  de  las 
cosechas  e  industrias  en  grandes  tiendas  y  graneros;  los 
padres  jesuítas  daban  luego  a  cada  familia  su  parte,  y  se 
reservaban  el  resto.  La  alimentación  era  abundante  y  sana, 
generalmente  vegetal,  a  base  de  mandioca  y  otros  pro- 
ductos  de  la   tierra.    No  circulaba  la  moneda,    ni   siquiera 


LA    ÉPOCA    COLONIAL  67 

se  la  conocía.  El  gobierno  de  los  curas  se  mantenía  en 
casi  completa  independencia  de  los  poderes  locales;  ejer- 
cía la  autoridad  espiritual,  y,  en  cierta  manera,  también  la 
temporal.  Con  licencia  del  Papa,  aquellos  clérigos  podían 
confirmar,  sin  recurrir  al  obispo.  No  sólo  bautizaban, 
confirmaban  y  casaban,  sino  que  aun  concertaban  los 
matrimonios,  disponiendo  del  albedrío  de  los  novios.  Su 
poder,  benéficamente  usado,  no  tenía  límites ;  sin  estatutos 
escritos,  se  regía  por  la  costumbre.  Fundábase  ante  todo 
en  la  inmensa  superioridad  mental  y  moral  de  los  jesuítas, 
representantes  de  la  alta  cultura  europea,  sobre  los  indios 
reducidos,  hijos  de  la  ruda  e  ignorante  raza  guaraní. 

Encantador  aspecto  de  laboriosísimas  colmenas  huma- 
nas presentaban  las  Misiones  jesuíticas,  extendidas  en  el 
Norte,  a  lo  largo  de  las  costas  de  los  ríos  Paraná  y  Uru- 
guay. Cada  una  contaba  alrededor  de  3.500  habitantes; 
Santa  Ana  llegó  a  tener  unos  5.000;  Yapeyú,  la  capital, 
unos  7.000.  Eran  como  una  treintena,  y  se  calcula  que 
sumaron,  a  mediados  del  siglo  xviii,  una  población  de 
unos  150.000  habitantes.  Todas  presentaban  un  tipo  uni- 
forme. En  el  exterior  hallábanse  resguardadas  por  fosos, 
empalizadas  y  tapias.  Nadie  podía  entrar  sino  con  personal 
permiso,  y  por  las  puertas  de  la  población,  que  estaban  habi- 
tualmente  cerradas  con  llave.  Prevenidos  contra  ataques  y 
emboscadas  de  los  indios  salvajes  y  de  los  mamelucos  del 
Brasil,  los  padres  tenían  organizada  la  defensa.  Poseían  ar- 
mas, hasta  cañones,  y  los  indios  contaban  con  oficiales  pre- 
parados, que  los  domingos  daban  en  la  plaza  la  instrucción 
militar,  especialmente  a  los  jóvenes.  En  el  centro  de  cada 
Misión  había  una  plaza  de  unas  150  varas  cuadradas. 
Sobre  uno  de  sus  lados  se  alzaba  la  monumental  fábrica 
de  la  iglesia,  y,  junto  a  ella,  el  convento  de  los  jesuítas 
A  los  otros  tres  lados  se  hallaban  generalmente  depósitos 
y  granero?,  y  a  veces  también  la  huerta.  Las  calles  eran 
angostas,  sombreadas  por  naranjos.  Las  casitas  de  ios 
indios,  una  junto  a  otra,   tenían  una  sola  habitación,  con 


68  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

una  puerta  y  una  ventana.  Los  techos  eran  de  sólidas 
tejas,  inclinados  en  media  agua;  las  paredes,  de  piedra  y 
arena.  Al  frente,  las  casitas  tendían  su  alero,  bajo  el  cual 
se  cocinaba.  Su  moblaje,  si  tal  puede  llamarse,  estaba 
constituido  por  los  enseres  indispensables  para  dormir. 
Las  mujeres  hilaban  y  tejían  el  algodón  en  la  casa;  ge- 
neralmente no  sabían  coser.  A  los  músicos  y  a  los  sacris- 
tanes incumbía  el  manejo  de  la  aguja ;  estos  indios,  en- 
cargados del  servicio  doméstico  y  claustral,  eran  los  que 
llevaban  quizá  vida  más  fácil.  Los  trajes,  hechos  con  la 
burda  tela  de  algodón  tejida  en  las  casas,  eran  harto  su- 
marios: para  las  mujeres,  un  tipoy  atado  a  la  cintura,  y, 
para  los  hombres,  pantalones,  un  saco  y  un  gorro  en  el 
invierno  o  sombrero  de  paja  en  el  verano.  Hombres  y 
mujeres  andaban  descalzos.  Habían  perdido  su  aspecto 
salvaje,  pero  presentaban  todavía  un  conjunto  agreste  y 
pobre.  Todo  el  boato  se  concentraba  en  la  iglesia  y  en 
las  ceremonias  religiosas.  Deslumhraban  los  altares,  de 
luces,  de  flores,  de  imágenes,  de  ricas  telas.  El  misticismo 
entraba  por  los  ojos,  en  las  resplandecientes  ondas  de  las 
luminarias;  por  los  oídos,  en  los  sollozantes  acordes  de!  ór- 
gano, y  hasta  por  el  olfato,  en  las  olorosas  nubes  de  incienso. 
Así,  a  través  de  los  sentidos,  llegaban  a  las  rústicas  almas 
de  los  indios  las  bellas  y  grandes  ideas  cristianas.  Los  sa- 
cerdotes, oficiando  con  sus  dalmáticas  recamadas  de  oro, 
antojaríanseles  héroes  de  un  mundo  sobrenatural  y  lejano. 

3l.  La  colación  de  erados  en  la  Universidad  de  Córdoba 

La  floreciente  vida  de  la  Universidad  de  Córdoba  se 
exteriorizaba  en  la  pomposa  fiesta  llamada  de  la  «colación 
de  grados».  No  se  omitía  medio  de  solemnizar  la  consa- 
gración de  los  graduandos  de  las  dos  Facultades,  la  de  Artes 
y  la  de  Teología,  a  las  que  se  agregó  más  tarde  la  de 
Derecho.  Fruto  de  la  Universidad,  el  ritual  para  otorgar 
los  grados  y  títulos  era  esencialmente  eclesiástico  y  sim- 


LA    ÉPOCA    COLONIAL 


m 


bólico.  La  institución  estimulaba  entonces  la  fantasía  del 
pueblo  con  un  espectáculo  grandioso  y  pintoresco,  que 
revelaba  su  importancia  social  y  altísima  significación.  Y 
«ra  sobre  todo  al  otorgarse  el  grado  de  doctor  en  teolo- 
gía cuando  la  ceremonia  tenía  mayor   realce  y  resonancia. 

El  día  antes  de  la  graduación,  como  para  concitar  la 
curiosidad  y  preparar  el  ánimo  del  pueblo,  comenzábase 
con  el  clásico  «paseo»  a  caballo.  Los  doctores  y  maestrost 
revestidos  con  sus  insignias,  en  su  traje  talar,  concurrían 
corporativamente  a  buscar  al  graduando  a  su  casa,  en  cuya 
puerta,  bajo  dosel,  se  ostentaba,  junto  a  sus  armas,  el 
escudo  de  la  Universidad.  Llevábasele  a  través  de  la 
ciudad,  en  procesión  ecuestre.  Precedían  los  músicos, 
con  sus  chirimías  y  atabales,  y  los  bedeles,  con  sus  mallas 
de  metal  bruñido.  Venían  luego  los  portaestandartes,  los 
maestros,  los  doctores,  con  sus  capirotes  y  bonetes  con 
borlas,  y  el  Cabildo  secular  de  la  ciudad.  Cerraba  la 
marcha  el  graduando,  con  capirote  blanco,  pero  sin 
bonete,  entre  el  doctor  más  antiguo  y  el  padrino.  Todos 
lucían  hermosas  cabalgaduras.  Cuando  la  procesión  pasaba 
ante  la  puerta  de  la  casa  de  la  Compañía  de  Jesús,  la 
comunidad  debía  salir  a  saludarla,  y  repicaban  las  cam- 
panas Después  del  «paseo»  por  las  principales  calles 
de  la  ciudad,  se  dejaba  al  graduando  en  su  domicilio, 
hasta  el  siguiente  día.  Aquello  no  era  más  que  el  aperitivo 
de  la  fiesta. 

La  fiesta  se  celebraba  en  el  local  de  la  Compañía, 
ordinariamente  en  la  Iglesia,  a  la  que  era  llevado  otra 
vez  el  graduando,  con  el  mismo  acompañamiento  y  caba- 
llería de  la  tarde  anterior.  En  un  «teatro*  o  tablado 
tomaban  asiento  las  autoridades  y  doctores  de  la  Uni- 
versidad. Alzábase  delante  del  tablado  una  mesa  con  tapete, 
y  sobre  ella,  en  fuentes  o  salvillas  de  plata,  colocábanse 
las  insignias  doctorales  (bonete  con  borlas,  anillo  y  un 
ejemplar  del  Manual  de  las  sentencias,  de  Pedro  Lom- 
bardo), el  libro  de  los  Evangelios,   los   pares   de  guantes 


70  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

reglamentarios,  y  las  «propinas»,  sumas  que  pagaba  el 
graduando  a  los  miembros  de  la  docta  corporación  por 
su  asistencia  al  acto.  Bajo  el  dosel  presidencial  resplan- 
decían las  armas  de  la  Universidad,  y  el  local  estaba 
decorado  con  ricas  y  vistosas  colgaduras.  Posesionados 
todos,  maestros  y  escolares,  de  sus  respectivos  sitios,  el 
doctorando  pronunciaba  desde  la  cátedra  una  elegante  y 
breve  oración  latina,  sobre  un  tema  teológico,  y  le  con- 
testaba el  graduante.  Luego  se  le  tomaba  juramento,  que 
debía  prestar  de  rodillas  ante  los  Evangelios,  y  se  le  ponía 
en  la  cabeza  el  bonete  con  borla.  Por  último,  acercábase 
el  padrino  al  graduando,  que  se  arrodillaba  a  sus  pies,  le 
daba  un  ósculo  en  la  mejilla,  le  ponía  el  anillo  en  el  dedo 
y  le  entregaba  el  Manual  de  las  sentencias,  acompañando 
cada  uno  de  estos  actos  con  la  respectiva  y  larga  fórmula 
latina. 

El  complemento  de  la  ceremonia,  se  diría  la  apoteosis, 
era  la  escena  de  las  congratulaciones.  Sofocaban  al  gra- 
duado, con  sus  parabienes  y  abrazos,  los  deudos,  los 
compañeros,  los  amigos.  No  quedaba  ya,  cuando  la  nu- 
merosa y  selecta  concurrencia  se  ponía  en  retirada,  más 
que  el  reparto  de  los  pares  de  guantes  y  de  las  propinas. 
Cada  miembro  del  claustro  tomaba  rápidamente  de  la 
bandeja  los  guantes  y  la  moneda  que  a  su  grado  corres- 
pondían, echábaselos  a  la  faltriquera  y  se  marchaba.  La 
fiesta  había  terminado.  En  la  pacífica  ciudad  de  Córdoba 
dejaba  una  impresión  de  aristocrática  y  litúrgica  pompa. 
¡El  mundo  y  la  ciencia  contaban,  desde  aquel  momento, 
con  nuevos  doctores! 

32.  La  administración  de  Vértiz. 

El  último  de  los  gobernadores  y  segundo  de  los 
virreyes  de  Buenos  Aires,  don  Juan  José  de  Vértiz  y 
Salcedo,  fué,  por  una  feliz  excepción  poco  común  en  el 
régimen  español,  hijo  de  América  y  natural  de  iVléxico. 
Funcionario   y  gobernante   el   más  ilustrado  y  progresista 


LA    ÉPOCA    COLONIAL  71 

út  cuantos  vinieron  al  río  de  la  Plata,  representa  la  gloria 
más  pura  del  gobierno  colonial. 

Cuando  tomó  el  gobierno,  el  virreinato  y  su  capital 
se  hallaban  en  bastante  abandono.  Todo  lo  que  constituye 
una  buena  administración,  para  decencia  y  comodidad 
de  la  vida  común,  estaba  descuidado.  Las  calles  de  Buenos 
Aires  eran  impracticables  la  mayor  parte  del  año,  porque 
las  torrentosas  lluvias  se  habían  llevado  la  tierra  blanda 
y  movediza  de  la  vía,  dejando  caprichosos  y  hondos  zan- 
jones al  correr,  o  pantanos  al  empozarse.  Por  el  Oeste 
entraba  un  torrente  que  se  dividía  en  dos  brazos,  uno  al 
Norte  y  otro  al  Sur,  los  que,  antes  de  caer  al  río  por  en- 
tre barrancos,  formaban  dos  arroyos  profundos,  que  inco- 
municaban completamente  al  vecindario  de  ambos  barrios 
con  el  centro  y  con  la  campaña.  Sucedía  muchas  veces 
que  las  familias  tenían  que  pasar  semanas  enteras  inter- 
ceptadas hasta  de  una  acera  a  la  otra,  en  la  misma  cuadra, 
si  no  ponían  puentes  de  tablazón. 

En  lo  demás,  todo  andaba  más  o  menos  lo  mismo. 
Los  habitantes  no  gozaban  de  mejora  ninguna.  Carecían  de 
hospitales,  de  alumbrado  público,  de  policía;  y  tal  era  la 
incuria,  que  el  lugar  donde  ahora  se  halla  el  Banco  de  la 
Nación,  en  el  corazón  de  la  ciudad  de  Buenos  Aires,  era, 
hasta  fin  del  siglo  xviii  y  aun  a  principios  del  xix,  un  sitio 
baldío,  que,  a  causa  de  su  lobreguez  y  de  los  terribles 
misterios  que  se  le  atribuían,  se  señalaba  con  el  tétrico 
nombre  de  «Hueco  de  las  Ánimas». 

Lo  peor  es  que  esto  no  nacía  de  que  faltaran  rique- 
zas. Las  riquezas  se  hallaban  en  manos,  no  de  antiguas 
familias  de  ilustración  tradicional,  sino  de  improvisados  o 
enriquecidos.  En  1778,  estos  enriquecidos  vivían  en  Bue- 
nos Aires  sin  aceras,  sin  caminos,  sin  calles  practicables, 
sin  ninguna  de  aquellas  comodidades  o  solaces  reclamados 
por  la  cultura  social.  No  se  les  había  ocurrido  siquiera 
cotizarse  para  colgar  un  candil  por  la  noche  al  frente  de 
sus  casas.   Y   no   era   porque  no  necesitaran  de  todo  eso, 


72  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

sino  porque,  antes  de  poner  su  contingente  en  común  para 
beneficiar  a  los  que  no  eran  enriquecidos,  preferían  cerrar 
los  ojos  ante  lo  que  sufrían  todos  y  aun  ellos  mismos. 
No  tomaban  en  cuenta  la  íntima  relación  que  tendría  su 
fortuna  con  los  adelantos  y  las  luces  del  país.  Era  menes- 
ter que  un  gobernante  bien  inspirado  emprendiera  la  obra 
de  las  reformas  y  mejoras  con  los  recursos  del  erario. 
Este  gobernante  fué  el  virrey  Vértiz. 

Apenas  resuelta  la  antigua  cuestión  con  los  portugueses, 
que  aspiraban  a  dominar  en  la  Banda  Oriental,  dedicó  el 
virrey  su  atención  al  progreso  de  la  colonia.  Para  mejorar 
las  vías  urbanas  en  la  capital  emprendió  un  trabajo  de 
nivelación,  que,  si  bien  embrionario  e  incompleto  por  falta 
de  la  cooperación  de  los  vecinos,  remedió  mucho  el  pésimo 
estado  en  que  se  hallaban.  Fundó  un  hospital,  la  Casa  de 
Expósitos,  el  Asilo  de  Huérfanos,  el  alumbrado  público, 
el  Tribunal  del  Protomedicato.  Hizo  levantar  un  suntuoso 
edificio  para  las  oficinas  fiscales  y  otros  servicios  adminis- 
trativos de  la  ciudad.  Y,  no  descuidando  las  necesidades 
del  desahogo  de  los  vecinos,  echó  la  planta  de  una  ala- 
meda o  paseo  público  donde  hoy  se  halla  el  paseo  de  Julio. 

Habiéndose  autorizado  el  comercio  general  del  puerto 
de  Buenos  Aires,  antes  prohibido,  con  los  principales  puer- 
tos de  España,  por  real  cédula  de  1778,  cúpole  en  suerte 
la  satisfacción  de  ponerla  en  vigencia.  Desde  entonces  que- 
daron exentas  de  pagar  derechos  de  entrada  las  mercaderías 
traídas  al  puerto  en  buques  españoles  debidamente  despa- 
chados, y  gravados  sólo  con  un  pequeño  derecho  de  3  a  15 
por  ciento  los  retornos  americanos. 

Si  malo  y  descuidado  era  el  estado  en  que  Vértiz 
encontró  la  capital,  peor  y  mucho  más  digno  de  lástima 
era  el  de  los  habitantes  de  la  campiña.  Los  salvajes  del 
Sur  y  del  Oeste  constituían  un  flagelo  que  hacía  cientos 
de  víctimas,  robando  las  estancias,  matando  a  los  hom- 
bres y  cautivando  a  los  niños  y  a  las  mujeres.  Por  des- 
gracia,  la   vasta   extensión   de   la   pampa,   abierta  a  todos 


LA    ÉPOCA    COLONIAL  73 

los  vientos  y  sin  puntos  estratégicos  de  defensa  y  de 
vigilancia,  hacía  imposible  poner  eficaz  remedio  a  ese 
terrible  azote,  que  sufrían,  a  la  par  de  Buenos  Aires, 
Santa  Fe,  Córdoba,  San  Luis  y  Mendoza.  Vértiz  hizo 
adelantar  algunos  puestos  y  guardias  avanzados;  pero 
todo  fué  ineficaz,  porque  el  radio  era  tan  extenso  que  los 
salvajes  tenían  franca  entrada  para  realizar  sus  sorpresas 
y  depredaciones,  al  paso  que  el  gobierno  carecía  de  re- 
cursos y  de  tropas  sólidas  como  las  que  exigía  tan  vasto 
desierto.  Conocióse  desde  entonces  que  no  habría  otro 
plan  serio  de  defensa  que  el  de  llevar  la  frontera  hasta 
el  río  Negro  y  fortificar  sus  pasos.  Vértiz  aceptó  la  indi- 
cación de  los  ingenieros  y  ordenó  que  se  hiciera  un 
reconocimiento  del  curso  de  ese  río  y  sus  campos,  re- 
conocimiento que  realizó  el  piloto  Villarino,  venciendo 
con  éxito  y  energía  los  peligros  e  inconvenientes  que  ofre- 
cía tan  difícil  trabajo.  Pero,  por  la  misma  falta  de  medios, 
no  se  pudo  utilizar  el  resultado.  El  Chaco  fué  también 
objeto  de  seria  atención  por  Vértiz.  Con  aquel  instinto  que 
le  hacía  presentir  los  grandes  intereses  de  la  tierra  que 
gobernaba,  favoreció  las  primeras  exploraciones  del  río 
Bermejo  y  del  Pilcomayo.  Para  cumplir  órdenes  de  la  corte 
hizo  asimismo  explorar  las  islas  Malvinas,  recorrer  las  costas 
patagónicas  y  fundar  algunos  establecimientos,  de  los  cua- 
les sólo  nos  queda  el  del  Carmen  de  Patagonia,  en  las 
bocas  del  río  Negro. 

Con  su  espíritu  de  método  y  de  labor  administrativa, 
Vértiz  puso  en  orden  todos  los  ramos  y  las  oficinas  de 
hacienda :  los  estancos,  la  Aduana,  el  resguardo.  Él  mismo 
visitaba  de  improviso  las  oficinas  públicas ;  inspeccionaba  el 
trabajo  y  el  procedimiento  de  los  empleados,  acompañado 
por  hombres  de  confianza,  y  volvía  a  su  despacho  para 
corregir,  reglamentar  o  ampliar  el  servicio,  según  las  obser- 
vaciones que  había  hecho. 

En  los  planes  de  su  gobierno  todo  entraba:  las  fron- 
teras, la  caridad,  el  bienestar,  el  teatro.    Buenos  Aires  ca- 


l'i  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

recia  de  « esta  escuela  práctica  de  buenas  letras  y  de  las 
excitaciones  del  talento ».  Vértiz  entendía  que  sus  atracti- 
vos podían  servir  para  arrancar  a  la  juventud  y  a  las  fami- 
lias del  juego  y  de  los  vicios,  que  son  propios  de  la  noche 
y  de  las  horas  de  descanso;  pensaba  que  la  heroicidad 
de  las  pasiones  y  de  los  caracteres  y  la  altisonante  cul- 
tura del  lenguaje  teatral  eran  de  una  enseñanza  fecunda 
para  levantar  las  ideas.  En  medio  de  todas  sus  tareas 
administrativas  puso  tal  empeño  en  que  se  edificara  una 
Casa  de  Comedias  que  al  fin  logró  verla  en  ejercicio,  y 
remitir  desde  su  gabinete  las  piezas  más  aparentes,  se- 
gún su  juicio,  para  producir  los  resultados  que  apetecía. 

No  lo  consiguió  sin  que  le  hiciera  grande  oposición 
el  clero.  Mas  Vértiz,  que  era  un  regalista  de  la  vieja  es- 
cuela, sabía,  como  Carlos  III,  el  rey  de  España,  dónde 
terminaba  el  derecho  del  sacerdocio  y  dónde  comenzaba 
el  suyo  como  magistrado  político  y  civil.  Un  franciscano 
se  atrevió  a  censurar  desde  el  pulpito  la  Casa  de  Come- 
dias, declarando  en  nombre  del  Espíritu  Santo  que  los 
que  asistieran  a  « esas  diversiones  públicas  fomentadas 
por  el  virrey»  incurrían  en  condenación  eterna.  En  cuanto 
lo  supo  Vértiz,  ordenó  al  guardián  que  desterrara  de  su 
convento,  a  otro  distante  en  el  interior,  al  fraile  atrevido 
que  había  osado  censurarle  en  cosas  que  no  atañían  a  la 
iglesia  y  que  le  hiciera  desautorizar,  en  el  mismo  pulpito, 
por  otro  predicador. 

Quien  tanto  interés  se  tomaba  por  el  teatro,  teniéndolo 
por  escuela  de  cultura  y  de  estímulo  literario,  era  natural 
que  se  lo  tomase  mucho  mayor  por  señalar  su  gobierno 
con  establecimientos  de  verdadera  y  alta  instrucción.  Y, 
en  efecto,  puede  asegurarse  que  nada  interesó  tanto  como 
esto  en  el  ánimo  de  Vértiz.  En  medio  de  todos  sus  demás 
quehaceres,  en  la  capital  o  lejos  de  ella,  cuando  rectificaba 
las  fronteras  o  preparaba  los  arduos  trabajos  de  la  demar- 
cación de  límites  con  el  Brasil,  había  siempre  un  momento 
del    día  en   que  volvía  a  su   idea   principal,  la  instrucción 


LA    ÉPOCA    COLONIAL  75 

pública,  bajo  un  sistema  liberal  y  novísimo:  la  creación  de 
un  gran  colegio  literario  que  pudiera  servir  de  nutrición  a 
la  Universidad  de  Buenos  Aires,  que  también  se  proponía 
fundar. 

Segiin  Juan  María  Gutiérrez  v  Vicente  I".  López 


33.  La  sub  evación  de  Tupac-Amaru. 

Hacia  los  últimos  tiempos  del  coloniaje,  treinta  y  seis 
años  antes  de  la  guerra  de  la  Independencia,  estalló  en  el 
Alto  Perú  una  memorable  sublevación  de  los  indios.  Tupac- 
Amarú,  José  Gabriel,  descendiente  de  los  antiguos  incas, 
con  la  sola  ayuda  de  las  gentes  de  su  raza  americana, 
intentó  nada  menos  que  romper  el  yugo  de  la  dominación 
española.  Fué  un  sacudimiento  de  la  desesperación  de 
pueblos  antes  soberanos  y  conquistadores,  por  no  poder 
ya  soportar  la  esclavitud.  Estalló  tumultuosa  y  desorgani- 
zadamente.  Su 'jefe  natural,  a  pesar  de  haber  sido  educado 
en  las  Universidades  de  Lima  y  del  Cuzco,  no  supo  o  no 
pudo  fijarle  rumbo  y  darle  una  bandera.  Tal  vez  aspiraba 
a  ceñir  de  nuevo  en  sus  sienes  la  vincha  de  los  Hijos  del 
Sol...  Pero  esto  no  era  ya  posible.  Entre  el  español  y  el 
indio  había  nacido  una  nueva  raza:  el  criollo.  N6  repre- 
sentando propiamente  este  elemento  predominante  ya, 
Tupac-Amarú,  después  de  tres  años  de  sangrienta  lucha,  fué 
vencido  por  los  españoles.  Hubo  horripilantes  represalias 
para  intimidar  a  los  sublevados.  Despedazóse  el  cuerpo  de 
Tupac-Amaru,  atadas  sus  extremidades  a  los  cinchones  de 
cuatro  potros,  que  tiraban  en  distintos  rumbos.  Sus  miem- 
bros se  clavaron  en  los  caminos.  También  se  impuso  pena 
de  muerte  a  la  esposa  y  colaboradora  del  mártir,  y  se 
quemó  su  cadáver.  Ahogóse  la  sublevación  con  sangre  y 
fuego...  ¡Los  indios  quedaban  escarmentados! 

Aunque  puramente  indígena  y  aislada,  la  sublevación 
de  Tupac-Amaru  es  un  antecedente  de  la  Revolución 
hispanoamericana.  No  fué  ésta  sólo  una  guerra  económica 


76  LA   TRADICIÓN    Y   LA    HISTORIA 

y  democrática,  sino  también  una  verdadera  lucha  de  razas. 
Los  revolucionarios  invocaron  los  manes  de  Manco-Capac, 
de  Moctezuma,  de  Quatimozín,  de  Lautaro,  de  Caupolicán, 
de  Rengo,  en  fin,  de  todos  los  grandes  príncipes  y  héroes 
de  las  antiguas  naciones.  Los  Incas  constituyeron  espe- 
cialmente la  mitología  de  la  Revolución.  Su  memoria  fué 
venerada  por  los  pueblos  y  cantada  por  los  poetas.  Al 
estallar  la  guerra  entre  los  criollos  y  españoles,  los  indios, 
al  menos  donde  eran  más  cultos  y  adelantados,  formaron 
parte  de  las  masas  revolucionarias.  El  ejemplo  de  Tupac- 
Amaru  hizo  escuela.  Criollos  e  indios  civilizados  lucharon 
por  una  sola  y  tínica  causa:  la  Causa  de  la  Libertad, 
¡la  Causa  de  América! 

34.  Liniers  y  la  Reconquista  de  Buenos  Aires. 

L  LOS   PREPARATIVOS   Y   LA   MARCHA 
HACIA  BUENOS    AIRES 

Conquistada  por  los  ingleses  en  1806  la  ciudad  de 
Buenos  Aires,  Santiago  de  Liniers  tomó  su  partido:  se 
dirigió  a  Las  Conchas,  y  se  embarcó  en  una  lancha  para 
la  Colonia.  Se  dice  que  había  pasado  parte  de  la  noche 
anterior  en  oración,  en  el  santuario  de  la  Recoleta;  sería 
la  vela  de  las  armas  de  los  antiguos  caballeros,  y,  a 
fe,  .que  no  sentaba  mal  en  quien  descendía  de  Guy  de 
Liniers,  muerto  en  la  batalla  de  Poitiers.  Desde  la  Colonia 
escribió  a  Ruiz  Huidobro,  gobernador  de  Montevideo, 
reseñando  el  estado  de  la  capital  y  proponiéndole  recon- 
quistarla « con  500  hombres  de  tropas  escogidas  que  se 
le  confiasen ».  La  Junta  de  guerra  allí  establecida  para 
preparar  la  resistencia  a  la  anunciada  invasión  de  Popham, 
opinó  que  se  debía  oír  a  Liniers.  Y  se  le  confió  el  mando 
que  solicitaba. 

El  22  de  julio  la  división  salió  de  Montevideo,  entre 
las  aclamaciones  del  vecindario.  Al  frente  iba  Liniers,  vis- 
tiendo  el    brillante   uniforme   azul  y  rojo,   flordelisado   de 


LA    ÉPOCA    COLONIAL  77 

oro,  de  capitán  de  navio,  y  en  el  pecho  la  cruz  de  Ca- 
ballero de  Malta.  Era  de  alta  estatura,  de  robusta  presen- 
cia, y  poseía  una  belleza  risueña  y  varonil,  que  formó 
parte  de  su  prestigio  entre  la  muchedumbre.  Galante  por 
raza  y  temperamento,  saludaba  a  las  mujeres  apiñadas  en 
los  balcones  y  azoteas,  anunciando  la  victoria  que  le  te- 
nía prometida  aquella  voz  secreta,  misterioso  confidente 
de  todo  conquistador.  ¡Al  fin  llegaba  su  hora  histórica! 
Y,  radiante  de  entusiasmo,  blandía  al  claro  sol  de  in- 
vierno, dulce  como  una  caricia,  la  espada  tanto  tiempo 
herrumbrosa,  que  había  flameado  en  Qibraltar  y  Me- 
norca contra  esos  mismos  ingleses  a  quienes  ahora  iba  a 
vencer. 

Embarcadas  las  tropas  el  día  3  de  agosto,  la  travesía 
de  la  Colonia  a  la  otra  costa  se  efectuó  sin  inconveniente 
grave,  aunque  con  bastante  labor,  por  la  suestada  y  los 
chubascos.  Parte  de  la  flotilla  extravió  el  rumbo  en  la  obs- 
curidad, teniendo  que  fondear,  sin  saberlo,  a  inmediaciones 
de  una  fragata  enemiga.  Al  salir  la  luna,  zarparon  las  na- 
ves, rectificaron  su  rumbo,  y  amanecieron  a  la  vista  de 
Buenos  Aires  y  de  la  escuadra  inglesa.  Arreciando  la 
suestada,  Liniers  resolvió  desembarcar  en  Las  Conchas,  y 
no  ya  en  Olivos,  como  se  había  determinado.  Allí  fondeó 
el  4  por  la  mañana,  e  inmediatamente  se  realizó  el  des- 
embarco de  tropas  y  artillería,  y  se  incorporaron  además 
los  marineros  disponibles  de  la  flotilla-  El  día  5  las 
fuerzas  entraron  en  San  Isidro,  donde  encontraron  pro- 
visiones frescas  y  abrigo;  el  temporal  se  había  desenca- 
denado, dispersando  a  las  naves  enemigas  y  echando 
a  pique  cinco  lanchas  cañoneras.  Las  tropas  emplearon 
el  día  en  limpiar  el  armamento  y  apercibirse  para  el 
combate. 

Al  día  siguiente,  domingo,  el  capellán  celebró  la  misa 
al  aire  libre,  en  el  centro  de  las  tropas  formadas.  Con- 
cluido el  oficio,  se  dio  orden  de  marcha  para  los  Corrales 
de   Miserere,  adonde   se   llegó   a   las   diez   de   la   mañana. 


78  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

Desde  este  punto,  el  jefe  de  la  división  española  dirigió  a 
las  once,  con  su  primer  ayudante  Quintana,  una  enérgica 
intimación  al  general  inglés.  No  habiendo  sido  admitido 
por  Beresford  en  '  los  quince  minutos  fijados,  el  enviado 
se  retiró  sin  entregar  !a  misiva ;  pero  Liniers  no  aprobó 
este  exceso  de  celo  y  despachó  nuevamente  a  su  ayu- 
dante, que  fué  recibido  en  el  acto.  La  respuesta  de  Be- 
resford fué  muy  significativa,  viniendo  de  un  jefe  tan  cir- 
cunspecto como  valiente.  Al  contestar  que  se  defendería 
«hasta  el  caso  que  la  prudencia  le  indicara»,  confesaba 
implícitamente  lo  que  dejaban  entrever  sus  pedidos  de 
conferencias  con  las  autoridades  bonaerenses,  y  un  poco 
más  tarde,  con  Pueyrredón.  La  situación  del  invasor  se 
presentaba  cada  día  más  difícil  e  insostenible  en  la  atmós- 
fera hostil  de  la  ciudad ;  y,  si  bien  estaba  resuelto  a  cum- 
plir con  su  deber,  no  se  ocultaba  la  desigualdad  de  con- 
diciones con  que  se  empeñaba  el  combate.  Vencedor,  su 
victoria  sería  estéril ;  vencido,  su  pérdida  era  irreparable. 
Puede  decirse,  pues,  que  la  acción  se  inició,  en  esa  mis- 
ma tarde,  contra  un  adversario  moralmente  derrotado.  A 
las  cinco  la  división  rompió  marcha  hacia  el  Retiro,  yendo 
de  vanguardia  el  cuerpo  de  voluntarios  catalanes  con  dos 
Chuses. 

II.   LA  RECONQUISTA 

El  grueso  de  la  división  no  salvó  sin  gran  trabajo,  y 
sólo  merced  al  auxilio  del  vecindario  y  de  gauchos  a  caba- 
llo, las  dos  millas  de  malísimo  camino,  sembrado  de  baches 
y  pantanos,  que  mediaba  entre  el  Miserere  (hoy  Once  de 
Septiembre)  y  el  Retiro.  Entretanto,  los  miñones  o  migue- 
letes,  apoyados  por  la  compañía  de  infantería  de  Buenos 
Aires,  llegaban  a  dicha  plaza  del  Retiro  «  a  paso  de  ca- 
rrera» y  atacaban  el  Parque,  defendido  por  200  soldados 
ingleses,  a  quienes  desalojaron  con  una  carga  a  la  bayo- 
neta. La  fuerza  enemiga   se   replegaba   hacia   la   Fortaleza, 


LA    ÉPOCA     COLONIAL  79 

dejando  varios  muertos  y  prisioneros  en  el  sitio,  cuando 
encontró  a  Beresford,  que  acudía  en  su  auxilio  por  la 
calle  del  Correo  (Florida),  con  una  columna  de  400  a  500 
hombres.  En  este  mismo  momento  desembocaban  en 
la  plaza  a  marcha  redoblada,  vivamente  estimulados  por 
Liniers  en  persona,  los  voluntarios  de  Montevideo  con  una 
parte  de  la  artillería  de  Augustini.  Tan  decisivo  fué,  al  en- 
filar la  calle,  el  fuego  del  obús  cargado  de  metralla,  que  el 
enemigo  se  detuvo  bruscamente  y  emprendió  retirada  hacia 
la  plaza  Mayor,  dejando  unos  30  muertos  o  heridos  y 
abandonando  un  cañón. 

Era  muy  tarde  para  seguir  las  operaciones,  y,  además, 
las  tropas  estaban  rendidas  de  cansancio.  Liniers  se  con- 
tentó con  ocupar  fuertemente  el  Retiro  y  sus  bocacalles, 
tomando  todas  las  precauciones  del  caso  contra  cualquier 
sorpresa.  Las  tropas  pasaron  la  noche  sobre  las  armas  y 
sin  comer.  El  día  1 1  fué  ocupado  en  montar  los  cañones 
de  18  desembarcados  de  la  goleta  Dolores,  y  otros  de 
igual  "calibre  que  se  encontraron  en  el  Parque;  había  que 
•prevenirse  contra  un  posible  bombardeo  de  la  escuadra,  y 
también  separarse  para  batir  en  brecha  a  Beresford,  que 
parecía  dispuesto  a  encerrar  su  defensa  en  la  plaza  Ma- 
yor. El  efecto  moral  de  este  primer  triunfo  se  hizo  visible 
el  mismo  día;  acudieron  a  engrosar  las  fuerzas  regulares 
o  a  tomar  órdenes  muchos  jóvenes  patricios  y  hombres  del 
pueblo,  algunos  de  los  cuales  se  preparaban  antes  a  una 
lucha  de  guerrilleros.  A  mediodía,  para  probar  los  cañones 
recientemente  montados,  Liniers  en  persona  apuntó  sucesi- 
vamente a  una  lancha  cañonera  y  a  una  fragata  enemigas, 
con  tan  raro  acierto  que,  después  de  dar  en  el  casco  de  la 
primera,  cortó  con  el  segundo  tiro  la  pena  de  su  mesana, 
donde  tremolaba  la  bandera  británica,  que  cayó  al  agua. 
Túvose  el  hecho  por  un  pronóstico  feliz. 

Al  amanecer  frío  y  brumoso  del  dia  14  se  tocó  gene- 
rala, y,  después  de  revistar  las  tropas,  Liniers  tomó  sus 
últimas   disposiciones   para   el  ataque  de  la  plaza.  Dividió 


80  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

en,  tres  columnas  su  ejército,  reducido  en  número,  pero 
exuberante  de  entusiasmo  y  de  confianza  en  la  victoria. 
La  columna  de  la  izquierda,  al  mando  de  Liniers,  entraría 
por  la  calle  de  la  Merced;  la  del  centro  enfilaría  por  la 
calle  de  la  Catedral,  en  tanto  que  la  de  la  derecha  segui- 
ría la  calle  del  Correo  hasta  el  centro,  para  dividirse  allí 
y  ocupar  las  cuadras  del  Oeste  y  del  Sur  inmediatas 
a  la  plaza  Mayor.  La  artillería  debía  preparar  el  avance, 
barriendo  el  camino  y  haciendo  replegar  al  enemigo. 
El  ataque  general  se  había  fijado  para  las  doce  del  día, 
pero  un  incidente  lo  precipitó.  Destacados  en  avanzada, 
un  cuerpo  de  marineros  y  otro  de  miñones  se  habían  des- 
lizado por  las  aceras,  rasando  las  casas  a  favor  de  la  ne- 
blina, hasta  llegar  a  dos  cuadras  de  la  plaza  y  acantonar- 
se en  algunos  edificios,  desde  donde  rompieron  el  fuego 
sobre  las  partidas  enemigas.  Habiendo  salido  a  contener- 
los y  desalojarlos  una  columna  inglesa,  nuestros  impetuo- 
sos exploradores  se  replegaron  en  guerrilla  y  avanzaron 
resueltamente.  Eran  las  nueve  de  la  mañana;  los  impru- 
dentes voluntarios  pedían  refuerzos  y  municiones,  no  re- 
solviéndose a  abandonar  el  terreno  conquistado.  Las  tro- 
pas, enardecidas  por  la  fusilería,  querían  marchar  al  fuego... 
Entonces  Liniers  modificó  rápidamente  su  plan  anterior: 
lanzó  la  caballería  de  milicias  de  la  Colonia  y  los  drago- 
nes de  Buenos  Aires  con  artillería  volante  por  la  calle  del 
Santo  Cristo,  en  tanto  que  se  movía  penosamente  la  re- 
serva con  sus  cañones  de  batir,  y  él  mismo  se  adelantaba 
por  la  de  la  Merced,  y  se  situaba  en  la  plazoleta  de  la 
iglesia.  La  refriega  se  hizo  general.  El  brío  de  las  tropas 
suplió  la  desbaratada  estrategia;  el  vecindario  arrastró  los 
cañones  sin  caballos;  todo  el  plan  se  reducía  entonces, 
para  cada  jefe  de  cuerpo,  compañía  o  pelotón,  a  desalojar 
al  enemigo  que  tuviera  al  frente,  hasta  desembocar  en  la 
plaza  Mayor. 

Los   ingleses,    acantonados   en   los   altos   del   Cabildo, 
la  azotea   de   la   Recova,  el  pórtico  de  la  Catedral,  tenían 


LA    ÉPOCA    COLONIAL  81 

que  hacer  frente  a  los  combinados  ataques  de  seis  colum- 
nas convergentes.  Cedieron  primero  los  de  la  Catedral; 
los  del  Cabildo,  acometidos  por  el  Sur  y  por  el  Norte,  se 
replegaron  sobre  la  Recova,  ya  batida  por  la  metralla  de 
Liniers,  y  desde  cuyo  arco  Beresford  dirigía  la  defensa. 
Aquí  se  concentró  el  combate  y  comenzó  a  diseñarse  el 
triunfo... 

Atacada  por  todos  lados,  la  posición  inglesa  se  hacía 
insostenible.  Casi  al  mismo  tiempo,  los  dos  generales  ene- 
migos, Beresford  y  Liniers,  vieron  caer  a  su  lado  a  sus 
respectivos  ayudantes.  Liniers,  atravesado  el  uniforme  por 
tres  balazos,  se  dirigía  hacia  la  plaza.  En  el  momento  en 
que  Beresford,  convencido  de  que  era  imposible  la  resis- 
tencia, daba  la  señal  de  retirada  cruzando  su  espada  so- 
bre el  brazo  izquierdo,  la  diezmada  división  inglesa  se 
replegó  hacia  la  Fortaleza,  y  su  general  fué  el  último 
que  ocupó  el  puente  levadizo.  El  pueblo,  victorioso,  hizo 
irrupción  en  la  plazoleta  del  Fuerte,  dominando  con  sus 
clamores  el  ruido  de  la  fusilería  y  batiendo  sus  murallo- 
nes  con  sus  oleadas  enfurecidas.  Trajéronse  escalas  para 
emprender  el  asalto,  como  si  fuera  un  abordaje;  pero  en- 
tonces apareció  Beresford,  espada  en  mano,  por  el  ángulo 
Nordeste  del  Parapeto,  y  se  izó  bandera  parlamentaria. 
Con  todo,  el  humo  y  la  distancia  impedían  divisarla,  y  no 
cesó  el  fuego  de  los  asaltantes.  Al  pie  de  la  muralla,  el 
comandante  Mordeille,  que  contenía  difícilmente  a  sus 
hombres,  cruzaba  un  diálogo  en  francés  con  Beresford. 
Preguntando  éste  «si  su  vida  corría  peligro»,  el  otro  con- 
testó que  estaba  salvada  con  rendirse  a  discreción.  El  gene- 
ral arrojó  su  espada  al  pie  de  la  muralla,  pero  Mordeille 
se  la  devolvió  por  medio  de  pañuelos  atados;  al  mismo 
tiempo  se  izó  en  el  bastión  una  bandera  española  sumi- 
nistrada por  un  marinero;  y  de  repente  cesó  el  fuego,  y 
el  pueblo  exhaló  una  inmensa  aclamación. 

Según  P.  GnoüssAC, 


82  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

35.  Las  clases  sociales  y  la  vida  colonial. 

Los  españoles  aportaron  a  América  su  organizaciórr 
monárquica  y  aristocrática.  Por  su  origen  étnico  y  por  las 
circunstancias  económicas,  el  pueblo  de  las  colonias  se 
dividía,  según  las  leyes  y  las  costumbres,  en  varias  cla- 
ses sociales:  nobles,  criollos,  indios,  mestizos,  negros  y 
mulatos.  Los  nobles  representaban  la  clase  privilegiada, 
y  eran  en  su  mayor  parte  españoles ;  a  esta  clase  perte- 
necían los  altos  funcionarios  que  la  metrópoli  mandaba 
a  las  colonias.  Los  indios  debían  pagar  un  tributo  al  rey, 
la  mita,  por  lo  que  se  los  llamaba  mitayos;  no  obstante, 
reconocíanseles  ciertos  derechos,  como  a  antiguos  dueños 
de  la  tierra.  Cuando  se  resistían  al  dominio  español  y 
eran  violentamente  reducidos,  podíaselos  esclavizar  para 
el  servicio  doméstico  de  los  conquistadores;  en  tal  caso 
se  los  distinguía  de  los  mitayos,  y  se  los  apellidaba 
yanaconas.  En  premio  de  servicios  militares,  el  rey  solía 
conceder,  a  ciertos  subditos  españoles,  el  derecho  de 
aprovechar  parte  del  trabajo  de  los  indios  sometidos  en 
las  reducciones;  éstas  se  llamaban  entonces  encomiendas, 
y  sus  dueños,  encomenderos.  Los  negros  introducidos  de 
África  se  utilizaban  y  vendían  en  condición  de  escbvos; 
cuando  el  amo  les  otorgaba  la  libertad,  se  denominaban 
libertos.  A  los  negros  huidos  a  los  bosques  y  a  las  sel- 
vas para  librarse  de  la  esclavitud,  se  los  denominaba  ci- 
marrones, y  se  los  perseguía  como  a  bestias  feroces.  Las 
leyes  eran  severas  con  los  negros  libertos  y  mulatos; 
obligábaselos  a  tributar  al  rey  como  los  indios,  y  se  les 
imponía  una  serie  de  rigurosas  prohibiciones,  entre  otras 
la  de  andar  de  noche  sueltos  y  sin  permiso  por  las  calles, 
y  a  las  hembras  el  uso  de  oro,  seda,  perlas  y  mantos. 

Entre  la  nobleza  y  las  bajas  clases  sociales  formóse 
una  categoría  intermedia,  que  ahora  denominaríamos  «bur- 
guesía», y  que  entonces  se  llamaba  la  gente  decente.  Esta 
clase,  criolla  por  excelencia,  descendiente  de    españoles  e 


LA    ÉPOCA    COLONIAL  83 

indios,  poseía  bienes,  era  relativamente  ilustrada,  y  cons- 
tituyó la  clase  directora  local  o  colonial.  La  gente  decente 
criolla  hacía  en  cierto  modo  causa  común  con  las  bajas 
clases,  mestiza,  india  y  negra;  era  querida  y  respetada. 
Sólo  llegó  a  reputarse  antagónica  del  español,  al  que  se 
llamaba  gachupín  en  México,  chapetón  en  el  Perú,  y  más 
tarde  godo  en  el  virreinato  del  Río  de  la  Plata.  En  manos 
de  la  « gente  decente  >  estaban  el  comercio,  el  sacerdocio, 
el  foro,  las  milicias,  y  aun  el  gobierno  comunal  de  los 
Cabildos.  Consideróse  esta  clase  con  los  mismos  derechos 
y  privilegios  que  la  nobleza  española.  Para  formar  parte 
de  los  Cabildos,  del  gremio  de  abogados,  del  claustro 
universitario,  del  coro  de  las  catedrales,  del  colegio  de  ios 
médicos  y  de  las  demás  corporaciones  gubernamentales  y 
directoras,  si  no  se  requería  precisamente  como  en  España 
ejecutoria  de  nobleza,  era  indispensable  tener  limpieza  de 
sangre.  Los  negros,  los  mulatos,  los  indios  y  los  mestizos, 
en  general,  eran  excluidos ;  pero  se  daba  cabida  al  criollo, 
descendiente  directo  de  español,  aunque  éste  hubiese  entron- 
cado con  indias  conversas,  que  siempre  podían  suponerse 
nobles  en  su  raza,  hijas  de  caciques  y  príncipes  americanos. 
La  clase  directora  criolla  adoptó,  o,  mejor  dicho,  con- 
tinuó y  adaptó  al  medio  ambiente  las  ideas  y  costumbres 
de  la  nobleza  española.  Perdiendo  parte  de  la  belicosidad 
y  arrogancia  peninsulares,  llevó  una  existencia  simple  y 
honesta;  la  vida  colonial  era  vida  provinciana.  Los  días 
sucedían  a  los  días,  y  las  noches  a  las  noches,  sin  más 
novedades  que  las  solemnidades  religiosas,  las  fiestas  ono- 
másticas y  circunstanciales  de  la  real  casa  española,  el 
cambio  de  altos  funcionarios,  las  tertulias  caseras.  Por 
acción  de  la  iglesia  y  de  la  corona,  la  «gente  decente» 
era  piadosa  e  ingenua,  y,  a  su  ejemplo,  todo  el  pueblo 
civilizado.  La  familia  estaba  organizada  bajo  el  principio 
de  un  amplio  poder  del  padre  sobre  la  mujer,  los  hijos, 
los  criados  y  los  esclavos.  Al  caer  la  noche,  antes  o 
después  de  cenar,  todos  rezaban  en  común  el  rosario,  y, 


84  LA   TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

al  acostarse,  los  hijos  pedían  la  bendición  a  los  padres.  Hijos 
y  criados  besaban  al  jefe  de  familia  la  mano,  generosa  en 
la  dádiva  y  severa  en  el  castigo.  Religiosamente  educada 
en  los  claustros,  ignorante  y  crédula,  la  sociedad  vivía 
como  dormitando  su  larga  siesta  colonial,  sobre  un  suelo 
abundante,  en  un  clima  templado  y  bajo  un  cielo  siempre 
límpido.  Solamente  la  inquietaban  las  exacciones  del  régimen 
del  monopolio  y  regalía,  y  sus  injusticias  dejaban  en  los 
ánimos  un  fermento  de  incomodidad  y  desconfianza.  Aunque 
en  estado  latente  hasta  que  las  invasiones  inglesas  revelaran 
las  ventajas  de  un  nuevo  régimen  de  franquicias  comercia- 
les, ahí  estaba  el  germen  de  la  Revolución. 

La  Revolución  y  guerra  de  la  Independencia  fueron 
ante  todo  obra  de  la  burguesía  criolla.  Ésta  les  dio  impulso, 
forma,  organización  y  fines,  y  las  demás  clases  sociales 
americanas  la  siguieron  con  fidelidad  y  entusiasmo.  Puede 
decirse  que  en  América  no  hubo,  en  ios  ültimos  tiempos 
del  coloniaje,  más  rivalidad  de  clase  que  la  oposición  al 
gachupín,  chapetón  o  godo.  Si  bien  las  diferencias  sociales 
se  hacían  sentir  con  cierto  rigor  en  las  colonias  ricas 
y  tradicionales  como  México  y  el  Perií,  en  ninguna  parte 
engendraron  odios  profundos,  y  en  el  Río  de  la  Plata 
fueron  tan  leves  que  desaparecieron  y  se  borraron  en  los 
primeros  lustros  de  la  Revolución.  En  las  invasiones  in- 
glesas, toda  la  población  americana  civilizada,  sin  asomos 
siquiera  de  antagonismos  de  clase,  se  unió  para  rechazar 
la  agresión  extraña.  El  negro  y  el  mestizo  formaron  he- 
roicas falanges  en  los  ejércitos  de  la  patria.  Por  otra 
parte,  el  clima  diezmaba  de  tal  manera  al  elemento  afri- 
cano, que,  por  su  disminución,  tendió  siempre  a  desapa- 
recer de  las  pampas  argentinas.  No  hubo  así,  después 
de  la  guerra  de  la  Independencia,  grandes  problemas 
étnicosociales.  La  partícula  ancestral  de  sangre  indígena 
parecía  diluida  en  los  descendientes  criollos;  los  indios 
se  habían  refugiado  en  los  bosques  y  selvas  lejanas;  los 
negros,  que  nunca  fueron    tantos  como  en   las   demás  co- 


LA    ÉPOCA    DE    LA    LNDEPENDENCIA  85 

lonías,  por  no  requerirlos  mayormente  las  industrias  loca- 
les, raleaban  y  se  eliminaban  por  causas  climatológicas. 
Todo  venía,  pues,  a  favorecer  la  naciente  democracia. 
Con  la  difusión  de  la  cultura  y  el  aumento  de  la  riqueza, 
el  grupo  de  la  clase  directora  aumentó  y  se  extendió. 
Así  como  la  « gente  decente  >>  había  substituido  antes  a 
la  nobleza,  el  pueblo  vino  a  substituir  a  la  «gente  decen- 
te ».  Y  hoy,  puede  rigurosamente  decirse,  todo  verdadero 
argentino,  por  el  solo  hecho  de  serlo,  tiene  limpieza  de 
sangre  en  sus  tradiciones  de  familia  y  ejecutoria  de  no- 
bleza en  los  cuarteles  de  su  nacionalidad. 

VII.  LA  ÉPOCA  DE  LA  INDEPENDENCIA 

36.  El  25  de   Mayo  de  181O. 

Amaneció  por  fin,  en  Buenos  Aires,  el  25  de  mayo 
de  1810.  El  cielo  estaba  opaco  y  lluvioso  como  en  el  día 
anterior,  y  veíanse  a  lo  largo  de  la  ancha  acera  del  Ca- 
bildo grupos  de  hombres  envueltos  en  largos  capotes, 
armados  de  estoques  y  pistolas,  en  cuyos  rostros  estaban 
dibujadas  las  fatigas  del  insomnio.  El  punto  de  reunión  era 
una  posada  situada  sobre  la  misma  acera,  donde  los  ciuda- 
danos se  guarecían  de  la  lluvia.  French  y  Beruti  dirigían 
las  operaciones  de  esta  reunión,  en  cuyos  movimientos  se 
notaba  cierta  organización  que  manifestaba  estaban  bien 
preparados  para  la  lucha. 

Reunióse  temprano  el  Cabildo  para  tomar  en  consi- 
deración la  renuncia  del  virrey  y  la  representación  del 
pueblo,  manifestaciones  del  poder  colonial  que  abdicaba 
en  su  impotencia  y  de  la  soberanía  popular  que  se  inau- 
guraba. El  Cabildo,  con  esa  energía  ficticia  que  es  propia 
de  las  corporaciones  que  no  son  impulsadas  por  sus  prin- 
cipios fijos,  y  que  suplen  la  falta  de  medios  por  la  ente- 
reza de  resoluciones  que  no  han  de  ejecutar  ellas  mismas, 
había  contestado  verbalmente  al  virrey,  en  la  noche  ante- 
rior, que  no  debía  hacerse  lugar  a  la  petición  del  pueblo 


86  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

y  que  a  él  le  tocaba  reprimir  con  la  fuerza  de  las  armas 
a  los  descontentos,  haciéndolo  responsable  de  las  conse- 
cuencias. 

Al  mismo  tiempo  que  en  las  galerías  altas  de  la  casa 
capitular  se  celebraba  la  sesión  del  Cabildo,  una  escena 
más  animada  se  realizaba  en  la  plaza.  Como  la  reunión 
se  engrosara  por  momentos  y  fuese  necesario  darle  una 
organización,  imaginó  French  la  adopción  de  un  distintivo 
para  los  patriotas.  Entró  en  una  de  las  tiendas  de  la  Re- 
cova y  tomó  varias  piezas  de  cintas  blancas  y  celestes, 
colores  popularizados  por  los  patricios  en  sus  uniformes 
desde  las  invasiones  inglesas,  y  que  había  adoptado  el 
pueblo  como  divisa  de  partido  en  los  días  anteriores.  Apos- 
tando en  seguida  piquetes  en  las  avenidas  de  la  plaza,  los 
armó  de  tijeras  y  de  cintas  blancas  y  celestes,  con  orden 
de  no  dejar  penetrar  sino  a  los  patriotas  y  de  hacerles  po- 
ner el  distintivo.  Beruti  fué  el  primero  que  enarboló  en  su 
sombrero  los  colores  patrios,  que  muy  pronto  iban  a  reco- 
rrer triunfantes  toda  la  América  del  Sur.  Instantáneamente 
se  vio  toda  la  reunión  popular  con  cintas  celestes  y  blancas 
pendientes  del  pecho  o  del  sombrero.  Tal  fué  el  origen 
de  los  colores  de  la  bandera  argentina,  cuya  memoria  se 
ha  salvado  por  la  tradición  oral.  Más  tarde  veremos  a 
Belgrano  ser  el  primero  que  enarbole  esa  bandera  y  el 
primero  que  la  afirme  con  una  victoria. 

El  pueblo,  vestido  con  los  colores  del  cielo,  se  dirigió 
en  masa  a  los  corredores  de  la  casa  capitular,  acaudillado 
siempre  por  French  y  por  Beruti.  Estos  dos  tribunos,  presi- 
diendo una  diputación,  se  personaron  en  la  sala  de  se- 
siones y  exigieron  con  firmeza  que  se  cumpliese  la  volun- 
tad del  pueblo  deponiendo  al  virrey  del  mando,  increpando 
al  Cabildo  por  haberse  excedido  de  sus  facultades,  y  aca- 
bando por  anunciar  que  el  tiempo  era  precioso  y  que  la 
paciencia  se  agotaba.  El  Cabildo  no  creía  en  el  pueblo. 
Le  parecía  sin  duda  un  sueño  que  en  una  colonia  escla- 
vizada surgiera  repentinamente  esa  nueva  entidad.    Así  fué 


LA    ÉPOCA   DE    LA    LSDEPENDENCIA 


87 


que,  en  vez  de  acceder  a  sus  deseos,  mandó  llamar  a  los 
comandantes  de  la  fuerza  armada  para  reprimir  por  medio 
de  las  armas  lo  que  en  su  ceguedad  consideraba  como  una 
asonada  pasajera.  Los  comandantes  hicieron  caer  la  venda 
que  cubría  los  ojos  de  los  cabildantes.  Todos  ellos,  a 
excepción  de  tres  que  guardaron  un  tímido  silencio,  decla- 
raron terminantemente  que  ni  podían  contrarrestar  el  des- 
contento  público,  ni    sostener   al    gobierno  establecido,  ni 


aun  sostenerse  a  sí  mismos,  pues  sus  tropas  estaban  por  el 
pueblo ;  que  no  veían  más  medio  de  impedir  mayores 
males  que  la  deposición  del  virrey,  «porque  así  lo  exigía 
la  suprema  ley». 

En  aquel  momento  oyéronse  grandes  golpes  dados 
sobre  las  puertas  por  la  mano  robusta  del  pueblo,  domi- 
nando el  tumulto  las  voces  de  French  y  de  Beruti,  que 
repetían :  «  El  pueblo  quiere  saber  de  lo  que  se  trata  ».  Tuvo 
que  salir  el  comandante  don   Martín  Rodríguez  a  aquietar 


LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 


a  sus  amigos,  asegurándoles  que  todo  se  arreglaría  como 
lo  deseaban.  Don  Martín  Rodríguez  era  uno  de  los  pocos 
comandantes  que  tenían  la  confianza  del  pueblo,  y  sus 
palabras,  contestadas  con  vivas,  serenaron  a  la  multitud.  El 
Cabildo,  intimidado,  diputó  dos  de  sus  regidores,  acompa- 
ñados por  el  escribano  de  la  corporación,  para  «requerir 
al  virrey  a  que  hiciese  absoluta  dimisión  del  gobierno,  sin 
traba  ni  restricción  alguna,  porque  de  lo  contrario  no 
respondía  de  su  vida  ni  de  la  tranquilidad  pública».  Cisneros 
se  sometió ;  pero,  queriendo  protestar  de  violencia  y  fuerza, 
no  se  le  admitió  que  lo  hiciera. 

Disponíase  el  Cabildo  a  acceder  a  los  deseos  mani- 
festados por  el  pueblo ;  pero  ya  el  pueblo  no  se  contentaba 
con  lo  que  había  pedido.  Quería  afianzar  su  triunfo  para 
no  exponerse  a  una  nueva  contrarrevolución.  En  el  inter- 
valo, el  fogoso  Beruti,  iluminado  por  una  de  esas  inspira- 
ciones súbitas  que  definen  una  situación,  tomó  una  pluma 
y  escribió  varios  nombres  en  un  papel.  Era  la  lista  de  la 
futura  Junta  revolucionaria,  que  fué  aceptada  por  aclamación 
popular,  nombrándose  una  nueva  diputación  para  que  la 
impusiese  al  Cabildo. 

Los  diputados  del  pueblo  comparecieron  nuevamente  a 
la  barra  del  ayuntamiento,  no  como  peticionarios  sino 
como  embajadores  del  nuevo  soberano.  Declararon  con 
entereza  que  el  pueblo  había  reasumido  la  soberanía  dele- 
gada en  el  Cabildo;  que  era  su  voluntad  se  nombrase  una 
nueva  Junta  compuesta  por  Saavedra,  Castelli,  Belgrano, 
Azcuénaga,  Alberti,  Matheu,  Larrea,  Passo  y  Moreno,  de- 
cretándose en  el  acto  una  expedición  militar  a  las  pro- 
vincias del  interior  para  que  fuese  portadora  de  las  órdenes 
de  la  nueva  autoridad.  Esta  misma  petición  fué  presentada 
por  escrito. 

El  Cabildo,  obcecado,  persistía  en  no  creer  en  el  pue- 
blo, y  exigía  que  se  congregase  en  la  plaza  para  conven- 
cerse que  tal  era  su  voluntad.  Salió  el  Cabildo  al  balcón, 
y  French  y  Beruti  desplegaron   al   pie   de   él   su    batallón 


LA    ÉPOCA    DE    LA    INDEPENDENCIA  8& 

patriótico,  que  en  aquel  momento,  a  causa  de  la  lluvia  y 
de  lo  avanzado  de  la  hora,  solamente  contaba  poco  más  de 
un  centenar  de  hombres.  No  correspondiendo  este  número 
a  la  idea  que  el  Cabildo  se  había  formado  de  aquella  en- 
tidad desconocida  para  él,  gritó  el  síndico  procurador: 
« ¿  Dónde  está  el  pueblo  ?  »  A  lo  que  contestaron  varios 
que  se  tocase  la  campana  del  Cabildo  para  que  la  pobla- 
ción se  congregara,  y  que  si  no  se  hacía  por  falta  de  ba- 
dajo, ellos  tocarían  generala  y  abrirían  los  cuarteles,  y  que 
entonces  vería  el  Cabildo  dónde  estaba  el  pueblo. 

Cediendo  a  la  presión  popular,  creyó  al  fin  en  el  pue- 
blo, e,  inclinándose  ante  su  soberanía,  proclamó  bajo  su 
dictado  la  nueva  Junta  Gubernativa  de  las  Provincias  del 
Río  de  la  Plata,  con  la  precisa  condición  de  que  úebía 
prepararse  en  el  término  de  quince  días  una  expedición 
de  500  hombres  para  auxiliar  a  las  provincias  del  interior, 
a  fin  de  que  eligieran  libremente  sus  diputados.  En  seguida 
el  Cabildo,  desde  lo  alto  de  sus  balcones,  propuso  al  pue- 
blo las  bases  constitutivas  del  nuevo  orden  de  cosas,  que 
fueron  discutidas  y  votadas  a  la  manera  de  las  democracias 
antiguas,  declarando  que  aquella  «era  su  voluntad»,  inme- 
diatamente se  instaló  la  Junta  Gubernativa,  y  prestó  ju- 
ramento, promulgándose  como  Consiitución  las  mismas 
reglas  antes  formuladas  por  el  Cabildo,  que  establecían 
la  división  de  los  poderes,  la  responsabilidad  de  los  fun- 
cionarios, la  publicidad  de  las  cuentas,  la  seguridad  indi- 
vidual, el  voto  de  las  contribuciones  por  el  municipio  y 
la  inmediata  convocatoria  del  Congreso  general  que  debía 
estatuir,  sobre  todo,  el  nombre  del  pueblo  y  determinar 
definitivamente  la  forma  de  gobierno.  Tal  fué  la  primera 
Constitución  política  que  tuvo  el  pueblo  argentino.  Hija  de 
una  revolución  trascendental  y  votada  por  un  solo  muni- 
cipio, fundada  sobre  la  base  del  derecho  colonial,  admi- 
tiendo como  principio  la  representación  de  los  Cabildos  y 
haciendo  intervenir  la  fuerza  para  promulgarla,  ella  conte- 
nía  los   únicos   elementos   de   gobierno   orgánico  que  por 


90  LA   TRADICIÓN    Y    LA   HISTORIA 

entonces  poseyese  la  colonia,  y  entrañaba  los  dos  princi- 
pios que  debían  pugnar  hasta  dar  leyes  coherentes  apro- 
piadas a  su  naturaleza,  a  aquel  gigante  informe  que  se 
llamaba  el  Virreinato  del  Río  de  la  Plata. 

El  presidente  de  la  nueva  Junta,  después  de  prestar 
el  juramento  de  conservar  fielmente  su  cargo  y  de  mante- 
ner la  integridad  del  territorio  bajo  el  cetro  de  Fernan- 
do VII  guardando  las  leyes  del  reino,  exhortó  al  pueblo  al 
«orden»,  a  la  «unión»  y  a  la  «fraternidad»,  recomen- 
dándole estimación  y  respeto  por  la  persona  del  virrey 
depuesto  y  su  familia.  La  Junta  patriótica  se  instaló  en  la 
Fortaleza,  morada  de  los  antiguos  mandatarios  de  la  co- 
lonia, y  empezó  a  funcionar  revolucionariamente  invo- 
cando el  nombre  de  la  autoridad  del  rey  de  las  Españas 
don  Fernando  VII. 

Hartolo.mé  Mitre 

37.  Libertad  e  Igualdad. 

(Declaración  de  un  miembro  de  la  Junta  de  1810) 

La  libertad  de  los  pueblos  no  consiste  en  palabras  ni 
debe  existir  en  los  papeles  solamente.  Cualquier  déspota 
puede  obligar  a  sus  esclavos  a  que  canten  himnos  a  la 
libertad,  y  este  cántico  a  la  libertad  es  muy  compatible 
con  las  cadenas  y  opresión  de  los  que  lo  entonan.  Si  de- 
seamos que  los  pueblos  sean  libres,  observemos  religio- 
samente el  sagrado  dogma  de  la  igualdad.  Si  me  con- 
sidero igual  a  mis  conciudadanos,  ¿  por  qué  me  he  de 
presentar  de  un  modo  que  les  enseñe  que  son  menos  que 
yo?  Mi  superioridad  sólo  existe  en  el  acto  de  ejercer  la 
magistratura  que  se  me  ha  confiado;  en  las  demás  fun- 
ciones de  la  sociedad  soy  un  ciudadano,  sin  más  derecho 
a  otras  consideraciones  que  las  que  merezca  por  mis  vir- 
tudes. 

Mariano  Moreno. 


LA    ÉPOCA    DE   LA   INDEPENDENCIA  91 


38.   Mariano  Moreno. 


A  la  sombra  del  techo  paterno,  embellecido  por  la 
presencia  radiosa  de  una  madre  santa,  Mariano  Moreno, 
aquel  espíritu  fiero  desde  la  infancia  y  susceptible  de  toda 
pasión  grandiosa,  se  desenvolvía  con  extraordinaria  rapi- 
dez, robustecido  por  un  sentimiento  religio;-o  eficaz  y  vi- 
vido, y  diariamente  adquiría  mayor  elasticidad  y  vigor  para 
recorrer  las  regiones  de  la  ciencia  que  sus  maestros  le 
abrían.  Su  discreción  prematura  era  el  encanto  y  el  asom- 
bro de  las  íntimas  y  modestas  veladas  de  su  familia,  y  el 
capista  del  colegio  de  San  Carlos  no  tardó  en  ser  el 
orgullo  de  las  aulas  y  el  terror  de  las  «  conclusiones  ».  Un 
fraile  franciscano,  de  corazón  de  ángel  y  alma  de  revolu- 
cionario, Cayetano  Rodríguez,  descubrió  en  el  espíritu  de 
aquel  adolescente  fuerzas  superiores  al  radio  escolástico, 
de  cuyos  límites  desbordaban,  y  cuya  dialéctica  era  para 
él  un  instrumento  dócil  y  familiar;  y  ponía  en  sus  manos 
libros  que  le  iniciaban  en  rumbos  más  abiertos  y  le  ofre- 
cían espectáculos  en  que  pudiera  buscar  contemplaciones 
dignas  de  su  espíritu. 

Cuando  llegó  a  la  juventud,  discurría  con  impetuosi- 
dad genial  y  su  palabra  era  dominante  y  atractiva.  Po- 
seía una  voluntad  de  hierro,  resistente  a  todo  combate  y 
tenaz  en  medio  de  las  agresiones  de  la  suerte.  Viajando 
hacia  el  Perú,  un  día  fué  abandonado  enfermo  y  casi  ago- 
nizante, sin  lecho  ni  abrigo ;  pero  ni  las  torturas  ni  los 
deslumbramientos  del  delirio  febril  enervaron  su  fibra  ni 
arrebataron  su  razón  al  dominio  de  la  vida.  Quiso,  y  se 
puso  de  pie.  Quiso,  y  aquel  enérgico  arranque  le  devol- 
vió a  la  vida  y  a  la  salud.  Devoraba  en  Charcas,  en  casa 
de  un  canónigo  favorecedor  suyo,  cuantas  páginas  le  ex- 
plicaban la  revolución  moderna.  Allí  dejóse  subyugar  sin 
duda  por  los  espectáculos  de  la  Revolución  Francesa,  los 
cuales  le  inspiraron  tan  viva  admiración  que  no  le  permi- 
tieron discernir  claramente  las  fuerzas  y  tendencias  le  iíti- 


92  LA    TRADICIÓN   Y   LA    HISTORIA 

mas  de  la   democracia,   del   despotismo  popular  y  revolu- 
cionario. 

Temido  por  los  mandones  del  foro,  que  prefirió  al 
sacerdocio,  al  cual  estaba  destinado,  cruzó  hacia  1806  el 
territorio  argentino,  para  regresar  a  Buenos  Aires  con  su 
esposa  y  su  único  hijo.  Nos  ha  dejado  en  páginas  palpi- 
tantes la  expresión  del  amargo  dolor  que  las  desventuras 
del  indio  peruano  suscitaron  en  su  alma.  Lloró  y  meditó 
más  tarde,  cuando  las  armas  inglesas  conquistaron  la  tie- 
rra de  sus  amores,  y  su  carácter  se  acentuó  en  las  terri- 
bles enseñanzas  de  aquel  período.  Las  conmociones  del 
año  1809  le  hallaron  en  primera  línea.  Su  impaciente  prisa 
por  la  revolución  le  complicó  en  la  de  Alzaga,  el  l.o  de 
enero;  pero,  en  seguida,  rectificando  su  línea  de  conduc- 
ta, abordó  las  cuestiones  prácticas  y  vivas.  En  un  escrito 
famoso,  la  Representación  de  los  hacendados,  arrancó  de 
labios  del  virrey  Cisneros  la  emancipación  mercantil  de 
la  colonia. 

En  la  revolución,  superó  a  sus  contemporáneos  por 
la  visión  del  porvenir,  siquiera  flaquease  en  la  inteligencia 
de  sus  medios.  Orador  y  periodista,  magistrado  y  revolu- 
cionario, él  inoculaba  en  la  juventud  la  savia  novísima, 
subyugaba  el  poder  y  lo  arrastraba  con  ímpetu  y  arrojo, 
como  si  Dantón  hubiera  resucitado  en  la  colonia,  y  por- 
fiaba sin  reposo  por  romper  toda  valla  que  se  opusiera  a 
la  soberanía  popular.  ¡En  su  cerebro  se  anidaba  el  rayo 
y  en  sus  rasgados  ojos  fulguraba  el  estro  divinizado  del 
profeta!  Los  elementos  recalcitrantes  que  hervían  en  el 
crisol  venciéronlo  temprano...,  y  fué  a  morir.  •  Su  alma  no 
atravesó  los  días  de  vértigo  revolucionario,  y  salió  incon- 
taminado de  este  mundo.  Él  hubiera  tal  vez  encaminado 
la  revolución  en  armonía  con  la  índole  de  los  pueblos, 
viviendo  así  esencialmente  el  carácter  de  nuestra  historia. 
Tal  vez  hubiera  desfallecido,  o  incurrido  en  fanatismo  por 
sus  ideas  francesas  y  unitarias...  Pero  es  tanto  más  glo- 
rioso cuanto  que  a  ninguna  causa  sirvió,  sino  a  la  libertad 


LA    ÉPOCA    DE  LA    INDEPENUENCIA  93 

de  su  país  y  al  impulso  inicial  de  la  democracia.  Resonó 
su  voz  como  la  palabra  de  la  Sibila  en  la  radiosa  aurora, 
y  se  sumergió  en  su  propio  resplandor.  La  pureza  primi- 
tiva de  la  Revolución,  como  una  esfera  mágica  y  lumino- 
sa, envuelve  su  sombra  ante  el  alma  entristecida,  y  la 
hace  brillar  lejos  de  todo  rumor  humano  y  de  la  tierra 
qpe  guarda  los  muertos,  entre  la  inmensidad  del  mar  y  la 
inmensidad  del  cielo.  De  las  ondas  saladas  y  las  nubes 
encendidas,  hízole  la  suerte  un  mausoleo  eterno  y  digno 
de  su  memoria  augusta,  jamás  empañada  en  cínicos  fra- 
tricidios ni  en  cobardes  desencantos  y  traiciones. 

José  Manuel  Estrad.v. 

39.  Saavedra  y  Moreno. 

En  el  primer  gobierno  del  pueblo  argentino,  la  Junta 
de  1810,  su  presidente,  el  coronel  Cornelio  Saavedra,  oriundo 
de  la  ciudad  de  Potosí  (Alto  Perú),  representaba  el  espíritu 
ponderado  y  conservador  de  la  madurez,  y  el  secretario, 
doctor  Mariano  Moreno,  hijo  de  Buenos  Aires,  la  fogosidad 
de  la  edad  juvenil.  Temperamentos  tan  opuestos  debían  cho- 
car en  la  primera  oportunidad.  Presentóse  ésta  con  motivo 
de  una  fiesta  que  se  verificó  en  el  cuartel  del  cuerpo  de  Pa- 
tricios para  celebrar  la  victoria  del  Suipacha.  Saavedra,  como 
jefe  del  cuerpo,  presidía  la  mesa  del  banquete  que  remató 
la  fiesta ;  acompañábale  su  señora,  sentados  ambos  en  altos 
sitiales  de  honor,  bajo  dosel.  Excitado  por  el  vino,  un  ofi- 
cial apellidado  Duarte  se  puso  de  pie  y  recitó  un  brindis 
en  verso  al  coronel  y  presidente  de  la  Junta.  Llamábale 
pomposamente  «  emperador »,  y  añadía  que  «  la  América 
esperaba  impaciente  que  tomase  el  cetro  y  la  corona  ». 

No  estaba  presente  Moreno  porque,  cuando  había 
intentado  entrar  en  el  cuartel,  el  centinela  de  guardia, 
acaso  sin  conocerle,  habíale  atajado  el  paso.  Profunda- 
mente irritado  por  el  desaire  sufrido,  más  que  en  su  per- 
sona en   su   calidad    de    secretario    de    la   Junta,    retiróse 


94  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

Moreno  a  su  casa.  Después  de  la  fiesta  fueron  a  verle 
sus  amigos,  indignados  por  el  brindis  del  oficial  Duarte,  ai 
que  Saavedra  no  dio  importancia. 

Moreno,  participando  de  la  indignación  de  sus  amigos, 
proyectó  aquella  misma  noche  un  decreto  fulminante,  en 
el  que  se  declaraba  que  Duarte  «debía  perecer  en  el  ca- 
dalso». Perdonábasele  la  vida  porque  se  había  hallado  en 
estado  de  embriaguez,  y  se  le  condenaba  a  destierro. 
Según  decía  el  decreto,  «  ningún  habitante  de  Buenos  Ai- 
res, ni  ebrio  ni  dormido,  debía  tener  impresiones  contra 
la  libertad  de  su  país ».  Declarábase  asimismo  que  las 
esposas  de  los  funcionarios  públicos  no  participaban  de 
las  prerrogativas  de  sus  maridos ;  no  se  tributaban  hono- 
res a  los  hombres,  sino  a  los  funcionarios,  como  repre- 
sentantes de  la  autoridad  de  la  patria.  Al  día  siguiente 
la  Junta  firmó  el  decreto,  convencida  de  su  justicia.  Des- 
de entonces  se  puso  en  evidencia,  en  el  seno  de  la  corpo- 
ración, cierto  malestar  y  antagonismo  entre  Saavedra  y 
Moreno.  Esto  podía  provenir,  no  sólo  de  oposición  de 
ideas  y  de  incompatibilidad  de  caracteres,  sino  también  de 
los  sentimientos  localistas  de  ambos  proceres,  puesto  que 
uno  era  altoperuano  y  el  otro  porteño. 

Poco  después  llegaron  los  diputados  del  interior,  re- 
presentantes de  las  provincias.  Moreno  se  opuso  a  su 
incorporación  a  la  Junta  de  gobierno;  debían  constituir 
una  corporación  distinta.  Pero  prevaleció  la  opinión  con- 
traria, sostenida  por  Saavedra,  y  los  diputados  se  incor- 
poraron a  la  Junta.  Disgustado  por  este  hecho,  Moreno 
dimitió.  Como  la  Junta  no  aceptase  su  dimisión,  él  la 
obligó  a  ello,  declarando  que  « la  renuncia  de  un  hombre 
de  bien  es  siempre  irrevocable ».  En  tan  enérgicos  tér- 
minos censuraba  la  conducta  de  aquellos  funcionarios  que 
solamente  la  presentan  por  fórmula,  para  consolidarse  en 
el  poder,  pues  saben  que  no  les  será  aceptada. 

Para  aprovechar  sus  servicios,  envióle  la  Junta  a  In- 
glaterra,  como   agente   de   la   Revolución.   A   pesar  de  su 


LA    ÉPOCA    DE   LA    INDEPENDENCIA  95 

flaca  salud,  Moreno  aceptó  el  cargo.  Desgraciadamente 
murió  en  el  viaje,  exclamando:  «¡Viva  mi  patria  aunque 
yo  perezca ! »  Su  cuerpo  fué  arrojado  al  mar.  Y  se  cuenta 
que,  cuando  llegó  a  Buenos  Aires  la  triste  noticia,  Saavedra 
dijo,  con  los  ojos  llenos  de  lágrimas :  « ¡  Tanta  agua  era 
menester  para  apagar  tanto  fuego!». 

40.  El  deber  del  marino. 

Formada  recientemente  la  primera  escuadra  argentina, 
una  flotilla  de  tres  pequeños  buques  remontaba  el  río 
Paraná.  Mandábala  Juan  Bautista  Azopardo,  a  bordo  de 
La  Invencible.  Por  tierra,  debían  protegerla  unas  escasas 
baterías.  A  la  altura  de  San  Nicolás  de  los  Arroyos,  el  2 
de  marzo  de  1811,  avistóse  la  enemiga  escuadra  española, 
compuesta  de  cuatro  grandes  naves.  Con  tan  desiguales 
elementos,  la  victoria  era  materialmente  imposible  para  los 
patriotas.  Ignorantes  todavía  del  arte  de  la  guerra  y  bisoñas 
en  la  disciplina  militar,  las  fuerzas  de  la  batería  y  de  dos 
de  los  pequeños  buques  argentinos  creyeron  que  debían 
esquivar  el  combate,  y  se  pusieron  en  salvo. 

Quedó  sola,  para  hacer  frente  al  enemigo,  la  nave 
capitana  La  Invencible.  El  fuego  diezmaba  a  los  patriotas. 
Los  marinos  españoles  estaban  sorprendidos  de  que  se 
pudiera  sostener  semejante  lucha.  Después  de  un  largo 
tiroteo  avanzaron  sus  naves,  y  tomaron  el  pequeño  buque 
al  abordaje.  Para  oponerse  cuerpo  a  cuerpo  a  la  irrupción 
de  los  asaltantes,  había  sólo  un  puñado  de  valientes.  De 
los  cincuenta  tripulantes  de  La  Invencible,  apenas  restaban 
en  pie  unos  ocho  o  diez.  La  cubierta  y  el  puente  estaban 
obstruidos  de  cadáveres.  Antes  de  rendirse  y  dejar  el  buque 
en  poder  del  enemigo,  Azopardo,  que  conservaba  milagro- 
samente la  vida,  resolvió  incendiar  la  santabárbara  para 
que  estallase  el  depósito  de  pólvora  y  volara  La  Invencible. 
Pero  los  españoles  habían  previsto  esta  decisión,  y  habían 
cerrado  sólidamente  las  puertas  de  la  santabárbara.  Varios 


96 


LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 


hombres  rodearon  a  Azopardo  cuando  intentó  llevar  a  cabo 
su  designio,  y  le  tomaron  prisionero.  El  heroico  marino, 
el  patriarca  de  los  marinos  argentinos,  pesaroso  de  conser- 
var la  vida,  exclamó  entonces:  «La  desgracia  no  me  ha 
permitido  cumplir  mi-  deber  hasta  el  fin  ». 

4l.  £1  tambor  de  Tacuarí. 


1.  Es  un  grupo  de  argentinos 
el  que  marcha  a  combatir; 

es  la  patria  quien  los  mueve 
y  es  Belgrano  su  adalid. 
Con  la  bala  y  con  la  idea 
traen  de  Mayo  el  boletín ; 
y  las  selvas  paraguayas 
van  abriendo-  al  porvenir, 
mientras  juega  con  sus  chismes 
el  tambor  de  Tacuarí. 

2.  Rompe  el  aire  una  descarga, 
el  cañón  entra  a  crujir, 

y  un  vibrante  son  de  ataque 
los  empuja  hacia  la  lid. 
Bate  el  parche  un  pequenuelo 
que  da  saltos  de  arlequín, 
que  se  ríe  a  carcajadas 
si  revienta  algún  fusil, 
porque  es  niño  como  todos 
el  tambor  de  Tacuarí. 


3.  Es  horrible  aquel  encuentro: 
cien  luchando  contra  mil ; 

un  pujante  remolino 
de  humo  y  llamas  truena  allí. 
Ya  no  ríe  el  pequenuelo : 
¡suelta  un  terno  varonil, 
echa  su  alma  sobre  e'  parche 
y  en  redo'.'les  lo  hace  hervir, 
que  es  muñeca  la  muñeca 
del  tambor  de  Tacuarí! 

4.  «¡Libertad!  ¡Independencia!» 
parecía  repetir 

a  los  héroes  de  dos  pueblos, 
que,  entendiéndole  por  fin, 
se  abrazaron   como   hermanos ; 
y  se  cuenta  que  de  ahí 
por  América  cundieron, 
hasta  en  Maipo,  hasta  en  Junín, 
los  redobles  inn;ortales 
del  tambor  de  Tacuarí. 

RAFAEL   0bLIG.\UO 


42.  La  jura  de  la  bandera. 

I.   ORIGEN   Y   ANTECEDENTES   DE   LOS 
COLORES   PATRIOS 

.  Los  colores  de  la  bandera  argentina,  el  blanco  y  el 
celeste,  como  distintivo  popular,  aparecieron  por  primera 
vez  en  el  río  de  la  Plata  con  ocasión  de  las  invasiones 
inglesas,  en  1806  y  1807.  Los  ciudadanos  armados  los 
adoptaron  en  su  uniforme.  Los  Patricios  —  el  primer  cuer- 


LA    ÉPOCA    DE    LA    INDEPENDENCIA  97 

po  de  milicia  urbana  formado  en  estos  países  —  usaron 
pantalones  blancos,  chaqueta  azul  y  penacho  bjanco  con 
punta  azulceleste,  por  cuya  razón  se  los  llamaba  vulgar- 
mente « gaviotas ».  Estas  aves,  como  es  sabido,  tienen  el 
cuerpo  blanco  y  las  alas,  asi  como  la  extremidad  de  la 
cabeza,  de  un  color  ceniciento  claro  que  tira  a  celeste. 
Créese  que  fué  adoptado  este  color  en  señal  de  fidelidad 
al  rey  de  España  Carlos  IV,  que  usaba  la  banda  celeste 
de  Carlos  III.  El  blanco  y  el  celeste  fueron  también  los 
colores  de  la  Inmaculada  Concepción  de  la  Virgen,  según 
el  simbolismo  de  la  Iglesia.  Sea  cual  fuere  el  significado 
que  se  les  diese  en  Buenos  Aires,  desde  las  invasiones 
inglesas  se  adoptaron  como  colores  de  partido,  y  empe- 
zaron a  popularizarse  entre  los  nativos.  El  25  de  mayo 
de  1810,  French  y  Beruti  repartieron  al  pueblo,  amotinado 
en  la  plaza  de  la  Victoria,  escarapelas  formadas  con  cin- 
tas blancas  y  celestes,  que  los  patriotas  colocaron  como 
distintivo  en  sus  sombreros. 

A  principios  de  1812  tomó  el  general  Belgrano  el 
mando  del  ejército  del  Norte.  Hallábase  en  el  Rosario, 
ocupado  en  trabajos  de  fortificación,  cuando  se  tuvo  aviso 
de  que  una  escuadrilla  enemiga  debía  partir  de  Montevi- 
deo, entonces  en  poder  de  los  españoles,  con  objeto 
de  atacar  las  baterías  del  Rosario  y  posesionarse  de  La 
Bajada  del  Paraná.  A  la  aproximación  del  peligro,  el  es- 
píritu de  Belgrano  se  exaltó,  y,  buscando  en  su  alma 
nuevas  inspiraciones  para  transmitir  su  entusiasmo  a  las 
tropas  que  mandaba,  concibió  la  idea  de  dar  a  la  Revolu- 
ción un  símbolo  visible,  que  concentrase  en  sí  las  vagas 
aspiraciones  de  la  multitud  y  los  propósitos  de  los  hom- 
bres de  principios.  Resuelto  a  acelerar  la  época  de  la  in- 
dependencia y  a  comprometer  al  pueblo  y  al  gobierno  en 
esta  política  atrevida,  empezó  por  proponer  la  adopción 
de  una  escarapela  nacional  (13  de  febrero  1812).  Fundá- 
base en  que  los  cuerpos  del  ejército  usaban  escarapelas 
de  distintos   colores,   siendo   necesario   uniformarlos  a  to- 


98  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

dos,  puesto  que  defendían  la  misma  causa.  El  gobierno, 
cediendo  a  la  exigencia  de  Belgrano,  declaró  por  decreto 
de  18  de  febrero,  que  «la  escarapela  nacional  de  las  Pro- 
vincias del  Río  de  la  Plata  sería  de  color  blanco  y  azul- 
celeste».  El  25  empezaron  los  ciudadanos  a  usar  el  dis- 
tintivo nacional,  que  hasta  entonces  había  sido  sólo  una 
divisa  popular.  En  el  mismo  día  se  distribuyó  a  la  divi- 
sión de  Belgrano,  quien,  al  dar  cuenta  al  gobierno  de  este 
hecho,  le  atribuye  su  verdadero  significado:  «la  firme  re- 
solución de  sostener  la  Independencia  de  la  América». 

II.   INAUGURACIÓN   DE    LA   BANDERA    ARGENTINA 

En  posesión  de  la  escarapela,  Belgrano  asumió  sobre 
sí  la  responsabilidad  de  enarbolar  una  nueva  bandera, 
cuando  todavía  flameaba  el  pabellón  español  en  la  casa 
del  gobierno  revolucionario,  el  Fuerte  de  Buenos  Aires. 
En  vísperas  de  guarnecer  sus  dos  baterías,  el  general  pa- 
triota ofició  al  gobierno  la  grave  resolución  que  había 
tomado.  Ya  no  podían  los  cuerpos  revolucionarios  seguir 
usando  la  bandera  de  sus  enemigos.  El  día  21  de  febrero 
era  el  señalado  para  inaugurar  las  baterías,  a  las  que  había 
bautizado  con  dos  nombres  simbólicos,  que  revelaban  las 
aspiraciones  de  su  alma.  Batería  de  « La  Libertad »  llamó 
a  la  de  la  barranca,  y  de  «La  Independencia»,  a  la  de  la  isla. 
Deseando  coronarlas,  como  lo  comunicó  al  gobierno,  con 
un  pabellón  digno  de  estos  nombres,  que  representaban  dos 
grandes  ideas,  resolvió  enarbolar  en  ellas  el  estandarte  re- 
volucionario, a  cuya  sombra  debían  conquistarse  una  y  otra. 

En  la  tarde  del  día  indicado  se  formó  la  división  en 
batalla  sobre  la  barranca  del  río,  en  presencia  del  vecin- 
dario, congregado  por  orden  del  comandante  militar.  A  su 
frente  se  extendían  las  floridas  islas  del  Paraná,  que  limi- 
taban el  horizonte;  a  sus  pies  se  deslizaban  las  corrientes 
del  inmenso  río,  sobre  cuya  superficie  reflejábanse  las 
blancas  nubes  en  el  fondo  azul  de  un  cielo  de  verano.  El 
sol,  que  se  inclinaba  al  ocasp,  iluminaba  con  sus  oblicuos 


LA    ÉPOCA    DE    LA    INDEPENDENCIA  99 

rayos  aquel  paisaje  lleno  de  grandiosa  majestad.  En  aquel 
momento,  Belgrano,  que  recorría  la  línea  a  caballo,  man- 
dó formar  cuadro,  y,  levantando  la  espada,  dirigió  a  sus 
tropas  las  siguientes  palabras :  «  ¡  Soldados  de  la  Patria !  En 
este  punto  hemos  tenido  la  gloria  de  vestir  la  escarapela 
nacional ;  en  aquél  (y  señaló  la  batería  «  Independencia ») 
nuestras  armas  aumentarán  sus  glorias.  Juremos  vencer  a 
nuestros  enemigos  interiores  y  exteriores,  y  la  América 
del  Sur  será  el  templo  de  la  Independencia  y  de  la  Liber- 
tad. En  fe  de  que  así  lo  juráis,  decid  conmigo:  «¡Viva  la 
Patria ! »  Los  soldados  contestaron  con  un  prolongado 
«¡viva!»  Y,  dirigiéndose  en  seguida  a  un  oficial  que  estaba 
a  la  cabeza  de  un  piquete,  Belgrano  le  dijo :  «  Señor  capi- 
tán y  tropa  destinada  por  primera  vez  a  la  batería  «  Inde- 
pendencia » :  id,  posesionaos  de  ella  y  cumplid  el  juramento 
que  acabáis  de  hacer».  Las  tropas  ocuparon  sus  puestos  de 
combate.  Eran  las  seis  y  media  de  la  tarde.  En  aquel  mo- 
mento se  enarboló  en  ambas  baterías  la  bandera  azul  y 
blanca,  y  su  ascensión  fué  saludada  con  una  salva  de  ar- 
tillería. Así  se  inauguró  la  bandera  argentina. 

Según   Bartolomí;  Mitre. 

43.  La  Asamblea  del  año  l8l3  y  el  E-scudo  Nacional. 

Aunque  la  Revolución  de  Mayo  estalló  por  motivos 
ocasionales,  tuvo  desde  el  primer  momento  altos  fines.  Sus 
prohombres  vislumbraron,  desde  el  primer  instante,  la  gran- 
diosa perspectiva  de  la  Independencia  y  de  la  Libertad. 
Por  falta  de  preparación  previa  en  el  pueblo,  estos  ideales 
tardaron  un  tiempo,  harto  breve,  por  cierto,  en  definirse. 
Su  más  gloriosa  definición  se  produjo  en  la  Asamblea  Ge- 
neral Constituyente  reunida  el  año  de  1813,  en  la  ciudad 
de  Buenos  .Afires,  bajo  la  presidencia  de  Carlos  María  de 
Alvear.  El  gobierno  declaró  solemnemente  que  «  residía  en 
ella  la  representación  y  el  ejercicio  de  la  soberanía»;  re- 
conocíase así  que  la  autoridad  del  cuerpo  era  representa- 
tiva y  dimanaba  del  pueblo.    Y  el  pueblo  festejó  la  decía- 


100 


LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 


ración  del  gobierno  y  la  instalación  de  la  Asamblea  con 
salvas  de  artillería,  repique  de  campanas,  músicas,  ilumi- 
naciones y  cánticos  en  las  calles  y  plazas. 

El  primer  acto  de  la  Asamblea  fué  sancionar,  para  los 
gobernantes,  una  nueva  fórmula  de  juramento.  Haciendo 
desaparecer  el  nombre  de  Fernando  VII  en  los  actos  del 
gobierno,  los  ciudadanos  jurarían  en  adelante  « conservar 
y  sostener  la  libertad,  integridad  y  prosperidad  de  las 
Provincias  del  Río  de  la  Plata  ».  Se  recordó  el  nombre  de 
Mariano  Moreno  como  fundador  de  la  democracia  argen- 
tina. Se  mandó  escribir  y  se  aprobó  el  Himno  Nacional. 
Se    organizó    la    justicia,   suprimiéndose    los    recursos    de 


apelación  para  las  autoridades  judiciales  de  la  antigua 
metrópoli.  Se  promulgó  la  abolición  de  la  esclavitud 
para  los  hijos  de  los  esclavos  que  en  adelante  nacieran 
y  se  prohibió  la  importación  de  esclavos.  Se  declaró  la 
libertad  de  imprenta.  Se  abolieron  los  tributos  que  pesa- 
ban sobre  los  indios.  Se  acabó  con  la  Inquisición  y  con  los 
tormentos  en  los  juicios.  Se  echaron  las  bases  de  la  Iglesia 
nacional.  Se  proveyó  a  la  instrucción  del  pueblo.  Se 
substituyó,  en  la  moneda,  la  efigie  de  los  reyes  de  España 
por  el  Escudo  nacional. . . 

La  creación  y  el  simbolismo  del  Escudo  nacional  cons- 
tituyen la  mejor  síntesis  de  la  obra  realizada  por  la  Asamblea 
de  1813.  Dos  manos  entrelazadas  sostienen  el  rojo  gorro 
frigio  de  la  Libertad.  Lo  iluminan  los  rayos  del  sol  naciente 


LA    ÉPOCA    DE    LA    INDEPENDENCIA  101 

y  lo  circundan  la  oliva  de  la  paz  y  el  laurel  de  la  victo- 
ria. Aunque  sin  suficiente  fundamento  histórico,  dícese  que 
su  orla  ostentaba  la  leyenda:  En  Unión  y  Libertad. 
Las  manos  entrelazadas  representan  la  confraternidad  de 
los  hombres  y  de  los  pueblos,  y  el  gorro  frigio  la  libertad 
de  una  nación  que  nace  como  el  sol,  puro  y  radiante.  La 
leyenda,  si  es  que  existió  realmente  en  el  escudo,  y  en 
todo  caso  suprimida  por  innecesaria  más  tarde,  aclara  el 
ya  translúcido  simbolismo.  Y  el  escudo  viene  a  ser  un 
sello  que  el  pueblo  se  impone  a  sí  mismo,  por  órgano  de 
la  Asamblea,  con  el  carácter  indeleble  de  un  sacramento: 
¡  el  sacramento  de  la  Patria ! 

Muchos  cambios  y  revoluciones  ocurren  después  en 
la  tan  rápida  como  intensa  vida  histórica  del  pueblo  argen- 
tino. La  barbarie  de  los  campos  ataca  la  cultura  de  las 
ciudades.  Las  provincias  se  separan  y  luchan  contra  el 
ideal  unitario  por  la  organización  federal.  Desencadénanse 
tormentas  de  tiranía,  y  el  suelo  de  la  patria  es  regado 
con  la  sangre  de  sus  hijos.  Todo  el  pasado  tradicional 
parece  obscurecerse,  aclararse,  renacer  como  un  fénix, 
transformarse  como  el  Proteo  de  la  mitología  clásica . . . 
Pero,  entre  tantas  revueltas  y  vicisitudes,  algo  queda  siem- 
pre firme  y  seguro  como  un  baluarte  o  una  montaña:  el 
Escudo  nacional,  símbolo  de  los  ideales  de  la  Revolución, 
y  síntesis  de  la  obra  institucional  realizada  por  la  Asamblea 
General  Constituyente  de   1813. 

44.  Himno  Nacional  Argentino. 
CORO 

Sean  eternos  los  laureles 
que  supimos  conseguir: 
coronados  de  gloria  vivamos 
o  juremos  con  gloria  morir. 

1.  Oíd,  mortales,  el  grito  sagrado: 
¡Libertad!  ¡Libertad!  ¡Libertad! 


102  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

¡  Oíd  el  ruido  de  roías  cadenas ! . , . 
Ved  en  trono  a  la  noble  Igualdad. 
Se  levanta  a  la  faz  de  la  tierra 
una  nueva  y  gloriosa  Nación, 
coronada  su  sien  de  laureles 
y  a  sus  plantas  rendido  un  León. 

2.  De  los  nuevos  campeones  los  rostros 
Marte  mismo  parece  animar: 

la  grandeza  se  anida  en  sus  pechos; 
a  su  marcha  todo  hace  temblar. 
Se  conmueven  del  Inca  las  tumbas 
y  en  sus  huesos  revive  el  ardor, 
lo  que  ve  renovando  a  sus  hijos 
de  la  Patria  el  antiguo  esplendor. 

3.  Pero  sierras  y  muros  se  sienten 
retumbar  con  horrible  fragor: 

todo  el  país  se  conturba  por  gritos 
de  venganza,  de  guerra  y  furor. 
En  los  fieros  tiranos  la  envidia 
escupió  su  pestífera  hiél ; 
su  estandarte  sangriento  levantan 
provocando  a  la  lid  más  cruel. 

4.  ¿No  los  veis  sobre  Méjico  y  Quito 
arrojarse  con  saña  tenaz, 

y  cual  lloran  bañados  en  sangre 
Potosí,  Cochabamba  y  La  Paz? 
¿No  los  veis  sobre  el  triste  Caracas 
luto,  llantos  y  muerte  esparcir? 
¿No  los  veis  devorando  cual  fieras 
todo  pueblo  que  logran  rendir? 

5.  A  vosotros  se  atreve,  argentinos, 
el  orgullo  del  vil  invasor: 

vuestros  campos  ya  pisa  contando 


LA    ÉPOCA    DE    LA    INDEPENDENCIA  103 

tantas  glorias  hollar  vencedor. 
Mas  los  bravos  que  unidos  juraron 
su  feliz  libertad  sostener, 
a  esos  tigres  sedientos  de  sangre 
fuertes  pechos  sabrán  oponer. 

6.  i  El  valiente  argentino  a  las  armas, 
corre  ardiendo  con  brío  y  valor! 

El  clarín  de  la  guerra,  cual  trueno, 
en  los  campos  del  Sud  resonó. 
Buenos  Aires  se  pone  a  la  frente 
de  los  pueblos  de  la  ínclita  unión, 
y  con  brazos  robustos  desgarran 
al  ibérico  altivo  León. 

7.  San  José,  San  Lorenzo,  Suipacha, 
ambas  Piedras,  Salta  y  Tucumán, 

La  Colonia  y  las  mismas  murallas 
del  tirano  en  la  Banda  Oriental, 
son  letreros  eternos  que  dicen : 
«Aquí,  el  brazo  argentino  triunfó: 
aquí,  el  fiero  opresor  de  la  Patria 
su  cerviz  orgullosa  dobló  ». 

8.  La  Victoria  al  guerrero  argentino 
con  sus  alas  brillantes  cubrió, 

y  azorado  a  su  vista  el  tirano 

con  infamia  a  la  fuga  se  dio. 

Sus  banderas,  sus  armas,  se  rinden 

por  trofeos  a  la  libertad, 

y  sobre  alas  de  gloria  alza  el  pueblo 

trono  digno  a  su  gran  majestad. 

9.  Desde  un  polo  hasta  el  otro  resuena 
de  la  fama  el  sonoro  clarín, 

y  de  América  el  nombre  enseñando 
les  repite :  «  ¡  Mortales,  oíd ! 


104  LA    TRADIGIÓiN    Y    LA    HISTORIA 

Ya  SU  trono  dignísimo  alzaron 
las  Provincias  Unidas  del  Sud  ». 

Y  los  libres  del  mundo  responden: 
«¡Al  gran  pueblo  argentino,  salud!». 

Vicente  López  -í  Planbs, 

45.   Güemes. 

Para  cortar,  de  pronto,  el  pánico  y  el  duelo 
que  siembra  el  español,  triunfante  en  su  carrera, 
entre  el  bosque  y  el  río,  la  montaña  y  el  cielo, 
como  una  red  sutil,  tiende  la  montonera. 

Y  con  la  roja  lanza,  al  indómito  vuelo 
de  su  potro,  por  siempre,  demarca  la  frontera, 
diciendo  al  enemigo :  «  Hasta  aquí  es  nuestro  suelo. 
¡Atrévete  a  violarlo!...  Mi  pabellón  te  espera  .^>. 

Siguiéndole  hacia  el  Norte,  contra  el  hierro  y  el  fuego» 
sus  gauchos  le  tributan  un  amor  santo  y  ciego, 
mientras  el  godo,  huyendo  por  las  cumbres  desiertas, 

le  rinde  el  homenaje  soberano  del  odio... 
Y  su  sombra  se  yergue,  de  la  patria  a  las  puertas, 
apoyada  en  su  lanza,  coítio  un  ángel  custodio. 

46.  O  combate  de  San  Lorenzo. 

( Kragniento  del  canto  a  San  Martin). 

Un  mundo  despertaba 
del  sueño  de  la  negra  servidumbre, 
profunda  noche  de  mortal  sosiego, 
con  la  sorda  inquietud  de  la  marea. 

Y  en  la  celeste  cumbre, 

las  estrellas  del  trópico  encendían 
sus  fantásticas  flámulas  de  fuego 
para  alumbrar  la  lucha  gigantea. 


LA   ÉPOCA    DE   LA   INDEPENDENCIA  105 

Un  mundo  levantaba 
la  desgarrada  frente  pensativa 
del  profundo  sepulcro  de  su  historia, 
y  una  raza  cautiva 

llamaba  al  salvador  con  hondo  acento; 
y  el  salvador  le  contestó  lanzando 
el  resonante  grito  de  victoria 
entre  el  feroz  tumulto  de  las  olas 
del  Paraná,  irritado 
al  sentirse  oprimido  por  las  quillas 
de  las  guerreras  naves  españolas. 

¡Fué  un  soplo  la  batalla! 
Los  jinetes  del  Plata,  como  el  viento 
que  barre  las  llanuras,  se  estrellaron 
con  ímpetu  violento 
en  la  muralla  de  templado  acero; 
¡y  se  vio  largo  tiempo  confundidas 
sobre  la  alta  barranca, 
y  entre  el  solemne  horror  de  la  batalla, 
la  naciente  bandera  azul  y  blanca 
y  el  rojo  airón  del  pabellón  ibero! 

Fué  la  primer  jornada 
del  torrente  nacido  en  las  sombrías 
florestas  tropicales, 
la  primera  iracunda  marejada, 
y  su  rumor  profundo 
llevado  de  onda  en  onda  por  el  viento 
del  Plata  al  océano, 
I  fué  a  anunciar  por  el  mundo 
que  ya  estaba  empeñada  la  partida 
del  porvenir  humano! 

Olbqario  V.  Andrade 


108  LA   TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 


47.  El  marinero  y  el  capitán. 

En  el  reñido  y  glorioso  combate  naval  que  la  segun- 
da escuadra  argentina  libró  contra  el  poderío'  español, 
frente  a  Montevideo,  en  1814,  su  jefe,  Brown,  ordenaba 
activamente  las  maniobras.  Como  arreciara  el  fuego  del 
lado  en  que  él  se  hallaba,  sobre  la  cubierta  de  la  nave 
capitana,  permitióse  un  marinero  advertirle :  « Señor,  pase 
al  otro  lado  para  resguardarse  de  las  balas  enemigas».  Y 
Brown,  que  desde  aquel  sitio  dominaba  la  perspectiva  del 
combate,  repuso  enérgicamente:  «Si  un  marinero  se  ex- 
pone a  las  balas  del  enemigo,  ¿cómo  ha  de  resguardarse 
el  capitán  y  jefe  de  la  escuadra?...». 

48.  Cumplir  la  consiéna. 

Inspeccionando  una  mañana  el  campamento  de  Men- 
doza, San  Martín  se  detuvo  ante  una  puerta  cerrada  y  re- 
vestida de  pieles  de  carnero  con  la  lana  para  afuera.  Cus- 
todiábala una  centinela.  «¿Qué  es  esto?,  preguntó  a  los 
sargentos  que  le  acompañaban.  —  El  laboratorio  de  mixtos, 
le  respondieron.  —  ¿  Se  trabaja  ahora  ?  —  Sí,  señor.  Se  están 
haciendo  cartuchos,  lanzafuegos,  estopines,  espoletas  para 
granadas  y  otras  municiones ».  Sin  averiguar  más,  dirigió- 
se allá  el  general,  en  actitud  de  entrar.  «¡Alto  ahí!, 
exclamó  el  centinela,  poniéndose  delante.  No  se  puede 
entrar  ».  A  esta  observación,  San  Martín  exclamó  con 
vehemencia:  «¿Cómo  es  esto?  ¿No  me  conoces?  —  Sí, 
señor,  le  conozco ;  pero  así  no  se  puede  entrar »,  repitió 
el  soldado,  refiriéndose  al  traje  militar  que  vestía  el  ge- 
neral, con  botas  herradas  y  pesadas  espuelas.  Volvió  a 
insinuar  San  Martín  su  ademán  de  abrir  la  puerta.  El 
centinela  caló  entonces  la  bayoneta,  repitiendo :  « Ya  he 
dicho,  mi  general,  que  así  no  se  puede  entrar».  Y  gritó 
con  fuerza :  «  ¡  Cabo  de  guardia !  |  El  general  en  jefe 
quiere  forzar  el  puesto ! »  Al  ver  esto,  uno  de  los  sargen- 


LA    ÉPOCA    DE    LA    INDEPENDENCIA  107 

tos  corrió  al  cuerpo  de  guardia  a  llamar  al  cabo.  Llegó 
el  cabo,  y  dijo  al  general :  « Señor,  el  centinela  tiene  la 
consigna  de  no  dejar  entrar  en  el  laboratorio  a  nadie 
vestido  de  uniforme  para  no  ocasionar  un  incendio.  Si  mi 
general  quiere  visitarlo,  para  hacerlo  en  la  forma  permitida, 
sírvase  pasar  antes  a  ese  otro  cuarto  y  mudarse  de  ropa». 
Nada  respondió  el  general,  entró  en  el  cuarto  indicado, 
quitóse  el  uniforme,  y  se  puso  un  par  de  alpargatas  y 
saco  y  gorro  de  brin.  Luego  visitó  el  laboratorio  e  ins- 
peccionó los  trabajos.  Cuando  se  retiraba,  después  de 
haberse  vestido  de  nuevo  el  uniforme,  pasó  por  el  cuerpo 
de  guardia,  y  ordenó  que,  después  de  relevarse,  se  le  man- 
dara a  su  despacho  al  soldado  que  hacía  de  centinela. 
Cumplió  el  soldado  la  orden,  y  se  presentó,  temeroso  de 
haber  merecido  una  admonición.  Pero,  al  verle  entrar,  el 
general  en  jefe  se  puso  de  pie  y  le  tendió  la  mano  para 
felicitarle  calurosamente.  Al  obedecer  a  su  consigna  había 
cumplido  su  deber. 

Según  Juan  M.  Espora 

49.  La  lealtad  de  San  Martín. 

Hallábase  el  general  San  Martín  en  el  campamento  de 
Mendoza.  El  edecán  de  servicio  en  la  antesala  de  su  tienda 
de  campaña,  entró  un  día  en  su  escritorio,  anunciándole:  «  Un 
oficial  pregunta  por  el  ciudadano  don  José  de  San  Martín. 
—  Hágale  usted  entrar».  Entró  el  oficial,  y  se  ratificó  en 
que  venía  a  ver  al  ciudadano,  y  no  al  general  en  jefe. 
«Puede  usted  hablar,  le  dijo  San  Martín.  —Vengo  a  confiarme 
a  usted  como  un  hijo  a  su  padre,  balbució  el  oficial.  Soy 
habilitado  de  mi  cuerpo.  Ayer  recibí  de  la  comisaría  de 
guerra,  para  socorro  de  los  oficiales  y  soldados,  una 
suma  de  dinero.  Llevábala  a  su  destino,  cuando  entré 
por  mi  desgracia  a  saludar  a  un  oficial  amigo  mío,  que 
se  halla  enfermo.  Varios  compañeros  estaban  jugando  a 
los  naipes  en  su  aposento,  y  me  invitaron  a  acompañarlos. 
Al  principio  rehusé.  Luego  quise  tentar  la  suerte,  y  resolví 


108  LA    TRADICIÓN   Y    LA    HISTORIA 

jugar  la  pequeña  suma  que  me  correspondía  como  oficial 
en  la  cantidad  total  que  me  había  sido  entregada.  Como 
debo  al  sastre,  a  la  lavandera  y  a  varios  proveedores,  no 
pudiendo  pagar  mis  deudas  con  esa  pequeña  suma,  ocu- 
rrióseme  que,  si  lograba  duplicarla  o  triplicarla,  saldría  de 
apuros.  El  caso  es  que  la  perdí.  Ofuscado  por  el  golpe, 
quise  reponer  la  pérdida,  jugué  de  nuevo  y  volví  a  per- 
der... ¡En  fin,  arriesgué  todo  lo  que  llevaba,  y  lo  perdí 
todo!...  He  pasado  la  noche  vagando  por  los  alrededores 
del  campamento  como  un  loco;  estoy  deshonrado.  ¡Rué- 
gole,  señor,  que  se  apiade  de  mi  situación  y  salve  mi 
honor!  Yo  le  pagaré  después  como  pueda,  aunque  sea 
sirviéndole  de  criado.  ¡  Lo  que  no  quiero  es  que  se  me 
ajusticie  como  ladrón,  y  llegue  luego  la  noticia  a  mi  pobre 
madre!...»  El  general  San  Martín  contestó,  después  de 
una  pausa :  « Como  general  estaría  obligado  a  hacerle 
enjuiciar  ante  el  consejo  de  guerra...  Pero  usted  se  ha 
confiado  a  mi  lealtad  y  me  promete  enmendarse...»  Y  tiró 
una  gaveta  de  su  escritorio,  sacó  en  onzas  de  oro  de  su 
propio  peculio  la  suma  que  el  oficial  le  pedía,  y,  al  en- 
tregársela, le  dijo :  « Vaya  usted  y  en  el  acto  entregue  ese 
dinero  en  la  caja  de  su  cuerpo.  ¡  Que  en  su  vida  se  vuelva 
a  repetir  un  pasaje  semejante!...  Y,  sobre  todo,  guarde 
usted  en  el  más  profundo  secreto  el  asunto  de  esta  entre- 
vista, porque  si  alguna  vez  el  general  San  Martín  llega  a 
saber  que  usted  ha  revelado  algo  de  lo  ocurrido,  en  el 
acto  le  manda  fusilar ». 

Según  Juan  M.  Espora. 

So.   La  declaración  ele  la  Independencia. 

El  Congreso  de  Tucumán  fué  la  única  de  nuestras 
grandes  asambleas  que  alcanzó  a  ver  resuelto  el  arduo 
problema  de  los  tiempos  en  que  había  sido  convocada:  la 
consolidación  de  la  Independencia  por  la  ley  de  las  armas. 
Penetrada  de  su  alta  misión  organizadora  y  gubernativa, 
supo  acallar  los   sentimientos  localistas  de  sus  diputados, 


LA    ÉPOr.A    Di",    LA    INDEPENDENCIA 


109 


y  el  3  de  mayo  de  1816  nombró  supremo  director,  casi 
por  unanimidad,  a  un  eminentísimo  patriota  y  hombre 
público,  don  Juan  Martín  de  Pueyrredón.  El  nuevo  direc- 
tor manifestó,  desde  que  se  posesionó  del  cargo,  su 
opinión  de  que  el  Congreso  debía  declarar  la  Independen- 
cia  nacional.    El    general    Belgrano    insistía    desde   tiempo 


atrás  para  que  se  diera  ese  paso  decisivo.  San  Martín  lo 
reclamaba  de  todos  sus  amigos;  a  uno  de  ellos,  como  le 
dijera  en  estilo  vulgar  que  eso  « no  era  soplar  y  hacer 
botellas »,  contestóle  que  era  mucho  más  fácil  declarar  la 
Independencia  que  encontrar  un  solo  argentino  que  hiciera 
una  botella.  Aunque  había  quien  vacilara  en  realizar  ya  un 
acto  tan  grave,  dudando  si  era  aún  llegada  la  oportunidad, 
reclamábanlo  vivamente  los  pueblos  y  sus  prohombres. 
Las  cartas  de  San  Martín,  la  presencia  del  general  Bel- 


lio  LA    TRADICIÓN    Y    I,A    HISTORIA 

grano  y  las  exigencias  del  director  acabaron  por  vencer  las 
vacilaciones.  Una  vez  decididos,  los  diputados  más  avan- 
zados en  el  influjo  de  la  mayoría  tuvieron  una  reunión  pri- 
vada el  8  de  julio  por  la  tarde.  Discutieron  el  asunto.  La 
vehemencia  de  los  que  ya  tenían  hecha  la  resolución 
arrastró  a  los  demás;  todos  quedaron  comprometidos  en 
que  al  día  siguiente  se  hiciera  moción  de  tratar  sobre  la 
Independencia.  Como  de  costumbre,  en  su  modesta  casa 
de  estilo  colonial  y  techo  de  teja,  baja,  con  una  ventana 
a  cada  lado  de  la  puerta,  reunióse  el  Congrego  ese  día,  el 
9  de  julio,  y  un  voto  general  apoyó  la  proposición.  El 
presidente  del  Congreso,  don  Narciso  Laprida,  diputado  por 
San  Juan,  formuló  el  proyecto  con  estas  palabras:  «¿Quie- 
re el  Congreso  que  las  Provincias  Unidas  del  Río  de  la 
Plata  formen  una  sola  nación  libre  e  independiente  de  los 
reyes  de  España?»  Todos  los  diputados  a  la  vez,  ponién- 
dose espontáneamente  de  pie  —  «  llenos  de  santo  amor  por 
la  justicia»,  según  refiere  el  acta—,  contestaron  por  acla- 
mación que  sí.  Y  mientras  el  pueblo,  que  había  concu- 
rrido a  la  barra  y  llenaba  los  patios  de  la  casa,  atronaba 
con  sus  vítores  y  aplausos,  el  presidente  tomó  uno  por  uno 
los  votos  de  los  diputados  por  la  Independencia  del  país. 
Extendióse  en  seguida  el  acta,  en  la  que,  «  invocando  al 
Eterno,  que  preside  el  Universo,  en  nombre  y  por  auto- 
ridad de  los  pueblos  que  representaba»,  el  Congreso  de- 
claró: «Que  era  voluntad  unánime  de  las  Provincias  Uni- 
das de  Sud  América  romper  los  violentos  vínculos  que  las 
ligaban  a  los  reyes  de  España,  recuperar  sus  derechos, 
investirse  del  alto  carácter  de  nación  libre  e  independiente, 
quedando  de  hecho  y  de  derecho  con  amplio  y  pleno  po- 
der para  darse  las  formas  que  exigiere  la  justicia  ». 

El  21  de  julio  se  juró  solemnemente  la  Independencia 
en  la  sala  de  sesiones  del  Congreso  con  asistencia  de 
todas  las  autoridades  civiles  y  militares  de  Tucumán,  pro- 
testando todos  ante  Dios  y  la  Patria,  «  promover  y  defen- 
der la  libertad  de  las  Provincias  Unidas,  y  su  independen- 


LA    ÉPOCA    DE    La   INDEPENDENCIA  IH 

cía  del  rey  de  España,  sus  sucesores  y  metrópoli,  y  de 
toda  otra  dominación  extranjera»,  y  se  prometió  sostener 
este  juramento,  «  hasta  con  la  vida,  haberes  y  fama ». 

AI  mismo  tiempo  que  se  fijaba  la  fórmula  del  jura- 
mento de  la  Independencia,  pidió  el  diputado  Qazcón  que 
se  fijara  la  bandera  nacional,  indicando  que  ésta  debía  ser 
la  azul  y  blanca,  inventada  por  Belgrano,  que  entonces 
se  usaba,  aunque  no  estaba  autorizada  por  ninguna  ley. 
En  consecuencia  de  esto,  el  Congreso,  en  sesión  de  25  de 
julio,  decretó:  «Será  peculiar  distintivo  de  las  Provincias 
Unidas  la  bandera  celeste  y  blanca  de  que  se  ha  usado 
hasta  el  presente,  y  se  usará  en  los  ejércitos,  buques  y 
fortalezas  ». 

Según  Vicente  Fjdel  López  y  Bartolomé  MitBB. 

Si.  La  Independencia. 

(1816). 

La  tierra  estaba  yerma,  opaco  el  cielo, 
la  derrota  doquier.  Nuestros  campeones, 
que  en  la  tremenda  lid  fueron  leones, 
ven  ya  frustrado  su  arrogante  celo. 

América  contempla  en  torvo  duelo 
la  bandera  de  Mayo  hecha  jirones. 
El  enemigo  avanza:  sus  legiones 
cantan  victoria  estremeciendo  el  suelo. 

Pero  la  Patria,  irguiéndose  entre  ruinas: 
« ¡  Atrás ! »  prorrumpe,  libre  se  proclama, 
rompe  el  vil  yugo  con  potente  brazo; 

y  triunfantes  las  armas  argentinas, 
llevan  la  libertad,  su  honor,  su  fama, 
desde  el  soberbio  Plata  al  Chimborazo. 

Cahlos  Guido  t  Spaho. 


ItS  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

§2.    £1    paso    de    los    Andes. 

(Fragmento  del  canto  a  San  Martin). 

jYa  están  sobre  las  crestas  de  granito 
fundidas  por  el  rayo ! 
¡Ya  tienen  frente  a  frente  el  infinito: 
arriba,  el  cielo  de  esplendor  cubierto ; 
abajo,  en  las  salvajes  hondonadas, 
la  soledad  severa  del  desierto; 
y  en  el  negro  tapiz  de  la  llanura, 
como  escudos  de  plata  abandonados, 
los  lagos  y  los  ríos  que  festonan 
de  la  patria  la  regia  vestidura! 

¡Ya  están  sobre  la  cumbre! 
I  Ya  relincha  el  caballo  de  pelea, 
y  flota  al  viento  el  pabellón  altivo, 
hinchado  por  el  soplo  de  una  idea! 
¡Oh!  ¡qué  hermosa,  qué  espléndida,  qué  grande 
es  la  patria,  mirada 
desde  el  soberbio  pedestal  del  Ande! 
¡El  desierto  sin  límites  doquiera, 
océanos  de  verdura  en  lontananza, 
mares  de  ondas  azules  a  lo  lejos, 
las  florestas  del  trópico  distantes, 
y  las  cumbres  heladas 
de  la  adusta,  argentina  cordillera, 
como  ejército  inmóvil  de  gigantes! 

¿En  qué  piensa  el  coloso  de  la  historia 
de  pie  sobre  el  coloso  de  la  tierra? 
Piensa  en  Dios,  en  la  Patria  y  en  la  Gloria, 
en  pueblos  libres  y  en  cadenas  rotas; 
y  con  la  fe  del  que  a  la  lucha  lleva 
la  palabra  infalible  del  destino, 
jse  lanzó  por  las  ásperas  gargantas 
y  le  siguió  rugiendo  el  torbellino! 

Oi.i.tiAu:o  V     Anrraob. 


LA    ÉPOCA    DE    LA    INDEPEíNDENCIA  113 

53.  El  paso  de  los  Andes  y  CKacabuco. 
I.    EL   PASO  DE   LOS  ANDES 

Pronto  puso  San  Martín,  gobernador  de  la  provincia 
de  Cuyo,  al  ejército  en  estado  de  comenzar  una  campaña 
que  ya  no  podía  envolverse  en  el  misterio.  En  la  necesi- 
dad de  preparar  el  campo  para  las  operaciones,  bien  me- 
ditadas de  antemano,  fomentó  sublevaciones  de  patricias 
al  otro  lado  de  la  Cordillera,  que  distrajeron  la  atención 
de  las  autoridades  españolas,  al  mismo  tiempo  que  por 
medio  de  parlamentos  con  los  indios  del  Sur  de  Chile, 
persuadió  a  las  mismas  autoridades  a  que,  en  caso  de 
invadir,  tomaría  una  ruta  que  estaba  muy  lejos  de  su  ver- 
dadera intención.  El  campamento  de  Mendoza  tomó  la 
actitud  que  debía  tomar  en  realidad  muy  pronto  enfrente 
del  enemigo.  Desde  la  primera  luz  ya  estaba  San  Martín 
en  él;  un  tiro  de  cañón  anunciaba  la  formación  de  todos 
ios  cuerpos,  y  las  maniobras  militares  duraban  todo  el 
día,  prolongándose  a  veces  a  la  claridad  de  la  luna. 

Pero  el  ejército  no  podía  aventurarse  en  los  desfila- 
deros sin  un  reconocimiento  formal  practicado  de  ante- 
mano. San  Martín  qué,  ayudado  del  espíritu  de  la  revolu- 
ción, había  sabido  convertir  en  director  de  sus  parques 
a  un  fraile  franciscano,  halló  a  un  hábil  ingeniero  de  cam- 
paña entre  los  jóvenes  capitanes  de  su  artillería.  Alvarez 
Condarco  fué  encargado  del  reconocimiento  facultativo  del 
camino  de  la  Cordillera,  disfrazado  con  el  carácter  de 
parlamentario,  portador  de  una  nota  dirigida  al  presiden- 
te de  Chile,  contraída  a  noticiarle  la  declaración  de  la  inde- 
pendencia argentina  proclamada  por  el  Congreso  de  Tucu- 
mán.  Puede  calcularse  la  impresión  que  causaría  a  Marcó 
del  Pont  esta  embajada,  verdadero  desafío  a  su  poder 
puesto  en  ridículo,  mucho  más  cuando  forzosamente  tenía 
■que  disimular  su  enojo  por  temor  de  empeorar  la  suerte 
dé  sus  compatriotas  prisioneros  en  el  territorio   de  Cuyo. 

Mientras  se  practicaba   por   aquel    medio   ingenioso  el 


114  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

reconocimiento  del  tránsito,  dividió  San  Martín  el  ejército 
en  tres  cuerpos  principales,  de  los  cuales  él  tomó  el 
mando  de  la  reserva,  confiando  al  mayor  general  don  Mi- 
guel Estanislao  Soler  la  vanguardia,  y  el  centro  al  general 
O'Higgins.  Zapiola,  Cra'mer,  Las  Heras,  Alvarado,  Plaza 
y  algún  otro  eran  los  principales  entre  los  valientes  jefes 
que  le  acompañaban.  La  infantería  montaba  al  número  de 
3.000  hombres;  ia  caballería  regular,  a  600  granaderos;  a 
la  artillería,  compuesta  de  diez  cañones  de  a  seis,  de  dos 
obuses  y  de  cuatro  piezas  de  montaña,  la  servían  300 
hombres.  1.200  milicianos  montados  y  algunos  hombres 
destinados  a  conducir  los  víveres  y  forrajes  y  a  despejar 
el  terreno,  aumentaban  el  número  de  estas  fuerzas  hasta 
componer  un  ejército  de  5.000  y  tantos  soldados  de  las 
tres  armas. 

Los  Andes  argentinos  se  levantaban  delante  de  esta 
expedición  que  llevaba  la  libertad  a  la  falda  que  miraba  al 
océano  Pacífico.  Cumbres  más  elevadas  que  el  Chimbo- 
razo,  nieves  perpetuas  que  se  mantienen  a  la  altura  de 
cuatro  mil  metros,  montañas  de  granito  que  se  suceden 
unas  a  otras  desnudas  de  toda  vegetación,  constituyen  la 
naturaleza  de  esa  cordillera,  en  cuyos  valles  angostos,  don- 
de serpentean  los  torrentes,  no  encuentra  el  viajero  más 
que  peligros.  Estos  valles,  algunos  de  los  cuales  se  pro- 
longan con  el  nombre  de  quebradas  de  un  lado  al  otro, 
facilitan  la  comunicación  entre  nuestra  República  y  la  de 
Chile.  El  ejército  se  internó  por  dos  de  estas  quebradas, 
la  de  los  Patos  y  la  de  Uspallata,  que  corren  próximamente 
paralelas  entre  sí.  En  el  término  de  diez  y  ocho  días,  y 
después  de  caminar  al  borde  de  los  abismos  más  de  ochenta 
leguas,  principiaron  aquellos  bravos  a  descender  las  pri- 
meras pendientes  occidentales,  el  4  de  febrero  de  1817, 
reunidas  las  vanguardias  de  las  dos  divisiones  invasoras, 
comenzando  a  guerrillear  al  enemigo.  Dos  brillantes  jóvenes- 
de  Buenos  Aires,  célebres  más  tarde  en  la  gran  guerra  de 
la   Independencia,  Necochea  y  Lavalle,   tuvieron  la  princi- 


LA    ÉPOCA    DE    LA    INDEPENDENCIA  115 

pal  parte  en  estos  encuentros.  Los  españoles,  después  de 
varios  movimientos  en  diversas  direcciones,  que  demostra- 
ban la  sorpresa  y  el  terror  que  les  infundía  el  denuedo 
de  los  independientes,  concentraron  sus  fuerzas  al  mando 
del  general  Maroto  al  pie  de  la  cuesta  de  Chacabuco.  Allí 
los  fué  a  buscar  San  Martín,  el  día  12  de  febrero. 

II.   CHACABUCO 

El  ejército  se  previno  desde  la  noche  anterior,  arro- 
jando sus  equipajes  y  municiona'ndose  cada  soldado  con 
setenta  cartuchos.  A  las  dos  de  la  madrugada  del  12  co- 
menzaron a  moverse  los  patriotas,  divididos  en  dos  cuer- 
pos, el  uno  a  las  órdenes  de  Soler  y  el  otro  a  las  de 
O'Higgins.  San  Martín  los  seguía  de  cerca  y  rodeado  de  su 
estado  mayor;  a  media  legua  de  la  cuesta,  donde  se  hallaba 
el  enemigo,  las  divisiones  comenzaron  a  operar,  la  una  a 
la  derecha  y  la  otra  a  la  izquierda.  La  acción  se  trabó 
poco  después,  y  las  cargas  a  la  bayoneta,  dirigidas  por  el 
general  O'Higgins,  el  empuje  de  los  granaderos  a  caballo 
mandados  por  Zapiola  y  el  concurso  oportuno  de  Neco- 
chea  pusieron  en  completo  desorden  al  enemigo  y  lo  obli- 
garon a  huir,  dejando  dueño  del  campo  al  general  San 
Martín.  La  pérdida  del  enemigo  se  computó  en  500  hom- 
bres muertos  y  600  prisioneros.  Poco  después  del  medio- 
día estaban  en  poder  de  los  vencedores  todo  el  parque  de 
los  realistas,  sus  cañones,  armamento  y  el  estandarte  del 
batallón  de  Chiloé.  Más  tarde  y  a  consecuencia  de  esta 
victoria  se  tomaron  seis  banderas  más,  tres  de  las  cuales 
se  conservan  en  la  catedral  de  Buenos  Aires. 

El  vencedor  en  Chacabuco  quedó  inscripto,  desde  el 
memorable  12  de  febrero,  en  el  número  de  los  grandes 
capitanes  del  mundo.  Su  paciente  habilidad,  su  arrojo  cal- 
culado con  madurez,  su  admirable  travesía  de  las  más  ás- 
peras y  elevadas  montañas  de  la  tierra,  le  colocaron  natural- 
mente al  lado  de  Aníbal  y  Bonaparte.  El  pueblo  de  Buenos 
Aires   recibió   la  plausible  noticia  catorce  días  después.  A 


116  LA   TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

las  tres  de  la  tarde  del  26  de  febrero,  el  Director,  rodeada 
de  un  lucido  cortejo  de  empleados  civiles  y  militares, 
tomaba  en  sus  manos  la  bandera  rendida  en  Chacabuco, 
que  colocada  en  lo  alto  de  las  casas  consistoriales,  sirvió 
de  trofeo  a  las  banderas  nacionales  de  los  batallones  de 
patricios.  El  pueblo  se  agolpó  a  presenciar  aquel  espec- 
táculo, y  sus  alegres  aclamaciones  se  mezclaron  a  las  sal- 
vas de  la  artillería  y  al  repiquetear  de  las  campanas  de 
los  templos.  Al  describir  el  júbilo  que  embargaba  a  nuestra 
población,  la  prensa  de  aquellos  días  exclamaba  con  entu- 
siasmo: «¡Gloria  inmortal  a  cuantos  han  tenido  la  dicha 
de  merecer  el  elogio  sublime  del  regocijo  público  de  sus 
compatriotas ! ». 

El  gobierno  del  Directorio  manifestó  su  agradecimiento 
al  vencedor  con  algunas  honras,  entre  las  cuales  son  de 
mencionarse  una  pensión  vitalicia  de  600  pesos  a  favor 
de  su  hija,  y  el  uso,  para  el  general,  de  un  escudo  con 
las  siguientes  inscripciones:  La  patria  en  Chacabuco.  Al 
vencedor  de  los  Andes  y  Libertador  de  Chile. 

Juan  María  Gutiérrez. 

54.  A  la  victoria  de  Ckacabuco. 

(Fragmento). 

1.  La  lid  está  trabada 

en  Chacabuco;  del  guerrero  infante 
se  ve  la  línea  en  fuegos  inflamada; 

su  acero  fulminante 
en  la  diestra  revuelve  ya  el  jinete, 
y  en  el  veloz  caballo  ya  arremete. 

2.  La  intrépida  carrera 

del  relinchante  bruto,  el  corvo  alfanje, 
rompen  al  enemigo,  que  lo  espera 

en  cerrada  falange; 
al  duro  choque  retemblaba  el  suelo 
cual  si  brotara  nuevo  Mongibelo. 


LA    ÉPOCA    DE    LA    INDEPENDENCIA  tíü 

3.  La  muerte,  conducida 
sobre  el  rodante  carro,  hiere,  mata 
en  ambas  huestes;  la  infeh'ce  vida 

del  cuerpo  la  desata, 
los  muertos  huella,  corre  sin  fatiga: 
la  cuadriga  fatal  la  guerra  instiga. 

4.  Frente  a  sus  escuadrones 
San  Martín  ya  decide  la  victoria, 
clama,  atrepella,  rinde  las  legiones: 

cubierto  va  de  gloria 
cual  otro  Aquiles  fuerte,  invulnerable, 
a  las  troyanas  gentes  espantable. 

5.  Dos  rayos  de  Mavorte, 
de  la  Patria  constantes  defensores. 
Soler,  O'Higgins,  cada  uno  en  su  cohorte 

gobierna  los  furores; 
de  los  fieros  titanes  de  este  día 
triunfara  en  Chacabuco  su  osadía. 

6.  ¡Oh  Patria!,  tus  guerreros 
los  montes  y  los  llanos  ocuparon, 

y  el  pendón  de  Castilla  de  ellos,  fieros, 

al  suelo  derribaron ; 
salve,  Patria,  mil  veces:  altaneras 
flotan  en  todo  Chile  tus  banderas. 

7.  Vírgenes  adorables, 
ninfas  del  argentino,  sacro  río, 
cantad  también  los  hechos  memorables, 

mientras  el  llanto  mío 
tributo  al  campeón,  que  en  la  victoria 
muriendo  por  la  Patria  nos  da  gloria. 

(Abreviado;  Esteban  de  Luga  t  PatrAh. 


118  UA    TRADICIÓN   Y    LA    HISTORIA 


55.  En  la  victoria  de  MaipOv 

1.  ¡  Oh,  si  mi  poderío 
la  esfera  de  mis  votos  igualase 
para  cantar  el  belicoso  brío 

de  la  legión  maipuana 
que  hundió  en  el  polvo  la  soberbia  hispana 

2.  ¡Oh  Patria!,  tú  serías 
de  mis  loores  el  sublime  objeto: 

tu  pasmosa  constancia  en  tantos  días 

de  apremio  y  de  fatiga 
con  que  incansable  el  español  te  hostiga. 

3.  Solitaria  en  la  lucha 

cual  si  no  hubiera  pueblos  generosos, 
nadie  en  el  mundo  tu  clamor  escucha: 

todos  te  dejan  sola 
en  brazos  de  la  cólera  española. 

4.  Audaz  sobre  la  arena, 
vertiendo  sangre  y  en  sudor  bañada, 
con  la  mano  de  trueno  y  rayos  llena» 

luchas  con  tus  rivales, 
y  venciendo  enriqueces  tus  anales. 

5.  Mas  tu  riesgo  no  cesa, 

que,  en  sus  pérdidas  mismas  recobrado, 
el  tirano  otra  vez  la  lid  empieza, 

y  te  arrastra  atrevido 
como  si  vencedor  hubiera  sido. 

6.  Tus  fuerzas  desfallecen: 

I  tanta  sangre  preciosa  has  derramado! 
¡Ahí  tus  conflictos  a  la  par  acrecen 

mil  monstruos  parricidas 
que  renuevan  atroces  tus  heridas. 


\ 


LA   ÉPOCA   DE   LA   INDEPENDENCIA  119 


*"  7.  Mas  San  Martín,  ese  hijo 

que  en  sus  favores  te  ha  donado  el  cielo 
para  colmo  de  gloria  y  regocijo, 

se  arroja  a  la  palestra 
y  arma  en  tu  auxilio  la  robusta  diestra. 

8.  A  la  hidra  que  vomita 
por  millares  de  bocas  cruda  muerte, 
el  hercúleo  campeón  se  precipita, 

su  gran  maza  levanta 
y  la  tiende  mortal  bajo  su  planta. 

9.  Así  fué  la  jornada 

de  las  célebres  márgenes  del  Maipo, 
en  donde  fuiste,  ¡oh  Patria!,  coronada 

de  lauro  inmarcesible 
por  San  Martín  y  su  legión  terrible. 

10.  ¡Gloria  a  tantos  varones 

que  a  los  más  grandes  en  la  guerra  igualan, 
y  los  vencen  en  muchas  proporciones! 

En  igual  circunstancia 
no  hubo  mayor  destreza,  ardor,  constancia. 

(Abreviado.)  Vicente  López  y  Planes. 

56.  Paralelo  entre  Belérano  y  San  Martín. 

Existían  muchos  puntos  de  contacto  entre  San  Martín 
a  Belgrano,  que  eran  dos  naturalezas  superiores  destina- 
das a  entenderse,  aun  por  las  mismas  cualidades  opuestas 
que  daban  a  cada  uno  de  ellos  su  fisonomía  propia  y 
original.  San  Martín  era  un  genio  dominador,  y  Belgrano  un 
hombre  de  abnegación.  Obedecía  el  uno  a  los  instintos  de 
una  organización  poderosa,  y  el  otro  a  los  sentimientos  de 
un  corazón  sensible  y  elevado.  Empero,  ambos,  al  aspirar 
al  mando .  o  al  profesar  el  sacrificio,  subordinaban  sus 
acciones  a  un  principio  superior,  teniendo  en  vista  el  triun- 


120  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

fo  de  una  idea  y  sobreponiéndose  a  esas  ambiciones  bas- 
tardas que  sólo  pueden  perdonarse  a  la  vulgaridad.  Bel- 
grano  tenía  un  candor  natural,  que  le  hacía  confiar  dema- 
siado en  la  bondad  de  los  hombres;  San  Martín,  por  el 
contrario,  sin  despreciar  la  humanidad,  tenía  ese  grado  de 
pesimismo  que  es  tan  necesario  para  gobernar  a  los  hom- 
bres. Esto  no  impedía  que  San  Martín  admirara  la  gene- 
rosa elevación  de  carácter  de  Belgrano ;  y  éste,  su  tacto 
seguro  y  su  penetración  para  juzgar  a  los  hombres,  utili- 
zando en  ellos  hasta  sus  malas  tendencias  y  aun  sus 
vicios. 

Ajenos  los  dos  a  los  partidos  secundarios  de  la  revo- 
lución sin  ser  indiferentes  a  la  política  interna,  nunca  par- 
ticiparon de  sus  odios,  ni  se  subordinaron  a  sus  tenden- 
cias egoístas,  manteniéndose  siempre  a  una  gran  altura 
respecto  de  las  cosas  y  los  hombres  que  no  concurriesen 
inmediatamente  al  triunfo  de  la  revolución  americana.  Esta 
identidad  de  ideas  sobre  punto  tan  capital,  los  hacía  na- 
turalmente apasionarse  por  los  grandes  resultados  que 
buscaban,  y  procurar  que  sus  subordinados,  poseídos  del 
mismo  espíritu,  se  mantuvieran  ajenos  a  las  divisiones  in- 
ternas, para  concentrar  todos  sus  esfuerzos  y  toda  su 
energía  contra  sus  enemigos  externos.  Eran  dos  atletas 
que  necesitaban  una  vasta  arena  para  combatir,  y  el  cam- 
po de  la  política  interna  les  venía  estrecho  a  sus  combi- 
naciones; así  es  que  los  ejércitos  de  San  Martín  y  Bel- 
grano tuvieron  la  pasión  de  la  independencia  y  de  la 
libertad,  y  sólo  fueron  presa  de  las  facciones  el  día  que 
ellos  faltaron  a  su  cabeza. 

Los  dos  poseían  ese  espíritu  de  orden  y  de  discipli- 
na, peculiar  a  los  genios  sistemáticos,  que  ven  en  los 
hombres  instrumentos  inteligentes  para  hacer  triunfar  prin- 
cipios y  no  intereses  personales.  El  sistema  de  Belgrano 
era  austero,  minucioso,  casi  monástico,  y  trababa  basta 
cierto  punto  el  libre  vuelo  de  las  almas,  «  exigiendo,  según 
expresión   de    uno   de   sus   oficiales,    una    abnegación,    un 


LA    ÉPOCA    DE    LA    INDEPBNUENCIA  121 

desinterés  y  un  patriotismo  tan  sublime  como  los  suyos». 
El  de  San  Martín,  por  el  contrario,  aunque  no  menos  seve- 
ro, tendía  a  resultados  generales,  y,  obrando  sobre  la  masa 
con  todo  el  poder  de  una  voluntad  superior,  dejaba  ma- 
yor libertad  a  los  movimientos  espontáneos  del  individuo. 

San  Martín  había  nacido  para  la  guerra,  con  un  tem- 
peramento varonil,  una  voluntad  inflexible  y  una  perseve- 
rancia en  sus  propósitos  que  le  aseguraban  el  dominio  de 
sí  mismo,  el  de  sus  inferiores  y  el  de  sus  enemigos.  Bel- 
grano,  débil  de  cuerpo,  blando  y  amable  por  tempera- 
mento, y  sin  ese  frío  golpe  de  vista  del  hombre  de  gue- 
rra, había  empezado  por  triunfar  de  su  propia  debilidad 
dominando  su  naturaleza,  contrariando  los  sentimientos 
tiernos  de  su  corazón,  y  suplía  por  la  constancia  y  la  fuer- 
za de  voluntad  las  calidades  militares  que  le  faltaban.  Am- 
bos se  admiraban:  el  uno  por  ese  poder  magnético  que 
ejercen  las  organizaciones  poderosas,  el  otro  por  la  sim- 
patía irresistible  que  despierta  el  hombre  que  sobrepone 
el  espíritu  a  la  materia. 

Ardientes  partidarios  de  la  independencia,  los  dos  es- 
taban convencidos  de  la  necesidad  de  generalizar  la  revo- 
lución argentina  por  toda  la  América,  a  fin  de  asegurar 
aquélla.  Con  gustos  artísticos  uno  y  otro,  pues  Belgrano 
era  músico  y  San  Martín  aficionado  a  la  pintura,  tenían 
algo  de  ese  idealismo  que  poseen  los  héroes  en  los  pue- 
blos libres.  Graves,  sencillos  y  naturales  en  sus  maneras, 
aunque  en  San  Martín  se  notara  más  brusquedad  y  reser- 
va y  en  Belgrano  más  mesura  y  sinceridad,  había  de  co- 
mún entre  ellos,  que  despreciaban  los  medios  teatrales;  y 
grande  cada  cual  a  su  manera,  se  ayudaban  y  completa- 
ban mutuamente  sin  hacerse  competencia.,  En  San  Martín 
había  más  genio,  más  de  lo  que  constituye  la  verdadera 
grandeza  del  hombre  en  las  revoluciones;  pero  en  cam- 
bio, había  en  Belgrano  más  virtud  nativa,  más  elevación 
moral;  y  si  éste  era  acreedor  a  la  corona  cívica,  aquél  era 
digno  de  la  palma  del  triunfador.  Bartolomé  mithu. 


122  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

57.  BucKardo. 

(1817-1819) 

La  tierra  circundó  con  su  bravura; 
ya  la  nave  ha  soltado  su  cordaje, 
y  se  escucha  su  grito  de  abordaje, 
y  se  ve  sobre  el  puente  su  figura. 

Aquel  navio  indómito  perdura 
rompiendo,  soberano,  el  oleaje; 
izada  al  tope  lo  encendió  en  coraje 
nuestra  bandera  donde  el  sol  fulgura. 

Devorándose  el  mar  vuela  el  corsario; 
no  resisten  su  empuje  temerario, 
desbandados,  piratas  y  negreros; 

Fantasma  de  los  puertos.  La  Argentina, 
con  su  nimbo  de  gloria  se  ilumina 
después  de  los  sangrientos  entreveros. 

ü.  Torres  Frías 

VIH.  LA  ÉPOCA  DE  LA  ORGANIZACIÓN  NACIONAL 

5%.  Los  3.000  pesos  de  Dorreéo. 

Era  en  el  año  nefasto  de  1820,  el  año  de  agudísima 
crisis,  revolucionaria  más  bien  que  política.  En  la  provincia 
de  Buenos  Aires  se  cambiaba  de  gobierno  con  deplorable 
frecuencia.  Como  el  gobernador  señor  Ramos  Mexía  era 
partidario  del  directorio,  el  general  Soler,  enemigo  del  sis- 
tema, habíale  depuesto,  asumiendo  el  mando.  Retiróse 
luego  el  nuevo  gobernador  al  campamento  de  Lujan,  don- 
de estableció  su  sede.  Dejaba  en  Buenos  Aires,  como  su 
lugarteniente,  en  el  cargo  de  comandante  general  de  armas, 
al  coronel  don  Manuel  Dorrego.  Y,  para  concluir  con  los 


LA    ÉPOCA    DE    LA    ORGANIZACIÓN     NACIONAL  123 

unitarios,    puso    a    precio    las   cabezas   de   los   principales 
representantes  del  régimen  directorial. 

Entre  ellos  se  contaba  el  doctor  Tagle,  cuya  persona 
se  tasó  en  3.000  pesos.  Espíritu  inquieto  y  combatiente, 
habíase  arriesgado  a  venir,  de  su  voluntario  ostracismo  en 
el  Uruguay,  a  la  misma  ciudad  de  Buenos  Aires.  Ocultábase 
en  la  casa  de  un  amigo,  el  señor  Marín.  Su  situación  era 
harto  peligrosa,  pues  podía  ser  reconocido  y  denunciado 
en  cualquier  momento,  hasta  por  la  servidumbre.  Además, 
agravábase  esta  situación  por  su  personal  y  mortal  enemistad 
con  el  coronel  Dorrego,  a  quien  había  insultado  con  la  viru- 
lencia de  las  pasiones  políticas  de  aquel  tiempo  semibárbaro. 

Como  temía  una  sorpresa  trágica  y  fatal  para  su  hués- 
ped, el  señor  Marín  resolvió  salvarle,  dando  un  paso  audaz  y 
decisivo.  Conocía  a  Dorrego  y  confiaba  en  su  caballerosidad. 
Sin  comunicar  su  proyecto  al  doctor  Tagle,  fué  a  ver  al 
comandante  general,  en  el  piso  bajo  del  Cabildo,  donde  se 
hallaba.  Amigo  también  de  Dorrego,  díjole,  medio  en  serio 
y  medio  en  broma:  «Sé  que  estás  en  apurada  situación 
financiera,  y  vengo  a  ofrecerte  la  oportunidad  de  ganar 
3.000  pesos».  En  efecto,  el  dinero  escaseaba  a  causa  de 
las  continuas  revoluciones  y  violencias,  y  Dorrego  contestó 
agradecido  por  el  ofrecimiento;  no  disponía  en  aquel  ins- 
tante de  un  peso,  ni  propio  ni  del  Estado,  para  pagar  a 
las  tropas.  El  señor  Marín  le  anunció  entonces  que  tenía 
al  doctor  Tagle  en  su  casa.  Dorrego  se  limitó  a  responder: 
«  Muy  bien.  Esta  noche  iré  a  buscarle ». 

Sin  cambiar  más  razones,  el  señor  Marín  se  retiró. 
Aunque  tenía  plena  confianza  en  la  lealtad  de  Dorrego, 
acerba  duda  se  apoderó  de  su  espíritu.  ¿Y  si  el  comandante 
general,  llevado  al  mismo  tiempo  por  el  antagonismo 
político  y  por  la  necesidad  de  dinero,  entregaba  al  general 
Soler  la  cabeza  del  doctor  Tagle?  Los  hombres  más  rectos 
sufrían  momentos  de  ofuscación,  y,  entonces,  todos  parecían 
ofuscados  por  la  sangrienta  lucha  política... 

De    vuelta    en    su    casa,    el    señor   Marín   se   sentó   a 


124  LA    TRADICIÓN    Y    LA   HISTORIA 

conversar  y  tomar  mate  con  el  doctor  Tagle.  Estaba  distraído 
y  preocupado.  Notándolo  su  huésped,  le  preguntó  la  causa 
de  sus  cavilaciones.  No  pudo  callar  por  más  tiempo  el  señor 
Marín,  y  le  enteró  de  su  diligencia.  Pálido  y  tembloroso, 
el  doctor  Tagle  exclamó:  «Estoy  perdido».  Quiso  huir  en 
aquel  instante ;  pero,  como  era  su  proyecto  harto  impru- 
dente, el  señor  Marín  le  retuvo  en  su  casa.  Librado  a  la 
hidalguía  de  Dorrego,  corría  alguna  probabilidad  de  salvar- 
se; de  otro  modo  su  pérdida  era  segura. 

No  tuvieron  tiempo  para  deliberar  largamente,  porque, 
apenas  anocheció,  presentóse  el  coronel  Dorrego  en  la  casa 
del  señor  Marín.  «  Aquí  está  el  doctor  Tagle  »,  dijo,  y  entró, 
seguido  de  un  ordenanza.  Más  muerto  que  vivo,  acudió  el 
doctor  Tagle.  Dorrego  tomó  un  capote  de  manos  de  su 
ordenanza,  y  le  dijo :  «  Póngaselo  ».  El  doctor  Tagle  se  lo 
puso.  «  Ahora,  sígame ».  El  doctor  Tagle  le  siguió.  En  la 
puerta  había  dos  caballos  ensillados,  el  del  coronel  y  el 
del  ordenanza.  Montando  en  el  suyo,  Dorrego  dijo  al  doctor 
Tagle:  «Monte  a  caballo  y  véngase  conmigo».  Y  el  doctor 
Tagle  montó  en  el  caballo  del  ordenanza,  convencido  de 
que  le  esperaban  cuatro  tiros. 

A  galope  tendido  cruzaron  la  ciudad,  de  Sur  a  Norte. 
Cerrada  ya  la  noche,  llegaron  al  bajo  de  Palermo.  En  la 
orilla  del  río  los  esperaba  una  embarcación  a  vela,  apa- 
rejada para  partir.  «  Embarqúese  y  póngase  a  salvo  en  La 
Colonia  »,  ordenó  Dorrego  a  su  acompañante.  Conmovido 
por  tanta  grandeza  de  alma,  el  doctor  Tagle  le  advirtió: 
« Yo  he  sido  y  soy  su  enemigo,  coronel.  —  En  el  campo 
de  batalla,  contestó  Dorrego,  no  hubiera  vacilado  en  ma- 
tarle; aquí,  doctor,  sólo  un  mal  caballero  podría  aprove- 
charse de  haberle  hallado  huido  e  indefenso ».  El  doctor 
Tagle  insistió:  «Pierde  usted,  coronel,  3.000  pesos  que 
necesita ».  Y  el  coronel  Dorrego,  montando  de  nuevo  a 
caballo  y  despidiéndose,  repuso  con  sencillez:  «Todo  el 
oro  del  mundo  no  bastaría  para  comprar  la  lealtad  de  un 
militar  argentino  ». 


LA    ÉPOCA    DE    LA    OHOANIZ ACIÓN    NACIONAL  125 

59.  Rivadavia  y  sus  reiormas. 

La  principal  gloria  de  Bernardino  Rivadavia  consiste  en 
haber  colocado  la  moral  en  la  región  del  Poder,  como  base 
de  su  fuerza  y  de  su  permanencia,  y  en  comprender  que 
la  instrucción  del  pueblo  es  el  elemento  primordial  de  su 
felicidad  y  engrandecimiento.  Sobre  estas  columnas  fundó 
una  administración  que  siempre  podrá  servir  de  modelo, 
y  cuyas  creaciones,  como  astros  luminosos,  han  lucido 
hasta  en  las  negras  horas  del  gobierno  bárbaro  de  Rosas, 
que  por  tantos  años  mantuvo  detenido  el  carro  de  nuestro 
progreso. 

Apenas  ocupó  el  puesto  de  ministro  en  el  gobierno  de 
don  Martín  Rodríguez  (1821),  erigió  la  Universidad  de  Bue- 
nos Aires,  con  fuero  y  jurisdicción  académica,  como  estaba 
acordado  por  reales  cédulas,  desde  el  año  de  1778.  Fué  éste 
su  primer  paso  en  la  tarea  incesante  de  fundar  estableci- 
mientos de  enseñanza  alta  y  primaria,  bajo  un  sistema 
general,  oportuno  para  desarrollar  la  instrucción  pública 
al  abrigo  de  la  tranquilidad  y  del  nuevo  orden  que  suce- 
dió a  la  anarquía.  Inmediatamente  después  fundó  escuelas 
gratuitas,  según  un  sistema  rápido  y  económico,  no  sólo 
en  los  barrios  de  la  ciudad  de  Buenos  Aires,  sino  hasta 
en  los  pueblos  más  apartados  de  la  campaña,  y  confió 
la  inspección  de  todas  ellas  a  un  sacerdote  recomendable 
por  su  ilustración  y  conocido  por  su  filantropía.  El  pre- 
mio otorgado  por  Rivadavia  al  difundidor  de  la  vacuna, 
fué  encargarle  de  dirigir  el  espíritu  de  aquellos  mismos 
niños  cuya  salud  corporal  había  salvado.  Pero  su  pensa- 
miento original  y  más  fecundo  respecto  de  la  filantropía, 
fué  el  apoderarse  del  corazón  de  la  mujer  argentina  para 
el  bien  público  y  fundar  la  Sociedad  de  beneficencia. 

La  reforma  emprendida  por  la  administración  de  Ro- 
dríguez e  inspirada  por  Rivadavia,  es  tan  vasta  como  ad- 
mirable. Ella  abrazó  todos  los  órdenes  y  actividades,  desde 
Ja  economía  interior  de  las  oficinas  hasta  los  actos  ejercidos 


126  LA    TRADICIÓN    Y   LA    HISTORIA 

por  el  pueblo  en  razón  de  su  soberanía ;  desde  las  prác- 
ticas forenses  hasta  los  hábitos  parlamentarios,  y  desde  la 
policía  del  cuartel  del  soldado  hasta  la  clasificación  de  las 
recompensas  a  que  eran  acreedores  los  jefes  del  ejército. 
Como  esta  reforma  tuviese  la  intención  inflexible  de  des- 
arraigar abusos  e  introducir  economías  en  la  aplicación  de 
las  rentas,  no  pudo  ponerse  en  práctica  sin  herir  intereses, 
personas  y  corporaciones,  que  se  sublevaron  contra  sus 
tendencias.  Por  fortuna,  los  legisladores  de  entonces  te- 
nían en  el  Poder  Ejecutivo  un  brazo  fuerte  para  hacer 
obedecer  la  ley,  y  una  voluntad  que  no  se  arredraba  en 
presencia  de  las  dificultades. 

La  ley  de  reforma  eclesiástica,  dictada  en  21  de  di- 
ciembre de  1822,  fué  un  pretexto  para  que  los  malavenidos 
con  las  innovaciones,  los  aspirantes  y  los  perturbadores 
de  oficio  formasen  una  coalición  en  nombre  de  las  creen- 
cias de  nuestros  mayores,  haciendo  entender  al  pueblo 
que  se  atacaban  sus  dogmas  y  el  lustre  de  su  culto.  Los 
principios  religiosos  del  primer  ministro  fueron  puestos  en 
duda,  y  la  calumnia  declaró  ateo  a  quien  había  contri- 
buido para  que  el  seminario  conciliar,  mal  organizado  y 
pobre  en  rentas,  fuese  levantado  a  ¡a  categoría  de  cole- 
gio nacional  de  estudios  eclesiásticos,  al  que  se  había 
empeñado  en  dignificar  el  sacerdocio,  para  que  fuese  ca- 
paz de  desempeñar  la  alta  misión  que  el  gobierno  se 
disponía  a  confiarle.  Rivadavia  quiso  dar  al  clero  de  Bue- 
nos Aires,  en  aquella  época,  la  prerrogativa  de  participar 
libremente  en  la  educación  y  en  la  civilización  del  pueblo. 
Estas  intenciones  fueron  manifestadas  con  palabras  termi- 
nantes y  con  hechos  notorios. 

La  atención  de  Rivadavia  no  estuvo  enteramente  en- 
cerrada en  los  límites  del  gobierno  de  que  era  miembro. 
Al  crear  instituciones  útiles  y  al  mejorar  las  formas  repre- 
sentativas de  Buenos  Aires,  el  futuro  presidente  creía  hacer 
una  obra  que  pudiera  servir  de  modelo  y  aplicación  para 
las   demás   provincias  de  la  República   Argentina,    que,   de 


LA   ÉPOCA    DF,    LA    ORGANIZACIÓN    NACIONAL  127 

mancomún  y  debidamente  representadas,  habían  procla- 
mado su  independencia  como  un  solo  cuerpo  de  nación. 
Los  vínculos  de  la  unión  general  se  hallaban  desatados 
en  1821.  A  la  representación  nacional  del  Congreso  de 
Tucumán,  dispersa  por  la  anarquía,  había  sucedido  la 
tentativa  de  una  nueva  representación,  cuyos  miembros, 
reunidos  en  Córdoba,  tuvieron  más  de  una  vez  que  de- 
fenderse contra  las  acusaciones  de  conspiración  que  les 
hacían  sus  propios  comitentes.  Esta  tentativa  de  coní^reso 
quedó  sin  efecto.  La  reunión  de  otro  nuevo  era  completa- 
mente imposible  en  aquellos  momentos.  Rivadavia  tuvo 
que  aceptar  el  papel  de  ministro  de  un  gobierno  provin- 
cia!, a  pesar  de  sentirse  con  la  fuerza  y  la  voluntad  so- 
bradas para  encargarse  de  los  destinos  nacionales. 

La  idea  de  la  organización  del  territorio,  que  tanta 
capacidad  y  tantas  virtudes  había  mostrado  en  común 
durante  la  lucha  de  la  Independencia,  no  podía  apartarse 
ni  por  un  momento  del  pensamiento  del  hombre  que 
había  sido  vocal  de  las  primeras  juntas,  representante  del 
gobierno  del  directorio  ante  las  cortes  europeas  y  actor 
principal  en  el  movimiento  revolucionario  a  que  el  país 
entero  había  contribuido  con  su  sangre  y  tesoros.  El  res- 
tablecimiento de  la  unión  de  los  pueblos  argentinos,  tan 
deseado  por  Rivadavia,  se  preparó  por  él  con  habilidad  y 
discreción.  «Esa  unión,  decía,  es  necesario  que  se  obre 
por  el  convencimiento  de  que  sus  ventajas  son  superio- 
res, respecto  de  cada  una  de  las  partes  concurrentes,  a 
cualquier  perjuicio  real  o  de  mera  opinión  que  a  alguna  de 
ellas  pueda  ocurrir ».  Las  ventajas  fueron  exph'cadas  por 
una  comisión  que  a  tal  objeto  recorría  los  pueblos.  Pero 
antes  se  había  tenido  la  previsión  de  hacerlas  tocar  con 
hechos  prácticos.  Seis  jóvenes  de  cada  uno  de  los  territo^ 
ríos  que  estaban  entonces  bajo  gobiernos  independientes, 
fueron  mantenidos  y  educados  en  los  colegios  de  Buenos 
Aires,  estableciéndose  así  vínculos  fraternales  entre  aquella 
juventud   que   alguna  vez   había  de  tener  influencia  en  sus 


128  LA    TRADICIÓN    Y   LA    HISTORLA 

respectivas  provincias.  La  ley  de  27  de  febrero  de  1824 
facultando  al  Poder  Ejecutivo  para  reunir  la  representación 
nacional,  fué  seguida  de  varias  medidas  que  facilitaron  el 
ejercicio  de  sus  funciones  al  Congreso  de  1826  y  al  presi- 
dente que  nació  de  su  seno.  Las  relaciones  y  el  crédito 
adquiridos  por  el  gobierno  provincial  permitieron  a  éste  la 
formación  de  compañía  europeas,  con  fuertes  capitales, 
para  la  explotación  de  las  minas  de  metales  preciosos,  para 
facilitar  el  comercio  interior,  la  navegación  en  buques  de 
vapor  y  para  establecer  un  Banco  nacional  que  sustentase 
esas  mismas  empresas  proveyendo  a  las  provincias  del 
numerario  que  necesitaban  para  animar  sus  respectivas 
industrias. 

El  8  de  febrero  de  1826,  en  el  salón  p  incipal  de  la 
vieja  fortaleza  de  Buenos  Aires,  ante  un  crecido  número 
de  ciudadanos  y  en  presencia  de  los  jefes  del  ejército  y  de 
los  departamentos  todos  de  la  lista  civil,  se  celebró  un 
acto  trascendental  para  la  suerte  del  país.  El  gobernador 
de  la  provincia  de  Buenos  Aires  proclamó  a  don  Bernar- 
dino  Rivadavia  presidente  de  las  Provincias  Unidas  del  Río 
de  la  Plata.  El  Congreso,  haciendo  justicia  a  los  méritos 
contraídos  por  este  ciudadano,  le  había  escogido  para  co- 
locarle en  aquel  puesto,  tan  elevado  como  espinoso.  El 
presidente,  al  tomar  las  insignias  del  mando,  y  el  general 
Las  Heras,  al  entregárselas,  pronunciaron  palabras  que 
honran  a  uno  y  a  otro.  Los  méritos  de  la  administración 
que  se  retiraba  fueron  reconocidos  y  apla^vdidos  por  el 
presidente,  el  cual,  a  su  vez,  fué  alentado  con  la  perspec- 
tiva de  una  marcha  gloriosa. 

Tan  nobles  deseos  fueron  completamente  frustrados.  El 
gobierno  de  la  presidencia  halló  un  terreno  conmovido  que 
no  le  dejó  asentarse.  La  guerra  extranjera  y  las  divi- 
siones intestinas  no  permitieron  la  duración  de  dos  años 
siquiera  a  un  orden  de  cosas  que  de  atrás  se  había  pre- 
parado. Tropezando  entonces  con  obstáculos  insalvables, 
después   de  dejar   una   sólida  obra  de  organización  social 


LA    ÉPOCA    DE    LA    ORGANIZACIÓN    NACIONAL  129 

y  política  para  lo  futuro,  Rivadavia  renunció  la  presidencia 
y  se  retiró  a  la  vida  privada.  Así  terminó  su  vida  pública. 
Se  eclipsó  cuando  culminaba  en  el  meridiano.  A  su  luz 
sucedió  la  obscuridad;  a  su  tolerancia,  la  persecución;  a 
su  justicia,  la  perversión  creciente  de  todas  las  formas  que 
escudan  los  derechos  individuales. 

Bernardino  Rivadavia  es,  sin  duda,  un  argentino  digno 
de  preferente  lugar  en  el  panteón  de  nuestros  grandes  hom- 
bres. Su  razón  fué  elevada;  su  carácter,  recto  y  firme;  su 
voluntad,  constante;  sus  intenciones,  intachables.  Nadie  ha 
hecho  más  que  él  en  favor  de  la  civilización  y  de  la  le- 
galidad en  estos  países.  Nadie  ha  amado  con  más  des- 
interés y  más  sin  lisonjas  al  pueblo.  Nadie  ha  respetado 
más  que  él  la  dignidad  de  los  compatriotas.  Tuvo  la  con- 
ciencia de  nuestras  necesidades  y  se  desveló  por  satisfa- 
cerlas. Recompensó  y  alentó  los  servicios  y  las  virtudes; 
protegió  las  artes,  y  confió  más  en  el  poder  de  la  razón 
que  en  el  de  la  fuerza.  Su  mérito  es  tan  positivo  como 
su  gloria  será  eterna. 

Según  Juan  María  Gutiérrez. 

60.  Aleéoría  de  la  victoria  de  Ituzainéó. 

(Fragmento  del  canto  a  la  victoria  de  Ituzuiíigó) 

De  lo  más  elevado 
de  los  aires  desciende  de  repente 

un  trono  refulgente 
de  azul  y  oro  y  resplandor  cercado. 

Armoniosos  cantares 
mil  coros  celestiales  repetían, 
y  las  sombras  de  Brandsen  y  Besares 
el  pedestal  del  trono  sostenían. 
Belgrano  estaba  en  él:  su  frente  orlaba 

el  laurel  de  la  gloria, 

y  en  su  mano  brillaba 
la  espada  que  nos  daba  la  victoria 
cuando  Belgrano  fué.    «  Basta  de  sangre. 


130  LA  TRADICIÓN   Y    LA    HISTORIA 

el  héroe  prorrumpió,  que  este  es  el  día 

en  que,  en  otro  febrero, 
rendir  vio  Salta  el  pabellón  ibero\ 
y  cubrirse  de  honor  la  patria  mía. 
Este  estrago  terrible,  este  escarmiento 
es  sacrificio  a  mi  memoria  digno, 
y  digno  de  la  patria  el  vencimiento. 
¡Argentinos  triunfad!»  Dijo,  y  benigno 
a  la  sien  de  Alvear  en  el  momento 
hizo  el  lauro  bajar  que  le  adornaba, 
y  la  visión  despareció  en  el  viento. 

Juan  Cruz  Várela. 

I. 

61.  Perder  a  la  patria,  salvándola... 

Al  frente  de  sus  tropas  aguerridas  y  disciplinadas^ 
en  1831,  atravesaba  La  Madrid  la  provincia  de  San  Juan, 
iba  a  atacar  en  su  cubil  a  Quiroga,  el  tirano  de  La  Rioja, 
el  Tigre  de  los  Llanos.  Habíase  hecho  alto  para  cenar.  La 
Madrid  estaba  sentado  ante  un  fogón,  donde  se  asaba 
apetitoso  costillar  de  vaca.  Seguro  de  la  próxima  victoria, 
tañía  la  guitarra  y  cantaba.  Llególe  en  esto  un  chasqui  con 
un  oficio.  El  general  Alvarado,  su  jefe,  le  ordenaba  que 
volviese  inmediatamente  a  Tucumán.  No  pudiendo  conte- 
ner su  contrariedad.  La  Madrid  exclamó:  «¡Hubiera  que- 
rido que  partiese  un  rayo  al  mensajero  antes  de  recibir 
yo  semejante  mensaje !  ¡  Si  se  nos  permitiera  proseguir 
nuestra  marcha,  salvamos  a  la  patria!»  Y  dio  la  orden 
del  regreso. 

Un  oficial  de  su  confianza  le  insinuó  si  no  convendría 
más  obtener  primero  la  victoria,  para  volver  después  . . . 
«  Eso  no  es  posible,  repuso  La  Madrid,  pues  perderíamos 
a  la  patria ».  Perplejo,  el  oficial  manifestó  que  no  se  le 
alcanzaba  cómo  se  podía  perder  a  la  patria,  salvándola... 

1.  Alúdese  a  una  feliz  coincidencia  de  fechas.  Belfírano  venció  a  los  espa- 
ñoles en  Siilta  el  21)  de  febrero  de  1.S13,  y  la  victoria  de  Ituzaingó,  contra  los 
brasileños,  tuvo  lugar  el  mismo  día  de  febreio  de  1827. 


LA    ÉPOCA    DE    LA    ORGANIZACIÓN    NACIONAL  131 

«¿No  es  el  ejército  la  salvación  de  la  patria?,  preguntóle 
La  Madrid. —  Sin  duda. —  ¿No  constituye  la  disciplina  la 
fuerza  del  ejército?  —  Así  lo  creen.  —  Aunque  venciéramos, 
desobedeciendo  las  órdenes  superiores,  ¿no  romperíamos 
la  disciplina?  —  Es  cierto.  —  Luego,  nuestra  victoria,  sal- 
vando por  el  momento  a  la  patria,  la  perdería,  pues  per- 
dería el  ejército,  que  es  la  salvación  de  la  patria.  ¿Com- 
prende usted  ahora  cómo  se  puede  perder  a  la  patria, 
salvándola?.. .» 

62.  El  éeneral  Paz  y  el  caudillaje. 

Cada  generación  ostenta  un  héroe  que  condensa  toda 
su  gloria  y  su  savia.  El  general  José  María  Paz  es  el 
punto  culminante  de  la  epopeya  libertadora,  de  la  línea  de 
cumbres  que  señalan  el  paso  de  la  libertad  a  través  de  la 
barbarie,  porque  lleva  consigo  el  genio  de  la  guerra  culta, 
de  la  estrategia  científica,  en  medio  del  caos,  en  que  hasta 
los  soldados  de  la  civilización  absorben  algo  de  ese  ím- 
petu desordenado  de  las  turbas  que  combatían.  Es  « el 
hijo  legítimo  de  la  ciudad  »,  y  representa  la  tendencia  pro- 
gresista de  su  pueblo,  como  Facundo  Quiroga,  el  hijo  de 
la  llanura,  representa  la  tendencia  retrógrada. 

Nacido  en  la  ciudad  de  Córdoba,  en  medio  de  una 
atmósfera  de  ciencia,  su  espíritu  bebe  sus  influencias  con 
el  primer  hálito  que  aspiran  sus  pulmones.  Su  juventud  se 
desarrolla  a  la  sombra  de  los  capitanes  de  Mayo,  y  su 
carácter  se  funde  en  el  molde  de  los  grandes  sucesos;  ya 
en  la  Cindadela,  su  silueta  se  destaca  como  la  de  un  genio 
al  pie  del  cañón.  Se  ha  coronado  con  los  laureles  que 
Belgrano  y  San  Martín  arrancaron  de  sus  victorias;  y  cuan- 
do el  soplo  envenenado  de  la  discordia  comienza  a  agitar 
el  seno  de  su  patria,  agostando  los  árboles  jóvenes  de  la 
nueva  raza,  y  rechazando  las  corrientes  regeneradoras  del 
espíritu  público,  se  le  ve  vagar  como  el  pájaro  sin  nido,  por 
los  países  vecinos,  dejando,  no  obstante,  en  cada  uno,  la  huella 
del  genio  que  hierve  en  su  ser.  En  Ituzaingó  se  renueva  la 


132  LA   TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

epopeya  de  Mayo,  y  allí  aparece  al  lado  de  su  cañón  fan- 
tástico, sembrando  la  destrucción  y  la  victoria. 

Cuando  los  caudillos  bárbaros  reemplazan  en  nuestra 
sociabilidad  a  los  héroes  del  pensamiento  y  de  la  espada, 
Paz  reaparece  de  nuevo,  y,  libertando  a  Córdoba  de  la 
cuchilla  y  de  la  lanza  rústicas,  se  pone  enfrente  del  ven- 
daval del  desierto  a  resistir  sus  ímpetus  infernales.  Su 
influencia  renueva  el  fondo  de  esa  sociedad  enervada  por 
el  despotismo;  y  aquellos  jóvenes,  criados  sobre  los  libros, 
lejos  de  las  fatigas  de  los  campamentos,  se  incorporan 
animados  de  un  fuego  secreto  que  los  lleva  al  sacrificio, 
a  morir  en  masa  como  las  espigas  que  siega  la  guadaña. 

La  religión,  pervertida  por  sus  apóstoles,  que  inclinan 
la  cerviz  y  ungen  con  la  gracia  divina  a  los  bárbaros  que 
se  apellidan  sus  defensores,  «  azotes  de  Dios  »  sobre  nues- 
tra tierra,  despierta  de  su  abyección  cuando  un  talento 
superior  le  muestra  la  profundidad  de  su  caída  y  la  esplén- 
dida regeneración.  La  religión  pone  entonces  su  poder 
formidable  al  servicio  de  la  obra  libertadora. 

No  hubo  en  pueblo  alguno  revolución  más  completa 
llevada  a  cabo  por  la  inspiración  de  un  solo  hombre. 
Paz  borra  de  un  solo  golpe  de  luz  las  sombras  que  la 
resistencia  a  la  Revolución  había  vertido  sobre  Córdoba. 
Infiltra,  por  modo  y  arte  admirables,  en  sus  tropas  y  en  sus 
jefes,  la  austera  virtud  cívica;  modera  su  valor  temerario  y 
tumultuoso  con  la  ley  de  una  sabia  disciplina,  y  funda,  en 
fin,  el  ejército  inconmovible  que  ha  de  burlar  las  irrupcio- 
nes tempestuosas  de  la  horda  de  a  caballo  y  de  lanza. 

Se  diría  que  su  personalidad  no  ofrece  asunto  a  la 
fantasía,  porque  sus  hechos  son  del  dominio  de  la  ciencia; 
pero  hay  en  sus  combates  una  secreta  grandeza  que  sub- 
yuga las  facultades.  Esa  inmovilidad  del  artillero  donde 
van  a  romperse  las  corrientes  impetuosas  del  enemigo, 
como  ante  una  montaña  de  la  que  brotan  lluvias  de  fue- 
go, y  esas  marchas  ordenadas  y  metódicas,  ejecutadas  en 
medio  del  estruendo  y  de!   estrago   que    sacuden  la  tierra. 


LA    ÉPOCA     DE    LA    ORGANIZACIÓN    NACIONAL  13^ 

ejercen  sobre  el  espíritu  una  terrible  fascinación.  No  es 
la  leyenda  que  se  alimenta  de  fantasías  risueñas  o  melan- 
cólicas la  que  perpetúa  esos  cuadros  y  esos  caracteres; 
es  la  epopeya,  porque  en  ella  caben  las  más  vastas,  las 
más  colosales  concepciones  de  la  inteligencia,  las  creaciones 
más  inmensurables  del  sentimiento  humano. 

Hay  una  poesía  majestuosa,  serena  y  olímpica  en  la 
odisea  de  este  hombre  extraordinario  a  través  de  pueblos 
extraños,  persiguiendo  la  realización  de  su  idea  magna:  la 
destrucción  de  los  caudillos.  Una  huella  de  prodigios  señala 
sus  pasos.  Montevideo  le  ve  en  la  plenitud  de  su  genio 
militar,  que  asombra  a  Garibaldi,  el  héroe  de  la  redención 
italiana ;  Corrientes,  asilo  predestinado  del  patriotismo  ar- 
gentino en  aquel  .tiempo,  se  arma  a  su  voz;  el  Brasil  le 
ve  pasar  como  un  peregrino  de  un  mundo  desconocido, 
con  la  frente  nublada  por  un  pensamiento.  Su  cerebro  no 
descansa;  el  gran  problema  llega  a  su  solución.  Forma 
contra  el  bárbaro  su  artillería  inconmovible  y  sus  infanterías 
impertérritas . . . 

La  Tablada  y  Oncativo  son  la  muerte  moral  del  cau- 
dillaje ;  y  hubieran  sido  su  destrucción  absoluta  si  uno  de 
esos  accidentes,  que  sólo  el  argentino  comprende,  no  hu- 
biesen dado  el  triunfo  al  bárbaro.  El  sabio  que  marcha 
descuidado  observando  la  naturaleza,  queda  aprisionado  por 
las  lianas  de  la  selva;  el  general  calculador  y  matemático, 
cae  preso  de  un  tiro  de  bolas  del  gaucho  de  la  pampa. 
La  polvareda  densa  que  levanta  en  el  desierto  la  horda 
tempestuosa,  ha  eclipsado  el  astro  que  guiaba  la  libertad  a 
su  triunfo;  pero  su  luz  radiante  asoma  en  lugar  distinto 
del  horizonte,  y  hacia  él  convergen  todas  las  miradas. 

Los  más  grandes  acontecimientos  de  nuestra  historia 
se  ligan  s  su  nombre,  y  su  talento  literario  da  a  su 
patria  una  ofrenda  colosal :  sus  Memorias  son,  en  el 
laberinto  de  nuestras  luchas  agitadas,  el  hilo  que  ensaña 
el  camino  recto.  La  tradición  nacional  tiene  en  el  general 
Paz  una  de  sus  glorias  más  puras.   En  su  figura  histórica 


134  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HlSTOrJA 

resplandece  el  pensamiento  y  reverbera  una  aureola  de 
virtudes  diáfanas.  ¡  Quiera  su  sombra  inspirar  el  ejemplo 
de  su  vida  a  las  generaciones  del  porvenir! 

Según  Joaquín  V.  González. 


63.  Al  áeneral  Lavalle. 

1.  ¡Mártir  del  pueblo!,  víctima  expiatoria 
inmolada  en  el  ara  de  una  idea, 

te  has  dormido  en  los  brazos  de  la  historia 
con  la  inmortal  diadema  de  la  gloria 
que  del  genio  un  relámpago  clarea. 

2.  ¿Qué  importa  que  sucumban  los  campeones 
y  caigan  los  aceros  de  sus  manos, 

si  no  muere  la  fe  en  los  corazones, 
y  del  pendón  del  libre  los  jirones 
sirven  para  amarrar  a  los  tiranos? 

3.  ¿Qué  importa  si  esa  sangre  que  gotea 
en  principio  de  vida  se  convierte, 

y  el  humo  funeral  de  la  pelea 

lleva  sobre  las  alas  una  idea 

que  triunfa  de  la  saña  de  la  muerte? 

4.  ¿Qué  importa  que  la  tierra  dolorida 
solloce  con  las  fuentes  y  las  brisas, 

si  no  ha  de  ser  eterna  su  partida, 

si  un  nuevo  vigor,  con  nueva  vida, 

más  grande  ha  de  brotar  de  sus  cenizas? 

5.  ¡Mártir!  Al  borde  de  la  tumba  helada 
la  gloria  velará  tu  polvo  inerte, 

y  al  resplandor  rojizo  de  tu  espada 
caerá  de  hinojos  esa  turba  airada 
que  disputa  sus  presas  a  la  muerte. 


LA    ÉFOCA    lii:    LA    Olli  iA  MZACIÓN    NACIONAL  135 

Ó.  Y  cuando  íiwa  el  horizonte  obscuro, 
del  porvenir  la  llamarada  inmensa, 
y  se  desplome  el  carcomido  muro 
que  tiembla  como  el  álamo  inseguro 
ante  las  nubes  que  el  dolor  condensa, 

7.  entonces  los  proscriptos,  los  hermanos, 
irán  ante  tu  fosa  reverentes, 
a  orar  a  Dios  con  suplicantes  manos 
para  saber  domar  a  los  tiranos, 
¡o  morir  como  mueren  los  valientes! 

¡Abreviado  I  Olegario  V.  Andradb. 

64.  La  personalidad  moral  de  Rosas. 

Lo  que  se  hace  más  visible  en  el  carácter  de  Rosas, 
apenas  se  lleva  un  poco  a  fondo  el  análisis,  es  aquel  mís- 
tico y  extremado  sentimiento  de  la  superioridad  de  su  per- 
sona que  jamás  le  abandonó.  Es,  en  su  estructura  cerebral, 
una  a  modo  de  osatura  conjuntiva  sustentadora  de  todos 
los  demás  resortes  que  la  defienden  y  le  dan  estabilidad, 
como  los  huesos  y  las  cavidades  a  los  órganos  principa- 
les de  la  vida.  Dondequiera  que  echéis  la  sonda,  vais  a 
tocar  ese  fondo  de  desmedido  orgullo,-  que  es  el  rasgo 
matriz  de  su  mentalidad. y  de  donde  todo  surge. 

Tal  sentimiento  adquiere  después  en  su  conciencia 
una  persistencia  extraordinaria,  y,  para  que  sea  aún  más 
estable,  hasta  tiene  una  base  física,  porque  su  talla  exce- 
de de  lo.  general  y  es  esbelta  como  ninguna.  Nadie  ha 
sido  mejor  y  más  hermoso  jinete;  y  el  más  indómito  «ba- 
gual »  no  resistió  jamás  la  imposición  de  su  fuerza  o  el 
dominio  de  su  destreza.  Finalmente,  cuando  nadie  era  ca- 
paz de  gobernar  al  país  entre  la  pléyade  rumbosa  de  hom- 
bres de  letras  y  de  Estado,  que  uno  tras  otro  fracasaran, 
él  fué  elegido  por  todos  los  gremios  y  las  clases  de  la 
atribulada  metrópoli,  hasta  arrancarlo  al  amable  calor  de 
los  fosones. 


136  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

Semejante  noción,  casi  orgánica  y  congénita,  diré  así, 
para  expresar  mejor  la  continuidad  de  su  gravitación,  se 
agranda  cuando  el  mismo  pueblo  endiosa  su  estirpe  y  di- 
viniza en  los  altares,  al  lado  de  la  suya,  la  imagen  de  su 
esposa,  por  el  solo  hecho  de  serlo,  reclamando  para  am- 
bos los  beneficios  de  un  gobierno  hereditario  que  perpe- 
túe su  sangre,  su  sistema  y  el  recuerdo  de  su  persona. 
Embriagado  por  tan  constante  adulación  de  su  amor  pro- 
pio,' que  desde  la  infancia  fomenta  el  cariño  admirativo  del 
ambiente  doméstico,  llega  al  poder  arraigada  la  convicción 
de  que  ese  es  un  destino  suyo  y  que  el  mando  es  la 
única  función  posible  de  su  personalidad,  creada  con  el 
solo  fin  de  agente  providencial  de  protección.  Estos  per- 
sonajes, inspirados  por  la  Providencia  y  tan  seriamente 
convencidos  de  su  mística  misión  política,  son  planta  que 
se  encuentra  con  alguna  frecuencia  en  el  río  de  la  Plata... 

Calentado  en  tan  propicio  limo  el  grano  del  orgullo, 
un  poco  morboso,  que  hizo  de  cada  López  Osornio  (los 
antepasados  de  Rosas  por  la  línea  materna)  un  mandón 
con  ribetes  de  megalómano,  pronto  se  hinchó,  y,  como  la 
semilla  próspera,  rompió  en  una  fecundación  abundante  de 
ambiciones  y  místicos  sueños  de  dominio.  De  manera  que, 
para  él,  el  poder  no  viene  a  sus  manos  por  obra  de  ca- 
suales circunstancias  o  concesiones  de  la  debilidad,  sino 
por  la  lógica  natural  de  las  cosas  sobrehumanas.  Es  él 
un  órgano  que  ha  sido  creado  por  la  función  de  la  ne- 
cesidad que  desarrolla  el  ambiente,  razón  por  la  cual  el 
mando  no  lo  toma  con  fines  o  ideas  políticas  .determina- 
dos, sino  es  el  de  ejercerlo  puramente,  y  el  de  ejercerlo 
dentro  de  sus  más  providenciales  ampliaciones.  Tan  colo- 
sal sentimiento  de  su  valer  llega  hasta  hacerle  pensar  que 
la  Iglesia  misma,  dentro  de  la  órbita  donde  ella  ejerce, 
debe  reconocerle  la  supremacía  que  él  se  atribuye.  Y,  en 
efecto,  pronto  se  impone,  no  sólo  a  los  jesuítas,  tan  re- 
beldes a  todo  despotismo,  sino  también  al  resto  del  clero, 
que   se   le   somete   incondicionalmente.  Pretende  que  aqué- 


LA    ÉPOCA    DE    LA     ORGANIZACIÓN    NACIONAL  13- 

líos  se  sujeten  a  la  jurisdicción  episcopal  como  el  clero 
secular,  y  que,  independizándose  de  sus  superiores  euro- 
peos, formen  una  especie  de  sociedad  cismática,  cuyos 
superiores  nombraría  y  de  los  cuales  dispondría  él  a  su 
arbitrio.  Aun  va  más  lejos:  piensa  con  respecto  a  sus  de- 
rechos sobre  el  gobierno  como  los  anarquistas  frente  a  la 
propiedad  y  raciocina  con  la  convencida  exageración  de 
todos  ellos...  Tan  firme  es  en  él  la  conciencia  de  este 
particular  destino,  que,  después  de  Caseros,  en  medio  de 
las  naturales  tribulaciones  y  peligros,  lo  que  primero  sur- 
ge en  su  mente  es  la  renuncia.  Su  enorme  orgullo  pudo 
más  que  el  instinto  de  conservación,  y  las  agitaciones  mo- 
rales no  alteraron  el  sentimiento  de  la  fórmula;  se  des- 
prende solemnemente  de  lo  que  no  quiere  que  le  quiten, 
dispone  de  lo  suyo,  y  así  lo  hace  constar,  «  renunciando  » 
al  mismo  tiempo  que  ratifica  sus. derechos. 

José  María  Ramos  Mejía. 

« 

65.  La  presidencia  de  Urcjuiza. 
I.   ANTECEDENTES 

El  general  Justo  José  de  Urquiza,  caudillo  y  gober- 
nador de  Entre  Ríos,  al  frente  de  las  fuerzas  coaligadas 
de  su  provincia,  de  Corrientes  y  de  Santa  Fe,  y  con  ele- 
mentos aliados  del  Uruguay  y  del  Brasil  derrotó  completa- 
mente al  ejército  de  Rosas,  en  los  campos  de  Monte  Caseros, 
el  3  de  febrero  de  1852.  El  dictador  de  Buenos  Aires  huyó 
al  extranjero,  y  sus  secuaces  y  partidarios  se  dispersaron. 
El  vencedor  quedaba  dueño  del  campo  de  la  lucha  militar 
y  política;  la  ciudad  de  Buenos  Aires  se  preparaba  a  reci- 
birle con  las  palmas  de  la  victoria.  Al  día  siguiente  de  la 
batalla,  reservándose  él  ya  la  representación  de  la  Repú- 
blica, nombró  gobernador  interino  de  Buenos  Aires  a  don 
Vicente  López  y  Planes,  el  venerado  anciano  autor  del 
Himno  nacional,  que  había  desempeñado  durante  la  tiranía 
el    alto    puesto    de    presidente   del    Supremo   Tribunal   de 


118  LA   TRAl>iCláS   T  LA  HI5TORXA 

Josdda.  El  goínanador  inraino  debía  llamar  a   elecciones 
para  coostmifr  ei  gobierno  de  la  provioda  v  organizaría. 

Y.  án  re5ir::doaes  de  oii^áa  gént-  :ce     no 

bahía  vr.-jciores  ni  \Teodd05>,  ei   ^- ^.-  -im>- 

úó  la  vje  Lí  d-e  los  emi^ados  annaros  y  ar  -   i. 

cnerido  5i:elc  de  ia  patria. 

Ei       -  -      -      ::  1 

qoEBta   - 

sabfes-   Para  raaniener  el   orden   público  mandó  tasiiar  o 
permitió  qL  r 

a  aigüTios  ^--_     ____   :_- _.  _;   .  . . 

hacer  consisr  el  triiinro  de  5u  cansa  federal,   más  cenrra 
c:er:os  :  -  los  annguos  un iiarios  por- 

-  i ---::«  al  piseoto  ae  Bcenoa  Anes;  se  temía,  cecordán- 

:  naeva.   En  tai  sentido  se  ínierpreiaba  el  hecho  dé 

1   la   refHíesentadóa  nadonaL  sus 

rs  de  que  esto  f^       "^-'e  por  .:,^  ...    _....;--  la 

"    política  de  la      -         :a  y  abrir  ai   comercio 

exrríniero  ia  na\-e5cdóD  de  ios  ríos,  antes  prohibida  por 

Rosas,  coD  ^aa  periddo  de  las  pro^i' 

La   posid^    de    ías    raerzas    vec-  Azs 

ksats  a  Boeiios  Aires,   no  era  ya  necesaria  ni  prcdente. 
Cii~  rjeto,  c 

íoc:      _      ^   --  qi^  SL_      .     :_.      ,      ._      _  .__   :.     ._ 
Hvss  províndas  de  Entre  Ríos,  Corrientes  y  Santa  Fe,  y  a 
sos  países  ios   ;  s  aliados  del  L'nigísay  y  el  Brasil. 

5egdn   arregló    .     gobernador    intr- -         -^-3    debían 

enirar  ziznialmente  y  pasar  revista  en  -  Buenos 

Aires,  como  apofeosís  de  ia  campaña.  Fijado  para  esta  fies- 
ta eí  ¿fía  19  de  febrero,  ía  duda;  :  ztó  y  se  : 
roo  de  ramas  y  ¿e  Cores  las  ¿:                 -  jnde  pí 
q^dto-  Toda  la  pobladón,  rota  una  dictadora  que  había  do- 


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LA   ÉPOCA  DE  LA  CHGASlZACia^í   NAOOSAL. 


139 


raáo  diez  y  siete  años,  acicíó  fobílosa  a  ^aíndar  a  los  ven- 
cecores.  Encabezábalos  ei  general  ürqoíza^  coa  sa  brilla rrte 
11"  — :  ':  ~  ■lia  rec2~  '  :e  oro,  pero  e—  '  zn 
c.r  coa   -  ;   .    de  copa.   Ar  _    -         ri 

aire  los  ap-ansí»^  los  vítor^,  It»  dannes  de  ios  faatali'O- 
ne-    7  /i.  y  las   salvas  de  la  c.7~     -.''      ~'    -  rr 

¿e/-_ - /.-me   dichoso:    había    j _:_ :_.  _. 

la  que  se  temió  mego,  declinaba  volunrariamenre  el  ir::  pe- 
rio  de  la  fuerza  y  se  retiraba  con  sus  iropas.  ¡A  rn  rei- 
JT2-':  — -  vez  la  libertad  cooseguida  2.  cosía  de  -^nios 
5^ .  y  de  tanta  sanare ! 

PracEcadas  las   elecciones  ea  la  [KxmDcia  de  Bcenos 
Aires.  :    —-  —  ---     :,    .-    -    -   -       -       -^ 

al    qUc  -::_._  rl 

inicio  an  gobierno  de  reparacióo  y  de  recoasmudóa  social- 
E  citó  a  los    ^  r5   ie 

tc— -    —    :.-       — \.-       -s  en  San   .\ _.  :-e  se 

pactó  un  tratado  interürovindaL  el  31  de  mayo  de  1852. 
En   sus   c  la   rennión  de  nn  Congreso 


r-  :í,  y  ¿e  le  otorgaron  ampiías  íacnliades  para  ei 

eiiT..  -  :  V  V 

las    re  .         :  ::  .         ^  :  _  _.:3 

-.  —  -  -  j    ce   San  >5coíás  fué  ace?    ^      -  :r  todos  los 
¿-  res   de  las  .50  eí  de 

B_-.. ,-  ...res.  que  ccr.._:.  . .  . 

Cuando  se  conodó  el  Acuerdo  en  Boenos  Aires.  r»ro- 
cü;o¿e  un  vivo  r"  d  de  op:n"óa.  Protestóse  :_     _  - 

tLOsa''":""?    T~  .  --    _    --   -^    zntes;  5~   :  ^ 

y  en  qne  e!    _  ^- 

dor  López  se  ¥io  oóügaao  a  preseat^r  Xs.  renuncia.  Esta 
tu :       :  ^   -    la    Cámara.     :  r 

ir  Pinto.    En  tar    .  :> 

que   la   provüicia   de   Buenos    .Aires  se   oponía   resuelta- 
mente a  sn  política,  d   general   Urquíza   dló   un  golpe  de 


r 


140  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

Estado ;  usando  las  amplias  facultades  que  le  había  otor- 
gado el  Acuerdo  de  San  Nicolás,  asumió  el  mando  de  la 
provincia  e  hizo  cerrar  la  Legislatura.  El  gobernador  pro- 
visional quedó  de  hecho  cesante.  Los  diputados  más  deci- 
didos en  la  oposición  al  Acuerdo,  recibieron  orden  de 
abandonar  el  país.  El  general  Urquiza  nombró  entonces  un 
Consejo  de  Estado,  delegó  el  mando  de  la  provincia  en  el 
general  Galán,  y  partió  a  presidir,  en  Santa  Fe,  la  insta- 
lación del  Congreso  constituyente.  No  bien  abandonó  a 
Buenos  Aires,  estalló  una  revolución,  el  11  de  septiembre 
de  1852,  que  depuso  al  gobierno  delegado  y  restableció 
la  Legislatura,  enemiga  del  Acuerdo  de  San  Nicolás,  antes 
cerrada  por  el  golpe  de  Estado  del  general  Urquiza.  Disuelto 
el  ejército  que  había  triunfado  en  Caseros,  en  vísperas  de 
la  reunión  del  Congreso  federativo  que  debía  dictar  la 
Constitución  nacional,  la  provincia  de  Buenos  Aires  que- 
dó separada  de  la  Confederación  Argentina,  inicióse  en- 
tonces un  período  de  tenaz  labor  administrativa  y  política 
en  ambos  campos,  el  nacional  y  el  provincial  bonaerense, 
cuyos  resultados  debían  trae^,  tarde  o  temprano,  por  la 
paz  o  por  la  guerra,  la  unión  de  todos  los  pueblos  argen- 
tinos en  una  sola  y  única  nación. 

II.    LA   ADMINISTRACIOINÍ   EN   LA   PRESIDENCIA 
DE   URQUIZA 

El  Congreso  constituyente,  en  el  que  estaban  represen- 
tadas todas  las  provincias  argentinas  menos  la  de  Buenos  Ai- 
res, se  instaló  en  la  ciudad  del  Paraná  el  20  de  noviembre 
de  1852.  Inmediatamente  comenzó  su  ardua  labor.  Sobre  la 
base  de  un  proyecto  del  eminente  publicista  Juan  Bautista 
Alberdi,  se  confeccionó,  sanciono  y  firmó  la  Constitución 
nacional  el  I.»  de  mayo  del  siguiente  año.  En  la  glorio- 
sa fecha  del  25  de  mayo,  el  general  Urquiza,  desde  su 
campamento  de  San  José  de  Flores,  la  promulgó  con  un 
decreto  histórico,  mandando  que  se  cumpliese  en  el  vasto 
territorio  de  la  Confederación.    Poco  después  ordenó   que 


LA.    ÉPOCA    Dlí.    LA    ORGANIZACIÓN    NACIONAL  141 

se  realizasen  en  todas  las  provincias,  en  la  forma  establecida 
por  la  Constitución,  las  elecciones  de  presidente  y  vicepresi- 
dente. Con  la  cooperación  de  once  provincias  —  exceptuadas 
Buenos  Aires,  por  estar  de  hecho  separada,  y  Tucumán  y 
Santiago  del  Estero,  que  se  hallaban  cada  una  en  guerra  intes- 
tina— ,  eligióse  presidente  al  mismo  genera!  Urquiza,  y  vice- 
presidente al  doctor  Salvador  María  del  Carril.  Declaróse 
federalizada  la  ciudad  del  Paraná,  y  se  estableció  allí,  el  5  de 
mayo  de  1854,  la  capital  provisional  del  nuevo  gobierno. 

El  presidente  supo  rodearse  de  hombres  distinguidos 
y  de  ilustrados  asesores.  A  la  sombra  y  protección  de  un 
poder  ejecutivo  fuerte  y  benéfico,  el  Congreso  nacional 
procedió  a  dictar  una  serie  de  leyes,  que  completaban 
la  obra  del  presidente  y  de  sus  ministros.  Hízose  así 
sentir  en  todos  los  ramos  de  la  administración  la  influencia 
civilizadora  de  la  presidencia  del  general  Urquiza.  La  propia 
desconfianza  suscitada  en  el  pueblo  de  Buenos  Aires  debió 
ser  poderoso  estímulo  para  la  realización  de  un  gran  go- 
bierno hi:ítór¡co.  ¡Había  que  xencerla,  so  pena  de  desgarrar, 
más  honda  y  acaso  irremediablemente,  la  sagrada  naciona- 
lidad argentina ! 

Ante  todo,  el  gobierno  se  ocupó  en  la  instrucción 
pública.  No  pjdía  serle  indiferente  al  general  Urquiza, 
que,  cuando  fué  gobernador  de  Entre  Ríos  y  se  le  suponía 
en  Buenos  Aires  un  caudillo  bárbaro,  fundó  el  Colegio 
nacional  de  Concepción  del  Uruguay.  El  gobierno  nacio- 
nalizó la  Universidad  y  el  Colegio  de  Monserrat  de  Córdoba, 
y  los  dotó  de  un  buen  material  de  enseñanza  y  hasta  de 
una  imprenta.  Como  en  el  Colegio  del  Uruguay,  la  ense- 
ñanza del  Colegio  de  Monserrat  debía  ser  gratis,  la  nación 
costeaba  hasta  los  alimentos  y  vestidos  de  los  estudiantes. 
Concediéronse  cinco  o  seis  becas  para  dicho  colegio  de 
Monserrat  a  cada  provincia.  En  las  provincias  se  crearon, 
además,  cuatro  nuevos  colegios  nacionales.  Subvencionóse 
generosamente  a  las  provincias  para  la  difusión  de  la 
enseñanza  primaria.  Con  premios  oficiales  se  trataba  tam- 


142  LA   TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

bien  de  estimular  la  aplicación  de  la  juventud.  En  un 
decreto  sobre  premios  se  disponía  lo  siguiente :  « Dense 
las  gracias  al  director  y  a  los  alumnos  del  Colegio  nacio- 
nal del  Uruguay,  en  nombre  de  la  Nación,  por  su  brillante 
desempeño  ». 

Como  la  República  se  hallaba  en  gran  parte  despo- 
blada, el  gobierno  fomentó  la  inmigración  y  colonización. 
El  presidente  mismo,  obrando  más  como  particular  que 
como  gobernante,  fundó  en  Entre  Ríos  la  colonia  de  San 
José.  Comprendiéndose  la  necesidad  de  una  sana  y  bien 
informada  legislación  de  las  tierras  públicas,  ofreciéronse 
premios  en  dinero  por  los  mejores  estudios  sobre  su  cla- 
sificación y  régimen.  Mandáronse  efectuar  trabajos  de  ex- 
ploración a  los  territorios  desconocidos  del  Chaco  y  a  las 
partes  inexploradas  de  Tucumán,  Salta  y  otras  regiones, 
por  sabios  extranjeros,  como  Amadeo  Jacques  y  Augusto 
Bouvard.  No  habiendo  tiempo  todavía  para  que  se  forma- 
sen hombres  de  ciencia  en  la  República,  se  los  trajo  de 
donde  se  encontraron.  Por  un  decreto  se  fundó,  en  la 
ciudad  de  Paraná,  un  museo  de  historia  natural.  Poco 
conocida  era  entonces  en  Europa  la  República,  pues  no 
se  habían  hecho  de  sus  vastos  territorios  estudios  geo- 
gráficos generales  y  sistemáticos.  Para  que  los  efectuara, 
contratóse  en  1855  al  distinguido  geógrafo  Martín  de 
Moussy,  quien  dotó  a  la  República  con  su  primera  geo- 
grafía completa,  que  hasta  ahora  sirve  de  fuente  de  con- 
sulta. En  un  país  tan  extenso  como  el  argentino,  faltaban 
vías  de  comunicación  y  de  transporte.  Siendo  necesario 
construirlas,  el  gobierno,  que  proyectaba  un  ferrocarril 
trasandino,  mandó  contratar  un  ingeniero  en  los  Estados 
Unidos  de  Norte  América 'para  que  trazara  los  primeros 
planos  de  construcción  de  ferrocarriles.  Invirtiéronse  sumas 
considerables  en  los  estudios  del  ferrocarril  del  Rosario 
a  Córdoba.  Al  mismo  tiempo  que  el  gobierno  -se  ocu- 
paba en  las  vías  terrestres  de  comunicación,  procurá- 
banse  la   navegación  de  los  ríos  Salado  y  Bermejo  y  el 


LA    ÉPOCA    DE    LA    ORGANIZACIÓN    NACIONAL  1  ÍIí 

balizamiento  del  río  Uruguay,  -y  se  subvencionaban  em- 
presas de  vapores  y  mensajerías-  Organizóse  la  adminis- 
tración de  justicia,  creándose  la  justicia  federal,  dispuesta 
por  la  Constitución.  Mandáronse  imprimir  a  costa  de  la 
nación  las  obras  de  Juan  Bautista  Alberdi ;  y,  enviado 
este  ciudadano  a  Europa  en  representación  de  la  Con- 
federación Argentina,  se  inició  la  organización  de  la  repre- 
sentación exterior.  Dictóse  una  ley  especial  prohibiendo 
a  los  miembros  del  Congreso  aceptar  empleos  de!  poder 
ejecutivo.  En  1859,  producido  un  grave  conflicto  entre  el 
Paraguay  y  los  Estados  Unidos  de  Norte  América,  el  pre- 
sidente Urquiza  interpuso  sus  oficios  de  mediador  pacífico 
para  evitar  una  guerra  que  hubiera  podido  tener  deplora- 
bles consecuencias. 

La  progresista  administración  de  la  presidencia  del 
general  Urquiza  preparó,  si  no  realizó  definitivamente,  la 
organización  nacional.  Al  terminar  su  período,  en  185^, 
quedó  todo  pronto  para  la  completa  reconstrucción  de  la 
República  Argentina.  Después  de  varios  históricos  episo- 
dios, reintegrada  la  provincia  de  Buenos  Aires  a  la  nación, 
correspondió  a  la  presidencia  del  general  Bartolomé  Mitre 
(1862-18Ó8)  esta  nueva  y  no  menos  brillante  gloria. 

66.  La  democracia  argentina. 

Apenas  estallada  la  guerra  de  la  Independencia,  en  1810, 
el  primer  ejército  del  Norte  realizó  por  las  -provincias  una 
expedición  emancipadora.  Mandábalo  el  general  Balcarce, 
a  quien  acompañaba  Castelli  como  representante  de  la 
Junta  de  Buenos  Aires.  En  todas  partes,  hombres  y  mu- 
jeres, jóvenes  y  ancianos,  ricos 'y  pobres,  recibían  a  los 
libertadores  con  júbilo  y  aclamaciones.  Llegado  Castelli 
a  un  rancho  en  la  campaña,  sorprendióse  del  juvenil 
entusiasmo  de  una  viejecita  enjuta  y  encorvada.  No  pudo 
menos  de  preguntarle:  «¿Cuántos  años  tiene  usted,  seño- 
ra?». Ella  le  respondió:  «Parezco  vieja;  pero  sólo  cuento 


144  LA    TRADICIÓN    Y   LA    HISTORIA 

unos  meses.  He  nacido,  señor,  con  el  primer  grito  de  la 
Independencia,  el  25  de  mayo  ». 

Esta  histórica  anécdota  de  la  independencia  puede  apli- 
carse también,  substancialmente,  a  la  democracia  argenti- 
na. A  pesar  de  que,  según  las  leyes  coloniales,  la  sociedad 
estaba  dividida  en  clases  y  aristocráticamente  organizada, 
las  costumbres  eran  democráticas.  La  colonización  espa- 
ñola en  Río  de  la  Plata  tuvo  un  carácter  más  sencillo  que 
en  las  demás  regiones  de  la  América  del  Sur.  La  aparente 
pobreza  de  las  pampas,  donde  no  había  minas  ni  fru- 
tos tropicales  y  donde  los  indios  eran  bravos,  no  atrajo 
hidalgos  ni  intrigantes.  El  pueblo  creció  obscura  y  tran- 
quilamente, sin  conocer  la  agitación  de  la  riqueza.  A 
diferencia  de  lo  que  ocurrió  en  los  demás  pueblos  hispano- 
americanos, cuando  estalló  la  Revolución,  los  realistas 
no  reclutaron  un  solo  hombre  en  el  territorio  hoy  argen- 
tino ;  no  había  en  él  partidarios  de  la  monarquía ;  todos, 
acaso  sin  saberlo,  amaban  la  igualdad  y  abominaban  de 
los  privilegios  y  de  las  injusticias.  Por  esto,  nunca  pudie- 
ron los  ejércitos  realistas  pasar  al  Sur  de  Tucumán,  y 
jamás  sufrieron  los  revolucionarios  una  derrota  en  territo- 
rio propio.  Aquí,  hasta  las  piedras  los  defendían ;  el  pue- 
blo todo  combatía  en  guerrillaá  y  emboscadas.  La  guerra 
de  la  Independencia,  más  que  una  revolución,  fué,  pues, 
como  una  guerra  internacional,  una  guerra  de  fronteras. 
Mientras  que  en  el  resto  de  la  América  española,  la  lucha, 
verdaderamente  civil  y  fratricida,  era  sin  cuartel — se  que- 
maban los  archivos,  se  talaban  los  campos,  sacrificábanse 
los  prisioneros — ,  siempre  se  respetaron  las  leyes  de  la 
guerra  en  las  provincias  del  río  de  la  Plata.  Esta  diferen- 
cia fundamental,  esta  felicísima  excepción  estriban  en  que, 
al  iniciarse  las  hostilidades,  la  democracia  argentina  existía 
ya,  como  la  viejecita  interrogada  por  Castelli,  si  bien,  lejos 
de  haber  llegado  a  la  decrepitud,  hallábase  aún  en  la  ino- 
cente edad  de  la  niñez. 

La    bandera   azul   y    blanca   no  ha  sido  el  símbolo  de 


LA    ÉPOCA    DE    LA     ORGANIZACIÓN    NACIONAL  145 

una  clase  directiva,  sino  de  todo  un  pueblo.  Aun  los  ne- 
gros introducidos  de  África  la  respetaron  y  defendieron, 
considerándola  como  propia.  Militaron  voluntaria  y  hasta 
entusiastamente  en  las  filas  del  ejército  contra  las  invasio- 
nes inglesas,  y  más  tarde,  en  la  guerra  de  la  Indepen- 
dencia, dieron  altos  ejemplos  de  patriotismo  y  abnegación. 
Falucho,  un  negro  que  formó  parte  de  los  granaderos  de 
San  Martín,  pereció  en  1824,  en  la  batalla  del  Callao,  en- 
vuelto en  la  bandera  y  exclamando:  «¡Viva  Buenos  Aires!» 
Su  heroica  muerte,  a  tantas  leguas  de  la  patria,  no  fué  sólo 
un  ejemplo  de  cómo  puede  caber  hasta  al  más  humilde 
soldado  la  gloria  de  morir  en  defensa  de  su  bandera,  sino 
también  de  la  hermosa  ausencia  de  odios  de  raza  y  de 
clase;  cualesquiera  que  fuesen  su  color  y  su  origen,  los 
argentinos  se  amaron  siempre  como  hermanos.  Puede  de- 
cirse que  la  democracia,  a  pesar  de  tantas  luchas  y  revuel- 
tas, no  es  imitada  sino  orgánica  en  la  República  Argentina. 
Por  esto  debe  llegar  al  más  alto  grado  de  perfección  con 
el  tiempo  y  la  cultura;  es  parte  de  nuestra  alma.  Si  la  de- 
mocracia no  hubiera  existido  antes  de  nosotros,  nosotros 
la  hubiéramos  inventado. 

67.   Erl  federalismo   argentino. 

Observad  la  vida  en  una  familia  huérfana  y  meneste- 
rosa, pero  compuesta  de  niños  sanos  de  cuerpo  y  de  es- 
píritu. Todo  es  paz  y  cariño  cuando  los  pequeñuelos  no 
saben  aún  hablar  ni  caminar,  y  se  arrastran  en  andadores 
o  dormitan  en  la  cuna.  El  hermanito  mayor,  que  cuenta 
apenas  seis  o  siete  años,  a  falta  de  padres  o  tutores,  com- 
prende ya  sus  responsabilidades  de  jefe  de  familia.  Ayuda 
a  levantarse  del  suelo  al  chiquitín  que  se  da  un  porrazo, 
le  consuela  si  llora,  cuida  de  su  alimento,  y  mece  la  cuna 
del  infante  de  pocos  meses,  para  que  se  duerma.  Penetrado 
él,  como  los  que  le  siguen  en  edad,  de  sus  deberes  para 
con  los  más  chicos,  la  prole  desvalida  vela  por  sí  misma. 
Abundan   las  caricias,   que  aun  sobran  para  el  perro  y  el 


14G  LA    TRADICIÓN    Y    LA   HISTORIA 

gato  de  la  casa;  los  alimentos  y  los  cuidados  alcanzan 
hasta  para  las  gallinas . . .  Encantados  y  enternecidos  por 
el  cuadro,  los  vecinos  exclaman:  «¡Pobres  angelitos!» 

Pasan  tres  o  cuatro  años.  Ahora  todos  los  hermanos 
han  crecido,  se  revuelcan  como  perros,  triscan  como  ca- 
bras, chillan  como  loros.  Desparramándose  por  los  patios 
y  el  campo,  juegan  de  la  mañana  a  la  noche.  Pero, 
privados  de  una  autoridad  que  los  dirija  y  contenga,  sus 
juegos  de  pequeños  salvajes  alternan  con  disputas  y  ri- 
ñas, con  llantos  y  mojicones,  con  arañazos,  pellizcos  y 
puntapiés.  Aunque  los  chicos  huérfanos  sean  inseparables 
y  vaya  el  uno  adonde  vaya  el  otro,  diríase  que  cuanto  más 
se  buscan  más  discuten,  que  cuanto  más  se  quieren  más 
se  pelean.  Los  coscorrones  de  hogaño  substituyen  a  las 
caricias  de  antaño;  la  casa  parece  convertirse  en  un  in- 
fierno. El  perro  ladra  furioso;  pisado,  en  la  cola,  el  gato 
aulla  y  se  oculta  bajo  un  mueb!e;  las  gallinas  huyen  des- 
pavoridas, cacareando.  Y  los  vecinos,  incomodados  por  el 
alboroto  y  llamando  «demonios»  a  los  antiguos  «angelitos», 
los  amenazan  con  el  puño  . . . 

Pasan  unos  años  más.  Los  chicos  se  han  desarrolla- 
do a  la  buena  de  Dios.  Tienen  uso  de  razón,  van  a  la 
escuela,  saben  leer,  aprenden  un  oficio.  Viéndose  aban- 
donados, ayúdanse  como  pueden;  lejos  de  reñir  por  un 
trompo  o  una  pelota,  se  prestan  los  útiles,  los  cuadernos, 
los  libros  de  texto,  las  herramientas  industriales;  son  los 
mejores  amigos  del  mundo.  ¡Quieren  ser  hombres!  La 
casa  se  convierte  en  un  taller;  el  campo  donde  jugaban 
a  la  « mancha »,  al  « rescate »  o  al  balompié  (football), 
el  viejo  campo  de  batalla  es  ya  tierra  de  laboreo.  La 
unión  de  la  familia  se  restablece  sobre  la  sólida  base  del 
cariño  y  del  interés  común.  Separados. los  hermanos,  serían 
débiles;  unidos,  son  fuertes.  ¡Y  hay  que  ser  fuertes  para 
hacerse  hombres!  No  ya  los  vecinos,  el  barrio  todo  se  ha- 
ce lenguas  de  sus  condiciones  y  virtudes.  Los  angelitos  de 
antes,  los  demonios  de  ayer,  representan  hermosos  ejem- 


LA    ÉPOCA    DE    LA    ORGANIZACIÓN    NACIONAL  14- 

plares  de  carácter.  Tales  han  sido  las  transformaciones 
de  la  familia  huérfana  y  menesterosa,  pero  compuesta  de 
niños  sanos  de  cuerpo  y  de  espíritu. 

Observad  asimismo  la  vida  histórica  de  los  Estados  o 
provincias  que  componen  la  República  Argentina.  Son 
ellos  también,  al  estallar  la  guerra  de  la  Independencia, 
pueblos  desvalidos  y  huérfanos  de  autoridad  y  organiza- 
ción. Nacido  cada  uno  en  la  respectiva  cuna  de  su  Cabil- 
do colonial,  parecen  aún  infantes  en  pañales  y  andadores. 
El  mayorcito  de  la  familia,  el  pueblo  de  Buenos  Aires, 
declara  la  Revolución  y  asume  cariñosamente  la  protección 
de  sus  hermanos  menores;  crecen  todos  en  amorosa  y 
mutua  ayuda.  Luego,  consumada  la  Independencia,  des- 
arrollados ya  los  pueblos  niños,  aunque  todavía  sin  sufi- 
ciente discernimiento,  andan  solos.  Iniciase  la  edad  de  ios 
juegos  políticos  o  ensayos  constitucionales  y  de  las  con- 
siguientes disputas  y  riñas.  Los  mayores  quieren  mandar, 
y  los  menores  no  quieren  obedecer.  Buenos  Aires  parece 
aspirar  a  una  hegemonía;  el  interior  se  resiste  con  toda 
justicia;  los  caudillos  de  Santa  Fe  y  Entre  Ríos  riñen  con 
Buenos  Aires;  Tucumán  se  declara  «república  indepen- 
diente » ;  las  relaciones  interprovinciales  se  estrechan  o  se 
aflojan,  según  las  exigencias  de  los  unos  y  las  pretensio- 
nes de  los  otros.  La  República,  con  sus  ensayos  constitu- 
cionales y  sus  revoluciones,  es  ancho  campo  de  guerras 
fratricidas.  Diríase  que  la  pujanza  y  virilidad  de  la  raza  no 
halla  otra  válvula  de  escape  que  esos  tumultuosos  juegos 
políticos  y  contiendas,  peleas  por  un  trompo  o  una  pelota- 
Los  vecinos,  que  tanto  admiraban  antes  la  solidaridad  de  la 
familia  argentina,  aunque  tampoco  sean  ellos  muy  experi- 
mentados que  digamos,  protestan  contra  sus  desórdenes 
y  disturbios  especialmente  el  Uruguay  y  Brasil  llegan 
a  favorecer  a  tal  cual  partido  o  a  tal  cual  pueblo.  Pero  tam- 
bién aquí  la  situación  se  transforma  otra  vez.  Ya  en  pleno 
uso  de  su  razón  y  de  su  experiencia,  los  adolescentes  quie- 
ren ser   hombres.    Mácense  hombres.   Terminan  las  luchas 


148  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

de  la  organización  nacional,  y  todos,  definitivamente  cons- 
tituidos, se  unen  para  siempre,  y  convierten  sus  casas  en 
talleres,  y  sus  campos  de  batalla  en  estancias  y  colonias. 
Tal  ha  sido  la  evolución  de  los  pueblos  argentinos,  que 
nacieron,  para  asombrar  al  mundo,  huérfanos  de  autori- 
dad y  pobres  de  instituciones,  pero  ricos  de  energía  y 
fuertes  de  alma. 

68.  La  Constitución  Nacional. 

En  el  Cabildo  abierto  de  1810  se  subleva  el  pueblo 
de  Buenos  Aires  contra  el  régimen  colonial.  El  Congreso 
de  Tucumán,  cumpliendo  los  anhelos  del  Cabildo  abierto 
de  Buenos  Aires,  declara  en  1816  la  independencia  de  la 
nación,  y  hace  votos  para  que  se  constituya  y  organice. 
Después  de  varios  ensayos  de  organización  política  y  de 
larga  y  sangrienta  lucha  entre  la  tendencia  federal  y  la 
unitaria,  triunfa  el  federalismo  por  la  fuerza  de  los  hechos. 
El  Congreso  general  constituyente  de  1853,  reunido  en 
la  ciudad  del  Paraná,  cumple  a  su  vez  los  votos  del 
Congreso  de  Tucumán,  dictando  la  Constitución  nacional 
argentina.  La  nación  se  organiza  bajo  el  régimen  demo- 
crático, representativo  y  federal.  Y,  en  representación  del 
pueblo  todo,  como  síntesis  suprema  de  la  comunión  de 
sus  ideales,  los  constituyentes  definen  los  altos  designios 
de  su  nacionalidad,  en  el  siguiente  Preámbulo  de  la  Cons- 
titución, grandioso  pórtico  y  arco  triunfal  de  nuestras  leyes 
e  instituciones: 

Nos,  los  Representantes  del  Pueblo  de  la  Nación  Ar- 
gentina, reunidos  en  Congreso  General  Constituyente,  por 
voluntad  y  elección  de  las  Provincias  que  la  componen, 
en  cumplimiento  de  Pactos  preexistentes,  con  el  objeto  de 
constituir  la  Unión  Nacional,  afianzar  la  justicia,  conso- 
lidar la  paz  interior,  proveer  a  la  defensa  común,  pro- 
mover el  bienestar  general  y  asegurar  los  beneficios  de 
la    Libertad,    para    nosotros,    para    nuestra    posteridad    v 


LA    ÉPOCA     DE    LA    OUGANIZACIÓN    .NACIONAL  149 

para  todos  los  hombres  del  mundo  que  quieran  habitar 
el  suelo  crgentino ;  invocando  la  protección  de  Dios, 
fuente  de  toda  razón  y  justicia,  ordenamos,  decretamos 
y  establecemos  esta  Constitución  para  la  Nación  Ar- 
gentina. ■ 

Cuando  se  dicta  la  Constitución,  en  1853,  el  Estado 
de  Buenos  Aires  se  halla  separado  de  la  que  entonces  se 
llama  Confederación  Argentina  Esta  separación,  que  dura 
unos  siete  años,  acaba  con  un  avenimiento,  en  1859,  y, 
al' año  siguiente,  también  el  Estado  o  provincia  de  Buenos 
Aires  acepta  la  Constitución  con  ciertas  modificaciones. 
La  República  Argentina  queda  entonces  definitivamente 
organizada.  Constituida  como  unidad  nacional,  al  menos 
moralmente,  puede  decirse  que  lo  está  desde  el  primer 
instante  de  la  Independencia,  pues  el  sentimiento  de  la 
nacionalidad  común  es  radioso  astro  que  jamás  llegan  a 
eclipsar  u  obscurecer  las  tormentas  de  la  guerra  civil. 
Aun  cuando  transitoria  y  accidentalmente  se  aislen  los 
pueblos  unos  de  otros,  la  República  existe  en  el  corazón 
de  todo  argentino.  Y  su  régimen  federal  viene  a  consoli- 
darse más  tarde,  en  1880,  con  la  federalización  de  la  ciu- 
dad de  Buenos  Aires,  declarada  capital  de  la  República. 

La  Constitución,  dictada  y  aceptada  por  todos  los 
pueblos  y  los  hombres  de  la  República,  es  el  arca  santa 
en  el  templo  de  la  patria.  La  Constitución  es  la  llave  de 
oro  de  nuestra  vida  institucional.  La  Constitución  es  el 
libro  sagrado  de  nuestra  nacionalidad  de  argentinos;  es  el 
Talmud,  la  Biblia,  el  Corán  del  ciudadano.  Con  letras  de 
fuego,  hállanse  escritas  en  sus  páginas  nuestras  libertades  y 
nuestros  derechos.  El  pueblo  es  el  soberano,  la  justicia  es 
su  cetro,  el  progreso  es  su  trono. 

La  Constitución  ha  sido  y  debe  ser  siempre  respeta- 
da, porque  representa  la  voluntad  del  pueblo  soberano. 
Mientras  éste  no  la  reforme,  quien  la  infrinja  com.ete  un 
crimen   de   lesa   patria  y   merece  escarnio  y  vituperio.  Su 


150  LA   TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

desobediencia  y  menosprecio  sólo  pueden  producir  anar- 
quía y  despotismo.  El  pueblo  dejará  entonces  de  ser  su 
propio  soberano;  esclavo  de  la  demagogia  o  de  la  tiranía, 
vivirá  desgraciado  y  perecerá  miserablemente.  Para  su  fe- 
licidad, el  pueblo,  gobernante  y  gobernado,  ha  de  respe- 
tar las  leyes,  y  ante  todo  la  Constitución,  que  es  la  Ley 
de  las  Leyes. 

69.  £1  nombre  de  la  República  Argentina. 
I.   ORIGEN   DEL   NOMBRE  DEL   RIO  DE   LA    PLATA 

Al  descubrir  el  río  hoy  llamado  de  la  Plata,  en  1516, 
Solís  lo  denominó  «  Mar  Dulce ».  Después  de  la  trágica 
muerte  del  atrevido  navegante,  sus  compañeros,  de  regreso 
a  España,  haciendo  justicia  a  su  infortunado  jefe,  apellidá- 
ronlo «río  de  Solís».  De  ellos,  unos  cuantos  quedaron 
náufragos  o  por  su  voluntad  en  la  isla  de  las  costas  del 
Brasil,  llamada  luego  de  «Santa  Catalina».  Allí  fué  donde 
se  pronunció  por  primera  vez  el  nombre  de  « río  de  ¡a 
Plata».  Esos  compañeros  de  Solís,  abandonados  en  el 
nuevo  continente,  vieron  que  algunos  aborígenes  de  la 
margen  septentrional  del  río  antes  descubierto  usaban  cier- 
tas planchas  de  plata;  según  explicaron,  obteníanlas  de  los 
indios  que  vivían  al  Norte,  en  la  comarca  donde  nacía  el 
principal  tributario  de  un  gran  río  que  dijeron  llamarse 
«  Paraná  ».  Los  naturales  de  la  isla  confirmaban  estos  datos, 
asegurando  que  algunas  piezas  de  plata  que  poseían,  pro- 
cedían de  los  aborígenes  de  ciertas  tierras  situadas  junto  a 
un  río  que  de  allí  quedaban  al  Oeste,  es  decir,  en  dirección 
correspondiente  a  la  indicada  por  los  otros.  Como  coincidían 
ambas  referencias,  algunos  españoles  se  encaminaron  a 
esas  tierras,  llegaron  hasta  las  orillas  del  Bermejo,  y  obtu- 
vieron planchas  de  plata  en  cambio  de  abalorios.  Cuando 
regresaban,  los  indios  Agaces  mataron  a  cuatro  de  ellos. 
Con  unos  pocos  indios  amigos,  lograron  los  demás  llegar 
de  regreso  a  Santa  Catalina,  trayendo  consigo  cierta  canti- 


LA    ÉPOCA    DE    LA    ORGANIZACIÓN    NACIONAL  151 

dad  del  precioso  metal.  Por  esto  se  llamó  entonces  a  la 
isla  « puerto »  o  « isla  de  la  Plata »,  aunque  también,  y 
con  más  generalidad  y  propiedad,  «  puerto  »  o  « isla  de  los 
Patos ».  Después,  la  diplomacia  portuguesa,  interesada  en 
negar  a  España  la  prioridad  del  descubrimiento,  divulgó  el 
nombre  de  «río  de  la  Plata  >■.  Tal  nombre  le  daba  esa 
hábil  cancillería  en  los  muchos  escritos  que  dirigió  a  los 
embajadores  y  a  los  ministros  de  Carlos  V,  en  los  anos 
de  1530  a  1535,  época  en  que  con  más  insistencia  preten- 
dió Portugal  el  dominio  del  río.  Sólo  en  muy  raros  docu- 
mentos, al  referirse  al  « río  de  la  Plata »,  agregaba,  por 
vía  de  aclaración,  «  que  algunos  dicen  de  Solís  ».  Carlos  V 
no  mostró  gran  empeño  en  mantener  el  nombre  del  des- 
cubridor. Acaso  hasta  le  fué  más  simpática  la  denominación 
de  «río  de  la  Plata»,  porque  no  rememoraba  la  catástrofe 
de  su  descubrimiento,  y  por  su  significación  alentaría  la 
codicia  de  los  conquistadores. 

Se  ha  supuesto  que  el  nombre  de  « río  de  la  Plata » 
empezó  a  dársele  a  consecuencia  de  las  muestras  de  este 
metal  que  Caboto  envió  a  España,  en  1528,  o  que  llevó 
por  sí  mismo,  en  1530.  Pero  basta  recordar  que  aquellas 
muestras  pesaron  poco  más  de  una  libra,  y  una  onza  las 
llevadas  por  Caboto.  Nada  significaban  junto  a  las  enormes 
cantidades  que  recibía  España  de  México  y  del  Perú.  Tam- 
poco podían  tener  tan  gran  importancia  las  «noticias»  de 
Caboto  respecto  de  la  plata  que  los  indios  le  dijeron  se 
encontraba  en  las  tierras  donde  nacían  los  tributarios  del 
Paraná...  En  todo  caso,  el  audaz  marino  sólo  aportó  un 
testimonio  más  en  favor  del  nombre  que  ya  se  divulgaba 
e  iba  generalizándose  en  el  uso  común  y  en  los  documentos 
oficiales. 

Según  Eduardo  Madero 

II.   ORIGEN  DEL  NOMBRE    DE    LA   R.    ARGENTINA 

Del  nombre  del  río  de  la  Plata  deriva  el  de  la  Repú- 
blica Argentina.    En    efecto,  la  primera  vez  que  se  aplicó 


152  LA    TRADICIÓN    Y    LA    lIIsiORIA 

el  vocablo  «  Argentina  »  a  estas  tierras,  fué  a  principio  del 
siglo  XVII,  por  el  imaginativo  cronista  Ruy  Díaz  de  Quzmán, 
quien  escribió,  en  1612,  una  -historia»  llamada  La  Argen- 
tina o  Del  descubrimiento,  población  y  conquisto,  del  rio  de 
la  Plata.  Más  tarde,  un  soldado  de  la  conquista.  Barco 
Centenera,  confeccionó  una  especie  de  crónica  rimada,  que 
calificó  de  «poema  histórico»,  y  tituló  a  su  vez  La  Argentina 
o  La  conquista  del  río  de  la  Plata.  Tanto  en  la  obra  de  Ruy 
Díaz  como  en  la  de  Barco  Centenera,  las  dos  más  poéticas 
que  históricas,  el  título  correspondía  al  subtítulo,  pues  se  ape- 
llidaba «río  Argentino»  al  descubierto  por  Solís.  Esos  cronis- 
tas poetas  empleaban  la  eufónica  voz  latina  argentum  (plata), 
al  mismo  tiempo  y  aun  con  preferencia  a  la  voz  castellana. 

En  la  época  de  la  colonización,  al  separarse  las  regio- 
nes platenses  del  gobierno  del  Paraguay,  creóse,  en  1617, 
una  provincia  llamada  oficialmente  «del  Río  de  la  Plata», 
y  comúnmente  «  de  Buenos  Aires  ».  El  virreinato,  instituido 
en  1776,  no  obstante  comprender  también  el  Alto  Perú,  el 
Paraguay  y  la  Banda  Oriental  del  Uruguay,  se  denominó 
«  virreinato  de  Buenos  Aires  »,  y  asimismo  «  de  las  Provin- 
cias del  Río  de  la  Plata».  Aunque  no  fueran  en  aquellos 
tiempos  tan  firmes  como  en  nuestros  días  la  nomenclatura 
geográfica  y  la  política,  el  nombre  poético  usado  por  Ruy 
Díaz  y  por  Barco  Centenera  no  tuvo  trascendencia  y 
quedó  por  entonces  casi  olvidado.  Más  que  un  ante- 
cedente del  nombre  de  la  República,  parece  ahora  una 
mera  coincidencia. 

El  rechazo  de  la  invasión  inglesa  de  1806  fué  cele- 
brado por  el  joven  Vicente  López  y  Planes  en  su  canto 
Triunfo  argentino.  Allí  se  usó  ya  la  expresión  «  argentino  » 
como  algo  distinto  de  lo  propiamente  español,  de  lo  ofi- 
cialmente colonial.  Después  de  estallar  la  Revolución,  el 
mismo  poeta  López  y  Planes  compuso  el  Himno  argentino, 
a  guisa  de  canción  patriótica  o  himno  nacional  del  pueblo 
revolucionario.  En  el  cuerpo  de  la  composición  llama 
« argentino »  a  este  pueblo,  y  « argentinos »  a  sus  miem- 


LA    ÉPOCA    DE    LA    ORGANIZACIÓN    NACIONAL  153 

bros  o  ciudadanos,  por  oposición  a  españoles  y  extranje- 
ros. Consigna  también  como  rótulo  genérico  de  la  nación 
sublevada  contra  la  dominación  española,  el  de  « Provin- 
cias Unidas  del  Sud  ». 

En  el  Congreso  de  Tucumán  se  declaró  solemnemen- 
te, el  9  de  julio  de  1816,  la  Independencia  de  las  «Pro- 
vincias Unidas  del  Río  de  la  Plata ».  Éste  fué  el  nombre 
generalmente  usado  hasta  1852,  para  designar  a  la  nación 
sin  herir  los  sentimientos  federalistas  de  autonomía  pro- 
vincial. Sólo  en  ocasiones  y  por  accidente  o  licencia  retó- 
rica, empleáronse  el  de  <  Provincias  Argentinas  »  y  el  de 
«Pueblo,  Nación  o  Federación  Argentina  >.  El  nombre  déla 
'  Argentina  »  se  consagró  definitivamente  por  el  Congreso 
del  Paraná,  de  1852,  que  dictó  en  1853  la  Constitución 
nacional  para  la  « Confederación  Argentina ».  Fué  éste  el 
título  oficial  de  la  nación  durante  el  período  de  separación 
del  Estado  o  provincia  de  Buenos  Aires.  A  la  reincorpo- 
ración de  esta  provincia  y  reintegración  del  país,  cuando 
se  modificó  la  Constitución  y  se  sancionó  definitivamente, 
en  1860-1861,  substituyóse,  por  fin,  el  apelativo  de  «Con- 
federación »  por  el  de  «  República  Argentina  ». 

Tal  es  el  origen  del  glorioso  nombre  de  la  Repúbli- 
ca: como  Venus  del  seno  turbulento  de  los  mares,  nace, 
invocado  por  un  elegante  latinismo  de  los  poetas,  de  las 
armoniosas  ondas  del  río  de  la  Plata.  Tal  es  el  origen  de 
un  nombre  amado  y  respetado  por  todos  los  pueblos  de 
América  y  del  mundo  entero :  el  nombre  de  una  nación 
invicta,  que,  si  se  hace  respetar  por  su  cultura  y  su  riqueza, 
también  se  hace  querer  universalmente  por  su  amor  a  la 
justicia. 

7o.  Nuestra  patria  y  las  demás  Naciones. 

La  República  Argentina  ha  sostenido  siempre  una 
política  internacional  de  paz  y  de  justicia.  Rodeada  de 
naciones  que  tuvieron  un  mismo  origen  colonial,  las  ha 
considerado  como  amigas   y  aliadas  naturales.  Jamás  pro- 


154 


LA   TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 


vocó  las  guerras  o  conflictos  que  pudo  tener  con  algunas 
de  ellas.  Ha  dado  a  sus  cuestiones  de  límites,  felizmente 
concluidas  todas,  la  pacífica  solución  del  arbitraje.  Inter- 
vino también,  en  cuanto  pudo,  para  que  encontrasen  so- 
lución semejante  las  cuestiones  de  límites  de  otras  repú- 
blicas hispanoamericanas ;  su  acción  ha  sido  de  orden  y 
de  confraternidad.  Como  una  hermana  mayor  de  esas 
repúblicas,  ha  velado  por  su  progreso  y  grandeza,  sin 
mezquinos  celos  localistas  ni  sueños  de  hegemonía. 

No  podrá  atribuirse  la  política  fraternal  de  la  Repú- 
blica Argentina  a  falta  de  nervio  y  de  valor.  Cuando  le 
ha  sido  necesario  defenderse,  el  pueblo  argentino  ha  de- 
mostrado vigorosa  fibra  guerrera.  Debiendo  rechazar,  en 
el  transcurso  de  su  historia,  unas  cinco  agresiones  del 
extranjero,  venció  siempre  en  la  lucha;  la  nación  no  fué 
nunca  vencida.  Puede  añadirse  que,  dentro  del  territorio 
propio,  jamás  ha  sido  francamente  derrotado  o  siquiera 
rechazado  un  ejército  argentino,  ni  aun  por  fuerzas  mu- 
cho mayores  y  más  aguerridas  y  disciplinadas. 

Las  cinco  guerras  o  conflictos  armados  que  deben 
considerarse  internacionales,  sostenidos  por  el  pueblo  ar- 
gentino, son:  las  invasiones  inglesas  de  1806  y  1807;  la 
guerra  de  la  Independencia,  de  1810  a  1824;  la  agresión 
brasileña  de  1824;  el  conflicto  del  dictador  Rosas  con 
Francia,  de  1827  a  1840,  y  la  guerra  del  Paraguay,  de  1865 
a  1870. 

Las  invasiones  inglesas  fueron  heroicamente  recha- 
zadas. El  más  inteligente  de  sus  jefes  ha  declarado  que 
el  pueblo  mismo,  aun  la  masa  de  valetudinarios,  mujeres 
y  niños,  que  en  toda  guerra  es  más  bien  un  obstáculo  para 
la  organización  de  la  defensa,  contribuyeron  aquí  a  ella 
poderosamente,  de  manera  no  vista  ni  prevista  en  la  historia 
de  las  conquistas  británicas.  En  la  guerra  de  la  Indepen- 
dencia, contra  la  dominación  colonial,  los  victoriosos  ejér- 
citos argentinos  dieron  libertad,  no  sólo  a  los  pueblos  de 
la    República,    sino    también    a   las    naciones    vecinas:    el 


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LA   ÉPOCA    DE   LA    ORGANIZACIÓN     NACIONAL 


15& 


Paraguay,  el  Uruguay,  Chile,  Bolivía  y  el  Perú.  La  aven- 
turada agresión  brasileña  de  1824  fué  repelida,  en  la  Banda 
Oriental  del  Uruguay,  por  rápida  y  brillante  campaña.  La 
agresión  francesa  contra  la  dictadura  de  Rosas  resultó  im- 
potente para  intervenir  en  la  política  interna  del  país.  Y, 
finalmente,  la  guerra  del  Paraguay,  lejos  de  ser  provocada 
por  la  República  Argentina,  fué  impuesta  por  la  dura  ne- 
cesidad de  la  defensa  nacional  contra  los  ataques  de  un 
tirano,  el  presidente  Francisco  Solano  López. 

Nada  más  hermoso  que  la  actitud  de  la  República 
Argentina  en  L-.:,  emergencias  internacionales,  actitud  al 
propio  tiempo  enérgica  y  pacífica,  valiente  y  generosa.  Ha 
opuesto  siempre,  a  las  pretensiones  ajenas,  sean  cuales 
fueren  su  fuerza  y  su  derecho,  el  principio  jurídico  del 
arbitraje.  Así,  sus  cuestiones  de  límites  con  Chile  se  zan- 
jaron sucesivamente  en  las  convenciones  de  1881,  1888, 
1893  y  1896.  La  cuestión  con  el  Brasil,  en  el  tratado  de 
arbitraje  de  1889.  La  cuestión  con  el  Paraguay,  en  1876. 
Esto  último  entraña  el  más  típico  ejemplo  de  la  política 
fraternal  de  la  República  Argentina.  Después  de  terminada 
la  guerra  del  Paraguay,  en  vez  de  ocupar  militarmente  el 
Chaco  Oriental,  separado  del  territorio  paraguayo  por  el  río 
Paraná,  y  al  que  creía  tener  derecho  por  los  antecedentes 
coloniales,  sometió  la  contienda  al  fallo  del  presidente  de 
los  Estados  Unidos  de  Norte  América,  y  éste  la  resolvió, 
en  1895,  a  favor  del  vencido  y  más  débil.  La  República 
Argentina,  sacrificando  sus  intereses  y  hasta  volviendo  sobre 
los  hechos  consumados,  en  virtud  de  su  ideal  de  confra- 
ternidad hispanoamericana,  perdió  aquella  ancha  y  rica 
región  llamada  Chaco  Oriental. 

El  antiguo  virreinato  del  Río  de  la  Plata  comprendía 
vastos  territorios,  cuya  capital  y  puerto  era  la  ciudad  de 
Buenos  Aires.  Estos  territorios  constituyeron,  después  de 
la  guerra  de  la  Independencia,  distintas  naciones:  la  Ar- 
gentina, el  Paraguay,  el  Uruguay  y  Bolivia.  Separáronse  leal 
y  amistosamente,  sin   que  pretendieran   las  autoridades  de 


156  LA    TRADICIÓN    Y    LA    HISTORIA 

la  antigua  capital  mantenerlas  unidas  bajo  su  preponde- 
rancia. Ni  Buenos  Aires  ni  la  República  Argentina  revelaron 
jamás  aspiraciones  imperialistas;  lejos  de  ello,  su  ideal  fué 
más  bien  la  confraternidad,  aun  la  confederación  espontánea 
y  libre,  si  fuera  posible  y  conviniese  a  los  intereses  de  las 
nuevas  nacionalidades. 

La  República  Argentina  es  acreedora  a  la  simpatía  y 
hasta  a  la  solidaridad  de  los  antiguos  pueblos  que  com- 
pusieron el  virreinato  del  Río  de  la  Plata.  En  efecto,  debe 
creerse  que  este  sentimiento  de  solidaridad  exista,  más 
poderoso  y  dinámico  de  lo  que  a  primera  vista  parece, 
en  las  cuatro  naciones  constituidas.  La  guerra  del  Para- 
guay no  fué  de  ningún  modo  una  lucha  verdaderamente 
popular,  sino  más  bien  la  resistencia  a  una  tiranía  agre- 
siva. Pasada  la  agresión  de  la  tiranía,  el  sentimiento  de 
confraternidad  reapareció,  como  el  sol  de  primavera  cuando 
se  disipa  la  tormenta.  También  a  veces  pequeñas  cues- 
tiones locales  parecen  dividir  hondamente  a  uruguayos 
y  argentinos.  Sin  embargo,  argentinos  y  uruguayos  se 
han  considerado  hasta  ahora  solidarios  en  varios  conflictos 
con  otros  Estados.  De  Buenos  Aires  partieron  fuerzas, 
durante  el  coloniaje,  para  oponerse  a  las  invasiones 
portuguesas  en  el  Uruguay,  y,  más  tarde,  después  de 
la  Independencia,  en  1824,  contra  la  agresión  brasileña. 
También  de  Montevideo  partieron,  en  1806,  fuerzas  para 
rechazar  la  primera  invasión  inglesa  en  Buenos  Aires, 
y,  en  la  guerra  del  Paraguay,  contra  las  pretensiones 
de  ciertos  caudillos  que  se  aliaron  a  la  república  agre- 
sora, la  opinión  pública  derrocó  al  gobierno  e  impuso 
su  alianza  con  la  República  Argentina,  el  país  agredido. 
Las  pasajeras  contiendas  o  disputas  locales  de  ciertos 
vecinos  y  los  argentinos  pueden  compararse  con  las 
discusiones  violentas  que  suelen  estallar  entre  hermanos 
varoniles  y  leales  de  opiniones  diversas,  y  que,  en  cuanto 
un  extraño  ataca  a  cualquiera  de  los  hermanos,  se  cal- 
man como  por  ensalmo ;  los  hermanos  se  unen  contra  el 


LA    ÉPOCA    DF.    LA    ORGANIZACIÓN"    NACIONAL  157 

extraño,  inspirados  por  su  inquebrantable  vínculo  de  amor 
y  de  sangre... 

Uniendo  a  sus  naturales  riquezas  el  constante  esfuerzo 
de  sus  hijos  y  su  lucha  por  la  cultura,  ocupa  ya  la  Repú- 
blica Argentina,  en  el  universal  concierto  de  las  naciones, 
prominentísimo  sitial.  Antes  de  cumplirse  el  primer  cente- 
nario de  su  vida  independiente,  durante  la  segunda  presi- 
dencia del  í^eneral  Roca,  por  medio  de  la  doctrina  de  Drago, 
proclamada  a  la  faz  del  mundo,  en  1902,  ha  negado  a  las 
potencias  europeas  la  facultad  de  reclamar  por  la  fuerza 
el  pago  de  la  deuda  pública  contraída  por  los  países  ame- 
ricanos, o  sea  lo  que  en  derecho  de  gentes  se  llama 
ahora  «ei  cobro  compulsivo;;  de  las  deudas.  Ha  interpuesto 
así  su  escudo  de  bronce  para  repeler  los  posibles  golpes 
y  ataques  abusivos  de  los  pueblos  fuertes  de  Europa  contra 
los  pueblos  aun  débiles  de  América.  Por  su  política  inter- 
nacional de  concordia  y  de  progreso  y  por  su  política  inter- 
continental de  legítima  defensa,  se  ha  hecho  doblemente 
digna  de  la  consideración  y  amor  de  las  demás  naciones 
americanas  y  de  todo  el  mundo  civilizado.  Por  otra  parte, 
posee  un  ejército  y  una  escuadra  -  ¡y  sobre  todo  un  pue- 
blo !  —  que  la  colocan  en  situación  de  resistir  cualquier 
ataque  a  su  libertad  y  a  su  suelo,  sin  pactar  frágiles  alian- 
zas ni  pedir  problemáticos  socorros.  En  su  comercio,  en 
su  política,  en  su  cultura,  la  República  Argentina  se  basta 
a  sí  misma.  Siempre  justa  y  siempre  vencedora,  preséntase 
ante  la  historia  y  antQ  los  otros  puebíSof.  de  la  tierra  como 
la  vivida  imac^en  de  la  Victoria  v  del  Derecho. 


PARTE  SEGUNDA 
LA   POESÍA  ARGENTINA 

7l.  I/a  Poesía  aréentina* 

t.  La  libertad  en  ruda  guerra  estalla» 
y  ella,  la  Poesía, 
es  el  vivo  clarín  de  la  batalla. 

2,  Surge  la  roja  sombra  del  tirano, 

y  ella,  la  Poesía, 
enluta  el  arpa  con  doliente  mano. 

3,  Triunfa  y  marcha  la  paz  hacia  adelante, 

y  ella,  la  Poesía, 
canta  la  marcha  de  la  paz  triunfante. 

4,  ¡  Salve,  clarín,  leyenda,  musa,  historia, 

oh  patria  Poesía, 
alma  del  pueblo  y  numen  de  la  gloria! 

I.  LA  POESÍA  POPULAR 

72.    La    poesía    éaucKesca. 

En  la  historia  de  todas  las  literaturas,  la  prosa  rítmica 
y  el  verso  preceden  a  la  verdadera  prosa,  y  la  poesía  po- 
pular a  la  poesía  artística.  Imitando  el  ritmo  de  la  respi- 
ración, el  verso  se  presta  mejor  a  ser  declamado  que  la 
prosa,  y  es  más  fácil  de  recordar.  Por  esto,  antes  de  la 
invención  de  la  escritura,  el  pueblo  recita  con  mayor  pla- 
cer y  recuerda  con  menor  esfuerzo  la  composición  rítmica  o 
versificada  que  una  mera  narración  prosaica.  El  ritmo  llega 


LA    POLSIA    POPULAR 


lü'J 


a  hacerse  necesario  para  la  continuación  y  durabilidad  de 
las  tradiciones.  Luego,  con  el  andar  del  tiempo,  e!  des- 
arrollo de  la  inteligencia  y  los  avances  de  la  cultura,  el 
poeta  ilustrado,  gramático  y  retórico,  aprovecha  el  rico 
material  de  la  poesía  popular,  perfecciona  sus  giros  y 
ritmos,  y  crea  la  poesía  artística,  que  constituye  la  -  gaya 
ciencia »  o  bella  arte  de  la  poesía. 

Con  las  demás  literaturas  verdaderamente  nacionales, 
también  la  argentina  tuvo  su  poesía  popular  originaria:  la 
poesía  gauchesca.  Antes  que  la  nación  existiera  politica- 
mente, durante  la  época  colonial,  el  criollo  del  campo  y 
de  los  suburbios,  el  gaucho,  cantaba  a  la  patria,  amaba  la 
libertad,  y,  sin  saberlo,  preparaba  la  independencia.  Bardo 
de  los  tiempos  heroicos,  era  inconsciente  profeta. 

Obraron  de  consuno,  para  formar  la  antigua  poesía 
gauchesca,  el  temperamento  étnico  del  gaucho  y  el  am- 
biente de  su  vida.  Descendiente  de  españoles  y  árabes, 
a  menudo  de  andaluces,  el  gaucho  poseía  un  genio  emi- 
nentemente contemplativo  y  poético.  En  sus  venas  hervía 
la  sangre  de  sus  antepasados  guerreros  y  arti:-tas,  nóma- 
das y  cantores.  La  poca  sangre  indígena  que  se  sumó  a 
su  ascendencia  europea  y  asiática,  vino  sólo  a  agregar  a 
su  idiosincrasia  cierta  salvaje  pasión  de  libertad.  El  infini- 
to desierto  de  las  pampas  le  invitaba  a  la  contemplación, 
y  las  continuas  luchas  con  la  indiada  vecina  templaban  su 
coraje.  Así,  por  la  herencia,  por  la  adaptación,  por  la  fa- 
talidad, el  gaucho  resultó  un  interesante  tipo,  cuyos  dos 
cultos  principales  eran  el  valor  personal  y  la  guitarra. 

Habiendo  importado  este  instrumento  de  España,  ía 
guitarra  era  su  inseparable  amigo,  el  confidente  de  sus 
horas  tristes  y  compañero  de  sus  horas  alegres.  No  con- 
cebía otra  bella  arte  que  la  poesía,  acompañada  de  la 
música ;  poesía  y  música  formaban  para  él,  como  en  las 
civilizaciones  primitivas,  un  solo  arte,  el  arte  único,  el  arte 
por  excelencia.  Los  mejores  cantores  y  guitarristas  se 
llamaban    payadores.   No    todos   los    gauchos   eran    lales; 


/^ 


i\ 


lüO  LA    poesía    argentina- 

muchos  había,  quizá  la  mayor  parte,  que  no  poseían  la 
doble  habilidad  sino  harto  mediocremente;  pero,  cualquiera 
que  fuese  en  cada  uno  la  capacidad  de  ejecutar  y  cantar, 
todos  amaban  el  arte  de  la  poesía  y  música  como  su  me- 
jor distracción.  Cuando  el  payador  tomaba  la  vihuela  —  ya 
para  cantar  solo,  ya  en  justa  o  payada  de  contrapanto 
con  algún  émulo  — ,  hacíase  siempre  el  silencio,  y  los 
espectadores  se  agrupaban  a  su  alrededor,  a  fin  de  no 
perder  una  palabra  ni  una  nota. 

Tan  íntima  es  en  la  poesía  popular  la  unión  de  la 
palabra  y  la  música,  que  los  géneros  se  distinguen  princi- 
palmente por  la  música  que  los  acompaña.  Los  tristes  y  vi- 
dalitas están  generalmente  en  tonalidad  menor;  los  cielitos, 
en  mayor.  La  melodía  de  estos  cantos  populares  tiene  algo 
de  oriental ;  sus  notas  alargadas  recuerdan  antiguas  melo- 
peas. En  realidad,  el  gaucho  ha  venido  a  transportar  a  las 
pampas  ciertas  maneras  típicas  de  las  interminables  salu- 
taciones al  sol  en  lo  alto  de  la  mezquita,  que  los  árabes 
aportaron  a  España.  Es  curioso  que  en  la  península  se 
perdieran  o  se  desfigurasen  mayormente  estas  formas  asiá- 
ticas, que  tanto  persisten  en  la  música  popular  de  América. 
La  explicación  de!  hecho  está  acaso  en  el  aislamiento  del 
gaucho,  y  asimismo  en  cierta  semejanza  entre  las  pampas 
y  los  desiertos  árabes.  La  melancolía  de  los  cantos  orien- 
tales persiste  en  el  estilo  de  los  cantos  americanos. 

El  verso  popular  gauchesco  es  siempre  octosílabo,  y 
casi  siempre  asonantado,  a  la  manera  de  los  romances  del 
siglo  XV.  Su  metro  y  sus  asonantes  se  presentan  llenos 
de  imperfecciones.  Como  se  trata  de  cantos  improvisados 
y  transmitidos  verbalmente,  no  se  puede  suponerles  ningu- 
na corrección.  Tantos  son  sus  naturales  defectos,  que, 
cuando  se  escMben  textualmente  según  los  cantan  los  más 
notables  payadores,  resultan  de  lectura  difícil  y  fastidiosa. 
De  ahí  que  los  más  populares  versos  gauchescos  sean, 
aun  en  la  campaña,  los  imitados  por  hombres  cultos  de  la 
ciudad,  como  José  Hernández  y  Estanislao  del  Campo. 


i.A    poesía   populai; 


161 


102  LA  poi'.si  \   argi;ntina 

La  imitación  sincera  y  feliz  viene  a  eclipsar  y  substituir 
al  original  casi   desconocido 

El  lenguaje  de  la  poesía  gauchesca,  más  que  un  ver- 
dadero dialecto,  representa  una  ligera  corrupción  de  la 
lengua  castellana.  Los  llamados  gaucliísmos  o  barbarismos 
gauchescos  son  generalmente  meras  alteraciones  fonéticas. 
Por  ejemplo,  se  dice  nü.'des  por  anadie»,  pagao  por  apa- 
gado», estrumento  por  «instrumento».  O. ras  veces  cons- 
tituyen sólo  expresiones  arcaicas,  en  desuso  en  España: 
ansina  por  <<  así  >>,  vide  por  « vi  »,  fierro  por  «  hierro ». 
Hase  mantenido  el  tratamiento  de  vos,  y  no  se  ha  adap- 
tado el  de  tú.  El  vení,  el  anda,  el  tonidi,  apócopes  de 
'  venid,  andad,  tomad  »,  implican  expresiones  corrientes, 
conservadas  en  América,  del  antigua  habla  popular  an- 
daluza. También  se  conserva  el  che  valenciano.  Puede 
decirse,  por  lo  tanto,  que,  en  ciertas  formas,  el  lenguaje 
gauchesco  se  presenta  hasta  como  más  castizo  que  la 
moderna  lengua  española. 

En  la  prosodia,  los  gauchos,  y  en  general  los  argen- 
tinos y  otros  americanos,  conservamos  un  dejo  del  acento 
andaluz.  Pronunciase  la  c  y  la  z  como  s,  y  la  r  como  b. 
Además,  el  gaucho  no  pronuncia  ciertas  consonantes  de 
fin  de  sílaba:  dice  dotor,  fóforo,  inorante,  ciudá.  Sin  em- 
bargo, las  consonantes  suprimidas  son  pronunciadas  por  la 
gente  culta,  la  cual,  además^  aunque  confunda  la  .9,  la  c  y 
la  z,  suele  distinguir  la  i'  de  la  b.  Algunas  veces,  en  ciertas 
expresiones  y  giros,  el  habla  del  criollo  recuerda,  no  sólo 
al  andaluz,  sino  al  propio  gitano.  La  conservación  de  tales 
formas  se  explica  por  el  aislamiento  de  la  vida  colonial. 

Los  temas  de  la  poesía  popular  gauchesca  son  princi- 
palmente el  amor  y  la  guerra.  Cántase  el  amor  en  tristes, 
vidalitas  y  cielitos,  un  amor  al  propio  tiempo  impulsivo  y 
contemplativo,  salvaje  y  religioso.  Cántase  la  guerra  con 
la  antigua  indiada,  que  incendiaba  las  poblaciones,  cauti- 
vaba a  las  mujere.s  mataba  cuanto  podía.  Esos  cantos  de 
amor  y  de  guerra  poseen  alto  lirismo,  y  los  últimos,  hasta 


LA  poesía  popular  H)3 

cierto  vuelo  épico.  En  algunos  momentos  se  hacen  sin 
embargo  desagradables,  para  el  hombre  moderno  y  de  ia 
ciudad,  sus  frecuentes  y  exagerados  alardes  de  valor.  Los 
cantos  populares  gauchescos,  que  tuvieron  su  época  de 
oro  antes  del  nacimiento  de  la  poesía  artística  argentina, 
es  decir,  antes  de  la  mdependencia  nacional,  degeneran 
después.  Han  llegado  a  nosotros  en  formas  un  tanto  deca- 
dentes, en  las  que  a  veces  el  amor  se  transforma  en  sen- 
sualidad, los  celos  en  vulgar  matonismo,  el  antiguo  pun- 
donor en  fanfarronadas  y  en  sanguinarias  y  antisociales 
ferocidades,  la  altivez  en  desprecio  de  la  opinión  y  de  las 
leyes,  y,  sobre  todo,  el  gracejo  ordinario  en  vulgar  bufo- 
nería. Y  aun  así,  a  pesar  de  tan  lamentable  como  lógica 
decadencia,  tienen  en  nuestros  días  esos  cantos  populares 
su  grandiosidad  y  belleza,  ¡  tan  bellos  y  grandes  debieron 
ser  en  los  tiempos  heroicos ! 

73.  Anastasio  el  Pollo. 

Estanislao  del  Campo  (1835-1875),  distinguido  poeta 
y  hombre  publico  de  Buenos  Aires,  que  fué  diputado  al 
Congreso  Nacional  y  secretario  del  gobernador  de  la 
provincia  en  cnya  capital  nació  y  vivió,  ha  obtenido  su 
más  extensa  y  duradera  gloria  con  el  rústico  y  jocoso 
pseudónimo  de  Anastasio  el  Pollo.  Su  actuación  periodística, 
parlamentaria  y  política,  y  aun  su  tomo  de  Poesías  serias, 
todo  parece  hoy  olvidado,  mientras  que  ¡os  cantares  gau- 
chescos de  Anastasio  el  Pollo  viven  y  vivirán  poderosa- 
mente en  la  imaginación  del  pueblo.  Es  que,  en  efecto,  el 
joven  payador  ha  venido  a  representar  una  fase  de  carácter 
gauchesco,  acaso  la  más  simpática:  su  humorismo,  al 
propio  tiempo  alegre  y  tierno,  suspicaz  e  ingenuo,  burlón 
e  imaginativo.  Así  como  Santos  Vega  es  el  gaucho  de  la 
leyenda,  y 'Martín  Fierro,  en  cierto  modo,  el  de  la  historia, 
Anastasio  er'Poílo  es  eT "gaucho  de  la  literatura,  y~3'e  una 
literatura  que,  lejos  de  degenerar  en  exageraciones  o  bufo- 


Íó4 


LA    POEtlA    ARGENTINA 


nadas,  en  melodrama  o  saínete,  se  mantiene  siempre  honesta, 
sencilla,  verJaderamen;e  artística. 

De  las  poesías  gauchescas  de  Estanislao  del  Campo,  la 
más  larga  y  popular,  sin  duda  la  de  mayor  mérito,  es  el 
poema  Fausto  (Impresiones  ac:  gaucho  Anastiisio  el  Pollo). 
Anastasio  el  Pollo  es  un  paisano  payador  que  ha  venido 
a  la  ciudad  de  Buenos  Aires  para  cobrar  el  importe  de 
unos  fardos  de  lana.  Como  sus  deudores  le  entretienen 
aplazando  el  momento  de  pagarle,  se  queda  unos  días  en 
la  ciudad,  y  una  noche,  viendo  dirigirse  mucha  gente 
al  teatro  Colón,  allá  se  dirige  él  también.  Compra  su 
entrada  y  ocupa  su  sitio  en  la  más  barata,  y,  por  con- 
siguiente, más  alta  galería  del  teatro,  --adonde  va  la  paisa- 
nada  i.  Represéntase  la  ópera  Fausto,  de  Gounod.  El  rús- 
tico ve  azorado  levantarse  el  telón  y  desarrollarse  el  drama 
musical,  como  en  un  sueño;  no  sabe* si  aquello  es  ilusión 
o  realidad... 

A  los  pocos  días,  antes  de  haber  salido  de  la  profunda 
impresión  que  le  ha  causado  el  espectáculo,  encuéntrase 
a  orillas  del  río  con  otro  paisano,  su  amigo  don  Laguna. 
Ambos  se  saludan  con  la  sencillez  de  su  amistad  campestre, 
tratándose  de  «; hermanos»  y  cuñaos,  y  entablan  un  diálogo 
lleno  de  la  intención  y  picardía  propias  del  gaucho.  Don 
Laguna  menta  al  diablo,  y  Anastasio  el  Pollo  le  dice  que 
le  ha  visto  la  otra  noche...  ¿Cómo?  ¿Dónde?...  Ahí  encaja 
su  larga  narración.  El  pavador  cuenta  el  punzante  drama, 
según  lo  siente  y  lo  interpreta.  Describe  la  pasión  de 
Fausto,  su  pacto  con  el  diablo,  la  belleza  de  .Margarita,  sus 
desdichas,  su  muerte...  A\  principio,  don  Laguna  le  escucha 
con  incredulidad;  pero,  poco  a  poco,  le  va  dominando  a 
él  también  la  emoción  de  su  ^t  amigazo  .  El  narrador  y 
su  oyente  se  apasionan  en  el  relato,  hasia  creer  en  su 
realidad  y  derramar  lágrimas...  Al  final,  entusiasmado  y 
agradecido,  don  Laguna  invita  a  comer  a  Anastasio  el  Pollo. 
Tal  es  el  original  argumento. 

El  grande  é.xito  de  este  poema  gauchesco  estriba  prin- 


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I  A    POÍsí^IA     POPt.T.AR 


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cipalniente  en  el  natural  gracejo  del  diálogo  y  la  linda 
poesía  del  relato.  Toda  la  composición  está  salpicada  de 
felices  ocurrencias  y  de  oportunos  chistes.  Anastasio  y 
don  Laguna,  a  pesar  de  su  candor  y  rusticidad,  poseen  un 
espíritu  vivo  y  humorista.  Comprenden  a  su  modo  los 
caracteres  de  los  personajes  y  hasta  la  eterna  belleza  de 
la  vieja  leyenda  y  del  drama  de  Goethe,  que  sirven  de 
tema  a  la  ópera  de  Gounod.  Imagínanse  un  tal  don  Fausto 
gaucho,  enamorado  de  alguna  picara  rubia  de  la  ciudad... 
¡Y  le  compadecen,  vituperan  y  perdonan,  como  identifi- 
cándose con  su  singular  y  sin  embargo  tan  humana  aven- 
tura de  vender  el  alma  al  diablo  por  una  mujer! 

La  lectura  del  Fausto  gauchesco  deja  una  duda  en  el 
ánimo.  ¿Creía  o  fingía  creer  Anastasio  el  Pollo  la  reali- 
dad del  drama?  Si  nos  atenemos  a  la  letra,  cierto  es  que 
el  payador  parece  completamente  engañado...  Si  nos  ate- 
nemos al  espíritu  del  poema,  resulta  inaceptable  que  inge- 
nio tan  agudo  incurriese  en  confusión  tan  torpe...  Tam- 
poco puede  aceptarse  que  la  aparente  torpeza  del  gaucho 
sea  un  mero  recurso  cómico  del  autor,  porque,  si  así  fuera, 
su  personaje  carecería  de  relieve  y  de  literaria  sinceri- 
dad. La  psicológica  solución  de  la  duda  es  más  com- 
pleja. .A  mi  juicio,  Anastasio  el  Pollo,  ni  creía,  ni  dejaba 
de  creer... 

El  gaucho,  como  se  dice  vulgarmente,  x^  no  tiene  un 
pelo  de  zonzo  -\  Es  desconfiado  y  hasta  escéptico  por 
temperamento ;  sin  embargo,  es  también  imaginativo,  y 
por  excelencia.  Como  si  su  imaginación  propendiera  es- 
pontáneamente a  creer  todo  lo  maravilloso,  su  viva  y  na- 
tural inteligencia  le  pone  un  freno  de  esceptismo  y  de  des- 
confianza. Al  levantarse  el  telón,  Anastasio  el  Pollo  tiene 
plena  conciencia  de  la  ficción  dramática.  Luego,  entusias- 
mándose con  el  drama,  deja  correr  su  cálida  fantasía; 
todo  aquello  puede  ser  verdad,..  ¡Todo  aquello,  siendo  tan 
hermoso,  debe  ser  verdad!...  ¡Todo  aquello  es  verdad  1... 
Por  las  leyendas,  trovas  y  creencias   populares,  está  ya  él 


k 


I6B  LA    POESÍA    ARGENTINA 

familiarizado  con  las  diabluras  del  diablo.  ¿Por  qué,  como 
a  Santos  Vega  y  a  tantos  otros,  no  se  le  ha  de  aparecer 
el  Malo,  el  temido  Juan  sin  Ropa,  a  ese  don  Fausto, 
aunque  sea  en  público  teatro?  No  es,  pues,  Anastasio  el 
Pollo  un  simple,  ni  tampoco  un  farsante.  Más  bien  es 
un  poeta,  con  el  alma  de  un-  niño,  pero  de  un  niño  mali- 
cioso, y  la  imaginación  de  un  dios,  pero  de  un  dios  in- 
genuo. Posee  algo  del  buen  sentido  de  Sancho,  mucho 
de  la  soñadora  fantasía  de  don  Quijote,  y  más  aún  de 
la  ignorancia  de  Segismundo.  Si  la  vida  es  como  un  sueño, 
¿no  ha  de  ser  el  sueño  tan  real  como  la  vida?...  Piensa 
que  es  bello  creer,  desea  creer,  cree  creer,  cree,  y,  en  todo 
caso,  siente  como  si  creyera.  ¡Y  no  sólo  para  payar  ante 
los  demás,  sino  también  para  consigo  mism.o !  ¿No  es  por 
ventura  un  poeta?... 

Es  un  gaucho  poeta,  la  quinta  esencia  del  gaucho. 
Cuando  ve  por  primera  vez  cruzando  la  Pampa  una  loco- 
motora que  arrastra  un  convoy  de  vagones,  murmura  el 
gaucho:  <^  A  mí  no  me  engañan.  Los  caballos  que  tiran 
van  dentro  ».  Sin  embargo,  cuando  le  sorprenda  más  tarde 
su  patrón  en  un  aeroplano,  ha  de  exclamar:  «Si  yo  tu- 
viera ese  coche,  no  m.e  andaría  por  la  tierra,  iría  a  visitar 
la  luna  y  las  estrellitas  del  cielo  ».  Y,  una  vez  remontán- 
dose su  imaginación  con  el  vuelo  del  aeroplano,  no  le 
costará  mucho  describir  la  luenga  barba  blanca  del  señor 
San  Pedro  y  la  luminosa,  sonrisa  de  la  Virgen  María... 
Así  nos  describe  y  nos  cuenta  Anastasio  el  Pollo  las  tre- 
tas de  Mefistófeles,  las  pasión  de  Fausto  y  las  penas  de 
Margarita, 

74.  YX  éaucKo  Martín   Fierro. 
I.    EL  GAUCHO  MALO 

En  las  pampas,  desiertas  durante  el  coloniaje,  como 
no  había  autoridades  judiciales,  el  gaucho  se  hacía  justicia 
por  su  propia  mano.  Heredero   de   los  viejos  sentimientos 


LA    poesía    popular 


167 


de  su  raza,  él  también  apelaba  al  juicio  de  Dios  en  singular 
desafío.  Retaba  a  su  ofensor  para  un  duelo  a  cuchillo, 
arrol.aba  el  poncho  en  el  brazo  izquierdo,  desenvainaba  la 
faca  en  la  diestra  amenazadora,  y  combatía  hasta  caer  o 
dejar  tendido  en  el  campo  a  su  adversario,  impuesto  el 
castigo  o  satisfecha  la  venganza,  el  vencedor  recibía  el 
premio  de  su  valor  y  destreza,  en  forma  de  público  aprecio. 
No  era  un  criminal,  sino  un  caballero  de  su  derecho. 

Cuando  las  pampas  se  poblaron  más  densamente  y  se 
organizaron  las  autoridades  políticas  y  jurídicas  de  la 
campiña,  después  de  la  Independencia,  a  mediados  del 
siglo  XIX,  la  situación  del  gaucho  resultaba  difícil  y  peli- 
grosa. Habituado  a  no  reconocer  otra  jurisdicción  que  lá 
de  su  voluntad  soberana,  ni  otra  autoridad  que  el  ejercicio 
de  su  derecho,  la  ley  venía  a  chocar  con  sus  costumbres 
seculares.  La  ley  castigaba  al  homicida,  matara  o  no  en 
leal  duelo,  y  la  policía  le  perseguía  hasta  aprehenderle  y 
encerrarle  en  la  cárcel.  Esta  intromisión  de  la  ley,  la  policía 
y  los  jueces  en  su  vida  íntima  no  pudo  ser  atacada,  ni 
llegó  fácilmente  a  ser  siquiera  comprendida.  El  gaucho,  a 
pesar  de  las  reformas  de  la  nueva  organización  social,  se 
sentía  tan  dueño  como  antes  de  sus  actos  y  de  su  faca. 
Obraba  según  la  costumbre,  que  era,  para  su  conciencia, 
la  verdadera  ley  de  Dios  y  de  los  hombres...  Sin  pensar  ni 
remotamente  en  la  existencia  de  los  tribunales  que  debían 
castigar  las  afrentas,  continuó  viviendo  y  procediendo  según 
las  ideas  de  su  antiguo  régimen  de  barbarie.  Más  que  la 
lejana  y  novedosa  sanción  de  las  leyes,  estimaba  la  inme- 
diata sanción  moral  de  sus  semejantes,  quienes  abrumaban 
con  el  desprecio  al  cobarde  que  sufría  en  silencio  la  injuria 
o  la  agresión. 

Esta  disparidad,  esta  irreducible  contradicción  entre  los 
sentimientos  arraigados  y  las  innovaciones  de  los  tiempos, 
hicieron  del  gaucho  una  víctima  de  las  circunstancias.  Si  no 
era  valiente  y  dejaba  sin  castigo  la  ofensa,  decaía  en  el 
concepto  de  los  suyos;  si  lo  era  y  la  castigaba,  la  ley  el 


IQ>8  LA  poesía  argentina 

perseguía  y  le  imponía  durísima  sanción.  Prefiriendo  expo- 
nerse a  la  pena  jurídica  antes  que  soportar  el  desprestigio 
moral,  el  gaucho  mantuvo  su  clásico  duelo  a  cuchilló. 
Ocurría  entonces  que,  habiendo  matado  a  su  enemigo,  huía 
para  evitar  la  cárcel  y  el  patíbulo ;  refugiábase  en  el 
desierto;  no  le  era  permitido  ya  volver  a  su  pago;  susten- 
tábase como  podía,  de  gamas  y  quirquinchos,  o  carneando 
las  reses  que  encontraba  a  su  paso.  La  policía  enviaba 
diestras  partidas  en  su  persecución ;  él  estaba  fuera  de  la 
ley;  cazábasele  como  a  una  fiera.  La  lucha  por  la  libertad 
y  por  la  vida  le  obligaban  al  merodeo  y  a  defenderse 
matando  milicianos.  Transformábase  en  « gaucho  malo », 
ladrón  y  homicida,  más  que  por  su  naturaleza,  buena  y 
generosa,  por  una  triste  fatalidad. 

El  pueblo,  que  sabe  distinguir  al  bueno  del  malo,  le 
perdonaba  su  yerro  en  saberse  defender.  Considerábasele 
una  víctima  del  destino.  «Se  ha.  des graciao »,  decíase,  por 
toda  explicación  de  su  delito.  El  «  gaucho  malo »,  matrero 
y  cuatrero,  encontraba  en  cada  rancho  un  techo  hospitala- 
rio, y  en  cada  paisano  un  amigo.  Todos  comprendían  que 
a  cualquiera  de  ellos  podía  tocarle  alguna  vez  en  suerte 
matar  y  andar  huido,  y  se  mostraban  caritativos  y  frater- 
nales, no  sólo  por  simpatía,  sino  hasta  por  previsión. 
Ocultaban  al  prófugo,  eran  sus  naturales  encubridores,  des- 
pistaban a  la  policía.  Los  mismos  milicianos,  gauchos  asa- 
lariados por  el  poder  público,  no  estaban  muy  seguros  de 
su  derecho  de  perseguir  al  «bandido».  Dábanle  tiempo  para 
huir,  le  buscaban  con  desgano,  y,  al  hallarle,  peleaban  sin 
entusiasmo.  ¡  El  perseguido,  en  cambio,  yéndole  la  vida  en 
la  victoria  y  la  fuga,  defendíase  como  un  héroe! 

Si  se  le  sorprendía  a  pie,  hería  a  un  gendarme  en  el 
rostro,  a  otro  en  la  mano,  tal  vez  a  alguno  en  el  vientre. 
Los  agresores  se  retiraban  temerosos,  mientras  que  él, 
aprovechando  el  momento  de  confusión  producido  por  su 
recio  ataque,  saltaba  sobre  el  caballo,  ya  casi  seguro,  y 
huía  a  todo  correr,  indinándose  sobre  el  cuello  del  animal 


LA    POESÍA     POPULAR  169 

para  no  presentar  bulto  a  las  balas  oficiales  que  silbaban 
a  su  espalda.  Admirábanle  los  mismos  milicianos.  Simpa- 
tizando decididamente  con  el  personaje,  la  paisanada  exa- 
geraba su  bravura.  Este  íntimo  aplauso,  esta  oculta  publi- 
cidad de  sus  actos,  le  estimulaba  hasta  embriagarle  como 
un  vino  generoso.  Sabía  que  era  el  centro  de  todas  las 
miradas,  y  esforzaba  sus  proezas,  rayando  en  la  temeridad. 
Llegaba  hasta  presentarse  en  sitios  públicos,  en  la  pul- 
pería o  en  las  carreras,  con  garbo  de  vencedor,  a  cose- 
char lisonjas  y  admiraciones.  ¡No  sólo  luchaba  por  la  vida, 
sino  también  por  la  gloria! 

En  razón  directa  con  la  popularidad  del  gaucho,  cre- 
"cía-  la  impopularidad  de  sus  perseguidores.  Las  autorida- 
des de  origen  ciudadano  eran  malqueridas  en  las  pampas. 
A  causa  del  antagonismo  económico  del  campo  y  la  ciu- 
dad, nunca  hubiesen  podido  ser  bien  vistas,  aunque  hubie- 
ran sido  comprendidas  por  el  pueblo  y  correctas  en  el 
desempeño  de  sus  funciones.  Comprendidas  no  lo  fueron, 
y,  por  desgracia,  la  falta  de  educación  social  de  los  fun- 
cionarios civiles  y  militares,  sobre  todo  de  los  comisarios 
y  jefes  políticos,  hacíanlos  odiosos,  doblemente  odiosos: 
como  autoridad  contraria  a  las  costumbres  seculares,  y  por 
desempeñar  malamente  esta  autoridad.  Abusaban  del  man- 
do y  solían  imponer  al  gaucho  vergonzosas  humillaciones. 
Caudillejos  vulgares  y  sensuales,  creíanse  a  veces  facul- 
tados para  atropeilar  los  más  sagrados  derechos.  Dueños 
de  la  fuerza,  acababan  por  suponerse  también  dueños  de 
la  hacienda,  de  la  honra  y  hasta  de  la  conciencia  de  sus 
gobernados.  No  sólo  les  imponían  sus  opiniones  políticas, 
en  las  parodias  de  democracia,  obligándolos  a  votar  en 
barbecho,  sino  que,  con  la  amenaza  de  persecuciones, 
más  o  menos  disfrazadas  de  legalidad,  también  los  ataca- 
ban, llegado  el  caso,  hasta  en  su  vida  privada.  Contaban 
con  la  impunidad ;  nadie  podía  fiscalizar  en  el  desierto  el 
poder  de  sus  fusiles  y  sables.  Por  otra  parte,  servían  a 
algún   caudillo   de   la   ciudad,   que,   agradecido   a  sus   ser- 


170  LA     POESÍA    ARGENTINA 

vicios,  los  escudaría  en  el  improbable  caso  de  que  el  Estado 
los  llamase  a  cuentas  por  sus  desmanes. 

Así,  del  choque  de  las  antiguas  costumbres  y  del  moder- 
no derecho,  agravado  por  los  abusos  de  autoridad  que 
representaba  este  derecho  vencedor,  como  una  chispa  del 
choque  de  dos  pedernales,  ha  brotado  la  leyenda  del  «  gau- 
cho malo »  o  desgraciao.  Juan  Moreyra,  Pastor  Luna, 
Juan  Cuello  y  tantos  otros  paisanos  más  o  menos  justa  o 
injustamente  condenados  por  la  policía  civil,  resultan,  aun- 
que forajidos,  verdaderos  héroes  populares.  El  pueblo  los 
ama,  los  aplaude,  los  venera.  Son  mártires  ignorados;  son 
creaciones  de  la  historia  embellecidas  por  la  fantasía.  De 
ahí,  de  sus  hechos  y  vidas,  nace  la  novela  criolla.  De 
ahí  nace  también  el  teatro  nacional  argentino. 

II.   MARTIN   FIERRO 

Entre  todos  los  tipos  de  « gaucho  malo  »  presentados 
en  la  literatura  popular  argentina,  el  más  acabado  y  poé- 
tico es  Martín  Fierro.  José  Hernández,  un  hombre  culto, 
entrerriano,  periodista  de  profesión,  creó  el  personaje  en 
un  poema  gauchesco  (1875).  A  pesar  del  lenguaje  inco- 
rrecto y  de  la  mala  versificación  propia  del  género,  y  tal 
vez  por  estas  mismas  imperfecciones,  el  poema  es  her- 
moso y  sincero.  La  inspiración  alcanza  a  veces  destellos 
épicos.  El  carácter  del  protagonista  es  intere'sante,  aunque 
algo  desigual,  y  el  cuadro  tiene  cierta  verdad  y  realismo", 
como  si  fuera  miás  histórico  que  poético. 

Martín  Fierro  representa  un  gaucho  del  tipo  común, 
nada  idealizado  por  el  poeta.  Es  valiente,  generoso,  pen- 
denciero, payador,  y,  por  desgracia,  aficionado  a  bebidas 
alcohólicas.  Tiene  el  vino  agresivo ;  va  a  una  pulpería, 
bebe  unos  tragos  para  inspirarse  y  cantar  en  la  guitarra, 
y  arma  camorra,  como  sin  quererlo,  a  algún  concurrente. 
Salen  ambos  al  campo,  pelean  a  cuchillo,  y  mata  a  su 
adversario.  Parece  sucederle  esto  con  deplorable  frecuen- 
cia. Naturalmente,   la  policía   persigue  al  homicida.    Martín 


LA     POESÍA     POPULAR  171 

Fierro  tiene  que  huir,  abandonando  en  el  rancho  a  su 
mujer  y  a  sus  hijos.  Alcánzale  una  partida  miliciana,  y, 
no  pudiendo  fugarse,  hace  frente.  Con  admirable  denuedo 
deja  fuera  de  combate  a  varios  de  sus  perseguidores.  Sin 
embargo,  acosado  por  el  número,  está  a  punto  de  caer 
vencido.  Preséntase  entonces  providencialmente  a  secun- 
darle en  su  lucha  otro  paisano,  Cruz,  también  perseguido 
por  la  policía,  a  causa  de  un  homicidio  semejante  a  los 
cometidos  por  Martín  Fierro.  Los  dos  gauchos  arremeten 
tan  fieramente  que  ponen  en  huida  a  los  gendarmes. 
Quedan  dueños  del  campo,  y,  para  evitar  nuevos  encuen- 
tros con  las  fuerzas  de  la  autoridad,  que  saben  han  de 
vencerlos  alguna  vez,  huyen  juntos  a  la  frontera,  a  pedir 
hospitalidad  a  los  indios  y  refugiarse  en  sus  aduares.  Aquí 
termina  el  poema  llamado  EL  gaucho  Martín  Fierro. 

Años  después  de  aparecer  este  poema,  con  unánime 
éxito  de  librería  y  de  crítica,  José  Hernández  publicó  su 
segunda  parte,  titulada  La  vuelta  de  Martín  Fierro.  El 
protagonista  y  su  amigo  Cruz  llegan  inoportunamente  a 
la  frontera.  Ocupados  los  indios  en  preparar  un  «  malón  », 
reciben  a  los  dos  gauchos  con  recelo  y  en  disposición  de 
matarlos.  Un  cacique,  menos  feroz  que  sus  compinches, 
les  salva  la  vida,  pero  los  mantiene  aislados  y  cautivos. 

Los  dos  gauchos  pasan  largas  y  múltiples  peripecias. 
Presencian  un  malón  y  una  espantosa  epidemia  de  virue- 
la. Esta  enfermedad  arrebata  la  vida  a  Cruz.  Martin  Fie- 
rro queda  solo  en  el  desierto.  Conoce  allí  a  una  cautiva 
de  los  indios,  a  la  que  inflige  un  cacique  los  tormentos 
más  atroces.  Indignado,  lucha  con  él,  le  mata,  y^  huye  lle- 
vando a  la  cristiana  en  las  ancas  de  su  caballo.  Entonces 
vuelve,  por  fin,  a  su  pago,  después  de  una  ausencia  de 
dos  lustros.  Su  rancho  está  en  ruinas;  es  una  «tapera». 
Su  mujer  ha  muerto  en  el  hospital.  Sus  hijos  andan  des- 
parramados por  el  mundo:  uno  ha  estado  preso  injusta- 
mente; otro,  a  quien  una  tía  recogió  y  dejó  una  herencia, 
fué'  robado    por   la   gente   de    curia...    Felizmente,  también 


172  LA   POESÍA    ARGENTINA 

ha  desaparecido  el  juez  que  perseguía  a  Martín  Fierro, 
el  «gobierno»  le  deja  ahora  tranquilo.  ¿Hasta  cuándo?... 
El  poema  no  lo  resuelve.  El  lector  piensa  que  hasta  que 
cometa  un  nuevo  crimen... 

Esta  parte  segunda  de  Martín  Fierro,  como  tantas 
otras  parles  segundas  de  obras  notables,  aunque  salpi- 
cada de  agudos  rasgos  de  ingenio,  carece  de  la  armonía  y 
hasta  de  la  pujante  verdad  de  la  primera.  La  vuelta  del 
gaucho  y  su  rehabilitación  jurídica  parecen  un  tanto  arti- 
ficiosas. Diríase  que  el  autor  las  cuenta  para  que  en  defi- 
nitiva resulte  su  héroe  triunfante.  Pero  de  hecho  no  es  así: 
en  la  imaginación  del  pueblo,  el  héroe  resulta  derrotado. 
Forzosamente  deben  triunfar,  sobre  el  antiguo  y  rústico 
derecho  consuetudinario,  el  nuevo  derecho  legal,  las  insti- 
tuciones, la  cultura.  Esto  es  lo  que  nos  enseñan  la  histo- 
ria y  la  experiencia.  La  vuelta  de  Martín  Fierro  no  pasa, 
pues,  de  ser  un  juego  de  imaginación,  con  páginas  tan 
felices  como  los  sesudos  consejos  del  viejo  «Vizcacha»,  el 
trozo  más  popular  de  todo  el  poema. 

Martín  Fierro  tiene  el  valor  de  un  documento  histó- 
rico. Podrá  Hernández  haber  imitado  más  o  menos  fiel- 
mente el  lenguaje  gauchesco ;  podrá  acertar  o  equivocarse 
en  tal  cual  episodio  o  detalle;  pero  su  obra  es  una  sín- 
tesis de  cierto  estado  social,  y  su  personaje  alcanza  las 
proporciones  de  un  símbolo.  El  gaucho  Martín  Fierro, 
más  que  un  determinado  hombre,  es  el  tipo  genérico  del 
gaucho  a  mediados  del  siglo  xix,  y  su  figura,  real  o  fan- 
tástica, ha  de  perpetuarse  en  la  memoria  del  pueblo  ar- 
gentino como  la  de  un  héroe  de  los  tiempos  bárbaros. 

H.  LA  POESÍA  ARTÍSTICA 

75.  E,l  Himno  nacional  aréentino  y  su  autor. 

Llámase  himno  a  un  canto  de  abalanza.  En  el  himno 
se  expresan  los  grandes  sentimientos  sociales,  patrióticos 
o  rehgiosos.  Exaltada  el  alma,  necesita  esta  forma  poética 


i.A  POF.si.v  artística  173 

y  musical  para  manifestar  su  exaltación ;  el  himno  brota 
como  una  flor  en  la  planta  llena  de  savia  y  besada  por  el 
sol  de  la  primavera.  Palabras  y  sonidos,  versos  y  acordes 
se  levantan  entonces  del  alma  y  constituyen  el  himno,  que 
es  poesía  y  música,  ritmo  y  pensamiento,  amor  y  acción. 
¡Elevemos  los  corazones!... 

Nacido  con  la  guerra  de  la  Independencia  el  excelso 
sentimiento  de  la  nacionalidad  argentina,  el  pueblo  recla- 
maba una  canción  que  lo  expresara.  La  Asamblea  de  1813 
resolvió  adoptar  un  <  himno  nacional »,  y  encomendó  su 
composición  a  los  poetas.  El  solemne  momento  histórico, 
obtenidas  las  victorias  de  Salta  y  Tucumán,  había  de 
inspirarlos.  Y,  en  efecto,  el  joven  don  Vicente  López  y 
Planes,  que  bahía  cantado  ya  el  rechazo  de  las  invasiones 
inglesas  en  el  Triunfo  argentino,  escribió,  como  de  un 
enérgico  rasgo  de  pluma,  la  canción  nacional.  Propúsola  a 
la  Asamblea,  y,  leída  que  fué,  se  la  adoptó  por  aclamación. 

El  poeta  anuncia  ante  los  pueblos  todos  de  la  tierra 
el  sagrado  grito  de  « Libertad ».  Las  Provincias  Unidas 
del  Sur,  el  gran  pueblo  argentino,  proclama  y  defiende 
su  soberanía.  Los  antiguos  dioses  de  la  guerra  animan 
a  sus  campeones.  Las  tumbas  de  los  Incas  se  conmueven 
por  el  hórrido  fragor  de  la  lucha.  Los  españoles,  defen- 
diendo su  imperio,  se  arrojan  sobre  México,  sobre  Quito, 
sobre  Potosí,  Cochabamba,  La  Paz.  El  pueblo  argentino 
se  levanta  entonces  para  salvar  a  los  pueblos  hermanos, 
y  triunfa  en  una  serie  de  gloriosos  combates:  San  José, 
San  Lorenzo,  Suipacha,  las  Piedras,  Salta,  Tucumán,  la 
Colonia.  Ante  su  empuje,  el  enemigo  huye,  rindiendo 
armas  y  banderas...  ¡El  pueblo,  que  había  jurado  morir 
antes  que  vivir  sin  gloria,  vive  y  triunfa!  ¡La  América 
es  libre ! 

Tal  es  el  pensamiento  que  desarrolla  la  composición, 
con  una  altura  digna  del  asunto.  El  pueblo  argentino 
canta  ya  en  su  fiimno  las  cualidades  características  de 
su   alma:    la   generosidad   y  el  honor.   Quiere  la  libertad, 


174  LA   POESÍA    ARGliNTIMA 

para  sí  y  para  todos  los  pueblos  de  América,  y,  armada 
de  su  lanza,  con  el  ímpetu  de  un  dios  adolescente,  se 
arroja  al  campo  de  batalla,  a  combatir  con  el  majestuosa 
León  de  las  Españas.  ¡Va  a  vencer  o  a  morir!  Y,  como 
es  un  predestinado  de  la  gloria,  vence  y  vueive  coronado 
de  laureles. 

Aunque  la  crítica  severa  puede  señalar  en  el  Himno 
tal  cual  defectillo  de  retórica,  la  composición  tiene  el  vigor 
y  la  espontaneidad  de  un  verdadero  canto  épico.  No  está 
zurcido  con  los  lugares  comunes  de  otros  himnos  nacio- 
nales hechos  de  encargo  en  circunstancias  semejantes.  Lo 
mueve  un  soplo  de  inspiración  valentísima;  Sc;  ve  que 
el  verso  ha  brotado  grandilocuentemente  del  numen  del 
poeta.  El  poeta  es  el  portavoz  del  pueblo.  No  busquéis,. 
pues,  literatura  en  el  Himno  nacional  argentino:  buscad 
al  pueblo  argentino,  que  se  levanta  sobre  la  haz  de  la 
tierra,  con  la  conciencia  de  su  grandeza,  de  su  fuerza  y  de 
su  porvenir. 

La  casi  mística  exaltación  del  himno,  como  género 
poético,  requiere  música.  El  himno,  propiamente,  no  se 
dice,  se  canta.  Debió  así  componerse,  para  el  Himno 
nacional  argentino,  la  correspondiente  partitura.  Tocó  tan 
insigne  honor  al  maestro  catalán  Blas  Parera.  Su  obra, 
escrita  en  el  estilo  de  Mozart,  es  agradable  y  melódica. 
No  obstante,  debe  notarse  que,  acaso  por  las  exigencias 
de  la  letra,  resulta  demasiado  dramática  y  variada  para 
que  se  la  considere  un  verdadero  himno,  composición 
que  debe  ser  serena  y  simple.  Es  más  bien  una  canción 
marcial. 

Si  se  la  analiza,  vese  que  consta  de  cuatro  partes 
seguidas  sin  interrupción.  La  primera  es  una  introducción 
relativamente  larga,  que  no  carece  de  cierta  majestad 
algo  ingenua.  Después  viene  el  canto  de  la  estrofa. 
Como  la  poesía  de  López  y  Planes  es  demasiado  extensa 
para  cantarla  toda  (compónese  de  ocho  estrofas  de  ocho 
versos    decasílabos    cada    una    y    las   cuartetas   del    coroj. 


LA  poesía  artística  173 

sólo  se  canta  la  primera  estrofa.  La  melodía  es  agradable 
y  fácil  de  retener.  Está  en  tonalidad  mayor  para  los  seis 
primeros  versos;  para  los  dos  últimos,  en  tonalidad  me- 
nor, lo  cual  les  infunde  cierta  tristeza  patética.  Terminaua 
la  estrofa  viene  un  breve  intermedio  en  tonalidad  mayor, 
que  consiituye  lo  que  llamaríamos  la  tercera  parte.  Las  tres 
primeras  discurren  en  un  tiempo  lento,  característico  de 
todo  himno;  pero,  después  de  terminar  el  general  modc- 
rato,  iniciase  la  cuarta  y  última,  un  final  en  tiempo  rápi- 
do, vívace,  que  es  algo  como  la  coda  de  la  piezd.  Corres- 
ponde al  coro  de  la  letra,  esto  es,  a  esa  breve  cuarteta  de 
versos  octosílabos  que  debe  repetirse  como  una  letrilla, 
después  de  cada  estrofa.  Y  la  partitura  termina  allí,  de- 
jando en  el  alma  de  quienes  la  escuchen  o  canten,  d?  pie 
y  con  la  cabeza  descubierta,  la  honda  sensación  de  la 
gloria  y  de  la  patria. 

El  joven  poeta  don  Vicente  López  y  Planes  (1784- 
1856),  que  escribió  la  letra  e  inspiró  la  música  del  Himno 
nacional,  fué  un  interesantísimo  modelo  de  su  brillante 
generación  de  argentinos.  Nacido  en  Buenos  Aires  y  edu- 
cado en  estudios  clásicos  y  jurídicos,  tocóle  iniciarse  en 
la  vida  en  vísperas  de  la  guerra  de  la  Independencia.  To- 
mó las  armas  y  fué  un  soldado  de  la  Reconquista  contra 
la  agresión  británica,  y  cuando  las  dejó,  triunfantes,  re- 
quirió la  lira  y  cantó  la  victoria.  Al  vencer  San  Martín, 
cantó  también  la  gloria  de  la  batalla  de  Maipo.  Era  sol- 
dado, era  poeta,  era  demócrata,  era  político,  era  jurista, 
era  hombre  de  Estado;  era  lo  que  la  patria  reclamaba  de 
sus  condiciones,  según  aquellos  momentos  críticos  y  las 
arduas  necesidades  históricas.  Más  tarde,  durante  el  inte- 
rregno de  barbarie  de  la  dictadura  de  Rosas,  fué  un  ele- 
mento conservador  de  la  cultura  y  de  las  tradiciones  por- 
teñas  en  la  presidencia  del  Supremo  Tribunal  de  Justicia. 
Y,  anciano  ya,  cuando  cayó  la  dictadura,  puso  todo  su 
esfuerzo  en  evitar  las  disgregaciones  provinciales,  bregando 
como  gobernador  de  Buenos  Aires  por  la  unidad  nacional. 


176 


LA    poesía    argentina 


Así,  el  que  había  luchado  por  la  libertad  de  la  patria  y  la 
había  cantado,  trabajó  después  políticamente  por  su  orga- 
nización. ¡La  patria  había  de  existir,  no  sólo  independiente, 
sino  también  una  y  orgánica,  para  que  fueran  eternos,  co- 
mo dice  el  «coro»  del  Himno,  los  laureles  que  supieron 
conseguir  nuestros  mayores,  por  el  esfuerzo  de  su  brazo 
y  la  nobleza  de  su  alma! 


76.   La  muerte  de  Esteban  de   Luca. 


Entre  los  poetas  de  la  Independencia  destácase  bella- 
mente la  juvenil  figura  de  Esteban  de  Luca  y  Patrón. 
Nacido  en  Buenos  Aires  el  2  de  agosto  de  1786,  se  edu- 
có en  el  Colegio  de  San  Carlos  y  formó  en  las  filas  del 
ejército  que  rechazó  las  invasiones  inglesas.  Espíritu  ins- 
pirado, admirador  de  los  clásicos  latinos  y  de  la  sonora 
versificación  del  poeta  español  don  Manuel  José  Quintana, 
cantó  las  glorias  de  la  guerra.  Son  notables  sus  odas 
A  la  victoria  de  Chacabiico  y  A  los  valientes  cochabam- 
binos,  su  composición  A  Bernardino  Rivadavia  en  la 
muerte  de  su  hermano  Santiago,  y,  sobre  todo,  su  mag- 
nífico canto  A  la  libertad  de  Lima,  escrito  por  encargo 
oficial. 

Tuvo  también  Esteban  de  Luca  su  breve  actuación 
pública.  Fué  director  acertadísimo  de  la  Fábrica  de  armas, 
y  en  1822  nombrósele  sargento  mayor  de  artillería.  El 
virtuoso  sacerdote  José  Valentín  Gómez,  enviado  al  Brasil 
por  el  gobierno,  en  una  misión  diplomática,  llevó  al  joven 
poeta  como  secretario.  De  regreso  a  Buenos  Aires,  em- 
barcáronse ambos  en  el  bergantín  Agenor.  El  17  de  marzo 
de  1824,  este  buque,  navegando  ya  en  el  río  de  la  Plata, 
encalló  en  el  banco  Inglés.  Luca  aprovechó  entonces  sus 
conocimientos  de  mecánica  para  hacer  construir  una  balsa 
con  maderas  del  buque,  y  se  embarcó  en  ella  con  algu- 
nos compañeros,  sin  esperar  el  socorro  que  podía  venir 
de   la   costa.    Horas   después    llegó   a   Buenos    Aires    este 


^f^^' 


LA    poesía     artística 


177 


socorro,  y  todos  los  pasajeras  que  estaban  a  bordo  lo- 
graron salvarse.  Sólo  se  perdieron  el  poeta  y  sus  acom- 
pañantes, pereciendo  probablemente  ahogados;  el  gobierno 
los  mandó  buscar,  y  no  se  hallaron  ni  sus  cadáveres... 

Exaltada  por  el  trágico  suceso,  la  fantasía  popular  ha 
forjado  sobre  la  prematura  muerte  del  patricio  una  her- 
mosa leyenda  que  se  cantó  en  altos  versos  y  se  trans- 
mite de  generación  en  generación.  Esteban  de  Luca,  el 
«  poeta  gentil  de  arpa  de  oro »,  se  aventura  en  una  balsa, 
a  merced  de  las  corrientes  y  de  los  vientos;  ansia  arribar 
cuanto  antes  al  suelo  nativo;  quizá  su  imaginación  sueña 
un  crucero  fantástico,  que  le  llevará  hasta  una  isla  encan- 
tada y  desconocida...  Con  los  ojos  del  alma,  el  pueblo 
le  ha  visto,  el  pueblo  le  ve  aún,  de  pie,  sobre  la  frágil 
embarcación,  con  el  arpa  en  la  mano,  perdiéndose  en  la 
lontananza  de  los  mares. 


77.   Florencio   Balcarce,    el   poeta   adolescente. 

Todo  poeta  tiene  algo  de  niño ;  todo  niño  tiene  algo 
de  poeta.  Los  primeros  cultos  e  ilusiones  impulsan  a  los 
adolescentes,  cuando  estudian  retórica  y  literatura,  a  es- 
cribir versos.  ¿Quién  no  lo  ha  intentado  alguna  vez,  antes 
de  los  veinte  años?...  Pero  esos  ensayos  no  son  casi 
nunca  más  que  torpes  imitaciones  de  las  lecturas  favoritas. 
Después  de  algunos  años,  al  releerlos  el  espíritu  ya  ma- 
duro, cuya  vocación  ha  tomado  un  rumbo  harto  distante 
de  la  poesía,  en  el  comercio  o  la  política,  ríese  de  sus 
ensueños  juveniles.  Tan  lejanos  los  ve,  que  le  parecen 
fruto  de  una  personalidad  extraña  a  la  suya.  El  adolescente 
poeta  se  ha  transformado  en  hombre  de  negocios. 

Sólo  el  verdadero  poeta  no  sufre  tal  transformación, 
y,  en  el  alma,  es  un  adolescente  hasta  el  fin  de  sus  días. 
Algunas  veces,  esa  interna  juventud  del  poeta  le  hace  me- 
nospreciar la  vida  que  no  sea  siempre  juventud ;  él  mismo 
se  siente  incapaz  de  madurar  y  envejecer.  Corresponde 
así  frecuentemente,    a   la   delicadeza   de  su  espíritu,  cierta 


^Vy 


178  LA  poesía  argentina 

debilidad  orgánica,  cierta  falta  de  salud.  La  poca  incli- 
nación psíquica  a  vivir  en  la  madurez  se  une  a  una 
insuficiente  aptitud  física.  El  poeta  adolescente,  que  ha 
nacido  bajo  el  influjo  de  una  estrella  radiante  y  fugaz, 
tiene  entonces  en  la  inspiración  un  presentimiento  de  su 
muerte...  A  esta  categoría  especial  de  ingenios  peregrinos 
se  refirió  un  poeta  griego  cuando  dijo:  «Los  hombres 
amados  por  los  dioses  mueren  jóvenes».  Y  tales  hom- 
bres, amados  por  los  dioses  y  bendecidos  por  las  musas, 
como  si  les  diera  prisa  la  idea  de  su  muerte  cercana 
suelen  realizar  ya  en  la  primera  juventud  obra  seria  y  defi- 
nitiva. ¡  Ellos  no  renegarán,  no,  de  los  versos  escritos  antes 
de  los  veinte  años,  puesto  que  pronto  han  de  pasar,  ado- 
lescentes aun,  a  las  elíseas  regiones  de  la  inmortalidad! 

Florencio  Balcarce,  nacido  en  Buenos  Aires  a  fines 
de  1816,  es  el  más  típico,  si  no  el  único  ejemplo  del  poeta 
adolescente  en  la  literatura  argentina,  Hijo  del  general 
Antonio  González  Balcarce,  vencedor  en  Cotagaita  y  en 
Suipacha,  cursó  sus  estudios  en  la  Universidad  de  Bue- 
nos Aires,  y  en  abril  de  1837  fué  a  completarlos  a  Francia. 
Escribió  entonces,  cuando  no  contaba  más  que  diez  y  siete 
años  de  edad  y  apenas  le  apuntaba  el  bozo  sobre  el  labio, 
su  sentidísima  composición  La  partida,  en  la  que,  angus- 
tiado por  la  más  honda  pena,  se  despide  del  suelo  patrio. 
Corno  Dios  mismo  le  manda  partir,  da  él  ese  doloroso 
adiós  de  su  temperamento  exquisito  en  versos  vibrantes 
de  pasión,  y  presiente  su  muerte.  Compara  su  vida  con 
la  hoja  que  pende  marchita  de  la  rama  y  es  batida  por 
el  viento;  un  continuo  temblor  anuncia  la  próxima  caída... 

Tal  seca  mi  vida  de  muerte  el  aliento; 
mi  paso  vacila,  se  arruga  mi  faz; 
y  ya  desprenderme  del  árbol  me  siento, 
y  entre  lioja<,  ¡ay!,  secas  al  suelo  bajar. 

El  poeta  adolescente  pudo  volver  a  Buenos  Aires 
antes  de   que  se  cumpliera  su  presentimiento;   pero  poco 


LA    POESÍA    ARTÍSTICA  179 

después  una  cruel  enfermedad,  agravada  tal  vez  por  el 
exceso  de  trabajo,  arrebató,  el  17  de  mayo  de  1839,  la 
hoja  marchita  pendiente  en  el  árbol  de  la  vida.  Dado  este 
fin  prematuro,  sorprende  el  caudal  de  poesía  y  de  prosa 
que  ha  legado  Balcarce  a  la  posteridad.  No  sólo  es  autor 
de  composiciones  tan  hermosas  como  La  partida,  EL  leche- 
ro, Las  hijas  del  Plata  y  otras;  también  tradujo  del  fran- 
cés difíciles  obras  de  filosofía  y  de  literatura.  Si  «le  ano- 
checió en  la  mañana  de  la  vida»,  puede  decirse  que  en 
la  mañana  había  realizado  ya  la  principal  labor  del  día. 

78.  Juan  Cruz  Várela,  el  poeta   clásico. 

En  los  tiempos  coloniales,  la  alta  enseñanza  era  esen- 
cialmente- clásica  y  literaria.  Estaba  prohibida  hasta  la 
importación  de  libros  modernos.  El  aislamiento  económico 
y  político  de  la  colonia  era  también  intelectual.  Por  esto, 
educados  en  la  Universidad  de  Córdoba,  la  de  Chuquisaca 
y  el  Colegio  de  San  Carlos  de  Buenos  Aires,  los  prime- 
ros poetas  de  la  Revolución  —  Vicente  López  y  Planes, 
fray  Cayetano  Rodríguez,  Esteban  de  Luca  y  Patrón  y 
Juan  Cruz  Várela  ,  pertenecieron,  acaso  sin  saberlo  o 
sin  proponérselo  deliberadamente,  a  la  antigua  escuela 
clásica.  Pero,  de  esos  poetas,  López  y  Planes  se  hizo 
ante  todo  hombre  de  Estado;  Rodríguez  era  un  sacer- 
dote, que  escribió  versos  como  por  accidente,  y  Esteban 
de  Luca  murió  tan  joven  que  dejó  trunca  su  obra  poética. 
Sólo  Juan  Cruz  Várela  pudo,  pues,  completar  la  .  suya, 
dedicándole  todas  las  energías  de  su  vigoroso  tempera- 
mento estético. 

Nacido  tres  lustros  antes  de  la  guerra  de  la  indepen- 
dencia, en  la  ciudad  de  Buenos  Aires,  el  24  de  noviembre 
de  1794,  y,  formado  su  espíritu  en  la  secular  Universidad 
de  Córdoba,  su  alma  de  patriota  conservó  hasta  el  fin  de 
sus  días  el  sello  de  su  educación  española,  Juan  Cruz 
Várela  es,  por  lo  tanto,  el  poeta  clásico  típico  y  por  antono- 


180  LA    POESÍA    ARGENTINA 

masia  del  parnaso  argentino.  Pero  debe  advertirse  que  fué 
imperfectamente  clásico  y  a  su  manera.  El  genio  argenti- 
no es  espontáneo;  mal  ha  podido  nunca  avenirse  con  los 
tiránicos  cánones  e  inflexibles  principios  que  constituyen  el 
verdadero  clasicismo  literario.  Aunque  los  primeros  poe- 
tas nacionales  admirasen  a  los  antiguos,  nunca  llegaron  a 
imitarlos  servilmente.  Hija  del  siglo  xix,  la  Revoluciórt  fué 
romántica  en  sus  ideas,  en  sus  innovaciones,  en  el  espíritu, 
ya  que  no  siempre  en  la  letra  de  sus  bardos.  El  mismo 
Juan  Cruz  Várela,  el  más  clásico  si  no  el  único  clásico 
de  los  poetas  argentinos,  tiene  sus  románticas  veleidades. 
Y  no  podía  ser  de  otro  modo  en  la  sinceridad  de  un  poeta 
argentino  que,  si  bien  nacido  en  el  siglo  xviii,  vivió  en 
el  XIX. 

Con  feliz  y  significativa  coincidencia  de  fechas,  inició 
Várela  sus  estudios  universitarios  en  el  año  de  la  Re- 
volución, 1810,  y  los  terminó  graduándose  de  bachiller 
en  cánones  y  teología,  en  el  de  la  declaración  de  la 
Independencia,  1816.  Pasó,  pues,  la  heroica  época  de  la 
lucha  emancipadora,  aislado  del  gran  movimiento  revo- 
lucionario y  absorbido  por  las  especulaciones  de  la  más 
pura  escolástica.  Mientras  los  patriotas  vencían  en  Salta, 
en  Tucumán,  en  Chacabuco,  en  Maipo,  el  joven  manteista 
empleaba  sus  laboriosas  horas  en  la  lectura  de  los  teó- 
logos y  de  los  grandes  poetas  latinos.  Era  latinista  insigne; 
no  sólo  conocía  a  Horacio  y  a  Virgilio,  sino  que  también 
versificaba  en  latín  correctamente.  Con  una  educación  clá- 
sica semejante,  aunque  no  tan  completa  quizá,  don  Vicente 
López  y  Planes,  durante  aquella  misma  época,  como  era 
de  más  edad  que  Várela,  hacía  política  y  perdía  poco  a 
poco  en  la  lucha  sus  reminiscencias  virgilianas.  Várela, 
más  penetrado  del  clasicismo,  nunca  pudo  olvidar  a  su 
maestro,  Virgilio,  ni  a  su  modelo,  la  Eneida,  aunque  a  su 
vez  sufriese  más  tarde  la  influencia  del  romanticismo  y 
diera  un  giro  especial  a  su  espíritu  clásico. 

Abandonando   la    carrera    de    la   Iglesia,    trasladóse    a 


LA  poesía  artística  181 

Buenos  Aires  y  se  inició  en  la  vida  política.  Ocupó  al- 
gunos puestos  públicos  y  fundó  varios  periódicos;  fué 
apasionado  patriota  y  acérrimo  liberal.  Unitario  y  parti- 
dario de  Rivadavia,  causas  políticas  le  obligaron  a  emi- 
grar a  Montevideo  en  1828.  Allí  se  entregó  por  completo 
al  periodismo  político  y  a  la  literatura.  Por  su  ilustración 
y  experiencia  le  reconocieron  como  maestro  muchos  jóve- 
nes que  pasaron  después  a  esa  ciudad,  en  tiempo  de  la 
dictadura  de  Rosas. 

En  su  amor  a  las  bellas  letras  halló  distracción  y 
consuelo  para  las  nostalgias  y  amarguras  del  ostracismo. 
Ferviente  cultor  de  los  autores  latinos,  Várela,  que  de  es- 
tudiante había  traducido  ciertas  composiciones  de  Ovidio, 
vertió  al  castellano  varias  odas  de  Horacio.  Su  más  nota- 
ble ensayo  en  este  género  fué  la  traducción  de  algunos 
libros  de  la  Eneida.  «  Mi  sistema  de  traducir  a  Virgilio,  escri- 
bía a  su  amigo  Rivadavia,  no  es  otro  que  el  de  imitar  en  lo 
posible  su  estilo,  y  aun  usar  sus  mismas  palabras,  en  cuanto 
lo  permitan  la  lengua  y  las  inmensas  trabas  que  cuando  se 
traduce  presenta  la  versificación  ».  No  sólo  tradujo  en  parte 
la  Eneida;  compuso  también  una  tragedia  original,  Dido, 
adaptando  dramáticamente  el  libro  IV  del  poema  épico 
de  Virgilio.  Puede  considerarse  a  Dido,  por  haberse  per- 
dido casi  toda  la  tragedia  Siripo,  de  Labardén,  como  la 
primera  tragedia  argentina.  Es,  sin  duda,  una  composición 
más  sentida  y  personal  que  las  meras  traducciones  del 
mismo  Várela.  A  pesar  de  su  erudito  origen,  no  carece 
de  fuego  y  de  pasión,  sobre  todo  en  los  monólogos  de  la 
infortunada  reina  de  Cartago. 

La  obra  más  personal  y  duradera  del  poeta  no  está, 
empero,  entre  sus  clásicas  traducciones  y  adaptaciones ; 
es  el  canto  lírico  A  La  victoria  de  Ituzaingó.  El  triunfo 
de  las  armas  argentinas  inspira  su  musa  y  arranca  a  su 
arpa  marciales  acordes.  Después  de  invocar  la  inspiración, 
recuerda  sintéticamente  las  victorias  de  la  patria,  cuyos 
campeones   llegan   vencedores   hasta   Quito.    El  Brasil   los 


182  LA  poesía  argentina 

desafía  a  la  sazón.  Y  la  patria  triunfa  otra  vez  gloriosa- 
mente en  la  batalla  de  Jtuzaingó.  Desde  los  elíseos  cam- 
pos del  firmamento,  en  una  alegoría  que  es  como  la 
apoteosis  de  la  guerra,  Belgrano  llama  hacia  sí  a  los  hé- 
roes caídos  en  la  batalla,  y  se  arranca  el  lauro  de  su 
frente  para  coronar  con  él  las  sienes  del  general  vencedor, 
Carlos  María  de  Alvear. 

Murió  Juan  Cruz  Várela  el  año  de  1839,  en  su 
destierro.  No  le  cupo,  pues,  como  a  otros  emigrados 
argentinos  más  jóvenes,  la  suerte  de  contemplar  el  derrumbe 
de  la  dictadura  y  de  contribuir  luego  a  la  reorganización 
institucional.  Aunque  no  cayera,  como  su  hermano  Flo- 
rencio, apuñalado  traidoramente  por  la  espalda  y  por 
orden  o  instigación  del  dictador,  tuvo  la  misma  desgracia 
de  morir  demasiado  temprano,  antes  de  ver  satisfechos 
sus  nobles  anhelos  de  patriota.  Sin  embargo,  su  enseñanza, 
su  voz  y  su  ejemplo,  así  como  también  los  de  su  hermano 
« e!  mártir  de  la  tiranía»,  fueron  ¡ecundos  para  la  labor 
organizadora.  En  realidad,  el  poeta  y  el  hombre  de  es- 
tudio, más  que  una  acción  directa  en  el  gobierno,  ejercen 
una  acción  indirecta  sobre  los  gobernantes.  Los  maestros 
que  murieron  en  la  expatriación  inspiraron  la  obra  de  sus 
discípulos. 

79.  EcKeverría,  el  poeta  romántico. 

Esteban  Echeverría,  una  de  las  más  grandes,  si  no 
la  más  grande  figura  de  las  letras  argentinas  en  el  siglo 
XIX,  nació  en  la  ciudad  de  Buenos  Aires  el  2  de  sep- 
tiembre de  1805.  Niño  aun,  entró  a  servir  como  de- 
pendiente de  aduana  en  una  importante  casa  comercial. 
Pero  la  vocación  literaria  impulsaba  su  mente  hacia 
otro  rumbo.  Entre  los  fardos  y  cajas  de  artículos  comer- 
ciales, púsose  a  estudiar  el  francés,  y  la  historia  y  la 
poesía.  Al  mismo  tiempo,  su  imaginación  poética  buscaba 
en  la  vida  aventuras  y  amoríos.  Felizmente,  hallándose 
su    familia    en    posición    holgada,   pudo    substraerse   a    la 


LA    POESÍA     ARTÍSTICA  183 

doble  influencia  del  comercio  y  de  la  disipación;  muy  a 
tiempo,  cuando  contaba  veinte  años,  emprendió  un  viaje 
de  estudio  a  Europa.  Fijó  en  París  su  residencia,  y  se  aplicó- 
ai  conocimiento  de  libros  y  de  hombres;  a  sus  lecturas 
añadía  el  trato  de  espíritus  selectos  e  ilustrados.  Enérgico 
de  alma,  era  enfermizo  de  cuerpo;  aquejábale  ya  seria  y 
crónica  dolencia  al  corazón.  Y,  aunque  fué  provechosa  a 
su  salud  y  a  su  espíritu  su  permanencia  en  el  extranjero, 
tuvo  a  los  cuatro  o  cinco  años  que  regresar  a. Buenos 
Aires,  probablemente  por  falta  de  recursos. 

Cuando  partió,  en  1825;  la  patria  parecía  en  camino 
de  organizarse  políticamente.  Cuando  volvió,  en  1830, 
-eran  por  desgracia  otros  los  tiempos.  El  poder  de  Ro- 
sas amenazaba  como  una  calamidad  social.  La  gloriosa 
república  en  formación,  que  el  joven  poeta  había  soñado 
desde  lejos,  con  los  dulces  espejismos  del  amor,  presen- 
tábasele  ahora  como  un  país  embrutecido  por  la  ignorancia 
y  ensangrentado  por  la  tiranía.  Echó  a  su  alrededor  ansio- 
sa y  atónita  mirada,  y  vio  sólo  ruinas  y  sangre.  Desolador 
espectáculo  ofrecía  la  patria.  Doquiera  triunfaba  la  barba- 
rie de  los  caudillos  rurales  sobre  la  antigua  civilización 
de  las  ciudades.  La  hidra  de  la  anarquía  enroscaba  sus 
anillos  en  el  hermosísimo  cuerpo  de  la  doncella  inviolada 
e  inviolable.  El  contraste  entre  la  luz  y  la  sombra,  entre 
la  cultura  europea  que  Echeverría  acababa  de  aprovechar 
y  la  violencia  americana  que  entonces  contemplaba,  atri- 
bularon profundamente  su  espíritu  juvenil  y  soñador.  Él 
mismo,  en  breves  anotaciones  biográficas,  nos  ha  dejado 
descrito  su  estado  de  ánimo.  «  El  retroceso  degradante  en 
que  hallé  a  mi  país,  mis  esperanzas  burladas,  produjeron 
en  mí  una  profunda  tristeza».  «Al  volver  a  la  patria,  ¡  cuán- 
tas esperanzas  traía!...  Pero  todas  estériles:  ya  no  existía 
la  patria  ».  Y  agregaba  el  clásico  grito  de  decepción  mortal: 
«  Todo  es  vanidad  !  » 

No  podía,  sin  embargo,  espíritu  tan  rico  y  lírico  darse 
para  siempre  por  vencido.   Vencido,  acallado  por  entonces 


iémi, 


184 


LA     poesía     argentina 


el  repúblico  soñador,  de  su  silencio  surgió  el  poeta.  «  Me 
encerré  en  mí  mismo,  escribió,  y  de  mí,  queriendo  poner 
en  el  papel  pedazos  de  corazón,  nacieron  infinitas  pro- 
ducciones, de  las  cuales  no  publiqué  sino  una  mínima 
parte,  con  el  título  de  los  Consuelos  ».  ¡Feliz  el  poeta  que 
halla  en  su  propia  alma  consuelo  para  las  tristezas  y  com- 
pañero para  las  soledades  de  la  vida!  ¡Feliz  la  patria  que 
halla  el  poeta  que  ha  de  cantarla,  en  sus  glorias  como  en 
sus  quiebras !... 

Los  primeros  poemas  de  Echeverría  tuvieron  cierto 
éxito  entre  los  jóvenes.  Pero,  como  era  un  innovador  y 
rompía  los  moldes  del  clasicismo,  hubo  naturalmente  quien 
le  tildara  de  prosaico  y  de  vulgar.  No  le  amilanaron  tales 
críticas;  él  no  ambicionaba  «reputación»,  sino  «gloria», 
verdadera  «gloria».  «¿Sabe  usted  lo  que  es  la  reputación?, 
preguntaba  en  sus  Pensamientos.  Eche  una  mirada  en  la 
sociedad...»  La  reputación  se  presentaba  allí  como  vene- 
noso fruto  de  la  intriga,  de  la  pedantería,  de  la  mentira, 
y  como  «vaho  impuro»  de  la  estupidez  humana.  «Renie- 
go de  la  reputación.  Gloria  querría,  sí,  si  me  fuese  dado 
conseguirla,  o  al  menos  si  a  la  eficacia  de  mis  deseos 
correspondiesen  mis  fuerzas...  » 

En  los  momentos  menos  literarios  seguramente  de  la 
historia  patria,  cuando  se  celebraron  oficialmente  los  triun- 
fos del  general  Quiroga,  apareció  anónimo  el  poema  Elvi- 
ra. Poco  más  tarde  fueron  publicadas  las  Rimas,  conti- 
nuación de  los  Consuelos.  Muy  escasos  lectores,  natural- 
mente, eran  entonces  capaces  de  apreciar  la  belleza  de 
esos  versos,  y  menos  aun  los  que  comprendían  la  belleza 
de  alma  del  joven  poeta. 

El  estudio  y  la  guitarra,  su  querida  guitarra,  que  en 
París  sirvió  de  derivativo  a  las  añoranzas  de  la  patria, 
no  bastaban  ya  para  calmar  su  espíritu  henchido  de  pa- 
triotismo y  anhelante  de  progreso.  Tampoco  le  basta- 
ban las  dulce  inspiraciones  de  la  musa.  Ávido  de  liber- 
tad,  quiso   pronto   iniciarse  en  la  acción   contra    los    tira- 


t*^' 


LA    poesía    artística 


185 


nos.  Hambriento  de  orden  y  de  justicia,  quiso  sentar  los 
cirtiientOi  de  una  sólida  y  racional  organización  política. 
A  tal  efecto  cambió  ideas  con  sus  amigos  Juan  María 
Gutiérrez  y  Juan  Bautista  Alberdi  para  formar  una  sociedad 
de  jóvenes  ilustrados  y  patriotas,  que  estudiara  las  más 
urgentes  reformas  sociales  y  propendiera  a  realizarlas. 
Fundóse  así  por  su  iniciativa,  en  1837,  la  Asociación 
Mayo,  organizada  a  semejanza  de  la  asociación  Joven 
Italia,  que  Echeverría  había  visto  en  Europa,  y  cuyos 
fines  eran  la  independencia  y  la  unidad  italianas.  Reunidos 
en  asamblea  secreta  unos  treinta  jóvenes,  pronunció  Eche- 
verría un  elocuente  discurso,  echando  las  bases  de  la 
corporación.  Proclamósele  su  presidente.  Nombrada  una 
comisión  para  redactar  el  programa,  el  presidente,  am- 
pliando y  desarrollando  su  discurso  inaugural,  y  acon- 
sejado por  los  demás  miembros  de  la  comisión,  escribió 
su  célebre  Dogma  socialista,  verdadero  catecismo  de  polí- 
tica republicana  y  democrática  y  de  organización  social. 
Poco  después,  viendo  en  la  Asociación  Mayo  un  serio 
peligro  para  la  dictadura,  clavó  Rosas  su  garra  en  ella,  e 
impuso  a  sus  miembros  la  amarga  expatriación.  Pero, 
como  «las  ideas  no  se  matan»,  los  altísimos  principios 
del  Dogma  socialista  no  pudieron  ser  destruidos.  Que- 
daron vivos  y  palpitantes  en  las  almas  de  los  jóvenes 
miembros  de  la  asociación,  y  sirvieron  más  tarde,  des- 
pués de  la  caída  del  tirano,  para  la  organización  cons- 
titucional de  la  República.  Alberdi  y  Gutiérrez  pueden 
considerarse,  más  que  compañeros,  verdaderos  discípulos 
de  Echeverría.  La  Constitución  nacional  de  1853  es,  en 
cierto  modo,  algo  como  la  realización  de  los  fines  de 
la  Asociación  Mayo ;  pero,  ¡  ay  I,  después  del  largo  parén- 
tesis de  barbarie  que  puso  la  tiranía  de  Rosas  en  la  historia 
argentina. 

La  vida  en  Buenos  Aires  se  iba  haciendo  intolerable, 
« La  Mazorca,  escribía  el  joven  repúblico  y  poeta,  mos- 
traba el  cabo  de  sus  puñales  en  las  galerías  de  la  Sala  de 


/^ 


186  LA    POESÍA   ARGENTINA 

Representantes,  y  se  oía  doquier  el  murmullo  de  sus 
feroces  y  sarcásticos  gruñidos.  La  habían  azuzado,  y  estaba 
rabiosa  y  hambrienta  la  jauría  de  dogos  carniceros.  La 
«divisa»,  el  luto  por  doña  Encarnación,  esposa  de  Rosas, 
el  uso  del  bigote,  todo  era  motivo  para  que  se  buscara, 
con  el  rebenque  en  la  mano,  víctimas  o  siervos  que 
estigmatizar...  Aunque  los  jóvenes  cultos  y  liberales 
hubieran  emigrado  ya  casi  todos,  Echeverría  no  se  resig- 
naba a  seguirlos ;  emigrar  era  morir  para  la  patria.  El 
patriota  prefirió  retirarse  a  su  estancia  de  «Los  Talas». 
Allí  le  sorprendió  la  aparición  del  general  Lavalle  en  la 
provincia  de  Buenos  Aires,  «  rápida  y  funesta  como  la  de 
un  fantasma  ».  Con  otros  vecinos  y  hacendados  del  partido 
de  San  Andrés  de  Giles,  Echeverría  declaró  entonces,  en 
un  valentísimo  documento  público,  que  Rosas  era  « un 
abominable  tirano,  usurpador  de  la  soberanía  popular». 
Retiróse  Lavalle  con  su  ejército  llamado  « Libertador »,  y 
la  posición  del  joven  unitario,  que  no  podía  seguirle  por 
la  flaqueza  de  su  salud,  se  hizo  insostenible  dentro  de  las 
fronteras;  tuvo  forzosamente  que  emigrar  para  salvar  la 
vida.  Pasó  a  la  Colonia  del  Sacramento,  donde  se  detuvo 
algunos  meses,  y  de  allí  a  Montevideo,  cuya  hospitalaria 
sociedad  y  los  muchos  emigrados  argentinos  le  recibieron 
con  los  brazos  abiertos.  Era  una  víctima  más  en  la  común 
desgracia  de  la  patria. 

Para  olvidar  las  amarguras  del  destierro  y  el  pun- 
zante recuerdo  de  la  tiranía,  entregándose  en  cuerpo  y 
alma  a  su  labor  literaria,  sólo  escribió  en  Montevideo 
obras  de  inspiración,  sus  « poemas ».  Con  tanto  estro 
poético  como  rigurosa  exactitud,  desarrollaba  en  ellos  el 
<  drama  de  la  vida »,  él,  que  desgraciadamente  no  podía 
vivirlo  en  la  realidad.  Por  su  enfermiza  complexión,  aunque 
de  alma  apasionada  y  tierna,  permaneció  solitario  y  soltero, 
y,  aunque  de  viril  fibra  cívica,  no  le  fué  dado  servir  en 
los  ejércitos  de  la  libertad.  Las  ficciones  de  sus  poemas 
substituyeron  la  acción  material;  las  pasiones  y  aventuras 


LA    POESÍA    ARTÍSTICA  187 

de  sus  personajes  reemplazaban  a  las  del  autor;  en  una 
monótona  y  triste  vida  externa  vivía  así  la  rica  vida  interna 
de  los  verdaderos  y  grandes  poetas,  tejida  de  sueños  y  de 
silencio.  En  La  sublevación  del  Sur  y  en  Avellaneda  can- 
tó la  lucha  del  pueblo  por  la  libertad.  En  El  Ángel  caído, 
las  bellezas  y  encantos  del  amor.  En  La  Cautiva,  su 
obra  maestra,  el  más  intenso  y  hermoso  de  sus  poemas, 
el  único  que  es  todavía  popular  y  lo  será  probablemente 
mientras  existan  las  letras  argentinas,  describió  la  adusta 
soledad  de  las  pampas,  el  malón  de  la  indiada,  la  vida 
de  los  aduares.  Todo  en  esta  composición,  y  puede  de- 
cirse que  en  la  obra  entera  del  poeta,  es  natural  y  sin- 
cero. Canta  lo  que  ve,  lo  que  siente,  sin  grandes  arti- 
ficios retóricos  ni  literarios  efecticismos,  como  un  bardo 
de  los  tiempos  heroicos. 

Echeverría  inició  una  nueva  escuela  y  abrió  una  época 
nueva  en  la  historia  de  la  poesía  argentina.  Fué  su  pri- 
mer poeta  romántico,  el  poeta  romántico  por  excelencia 
de  nuestra  literatura.  Hasta  entonces,  los  poetas  cultos 
pertenecían  o  creían  pertenecer  todos  a  la  escuela  clásica ; 
formados  en  la  claustral  enseñanza  de  los  tiempos  colo- 
niales, su  inteligencia  había  sido  nutrida  con  los  autores 
antiguos,  especialmente  los  latinos,  Horacio  y  Virgilio.  De 
los  poetas  españoles,  amóse  sobre  todo,  cuando  fué  co- 
nocido, el  grandilocuente  Quintana.  Los  vates  de  la  Re- 
volución invocaban,  como  los  antiguos,  a  los  dioses  del 
Olimpo  pagano,  de  los  cuales  era  naturalmente  su  favo- 
rito Marte,  el  dios  de  la  guerra.  Con  ellos  mezclaban 
curiosamente  algunos  héroes  y  dioses  americanos,  como 
Epunamún,  Lautaro,  Caupolicán...  Sus  composiciones,  aun- 
que muchas  de  ellas  elegantes  y  de  cierto  mérito  litera- 
rio, resultaban,  para  el  gusto  de  la  generación  nueva, 
un  tanto  artificiosas,  solemnes,  demasiado  retóricas.  Tal 
aparecía,  en  general,  el  clasicismo  de  los  poetas  argenti- 
nos a  principios  del  siglo  xix. 

Contra    el    clasicismo,    cuya    característica    había  sido 


188  LA  poesía  argentina 

la  imitación  de  las  formas  antiguas,  reaccionó  el  ro- 
manticismo, la  proclamación  de  la  libertad  del  poeta, 
para  librarse  de  las  reglas  establecidas  por  la  retórica. 
Coincidían  así  la  democracia  de  la  política  con  el  roman- 
ticismo de  la  literatura.  En  cierto  modo,  el  romanticismo 
era  la  democracia  de  la  literatura,  y  la  dem.ocracia,  el  ro- 
manticismo de  la  política.  De  ahí  la  perfecta  unidad  de  la 
obra  de  Echeverría,  en  lo  político  y  en  lo  literario.  Cuando 
sentaba  los  principios  de  la  futura  organización  del  país, 
como  cuando  iniciaba  su  nueva  retórica,  era  siempre  un 
individualista,  que  protestaba  en  nombre  del  yo  personal 
contra  las  imposiciones  y  las  tiranías.  El  estudio  de  las 
obras  políticas  de  Montesquieu  y  de  Rousseau  fué  comple- 
tado, en  Europa,  con  el  conocimiento  de  las  grandes  obras 
literarias  del  romanticismo,  especialmente  de  Lord  Byron  y  de 
Lamartine.  Coincidiendo  esta  preparación  europea  con  su 
americana  idiosincrasia  de  repúblico  y  de  poeta,  pudo  remon- 
tarse tan  alto  en  el  cielo  de  la  patria  aquella  águila  de  dos 
cabezas  que  se  llamó  Esteban  Echeverría.  Porque  Esteban 
Echeverría,  que  a  veces  parecía  no  dominar  la  técnica  del 
verso  y  tropezar  en  el  camino  de  la  prosa,  caminaba  en  la 
tierra  difícilmente,  pero  volaba  con  majestad  en  el  espacio. 
Los  primeros  poetas  argentinos  habían  cantado  sólo 
las  grandes  glorias  de  la  patria.  Verdadero  romántico, 
Echeverría  se  atrevió  a  cantar  también  su  yo,  sus  penas 
y  pasiones.  Sabía  idealizar  cuanto  le  rodeaba,  y  sobre 
todo,  alma  elegida  y  amada  por  las  musas,  idealizábase 
a  sí  propio.  Pero  este  idealismo  subjetivo  no  excluía,  sino 
completaba  y  aun  profundizaba  una  exacta  intuición  obje- 
tiva. Además  de  los  estados  de  alma,  sabía  presentar  los 
paisajes  y  las  cosas.  Su  descripción  de  Tucumán  en  el 
poema  Avellaneda  es  tan  vivida  que,  al  leerla,  aspírase  el 
fresco  aroma  de  los  naranjos  en  flor.  Con  tan  prolijo  rea- 
lismo, fruto  de  su  temperamento  delicado  y  preciso  para 
sentir  las  sensaciones  del  ambiente,  describe  las  pampas 
en   el    poema    La   Cautiva,    que   el    texto   sirvió  a  un  na- 


I, A     POESÍA     ARTÍSTICA  189 

íuralista  de  su  tiempo  para  cpnfeccionar  una  nomencla- 
tura de  la  fauna  pampeana.  ¡  Excelso  privilegio  de  la  Poe- 
sía el  de  adelantarse  y  guiar  y  alumbrar  los  pasos  de  la 
Ciencia ! 

Implacable  destino  persiguió  a  Esteban  Echeverría 
hasta  el  instante  de  su  muerte.  Espíritu  cultísimo,  refinado 
en  la  civilización  del  Viejo  Mundo,  llegó  en  la  juventud 
al  Mundo  Nuevo,  cuando  friunfaba  la  federal  barbarie  de 
los  caudillos.  Fundador  de  la  ciencia  política  argentina  y 
de  la  nueva  literatura  nacional,  no  alcanzó  a  contemplar 
los  frutos  de  esa  obra  transcendente  y  fecunda.  Amante 
de  la  libertad  y  de  la  patria,  murió  en  Montevideo  el  20 
de  enero  de  1851,  es  decir,  durante  la  tiranía  y  lejos  del 
suelo  querido.  El  heraldo  de  la  luz  se  extinguió  en  la 
sombra ;  el  mesías  acabó  su  vida  en  vísperas  de  la  re- 
dención ;  la  barca  de  su  existencia  generosa  naufragó 
al  llegar  al  puerto.  . .  j  Un  año  más,  sólo  un  año  más  de 
destierro  y  de  dolores,  y  hubiera  podido  volver  en  hora 
feliz  a  la  tierra  natal,  después  del  triunfo  de  la  libertad 
para  ser  aclamado  en  apoteosis ! 

80.    Mármol,  el  poeta  proscripto. 

Habiendo  nacido  en  Buenos  Aires  en  1818,  tocóle  a 
José  Mármol  la  dura  suerte  de  educarse  y  formarse  bajo 
el  gobierno  de  Rosas.  Espíritu  impetuoso,  apasionado  por 
la  libertad,  soñador  de  la  gloria,  constituyó  desde  la  ado- 
lescencia un  peligro  para  la  tiranía.  Por  esto,  cuando  el 
poeta  contaba  apenas  veinte  años  y  estudiaba  derecho 
en  la  Universidad  de  Buenos  Aires,  cierto  día,  al  salir 
del  aula,  le  hizo  prender  por  sus  esbirros  y  aherrojar  en 
una  cárcel.  ¿Qué  delito  había  cometido?  Él  mismo  lo 
ignoraba,  pues  su  delito  era  poseer  un  alma  grande  y 
hermosa. 

En  la  prisión,  cargado  de  cadenas,  no  le  abandonó  su 
musa,  esa  inseparable  compañera  de  todo  verdadero  poeta. 
Inspiróle,  contra  el  tirano  de  su  patria,  vibrantes  estrofas 


190  LA    POESÍA    ARGÉN  UNA 

de  protesta,  que  escribió  con  carbón  en   las  paredes.    Ha 
quedado  de  ellas,  entre  otras,  la  siguiente  imprecación: 

Muestra  a  mis  ojos  espantosa  muerte, 
mis  miembros,  todos  en  cadena  pon. . . 
¡Bárbaro!  ¡Nunca  matarás  al  alma, 
ni  pondrás  grillos  a  mi  mente,  no! 

Como  había  entrado,  sin  causa  ni  forma  alguna  de 
proceso,  salió  de  su  prisión  al  poco  tiempo.  La  brutal 
agresión  no  era  más  que  una  amenaza;  sabía  ya  el  joven 
poeta  cuál  iba  a  ser  su  destino  si  continuaba  en  Buenos 
Aires  su  vida  de  estudiante.  Tuvo  entonces  que  expa- 
triarse, como  tantos  otros  espíritus  nobles  e  ilustrados  de 
la  generación  a  que  pertenecía.  Valentín  Alsina,  Félix  Frías, 
Juan  Bautista  Alberdi,  Juan  María  Gutiérrez,  Domingo 
Faustino  Sarmiento,  Vicente  Fidel  López,  toda  la  brillante 
pléyade  de  lo  futuro,  vióse  en  la  triste  necesidad  de  aban- 
donar sus  lares,  y  se  refugió  en  el  extranjero,  especial- 
mente en  Montevideo,  Santiago  y  Río  de  Janeiro. 

José  Mármol  pasó  primero  a  Montevideo.  Su  pobreza 
allí  era  tal  que,  debiendo  recibir  un  premio  ganado  por 
una  composición  suya  en  un  certamen  poético,  sus  amigos 
tuvieron  que  prestarle  un  traje  para  que  se  presentara 
decorosamente.  Correspondió  a  Juan  María  Gutiérrez  el 
primer  premio,  y  el  segundo  le  tocó  a  Mármol,  sobre  cuya 
composición  y  personalidad  literaria  publicó  Florencio  Vá- 
rela elogiosa  crítica.  Escribió  después  el  joven  poeta,  en 
Montevideo,  dos  dramas  románticos,  que  fueron  represen- 
tados y  tuvieron  éxito ;  publicó  varias  poesías  en  los  pe- 
riódicos, y  su  principal  labor  fué  dar  cima  a  un  gran 
poema,  también  romántico,  titulado  Cantos  del  Peregri- 
no. Proscripto  y  errante,  el  bardo,  protagonista  de  su 
poema,  se  da  el  nombre  de  Carlos  y  se  apelli-a  <;  el  Pe- 
regrino». En  realidad.  Mármol  era  por  temperamento  un 
poeta  lírico,  esencialmente  lírico.  La  forma  a  veces  narra- 
tiva en  que  cantaba  sus  viajes  y  visiones,  más  que  espon- 


LA    POESÍA    ARTÍSTICA  i'Jl. 

táneo  producto  de  su  alma,  parece  un  artificio  retórico 
imitado  del  poema  Child  Harold,  del  gran  romántico  ingles 
Lord  Byron.  El  propio  Mármol  llama  a  su  Carlos,  al 
Peregrino,  se  llama  a  sí  mismo,  puede  decirse,  nuevo 
Harold  ».  Esta  tendencia  del  poeta  a  imitar  un  genio  distinto 
del  suyo  resta  vigor  y  unidad  al  poema;  sólo  descuella  en 
ciertas  invocaciones,  como  la  del  porvenir  de  América,  y  en 
algunas  descripciones  entusiastas,  como  la  de  los  trópicos, 
ese  «radiante  palacio  del  Crucero».  Es  que,  en  realidad,  en 
vez  de  poseer  Mármol  el  alma  compleja  y  tormentosa  de  su 
autor  favorito,  poseía  un  alma  sencilla,  amante  de  la  natu- 
raleza, de  la  vida,  y  sobre  todo  de  la  patria.  Su  Carlos,  por 
mucho  que  quiera  acercarse  a  Harold,  no  tiene  con  él  más 
semejanza  que  la  de  andar  errabundo  por  tierras  extrañas. 
Además,  Mármol,  al  romper  los  moldes  clásicos,  da  a  su 
poema  tal  diversidad  de  metros,  de  rimas  y  aun  de  tonos, 
que  le  quita  la  armoniosa  aunque  variada  unidad  que 
caracteriza  toda  grande  obra  de  arte. 

De  Montevideo  pasó  Mármol  a  Río  de  Janeiro,  y  de 
allí  se  embarcó  para  Chile.  En  los  mares  del  Sur,  sorpren- 
dido su  bajel  por  una  tormenta,  no  pudo  doblar  el  conti- 
nente, y  se  vio  obligado  a  volver  a  Río  de  Janeiro,  el  punto 
de  partida.  Recorrió  un  largo  espacio  entre  los  mares  del 
trópico  y  los  del  polo,  y  alguna  vez  divisó  las  costas  de 
su  patria,  que  veía  esclava  de  un  mandón  absoluto.  Tales 
peregrinaciones  le  inspiraron  hermosos  cantos.  Y,  de  regreso 
en  Río  de  Janeiro,  su  alma  se  adormeció  al  arrullo  de  las 
brisas  tropicales,  y  pasó  allí  dos  años,  acaso  los  más 
felices  de  su  vida. 

A  pesar  de  la  atención  que  dedicó  Mármol  a  sus 
Cantos  del  Peregrino,  que  representan  por  su  extensión 
más  de  la  mitad  de  su  obra  poética,  su  mejor  composición 
es  indudablemente  su  Canto  a  Rosas,  escrito  en  Montevideo, 
en  algún  intervalo  que  le  dejó  libre  la  producción  de 
su  largo  poema,  y  fechado  en  1843.  En  el  Canto  a  Rosas, 
Mármol    no   imita   ya   a    Byron.    Es    original,    siente    con 


192  LA    POESÍA    ARGENTINA 

SU  alma,  y  su  inmenso  amor  por  la  patria  y  por  la 
libertad  se  desborda  en  versos  fulgurantes.  Las  estrofas 
endecasílabas  que  antes  había  balbuceado  en  la  cárcel, 
conviértense  en  sonoros  cuartetos  alejandrinos,  donde  el 
poeta  invoca  majestuosamente  al  tirano,  le  desafía,  le 
maldice,  le  anonada : 

I  Sí,  Rosas !  Te  maldigo.  Jamás  dentro  mis  venas 
la  hiél  de  la  venganza  mi-;  horas  agitó. 
Como  hombre,  te  perdono  mi  cárcel  y  cadenas; 
pero,  como  argentino,  las  de  mi  patria,  no. 

Apenas  caída  la  tiranía,  en  1852,  volvió  Mármol  al 
seno  de  esa  patria  tan  amada.  Sus  conciudadanos  le 
recibieron  con  júbilo  y  respeto,  le  confiaron  una  misión 
extraordinaria  en  el  Brasil,  y,  cuando  al  poco  tiempo 
regresó,  el  voto  popular  le  eligió  senador.  En  Buenos 
Aires  terminó  la  novela  histórica  Amalia,  principiada  en 
el  ostracismo.  Alcanzó  este  libro  éxito  ruidosísimo,  y 
constituye  hoy  una  de  las  obras  clásicas  de  la  literatura 
nacional.  Publicáronse  también  varias  ediciones  de  sus 
poesías,  divididas  en  dos  partes:  Cantos  del  Peregrino  y 
Poesías  diversas.  Terminado  el  período  de  senador,  fué 
nombrado  director  de  la  Biblioteca  publica.  En  este  puesto 
tranquilo,  rodeado  del  general  respeto  y  del  cariño  de 
los  suyos,  sorprendióle  una  enfermedad  que  le  hizo  perder 
la  vista.  Entonces  renunció  el  cargo,  y  murió  poco  después, 
el  12  de  agosto  de  1871,  como  un  patriarca,  en  brazos  de 
sus  hijos  y  amigos. 

Para  los  argentinos,  Mármol,  más  que  un  poeta,  es 
un  símbolo:  el  del  amor  a  la  libertad.  Él  mismo  dice, 
en  el  prólogo  de  sus  Poesías  varias,  que  « dos  gene- 
raciones han  surcado  el  mar  de  la  revolución  argen- 
tina»: la  de  la  Independencia  y  la  de  la  Libertad.  -Enér- 
gica, espléndida,  orgullosa,  como  los  triunfos  militares, 
como  las  glorias  patrias  que  cantaba,  la  Musa  de  la 
Independencia  es  la  historia  rimada  de  su  tiempo.   Triste, 


LA    POrSÍA    ARTÍSTICA  193 

pensadora,  melancólica,  como  la  suerte  de  la  patria  al  son 
de  cuyas  cadenas  se  inspiraba,  la  Musa  de  la  Libertad, 
proscripta  y  desgraciada  como  ella,  ha  puesto  también 
sobre  las  sienes  de  la  patria  la  corona  de  su  época  sal- 
picada de  lágrimas  y  sangre  ».  Si  a  Vicente  López  y  Planes 
le  inspira  la  Musa  de  la  independencia,  su  hermana,  la 
Musa  de  la  Libertad,  inspira  a  José  Mármol.  José  Marmol 
es,  en  efecto,  la  personificación  poética  de  la  Libertad ; 
en  la  forma,  por  su  innovación  de  los  cánones  clásicos; 
en  el  fondo,  por  sus  amores  y  visiones,  y  sobre  todo  en 
su  vida,  en  su  azarosa  vida  de  bardo  errante,  protesta 
infatigable  contra  la  tiranía  que  le  había  expulsado  de 
la  patria.  En  la  tradición  del  pueblo  argentino  aparece 
escribiendo  con  su  sangre  en  los  muros  de  la  cárcel  su 
valiente  desafío  al  tirano,  o  bien,  vésele  pasar  en  la  cu- 
bierta de  un  buque,  anotando  sus  versos  inspirados,  mien- 
tras le  azota  el  rostro  la  tormenta.  Es  el  ruiseñor  que 
canta  en  las  tinieblas  del  bosque,  o  que,  enjaulado,  sublima 
su  canción  cuando  cruel  mano  le  arranca,  con  una  punta 
de  hierro  ardiente,  la  vivaz  pupila. 

81.  Juan  María   Gutiérrez,    el  maestro  poeta. 

Ninguna  vocación  más  poderosa  que  la  enseñanza. 
De  los  hombres  que  la  poseen,  unos  se  entregan  al  dia- 
rio y  duro  ejercicio  de  la  cátedra ;  otros,  sin  aplicarse 
directamente  a  las  tareas  docentes,  más  bien  dedican  su 
laboriosa  vida  al  ejemplo  de  la  juventud,  a  la  confec- 
ción de  obras  didácticas  y  al  estudio  y  alta  dirección 
de  la  instrucción  pública.  Unos  militan  como  soldados 
y  capitanes  ;  otros,  como  administradores  v  políticos. 
Maestros  éstos  y  aquéllos,  todos  coadyuvan  y  realizan 
la  difícil  faena  de  formar  las  nuevas  generaciones  en  el, 
amor  y  el  conocimiento  de  la  patria  y  de  la  verdad. 
Juan  María  Gutiérrez  (1809-1878\  educador  nato,  perte- 
neció a  la  categoría  de  los  grandes  teóricos  y  directo- 
res de  la  enseñanza.  Por  sus  pensamientos  y  simpatías,  por 


194  LA    POESÍA    ARGENTINA 

SU  acción  de  funcionario  público  y  por  su  obra  de  escritor^ 
el  hombre  y  el  poeta  no  fueron  substancialmente  más 
que  un  maestro,  un  gran  maestro  de  la  juventud  argentina. 

Cursó  Juan  María  Gutiérrez  sus  primeras  letras  en 
una  escuela  particular,  y  luego  ingresó  en  la  Universidad 
de  Buenos  Aires,  su  ciudad  natal.  A  pesar  de  su  afición 
al  estudio,  no  llegó  a  graduarse  en  aquellos  difíciles 
tiempos  de  la  dictadura  de  Rosas.  Si  no  alcanzó  de  la 
Universidad  el  título  de  doctor,  la  crítica  y  el  pueblo  se 
lo  otorgaron  más  tarde,  con  toda  justicia,  pues  era  real- 
mente docto.  Perteneció  naturalmente  al  grupo  de  la 
juventud  opositora ;  con  Echeverría  y  Alberdi,  constituyó 
el  núcleo  de  la  famosa  Asociación  Mayo.  Por  no  doble- 
gar su  generoso  espíritu  a  las  exigencias  del  dictador, 
emigró  en  183/  a  Montevideo.  Colaboró  allí  en  perió- 
dicos y  revistas.  Por  su  Canto  o  Mayo  fué  laureado, 
conjuntamente  con  otros  poetas  jóvenes,  como  Echeve- 
rría, Mármol,  Acuña  de  Figueroa  y  Domínguez.  De  Mon- 
tevideo pasó  a  Europa,  para  completar  con  el  oportuno 
viaje  sus  conocimientos,  y  regresó  a  Chile,  donde  se  radicó. 
Dedicado  en  Santiago  a  la  enseñanza,  desarrollóse  su  vo- 
cación docente.  El  gobierno  le  confió  la  dirección  de  la 
Escuela  náutica  o  naval.  No  le  impidieron  esas  tareas  el 
cultivo  de  la  poesía,  pues  en  aquellos  tiempos  publicó  una 
antología  de  poetas  hispanoamericanos;  su  personalidad  de 
maestro  se  desdoblaba  en  el  culto  de  las  musas.  Caída  la 
tiranía  de  Rosas,  volvió  a  Buenos  Aires,  con  los  demás 
emigrados  de  su  generación  y  de  su  temple,  lleno  de  jú- 
bilo y  ávido  de  servir  a  la  patria.  Hizo  sentir  su  acción 
civilizadora  como  ministro  de  la  histórica  presidencia  del 
general  Urquiza.  Sus  excepcionales  dotes  fueron  luego 
aprovechadas  en  altos  puestos  directivos  de  la  enseñanza, 
*a  la  que  marcó  un  rumbo  patriótico  y  democrático  desde 
el  rectorado  de  la  Universidad  de  Buenos  Aires. 

Tan  vasta  y  varia  es  la  obra  escrita  de  Juan  María 
Gutiérrez,  que  sorprende  pertenezca  a  un  solo  hombre,  y 


LA   poesía   ARTÍíSTICA  195 

más  a  un  hombre  de  acción  y  de  gobierno.  Entre  sus  mu- 
chas producciones,  aun  no  recopiladas,  hállanse  interesan- 
tes estudios  históricos  (Bosquejo  biográfico  del  general 
San  Martín;  Noticias  históricas  sobre  el  origen  y  des- 
arrollo de  la  enseñanza  pública  en  Buenos  Aires;  Origen 
del  arte  de  imprimir  en  la  América  española;  Bibliografía 
de  la  primera  imprenta  de  Buenos  Aires,  desde  su  fun- 
dación hasta  el  año  1810);  estudios  de  crítica  h'teraria 
(sobre  Algunos  poetas  sudamericanos  del  siglo  xix,  sobre 
Juan  Cruz  Várela,  sobre  Florencio  Balcarce  y  sobre  varios 
otros  publicistas  argentinos,  y  el  Elogio  del  profesor  de 
filosofía  doctor  Luis  José  de  la  Peña);  antologías  (Amé- 
rica poética;  Pensamientos  de  escritores,  oradores  y  hom- 
bres de  Estado  de  la  República  Argentina) ;  textos  esco- 
lares (El  lector  americano;  Historia  argentina  para  los 
niños;  Elementos  de  Geometría);  obras  poéticas  originales 
(un  volumen,  titulado   Poesías). 

En  el  cúmulo  de  esta  bibliografía  de  estudios  y  géneros 
tan  diversos,  descúbrese  sin  dificultad,  entre  otros,  un 
sentimiento  generador  y  una  idea  matriz:  constituir,  orien- 
tar y  documentar  la  enseñanza  nacional.  Faltaban  para 
ello,  al  mediar  el  siglo  xix,  por  la  esterilidad  intelectual  e 
institucional  de  la  dictadura  de  Rosas,  los  elementos  más 
indispensables,  i  Había  que  improvisarlos!  De  ahí  que 
Juan  María  Gutiérrez,  al  abrazar  la  educación  pública  a 
modo  de  apostolado  social,  se  entregara  a  su  febril  trabajo 
de  publicidad.  Si  nada  o  casi  nada  se  había  hecho,  todo 
o  casi  todo  debía  hacerse.  Y,  celoso  gobernante  y  admi- 
nistrador, Gutiérrez  lo  vigilaba  y  aun  lo  hacía  todo  por  sí 
mismo.  Así  se  explica  el  carácter  enciclopédico  y  peda- 
gógico de  su  obra,  que  perdía  en  intensidad  cuanto  ga- 
naba en  extensión.  En  cualquiera  de  sus  géneros,  la  pro- 
ducción de  Gutiérrez  adolece  literariamente  de  su  pecado 
original;  no  puede  decirse  que  sobresalgan  el  historiador, 
ni  el  crítico,  ni  el  estilista,  ni  el  poeta...  Lo  que  sobresale  y 
resalta  de  todo  ese  conjunto,  es  el  Educador,  quien  por  la 


196 


LA    poesía    argentina 


necesidad  de  los  tiempos,  no  sólo  es  alma  y  dirección 
de  la  instrucción  pública,  sino  también  historiador,  crítico, 
estilista,  poeta. 

La  historia  nos  presenta,  pues,  en  Juan  María  Gutié- 
rrez a  un  eminente  maestro.  Por  otra  parte,  la  crítica 
literaria  ha  juzgado  su  obra  histórica  y  sociológica  supe- 
rior a  su  obra  poética.  Sin  embargo,  para  el  niño  argen- 
tino, que  recita  en  la  escuela  y  guarda  en  el  corazón  para 
toda  la  vida  alguna  de  sus  poesías,  Gutiérrez  es  un  poeta; 
podrá  ser  un  maestro  si  se  quiere,  pero  un  maestro  poeta. 
Sus  poesías  A  mi  bandera,  A  la  juventud  argentina,  El 
árbol  de  la  llanura  y  La  mujer  son  para  el  escolar,  que 
no  posee  el  agudo  juicio  crítico  del  retórico,  verdaderas 
obras  maestras.  Es  que,  realmente,  a  pesar  de  su  rela- 
tivo mérito  literario,  representan  dechados  de  sencillez 
y  de  ternura.  Contra  la  crítica  y  a  pesar  de  la  historia, 
el  niño  tiene  razón.  Este  autor,  en  sus  composiciones 
que  resultaron  escolares,  acaso  sin  que  él  mismo  volun- 
tariamente se  lo  propusiera,  por  espontánea  florescen- 
cia de  su  temperamento  docente,  se  revela  todo  un  poeta. 
Y  el  escolar  tiene  razón  hasta  desde  un  punto  de  vista  más 
general,  que  no  puede  comprender  todavía:  Gutiérrez, 
sólo  por  el  hecho  de  su  vocación  educativa,  es  íntimamen- 
te un  poeta.  Lo  sería  aunque  no  hubiese  escrito  versos. 
¿Qué  es,  al  fin  y  al  cabo,  todo  verdadero  maestro,  sino 
un  poeta  de  los  niños?  Ser  maestro  es  saber  enseñar. 
Saber  enseñar  es  amar  a  los  niños.  Amar  a  los  niños  es 
como  amar  a  las  flores  o  a  las  estrellas:  ¡es  ser  poeta! 

82.  Juan  Chassainé,  el  poeta  soldado. 

El  poeta  canta  a  la  patria,  y  el  soldado  la  defiende. 
El  soldado  es  un  poeta  de  la  guerra,  y  el  poeta,  un  sol- 
dado de  la  poesía.  El  poeta  estimula  el  valor  del  soldado, 
y  el  valor  del  soldado  inspira  al  poeta.  La  patria  vive  y 
es  grande  y  bella  porque  es  amada  y  defendida,  y  nadie  la 
ama  más  que  el  poeta,  y  nadie  la  defiende   mejor  que  el 


W     4.      r      i 


LA     poesía    artística 


197 


soldado.   Teniendo   así  en  el  poeta  y  el  soldado  sus  dos 
hijos  predilectos,  la  patria  los  corona  de  laurel. 

En  los  tiempos  difíciles  y  heroicos,  todos  los  hombres, 
sin  distinción  de  clase,  jerarquías  ni  vocaciones,  forman 
en  los  ejércitos  de  la  patria.  Entonces  los  poetas  suelen 
ser  también  soldados.  Tal  es  el  caso  de  Juan  Chassaing 
(1838-I864\  Temperamento  ardoroso  y  combatiente,  em- 
pleó su  corta  vida  sirviendo  a  la  patria  como  soldado, 
como  escritor,  como  orador,  como  poeta.  Estuvo  en  tres 
campañas,  y  asistió  a  las  batallas  de  Pavón  y  Cepeda. 
Distinguióse  en  las  democráticas  luchas  del  periodismo  y 
de  las  asambleas  políticas.  Su  palabra  elocuente  fué  escu- 
chada en  el  seno  del  Congreso  nacional,  adonde  se  le 
llevó  en  representación  de  Buenos  Aires,  su  ciudad  natal, 
por  el  voto  unánime  de  sus  compatriotas. 

Como  poeta,  tiene  hermosas  composiciones,  entre  ellas 
el  Canto  a  la  instalación  del  Ateneo  del  Plata,  por  el  cual 
fué  laureado,  y  A  mi  bandera.  Es  de  notar  en  esta  última 
composición,  tan  frecuentemente  recitada  por  los  niños  ar- 
gentino en  las  escuelas,  su  generoso  patriotismo.  El  poeta 
no  es  un  retórico  sino  un  soldado,  que  habla  a  su  bandera 
con  el  corazón  henchido  de  amor  patrio  y  las  armas  en  la 
mano,  dispuesto  en  todo  momento  a  dar  por  ella  su  vida. 

83.  Ricardo  Gutiérrez,  el  poeta  cristiano. 

Miembro  de  una  familia  de  intelectuales,  Ricardo 
Gutiérrez  (1840-1895),  aunque  estudió  medicina  en  París 
y  se  distinguió  como  médico  en  Buenos  Aires,  su  patria, 
sobresalió  como  poeta.  Fué  ante  todo  un  poeta,  hasta  en 
el  ejercicio  de  su  profesión,  pues  se  dedicó  a  la  más 
poética  de  sus  especialidades,  los  niños.  Y  fué  un  poeta 
eminentemente  soñador,  idealista,  místico.  Sentía  y  predi- 
caba la  moral  cristiana  en  todos  los  cánticos  de  su  lira. 
Amaba  con  amor  del  alma  a  los  tristes  y  a  los  deshere- 
dados. Pedía  a  los  ricos  que  se  acordasen  de  los  pobres; 
a  los  hombres  felices,  que  socorrieran  a  los  huérfanos,  y. 


¡98  LA   poesía   argentina 

a  los  vivos,  que  rezaran  por  los  muertos.  El  más  sincero 
misticismo  daba  alas  a  sus  versos,  sencillos  en  la  forma, 
pero  altamente  sentidos  y  abundantes  en  imágenes.  Sus 
cantos  más  sonoros  eran  alabanzas  del  fraile  misionero, 
de  la  hermana  de  caridad,  del  amor  espiritual.  Abominaba 
de  la  guerra,  de  la  pena  de  muerte,  del  mundo,  del  poder. 
Soñaba  con  un  imperio  universal  de  confraternidad,  donde 
no  hubiese  castigos,  porque  no  se  cometían  delitos;  donde 
no  hubiese  guerras,  porque  todos  los  hombres  eran  her- 
manos, y  donde  no  hubiesen  odios,  porque  todo  era  pie- 
dad y  sacrificio.  Soñaba  una  edad  de  oro  en  que  la  tierra 
se  poblara  de  ángeles. 

En  cada  verso,  en  cada  pensamiento,  en  cada  nota 
de  su  lira  vibraba  su  inspiración  cristiana.  Ni  un  instante 
se  desmintió,  conservándose  siempre  pura,  en  una  región 
de  idealidad,  sin  descender  a  prédicas  sectarias.  Tan 
completo  era  su  cristianismo,  que  amaba  a  sus  enemigos, 
creía  que  no  debía  ya  existir  ni  el  nombre  de  extranjero, 
y  hasta  compadecía  a  los  perversos  y  criminales,  porque 
son  quizá  los  más  dignos  de  piedad.  Cantaba  el  perdón, 
como  la  más  grande  de  las  humanas  virtudes.  Era  el  poeta 
de  la  Misericordia. 

En  medio  de  tan  beatíficos  sentimientos,  sólo  se  re- 
beló el  ciudadano  contra  la  tiranía.  Maldijo  a  Rosas,  el 
tirano,  y  hasta  le  emplazó  para  el  juicio  de  Dios.  Cuando 
alevosos  sicarios  asesinaron  por  la  espalda,  en  Monte- 
video, a  Florencio  Várela  —  ¡lustre  poeta,  crítico  y  juris- 
consulto, y  ardoroso  apóstol  de  la  libertad  —  la  musa  de 
Ricardo  Gutiérrez,  su  dulce  y  cristiana  musa,  se  desbor- 
dó también  en  denuestos  e  imprecaciones.  No  podía  su- 
frir, no  comprendía  que  el  hombre  vertiera  la  sangre  del 
hombre.  Pensaba  que  hemos  nacido  para  amarnos;  ni  la 
necesidad  del  Estado,  ni  el  patriotismo  ni  la  justicia,  nada 
justifica  el  hecho  inconcebible  de  que  un  hombre  vierta 
la  sangre  de  otro  hombre... 

Sus   dos   principales   poemas   son   La  fibra   salvaje  y 


LA   poesía   popular  199 

Lázaro,  ambos  de  corte  romántico.  Aunque  interesantes 
y  elevados,  supéranlos  en  mérito  sus  poesías  líricas,  re- 
unidas en  El  Libro  de  las  lágrimas  y  El  libro  de  los 
cantos.  Ahí  canta  su  dulce  pasión  evangélica.  No  sólo 
sus  sentimientos  y  temas  son  profundamente  místicos; 
hasta  sus  personajes  llevan  casi  siempre  nombres  bíblicos: 
Lázaro,  Ezequiel,  Raquel,  Magdalena.  Cita  alguna  vez  las 
Sagradas  Escrituras,  pero  no  en  las  fulminaciones  de 
Jehová,  sino  en  las  promesas  de  Jesús:  los  humildes 
serán  ensalzados,  el  que  busca  ha  de  encontrar,  quien 
pide  ha  de  recibir,  se  le  abrirán  las  puertas  a  quien  llame... 
Está  íntimamente  penetrado,  por  simpatía  más  que  por 
estudio,  en  las  ideas  teológicas :  el  hombre  es  un  peregrino 
en  la  tierra,  el  cuerpo  es  un  servidor  del  alma,  la  natural 
patria  del  alma  es  la  ciudad  de  Dios.  Verdadero  asceta 
por  temperamento,  en  sus  raptos  de  amor,  en  sus  nostal- 
gias, en  sus  salmos,  en  todos  los  momentos,  hasta  en 
sus  desplantes  patrióticos,  recuerda  siempre  la  idea  pre- 
dominante de  la  Muerte.  La  Muerte  se  le  presenta  más 
doliente  que  conquistadora,  más  tierna  que  cruel,  casi  como 
una  figura  bondadosa  y  simpática,  sin  visiones  del  demonio 
ni  pensamientos  del  infierno.  La  muerte  es  triste,  sólo 
porque  im.plica  separarse  de  los  seres  queridos...  Pero, 
esencialmente,  para  su  alma  de  poeta  y  de  cristiano,  la 
Muerte  es  la  Redención. 

84.  Andrade,  el  poeta  fastástico. 

Gobernador  de  Entre  Ríos,  el  general  Urquiza  fundó  el 
Colegio  nacional  del  Uruguay,  y,  para  darle  vida  y  relieve, 
dispuso  que  de  cada  uno  de  los  departamentos  en  que  se 
dividía  la  provincia  se  enviaran  a  sus  aulas  cuatro  niños, 
los  más  aventajados  en  las  respectivas  escuelas,  según  sus 
exámenes  y  la  opinión  de  sus  maestros.  En  la  escuela  de 
Gualeguaychú  llamó  entonces  la  atención  de  su  director  un 
niño  pálido  y  soñador,  un  carácter  precoz  y  apasionado,  a 
quien  inmediatamente  se  designó  como  digno  de  cursar  con 


200  LA  poesía  argentina 

provecho  estudios  superiores.  Este  niño  era  Olegario  V. 
Andrade  (1841-1884),  el  futuro  gran  poeta  de  Entre  Ríos 
y  de  la  República  Argentina.  Como  se  había  distinguido 
en  la  escuela  de  Qualeguaychú,  distinguióse  también  en  el 
Colegio  del  Uruguay.  Allí  escribió  los  primeros  versos 
juveniles,  a  la  patria,  a  sus  héroes,  a  la  gloria,  al  amor. 
Cuando  terminó  los  estudios  secundarios,  el  general  Urquiza, 
presidente  en  aquel  tiempo  de  la  Confederación  Argentina, 
trató  de  enviarle  a  Europa,  para  que  continuara  estudiando, 
como  agregado  a  la  legación  argentina  que  el  doctor  Alberdi 
desempeñaba  en  París  y  Londres.  El  joven  poeta  no 
aceptó.  Tenía  ya  novia,  a  quien  amaba  con  toda  la  exal- 
tación de  su  alma.  Casóse  al  ano  siguiente,  sin  otro  patri- 
monio que  su  energía  y  su  talento,  y  entonces  comenzó 
una  vida  harto  dura  para  aquel  padre  de  familia  que  era 
todavía  un  niño.  Trató  de  ganar  la  subsistencia  y  de 
abrirse  camino  como  periodista,  y  redactó  y  fundó  sucesi- 
vamente periódicos  políticos  y  literarios,  en  Qualeguaychú, 
el  Uruguay,  Paraná,  Santa  Fe,  Concordia.  Estimulado  por 
la  necesidad  y  por  el  cariño  de  los  suyos,  no  le  desalentaban 
los  fracasos.  Acabó  por  irse  a  Buenos  Aires,  campo  más 
amplio  para  su  capacidad,  y  allí  dirigió  uno  de  los  más 
importantes  periódicos  políticos,  hasta  que  le  sorprendió  la 
muerte,  cuando  aun  se  hallaba  en  plena  tarea  y  juventud. 
El  gobierno  nacional,  por  ley  del  Congreso,  mandó  comprar 
a  la  viuda  sus  manuscritos,  y  publicó,  en  homenaje  a  su 
memoria,  una  lujosa  edición  de  sus  obras  poéticas.  Espar- 
cidas éstas  en  revistas  y  periódicos,  habían  alcanzado  ya 
popularidad  y  alto  renombre. 

Como  la  mayor  parte  de  los  grandes  poetas  argentinos, 
Andrade  es  ante  todo  un  cantor  de  la  patria.  Pero  se 
distingue  de  los  demás  en  la  manera  de  cantarla.  Posee 
un  temperamento  esencialmente  imaginativo,  y  siente  la 
naturaleza  agigantada  y  transformada  a  través  de  su  fantasía. 
Sobre  la  tierra  ve  sólo  piélagos,  cordilleras,  torrentes,  po- 
blados de  cóndores,  de  águilas  de  leones;  en  el  espacio, 


LA    POESÍA     POPULAR  201 

el  antiguo  Olimpo  griego,  los  héroes  de  la  patria,  titanes 
y  dioses;  en  la  historia,  legiones  ebrias  de  gloria  y  de 
triunfos,  cánticos,  sombras.  Salvo  unas  pocas  composicio- 
nes más  sencillas,  como  La  vuelta  al  hogar  y  El  consejo 
maternal,  todo  en  él  es  terrorífico  o  grandioso.  Sus  imá- 
genes son  como  una  sucesión  de  visiones  apocalípticas; 
su  palabra,  enfática  y  violenta,  abunda  en  signos  admirativos; 
su  verso  tiene  la  sonoridad  del  trueno,  y  a  veces  también  el 
fuego  del  rayo.  Son  mejores  composiciones,  aquellas  en 
que  verdaderamente  se  revela  su  genio,  son  siempre  fanta- 
sías: Atlántida,  El  nido  de  cóndores,  Prometeo,  El  arpa  per- 
dida, La  Creación.  Cuando  no  canta  tan  fragorosamente, 
invoca  con  alta  y  vibrante  entonación  a  San  Martín  y  a  La- 
valle,  a  los  héroes  de  Paysandü,  a  los  mártires  de  la  libertad. 
También  cantó  a  los, poetas,  esos  heraldos  de  la  liber- 
tad y  de  la  gloria.  Apasionado  admirador  de  Víctor  Hugo, 
cuya  escuela  influyó  poderosamente  en  su  numen,  tuvo 
para  el  gran  poeta  francés  los  más  altisonantes  ditirambos 
y  grandilocuentes  elogios.  Represéntaselo  a  la  cabeza  de 
épicas  multitudes.  El  bardo  es  un  moderno  Prometeo,  des- 
tinado ahora  a  vencer  a  los  falsos  dioses  y  a  marcar  a  la 
humanidad,  en  un  desierto  de  tinieblas,  los  nuevos  derro- 
teros hacia  la  luz  y  el  progreso.  Otro  no  menos  fantástico 
y  hermoso  aunque  distinto  cuadro  del  poeta  y  la  lira,  se 
halla  el  inspirado  poema  que  dedica  a  la  muerte  de  Este- 
ban de  LüCd  y  Patrón,  aquel  joven  cantor  de  la  indepen- 
dencia, que  perece  arrastrado  en  su  balsa  por  los  vientos 
oceánicos...  ¡Vivo  símbolo  de  iodo  poeta  verdaderamente 
lírico,  cuya  existencia  es  como  una  frágil  barquilla  a  mer- 
ced de  sus  nobles  pasiones  y  de  su  violenta  inspiración ! 
Si  Andrade  nos  describe,  pues,  en  sus  versos  a  Víctor 
Hugo,  la  acción  social  y  externa  de  la  poesía  épica,  en 
El  arpa  perdida  descríbeiios  asimismo  la  acción  individual 
e  interna  de  la  poesía  lírica.  Aquélla  es  como  una  hogue- 
ra de  troncos  seculares;  ésta,  como  una  luz  en  el  seno 
de  una  ánfora  de  alabastro. 


PARTE    TERCERA 
EN   EL   PAÍS   ARGENTINO 

85.  El  tesoro  del  país  aréentíno. 

1.  Las  catorce  provincias  argentinas,  un  día, 
reuniéronse  a  la  sombra  protectora  del  Ande, 
para  saber  cuál  de  ellas  dichosa  poseía 

del  país  lo  más  noble,  más  hermoso  y  más  grande. 

2.  Mentó  la  sabia  Córdoba  su  claustro  de  doctores: 
Tucumán,  sus  ingenios  y  cañaverales; 

San  Luis,  sus  tersos  mármoles,  rayados  de  colores; 
Corrientes  y  Santiago,  sus  selvas  tropicales ; 

3.  La  Rioja  y  Catamarca,  sus  valles  y  montañas; 
Salta  y  Jujuy,  sus  bellas  y  antiguas  heredades; 

San  Juan,  la  vena  de  oro  que  hierve  en  sus  entrañas; 
Buenos  Aires,  sus  pampas  cubiertas  de  ciudades; 

4.  Santa  Fe,  sus  pobladas  y  fértiles  campiñas; 
Entre  Ríos,  sus  costas  de  perlas  y  esmeraldas, 

y  Mendoza,  la  sangre  de  las  pomposas  viñas, 
que  cuelgan  de  sus  cerros  tejidas  en  guirnaldas. 

5.  Presente  la  República,  alzó  la  faz  altiva: 
—  Ninguna  de  vosotras  en  sus  lindes  encierra  — 
les  dijo  noblemente — ,  como  dueña  exclusiva 

la  más  preciada  joya  de  la  argentina  tierra. 


EN    LA    REGIÓN    ORIENTAL 


203 


6.  En  todos  vuestros  campos  existe  ese  tesoro; 
donde  hay  un  argentino  se  encuentra  por  doquiera... 

—  ¿Cuál  es?  —  le  preguntaron  las  provincias  en  coro. 
Ella,  mostrando  el  cielo,  repuso:  — La  bandera.— 

7.  Y  entonces  las  provincias,  tendiéndose  las  manos, 
clamaron  inspiradas  por  la  gracia  divina: 

—  Es  cierto.  Ni  ciudades,  ni  montañas,  ni  llanos. 
¡Es  nuestra  mayor  gloria  la  Bandera  Argentina!  — 

1.    EN    LA    REGIÓN    ORIENTAL 

86.   El  Paraná  y  el  Uruéuay. 

cFraiímeiito  del  poema  A  Montcirideoi. 


De  las  entrañas  de  América 
dos  raudales  se  desatan : 
el  Paraná,  faz  de  perlas, 
y  el  Uruguay,  faz  de  nácar. 
Los  dos  entre  bosques  corren, 
o  entre  floridas  barrcincas, 


Como  ante  reyes  se  inclinan 
ante  ellos  ceibos  y  palmas, 
y  arrójanies  flor  del  aire, 
aroma  y  flor  .  e  naranja. 
Así,  siguiendo  su   senda, 
sobre  sus  lechos  se  arrastran  ; 


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m,m.^.*ji>im... .. 

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■*'f 

Vista  del  río  Paraná    (Bourquln). 


como  uos  grandes  espejos 
entre  marcos  de  esmeraldas. 
Salúdanlos  a  su  paso 
la  melancólica  pava, 
el  picaflor  y  el  jilguero, 
el  zorzal  y  !a   torcaza. 


luego  en  el  Guazú  se  encuentrai 
y,  reuniendo  sus  aguas, 
mezclando  nácar  y  perlas, 
se  derraman  en  el  Plata. 


Luis  L    üomínüu:  / 


204  EN  EL  país  argentino 

87.  La  formación  del  Paraná  y  de  sus  islas. 

Hubo  en  la  historia  de  la  Tierra  un  tiempo,  no  de 
los  más  remotos  seguramente,  porque  apenas  se  trataría 
de  unos  ciento  o  ciento  cincuenta  mil  años,  en  que  las 
aguas  del  río  Paraná  no  corrían  por  el  cauce  actual.  Toda 
la  Mesopotamia  Argentina,  y  muchas  otras  comarcas  de 
este  país,  se  hallaban  sumergidas  bajo  las  aguas  del  océa- 
no. Las  ostras  se  multiplicaban  cerca  de  Corrientes;  los 
tiburones  llegaban  hasta  Santa  Fe,  y  las  anchoas,  que  hoy 
suben  poco  más  allá  de  Buenos  Aires,  servían  quizá  de 
alimento  a  muchos  de  los  habitantes  ribereños  del  inmen- 
so brazo  de  mar  poco  profundo  que  se  extendía  en  lo 
que  hoy  ocupa  la  cuenca  del  Paraná. 

Poco  a  poco  modificáronse  las  costas.  Variados  mo- 
vimientos cambiaron  la  superficie  de  las  tierras,  y  el  Pa- 
raná derramó  sus  aguas  tropicales  en  el  ancho  seno  abierto 
entre  sus  orillas.  En  su  masa  colosal  siguieron  fluctuan- 
do las  arcillas  y  arenas,  y,  al  llegar  a  su  desembocadura, 
donde  se  le  oponía  la  valla  de  las  aguas  del  piélago  y 
alcanzaba  el  nivel  de  las  mismas,  detenía  su  impetuosa 
corriente,  depositando  en  su  fondo  extensos  bancos  de  las 
substancias  que  mantuviera  suspendidas.  El  flujo  y  reflujo 
del  mar  determinaron  alternativas  en  su  marcha;  formá- 
ronse canales  en  esos  bancos,  canales  que  más  tarde  po- 
dían constituir  cauces  poderosos.  Disminuido  el  caudal  de 
sus  aguas,  descubierta  con  intervalos  una  parte  del  fondo, 
y  bañada  ya  por  el  aire  y  la  luz,  los  juncos  invadieron 
esos  bancos,  y  desde  aquellos  momentos  comenzó  la  gé- 
nesis de  las  islas  del  Paraná.  Esta  obra  secular  no  ha  ce- 
sado todavía.  Nuevas  islas  se  forman  a  nuestros  ojos;  y 
no  es  muy  antiguo,  apenas  del  siglo  xviii,  un  mapa  que 
representa  un  fondeadero  para  buques  de  alta  mar  en  los 
parajes,  entonces  completamente  cubiertos  por  las  aguas, 
donde  hoy  se  encuentran  las  poblaciones  del  Tigre  y  de 
Las  Conchas. 


EN   LA    REGIÓN   ORIENTAL  205 

Para  explicarnos  la  formación  y  el  curso  del  sistema 
hidrográfico  del  Paraná,  observemos  el  nacimiento  de  sus 
afluentes  en  las  vertientes  orientales  de  los  Andes.  La 
nieve  del  invierno  se  consolida  en  las  cumbres,  y  allí, 
donde  las  leyes  de  la  Naturaleza  marcan  su  límite  a  los 
eternos  depósitos  de  hielo,  con  los  calores  del  estío  se 
deshace,  se  derrite,  y  las  líltimas  goteras,  agudas  y  afiladas, 
se  rompen,  se  quiebran,  y  por  último  se  desvanecen.  Las 
aguas  que  de  ellas  manan  se  filtran  en  las  laderas,  o  bajan 
por  los  flancos  de  los  Andes,  cual  hebras  chispeantes 
primero,  silenciosas,  tranquilas,  sin  rumores,  sin  borbollo- 
nes... Paulatinamente  su  caudal  se  enriquece  con  el  humilde 
tributo  de  nuevas  hebras ;  son  ya  hilos  de  agua  que  a 
veces  murmuran,  que  saltan  por  las  piedras  y  forman 
cataratas  embrionarias.  De  todos  estos  hilos  nacen  arro- 
yuelos,  arroyos,  caudales  turbulentos  al  fin,  que  rompen 
los  obstáculos  de  piedra  y  arrojan  a  los  valles  inmediatos 
las  moles,  chicas  y  grandes,  invencibles  al  parecer  en 
su  mutismo,  pero  dóciles  por  último  al  impulso  de  tanta 
pequenez  y  blandura  asociadas  en  un  esfuerzo  común... 
Así  nace  el  Pilcomayo,  así  brota  el  Bermejo,  y  así  avan- 
zan, descendiendo  de  las  cumbres,  las  legiones  de  arroyos 
y  torrentes  que  en  breve  se  dispersan,  se  agrupan,  se 
unen,  se  separan,  y  concluyen  por  inundar  —  glorioso 
cuadro  —  el  Chaco  y  las  comarcas  argentinas,  con  todos 
los  tesoros  arrastrados  por  sus  aguas  fertilizadoras,  desde 
las  pendientes  vecinas  a  las  nieves  eternas,  hasta  las 
últimas  playas  donde  su  fuerza  se  equilibra  o  adormece 
en  el  seno  del  mar. 

Como  descienden  de  los  Andes  el  Pilcomayo  y  el 
Bermejo,  afluentes  del  Paraná,  descienden  el  Paraná  y 
el  Uruguay  de  las  sierras  del  Brasil.  Las  dos  vertientes, 
la  oriental  andina  y  la  occidental  brasileña,  vienen,  pues,  a 
unirse  en  la  confluencia  del  Paraná  y  el  Uruguay,  consti- 
tuyendo un  sistema  hidrográfico  que  los  geógrafos  llaman 
del  Plata.  Las  aguas  del  océano   Atlántico,  en  una  acción 


206  EN    EL    PAÍS   ARGÉN  riNO 

lenta  y  grandiosa  que  aun  en  nuestros  días  podemos 
observar,  han  sido  desalojadas  por  las  corrientes  que  bajan 
de  las  cumbres. 

La  obra  de  la  vegetación  fué  también  indispensable 
en  la  formación  de  las  márgenes  y  sobre  todo  de  las 
islas.  En  los  bancos  cuya  convexidad  se  encuentra  cerca 
de  la  superficie  del  agua,  germinan  y  brotan  los  juncos, 
que  muy  pronto  asoman  sobre  aquélla  y  anuncian  la 
proximidad  del  fondo.  Sus  endebles  vastagos  crecen  en 
apiñada  muchedumbre,  y,  aunque  dóciles  al  impulso  de 
la  corriente,  detienen  en  sus  filas  considerable  parte  de 
las  arenas  que  suspendía  el  agua.  El  banco  í-igiie  eleván- 
dose. Nuevas  legiones  de  vastagos  enriquecen  el  juncal ; 
nuevas  masas  de  arena  y  de  arcilla  se  detienen  al!í,  y 
lentamente  se  marca  más  su  nivel.  A  medida  que  la 
emersión  del  banco  aumenta,  se  elevan  sus  bordes,  porque 
bastan  los  juncos  que  hay  en  ellos  para  detener  una 
mayor  cantidad  de  residuos  aportados  por  !a  corriente. 
Fórmase  una  isla  completamente  descubierta,  aunque  depri- 
mida en  el  centro,  o  más  bien  elevada  hacia  las  márgenes. 
Allí  se  detienen  también  los  despojos  de  las  crecientes, 
y  su  concurso,  agregado  al  incesante  trabajo  de  los 
juncos  sobre  las  materias  que  trae  el  agua,  contribuye 
a  levantar  más  y  más  el  depósito.  La  isla  ha  emergido 
ya  del  todo;  sólo  las  grandes  crecientes  alcanzarán  a 
cubrirla  por  completo. 

A  la  emersión  y  consolidación  se  agre^^a  ia  presencia 
de  los  camalotes.  Proceden  éstos  del  desarrollo  de  semillas 
de  plantas  acuáticas,  que,  germinando  en  .'as  pequeñas 
ensenadas  y  recodos,  han  formado  una  tupida  e  intrincada 
malla  o  red  de  raíces,  tallos  y  retoños;  la  corriente,  arran- 
cándolos del  fecundo  limo  en  que  nacieron,  los  arrastra 
libremente,  y  flotan  y  se  deslizan  como  balsas,  hasta  que  un 
obstáculo  los  detiene.  Traídos  por  la  corriente  del  ancho 
río,  los  camalotes  tropiezan  con  la  isla  en  formación.  Los 
vegetales  que  los  constituyen  arraigan  en  la  reciente  ribera 


EN    LA    REGIÓN    ORIENTAL 


¿o: 


estiran  como  guirnaldas  sus  iargos  vastagos  ilotaiitei,  y, 
asegurados  ya,  ai  penetrar  las  numerosas  raíces  en  la  nue- 
va tierra,  detienen  nuevos  despojos  y  preparan  entretanto 
la  tierra  negra  que  pronto  ha  de  servir  de  albergue  a  un 
enjambre  de  plantas  de  diversas  especies.  Las  semillas  que 
flotan  en  el  agua,  o  que  el  viento  arrebata  en  otra  parte  y 
que  se  depositan  allí,  encuentran  húmedo  y  rico  sedimento 
para  desarrollarse.  Verdes  trozos  de  sauce  o  de  ceibo  que 
vagan  en  el  río  encallan  también  en  las  orillas,  y  su  dócil 
tejido,  plástico  para  echar  raíces,  envía  pronto  al  suelo 
las  hebras  que  le  aseguran  estabilidad  y  alimento.  No  tardan 
los  numerosos  retoños  en  constituir  tallos.  En  ellos  enredará 
sus  volubles  vastagos  la  «dama»  o  «reina  de  la  noche», 
de  grandes  flores  que  abren  al  crepúsculo  su  blanca  corola 
de  delicioso  períume.  Los  ceibos  esmaltan  ya  el  paisaje 
con  sus  racimos  rojos,  y  ios  llorones  sauces  humede:en 
en  el  agua  que  los  ha  traído  el  extremó  de  sus  ramillas 
colgantes.  Consolídase  el  suelo  de  los  bordes  por  el  des- 
arrollo de  los  troncos;  mueren  los  juncos,  privados  ahora 
de  aguas  movibles ;  y  las  totoras  y  cortaderas,  con  sus  lar- 
gas cintas;  las  sagitarias,  con  sus  grandes  flechas;  las  bre- 
tómeas,  de  flores  vaporosas ;  la  guirnaldas  de  hidrocótiles, 
y  otras  m.il  plantas  que  se  complacen  en  las  aguas  sin 
movimiento  de  los  charcos,  elevan  sus  hojas  multiformes 
y  abren  sus  flores  de  escaso  perfume.  A  la  sombra  de 
los  sauces  crecen  los  matorrales  de  las  cúfeas,  con  sus 
racimos  rosados.  Las  begonias  de  vidrioso  tejido  alzan  los 
escuálidos  tallos.  El  «  pitito  »  asoma  sus  encarnados  car- 
tuchos en  la  abundante  masa  de  sus  obscuras  hojas  recor- 
tadas. La  pasionaria  ata  sus  zarcillos  en  ¡as  hierbas  o  en  los 
matorrales,  y  ofrece  por  doquiera,  a  la  admiración  de  los 
filósofos  y  a  la  piedad  de  los  creyentes,  las  maravillas  de 
su  inimitable  estructura.  Los  mirtos  sacuden  al  aire  el  velo 
de  sus  primores,  el  caraguatá  levanta  en  las  riberas  su 
abundante  manojo   de    espinas    y    curvas   flores;   ,'as   cor- 


208 


EN    EL    país    argentino 


taderas  balancean   en  todas  partes  el  blanquecino  penacho 
de  sus  flores  esponjosas. 

A  causa  del  continuo  acarreo  de  las  aguas  y  de  las 
explosiones  de  la  vida  vegeta!,  hanse  formado  así,  partí- 
cula por  partícula,  grano  por  grano,  planta  por  planta,  las 
espléndidas  islas  del  Paraná  y  de  su  delta. 

Sesún  Eduardo  L.  ÍIolmbkug. 


88.  El  Tempe  aréentino. 

( El  delta  del  rio  Paraná) 

No  lejos  de  la  ciudad  de  Buenos  Aires  existe  un  ame- 
ríísimo  recinto  agreste  y  en  parte  solitario,  limitado  por 
las  aguas  del  Plata,  el  Paraná  y  el  Uruguay.  Todo  el  que 
tenga  un  corazón  sensible  y  tierno  lo  sentirá  inundado  de 
las  más  gratas  emociones  al  surcar  sus  plácidas  corrientes, 
bordeadas  de  lozana  vegetación ;  se  extasiará  bajo  sus 
frondosas  arboledas,  veladas  tle  bejucos,  y  verá  con  deli- 
cia serpentear  los  numerosos  arroyuelos  que  van  a  unirse 
con  los  grandes  ríos. 

En  mi  infancia,  arrancado  por  primera  vez  de  los 
muros  de  la  ciudad  natal,  me  hallé  un  día  absorto  y  al- 
borozado en  aquel  sitio  encantador.  Más  tarde,  en  la  edad 
de  las  ilusiones,  lo  visité  impelido  por  los  placenteros  re- 
cuerdos de  la  niñez,  y  creí  haber  hallado  el  edén  de  mis 
ensueños  de  oro.  Y  hoy,  en  la  tarde  de  la  vida,  cuando 
las  decepciones  han  obscurecido  la  aureola  de  mis  espe- 
ranzas, lo  he  vuelto  a  visitar  con  indecible  placer.  He 
vuelto  a  gozar  de  sus  encantos..  He  aspirado  con  cierta 
expansión  interior  las  puras  y  embalsamadas  emanaciones 
de  aquellas  aguas  saludables  y  de  aquellos  bosques  siem- 
pre floridos.  Este  recinto  tan  ameno,  ceñido  por  los  tres 
caudalosos  ríos  en  su  confluencia,  es  el  espacioso  delta 
del  Paraná.  ¡  Quién  pudiera  describir  las  innumerables  islas 
que  lo  forman! 

Una  mansión  campestre,  en  un  clima  hermoso,  em- 
bellecida   con    bosques    sombríos    y    arroyos    cristalinos. 


J^^. 


M¿M¡^'.- 


EN    LA    REGrON    ORIENTAL 


209 


animada  por  el  canto  y  los  amores  de  las  aves,  habitada 
por  corazones  buenos  y  sencillos,  ha  sido  y  será  siempre 
el  ■  halagüeño  anhelo  de  todas  las  almas  en  la  edad  en 
que  la  imaginación  se  forja  los  más  bellos  cuadros  de 
una  vida  de  gloria  y  de  ventura.  Y,  después  de  la  lu- 
cha de  las  pasiones,  de  los  combates  de  la  adversidad 
y  de  los  desengaños  de  la  vida  en  los  términos  de  su 
carrera,  son  todavía  la  paz  y  el  solaz  de  una  mansión 
campestre,  la  última  aspiración  del  corazón  humano.  Por 
esto  los  genios  de  Grecia  consagraron  los  más  bellos 
colores  y  armonías  a  la  celebridad  de  su  valle  de  Tem- 
pe; y  por  esto  serán  también  algún  día  celebradas  por 
los  ingenios  argentinos  y  uruguayos  las  bellezas  y  exce- 
lencias de  las  islas  delicioias,  que  a  porfía  acarician  las 
aguas  del  Paraná,  el  Plata  y  el  Uruguay,  situadas  feliz- 
mente casi  a  las  puertas  de  la  populosa  ciudad  de  Bue- 
nos Aires.  Habrá  en  el  globo  sitios  más  pintorescos,  por 
las  variadas  escenas  y  románticos  paisajes  con  que  la 
Naturaleza  sabe  hermosear  un  terreno  ondulado  y  monta- 
ñoso; pero  ninguno  que  iguale  a  nuestras  islas  en  el  lujo 
de  su  eterno  verdor,  en  la  pureza  de  su  ambiente  y  de 
sus  aguas,  en  el  número  y  en  la  gracia  de  sus  canales  y 
arroyuelos,  en  la  fertilidad  de  su  tierra,  en  la  abundancia 
y  dulzura  de  sus  frutos. 

La  leve  canoa,  al  impulso  de  la  palilla,  se  desliza  rá- 
pida y  suave  por  la  tersa  superficie  de  los  canales  y  los 
ríos,  semejante  a  un  inmenso  espejo  guarnecido  con  la 
cenefa  de  las  lujosas  y  floreadas  orillas,  reduplicadas  por 
el  cristal  de  las  aguas,  en  simétricos  dibujos.  El  sol  brilla 
en  su  oriente  sin  celajes;  las  aves,  al  grato  frescor  del 
rocío  y  de  la  fronda,  prolongan  sus  cantares  matinales, 
y  se  respira  un  ambiente  perfumado.  Las  islas,  por  una 
y  otra  banda,  se  suceden  tan  unidas  que  parecen  las 
definitivas  márgenes  del  río,  no  siendo  el  caudal  de  agua, 
a  veces  considerable,  que  hiende  la  canoa,  más  que  un  sim- 
ple canalizo  del  grande  Paraná,  cuyas  altas  riberas  se  pier- 


ft 


/^, 


210 


EN    EL    país    argentino 


den  a  lo  lejos,  bajo  el  horizonte.  A  medida  que  se  ade- 
lanta, nuevas  escenas  aparecen  ante  la  vista  hechizada.  A 
cada  momento  el  navegante  se  siente  deliciosamente  sor- 
prendido por  el  encuentro  de  más  y  más  riachuelos, 
siempre  bordeados  de  hermoso  verdor,  sendas  misteriosas 
que  tran  portan  la  imaginación  a  elíseos  encantados. 

Entre  la  lujuriosa  maleza  de  las  islas  del  delta  pu- 
lulan animales  hermosos  y  útiles.  El  delicado  colibrí,  esa 
joya  del  aire,  vuela  de  flor  en   flor.    El  chajá  pasta  en  la 


hierba.  El  zorzal,  la  calandria  y  el  jilguero  alegran  el 
ánimo  con  sus  cantos  deliciosos.  El  pipirí  corre  por  el 
suelo  en  busca  de  insectos  y  de  pequeños  reptiles.  El 
cuís  corretea  y  se  oculta  en  sus  cuevas  El  carpincho 
brinda  su  carne  al  sustento  del  hombre,  y  la  nutria  le 
ofrece  su  preciosa  pie!  para  abrigarse.  El  pécari,  cono- 
cido con  el  nombre  de  cabalí,  posee  una  carne  más  sa- 
brosa que  la  del  carpincho.  El  jaguar  o  tigre  presenta  al 
isleño  la  oportunidad  de  ejercitar  su  bravura.  La  coma- 
dreja muestra  al  observador  la  curiosidad  de  la  bolsa  ex- 
terna  donde   lleva   sus   hijos,   después  de   nacidos.    En   la- 


EN    LA    RF.GIÓN    ORIENTAL  21.' 

aguas  abunda  riquísima  pesca,  sobresaliendo  por  su  exqui- 
sito sabor  el  pejerrey,  como  si  dijéramos  el  rey  de  los  peces. 
Oculta  e  ignorada  existe  la  dulcísima  miel  del  camuatí,  re- 
pública de  avispas  melíferas  y  maravilla  de  la  Naturaleza... 
Todas  estas  bellezas  y  riquezas  del  delta  ¡o  hacen 
comparable  a  aquel  sitio  de  delicias  de  la  antigua  Grecia, 
cantado  por  los  poetas  y  ponderado  por  los  filósofos,  que 
se  llamaba  el  valle  de  Tempe,  en  Tesalia.  Ambos  Tem- 
pes, el  griego  y  el  argentino,  el  antiguo  y  el  moderno, 
gozan  de  un  mismo  clima,  siendo  semejantes  en  tempera- 
tura, en  salubridad  y  hasta  en  algunas  producciones.  Uno 
y  otro  son  patria  del  laurel  y  el  mirto,  emblemas  de  la 
gloria  y  del  amor.  Hay  con  todo  una  diferencia  inmensa 
entre  el  helénico  valle  y  el  delta  del  Paraná,  y  es  que 
aquél  ha  perdido  ya  parte  de  su  primera  fertilidad,  y  con 
ella  su  antigua  fama,  mientras  que  nuestro  Tempe  es  ahora 
más  fértil  y  acaba  de  abrirse  a  la  vida  de  la  civilización. 

Según  M.v'xos  S.\.stre. 

89.  Peludeando  en  el  País  de  los  Matreros... 

(En  el  interior  del  delta  del  rio  Paraná). 

La  noche  era  espléndida,  una  de  esas  noches  de 
verano  en  que  las  estrellas  brillan  como  a  través  de  un 
velo.  La  luna  reinaba  en  el  cielo  límpido,  sin  una  mancha; 
las  nubes  parecían  vagar  diluidas  en  el  azul  plateado  del 
aire.  Era  una  de  esas  noches  que  arrebatan  la  imagina- 
ción y  ponen  en  el  ánimo  la  dulce  languidez  del  ensueño. 
Aprovechando  su  claridad  salimos  a  cazar  peludos,  o,  como 
dicen  más  brevemente  los  gauchos,  a  peludear. 

Silenciosos  y  de  a  uno  en  fondo  cruzamos  el  cardal 
por  una  senda  tortuosa  y  estrecha,  que  parecía,  sobre  la 
llanura  verdinegra  y  ondulada,  un  hilo  de  agua  que  corría 
a  impulso  de  ios  caprichos  del  nivel.  íbamos  hacia  las 
laderas  y  «  cuchillas  »  del  terreno,  donde,  según  la  opinión 
de  los  prácticos,  van  por  la  noche  los  peludos  a  buscar  su 
alimento,  desenterrando  raíces  jugosas  y  suculentas  larvas. 


212  EN    EL   PAÍS    ARGENTINO 

Con  la  cola  levantada  y  husmeando  el  suelo,  marchaban  ade- 
lante  los   perros,  también  en  el  silencio  de  la  expectativa. 

Salimos  del  cardal  y  nos  detuvimos  a  deliberar  sobre 
el  rumbo.  Los  perros  fueron  a  echarse  alrededor  del 
capataz,  que  llevaba  la  pala  para  cavar  las  cuevas  y  la 
bolsa  para  recoger  la  caza.  Sacaban  la  lengua,  jadeantes 
ya,  como  acostumbra  todo  perro  campesino,  para  quien 
parece  ley  ineludible  demostrar  un  cansancio  despropor- 
cionado a  la  jornada.  A  lo  lejos  se  oía  el  sonido  de  un 
cencerro,  pausado,  soñoliento. 

Determinado  el  rumbo  de  nuestra  excursión,  nos  pusi- 
mos de  nuevo  en  marcha.  Precedíannos  siempre  los  perros, 
con  la  nariz  pegada  al  suelo  y  moviendo  la  cola  con 
mayor  presteza  cuando  era  mayor  la  impresión  que  recibía 
su  olfato.  Rastreaban  entre  el  pasto,  revolvían  la  maleza, 
y  cuando  encontraban  una  alimaña,  parábanse  a  reco- 
nocerla. Si  valía  la  pena,  dábanle  muerte  zamarreándola 
del  pescuezo,  donde  el  vigoroso  y  agudo  colmillo  hacía 
presa  segura. 

De  pronto  escuchamos,  hacia  la  derecha,  continuado  y 
persistente  ladrido.  Corrimos.  Uno  de  los  perros  había 
dado,  allá,  en  el  repecho  de  la  ladera  y  en  medio  de  un 
manchón  de  macachines,  con  un  gran  peludo.  Sorprendía 
al  muy  goloso,  que  entretenido  en  remover  la  tierra,  no 
había  advertido  nuestra  llegada. 

Acometido  el  peludo  por  el  perro,  rivalizaban  ambos 
en  astucia.  El  perro,  experimentado  en  otras  cacerías  se- 
mejantes, conocía  la  férrea  coraza  del  peludo,  y  no  igno- 
raba que,  si  le  ponía  de  espaldas,  sobre  el  lomo,  quedaría 
el  animalejo  inhábil  para  darse  vuelta  y  escapar,  como 
un  escarabajo.  Por  esto,  habiéndole  cortado  la  retirada,  lo 
quería  tumbar  sobre  su  caparazón,  sirviéndose  del  hocico 
como  de  una  palanca  para  levantarlo.  Pero  el  peludo  se 
prendía  al  suelo  con  sus  garras  de  acero,  para  no  dejarse 
levantar  y  tumbar  de  espaldas,  y  trataba  de  ganar  la  cueva, 
en  mal  hora  abandonada... 


EN    LA    PJCGIÓiN    ORIENTAL  213 

Llegamos  nosotros,  y  la  rnano  del  capataz  logró  muy 
pronto  lo  que  el  perro  tentaba  en  vano.  Ahí  fué  la  des- 
esperación del  pobre  animalejo  cazado,  que  parecía  cono- 
cer la  suerte  que  le  esperaba ;  cruzaba  sus  patitas  delan- 
teras sobre  el  cuello  corto  y  recio,  buscando  acaso  un 
punto  de  apoyo,  y  lanzaba  murmullos,  guturales  que  se 
dirían  quejas.  La  superstición  del  gaucho  ha  encontrado  en 
ellas  una  invocación  a  Jesús,  ¡  como  si  el  peludo  le  enco- 
mendara su  alma  en  el  trance  de  la  muerte ! 

El  filo  del  cuchillo,  cortando  el  cuello  de  la  víctima, 
puso  fin  a  la  escena.  Cargamos  con  la  res  y  continuamos 
la  excursión.  No  lejos,  los  perros  volvieron  a  ladrar.  Ha- 
bían descubierto  un  nuevo  rastro  o  alguna  nueva  cueva. 

Según  José  S.  Alvaui;z  (Fray  Mocho) 

90.  La  Mesopotamia  Aréentina. 

En  el  interior  del  Asia  existe  una  región  feliz  que, 
por  estar  situada  entre  dos  grandes  ríos,  el  Eufrates  y  el 
Tigris,  llamósela  <í  Mesopotamia  »,  voz  griega  que  significa 
« entre  ríos  ».  Tan  pintoresca  es  y  fértil,  que  la  imaginación 
antigua  colocó  en  ella  nada  menos  que  el  «  Paraíso  Terre- 
nal». En  los  vastos  territorios  de  la  República  Argentina, 
entre  los  ríos  Uruguay  y  Paraná,  existe  también  una  Me- 
sopotamia, y  aun  más  generosamente  dotada  que  la  asiática 
por  la  mano  de  la  Naturaleza.  Comprende  dos  progresistas 
y  ricas  provincias  del  litoral :  Entre  Ríos  y  Corrientes. 

Desde  el  delta  paranaense  hasta  la  laguna  Ibera,  su 
suelo  está  compuesto  de  fértiles  aluviones;  lo  ondulan 
suaves  « cuchillas »  y  riegan  innumerables  arroyuelos.  En 
la  parte  Sur  lo  cubren  ricos  pastos;  hacia  el  Norte,  bajo 
un  clima  más  cálido,  abundan  las  selvas  y  bosques  subtro- 
picales. La  selva  de  Montiel,  que  se  extiende  al  Norte  de 
Entre  Ríos,  prolóngase  en  el  bosque  de  Payubre,  al  Sur 
de  Corrientes.  En  Entre  Ríos  prospera  la  ganadería  y  el 
cultivo  de  cereales;  en  Corrientes,  además  de  la  ganadería, 
el  cultivo  de  caña,  algodón,  tabaco  y  demás  productos  de 


214  EN    EL    PAÍS    /RCir.NTINO 

las  tierras  cálidas.  Sus  bosques  naturales  representan  con- 
siderable riqueza.  Al  Norte  de  las  lagunas  Ibera  y  Maloyas, 
la  selva  correntina  se  confunde  con  la  misionera. 

Si  valiosos  son  los  productos  naturales  e  industriales 
de  la  Mesopotamia  Argentina,  más  valioso  aun  es  el  sumo 
producto  de  sus  hombres.  El  entrerriano  y  el  correntino 
poseen,  entre  los  pueblos  de  la  República,  sus  interesantes 
caracteres  particulares.  La  benignidad  del  clima  ha  hecho 
de  la  provincia  de  Entre  Ríos  un  centro  de  inmigración 
y  de  colonias  agrícolas.  Todos  los  pueblos  blancos  de  la 
tierra,  puede  decirse,  han  mandado  allí  hijos  suyos,  que 
el  medio  americano  ha  asimilado  y  adaptado.  Por  la 
diversidad  de  sus  razas,  la  provincia  presenta  una  confu- 
sión semejante  a  la  antigua  torre  de  Babel.  Mas  sus  inmi- 
grantes, algunos  de  ellos  desheredados  en  el  Viejo  Mundo, 
encuentran  en  el  Nuevo  un  medio  tan  favorable  y  pro- 
picio para  el  desenvolvimiento  de  sus  actividades,  que, 
olvidando  el  país  de  origen,  constitüyense  en  industriosos  y 
entusiastas  ciudadanos  de  la  República.  Frecuentemente, 
a  la  primera  generación  olvidan  el  idioma  originario;  ha- 
blan el  castellano  y  se  sienten  argentinos.  Así,  en  Entre 
Ríos,  por  una  complicada  amalgama  étnica,  surge  en  el 
siglo  XX  un  pueblo  que  parece  sumar  las  condiciones  de 
todos  sus  antepasados. 

El  clima  más  caliente  de  Corrientes  no  ha  permitido 
allí  tal  afluencia  de  inmigración  europea.  En  cambio,  ha 
formado  un  tipo  criollo  de  los  más  notables,  por  su  vigor 
físico  y  su  audacia  intelectual.  Los  gauchos  correntinos  se 
defienden  en  el  río,  cuerpo  a  cuerpo,  de  los  feroces  yacarés; 
cazan  con  lanza  el  jaguar  y  el  puma;  dícese  que  detienen 
en  la  carrera  a  la  yegua  salvaje,  asiéndola  del  copete.  Su 
valor  y  su  destreza  rayan  en  la  leyenda.  La  patria  tuvo  siem- 
pre en  ellos  celosísimos  defensores  de  sus  fronteras.  Con 
la  difusión  de  la  instrucción  pública,  estos  hijos  de  Co- 
rrientes, históricos  enemigos  de  todo  despotismo,  están  lla- 
mados a  ser  importantísimo  factor  en  la  cultura  argentina. 


X 


EN    LA    REGIÓN    ORIHNTAL 


21£ 


9l.  La  vuelta  aí  ko^ar. 

(En  Gualeguaychúi. 


1.  Todo  está  como  entonces: 
4  la  casa,  la  calle,  el  río, 

los  árboles  con  sus  hojas 
y  las  ramas  con  sus  nidos! 

2.  Todo  está,  nada  ha  cambiado, 
el  lior  zonte  es  ti  mismo; 

¡lo  que  dicen  esas  brisas 

ya  otras  veces  me  ío  han  dicho ! 

3.  Ondas,  aves  y  murmullos 
son  mis  viejos  conocidos, 
¡confidentes  del  secreto 

de  mis  primeros  suspiros  ! 

4.  Bajo  aquel  sauce  que  moja 
su  cabellera  en  el  río, 
¡largas-  horas  he  pasado 

a  solas  con  mi  delirio ! 

5.  ¡  Las  hojas  de  esas  achiras 
eran  el  tosco  abanico 

que  humedecía  mi  frente 
y  refrescaba  mis  rizos ! 

6.  Todos  aquí  me  confiaban 
sus  ¡enas  y  sus  delirios; 
con  sus  suspiros  las  hojas, 
con  sus  murmullos  el  río. 

7.  i  Qué  triste  estaba  la  tarde 
la  última  vez  que  nos  vimos! 
Tan  sólo  cantaba  un  ave 

en  el  ramaje  florido. 

(Abreviado) 


8.  Era  un  zorzal  que  entonaba 
sus  más  dulcísimos  himnos, 

I  pobre  zorzal  que  venía 
a  despedir  a  un  amigo! 

9.  « i  Adiós  !  parecían  decirme 
sus  melancólicos  trinos: 

I  Adiós,  hermano  en  los  sueños! 
¡  Adiós,  inocente  niño !  » 

10.  ¡Yo  estaba  triste,  muy  triste' 
El  cielo,  obscuro  y  sombrío; 
los  juncos  y  las  achiras 

se  quejaban  al  oirlo. 

11.  Han  pasado  muchos  años 
desde  aquel  día  tristísimo, 

i  muchos  sauces  han  tronchado 
los  huracanes  bravíqs! 

12.  Hoy  vuelve  el  niño  hecho  hombre, 
no  ya  contento  y  tranquilo, 

I  con  arrugas  en  la  frente 
y  el  cabello  emblanquecido! 

13.  ¡Ah!  Todo  está  como  entonces: 
los  sauces,  el  cielo,  el  río, 

las  olas,  hojas  de  plata 
del  árbol  del  infinito. 

14.  Sólo  el  niño  se  ha  vuelto  hombre, 
¡y  el  hombre  tanto  ha  sufrido, 
que  apenas  tiene  en  el  alma 

la  soledad  del  vacío! 

Olegario  V.  Andraob. 


2Í6  EN    EL    PAÍS    ARGF.NTINO 

92.    Los     éaucKos     judíos. 

i,En  las  colonias  judias  de  Entre  Kíosi 

I.    EL   HIMNO   NACIONAL 

Era  en  los  primeros  tiempos  de  la  colonia.  Los  judíos 
de  Entre  Ríos  conocían  poco  el  lugar,  y  sus  ideas  sobre 
las  costumbres  del  país  eran  en  extremo  confusas.  Admi- 
raban al  gaucho  y  le  temían,  envolviendo  su  vida  en  una 
vaga  leyenda  de  heroísmo  y  de  crimen.  Sabíanle  peligroso 
e  irascible.  Las  fábulas  de  sangre  y  de  bravura,,  referidas 
en  las  noches  de  luna  por  los  cantores  poco  frecuentes  del 
pago,  mal  interpretadas  por  los  nuevos  campesinos,  con- 
tribuyeron a  fomentar  semejante  concepto  sobre  el  paisano. 
Para  el  judío  de  Polonia  y  de  Besarabia,  resultaba  el  ban- 
dido romántico,  feroz  y  caballeresco,  como  el  héroe  de 
novela  cuyas  aventuras  leían  las  muchachas  obreras  al 
regresar  del  taller,  en  Odessa,  o  al  terminar  las  tareas 
habituales,  en  la  existencia  riística  de  la  colonia...  Así,  en 
la  sinagoga,  que  funcionaba  en  tal  o  cual  rancho  de  Rajil, 
jóvenes  y  viejos  discutían  cosas  relacionadas  con  la  Ar- 
"gentina.  E!  entusiasmo  de  vida  libre,  soñada  en  los  días 
amargos  de  Rusia,  aun  no  se  había  amenguado.  Un  amor 
idílico  rebosaba  en  todas  las  almas,  y  los  ojos  eran  cis- 
ternas de  ensueño.  Por  los  alrededores  de  Rajil,  los  ara- 
dos abrían  gloriosamente  la  tierra;  la  esperanza  unánime 
estallaba  en  canciones.  Los  sábados  hasta  mediodía  y  al 
atardecer  se  recordaban,  frente  a  la  puerta  de  la  sina- 
goga y  no  lejos  del  corra!,  las  penurias  antiguas,  los  epi- 
sodios del  éxodo,  como  si  la  emigración  del  imperio  mos- 
covita fuera  la  bíblica  Huida,  historiada  en  las  noches  de 
Pascua. 

Se  oían  afirmaciones  distintas.  José  Haler,  que  habla 
hecho  en  Rusia  ei  servicio  militar,  sostenía  que  la  Argentina 
carece  de  ejército.  Rabí  Isaac  Hermán,  anciano  todo  encor- 
vado,   tembloroso  y  enfermo,   que   enseñaba  a  rezar  a  los 


\T^ 


/^  EN    LA    REGIÓN    ORIENTAL  2l7 

chicos  de  la  vecindad,  se  opuso  con  energía  a  las  opiniones 
de  José.  «Tú  nada  sabes,  le  dijo;  eres  un  soldadote.  ¿Cómo 
quieres  que  la  Argentina  no  tenga  milicia?  Fíjate  que  hay 
soldados  en  Rusia,  y  eso  que  se  trata  de  una  monarquía. — 
Por  esa  misma  razón,  rabí  Isaac,  repuso  José.  Aquí  el  zar 
es  un  presidente  y  no  necesita  soldados  para  defenderse.  — 
¿Y  los  que  están  en  la  estación  Domínguez?»,  interrogó 
rabí  Isaac.  La  pregunta  del  anciano  turbó  a  José,  no 
sabiendo  él  explicar  de  un  modo  satisfactorio  la  presencia 
en  Domínguez  del  sargento,  cuyo  corvo  sable  constituía  el 
espanto  de  ios  niños. 

Una  tarde,  un  vecino  llegado  de  Villaguay  trajo  la 
noticia  de  fiestas  próximas.  Describió  arcos  y  adornos 
colocados  en  las  calles  de  la  municipalidad.  La  noticja  se 
comentó,  y  otro  vecino  propuso  investigar  el  motivo  de 
las  fiestas.  Rec  én  llegados  al  país,  no  sabían  aún  los 
colonos  una  palabra  de  español. 

Los  mozos  copiaron  pronto  las  costumbres  gauches- 
cas, pero  no  lograban  explicarse  con  los  criollos  más  allá 
de  las  necesidades  cotidianas.  Resolvieron,  sin  embargo, 
interrogar  al  boyero,  un  ex  soldado  de  Crispín  Velázquez, 
el  caudillo  tradicional  de  la  región  y  veterano  de  la  guerra 
del  Paraguay.  Aquél  opinó  que  debía  tratarse  de  una 
yerra,  o  bien  de  elecciones.  La  versión  pareció  lógica  al 
principio,  mas  fué  rechazada  después.  Por  fin,  el  comisario 
de  la  colonia,  don  Benito  Palas,  fué  quien  comunicó  a 
los  judíos  el  objeto  de  los  preparativos,  y  en  una  forma 
elocuente  y  rudimentaria  explicó  al  matarife  el  significado 
del  25  de  mayo. 

El  hecho  preocupó  a  los  habitantes  de  Rajil.  En  las 
tertulias  nocturnas,  en  los  descansos  de  las  faenas,  en 
las  amelgas,  los  vecinos  se  reunían  conversando  sobre 
la  fecha.  Cada  uno  exponía  a  su  modo  la  importancia 
del  suceso,  y,  por  último,  nació  la  idea  de  celebrar  el 
aniversario.  La'  iniciativa  se  debía  a  un  antiguo  delegado 
de  Jytomir,  Israel  Kelner,  que  había  ido  a  Jerusalén,  para 


218  EN    EL    PAÍS    ARGENTINO 

organizar  la  emigración,  en  1889.  Hebraísta  estimado 
públicamente  por  el  matarife  —  el  que  sacrifica  las  reses, 
dignidad  sacerdotal  entre  los  judíos  de  la  colonia  Rajil  — , 
Kelner  gozaba  de  prestigio  y  pronunciaba  discursos  en  las 
modestas  solemnidades  de  la  colonia.  Expresamente  hizo 
un  viaje  a  Las  Moscas,  donde  un  estanciero  le  informó 
sobre  el  asunto. 

La  celebración  del  25  de  mayo  quedó  decidida,  y 
se  designó  al  alcalde  y  al  matarife  para  organizar  la  fiesta. 
Jacobo,  peoncito  de  éste,  el  más  acriollado,  vistió  sus 
más  vistosas  bombachas,  y,  sobre  su  gallardo  petizo,  avisó 
de  casa  en  casa  que  iba  a  reunirse  una  asamblea  en  la 
sinagoga.  En  ella  se  discutieron  los  detalles  del  acto.  Se 
resolvió  desde  luego  no  trabajar  el  día  patrio,  embanderar 
los  portones  y  reunirse  en  el  potrero  común,  donde  rabí 
Israel  pronunciaría  un  discurso.  Al  acto  fueron  invitados  el 
comisario  y  el  administrador  general  de  las  colonias,  un 
extranjero  áspero  y  nada  expansivo,  a  quien  poco  conmovía 
el  acontecimiento  de  mayo. 

Surgió  una  grave  dificultad.  Se  ignoraba  el  color  de  la 
bandera  argentina,  y  este  detalle  fué  advertido  muy  tarde.  A 
pesar  de  ello  los  preparativos  continuaron,  y  el  día  clásico 
llegó.  Rajil  amaneció  adornada  como  un  buque,  llenos  de 
colores  los  portones,  ¡de  todos  los  colores,  menos  los 
argentinos!  Un  sol  magnífico  iluminaba  la  campiña;  los 
arbustos  amarillentos  y  los  tártagos  cobraron  regocijo  con 
la  inundación  de  luz.  El  comisario  mandó  su  pequeña 
banda,  y  la  colonia  se  llenó  con  las  notas  del  Himno.  La 
música  hinchó  de  júbilo  los  corazones,  y  la  fiesta  de  la 
patria,  confusamente  comprendida,  puso  en  el  espíritu  una 
profunda  alegría.  Reuniéronse  en  la  sinagoga  hombres  y 
mujeres,  luciendo  sus  trajes  mejores.  Las  túnicas  hierosoli- 
mitanas  brillaron  al  sol  su  blancura,  y  el  matarife  bendijo  la 
República  en  la  solemne  oración  del  Mischa-beraj. 

Afuera,  los  jóvenes  y  las  muchachas  proyectaban  un 
baile,  mezclando  a  los  comentarios  del  día  rumores  sobre 


EN    LA    REGIÓN    ORIENTAL  219 

probables  noviazgos.  Después  de  la  lectura  del  Libro  sa- 
g'-ado,  el  alcalde  predicó.  Era  el  menos  instruido  en  cues- 
tiones rabínicas,  si  bien  sabía  usar  con  frecuencia  alguna 
cita  de  los  textos  talmúdicos,  oída  al  azar.  En  cambio,  era 
elocuente.  Gesticulaba  a  la  manera  de  los  predicadores 
sinagogales,  y  mesaba  su  barba  castaña,  una  hermosa  barba, 
que  se  extendía  sobre  su  pecho  envue'to  en  la  .  túnica 
santa».  «Me  acuerdo,  dijo,  que  en  la  ciudad  de  Elisabetgrad, 
después  de  la  matanza  de  judíos,  la  sinagoga  fué  clausu- 
rada porque  no  quisimos  bendecir  al  zar.  Aquí  nadie  nos 
obliga  a  bendecir  a  nadie.  ¡  Por  esto  bendecimos  a  la  Re- 
pública y  al  presidente!»  No  se  sabía  aún  quién  era  el 
presidente,  pero  el  caso  importaba  poco. 

El  almuerzo  fué  rápido  y  jovial.  En  seguida  la  pobla- 
ción se  congregó  en  el  potrero.  Las  flores  silvestres  de  la 
estación  brillaban  en  la  improvisada  glorieta,  junto  a  la 
cual  la  banda  repetía  sin  cesar  los  acordes  del  Himno. 
Los  mozos  braveaban  sobre  sus  caballos,  y  los  peones  del 
tajamar,  reunidos  en  grupo,  miraban  en  silencio,  partici- 
pando a  ratos  de  los  dulces  y  de  los  abundantes  pasteles 
preparados  por  las  vecinas.  La  damajuana  de  vino  esperaba 
al  comisario. 

A  las  tres  de  la  tarde,  don  Benito  Palas  asomó  con  su 
escolta  y  una  bandera  desplegada.  Resonaron  aplausos  y 
la  ceremonia  oficial  comenzó.  El  comisario  bebió  su  copa 
de  vino,  y  rabí  Israel  Kelner  ocupó  la  tribuna.  En  jerga 
vulgar  saludó  en  nombre  de  la  colonia  al  país  donde  no 
ocurren  matanzas  de  judíos»,  y  refirió  la  parábola  de  los 
dos  pájaros,  que  los  colonos  le  habían  oído  en  diversas 
oportunidades.  Extraída  de  las  discusiones  talmúdicas  de 
Segovia,  la  parábola  simbolizaba  para  el  orador  la  liber- 
tad de  los  pueblos. 

« Había  un  pájaro,  dijo,  prisionero  en  una  jaula  de 
hierro.  Creía  que  todos  vivían  así,  hasta  que  cierto  día 
vio  a  otro  pájaro  revolotear  en  el  espacio  y  posarse 
sobre  los  tejados  y  los  árboles.  Entonces  el  canto  del  pri- 


220  EN  EL  país  argentino 

sionero  se  hizo  triste.  Tanto  meditó  en  su  esclavitud,  que 
concibió  un  pensamiento.  Durante  las  noches  picoteaba 
las  rejas,  y  llegó  por  fin  a  libertarse.  Tornáronse  alegre 
su  canto  y  su  vida,  y  no  tardó  en  volar  tan  alto  como 
los  demás  pájaros». 

Jacobo  explicó  a  don  Benito  Palas,  criollo  poco  enten- 
dido en  símbolos  talmúdicos,  el  sentido  del  discurso.  Y,  por 
toda  contestación,  el  comisario  recitó  las  estrofas  del  Himno. 
No  lo  comprendían  los  israelitas;  pero  al  llegar  a  la  pa- 
labra « Libertad »,  el  recuerdo  de  su  antigua  desdicha,  la 
amargura,  las  persecuciones  seculares  sufridas  por  la  raza, 
exaltó  sus  ánimos,  y,  con  el  corazón  y  con  la  boca,  ini- 
ciándose en  el  generoso  amor  de  su  nueva  patria,  todos 
exclamaron,  como  en  la  sinagoga:  «¡Amén!». 

II.   LA  TRILLA 

Cuando  los  peones  apartaron  las  últimas  bolsas  de 
nuestro  trigo,  eran  las  nueve  de  la  mañana.  La  máquina 
paró,  y  a  la  sombra  de  la  parva  cercana  la  gente  se  dis- 
puso a  tomar  el  café;  un  sol  fuerte  nos  ahogaba,  tiñendo 
en  llamaradas  la  campiña  segada,  que  parecía  un  inmenso 
cepillo  de  oro.  Lejos,  en  el  potrero,  en  las  quebradas,  en 
torno  de  las  pequeñas  lagunas,  los  bueyes  pacían,  lentos 
y  graves,  en  medio  de  la  chachara  de  los  teruteros. 

El  alcalde  de  la  colonia,  viejo  de  grandes  barbas, 
elocuente  y  astuto,  elegido  por  el  vecindario  en  una  asam- 
blea efectuada  en  la  sinagoga,  comentaba  los  resultados 
de  la  cosecha  y  alababa  las  calidades  de  nuestro  trigo. 
Era  analfabeto  casi,  y  sólo  conocía  por  referencias  ciertos 
pasajes  de  las  Escrituras,  que  citaba  a  menudo  al  inter- 
venir en  la  entrega  de  una  reja  o  en  la  compra  de  un 
rollo  de  alambre.  Y  aquella  mañana  cálida,  rodeado  por 
los  vecinos,  a  la  sombra  de  la  parva,  peroraba  sobre- las 
ventajas  de  la  vida  rural.  «Bien  sé  yo,  decía,  que  no  es- 
tamos en  Jerusalén;  bien  sé  yo  que  esta  tierra  no  es 
aquella   de   nuestros   antepasados.    Pero   sembramos   y  te- 


EN    LA    REGIÓN    ORIENTAL  221 

liemos  trigo,  y  de  noche,  cuando  regresamos  de  la  era 
detrás  del  arado,  podemos  bendecir  el  Altísimo  porque  nos 
ha  conducido  fuera  de  Rusia,  donde  éramos  odiados  y  vi- 
víamos perseguidos  y  pobres  ». 

El  matarife  replicó :  «.  El  trigo  de  Besarabia  es  más 
blanco  que  el  de  la  colonia »,  y  expresó  pausadamente 
su  descontento.  « En  Rusia,  dijo,  se  vive  mal,  pero  se 
teme  a  Dios  y  se  obra  de  acuerdo  con  la  ley.  Aquí  los 
jóvenes  se  vuelven  unos  gauchos».  El  agudo  silbato  de  la 
máquina  desparramó  a  los  vecinos.  Tocaba  el  turno  a  las 
parvas  de  Moisés  Hintler,  quien  permanecía  silencioso, 
junto  a  la  casilla  rodante  del  maquinista.  Era  bajito, 
flaco,  y  sus  ojos  redondos  y  diminutos  traducían  en  su 
mirar  de  miope  una  alegría  profunda.  A  su  lado,  la  mu- 
jer, envejecida  en  la  miseria  del  pueblo  natal,  contemplaba 
la  faena,  y  la  hija  Devora,  moza  robusta  y  ágil,  preparaba 
el  almuerzo. 

Comenzó  el  trabajo.  Subimos  a  la  parva  de  Moisés 
para  alcanzar  las  gavillas,  y  los  peones  engrasaban,  en 
tanto,  la  máquina  formidable.  «  Moisés,  exclamó  el  alcal- 
de, ¿tenías  también  parvas  en  VilnaPAllí  trabajabas  de 
joyero  y  componías  relojes,  ganando  un  par  de  rublos  al 
mes.  ¡  Aquí,  Moisés,  tienes  campo,  trigo  y  ganado !... » 
Levantó  una  copa  de  caña  y  brindó :  « Moisés,  como 
decíamos  en  Rusia,  yo  deseo  que  tu  tierra  sea  siempre 
fecunda,  y  que,  por  abundante,  no  logres  juntar  su  fruto  ». 
Moisé§  permaneció  silencioso  detrás  de  la  máquina.  En  su 
cabeza  se  revolvían  continuos  recuerdos,  los  recuerdos  de 
su  vida  lúgubre  de  Vilna,  de  su  vida  martirizada  y  triste 
de  judío... 

La  rueda  mayor  giró,  y  el  grano  empezó  a  derra- 
marse, como  lluvia  de  perlas  bajo  la  bíblica  bendición  del 
cielo  inundado  de  luz.  Interpuso  lentamente  la  mano  so- 
bre la  cual  el  trigo  caía  en  clara  cascada,  y  así  la  tuvo 
mucho  tiempo.  A  su  lado,  la  mujer  miraba  con  avidez,  y 
también  Devora  miraba.  «¿Veis,  hijos  míos?  Este  trigo  es 


222  EN    EL    PAÍS    ARGENTINO 

nuestro... »  Y  sobre  sus  mejillas,  aradas  por  una  larga  mi- 
seria, corrían  dos  lágrimas,  que  cayeron,  junto  con  el  grano, 
en  la  primera  bolsa  de  su  cosecha... 

Según  Albeutu  Geucih.'noff 

93.  Escena  de  una  creciente  del  río  Paraná  en  Corrientes. 

Era  una  plácida  tarde,  a  mediados  de  mayo.  El  cielo 
de  la  ciudad  de  Corrientes,  límpido  y  radiante,  de  un  azul 
intenso,  parecía  sonreír  en  uno  de  sus  mejores  días.  El 
sol,  en  el  ocaso  ya,  hinchado  como  un  glóbulo  rojo  en  el 
campo  de  aquella  lente  celeste,  iba  a  entrar  en  el  seno  de 
las  aguas,  rizadas  por  una  ligera  brisa. 

Apenas  había  sonado  por  última  vez  aquella  tarde  la 
campana  del  Colegio  nacional,  salimos  todos  los  mucha- 
chos, en  bullangueros  grupos,  con  rumbo  a  la  Punta  de 
San  Sebastián.  Llamábase  «  La  Casilla  aquella  lengua  de 
tierra  pedregosa  que  sirvió  de  asiento  a  una  capilla  jesuí- 
tica, y  que,  como  un  brazo  hercúleo,  para  el  golpe  de  las 
aguas  en  una  de  las  siete  corrientes  que  dan  su  nombre  a 
la  ciudad  fundada  por  Vera  y  Aragón,  Algo  extraordinario 
había  allí,  que  atraía  con  indecible  y  misterioso  encanto 
a  la  alegre  estudiantina.  Era  el  Paraná,  que,  en  una  de 
sus  crecientes  máximas,  salido  de  madre,  lo  inundaba  todo 
a  su  paso,  sobre  el  borde  de  sus  hondos  barrancos. 

En  la  pequeña  bahía  que  forman  las  aguas  del  río  a 
la  diestra  de  aquella  lengua  de  tierra,  las  balleneras  y 
goletas,  con  sus  velas  latinas  más  blancas  que  las  gavio- 
tas que  revoloteaban  en  torno,  habían  enfilado  sobre  la 
costa  en  línea  de  combate  y  en  orden  defensivo  contra 
las  fuertes  corrientes  que  amenazaban  arrastrarlo  todo.  Y, 
en  la  punta  misma  de  San  Sebastián,  donde  las  aguas  en 
grandes  masas  se  revolvían  furiosas  contra  las  moles  de  pie- 
dra y  formaban  un  vórtice  diabólico,  para  esparcirse  luego 
caracoleando  en  burbujas  e  espumas  fugaces,  una  bandada 
de  pescadores,  viejos  y  jóvenes,  ejercía,  por  mero  pasatiem- 
po, con  la  clásica  «  pateja  »,  la  pesca  fabulosa  del  sábalo. 


EN    LA    REGIÓN    ORIENTAL  2S] 

No  hay  colores  en  la  paleta  del  artificio  humano  para 
pintar  aquel  cuadro,  una  caída  de  sol  que  aun  vive  en 
mi  retina.  Las  sombras  del  crepúsculo  abrían  su  manto, 
dando  a  las  aguas  un  tinte  melancólico.  La  brisa  había 
calmado,  y  el  viejo  Paraná  retrataba,  en  la  tersa  superficie 
de  sus  aguas  bronceadas,  la  serena  limpidez  de  aquel  cielo. 
Había  no  sé  qué  de  trágico  en  la  líquida  planicie  que 
corría  con  felina  mansedumbre.  A  trechos,  en  las  revo- 
luciones internas  de  la  marcha,  abortaban  en  la  superficie 
capullos  de  aire  comprimido,  y  se  extendían  en  torno 
manchas  limpias  y  redondas,  que  fingían  espejos  de  pulido 
acero.  Sólo  rompía  el  cristal  de  la  corriente  uno  que  otro 
camalote  desprendido  de  las  islas  o  barrancos,  en  el  cual 
navegaba,  sorprendido  por  la  inundación,  un  lagarto  aga- 
zapado entre  las  zarzas  o  un  ciervo  erguido,  con  la  mirada 
alta  y  la  violenta  tensión  de  un  salvaje.  Y  a  lo  largo  de 
la  orilla  opuesta,  en  la  margen  derecha  del  río,  extendíase 
sobre  las  aguas,  como  un  fleco  fantástico,  la  sombra  de 
los  alisos  y  los  sauces  que  festoneaban  la  playa  con 
germinación  maravillosa. 

Habíamos  pasado  en  la  ribera  un  par  de  horas,  sin 
asomo  de  aburrimiento,  embelesados  por  el  espectáculo, 
cuando,  de  pronto,  vimos  asomar  a  nuestro  frente,  despren- 
dida de  la  costa  chaqueña,  una  larga  piragua.  Evidentemente, 
sus  tripulantes  abrigaban  la  intención  de  vadear  aquel  río 
como  un  mar  y  atracar  al  pequeño  puerto  de  la  bahía.  La 
navegación  se  hacía  por  instantes  más  y  más  peligrosa... 
Breves  momentos  más,  y  la  emoción  invadía  nuestros 
corazones  en  presencia  del  cuadro  que  se  presentaba  a 
nuestros  ojos.  La  piragua  indiana,  de  regular  calado  — 
tripulada  por  tres  hombres,  dos  mujeres,  con  su  pequeñuelo 
en  la  falda  cada  una,  y  un  muchacho-^,  aproximábase  a  la 
casilla,  por  el  seno  izquierdo.  Tendía  audazmente  a  correrse 
hacia  la  derecha,  pasando  sobre  las  rompientes  mismas  de 
la  Punta,  donde  las  aguas  hervían  crepitando  en  espumas 
de  miel...  Cargada  de  copiosas  rajas  de  leña  de  urunday,  que 


224  EN  EL  país  argentino 

constituían  entonces  el  único  comercio  de  las  mansas  y 
laboriosas  tribus  de  indios  guaraníes  que  poblaban  la  vecina 
región  del  Chaco,  obedecía  la  embarcación  al  remo  flexible 
y  ágil  manejado  por  aquellos  músculos,  que  parecían  de 
bronce  por  el  color  y  por  la  fuerza  del  nervio. 

Todas  las  miradas  estaban  fijas,  casi  atónitas,  en  el 
grupo  de  seres,  que,  por  el  mezquino  fruto  de  sus  faenas 
en  el  bosque,  jugaban  tan  heroicamente  con  la  vida  La 
escena  tocaba  a  su  término.  Aquellos  hombres,  de  pómulos 
salientes,  tez  bronceada  y  ojos  oblicuos,  habían  resuelto, 
cambiando  breves  monosílabos  en  su  idioma  gutural,  poner 
la  proa  contra  la  corriente,  y,  rompiendo  el  golpe  si- 
multáneo de  los  remos  con  vigoroso  esfuerzo,  salvar  la 
barrera,  llegar  a  la  meta  y  descansar  cuanto  antes  de  las 
fatigas.  Pero,  al  virar  la  piragua,  la  torrentosa  corriente 
la  atacó  por  el  flanco,  con  furores  inauditos,  y  la  sacudió 
hasta  vencerla... 

Agudo  grito  de  espanto  salió  de  nuestras  filas:  «¡Auxi- 
lio!...» La  piragua  había  dado  un  vuelco,  allí  no  más,  a 
nuestros  pies,  junto  a  la  orilla,  en  el  abismo  de  las  rom- 
pientes rápidas...  El  grupo  de  valientes  desapareció  en  una 
instantánea  zambullida,  y,  reapareciendo  luego,  luchaba  por 
desprenderse  de  las  garras  de  la  muerte.  Los  náufragos 
nadaban  con  desesperación ;  los  hombres  trataban  de  salvar 
a  las  mujeres,  y  las  mujeres  a  los  niños... 

Con  vigorosas  brazadas  llegaron  todos  a  tierra,  menos 
una  india  débil  y  agostada,  que  aun  se  hundía  y  reaparecía 
en  el  agua,  con  su  hijo  en  los  brazos...  Entonces  surgió 
un  héroe  salvaje,  que  iluminó  aquel  cuadro  de  dolor.  El 
muchacho,  de  unos  diez  y  siete  años  de  edad,  hallándose 
ya  en  salvo,  ve  desde  la  orilla  a  la  india  que  se  ahoga; 
lánzase  de  nuevo  al  río,  acude  en  su  socorro,  ásela 
fuertemente  y  la  saca  triunfante  a  tierra...  La  india  des- 
fallecía, con  su  pequeñuelo  muerto  en  los  brazos... 
Cuando  volvió  en  sí,  lanzó  un  grito  y  se  arrojó  sobre  el 
cuerpecillo  helado,  llorando  su  infinito  dolor  de  madre... 


EN    EL    PAÍS    ORIENTAL  225 

Aquella  vez  sentí  yo  en  el  alma  algo  como  la  vibración 
intensa  del  orgullo  y  la  gloria  de  mi  humana  especie. 
¿Qué  soplo  sublime  y  gigantesco,  qué  fuerzas  misteriosas 
del  sentimiento  levantaron  el  alma  del  joven  salvaje  a  la 
región  de  la  abnegación  y  el  sacrificio?...  ¿Quién  hubiera 
podido  trazar  en  ese  instante  la  línea  que  deslinda  la  civi- 
lización y  la  barbarie?...  Mi  espíritu  vio  entonces  surgir 
embellecida  la  filosofía  del  Supremo  Creador,  al  amasar  en 
común  el  barro  de  las  distintas  razas  de  la  familia  hu- 
mana. Y  recordé  el  texto  bíblico,  que  dice:  «De  uno  solo 
hizo  Dios  todo  el  linaje  humano,  para  que  habite  sobre 
toda  la  haz  de  la  tierra  ». 

Según  Julio  G.  Guastavino. 

94.    La  selva  misionera. 

Del  propio  modo  que  en  las  comarcas  del  Brasil  y 
del  Paraguay,  situadas  a  igual  latitud,  el  bosque  no  es 
continuo  en  la  región  misionera.  La  gran  selva  se  inicia 
con  manchones  redondos,  que  tienen  ya  toda  su  espesura; 
pero  faltan  todavía  algunas  plantas  más  peculiares,  como 
los  pinos  y  la  hierba,  cuya  aparición  señala  el  comienzo 
de  los  bosques  continuos.  Éstos,  como  en  las  dos  nacio- 
nes antedichas,  están  formados  por  los  mismos  individuos; 
pero,  en  la  región  argentina,  más  broceada  por  la  explota- 
ción industrial,  no  son  ahora  tan  lozanos. 

Generalmente  circulares,  fuera  de  los  sotos,  donde, 
como  es  natural,  serpentean  con  el  cauce,  su  espesura  se 
presenta  igual  desde  la  entrada.  No  hay  matorrales  ni 
plantas  aisladas  que  indiquen  una  progresiva  dispersión. 
Desde  la  vera  al  fondo,  la  misma  profusión  de  almacigo; 
el  mismo  obstáculo  casi  insuperable  al  acceso;  la  misma 
serenidad  mórbida  de  invernáculo. 

Su  silencio  impresiona  desde  luego,  tanto  como  su 
despoblación;  los  mismos  pájaros  huyen  de  su  centro, 
donde  no  hay  campo  para  la  vista  ni  para  las  alas.  Nunca 
el   viento,    muy     escaso  por  otra  parte  en  la  región,  con- 


226  EN    EL    PAÍS    ARGENTINO  ♦ 

mueve  su  espesura.  Los  herbívoros  se  arriesgan  pocas- 
veces  en  ella,  y  tampoco  la  frecuentan  entonces  los  feli- 
nos. Algún  carnicero  necesitado,  o  aventurero  marsupial 
como  el  coatí  y  la  comadreja,  afrontan,  trepando  al  ace- 
cho por  los  árboles,  tan  difícil  vegetación,  en  busca  de  tal 
cual  rata  o  murciélago  durmiente;  pero  aun  esto  mismo  acon- 
tece  rara  vez.  Los  árboles  necesitan  estirarse  mucho  para 


ih 


alcanzar  la  luz  entre  aquella  densidad,  resultando  así  esbel- 
tamente desproporcionados  entre  su  altura  y  su  grueso. 

Los  escasos  claros,  redondeados  por  la  expansión 
helicoidal  de  los  ciclones,  o  las  sendas  que  cruzan  el 
bosque,  permiten  distinguir  sus  detalles.  Admirables  pará- 
sitos exhiben  en  la  bifurcación  de  los  troncos,  cual  si 
buscaran  el  contraste  con  su  rugosa  leña,  elegancias  de 
jardín  y  frescuras  de  legumbre.  Las  orquídeas  sorprenden 
aquí  y  allá,  con  el  capricho  enteramente  artificial  de  sus 
colores;  la  preciosa  «aljaba»  es  abundantísima,  por  ejem- 
plo. Liqúenes  profusos  envuelven  los  troncos  en  su  lana 
verdácea.  Las  enredaderas  cuelgan  en  desorden  como  los 
cables  de  un  navio  desarbolado,  formando  hamacas  y  tra- 
pecios a  la  azogada  versatilidad  de  los  monos,  pues  todo 
es  entrar  libremente  el  sol  en  la  maraña  y  poblarse  ésta 
de  salvajes  habitantes. 


EN    LA    REGIÓN    ORIENTAL  227 

Abundan  entonces  los  frutos,  y  en  su  busca  vienen  a 
rondar,  al  pie  de  los  árboles,  el  pécari  porcino,  la  avizora 
paca,  el  agutí,  de  carne  negra  y  sabrosa,  el  tatú,  bajo  su 
coraza  invulnerable;  y,  como  ellos  son  cebo  a  su  vez, 
acuden  sobre  su  rastro  el  puma,  el  gato  montes  elegante 
y  pintoresco,  el  aguará  en  piel  de  lobo,  cuando  no  el 
jaguar,  que  a   todos   ahuyenta   con   su   sanguinaria  tiranía. 

Bandadas  de  loros  policromos  y  estridentes  se  abaten 
sobre  algún  naranjo  extraviado  entre  la  inculta  arboleda; 
soberbios  colibríes  zumban  sobre  los  azahares,  que  a  porfía 
compiten  con  los  frutos  maduros;  jilgueros  y  cardenales 
cantan  por  allá  cerca;  algún  tucán  precipita  su  oblicuo 
vuelo,  alto  el  pico  enorme,  en  que  resplandece  el  ana- 
ranjado más  bello;  el  negro  vacutoro  muge,  inflando  su 
garganta,  que  adorna  roja  guirindola;  y,  en  la  espesura,  ama- 
da de  las  tórtolas,  lanza  el  pájaro  campana  su  sonoro  tañido. 

Haya  en  las  cercanías  un  arroyo,  y  no  faltarán  los 
capivaras,  las  nutrias,  el  tapir,  que  al  menor  amago  se 
dispara  como  una  bala  de  cañón  por  entre  los  matorrales, 
hasta  azotarse  en  la  onda  salvadora;^  el  venado,  nadador 
esbelto.  Cloqueará  con  carcajada  metálica  la  chuña  anun- 
ciadora de  tormentas;  silbarán  en  los  descampados  las 
perdices,  y  más  de  un  yacaré  soñoliento  y  glotón  sentará 
sus  reales  en  el  próximo  estero. 

En  el  suelo  fangoso  brotarán  los  heléchos,  cuyas  ele- 
gantes palmas  alcanzan  metro  y  medio  de  desarrollo,  ora 
alzándose  de  la  tierra,  ora  encorvándose  al  extremo  de  su 
tronco  arborescente,  con  una  simetría  de  quitasol.  Tréboles 
enormes  multiph"carán  sus  florecillas  de  lila  delicado;  y  la 
ortiga  gigante,  cuyas  fibras  dan  seda,  alzará  hasta  cinco 
metros  su  espinoso  tallo,  que  arroja  a  la  punción  un  cho- 
rro de  agua  fresca. 

Por  los  faldeos  y  cimas,  la  vegetación  arbórea  alcanza 
su  plenitud  en  los  cedros,  urundayes  y  timbóes  gigantes- 
cos. El  follaje  es  de  una  frescura  deliciosa,  sobre  todo  en 
las  riberas,  donde  forma  un  verdadero  muro  de  altura  uni- 


228  EN    EL    PAÍS  ARGENTINO 

forme  y  verdor  sombrío,  que  acentúa  su  aspecto  de  seto 
hortense,  sobre  el  cual  destacan  las  tacuaras  su  panoja, 
en  penachos  de  felpa  amarillenta,  que  alcanzan  ocho  metros* 
de  elevación;  descollando  por  su  elegancia,  entre  todos 
esos  árboles  ya  tan  bellos,  el  más  clásico  de  la  región:  la 
planta  de  la  yerba,  semejante  a  un  altivo  jazminero. 

Reina  un  verdor  eterno  en  esas  arboledas,  y  sólo  se 
conoce  en  ellas  el  cambio  de  estación,  cuando,  al  entrar 
la  primavera,  se  ve  surgir  sobre  sus  copas  la  más  emi- 
nente de  algún  lapacho,  rugoso  gigante  que  no  desdeña 
florecer  en  rosa,  como  un  duraznero,  arrojando  aquella 
nota  tierna  sobre  lá  tenebrosa  esmeralda  de  la  fronda. 

Nada  más  ameno  que  esos  trozos  de  selva,  destacán- 
dose con  decorativa  singularidad  sobre  el  almagre  del  suelo. 
Sus  meandros  parecen  caprichos  de  jardinería,  que  encie- 
rran entre  glorietas  verdaderas  peloiises.  Los  pastos  duros 
de  la  región  fingen  a  la  distancia  peinados  céspedes;  y  el 
paisaje  sugiere,  a  porfía,  correcciones  de  horticultura. 

Las  palmeras— sobre  todo  el  precioso  pindó,  de  hojas 
azucaradas  como  las  del  maíz—,  ponen,  si  acaso,  una  nota 
exótica  en  el  conjunto,  al  lanzar  con  gallardía,  me  atrevo 
a  decir  jónica,  sus  tallos  blanquizcos,  a  manera  de  cim- 
breantes cucañas;  pero  nada  agregan  de  salvaje,  nada  si- 
quiera de  abrumador  a  la  circunstante  grandeza.  Esta  se 
conserva  elegante  sobre  todo,  y  los  palmares  que  comien- 
zan cada  uno  de  esos  bosques,  dan  con  su  columnata  la 
impresión  de  un  pronaos  ante  la  bóveda  forestal. 

Serrezuelas  entre  las  cuales  corren  ahocinados  arro- 
yos clarísimos,  que  acaudalan  con  violencia  a  cada  paso 
las  lluvias,  figuran  en  el  paisaje  como  un  verdadero  adorno 
formado  por  enormes  ramilletes.  Los  pantanos  nada  tienen 
de  inmundo,  antes  parecen  floreros  en  su  excesivo  verdor 
palustre.  Los  naranjos,  que  se  han  ensilvecido  en  las  rui- 
nas, prodigan  su  balsámico  tributo  de  frutas  y  flores,  todo 
en  uno.  El  más  insignificante  manantial  posee  su  marco  de 
bambúes;  y  la  fauna,    aun  con  sus  fieras,   verdaderas    mi- 


EN    LA    REGIÓN    ORIENTAL  229 

niaturas  de  las  temibles  bestias  del  viejo  mundo,  contri- 
buye a  la  impresión  de  inocencia  paradisíaca  que  inspira 
ese  privilegiado  país. 

Reptiles  numerosos,  pero  mansos,  causan  daños  apenas; 
los  insectos  no  incomodan,  sino  en  el  corazón  del  bosque; 
hasta  las  abejas  carecen  de  aguijón,  y  no  oponen  obstáculo 
alguno  al  hombre  que  las  despoja,  o  al  hirsuto  tamandúa 
que  las  devora  con  su  miel.  Las  mismas  tacuaras  ofrecen 
en  sus  nudos  un  regalo  al  hombre  de  las  selvas,  con  las 
crasas  larvas  del  tanibú,  análogas,  si  no  idénticas,  en  mi 
opinión,  a  las  del  ciervo  volador,  que  Lüculo  cataba  goloso. 

El  clima,  salubre  a  pesar  de  su  humedad  extraordi- 
naria, presenta  como  único  inconveniente  un  poco  de  pa- 
ludismo en  las  tierras  muy  bajas.  La  escarcha  de  algunas 
noches  invernales  no  causa  frío  sino  hasta  que  sale  el 
sol,  y  el  promedio  de  la  í:mperatura  viene  a  dar  una  pri- 
mavera algo  ardiente.  Viento  apenas  hay,  fuera  de  las  tur- 
bonadas en  la  selva.  Neblinas  que  son  diarias  durante 
el  invierno,  envuelven  en  su  tibio  algodón  a  las  perezo- 
sas mañanas.  Ahogan  los  ruidos,  amenguan  la  actividad, 
retardan  el  día,  y  su  acción  enervante  debe  influir  no  poco 
en  lá  indolencia  característica  de  aquella  gente  subtropical. 

Cerca  de  mediodía,  aquel  muelle  vellón  se  rompe. 
El  cielo  se  glorifica  profundamente;  verdean  los  collados; 
silban  las  perdices  en  las  cañadas;  y  por  el  ambiente,  de 
una  suavidad  quizá  excesiva,  como  verdadero  símbolo  de 
aquella  imprevisora  esplendidez,  el  Morpko  Menelaus,  la 
gigantesca  mariposa  azul,  se  cierne  lenta  y  errátil,  joyando 
al  sol  familiar  sus  cerúleas  alas. 

Leopoldo  Lugones 

95.  La  maravilla  de  América. 

(La  catarata  del  Iguazúi. 

Después  de  andar  una  hora,  sofrené  mi  yegua.  Es- 
cuché con  toda  el  alma;  me  bajé,  apliqué  el  oído  al 
suelo.    Nada:    ni   un   rumor;   el   mismo   silencio  pesado  y 


230 


EN    EL    país    argentino 


amenazador  de  la  selva  circunstante.  ¡Si  me  habría  per- 
dido! Iban  a  ser  las  once  ya:  hacía  tres  horas  que  andá- 
bamos. ¿Cómo  podía  ser?  Una  perplejidad  angustiosa  me 
embargó.  ¡Y  aquella  tormenta  que  amenazaba!  Monté  de 
nuevo  y  castigué  con  furia  mi  cabalgadura,  que,  entre 
la  áspera  maleza,  se  lanzó  bravamente  al  galope.  Anduve, 
tironeado  y  sacudido,  otro  rato  mortal.  De  pronto  sentí 
que  el  terreno  subía  y  mejoraba  un  poco  la  picada.  Miré: 
a  la  derecha,  por  entre  el  denso  verdor  de  las  ramazones, 
me  pareció  ver,  aun  a  alguna  distancia,  no  sé  qué  cosa 
blanca,  inmensa  y  temblorosa,  como  un  monstruoso  tém- 
pano en  deshielo,  que  silenciosamente  se  m3vía.  Preten- 
dí sujetar;  pero  la  yegua,  enardecida,  continuó  su  galope, 
y  ya  no  vi  nada.  ¿  Será  ?. . .  ¡  Pero  no  puede  ser !  ¡  Cómo 
no  iba  a  sentir  ningún  ruido !. . .  Ignoraba  yo  que,  según  el 
estado  de  la  atmósfera,  se  oye  el  estruendo  de  las  cata- 
ratas a  gran  distancia,  o  no  se  oye  hasta  estar  junto  a 
ellas. . .  Lo  oí  de  repente,  tartáreo,  abrumador,  tonitronan- 
te,  y  entrevi  a  la  vez  casi  claramente  entre  los  árboles 
las  primeras  cascadas.  Un  poco  más :  ¡  ahí  estaban ! 

1  Gran  Dios !  ¡  Cuan  visible  era  la  obra  de  tu  mano !. . . 
Senté  la  yegua  sobre  los  jarretes,  de  un  bárbaro  tirón,  y 
sentí  que  ante  aquella  belleza  poderosa,  soberana,  infinita, 
inesperada,  ni  sospechada  siquiera  a  pesar  de  la  intensa 
expectativa,  el  corazón  se  me  exaltaba  y  crecía  —  algo  de 
la  gran  fuerza  universal  entraba  en  él  — ,  y  me  embarga- 
ron lágrimas  de  gratitud,  llanto  de  fuerza,  expresión  de  un 
sentimiento  inenarrable,  de  una  cosa  inaudita  y  recóndita 
que  la  lengua  no  sabe  decir. . . 

Aquellos  no  eran,  sin  embargo,  los  saltos  más  gran- 
des. Eran  como  el  prólogo,  como  la  desmesurada  « overtu- 
ra  »,  como  los  heraldos  de  la  maravilla.  A  mí  me  parecie- 
ron insuperables,  suma  y  término  de  la  grandeza  posible. 
Pero  simplemente  eran  bellos  al  lado  de  los  otros,  que 
mi  cabalgadura,  sin  que  yo  me  diese  cuenta,  pasando  por 


#■ 


EN    LA    REGIÓN    ORIRNTAL 


231 


SU  voluntad  o  su  costumbre  o  otra  picada,  puso  de  improviso 
ante  mis  ojos  atónitos. 

El  sol,  misericordioso,  salió  breves  minutos  para  mí,  y 
vi  a  mis  pies  el  grandioso  semicírculo  en  que  brama  y  se 
despeña  una  muchedumbre  de  cataratas,  que  no  se  muestran 
a  la  mirada  avara  sino  púdicamente,  veladas  por  una  gasa 
de  pálido  celeste,  en  que  el  sol  pone  a  veces  bullones  de 
rosa.  Aquella  vasta  zona  de  cascadas  apacienta  los  ojos, 
sacia  el  alma  de  emoción,  y  la  levanta  y  la  lleva,  como 
con  alas,  a  regiones,  excelsas.  ¡  No  se  puede  decir  lo  que  hay 
allí!  Las  aguas,  que  ya  vienen  hostigadas,  corriendo  con 
frenesí,  sobre  un  plano  vastísimo,  llegan  a  la  ceja  inmensa,  y 


Bourquín. 


se  deslizan  al  vacío,  o  chocan  antes  de  saltar,  con  enormes 
peñascos,  y  rebotan,  y  en  los  aires  hacen  juegos  atléticos, 
que  la  luz  colorea  con  mágicos  cambiantes:  efusiones  de 
plata ;  chorros  ingentes ;  surtidores  sonoros,  que  se  alzan  en 
arcos;  anchos  desbordamientos  de  aguas  plomizas,  que  caen 
pesadamente  con  un  mugido  sordo,  y,  al  estrellarse  en  la 
roca  aplanada  y  fortísima,  se  deshacen  en  gigantescas  nubes 
de  vapor,  de  un  blanco  inmaculado  cuando  surgen  flotantes 
del  hervoroso  abismo,  y  luego  teñidas  de  rosa,  de  carmín, 
de  violeta  translúcido,  o  hechas  como  de  polvo  de  oro  por 
el    mágico   sol...   Y,   detrás   de   aquel    amontonamiento   de 


232 


EN    EL    país    argentino 


saltos,  y  a  la  izquierda,  y  a  la  derecha,  cerca  y  lejos, 
arriba,  abajo,  alia  en  las  alturas,  acá  a  los  pies,  trenzándose 
a  pechadas  con  las  rocas,,  que,  aunque  aguantan,  retiemblan, 
otros,  y  otros,  y  otros  saltos,  cubriendo  una  superficie  de 
cuatro  mil  metros:  unos,  con  deslizamientos  de  culebra; 
otros,  con  fieros  brincos  de  jaguar;  éstos,  obscuros,  resba- 
lando en  silencio;  aquéllos,  vistosamente  empenachados  de 
espuma...  Todos  corren  en  vértigo,  y,  al  llegar  a  la  arista 
de  los  altos  y  negros  paredones,  pierden  pie  y  ruedan  al  fatal 
e  infinito  derrumbe,  y  allí  abajo,  reventados,  deshechos, 
rugientes,  siguen  su  curso  arrastrando  en  jirones  su  túnica  de 
encaje,  mientras  del  uno  al  otro  extremo  del  inmenso  anfi- 
teatro de  cascadas,  entre  aquel  estruendoso  dislocamiento 
de  violencias,  sobre  aquel  paroxismo,  cien  arcos  iris  se 
tienden,  como  puentes  de  paz. 

Según  Manuííi.  lí   unáuiií  ' 


II.  EN   LA  PAMPA 

96.  Kl  Desierto. 

(Fragiii  nlo  del  poema   La   Cautiva 


1.  Era  la  tarde  y  la  hora 
en  que  el  sol  la  cresta  dora 
de  los  Andes.  El  desierto 
inconmensurable,  abierto 

y  misterioso  a  sus  pies 

se  extiende;  triste  el  semblante, 

solitario  y  taciturno, 

como  el  mar,  cuando  un  instante, 

al  crepúsculo  nocturno, 

pone  rienda  a  su  altivez. 

2.  Gira  en  vano,  reconcentra 
su  inmensidad,  y  no  encuentra 
la  vista,  en  su  vivo  ¿nhelo 

do  fijar  su  fugaz  vuelo, 
como  el  pájaro  en  el  mar 


Doquier  campos  y  heredades 
del  ave  y  bruto  guaridas ; 
doquier  cielo  y  soledades 
de  Dios  sólo  conocidas, 
que  Él  só  o  puede  sondar. 

5.  A  veces  la  tribu   errante 
sobre  el  potr>)  rozagante 
cuyas  crines  altaneras 
flotan  al  viento  ligeras, 
lo  cruza  cual  torbellino 
y  pasa;  o  si  toldería 
sobre  la  grama  frondosa 
asienta,  esperando  el  d  a 
duerme,  tranquila  reposa, 
sigue  veloz  su  camino. 


EN    LA    PAMPA 


Íc2^ 


4.j  Cuántas,  cuántas  maravillas 
sublimes  y  a  par  sencillas, 
sembró  la  fecunda   mano 
de  Dios  allí!  ¡Cuánto  arcano 
que  no  es  dado  al  mundo  ver! 
La  humilde  hierba,  el  insecto, 
la  aura  aromática  y  pura, 
el  silencio,  el  triste  aspecto 
de  la  grandiosa  llanura, 
el  pálido  anochecer. 

5.  Las  armonías  del  viento 
dicen  más  al  pensamiento 

q  e  todo  cuanto  a  porfía 
la  vana  filosofía 
pretende  altiva  enseñar. 
¿Qué  pincel  podrá  pintarlas 
sin  deslucir  su  belleza? 
¿Qué  lengua  humana  alabarlas? 
Sólo  el  genio  su  grandeza 
puede  sentir  y  admirar. 

6.  Ya  el  sol  su  nítida  frente 
reclin:iba  en  occidente, 
derramando  por  la  esfera 

de  su  rubia  cabellera 
el  desmayado  fulgor. 
Seré:. o  y  diáfano  el  cielo, 
sobre  la  gala  verdosa 
de  la  llanura,  azul  velo 
esparcía,  misteriosa 
sombra  dando  a  su  color. 

7.  El  aura,  moviendo  apenas 
sus  olas  de  aroma  llenas, 
entre  la  hierba  bullía 

del  campo    que  parecía 
como  un  piélago  ondear. 


Y  la  tierra,  contemplando 
del  astro  rey  la  partida, 
callaba,  manifestando, 
como  en  una  despedida, 
en  su  semblante  pesar. 

8.  Sólo  a  ratos,  altanero 
relinchaba  un  bruto  fiero 
aquí  o  allá,  en  la  campaña ; 
bramaba  un  toro  de  saña, 
rugía  un  tigre  feroz; 

o,  las  nubes  contemplando, 
como  estático  y  gozoso, 
el  chajá  de  cuando  en  cuando 
turbaba  el  mudo  reposo 
con  su  fatídica  voz. 

9.  Se  puso  el  sol ;  parecía 
que  el  vasto  horizonte  ardía 
la  silenciosa  llanura 

fué  quedando  más  obscura, 
más  pardo  el  cielo,  y  en  él 
con  luz  trémula  brillaba 
una  que  otra  estrella,  y  luego 
a  los  ojos  se  ocultaba, 
como  vacilante  fuego 
en  soberbio  chapitel. 

10.  El  crepúsculo,  entretanto, 
con  SLi  claroscuro  manto 
veló  ,1a  tierra ;  una  faja 
negra  como  una  mortaja, 

el  Occidente  cubrió ; 
mientras  la  noche  bajando 
lenta  venía,  la  calma, 
que  contempla   suspirando 
inquieta  a  veces  el  alma, 
con  el  silencio  reinó. 


Esteban  Echeverría 


234 


EN    EL   país   argentino 


97.  Al  Pampero. 

Hijo  audaz  de  la  llariura 
y  guardián  de  nuestro  cielo, 
que  arrebatas  en  tu  vuelo 
cuanto  empaña  su  hermosura: 
I  Ven  y  vierte  tu  frescura 
de  mi  patria  en  el  ambiente  1 
¡Ven,  y  enérgico  y  valiente, 
bate  el  polvo  en  mi  camino, 
que  hasta  soy  más  argentino 
cuando  me  azotas  la  frente! 


Rafael  Obligado. 


98.  El  Ombú. 


1.  Cada  comarca  en  la  tierra 
tiene  iin  rasgo  prominente : 
el  Brasil  su  sol  ardiente, 
minas  de  plata  el  Perú, 
Montevideo  su  cerro; 
Buenos  Aires,  patria  hermosa, 
tiene  su  Pampa  grandiosa; 
la  Pampa  tiene  el  ombú. 

2.  ¡El  ombú!   Ninguno  sabe 
en  qué  tiempo  ni  qué  mano 
en  el  centro  de  aquel  llano 
su  semilla  derramó. 

Mas  su  tronco  tan  nudoso, 
su  corteza  tan  roída, 
bien  indican  que  su  vida 
cien  inviernos  resistió. 

3.  Al  mirar  cómo  derrama 
su  raíz   sobre  la  tierra, 

y  sus  dientes  allí  entierra 
y  se  afirma  con  afán. 


parece  que  alguien  le  dijo 
al  levantarse  altanero: 
«¡Ten  cuidado  del  pampero, 
que  es  tremendo  su  huracán!» 

4.  Puesto  en  medio  del  desierto, 
el  ombú,  como  un  amigo, 
presta  a  todos  el  abrigo 

de  sus  ramas  con  amor; 
hace  techo  de  sus  hojas 
que  no  filtra  el  aguacero, 
y  a  su  sombra  el  sol  de  enero 
templa  el  rayo  abrasador. 

5.  Cual  museo  de  la  Pampa 
muchas  razas  él  cobija: 

la  rastrera  lagartija 
hace  cuevas  a  su  pie; 
todo  pájaro  hace  nido 
del  gigante  en  la  cabeza; 
y  un  enjambre  en  su  corteza 
de  insectos  varios  se  ve. 


EN    LA    PAMPA 


235 


6.  Y  al  teñir  la  aurora  el  cielo 
de  rubí,   topacio  y  oro, 

de  allí  sube  a  Dios  el  coro 
que  le  entona  al  despertar 
esa  Pampa,  misteriosa 
todavía  para  el  hombre, 
que  a  una  raza  da  su  nombre 
que  nadie  pudo  domar. 

7.  Desde  esa  turba  salvaje 
que  en  las  llanuras  se  oculta 
hasta  la  porción  más  culta 
de  la  humana    oci.dad, 
como  un  linde  está  la  Pampa, 
sus  dominios  dividiendo, 

que  va  el  bárbaro  cediendo 
palmo  a  palmo  a  la  ciudad. 

8.  Y  el  rasgo  más  prominente 
de  esa  tierra  —  donde  mora 

e'  Si  Iva  je  que  no  adora 
otro  di  s  que  el   Valichú; 
que  en  chemaly  poncho  envuelto, 
con  los  laques  en  la  mano, 
va  sembrando  por  el  llano 
mudo  horror  —  es  el  ombií.' 

9.  ¡Cuan  a  escena  vio  en  silencio! 
¡  Cuántas  voces  ha  escuchado, 
que  en  sus  hojas  ha  guardado 
con  eterna  lealtad! 

El  estrépito  de  guerra 
su  quietud  ha  interrumpido ; 
a  su  pie  se  ha  combatido 
por  amor  y  libertad. 


10.  En  su  tronco  se  leen  cifras 
g  abadas  con  el  cuchillo, 
quizá  por  algún  caudillo 

que  a  los  indios  venció  allí; 
por  uno  de  esos  valientes 
dignos  de  fama  y  de  gloria, 
¡y  que  no  dejan  memoria 
porque  nacieron  aquí!... 

11.  A  su  sombra  melancólica, 
en  una  r.oche  serena, 
amorosa  cantilena 

tal  vez  un  gaucho  cantó; 
y  tan  tierna  su  guitarra 
acompañó  sus  congojas, 
que  el  ombü,  de  entre  sus  hojas, 
tomó  rocío  y  lloró. 

12.  Sobre  su  tronco  sentado 
el  señor  de  aquella  tierra, 

de  su  ganado  la  yerra 
presencia  alegre  tal  vez; 
o  tomando  el   «matecito», 
bajo  sus  ramos  frondosos 
pone  paz  a  dos  esposos 
o  en  las  carreras  es  juez. 

15.  A  sus  pies  trazan  sus  planes 
haciendo  círculo  al  fuego, 
los  qu.^  van  ;i  salir  luego 
a  correr  el  avestruz... 
Y  quizá  para  recuerdo 
de  quí  allí  murió  un  cristiano 
levantó  piadosa  mano 
bajo  su  copa  una  cruz 


1.  Los  indios  Pampas,  asi  como  casi  todas  las  tiernas  tribus  imiigenas  del 
territorio  argentino,  envoivian  el  cuerpo,  desde  la  cintura  hasta  las  pantorriUas, 
en  una  manta  de  lana  que  se  llamaba  chemul,  de  que  deriva  el  chiripá  de  los 
gauchos  También  adoptaron  éstos  las  bolas,  arma  de  caza  y  guerrera,  c.iyo 
nombre  indígena  es  laques. 


EN    EL    país    argentino 


14.  Y  si  en  pos  de  amarga  ausencia 
Vuelve  el  gaucho  a  su  partido, 
echa  penas  al  olvido 
cuando  alcanza  a  divisar 


el  ombú,  solemne,  aislado, 
de  gallarda,  airosa  planta, 
que  a  las  nubes  se  levanta 
como  faro  de  aquel  mar. 


(Abreviado*  I-uis  L.  Domínguez 

99.  £n  la  Pampa. 

Sobre  la  inmensa  soledad  dormida, 
salvando  el  mar  ondeante  de  verdura, 
va  el  centauro  pastor  de  la  llanura 
como  flecha  de  un  arco  desprendida. 

Da  a  la  tarde  postrera  despedida; 
parece  la  delicia  y  la  amargura 
de  salvaje  existencia  de  aventura 
arrebatar  en  su  violenta  huida. 

Y  cuando  el  sol  el  horizonte  encierra 
tras  el  linde  lejano  de  la  tierra, 
en  él,  vertiginoso,  es  una  sombra 

rauda  volando  cual  visión  de  un  mito, 
que,  trascendiendo  de  la  herbosa  alfombra, 
fuese  a  seguir  el  astro  en  lo  infinito. . . 

Ángel  de  Estrada  i  hijo). 

100.  Lluvia  en  la  Pampa. 

Una  nube,  una  sola,  arrastrada  violentamente  por  el 
pampero,  manchaba  el  firmamento  azul  celeste  claro,  en 
que  brillaba  el  sol,  alto  aun.  Parecía  que  nos  hallásemos 
bajo  una  inmensa  campana,  y  el  horizonte  circular  estaba 
libre  en  un  radio  de  leguas.  La  nube  marchaba  al  encuen- 
tro del  sol,  muy  alta  también,  cargada  de  lluvia,  con  una 
rapidez  vertiginosa. 

«  Vamos   a   tener  un  chaparrón  »,  me  dijo  un  paisano. 


EN     LA     PAMPA 


2^1 


Las  matas  de  paja  brava  y  de  cortadera  no  se  movían  en 
nuestro  alrededor;  las  capas  inferiores  de  la  atmósfera 
parecían  dormir;  zumbaban  en  torno  los  tábanos,  los  mos- 
quitos, los  gegenes;  la  tropilla  se  arremolinaba  y  se  apeñus- 
caba en  círculo,  bajo  el  ardiente  sol,  y  los  pobres  jamel- 
gos, desesperados,  agitaban  las  colas  en  defensa  de  sus 
flancos  sangrientos,  tratando  de  ocultar  la  cabeza  melan- 
cólica entre  la  masa  formada  por  sus  compañeros. 

Me  quedé  a  la  puerta  del  rancho,  interesado  por  el 
drama  de  aquella  nube,  arrebatada  en  medio  de  tanta  tran- 
quilidad, cuando  no  se  movía  una  brizna  en  el  campo,  y 
vagos  vapores  transparentes,  como  vibraciones  del  aire, 
hervían  entre  los  matorrales,  a  ras  del  suelo,  con  la 
evaporación  violenta  de  la  tierra  caldeada  por  el  sol.  La 
nube  era  alargada,  recortada  con  curvas  caprichosas,  cual 
de  copos  de  algodón  en  los  contornos  más  cercanos, 
blanquísimos,  que  cambiaban  de  forma,  como  derrumba- 
mientos súbitos  a  cada  instante;  ancha  orla  de  plumón  de 
cisne  circundaba  el  cuerpo  fusiforme  y  ceniciento  de  la 
nube,  que  corría  de  Norte  a  Sur,  muy  opaca  en  el  cen- 
tro, algo  más  clara  luego,  en  escala  descendente,  como 
si  se  esfumara  y  su  límite  indeciso  quisiera  confundirse 
con  el  azul  casi  blanco  del  cielo.  Bogaba  con  rapidez 
vertiginosa,  como  extraño  barco  que  navegara  hendiendo 
el  agua  con  la  banda  en  lugar  de  la  proa,  y,  a  medida 
que  se  acercaba,  iba  afectando,  en  la  continua  variación 
de  sus  perfiles,  una  forma  semicircular,  cóncava,  cuyo 
centro  pareció,  de  pronto,  situarse  en  el  lugar  en  que  yo 
me  hallaba.  Un  instante  después,  la  nube,  aislada,  ocultó 
el  sol;  perdió  la  orla  su  blancura  de  cisne;  la  masa,  aun 
más  opaca,  proyectó  sobre  una  vasta  extensión  de  la 
Pampa,  sobre  el  verde  cálido  y  vibrante  de  la  hierba, 
como  una  mancha  neutra  que  corría  por  el  suelo  amol- 
dándose a  sus  menores  accidentes,  a  modo  de  apocalíp- 
tico reptil  que  sólo  tuviera  dos  dimensiones:  el  ancho  y 
el  largo. 


238  EN    EL   PAÍS    ARGENTINO 

Dos  paisanos  que  seguían  a  caballo  la  huella  polvo- 
rienta, como  dos  manchitas  del  color  ardiente  del  sol,  se 
trocaron  de  repente  en  dos  notas  grises,  y  galoparon  un 
rato  a  la  sombra,  hacia  mí,  como  antes,  pero  más  lejos, 
llevados  gran  distancia  atrás  por  la  luz  difusa  que  los  en- 
volvía. La  nube  siguió  su  carrera  desolada.  Los  gauchos, 
iluminados  de  pronto  por  el  sol  que  me  deslumhró  al 
reaparecer,  dieron  un  enorme  salto  hacia  adelante.  La 
nube  pasó  sobre  mi  cabeza,  cuando  ya  su  sombra  huía  a 
lo  lejos;  pasó  como  ave  fantástica  de  ala  sin  rumores, 
arrebatada  por  el  vendaval  de  la  altura,  dejando  al  sol 
triunfante  tras  ella... 

En  el  ambiente  diáfano,  tranquilo,  fulgurante,  de  una 
claridad,  de  una  transparencia  de  pureza  infinita,  bajo  la 
vibración  blanquecina  del  cielo  y  la  aureola  de  guarda  del 
sol,  allá  en  el  aire  dormido,  hubo  una  avalancha,  un  de- 
rrumbamiento de  piedras  preciosas,  brillantes  tallados,  ro- 
jos rubíes,  topacios,  amatistas,  turquesas,  esmeraldas,  una 
lluvia  de  gemas  sorprendentes  de  hermosura,  embriagado- 
ras de  riqueza,  fascinantes,  como  si  ellas  también  fuesen 
luz.  Derramábase  en  la  atmósfera  un  caudal,  un  tesoro, 
una  maravilla,  como  no  la  soñó  el  mismo  Aladino,  como 
no  se  alcanza  a  desear  en  el  más  fantástico  de  los  cuen- 
tos orientales.  La  nube,  al  pasar,  había  volcado  su  joyel 
sobre  la  Pampa,  y  caían  a  montones,  precipitadas  desde 
lo  alto,  las  estupendas  pedrerías  con  que  se  forma  el  iris; 
pero  no  ya  en  la  fastuosa  diadema,  sino  en  cascada  ruti- 
lante, en  un  desbordamiento  desordenado  y  artístico,  in- 
verosímil y  caprichoso,  de  riquezas  que  fueron  mías,  sólo 
mías  en  aquel  instante,  y  que  en  vano  buscará  luego  la 
codicia  entre  la  humilde  hierba,  en  el  suelo  de  la  Pampa, 
que,  ávido  y  avaro  él  también,  las  recogió  antes  de  que 
el  sol  pudiese  devolverlas  a  la  nube. 

AOBEHTO   J.   PaYRÓ 


2N    LA    PAMPA  23í> 

101.  Los  nidos  de  los  cuervos  pampeanos. 

En  el  Nuevo  Mundo  se  designan  impropiamente  mu- 
chas especies  animales,  con  nombres  que,  en  el  Viejo, 
corresponden  a  otras  muy  distintas.  Así,  apellídase  al 
jaguar,  «tigre»,  y  al  puma,  «león».  Una  ligera  semejanza 
ha  bastado  a  veces  para  esta  aplicación  de  nombres  de 
las  especies  conocidas  en  Europa  a  las  americanas  des- 
conocidas en  la  época  del  descubrimiento  y  de  la  conquis- 
ta. En  la  provincia  de  Buenos  Aires  se  llama  «  cuervo  »  al 
Ibis  chalcoptera  (falcinellus) ;  en  las  provincias  andinas, 
al  Catharthes  foetens-,  pero  ni  uno  ni  otro  tienen  afinidad 
zoológica  con  el  auténtico  cuervo  europeo  (Corax  nycti- 
cofax).  El  primero  pertenece  al  orden  de  las  aves  zancu- 
das; el  segundo,  al  de  las  rapaces,  y  el  cuervo  propia- 
mente dicho,  al  de  los  pájaros. 

Para  evitar  confusiones,  podríamos  llamar  aquí  «  cuer- 
vo pampeano »  a  la  especie  denominada  « cuervo »  en  el 
litoral,  al  Ibis  chalcoptera.  En  efecto,  esta  especie  abun- 
da en  las  lagunas  y  arroyos  de  las  pampas  argentinas.  Su 
técnico  nombre  latino  indica  su  familia  y  también  su  color. 
Es  negro,  mientras  su  plumaje  no  refleje  rayas  luminosas,  y, 
según  las  incidencias  de  la  luz,  verdoso   metálico  o  rojizo. 

Todos  en  las  llanuras  argentinas  lo  hemos  visto  cruzar 
en  bandadas,  formando  una  sola  y  larga  faja  sinuosa,  que 
ondea  hacia  adelante  y  hacia  atrás,  por  la  falta  de  unifor- 
midad en  el  vuelo.  Fcuén,  fciién,  los  cuervos  pampeanos 
siguen  sus  largos  viajes,  buscando  el  ambiente  hospitalita- 
rio;  los  bajíos  y  bañados,  las  cañadas,  las  orillas  de  las 
lagunas,  y  aun  las  lagunitas,  restos  de  los  últimos  tem- 
porales. 

Hacia  el  fin  de  la  primavera,  cuando  pasa  una  ban- 
dada, la  siguen  otra,  y  otra,  y  otra,  y  el  éxodo  dura  días 
enteros.  El  observador  ve  desde  luego  que  parecen  irra- 
diar de  un  punto  más  o  menos  lejano  del  horizonte,  y  si 
en  la  provincia  de  Buenos  Aires  buscara  este  común  punto 


240  EN  EL  país  argentino 

de  partida  llegaría  a  la  vasta  región  de  los  pajonales  y 
juncales  del  Sur;  a  los  bañados  de  Castelli,  de  Dolores, 
de  General  Guido,  de  General  Conesa  y  de  General  La- 
valle.  De  allí  parten  las  bandadas,  llevando  los  adultos  a 
los  pichones  que  aun  no  saben  volar  bien.  Pasarán  lejos 
el  verano  y  el  invierno,  para  retornar,  la  mayor  parte,  ha- 
cia el  comienzo  de  la  próxima  primavera,  a  los  mismos 
sitios  de  su  niñez. 

Los  curiosos  de  la  ciudad  suelen  preguntar  a  la  gente 
de  campo  dónde  anidan  los  cuervos.  Los  paisanos  del 
Norte  se  encogen  de  hombros,  sin  saber  dar  respuesta; 
los  del  Sur,  próximos  a  los  bañados,  indican  probable- 
mente, a  los  lejos,  una  nube  negra  que  sube  y  baja...  ¡Allá 
están  los  nidos  de  los  cuervos ! 

Acompañado  de  tres  gauchos  baquianos,  resolví  lle- 
gar un  día  hasta  aquel  sitio.  «  Mire,  señor,  que  es  difícil 
y  peligroso,  me  advirtió  uno  de  los  paisanos.  —  No  im- 
porta, repuse.  ¿Supongo  que  no  tendrá  usted  miedo  de 
perderse?...»  Frunció  la  boca  el  aludido,  y  partimos. 

¡Cuántas  peripecias  y  fatigas  para  llegar  a  la  ciudad 
de  los  cuervos !  En  una  canoíta,  arrastrada  a  la  chincha  por 
un  manso  y  robusto  caballo,  tuvimos  que  cruzar  un  pajo- 
nal. Concluyó  el  primero,  y  detrás  de  él  había  otro,  y 
después  otro...  Aquello  era  de  no  acabar  nunca...  Al  fin, 
había  una  lomita...  Allí  teníamos  que  arrastrar  nosotros 
mismos  la  canoa.  ¡Qué  sudar!  Venía  luego  un  nuevo  pa- 
jonal, y  luego  una  nueva  lomita...  Faltaba  todavía  como 
media  legua...  Adelante,  y,  fatiga  tras  fatiga,  llegamos  por 
último  a  la  orilla  de  la  laguna. 

Aun  restaba  lo  peor.  Los  cuervos  habían  anidado,  se- 
gún su  costumbre,  en  medio  del  juncal,  a  bastante  dis- 
tancia de  la  orilla.  La  laguna,  cubierta  de  juncos  y  cama- 
lotes,  tenía  sus  dos  brazas  de  agua.  El  paraje  era  casi 
inaccesible.  A  caballo  no  podía  ni  intentarse  llegar  a  él, 
pues  el  camalote  impediría  al  animal  todo  movimiento 
para  nadar.  Nadando  uno,  peor  aun.  En  bote  común,  irrea- 


F.N    LA    PAMPA  241 

lizable  también.  Sólo  la  pequeña  canoa  (a  lo  sumo  de  dos 
metros  y  medio  de  largo),  completamente  chata,  angosta 
y  terminada  en  dos  puntas,  para  que  pudiera  virar,  hacía 
accesible  ei  paraje,  siempre  que  se  pusieran  a  contribución 
una  fuerte  musculatura  y  una  robusta  caña  tacuara,  a  guisa 
de  botador.  La  canoíta  debía  deslizarse  sobre  el  camalote, 
navegar  casi  en  seco,  abriendo  las  matas  de  paja  o  junco, 
para  poder  avanzar.  Si  el  botador  se  rompía  (lo  que  podía 
fácilmente  ocurrir)  quedaría  el  excursionista  condenado  a 
esperar  el  problemático  auxilio  en  aquellos  pantanos 
desamparados... 

Con  uno  de  los  peones,  mientras  en  la  orilla  quedaban 
los  otros  dos  preparándonos  un  churrasco,  arribé  finalmente 
a  los  nidales.  Levantóse  copiosa  nube  de  cuervos.  Millares 
y  millares  de  alas  batían  el  aire,  y  el  aleteo  producía  un 
ruido  raro,  mezclándose  con  el  fcuén,  fcuén  de  las  aves 
que  giraban  sobre  sus  nidos,  de  los  cuales  se  apartaban 
a  lo  sumo  unos  cuarenta  o  cincuenta  metros.  Si  se  miraba 
hacia  arriba,  mareaba  aquel  vaivén  desordenado ;  la  tibia 
atmósfera  se  saturaba  del  olor  de  las  plumas;  el  sol  que- 
daba casi  obscurecido  por  las  bandadas  que  volaban  en 
distintos  rumbos. 

¡Cuántos  nidos!  Uno  al  lado  del  otro,  en  contacto 
casi ;  cuáles  arriba,  cuáles  más  bajos";  cientos  y  cientos, 
miles  y  miles,  una  populosísima  ciudad  de  nidos  y  más  ni- 
dos. Los  cuervos  doblan  con  su  delgado  pico  los  juncos, 
de  tal  manera,  que  la  mata  queda  con  las  puntas  hacia 
abajo  y  convergiendo  en  un  punto,  como  una  extraña  y 
gigantesca  flor  marchita,  a  ras  del  fango.  Pocos  juncos 
bastan  para  sostener  el  nido,  constituido  -por  escaso  nú- 
mero de  fragmentos  de  paja  seca,  debajo,  y  camalote  seco, 
encima.  Unos  nidos  quedan  en  alto,  y  otros  al  nivel  del 
camalote.  De  esta  manera,  el  conjunto  ofrece  el  más  raro 
y  pintoresco  aspecto.  Diríase  que  las  hembras  echadas 
parlotean  con  sus  vecinas  del  lado  o  de  los  altos,  mien- 
tras   ponen    e    incuban    ordinariamente   cinco    huevos   del 


242  EN    EL    PAÍS    AllGENTlNO 

tamaño  de  los  de  polla  y  de  un  vivo  color  verde  azulado. 

No  sé  qué  atávico  vértigo  de  adquisición  nos  embargó 
el  ánimo.  Ello  es  que  resolvimos  llevar  una  gran  cantidad 
de  aquellos  preciosos  huevos,  que,  por  cierto,  son  co- 
mestibles, y  aun  de  agradable  sabor.  Los  tomamos  pre- 
ferentemente de  los  nidales  que  sólo  tenían  dos  o  ires, 
para  que  no  estuvieran  empollados.  A  fuerza  de  seleccionar, 
entre  el  peón  que  entró  conmigo  en  la  laguna  y  yo, 
recolectamos  unos  tres  mil  huevos.  La  canoa  no  podía 
cargar  más.  Y,  con  las  precauciones  del  caso,  salimos  de 
la  laguna. 

Después  de  comernos  el  sabroso  churrasco  preparado 
por  los  otros  peones,  emprendimos  la  retirada,  muy 
satisfechos  con  el  botín.  La  marcha  fué  haciéndose  cada 
vez  más  lenta.  Era  menester  que  se  turnasen  los  caballos 
de  los  peones  y  el  mío  para  tirar  de  la  canoa  en  seco; 
pesaba  demasiado  para  los  pobres  animales,  y  la  faena  sólo 
se  repartía  entre  dos,  pues  el  tercero,  demasiado  robusto 
y  brioso,  no  ofrecía  la  menor  garantía  para  la  seguridad 
de  la  frágil  carga. 

La  tarde  empezó  a  declinar,  nublada  y  fría;  se  apro- 
ximaban las  sombras,  acompañadas  de  llovizna  penetrante. 
Faltaban  aún  como  tres  leguas  para  llegar  a  Dolores, 
cuando  nos  encontrábamos  en  plenas  tinieblas.  La  noche 
era  sombría;  no  nos  veíamos  a  dos  metros.  El  peón  que 
conocía  e!  camino  iba  adelante;  yo,  al  lado  del  bote  que 
arrastraba  el  caballo  del  peón  ;  los  otros  dos  compañeros, 
enancados,  puesto  que  ya  no  era  posible  ir  en  el  botecillo, 
iban  detrás,  sin  perder  de  vista  las  ancas  de  mi  caballo 
tordillo  blanco.  Pero,  a  los  pocos  metros  de  distancia, 
sumíanse  estas  ancas  en  la  obscuridad,  y  uno  de  mis 
acompañantes,  sea  que  fuese  nictófobo,  sea  que  temiera 
perderse  o  que  me  perdiera,  me  llamaba  a  cada  mo- 
mento, rogándome  que  no  me  separase  demasiado;  para 
evitar  esto,  resolví  ir  silbando,  a  fin  de  quj  el  sonido  le 
guiara.    Al    poco    tiempo    se    detuvo    el    peón;    su    caballo 


EN    LA    PAMPA 


243 


no  podía  más  y  era  necesario  utilizar  al  tordillo.  Así  se  hizo, 
¡y  adelante  en  plenas  tinieblas!...  De  repente  oímos  ruido 
de  coces,  tablas  que  crujían  sobre  los  terrones,  el  redoble 
de  los  cascos  sobre  el  suelo  y  gritos  del  peón...  ¡Una  ca- 
tástrofe! El  caballo,  enredado  en  la  cuarta,  quién  sabe 
cómo,  corcoveó,  volteó  al  peón  y  se  disparó  con  la  canoa... 
Al  fin  para.  Se  le  busca,  y,  después  de  largo  rato,  se  le 
encuentra....  ¡A  desensillar  y  ensillar  nuevamente,  para 
proseguir  viaje!... 

Calados  hasta  los  huesos,  llegamos  al  puente  llamado 
de  la  Picaza.  Veíanse  ya  las  primeras  .luces...  Una  hora 
después  entrábamos  en  el  caserío.  Consistía  ahora  la  tarea 
en  poner  las  cosas  en  orden.  Los  compañeros  de  trabajo 
debían  llevar  las  partes  del  botín  común  que  les  correspon- 
dían... «¡Luz,  venga  luz!...»  Trájose  el  candil;  miramos... 
¡Y  vimos  batida,  en  el  fondo  de  la  canoa  la  más  desco- 
munal tortilla  que  puede  imaginar  la  fantasía  humana! 

Según  Rodolfo  .Si;.\et. 

102.  La  yerra. 

Bajo  un  cielo  ceniciento  que  amenazaba  tormenta  nos 
dirigimos  al  rodeo.  La  pampa  rasa,  sin  una  ondulación, 
se  perdía  en  lontananzas  inconmensurables,  que  iba  descu- 
briendo la  luz  matutina.  Sobre  los  pastos  húmedos  blan- 
queaba el  tapiz  crujiente  de  la  escarcha,  que  el  casco  de 
nuestras  cabalgaduras  moteaba  de  manchones  obscuros.  Y 
allá  lejos,  entre  las  descoloridas  irradiaciones  del  amane- 
cer, comenzaba  a  elevarse  lentamente  el  disco  del  sol, 
redondo,  enorme,  teñido  de  color  naranja.  A  nuestra  espal- 
da, dominando  el  llano,  surgía  entre  la  vaga  bruma  la  copa 
verdegueante  de  un  ombú,  y  más  atrás  los  techos  de  teja 
del  caserío  de  la  estancia  empezaban  a  colorearse. 

En  un  descampado  del  pajonal,  como  un  manchón 
moviente  de  abigarrados  colores,  mugía  el  ganado  y  se 
apeñuscaba  chocando  las  astas,  para  mirar  el  grupo  de 
jinetes   que   andaban  eligiendo  los  terneros   orejanos,  con 


244  EN    EL    PAÍS    ARGENTINO 

esos  ojos  enormes  y  mustios  que  parecen  henchidos  de 
la  apacibih'dad  de  las  praderas.  Un  vaho  tenue,  formado  de 
alientos,  flotaba  sobre  aquella  masa  uniforme  que  agujerea- 
ba al  pronto  la  aguda  cornamenta  de  algún  toro  al  levan- 
tarse bramando  amenazador.  Hacia  un  costado  del  rodeo, 
una  carreta  desuñida  alzaba  en  la  diafanidad  azulada  el 
crucero  del  pértigo;  al  lado  ardía  el  braserío  de  una  fo- 
gata donde  se  calentaban  las  marcas,  y, -en  torno,  varios 
mocetones  de  catadura  y  vestimenta  diversas  se  movían 
con  desgano  friolento,  preparando  sus  lazos. 


Elegido  el  ternero,  taloneaba  el  jinete  su  caballo  re- 
voleando la  «armada»  hasta  tenerlo  a  tiro,  zumbaba  la 
trenza  viboreando  en  el  aire,  y  se  ceñía  en  las  astas  o  en 
el  pescuezo  del  animal;  huía  éste  hasta  que  el  lazo  se 
estiraba  cimbreando,  bregaba  reculando  aún,  enterraba  las 
partidas  pezuñas  en  el  pasto  húmedo  y  balaba  desesperado; 
pero  el  jinete,  castigando  la  cabalgadura,  se  dirigía  hacia 
el  fogón  al  trote  largo. 

Dos  o  tres  piales,  frustrados  generalmente,  y  el  terne- 
ro, ya  medio  asfixiado,  caía  balando,  mientras  los  pialado- 
res  le  maneaban  las  patas  con  un  cordel.  La  operación, 
casi   sin   variantes,   se   repetía   varias   veces,   hasta   que  el 


EN    LA    PAMPA  245 

tarjador  gritaba  :  « j  Basta  1 »  En  un  momento  se  procedía  a  se- 
ñalar todo  el  lote.  Una  leve  humareda,  al  asentar  la  marca  can- 
dente sobre  el  cuero  peludo,  seguida  de  un  balido  lastimero; 
y  los  animales,  libres  de  la§  ligaduras,  chorreando  sangre, 
con  los  ojos  turbios  de  dolor,  se  enderezaban  temblorosos 
para  alejarse  en  busca  de  las  madres,  que  allá  en  la  orilla 
del  rodeo  trotaban  inquietas,  mugiendo  con  ecos  broncos. 
Algún  muchacho  que  hacía  los  primeros  ensayos  en  la 
ruda  faena,  corría  detrás  del  ternero  procurando  pialarlo,  y 
si  por  casualidad  lo  conseguía,  jamás  faltaba  la  sonrisa  bur- 
lona o  el  comentario  mordaz  para  amenguar  su  naciente 
destreza,  con  esa  malicia  expresiva,  de  gesto  chucaro  y 
sabor  original,  inconfundible  de  nuestros  campesinos. 

-Mautimaxo  Leguizamón 

103.  El  éaucko. 
I.   SEMBLANZA   DEL   GAUCHO 

Los  conquistadores  de  estas  tierras  litorales,  muchos 
de  ellos  soldados  de  los  tercios  que  impusieron  su  ley  a 
Italia  y  llevaron  el  pánico  a  Flandes,  procedieron  en  bue- 
na parte  de  Andalucía,  esto  es,  del  corazón  de  la  madre 
patria.  Como  si  ya  hubiesen  hollado  todos  los  reinos  de 
Occidente,  venían  a  buscar  en  este  extremo  del  mundo 
los  imperios  de  la  China  y  de  Golconda,  entrevistos  por 
Marco  Polo,  o  bien  la  misma  Atlántida  de  los  antiguos, 
sumergida  más  allá  de  las  columnas  de  Hércules.  ¿No 
percibían  acaso,  desde  las  costas,  al  caer  la  tarde,  el  tañi- 
do de  las  campanas  de  oro  de  la  ciudad  dormida  bajo  las 
aguas,  llamando  a  un  ensueño  de  gloria  y  de  fe?...  Mas 
no  hallaron,  por  estas  pampas,  ni  los  halagos  de  Jauja, 
donde  bastaba  tender  la  mano  para  cosechar  los  más  ex- 
quisitos frutos  de  la  naturaleza ;  ni  los  tesoros  de  Eldo- 
rado,  pródigo  en  luminosos  diamantes,  sangrientos  rubíes, 
pensativas  esmeraldas  y  ópalos  funestos;  ni  tampoco,  a  pe- 
sar  de  suponerla   situada  en  la  parte  meridional  del    con- 


246  EN    EL   país    argentino 

tinente,  la  triple  ciudad  de  los  Césares,  cuyas  elíseas 
auras  hacían  a  los  hombres  inmortales  como  los  dioses. . . 
Sólo  descubrieron  yermos  recorridos  por  indios  tan  fieros 
de  ánimo  como  de  cuerpo.  Y  fué  este  ingrato  encuentro 
el  primer  beneficio  que  les  dispensaron  los  hados,  pues, 
no  pudiendo  entroncar  regularmente  con  tan  repulsivo 
plasma  étnico,  legaron  a  sus  vastagos,  con  la  relativa  pu- 
reza de  su  sangre,  su  sonrisa  de  andaluces  y  su  ceño  de 
castellanos. 

Descendiente  de  aquellos  gloriosos  conquistadores,  el 
gaucho  se  formó  en  la  planicie  y  bajo  un  clima  tem- 
plado. Fué  el  hijo  de  la  Pampa,  desierto  siempre  verde 
bajo  un  cielo  siempre  límpido,  antes  de  que  la  moderna 
cultura  la  poblase  de  industrias  y  de  ciudades.  Entre- 
cortaban la  desolación  del  paisaje  algún  ombú  solitario, 
tal  cual  bosquecillo  de  talas,  y,  si  acaso,  el  rumor  de 
los  arroyos  o  el  espejo  de  las  lagunas,  donde  miríadas 
de  aves  reflejaban  sus  plumajes  de  púrpura  y  de  nácar. 
A  lo  lejos  sorprendía  la  vista,  fatigada  por  la  sensación 
de  la  inmensidad,  el  grupo  multicolor  de  caballos  cima- 
rrones. Salpicaban  el  mar  de  la  llanura,  como  islotes,  acá 
y  allá,  en  grandes  manchas  calizas,  montones  de  osamen- 
tas de  vacadas  silvestres.  Cuando  por  su  copiosidad  pare- 
cían cubrir  la  haz  de  la  tierra,  habían  sido  sacrificadas 
por  tropas  de  gauchos,  para  vender  los  cueros  y  la  grasa. 
La  carne  se  abandonaba  a  los  caranchos  y  chimangos, 
que,  posados  señorilmente  sobre  aquellos  restos,  se  dirían 
mitos  de  una  religión  exterminadora.  Tras  la  línea  del 
horizonte  estaban  los  indios,  siempre  en  acecho.  Al  sonar 
la  hora  del  malón,  brotaban  entre  el  silencio  y  la  sombra, 
alanceaban  a  los  hombres  y  a  los  niños,  arrebataban  a  las 
mujeres,  dispersaban  el  ganado,  y  huían  mezclando  en  el 
viento  sus  ensangrentadas  melenas  con  las  crines  de  sus 
potros. 

Sólo  por  extensión  se  aplica  ahora  el  nombre  de 
«gaucho  »  al  criollo  de  la  montaña  y  de  la  zona  subtro- 


EN     LA     PAMPA  247 

pical.  El  paisano  de  las  «llanura?  secas»  del  interior  tenía 
otra  sangre,  en  mucha  mayor  proporción  mezclada  con  la 
de  diversas  razas  indígenas,  y  otras  costumbres  y  medios 
de  vida.  Era  tropero;  no  se  dedicaba  a  la  ganadería,  sino 
a  la  industria  de  transporte,  con  recuas  de  muías  o  con 
carretas  tiradas  por  bueyes.  A  causa  de  los  accidentes  del 
terreno,  opuestos  a  la  configuración  geográfica  de  las 
pampas  litorales,  creó  con  el  andar  del  tiempo  la  guerra 
de  montoneras,  contra  el  español,  muy  distinta  de  la  gue- 
rra gaucha,  que  lo  fué  de  desierto  y  campamento,  contra 
el  indio.  El  gaucho  ha  sido,  por  lo  tanto,  un  tipo  local  y 
transitorio.  No  obsta  ello  a  su  trascendencia  en  la  historia 
patria,  pues  superaba,  por  razones  de  raza,  de  espíritu  y 
de  clima,  a  los  demás  criollos,  y  ocupó  las  regiones  más 
dilatadas  y  favorables  del  país. 

Era  fuerte  y  hermoso  por  su  complexión  física;  cetrino 
de  piel,  tostado  por  la  intemperie;  mediano  y  poco  ergui- 
do de  estatura;  enjuto  de  rostro  como  un  místico;  recio 
y  sarmentoso  de  músculos  por  los  continuos  y  rudos  ejer- 
cicios; agudo  en  la  mirada  de  sus  ojos  negros,  habituados 
a  sondar  las  perspectivas  del  desierto.  Su  temperamento 
se  había  hecho  nervobilioso,  por  la  alimentación  carnívora 
y  el  género  de  vida.  Si  sobre  su  corcel  era  como  un 
centauro,  a  pie,  por  la  misma  costumbre  de  vivir  desde 
niño .  cabalgando  a  través  de  inconmensurables  distancias, 
resultaba  de  figura  un  tanto  deslucida,  ligeramente  ago- 
biado de  espaldas  y  combado  de  piernas.  Por  sus  facciones 
correctas,  sus  sedosos  cabellos  y  barba,  y  sobre  todo  por 
la  gracia  emoliente  de  sus  mujeres,  recordaba  al  árabe 
transplantado  a  las  orillas  del  Betis. 

II.   VIDA  Y   COSTUMBRES  DEL  GAUCHO 

Entregóse  el  gaucho  al  pastoreo,  su  medio  de  subsis- 
tencia; pero  en  una  forma  peculiar,  distinta  de  las  hasta 
entonces  conocidas.  La  inmensidad  de  los  rebaños  caba- 
llares  y  vacunos   dispersos   en   estado   silvestre  y  su  fácil 


248  EN    EL    PAÍS    ARGENTINO 

propagación  sin  los  cuidados  del  hombre,  dieron  a  esta 
industria,  en  las  pampas,  un  carácter  que  participaba  del 
de  la  caza.  El  gaucho  dividía  sus  faenas  entre  el  apresa- 
miento del  ganado  salvaje  y  su  domesticación  a  campo 
raso.  En  cambio,  desdeñaba  la  agricultura,  que  apenas 
conocía.  Su  estirpe  guerrera,  su  alimentación  substanciosa, 
la  fuerza  y  destreza  que  necesitaba  para  explotar  su  gana- 
dería, la  soledad  de  las  llanuras  donde  moraba  libremente, 
sin  sujeción  a  autoridad  alguna,  así  como  sus  repetidas 
luchas  para  defenderse  de  las  incursiones  de  la  indiada, 
en  unas  fronteras  movibles  que  le  circundaban  por  doquie- 
ra, le  templaron  el  cuerpo  y  el  alma.  No  en  vano  deriva 
su  nombre,  según  una  etimología  probable  —  por  la  «inver- 
sión silábica  apellidada  metátesis,  y  por  la  acentuación  y 
preeminencia  de  la  vocal  fuerte » — ,  de  la  voz  quichiía 
guacho,  que  significa  huérfano,  sin  padres  conocidos,  aban- 
donado, errante.  Confirma  esta  hipótesis  filológica  el  hecho 
de  que,  hasta  tiempos  recientes,  se  consideraba  dicterio  en 
la  campaña  el  epíteto  de  <c  gaucho  ». 

Felizmente  era  dueño  de  fuerzas  y  energías  para  so- 
breponerse a  su  orfandad  y  aislamiento.  En  toda  la  época 
colonial  y  hasta  el  último  tercio  del  siglo  xix,  cazador  de 
ganado  bravio,  domador  de  potros,  capataz  y  peón  de 
rodeos,  y  soldado  y  centinela  de  la  civilización  en  los 
dominios  seculares  del  indio,  ha  vivido  todo  una  epopeya 
de  emboscadas  y  sobresaltos.  Como  en  el  desierto  el 
árabe,  cuya  sangre  corría  sin  duda  generosa  por  sus  ve- 
nas, tenía  en  las  pampas,  para  sus  luchas  y  vicisitudes,  un 
aliado  y  compañero  inseparable:  su  caballo. 

Poseía  un  espíritu  contemplativo  y  religioso.  Falto  de 
escuelas,  imaginativo  y  analfabeto,  su  filosofía  era  simple 
ciencia  de  la  vida,  formulada  en  abundantes  sentencias  y 
refranes.  Falto  de  iglesias,  su  misticismo  se  convertía  en 
poéticas  supersticiones  de  aparecidos  y  «luces  malas». 
Dios  y  sus  bienaventurados  tenían  para  él  una  existencia 
abstracta   y    lejana;   sólo   el   diablo  —  Mandinga,   el   Malo 


EN    LA    PAMPA  2Í9 

O  Juan  sin  Ropa — ,  asumía  una  realidad  más  concreta  y 
asequible,  mostrándose  en  formas  varias  a  los  mortales, 
para  burlarlos,  aterrorizarlos  y  perderlos. 

Su  vivienda  era  una  miserable  choza,  a  la  que  lla- 
maba «  rancho  »,  construida  con  barro  y  techada  con  paja. 
Llevaba  ahí  una  existencia  individualista,  de  esforzada 
ayuda  propia,  sin  formar  comunidades  domésticas  ni  po- 
líticas, pues  no  las  reclamaban  las  condiciones  de  su  ru- 
dimentaria economía.  Aunque  poseedor  de  rebaños,  con 
cuyas  carnes  se  alimentaba,  no  hacía  fructificar  sus  ri- 
quezas por  falta  de  ambiente  y  de  aptitudes  para  el 
comercio.  Vivía  en  la  admirable  sencillez  de  los  hom- 
bres primitivos;  era  sobrio  y  hospitalario  como  los  pas- 
tores de  las  églogas ;  llamaba  « hermanos »  a  sus  próji- 
mos, y,  bajo  su  techo,  les  brindaba  el  apetitoso  churrasco 
con  que  reponían  sus  fuerzas.  Siempre  a  caballo,  consi- 
deraba indigno  de  su  prestancia  y  señorío,  y  como  una 
desventura,  que  algún  accidente  le  obligase  a  andar  a  pie 
por  las  pampas,  aunque  fuese  corto  trecho.  Con  todo,  lo 
prefería  a  montar  en  yegua,  lo  cual  simbolizaba,  para  su 
espíritu  simple  y  gallardo,  la  última  e  inconcebible  miseria. 

Su  vida  era  más  o  menos  nómada,  según  la  localiza- 
ción  de  las  aguadas  y  las  migraciones  del  ganado.  Como 
armas,  y  al  mismo  tiempo  como  instrumentos  de  trabajo, 
usaba  las  boleadoras,  el  lazo  y  el  facón.  Amarraba  siem- 
pre las  boleadoras  y  el  lazo  al  recado  con  que  ensillaba 
su  cabalgadura,  y  llevaba  el  facón  sujeto  con  un  cinto  de 
cuero,  adornado  a  veces  con  monedas  y  herrajes  de  plata. 
Dejábase  caer  el  cabello  en  ondas,  casi  hasta  los  hom- 
bros. Presumido  y  donjuanesco,  ostentaba  con  infantil  or- 
gullo los  bríos  y  pilchas  de  su  redomón  y  las  galas 
de  su  indumentaria.  Bien  decía  el  refrán  que  «  al  gaucho 
van  las  prendas».  En  aquel  medio  nivelador  como  el  de 
las  envidiosas  democracias,  cada  cual  demostraba  su  su- 
perioridad en  su  equipo.  Por  lo  común,  al  menos  desde 
fines  del  siglo  xviii,  el  gaucho  vestía  poncho,   chiripá  de 


250  EN   EL    PAÍS    ARGENTINO 

paño  obscuro  y  acaso  calzoncillo  de  hilo  desflecado;  to- 
cábase con  airosa  chamberga,  a  lo  mosquetero,  y  calzaba 
bota  de  potro,  con  pesadas  espuelas  nazarenas.  Así  nos 
aparece  su  poética  silueta,  desvaneciéndose  a  uña  de  ca- 
ballo en  las  lejanías  de  la  Pampa. 

Abandonado  a  sí  mismo  en  el  desierto,  el  gaucho  se 
formó,  de  acuerdo  con  sus  necesidades  y  con  las  ideas 
éticas  traídas  de  España,  su  derecho  consuetudinario,  de 
un  tipo  sorprendentemente  primitivo,  casi  salvaje.  Desconocía 
la  propiedad  privada  de  la  tierra;  sólo  respetaba  la  de  la 
casa-habitación,  con  su  huerto  o  chacra,  así  como  la  del 
ganado  doméstico.  ¡  La  Pampa  era  de  todos  y  para  todos ! 
En  los  bienes  muebles,  identificábase  la  propiedad  con  la 
posesión,  hasta  el  punto  de  que,  cuando  se  extraviaba  un 
objeto  en  el  campo,  su  dueño  carecía  de  derecho  para 
reivindicarlo  de  quien  lo  hubiera  recogido.  La  « cosa  ha- 
llada »,  según  la  expresión  corriente,  significaba  siempre 
cosa  propia ;  si  por  hereditario  escrúpulo  de  conciencia  se 
devolvía,  no  era  a  título  gratuito,  sino  mediante  el  cobro 
de  « albricias ».  Por  supuesto,  no  se  sospechaba  la  testa- 
mentificación,  y  apenas  se  conocía  el  derecho  hereditario. 
La  locución  « bienes  de  difunto »,  usada  aún  por  el  pue- 
blo para  significar,  bienes  mostrencos,  es  indicio  de  que 
no  heredaban  los  parientes  más  cercanos,  sino  quienes, 
por  la  mayor  proximidad  material,  se  hallaban  en  situa- 
ción más  favorable  para  la  desordenada  partija  del  haber 
sucesorio,  apenas  enterrado  el  de  cujas.  El  derecho  pro- 
cesal y  el  penal  se  confundían  con  la  venganza,  más  que 
de  familia  a  familia,  de  individuo  a  individuo,  en  forma  de 
batalla  singular. 

Distraía  el  gaucho  sus  soledades  y  gastaba  sus  ener- 
gías sobrantes  en  algunos  deportes  rústicos,  como  las 
carreras,  las  «corridas  de  sortija»  y  el  homérico  juego 
del  pato.  Las  carreras,  en  las  que  se  cruzaban  apuestas, 
lo  eran  de  caballos  parejeros,  así  llamados  porque  corrían 
de  a  dos,  por  parejas.   Cada  gaucho  tenía  el  suyo,  al  que 


EN    LA    PAMPA  2")1 

cuidaba  con  especial  atención,  con  cariño,  casi  con  grati- 
tud. Las  « corridas  de  sortija »  consistían  en  ensartar  en 
un  palillo  que  llevaba  en  la  mano  el  jinete,  pasando  a  la 
disparada,  un  anillo  que  pendía  de  un  lazo  Para  el  juego 
del  pato  se  dividían  los  gauchos  en  dos  bandos  numero- 
sísimos. Alineábanse  estos  bandos,  frente  a  frente,  como 
para  entrar  en  colectivo  torneo  o  campal  batalla.  Un  ancia- 
no lanzaba,  tan  alto  como  podía,  una  pelota  de  cuero  con 
dos  asas  o  manijas;  dentro  se  encerraba  un  ave  muerta. 
Quien  atrapase  la  pelota  en  el  aire  debía  sostenerla  con  el 
brazo  levantado,  por  una  de  las  manijas,  presentando  la 
otra  a  los  contrincantes,  que  se  la  disputaban  a  «pechazos» 
de  los  caballos,  no  siempre  dóciles.  El  vencedor,  al  que- 
dar definitivamente  dueño  del  trofeo,  lo  llevaba  a  un  ran- 
cho, donde  estaba  prevenido  el  convite  de  « asado  con 
cuero»  y  «tortas  fritas».  Preparada  el  ave,  la  presentaba 
a  la  dama  de  sus  pensamientos.  Conjeturo  que  el  nombre 
del  juego  provenía  de  haberse  usado  primitivamente  al 
efecto  un  pato  salvaje,  cazado  vivo,  cuyas  alas,  quebradas 
o  rotas,  hacían  de  asas.  Luego,  por  razones  fáciles  de 
presumir,  se  utilizó  la  pelo'ta  de  cuero,  y  fué  substituido 
el  pato  por  un  pollo  desplumado  y  limpio.  Este  juego,  que 
era  tal  vez  el  más  característico,  cayó  completamente  en 
desuso  desde  mediados  del  siglo  xix.  Por  su  brutalidad  y 
lamentables  consecuencias  lo  prohibieron  las  autoridades ; 
hoy  queda  apenas  su  recuerdo.  Otro  de  los  deportes  favo- 
ritos del  gaucho  era  bolear  avestruces  y  gamos,  así  como 
la  caza  de  perdices  con  un  lazo  corredizo  atado  al  extre- 
mo de  una  caña.  Jugaba  a  los  naipes  (al  truquiflor  o  truco 
y  al  monte)  y  a  la  taba.  Tenía  también  gran  afición  a  las 
riñas  de  gallos.  Apenas  probaba  el  alcohol,  que  era  esca- 
so y  caro   en    las   poquísimas   pulperías   dispersas   en   las 

pampas. 

III.    EL   PAYADOR 

Trovador   de   abolengo,   el   gaucho  se  había  traído  de 
Andalucía  la  guitarra,  confidente  de  sus  amores  y  estímu- 


252  EN    EL    PAÍS    ARGENTINO 

lo  de  sus  donaires.  Sentado  sobre  una  calavera  de  vaca, 
bajo  el  alero  del  rancho,  o  bien  sobre  las  salientes  raí- 
ces de  un  ombú,  tañía  las  armónicas  cuerdas,  para  acom- 
pañar sus  canciones  dolientes  o  chispeantes,  a  cuyo  ritmo 
bailaban  los  jóvenes.  De  este  modo  se  unían  en  una 
sola  manifestación,  como  en  las  culturas  primitivas,  las 
tres  artes:  danza,  música  y  poesía.  En  la  danza  alterna- 
ban movimientos  graciosos,  casi  solemnes,  y  alegres  zapa- 
teos. En  la  música  —  cielitos,  vidaiilas,  tristes,  a  veces 
no  sin  marcado  sabor  morisco  —  rememorábanse  las  me- 
lodías populares  de  la  bendita  tierra  de  los  claveles  y  cas- 
tañuelas. En  la  poesía,  todo  era  espontaneidad  y  gracejo. 
Olvidadizo  y  versátil,  el  gaucho  no  poseía  romances  tra- 
dicionales, de  esos  que  se  perpetúan  de  padres  a  hijos, 
sin  alterarse  fundamentalmente  el  texto.  Su  característica 
era  la  improvisación,  generalmente  lírica,  y  en  ocasiones 
picaresca.  Abandonándose  a  la  inventiva  e  inspiración  del 
momento,  también  en  lo  poético,  como  en  lo  económico, 
vivió  siempre  al  día. 

Su  costumbre  de  repetir  poco  las  trovas  ajenas  y  de 
olvidarlas,  y  su  aptitud  imaginativa  para  improvisar  acom- 
pañándose con  la  templada  guitarra,  produjeron  el  arque- 
tipo de  la  raza:  ¡el  payador!  Era  el  profesional  de  la 
poesía  y  la  música,  el  rapsoda  errante  que  se  disputaban 
las  mozas  y  andaba  de  pago  en  pago  luciendo  su  incom- 
parable habilidad.  Se  le  requería,  se  le  agasajaba,  se  le 
amaba  ;  su  sola  presencia  implicaba  una  fiesta  en  aquellas 
soledades,  donde  casi  no  se  conocía  más  género  de  d¡> 
versiones  públicas  que  las  riñas  de  gallos.  Maestro  en  su 
doble  arte,  manejaba  con  sin  par  donosura  el  castizo  len- 
guaje gauchesco,  conservado  con  ligeras  modificaciones 
locales  como  lo  importaron  los  conquistadores  en  el  si- 
glo xvi,  aunque  reduciendo  desgraciadamente  el  vocabu- 
lario, por  carencia  de  literatura  escrita.  Era  fértil  en  imá- 
genes, como  los  poetas  orientales ;  casi  no  se  expresaba 
más  que  con  metáforas  y  en  estilo  figurado.  Fácil  lirismo 


EN    LA     PAMPA  253 

tenía  en  el  fondo  del  alma,  y  el  chascarrillo  a  flor  de  piel. 
Prolongaba  inmensamente  notas  trémulas,  vibrantes,  cáli- 
das, que  se  dirían  nacidas,  más  que  de  humano  pecho,  de 
las  entrañas  mismas  de  la  Pampa,  como  por  evocación 
divina.  Con  tal  soltura  versificaba  en  el  octosílabo  de  los 
romances  viejos,  barajando  asonancias  y  consonancias,  que 
el  verso  parecía  su  natural  medio  de  expresión.  Nadie  le 
igualaba  en  inventar  la  cuarteta  de  oportunidad,  con  la 
que  entablaban  dos  cantores,  ante  la  rueda  de  público  y 
animados  por  sus  aplausos,  la  payada  de  contrapunto. 
Consistía  ésta  en  una  especie  de  torneo  del  ingenio;  los 
contrincantes  se  proponían,  el  uno  al  otro,  chungueándose, 
obscuros  y  candidos  enigmas.  Al  sentirse  rendido  por  el 
esfuerzo  de  contestar  en  rimas  y  de  improviso,  tenía  el 
más  débil  que  poner  punto  final  a  la  retórica  contienda, 
terminada  alguna  vez  en  sanguinaria  lid. 

IV.   DECADENCIA  Y  SIGNIFICACIÓN   DEL  GAUCHO 

Por  su  intenso  amor  al  nativo  suelo,  aunque  no  po- 
seyese sino  confusa  idea  de  la  patria,  nunca  desoyó  el 
gaucho  su  llamamiento.  Ayudó  a  rechazar  las  invasiones 
inglesas,  a  las  órdenes  de  Liniers.  Siguió  a  Belgrano,  a 
San  Martín,  a  todos  los  generales  de  la  guerra  de  la 
Independencia.  Cuando  las  luchas  de  la  organización  na- 
cional, formó  en  las  huestes  de  los  caudillos  rurales  que 
levantaban  pendón  y  caldera.  Mas,  apenas  organizada  la 
república,  al  concluir  con  las  resistencias  del  indio  fron- 
terizo, caducó  su  gloria.  En  el  último  tercio  del  siglo  xix, 
falto  de  papel  en  el  drama  de  la  vida,  estaba  como  demás 
sobre  la  tierra. 

La  decadencia  del  gaucho  comenzó  entonces,  cuando 
se  introdujo  en  los  campos  la  ficción  de  la  democracia. 
El  juez  de  paz,  el  comandante  y  el  comisario  le  explota- 
ban, especialmente  con  motivo  de  las  parodias  electorales; 
arreábasele  a  los  comicios,  como  en  rebaño.  Quien  se 
insubordinaba  contra  el  caudillo  oficialista,  sufría  atroz  per- 


254  EN  EL  país  argentino 

seguimiento.  A  veces  tenía  que  huir  del  pago,  acosado 
por  la  jauría  policial,  y  se  entregaba  a  la  vagancia,  al 
cuatrerismo  y  al  alcohol. 

Agravóse  esta  situación  con  el  completo  cambio  de 
la  economía  ambiente.  No  se  hallaban  ya  vaquerías  sal- 
vajes, y  el  abigeato  se  castigaba  con  severidad.  Los  cam- 
pos, cuyo  valor  se  multiplicaba  de  año  en  año,  dejaron 
de  ser  yermos.  Las  propiedades,  divididas  y  subdivididas, 
se  deslindaban  con  cercos  de  alambre,  impidiendo  así,  al 
gaucho  fugitivo  o  matrero,  correr  a  campo  traviesa  como 
acostumbraba,  «cortar  campo  .  Los  puebleros  tomaban 
posesión  de  las  estancias,  expulsando  a  los  ocupadores, 
si  carecían  de  títulos  de  dominio;  si  por  ventura  los  habían 
adquirido,  como  no  supieran  sacar  a  la  propiedad  la  renta 
indispensable,  el  Estado,  agobiándolos  a  impuestos,  los 
ponía  en  el  trance  de  enajenarla.  Poco  después,  el  ferro- 
carril y  el  telégrafo  interrumpían  nuevamente  la  inmensi- 
dad, acortaban  las  distancias  y  transformaban  los  medios  de 
transporte.  Renovada  la  técnica,  el  estanciero  criollo  aban- 
donaba los  antiguos  procedimientos,  por  demasiado  costo- 
sos y  poco  fructíferos,  y  adoptaba  herramientas  europeas  de 
trabajo,  no  siempre  de  fácil  manejo.  El  ganado  mismo  se 
mestizaba,  con  ejemplares  de  razas  selectas,  traídos  del  ex- 
tranjero; debía  ahora  tratárselo  con  otros  miramientos  y 
hasta  con  ciencia;  no  era  ya  como  cosa  sin  dueño  o  de 
escaso  valor,  sino  rica  y  frágil  mercadería.  Puesto  que  se 
estropeaban  y  herían  las  reses  finas  con  las  boleadoras  y  el 
lazo,  se  limitó  su  uso;  las  habilidades  de  que  tanto  se  ufa- 
naba el  peón  criollo  llegaron  a  ser,  más  que  inútiles,  nocivas. 
Con  el  tiempo  y  para  remate,  la  despreciada  agricultura  iba 
a  ensayarse  en  grande  escala,  reduciendo  las  tierras  desti- 
nadas a  la  ganadería.  Por  todas  partes  se  veía  la  hercúlea 
mano  de  una  nueva  civilización,  que  barría  la  leyenda  y  el 
romanticismo   de  los  tiempos  bárbaros  y  heroicos. 

¡Mal  podía  avenirse  a  tan  nuevas  e  imprevistas  cir- 
cunstancias el  gaucho,  semisalvaje  y  seminómadal   Señor 


EN    LA    PAMPA 


antes  y  dueño  de  la  llanura  y  de  la  inagotable  riqueza  de  sus 
rebaños,  desdeñaba  el  trabajo  manual,  como  indigno  de  su 
hidalga  estirpe.  Sólo  a  regañadientes  podía  obedecer  a  esos 
amos  «maturrangos»,  afeminados  por  la  molicie  de  la  vida 
de  ciudad.  Resultaba  hasta  mediocre  peón,  incapaz  de  otra 
tarea  que  la  doma  varonil  y  el  rodeo  en  campo  abierto. 

Hízose  necesario  atraer  al  inmigrante,  que  afluyó  a 
las  pampas,  como  a  una  nueva  Tierra  de  Promisión.  Más 
dócil  y  disciplinado,  más  adaptable  y  ahorrativo,  aunque 
no  tan  sobrio  ni  valiente,  iba  desalojando  al  gaucho  de  las 
faenas  rurales.  Así  éste,  a  fines  del  siglo  xix,  eterno 
proscripto  de  la  nueva  civilización,  si  bien  representante 
de  la  antigua,  fué  apenas  una  sombra  de  lo  que  había 
sido.  Obscurecióse  su  alma,  al  paso  que  iba  trocando  al- 
gunas de  sus  prendas  tradicionales :  la  bota  de  potro  por 
la  alpargata,  el  chiripá  por  la  bombacha,  las  boleadoras 
por  el  arado.  Solía  olvidar  hasta  la  noble  vihuela,  para 
substituirla  por  el  plebeyo  acordeón.  Aunque  despreciara 
al  inmigrante,  a  quien  apellidaba  despectivamente  grngo 
o  gallego,  de  él  aprendía  el  uso  de  la  moderna  técnica, 
agauchándole  a  su  vez,  por  recíproca  influencia.  El  mismo 
extranjero,  encariñado  con  su  tierra  de  adopción,  requería 
a  las  morochas  del  pago  para  los  honestos  fines  del  ma- 
trimonio. De  esta  suerte  se  ha  venido  propagando  el  tipo 
vario  y  complejo  d£  una  nueva  generación  de  gauchos 
europeizados  o  de  europeos  agauchados,  que,  por  cierto, 
parecen  heredar  las  buenas  cualidades  de  su  doble  abo- 
lengo. Es  el  argentino  del  futuro  y  casi  diría  del  presen- 
te... ¡Es  hoy  el  argentino! 

Aparte  de  contribuir  a  poblarla  con  este  retoño  mo- 
derno y  de  no  escatimarle  jamás  el  tributo  de  su  sangre, 
que  corrió  a  raudales  en  la  defensa  y  como  para  la  fecun- 
dación del  suelo,  el  gaucho  ha  prestado  a  la  República 
mayor  servicio  aun  y  más  alto  homenaje.  ¡  Ha  sido  entre 
nosotros  el  sembrador  del  Ideal!  ¿Quién  mejor  que  el 
desvalido  hijo  de  las  pampas  difundió  por  estas  tierras  la 


256  EN  EL  país  argentino 

fortaleza  de  espíritu,  la  ayuda  de  sí  misrno,  el  culto  del 
valor,  el  principio  de  la  lealtad,  el  amor  a  la  patria?...  En 
el  lenguaje  popular  «ser  gaucho»,  lo  que  otrora  fué  in- 
sulto, significa  ahora  ser  fuerte  y  diestro,  y  « hacer  una 
gauchada»,  realizar  una  hazaña.  Por  este  arte,  la  voz  de 
Dios,  que  constituye  la  voz  del  pueblo,  ha  proclamado  al 
gaucho  modelo  de  energía  y  de  nobleza. 

No  obstante  tales  méritos,  acaso  exagerados  por  el 
patriotismo  y  la  literatura,  fuerza  es  confesar  que  no  todo 
ha  sido  gloria  en  su  carácter.  Cada  cual  tiene  los  defec- 
tos correspondientes  a  sus  virtudes.  Descrito  el  anverso 
de  esta  medalla  antigua,  veamos  el  reverso.  La  arrogancia 
del  gaucho  fué  también  ánimo  de  venganza;  el  espíritu 
de  contemplación,  incuria  e  ineptitud  para  el  trabajo  me- 
tódico y  el  ahorro.  Vengativo  como  el  corso,  al  sentirse 
ofendido  en  sus  derechos,  no  paraba  hasta  matar  o  ser 
muerto.  Fatalista  como  el  árabe,  cuando  no  pudo  ya  com- 
petir con  el  moderno  industrialismo,  dejóse  vencer  por 
vicios  tabernarios,  hasta  acabar  condenado  a  servir  en  los 
ejércitos  de  las  fronteras  y  a  consumirse  en  las  cárceles, 
A  pesar  de  todo,  se  conservó  siempre  relativamente  verí- 
dico, y  nunca  fué  por  idiosincrasia  ladrón.  El  cuatrerismo, 
hijo  más  de  la  necesidad  que  de  la  codicia,  no  contrade- 
cía su  honradez,  pues  el  ganado,  según  la  tradición  del  país, 
era  como  res  niilliiis,  cuando  silvestre,  y,  cuando  doméstico, 
artículo  tan  abundoso  y  de  reducido  valor  que  se  brindaba  al 
peregrino.  He  ahí,  en  esas  condiciones  de  veracidad  y  pro- 
bidad, una  prueba  psicológica,  si  fuera  necesaria,  del  esca- 
so entroncamiento  del  gaucho  con  el  indio,  dado  que  éste 
jamás  cumplió  su  palabra  ni  respetó  la  propiedad  ajena. 

Y  es  fuerza  confesar  también,  con  los  defectos  del 
gaucho,  que,  no  obstante  el  patriotismo  y  la  literatura,  el 
pueblo  culto  no  parece  hoy  apreciarle  en  todo  lo  que  me- 
rece. Convencionalmente,  no  diré  que  le  admira  como  en 
tiempo  de  Echeverría,  apenas  le  tolera;  supónele  potencia 
de  retroceso  y  barbarie,   de   pereza   y   ferocidad...   Es  que 


EN    EL   INTERIOR  257 

se  confunden  las  cualidades  con  sus  correspondientes  de- 
fectos, y  las  épocas  y  los  sujetos.  Desconociendo  lo  que 
fué  el  gaucho  auténtico,  el  histórico,  el  héroe  de  las  pam- 
pas, se  da  ahora  este  nombre,  más  que  al  legítimo  producto 
de  su  mezcla  con  el  inmigrante,  a  ciertos  espurios  imita- 
dores, como  el  compadrito  arrabalero  y  el  matón  de  pul- 
pería, que,  so  color  de  gauchismo,  ignoran  las  virtudes  de 
su  pretérita  grandeza  para  imitar  los  vicios  de  su  presente 
decadencia...  ¡Hora  es  de  reaccionar  contra  tan  injusta  im- 
presión! Precisamente,  para  destruir  la  caricatura  abominable, 
¿no  será  el  medio  más  eficiente  conocer  y  honrar  al  origi- 
nal?... El  gaucho  ha,  muerto.  No  pudiendo  sobrevivir  a  las 
nuevas  condiciones  ambientes,  no  pudiendo  sobrevivirse  a 
sí  mismo,  el  gaucho  ha  muerto.  No  es  ya  más  que  un  sím- 
bolo. Pero  sus  manes,  por  lo  que  antes  encarnó  su  persona 
y  hoy  debe  representar  su  recuerdo,  no  podrán  menos  de 
sernos  propicios.  Acaso  su  sombra  vela  sobre  nosotros. 

III.  EN  EL  INTERIOR 

104,    Erl   país   de  las    colonias. 

I.   EL   país 

Las  cinco  mil  leguas  cuadradas  que  ocupa  hoy  la  pro- 
vincia de  Santa  Fe  —  dos  veces  el  tamaño  de  la  Grecia  — 
teóricamente  debían  constituir  una  de  las  regiones  más  aptas 
para  la  vida  humana:  setecientos  kilómetros  de  costa  sobre 
el  Paraná,  abundante  en  pesca  y  navegable  siempre;  dos 
grandes  fajas  regadas  por  el  Salado  y  el  Carcarañá;  espesos 
bosques  en  la  región  del  Norte;  agua  potable  por  doquier,  a 
ocho  o  diez  metros  de  la  superficie;  capa  de  tierra  vegetal 
de  muchos  centímetros  de  espesor;  falta  de  rocas,  de  are- 
nales y  de  salinas;  temperatura  templada;  ausencia  de  palu- 
dismo o  de  fiebres  endémicas.  Representa,  sin  duda,  un 
problema  interesante  y  digno  de  estudio,  el  hecho  de  que 
tal  territorio  permaneciera  casi  despoblado,  no  sólo  cuando 


258  EN    EL    PAÍS    ARGENTINO 

los  indios  lo  ocupaban,  sino  también  durante  los  tres  siglos- 
que  subsiguieron  a  la  llegada  de  los  europeos. 

Un  examen  atento  permite  comprobar  que  en  ese  país 
fértil,  llano  y  extenso,  la  Naturaleza,  abandonada  a  sí  mis- 
ma, no  ofrecía  facilidades  para  la  vida.  Los  bosques  inmen- 
sos, frecuentados  por  animales  feroces,  carecían  de  árboles 
frutales:  en  medio  de  la  lujuriosa  vegetación,  el  indio  moría 
de  hambre  si  no  acumulaba  en  el  momento  oportuno  las 
coriáceas  vainas  del  algarrobo.  Siglos  de  observación  y  de 
miseria  no  le  permitieron  sacar  del  monte  más  alimento 
que  la  harina  de  esas  vainas  (patay),  el  zumo  de  algunas 
otras  plantas,  el  agua  sucia  conservada  entre  las  hojas  del 
caraguatá  y  la  miel  de  las  avispas  silvestres. 

No  vivía  en  toda  la  región  un  animal  domesticable 
que  pudiera  producir  leche,  arrastrar  un  arado  o  un  carro, 
o  soportar  un  jinete  No  había  en  ella  metales  ni  piedras; 
de  modo  que  fué  necesario  fabricar  con  madera  las  armas 
y  los  utensilios.  El  barro,  el  cuero  y  el  hueso  suministra- 
ron los  restantes  elementos  de  construcción,  haciendo  casi 
imposible  la  tarea  de  preparar  la  tierra  y  cavar  "pozos. 

La  uniformidad  de  la  llanura,  excelente  para  las  moder- 
nas máquinas  agrícolas,  motivaba  espantosas  sequías  al  bor- 
de mismo  de  los  grandes  ríos,  destruyendo  periódicamente 
la  fauna  y  la  flora.  Mientras  llegaba  la  idea  humana  de 
fabricar  molinos  y  elevar  así  el  agua  del  subsuelo,  el  viento 
sólo  sirvió  para  dificultar  la  vida,  resecando  la  superficie  y 
marchitando  las  hojas.  Al  Sur  del  Carcarañá,  allí  donde  las 
barrancas  del  Paraná  no  prestaron  su  abrigo,  sólo  un  árbol 
pudo  sostenerse;  y  este  árbol,  escasísimo,  el  ombú,  que 
no  daba  fruta  ni  producía  leña  utilizable,  apenas  si  sirvió 
como  punto  de  referencia,  como  accidente  geográfico  de 
la  desolada  llanura,  antiguo  lecho  del  mar.  Imposible  con- 
seguir sobre  ella  un  tronco  para  hacer  fuego. 

Llovía  con  frecuencia;  pero  así  y  todo  la  sequía  era 
inevitable.  El  sol,  hiriendo  la  tierra  duraní.í  el  día,  evapo- 
raba la  humedad,  favorecido  por  el  viento;  y  los  vapores 


EN    EL   INTERIOR  259 

emitidos  no  podían  condensarse  de  noche,  porque  a  esa 
hora  irradiando  la  tierra  el  calor  absorbido,  rarificaba  la 
atmósfera. 

El  Paraná  suministraba  peces  en  abundancia;  pero 
ante  la  falta  de  metales  y  de  las  herramientas  correspon- 
dientes, los  indios  no  podían  navegarlo  sino  en  troncos 
horadados  a  fuego,  o  en  recipientes  de  cuero.  Regar  con 
él  no  era  posible,  por  la  misma  falta  de  herramientas  en 
primer  término,  y  porque  de  un  extremo  a  otro  de  los  se- 
tecientos kilómetros  de  la  costa  santafecina,  la  diferencia 
del  nivel  del  agua  no  llegaba  —  ni  llega  —  a  un  metro  por 
cada  tres  leguas.  A  estas  dificultades  debe  agregarse  otra 
más  seria  aun :  periódicamente,  el  río  se  desbordaba  de 
octubre  a  marzo,  en  todos  aquellos  sitios  en  que  la  ba- 
rranca no  fuese  superior  a  dos  metros;  y  tal  desborde 
inutilizaba  —  e  inutiliza  aún  hoy  —  inmensas  zonas  de  te- 
rreno. De  tarde  en  tarde,  terribles  crecientes  extraordina- 
rias, elevando  cinco  y  seis  metros  el  nivel  de  las  aguas, 
cubrían  las  islas  barriéndolas  durante  meses,  con  una  fu- 
riosa corriente  de  tres  y  cuatro  millas  por  hora,  y  arran- 
cando enormes  masas  de  plantas,  sobre  las  que  se  refu- 
giaba la  fauna  salvaje  de  la  región :  caimanes,  serpientes, 
venados,  jaguares  a  veces. 

Abierta  la  llanura  a  todos  los  rumbos,  fué  caracterís- 
tica de  su  clima  depender  en  gran  parte  de  los  vientos 
reinantes.  Soplando  el  Sur,  temperatura  baja;  soplando  el 
Norte,  temperatura  alta.  De  aquí,  heladas  en  primavera, 
calor  en  invierno,  instabilidad  siempre. 

La  falta  de  montañas  debía  teóricamente  facilitar  el 
transporte ;  pero  ni  había  animales  que  lo  hicieran,  ni  el 
suelo,  falto  de  consistencia,  resistía  pesos  considerables: 
la  menor  lluvia  dejaba  intransitables  unos  senderos  que  no 
era  posible  pavimentar  por  la  carencia  de  piedra. 

Desde  el  Carcarañá  al  Norte,  empezaba  la  vegetación 
natural  a  elevarse  con  infinitas  precauciones  contra  el 
viento,  contra  los  mamíferos,  contra  los  insectos  y  contra 


260  EN    EL   PAÍS    ARGENTINO 

las  aves.  Por  entre  los  pastos,  duros  como  cerdas,  pulula- 
ban animalitos  provistos  de  gruesas  corazas  córneas,  con- 
trastando singularmente  con  los  ágiles  avestruces  y  las 
esbeltas  gamas.  Arbustos  chatos  y  recios,  con  hojas  pe- 
queñísimas rodeadas  de  monstruosas  espinas,  donde  los 
guanacos  dejaban  jirones  de  su  lana,  alzábanse  retorci- 
dos y  achaparrados  como  esos  productos  exóticos  que  ar- 
tificialmente produce  la  fantasía  japonesa.  Al  amparo  del 
matorral,  la  vegetación  se  iba  elevando  cada  vez  mayor, 
cada  vez  más  firme  contra  el  viento,  conservando  cada 
vez  más  humedad  bajo  las  copas,  hasta  que,  vencido  el 
enemigo,  las  espinas  empezaban  a  desaparecer  y  el  bos- 
que lujurioso  del  Chaco  entrelazaba  su  espesísimo  ramaje. 
Dos  plagas  bien  temibles  agregábanse  para  esterilizar  el 
esfuerzo  del  hombre:  las  hormigas,  habitantes  permanentes 
del  territorio,  y  las  langostas,  que  en  nubes  devastadoras 
bajaban  a  depositar  sus  huevos,  desde  los  bosques  del 
trópico.    Toda  agricultura  permanente  fracasaba  ante  ellas. 

11.  LA  POBLACIÓN  INDÍGENA  Y  LA  COLONIZACIÓN 

ESPAÑOLA 

Este  era  el  país.  Libradas  a  sí  mismas  las  tribus  in- 
dias que  miserablemente  erraban  sobre  el  territorio,  nin- 
gún problema  hubiesen  resuelto.  La  Naturaleza,  terrible, 
aplastadora,  cerníase  sobre  ellas,  matando  toda  iniciativa 
con  la  desolación  de  su  pobreza.  Forzoso  era  que  alguien 
trajese  ganados,  metales,  herramientas,  ideas ;  y  este  al- 
guien apareció  en  las  llanuras  santafecinas  durante  el 
siglo  XVI,  en  forma  de  aventureros  europeos  a  quienes 
la  fiebre  de  riquezas  lanzaba  ciegamente  a  uno  de  los  mu- 
chos lugares  de  la  América  donde  era  imposible  enrique- 
cerse con  rapidez. 

Apenas  instalados,  la  Naturaleza  volvióse  contra  ellos, 
langostas  y  sequías,  heladas  e  inundaciones  comenzaron  a 
imprimir  su  recuerdo  doloroso  sobre  aquellos  soñadores 
rapaces,  dispersos  por  entre  los  campos  duros  y  los  montes 


EN    EL   INTERIOR  261 

salvajes.  Y  así,  aferrados  a  su  esperanza,  fueron  viviendo 
lentamente  sobre  la  inhospitalaria  región  varias  generacio- 
nes, fatigándose  ante  la  pérdida  de  una  cosecha,  y  otra, 
y  otra  más,  y  ante  la  evidencia  de  que  en  diez,  de  que 
en  doce  años  seguidos,  hubiese  sido  imposible  extraei 
una  sola  bolsa  de  trigo  de  la  llanura  inmensa  y  áspera. 
Cuando  en  los  años  buenos  obteníase  cosecha  exuberante, 
fuerza  era  que  esta  cosecha  se  vendiese  a  bajo  precio, 
dada  la  imposibilidad  de  llevarla  a  vender  a  otros  países. 
Las  guerras  gloriosas,  los  corsarios  gloriosos,  transforma- 
ban en  fácil  presa  de  la  rapiña  internacional  a  aquellos 
cargamentos  que  de  tarde  en  tarde  podían  ser  lanzados 
al  través  del  océano,  después  de  conseguirse  con  mil  tra- 
bajos el  carro  que  llevase  la  mercadería  a  puerto,  el 
pequeño  buque  de  vela  que  la  transportase  y  el  per- 
miso real  que  concediera  a  los  hombres  el  derecho  de 
gozar  el  fruto  de  sus  sudores.  Da  padres  a  hijos,  de  hijos 
a  nietos,  se  fué  transmitiendo  la  desesperada  convicción 
de  que  eternamente  había  de  ser  inseguro  el  esfuerzo  de 
los  hombres  dedicados  a  labrar  la  tierra,  y  de  que  eterna- 
mente habían  de  ocultarse  el  desierto  y  la  miseria  detrás 
de  cualquier  accidente  meteorológico.  Poco  a  poco,  abru- 
mados por  la  realidad,  los  herederos  de  aquellos  coloni- 
zadores audaces  del  siglo  xvi  tornáronse  gauchos  indo- 
lentes que  se  olvidaron  de  comer  pan,  y  que,  de  fatalismo 
en  fatalismo,  fueron  limitando  su  calidad  de  hombres  civi- 
lizados, a  vivir  en  chozas  de  barro,  sin  muebles,  sin  piso, 
sin  tabiques,  sin  chimeneas  siquiera  para  dar  salida  al  humo; 
a  nutrirse  de  vacas  que  se  cuidaban  solas,  y  a  chupar  en 
calabazas  silvestres  una  infusión  de  yerba,  amarga,  porque 
no  había  azúcar. 

III.    LA   COLONIZACIÓN  ARGENTINA 

Un  tercer  esfuerzo,  realizado  en  la  segunda  mitad  del 
siglo  XIX,  llevó  en  sí  la  consoladora  demostración  de  que 
es  la  lucha   diaria,  la   lucha   obscura   e   inteligente   de   los 


2*32  EN    EL.  PAÍS    ARGENTINO 

hombres  que  a  trave's  de  la  distancia  se  alientan  y  se 
ayudan,  lo  que  mejora  la  vida,  con  más  eficacia  que  el 
sangriento  relampagueo  de   las  batallas. 

No  fué  una  intervención  mágica,  no  un  simple  genio 
benéfico,  quien  transformó  en  espigas  de  maíz  y  de  trigo 
a  los  recios  pastos  y  quien  edificó  ciudades  habitables  con 
el  polvo  reseco  de  las  pampas.  Fueron  dolores  humanos, 
ideas  de  varias  generaciones,  esfuerzos  colectivos  de  mi- 
llares de  seres,  quienes  con  telégrafos  y  ferrocarriles  y 
buques  de  vapor  mataron  al  desierto  ^y  suprimieron  al 
océano.  Fueron  oleadas  de  sudor  humano  las  que  arran- 
caron de  cuajo  a\  pasto  puna,  hundieron  en  la  tierra  los 
arados  y  manejaron  sobre  la  llanura  los  miles  de  trillado- 
ras a  vapor  que  hoy  espolvorean  de  oro  los  campos  que 
otrora  hollaran  estérilmente  los  jinetes  de  Viamonte  y  de 
Lavalle.  Fueron  cerebros  torturados  quienes  vieron  en  la 
alfalfa  a  la  planta  que,  alcanzando  con  sus  raíces  las 
aguas  del  subsuelo,  había  de  vivir  sobre  la  superficie  des- 
provista de  humedad.  Otras  ideas,  otros  dolores  más,  y 
surgieron  alambrados  y  molinos  y  arboledas  y  galpones, 
uniendo  a  todos  los  pobladores  del  planeta  en  la  empresa 
de  redimir  al  desierto. 

Y  si  aun  no  está  vencido  el  enemigo ;  si  aun  los  la- 
bradores santafecinos  escudriñan  con  angustia  el  horizonte 
en  espera  de  las  nubes  que  significarán  lluvia;  si  aun  las 
langostas  heridas  por  el  sol  marcan  con  sus  alas  puntos 
luminosos  en  el  espacio;  si  aun  el  río  inunda  y  las  hela- 
das destruyen,  podemos  fya  confiar  en  que  esos  males  di- 
fícilmente alcanzarán  a  un  tiempo  a  todo  el  territorio,  a 
todos  los  plantíos  y  a  todos  los  ganados.  Con  el  millón  o 
millones  de  toneladas  de  trigo  que  produce  un  año  bueno 
y  que  se  almacenan  a  lo  largo  de  los  puertos  en  líneas  de 
colinas  huecas,  es  posible  ya  esperar  tranquilamente  los 
años  malos;  praderas  y  arroyos  artificiales  defienden  a  los 
ganados;  ejércitos  de  máquinas  esperan  órdenes  para  ayu- 
dar al  hombre,  y  los  varios   cientos  de   miles  de  habitan- 


EN    EL    INTERIOR  263 

tes  pueden  ya  jactarse  de  que,  sobre  la  Pampa  domada,  han 
dejado  de  imperar  sin  contralor,  los  insectos  y  los  vientos 
que  en  otro  tiempo  fueron  sus  señores  absolutos. 

Juan  Alvarbz. 

105.  Las  sierras  de  Córdoba 

Situada  entre  la  llanura  del  Este  y  del  Sur,  y  las  Sa- 
linas Grandes  y  los  terrenos  pantanosos  de  la  laguna  de 
los  Porongos  y  de  la  Mar  Chiquita,  hállase  la  íamosa  re- 
gión de  las  sierras  de  Córdoba,  que  abarca  una  ancha 
zona  al  Noroeste  de  la  provincia.  El  aspecto  general  de 
estas  sierras  es  característico.  Separadas  por  cortos  va- 
lles, sucédense  en  interminable  serie  de  cerros  de  escasa 
altura,  vestidos  de  abundante  verde  y  engalanados  por 
arbustos  y  árboles  generalmente  espinosos.  Aunque  la 
Naturaleza  no  sea  propiamente  magnífica,  el  paisaje  es 
variado  y  risueño.  Por  las  hondonadas,  a  la  sombra  de 
algarrobos,  talas,  chañares,  churquis,  aguaribáis  y  otros 
árboles  y  arbustos,  profusos  arroyuelos  serpentean  en  su 
lecho  de  cantos  rodados.  Sus  aguas,  saltando  de  piedra 
en  piedra  y  de  valle  en  valle,  son  rápidas  y  cristalinas. 
Por  lo  comiín  pueden  transponerse  a  pie,  sin  necesidad 
de  puentes,  y  sin  mojarse  el  calzado  siquiera;  basta  bus- 
car un  paso  de  piedras,  o  improvisarlo,  colocándolas  opor- 
tunamente a  cortas  distancias,  sobre  el  lecho  del  arroyo  y 
aun  del  pequeño  río.  En  épocas  de  lluvia,  el  hilo  de  agua 
se  convierte  en  torrente,  que  forma  acá  y  allá  rumorosas 
cascadas,  abriéndose  paso  entre  las  piedras  cubiertas  de 
musgo.  Por  su  poca  profundidad  y  corriente  vertiginosa, 
esos  límpidos  caudales  carecen  generalmente  de  peces. 
Con  frecuencia  se  sumen  parcial  o  totalmente  en  la  tierra 
y  desaparecen,  para  reaparecer,  después  de  breve  trayecto 
subterráneo,  bajo  las  piedras,  en  un  manantial,  un  «  ojo  de 
agua»,  un  filtro  de  la  Naturaleza,  del  que  brota  la  linfa  aun 
más  fresca.y  pura.  En  ciertos  sitios,  la  industria  humana  ha 


264 


EN    EL    país    argentino 


colocado  represas,  formando  grandes  tanques  llamados 
«tajamares»,  que  sirven  para  el  riego  y  conservan  siempre 
agua  suficiente  para  abrevar  el  ganado.  A  veces  se  desbor- 
dan; su  nombre  resulta  gráfico  y  exacto  en  épocas  de 
grandes  lluvias,  pues  entonces  atajan  y  represan  un  verda- 
dero mar  de  agua  dulce,  un  torrente  que  arrastra  troncos 
y  grandes  piedras  de  la  montaña.  Pululan  en  sus  tranquilas 
aguas  las  «  moiarritas  »  y  algunas  veces  también  las  angui- 


las ;  la  trucha  y  la  carpa  europea  se  propagan  allí  rápida- 
mente y  ofrecen  excelente  pesca.  De  trecho  en  trecho,  esos 
lagos  salpican  el  panorama  de  las  sierras  como  espejos 
engarzados  en   marcos  de  esmalte. 

Además  de  los  múltiples  arroyos,  cursan  la  región 
algunos  ríos  caudalosos,  aunque  no  navegables.  Entre  ellos 
está  el  Primero,  que  atraviesa  la  ciudad  de  Córdoba.  Sus 
aguas  son  represadas,  en  ios  tiempos  de  creciente,  por  el 
dique  San  Roque,  el   mayor  de  América,  obra  tan   magna 


EN    EL    INTERIOR  265 

como  Útil,  con  capacidad  de  260.000.000  de  metros  cúbi- 
cos. Forma  entre  dos  montañas  un  inmenso  lago  artificial 
que  riega  y  surte  la  región  circundante,  hasta  la  misma 
ciudad,  corriendo  a  través  de  numerosos  acueductos.  Esta 
forma  de  riego  por  medio  de  diques,  represas  y  taja- 
mares fertiliza  los  campos  secos  y  arenosos,  y  los  con- 
vierte en  deleitosas  quintas,  entrecruzadas  por  una  red  de 
oportunas  acequias. 

Entre  la  maleza  de  las  sierras,  la  caza  abunda.  Há- 
llanse  la  delicada  perdiz  montañesa,  la  tierna  paloma  del 
monte,  la  rápida  liebre  europea,  el  avestruz  americano, 
más  veloz  aun  que  la  liebre,  y  hasta  el  arisco  guanaco  y 
el  puma  feroz.  Pelo  y  pluma,  indefensos  animales  y  fieras 
peligrosas,  el  cazador  encuentra  siempre  buenas  piezas. 
La  excursión  cinegética,  que  da  ocasión  para  contemplar 
las  accidentadas  perspectivas  del  paisaje,  resulta  tan  pro- 
vechosa como  agradable.  La  Naturaleza,  en  un  clima  seco 
y  templado,  ofrece  sus  pródigos  dones  y  brinda  al  hom- 
bre un  bello  albergue  donde  recrearse  y  reponer  sus  fuer- 
zas, desgastadas  en  la  vida  febril  de  las  ciudades. 

Aunque  la  temperatura  es  generalmente  benigna,  sue- 
le sentirse  el  frío  de  las  madrugadas  de  invierno  en  los 
sitios  altos,  como  Cosquín,  Capilla  del  Monte  y  la  Falda; 
en  los  menos  altos,  ya  que  no  bajos,  como  Calera,  Toto- 
ral y  Alta  Gracia,  incomoda  a  veces  el  sol  meridiano  del 
estío.  Constituyen  así,  éstos,  excelentes  estaciones  clima- 
tológicas invernales,  y  aquéllos,  encantadores  puntos  de 
veraneo.  De  toda  la  República  y  en  todas  las  estaciones 
afluye  a  las  sierras  de  Córdoba,  gente  que  viene  a  repo- 
ner su  salud,  a  descansar  o  a  distraerse.  En  el  verano  es 
considerable  la  concurrencia  de  Buenos  Aires,  Rosario  y 
Tucumán.  Las  sierras  representan  un  punto  de  cita  y  de 
turismo.  Si  se  llama  a  las  plazas  públicas,  en  las  gran- 
des poblaciones,  los  «  pulmones  de  la  ciudad  »,  las  sierras 
de  Córdoba  podían  apellidarse  los  «  pulmones  de  la  Repú- 
blica». Allí  se  va,  según   una   expresión  corriente,   a  «al- 


266  EN   EL    PAÍS   ARGENTINO 

macenar  oxígeno  »,  el  vivificante  gas  que  alimenta  y  esti- 
mula nuestro  organismo.  Las  sierras  de  Córdoba  son  algo, 
pues,  como  el  « almacén  de  oxígeno »  de  los  argentinos. 
Para  que  sirvan  a  tal  efecto  se  levantan  en  sus  sitios  más 
pintorescos  y  sanos,  modestas  y  graciosas  casitas  de  recreo, 
quintas  hermosísimas,  amplios  y  lujosos  hoteles  modernos. 
Como  por  influencia  del  medio  ambiente,  la  vida  so- 
cial en  las  sierras  de  Córdoba  pierde  sus  severas  etique- 
tas urbanas,  se  facilita  y  simplifica.  La  gente  es  allí  más 
comunicativa  y  hasta  se  diría  que  más  tierna  y  sensible. 
El  conocimiento  se  hace  pronto ;  la  conversación  se  ani- 
ma espontáneamente;  en  pocos  días  se  traban  duraderas 
amistades.  Sin  temor  a  los  óbices  de  la  maledicencia,  de- 
pónese  el  pomposo  formulismo  del  mundo  elegante,  como 
si  se  estuviera  « en  familia ».  El  trato  adquiere  algo  del 
dulce  perfume  de  las  flores  silvestres  y  de  la  arcádica 
franqueza  de  las  edades  patriarcales.  Nunca  faltan  puntos 
cercanos  donde  realizar  animadas  cabalgatas  y  suculentas 
meriendas.  En  trajes  campestres,  sin  que  se  sueñe  en 
deslumhrar  por  la  fantasía  de  la  modista  o  por  la  corrección 
del  sastre,  buscando  cada  uno  su  comodidad  más  que  la 
elegancia,  repítense  los  paseos  a  los  parajes  cercanos.  Los 
días  se  deslizan,  y  nadie  se  acuerda  de  consultar  el  alma- 
naque; el  tiempo  transcurre  como  en  un  idilio.  Olvidadas 
las  ingratas  preocupaciones  de  las  tareas  profesionales,  aca- 
llados los  pequeños  resquemores  de  la  aristocrática  vani- 
dad, dormidos  los  sentimientos  de  la  emulación  y  de  las 
rivalidades,  hombres  y  mujeres,  viejos  y  jóvenes,  pobres 
y  ricos,  todos  parecen  disfrutar  de  sus  vacaciones  escola- 
res; se  sienten  otra  vez  niños.  La  férula  del  maestro  y 
el  rigor  de  la  disciplina,  las  luchas  de  la  riqueza,  la  pre- 
eminencia o  la  gloria,  el  mundo,  en  fin,  está  lejos,  muy 
lejos,  oculto  tras  la  recortada  línea  azul  del  horizonte, 
más  allá  de  las  sierras  de  Córdoba. 


EN    EL  INTERIOR  267 


106.  La  sierra  puntana. 

La  « sierra  puntana »  constituye,  en  la  provincia  de 
San  Luis,  un  sistema  orográfico  característico,  con  muchas 
ramificaciones,  que  se  extienden  en  una  vasta  zona,  forman- 
do cumbres  de  2.000  metros  de  altura,  elevadas  mesetas, 
grandes  valles  y  gargantas  profundas,  por  donde  corren 
arroyos  de  aguas  cristalinas  y  murmurantes.  Por  todas 
partes,  una  rica  vegetación  se  escalona  en  lentas  gradacio- 
nes, desde  la  llanura,  con  sus  bosques  de  caldén,  alga- 
rrobo y  tala;  en  las  faldas,  con  el  moUe,  el  retamo  y  el 
coco,  y,  en  las  altiplanicies,  con  sus  hierbas  fragantes,  las 
gramíneas  y  las  flores  más  variadas.  Sobre  aquel  paisaje 
se  pueden  admirar  todas  las  tonalidades  de  la  luz  con 
sus  reflejos  brillantes  en  la  cristalizaciones  del  cuarzo  y 
de  la  mica. 

Dan  vida  al  espléndido  escenario  el  canto  de  la  ca- 
landria y  el  zorzal  en  la  enramada  de  sus  frondas;  el 
zumbar  de  la  abeja  en  busca  de  la  materia  prima  para  su 
insuperable  laboratorio,  mientras  se  ciernen  en  el  espacio 
el  águila  y  el  cóndor  de  las  regiones  andinas.  Majadas  de 
cabras  van  al  asalto  de  los  tiernos  cogollos,  escalando  las 
alturas  más  escabrosas,  y  a  lo  lejos  repercuten  el  eco  de 
sus  balidos  o  los  gritos  de  los  pastores  para  devolverlas 
al  redil,  antes  que  al  amparo  de  la  sombra  caiga  sobre 
ellas  la  garra  del  puma,  oculto  en  los  senos  de  las  mon- 
tañas. El  ganado  mayor  pace  tranquilo.  No  así  el  perse- 
guido guanaco,  que  tiene  en  sus  pies  la  ligereza  del  ala 
cuando  presiente  el  peligro  cercano. 

Abundantes  vertientes  se  escurren  como  hilos  de  agua, 
entre  el  berro,  la  hierbamota  y  la  zarza,  cuyas  propieda- 
des medicinales  adquieren  antes  de  ir  a  fecundar  los  cam- 
pos vecinos.  También  la  enorme  masa  granítica  guarda  en 
sus  entrañas  veneros  de  oro,  plata,  cobre,  hierro,  plomo; 
depósitos  de  alumbre,  yeso,  caolín,  y   los  yacimientos  de 


268  EN    EL    PAÍS    ARGENTINO 

SUS  mármoles  esmeralda  que  invitan  al  artífice  a  cincelar 
la  obra  de  arte.  El  oro  se  ha  explotado  desde  la  época 
colonial,  encontrándose  como  clavos  incrustados  en  las 
vetas  o  en  pepitas  en  los  riñones  aislados,  verdaderos 
«placeres»  por  su  riqueza.  Después  de  las  lluvias  apare- 
cen por  doquiera  sembrados  los  granos  de  oro:  en  las 
arenas  de  las  corrientes  que  bajan  de  los  cerros  de  la 
Carolina,  y  otros  quedan  en  descubierto  aprisionados  en 
las  raíces  de  las  gramíneas,  como  si  éstas  también  codi- 
ciaran el  precioso  metal.  Y  en  esta  Naturaleza  privilegiada 
por  sus  agrestes  bellezas  se  goza  de  un  clima  sano  y  de 
un  cielo  límpido,  nítido  como  un  cristal  ligeramente  azu- 
lado, donde  brillan  los  astros  en  las  noches  serenas,  con 
todo  su  esplendor. 

Bajo  ese  cielo  y  al  pie  de  la  sierra,  donde  ésta  ter- 
mina en  forma  de  una  « punta »  granítica,  para  dar  paso 
al  valle  longitudinal  del  Chorrillo,  está  situada  la  ciudad 
de  San  Luis.  La  modesta  población  tiene,  como  muchas, 
todos  los  elementos  de  cultura,  merced  a  la  munificencia 
del  gobierno  nacional  y  a  sus  propios  esfuerzos;  pero  no 
ofrece  más  rasgo  característico  que  su  ubicación,  en  uno  de 
los  sitios  más  pintorescos  del  país.  A  medida  que  se  ascien- 
de la  pendiente  hacia  la  sierra  —  que  la  provincia  ostenta 
como  un  emblema  de  su  escudo  —  ,  se  domina  un  amplio 
horizonte  limitado  al  Oeste  por  el  cordón  del  Pencaso, 
sobre  el  cual  aparecen  aún  las  cumbres  más  elevadas  de 
los  Andes.  Dentro  del  vasto  cuadro  se  percibe  la  super- 
ficie plateada  de  las  aguas  del  lago  Bebedero  y  la  faja 
blanquecina  de  la  gran  cañada  del  Balde,  especie  de  lecho 
desecado  de  un  mar  interno,  con  su  prolongación  al  Nor- 
te, y  entre  estos  claros  del  paisaje  divísanse  las  manchas 
ondulantes  de  la  vegetación  regional. 

La  parte  Este  de  la  ciudad  es  la  más  interesante.  Allí  se 
encuentran  el  dique  del  Chorrillo,  con  su  grueso  muro  y  su 
torreón  medioeval  donde  se  guarda  la  maquinaria  hidráulica; 
las  canteras  de  granito,  las  alamedas  frondosas,  las  fuentes 


EN    EL   INTERIOR  269 

naturales  que  van  a  aumentar  los  depósitos  de  las  galerías 
filtrantes  para  dotar  de  agua  a  la  ciudad,  y  el  hermoso 
lugar  «Aguadita  de  Pueyrredón  »,  así  llamado  en  recuerdo 
de  la  estada,  como  proscripto,  del  ilustre  patricio.  En  este 
lugar  se  conserva  todavía,  con  mcuhos  retoños  vigorosos,  el 
ombú  que  llevó  desde  Buenos  Aires  el  general  Pueyrredón, 
y  qu"e  es  como  un  símbolo  de  su  gloria,  pues  ni  el  fuego 
ni  el  huracán  tienen  poder  para  destruirlo.  Algo  más  allá, 
trasmontando  la  sierra,  se  ve  el  valle  de  Las  Chacras, 
donde  el  general  San  Martín  organizó  las  bizarras  legio- 
nes puntanas  que  con  Pringles,  Pedernera  y  otros  valientes 
ilustraron  el  nombre  argentino  en  la  lucha  homérica  por 
la  libertad. 

En  aquellos  sitios  tan  pintorescos  como  sanos  co- 
mienzan a  levantarse  mansiones  de  recreo.  Un  día  no 
lejano  se  construirán  allí  grandes  sanatorios,  pues  se  res- 
pira un  aire  seco  y  la  brisa  de  la  altura  trae,  con  los 
perfumes  silvestres,  manantiales  de  oxígeno  que  dilatan 
los  pulmones  y  estimulan  el  mecanismo  de  la  respiración. 
Y  es  grato  pensar  que  toda  aquella  región  hermosa,  rica  y 
saludable,  es  también  un  pedazo  de  la  patria  que  conserva 
vivas  las  tradiciones  de  nuestro  pasado  glorioso. 

Juan  \V   Gez. 

107.  Los  bosques  de  Santiaéo  del  Estero. 

Al  entrar  en  la  provincia  de  Santiago  del  Estero  por 
cualquiera  de  los  caminos  que  cruzan  los  confines  del 
Oeste,  la  Naturaleza  se  nos  presenta  ostentando  su  vistoso 
ropaje,  periódicamente  renovado  por  el  lujo  de  sus  pri- 
maveras. Gigantes  vegetales  que  han  resistido  el  empuje 
de  un  siglo  y  se  yerguen  impertérritos  dominando  el 
escenario ;  quebrachos  colorados,  que  desafían  las  intem- 
perancias del  clima ;  quebrachos  blancos,  algarrobos,  mis- 
toles,  chañares,  breas,  talas  y  muchos  más  árboles  forman 
el   tupido   bosque.   Otras   plantas   menores,   casi  todas  ar- 


270  EN    EL   PAÍS    ARGENTINO 

madas  de  espinas  insidiosas,  allegándose  a  los  troncos- 
más  robustos,  confundiéndose,  enredándose,  agolpándose 
en  la  penumbra  formada  por  la  copa  de  los  mayores  en 
edad  y  preponderantes  por  su  naturaleza,  ocultan  casi 
por  completo  la  superficie  del  terreno.  En  vano  pretende 
penetrar  la  mirada  en  el  interior  de  aquella  masa  de  ve- 
getación exuberante :  el  lugar  lo  substrae  todo  a  la  Hgera 
curiosidad  del  viajero.  De  vez  en  cuando  se  nota  un  claro» 
un  camino  que  serpentea  y  se  pierde  en  la  selva  llena  de 
misterio:  este  claro  revela  el  trabajo  de  un  hombre,  de 
un  labrador  sin  pretensiones,  que  ha  dominado  el  monte 
con  bien  asestados  golpes  de  su  hacha.  Tal  vez  el  camino 
compendia  las  fatigas  de  algún  « puestero »  (criador  de 
ganado  en  pequeña  escala)  que  penetró  en  busca  de  un 
animal  perdido ;  tal  vez  revela  las  peripecias  de  un  pobla- 
dor que  se  ha  perdido  buscando  un  animal. 

Otras  variaciones,  a  más  de  las  que  se  deben  a  la 
acción  del  trabajo,  se  notan  en  el  aspecto  general  de  los 
bosques  santiagueños.  En  donde  el  terreno  se  hunde  for- 
mando bajos  y  prolongándose  en  cañadas,  el  monte  se 
manifiesta  macizo,  obscuro,  impenetrable,  y  la  vegetación 
de  las  plantas  inferiores  se  desarrolla  vigorosa  en  la  fres- 
cura del  ambiente.  En  otros  puntos  llanos  o  poco  elevados 
encuéntrase  los  quebrachos  blancos,  distantes  uno  de 
otro;  dejan  vacíos  notables  entre  sí  y  permiten  ver  el 
suelo  desnudo,  más  arenoso  y  seco,  salpicado  de  cactos 
que  se  arrastran  recorriendo  tortuosamente  un  trecho  de 
pocos  metros.  Partes  hay  completamente  desvestidas,  sin 
más  plantas  que  algún  algarrobo  que  fué  siempre  pe- 
queño, exentas  de  la  molestia  de  los  arbustos  espinosos 
y  de  los  quimiles.  Son  las  excepciones  del  bosque,  los 
oasis  para  el  ganado,  que  halla  en  ellos  un  pasto  abun- 
dante, restaurador  de  su  fuerza  diezmada  y  puesta  a  prue- 
ba. Los  pobladores  designan  con  el  nombre  de  abras  esos 
puntos  privilegiados,  que  ofrecen  un  aliciente  recomenda- 
ble  con   su   aive  generoso,    una   especie   de    pasto   tupidí- 


EN    EL   INTERIOR  27L 

simo,  corto,  fino,  buscado  especialmente  por  las  muías,  que 
tanto  abundan  y  tanta  suma  de  trabajo  representan  en  la 
provincia  de  Santiago. 

De  vez  en  cuando,  siguiendo  un  camino  vecinal,  el 
viajero  nota  mayor  claridad  en  el  bosque,  ve  más  distantes 
los  árboles  el  uno  del  otro,  observa  los  rayos  del  sol  que 
penetran  en  forma  de  desiguales  figuras  hasta  extenderse 
en  el  suelo  como  piezas  de  lienzo.  Las  múltiples  plantas 
menores  se  hacen  más  raras.  Empiezan  a  mostrarse  agru- 
paciones de  plantas  no  vistas  aún :  arbustos  jorobados, 
raquíticos,  que  se  defienden  con  un  verdadero  arsenal  de 
espinas  largas,  gruesas  y  de  una  consistencia  que  les 
permitiría  penetrar  en  la  madera.  Se  asoman  los  cactos 
que  se  arrastran  en  el  suelo  en  conjunto  con  otro  arbusto, 
cuyas  hojas  hinchadas,  jugosas,  con  el  color  de  la  ceniza, 
constituyen  una  abierta  contradicción  con  la  poesía  vegetal ; 
son  éstos  los  jume,  que  crecen  enredándose  entre  sí.  De 
su  combinación  resulta  un  montón  de  ramitos  casi  redondo, 
que  evoca  la  idea  de  una  isla  en  medio  de  aquel  terreno 
llano,  cubierto  de  un  polvo  blanco,  una  florescencia  salina, 
llamada  por  los  habitantes  con  su  verdadero  nombre  de 
«salitre».  Allí  la  vegetación  se  muestra  difícil,  anémica,  sin 
desarrollo.  El  terreno  asume  el  aspecto  de  un  manchón 
completamente  blanco,  con  un  sobrio  adorno  de  fajas 
menos  ingratas  de  verdes  hierbales.  A  mediaa  que  se 
avanza  hacia  el  Sur  aumentan  tales  manchones,  hasta 
que  se  llega  a  las  Salinas  Grandes  y  a  las  saladas  lagunas 
de  los  Porongos,  cuya  esterilidad  y  monotonía  contrasta 
como  para  hacer  resaltar  mejor  la  riqueza  y  hermosura  de 
los  bosques  del  Norte. 

iSegda  LuuENzo  Fazio 


272  EN   EL   PAÍS   ARGENTINO 

108.   Tucumán. 

(Fragmento  del  poema  Avellaneda). 

¿Conocéis  esa  tierra  bendecida 
por  la  fecunda  mano  del  Creador, 
de  cuyo  virgen  suelo  sin  medida 
fluye,  como  el  aroma  de  la  flor, 
la  balsámica  esencia  de  la  vida, 
y  se  palpa  su  espíritu  y  su  aliento 
en  la  tierra,  en  la  atmósfera,  en  el  viento, 
en  el  cielo,  en  la  luz,  en  la  hermosura 
de  su  varia  y  magnífica  natura? 
Tierra  de  los  naranjos  y  las  flores, 
de  las  selvas  y  pájaros  cantores, 
que  el  inca  poseyera,  hermosa  joya 
de  su  corona  regia,  donde  crece 
el  camote  y  la  rica  chirimoya 
y  el  naranjo  sin  cesar  florece 
entre  bosques  de  mirtos  y  de  aromas, 
brindando  al  gusto  las  doradas  pomas. 

...Tierra  de  promisión  y  de  renombre, 
engendra  en  sus  entrañas  virginales 
cuanto  apetece  y  necesita  el  hombre 
para  vivir  feliz  —  en  animales, 
en  frutas  y  productos  tropicales, 
en  colosal  vegetación.  —  En  vano 

el  adusto  verano 
la  quema  con  su  sol ;  el  Aconquija 

que  entre  las  nubes  fija 
la  nevada  cerviz,  de  sus  raudales 
el  tesoro  derrama  y  la  fecunda, 
la  baña  con  sus  frígidos  alientos, 

y  sus  campos  sedientos 
de  fresca  lluvia  y  de  vigor  inunda; 


EN    EL   INTERIOR  273 

entonce  ella,  de  lumbre 
y  de  brillantes  galas  revestida, 

bajo  la  azul  techumbre 
cual  magnifico  templo  se  presenta 
del  infinito  Ser  que  le  dio  vida 
y  su  eternal  espíritu  alimenta. 
¡Cuan  bella  entonces  es  al  pensamiento! 
¡cuánto  inspira  de  luz  y  arrobamiento! 
¡cuánto  de  eterna  nutrición  florece! 
La  mirada  de  Dios  bañar  parece 
sus  selvas  virginales  y  sus  montes, 
sus  campiñas  y  claros  horizontes, 
y  transformar  con  su  inefable  hechizo 
aquella  tierra  en  otro  paraíso, 
paraíso  de  gloria  y  esperanza, 
de  pura,  inagotable  bienandanza. 

(Abreviado).  Esteban  Echeverría 

109.   Panorama  de  Tucumán. 

En  una  mañana  de  primavera,  antes  que  el  cielo  se 
■nuble,  como  casi  siempre  sucede  en  verano,  o  esté  la 
■atmósfera  empañada  por  el  polvo  y  humo  que  se  levantan 
de  los  ingenios  durante  el  invierno,  si  se  gira  la  vista  en 
contorno,  desde  un  mirador  elevado  de  la  ciuda-d,  se  tiene 
un  panorama  característico  y  casi  completo  de  la  pequeña 
provincia.  La  vasta  llanura  del  naciente  se  despliega  hasta 
los  confines  del  horizonte,  fragmentada  con  bosques  y 
campos  de  caña  de  azúcar,  de  cuyo  centro  emergen  los 
ingenios.  El  río  Saií  retuerce  sus  meandros,  que  llevan  la 
vida  a  toda  la  región,  como  la  arteria  aorta  de  aquel  or- 
ganismo. El  Norte  y  el  Sur  son  bosques  y  sembradíos.  Ai 
Oeste,  la  cumbre  nevosa  del  Aconquija  se  levanta  por  so- 
bre el  grupo  alegre  de  las  primeras  colinas  como  un  an- 
ciano rodeado  de  niños.  Las  laderas,  con  sus  repliegues 
llenos  de  nieve,  espejean  al  sol   naciente,  a  manera  de  un 


274  EN    EL    PAÍS    ARGENTINO 

cambiante  moaré.  Sobre  los  picos  más  agudos,  algunos 
cirros  se  elevan,  desflecados  por  los  agudos  dientes  de  la 
sierra.  Las  hileras  de  montañas,  por  rango  de  altura,  lle- 
nan todo  el  Poniente,  bajando  hacia  el  Norte  para  volver 
a  subir  después.  El  cerro  Bayo  toma  un  tinte  opalino  a 
esta  hora  de  rejuvenecimiento  universal.  La  última  ramifi- 
cación o  cerro  de  San  Javier,  la  más  vecina  a  la  ciudad, 
extiende  su  falda  de  color  verde  obscuro,  a  la  que  las  co- 
pas apiñadas  prestan  de  lejos  una  contextura  granujienta. 
De  trecho  en  trecho  se  destaca  una  mancha  clara,  como 
una  escama  caída  de  la  envoltura  terrestre:  es  un  derram- 
be.  La  base  de  la  montaña  se  confunde  con  la  llanura; 
es  un  n>ar  de  verdura  con  algunos  blancos  islotes  de  po- 
blación. Más  cerca,  ya  se  alcanza  a  distinguir  los  árboles 
por  sus  follajes:  las  copas  esféricas  de  los  naranjos,  salpi- 
cadas de  puntos  de  oro,  se  desbordan  de  las  quintas ;  los 
sauces  columpian  su  lacia  y  desmayada  cabellera.  Un  gi- 
gantesco pacará  se  alza  como  una  torre  de  follaje.  Re- 
balsan de  los  patios  los  anchos  abanicos  de  los  bananeros, 
los  locos  arabescos  de  las  madreselvas  y  jazmines.  Una 
nota  severa,  no  obstante,  en  ese  concierto  de  matices  ale- 
gres: acá  y  allá,  un  eucalipto  levanta  su  frente  lívida, 
que  parece  descolorida  por  las  emanaciones  febricientes 
quitadas  a  la  tierra;  es  un  árbol  de  hospital  o  lazareto, 
con  su  follaje  cobrizo  y  su  tronco  escamoso.  Pero  se 
oculta  detrás  de  los  miradores,  las  torres,  las  cornisas  de 
las  azoteas,  que  proyectan  violentamente  su  color  deslum- 
brante sobre  el  fondo  verde,  con  ese  mal  gusto  risueño 
de  los  países  del  sol.  En  el  aire  puro  y  delgado  el  tañido 
de  las  campanas  llega  más  claro  y  argentino.  Es  el  lla- 
mamiento a  los  afanes  de  la  vida:  id  coqueta  ciudad  se 
despereza  lentamente... 

P.  Grou«s\c. 


EN    EL    INTERIOR  275 


110.  Frente  al  Aconcjuija. 

Desde  la  mesita  en  que  escribo,  con  sólo  alzar  los 
ojos  veo,  ahí  vecino,  el  deleitable  paisaje  de  la  sierra 
cerrando  el  horizonte  con  su  alto  y  extenso  perfil  sinuoso, 
que,  como  una  línea  garabateada  con  mano  torpe  sobre 
la  página  del  cielo  tucumano,  se  desarrolla  de  izquierda 
a  derecha.  Sube  despacio,  diríase  que  con  dificultad  y  a 
tropezones  —  cayendo  a  veces  y  formando  senos  que  re- 
sultan montuosas  quebradas  — ,  hasta  que  toma  aliento, 
se  alza  y  ensaya  el  dibujo  de  una  cumbre,  la  de  Santa  Ana, 
que  le  sale  borrosa,  como  si  la  pluma  tuviese  un  pelo. 
Vuelve  luego  a  caer,  vacilando ;  pero  reacciona,  esta  vez 
con  más  bríos,  y,  cual  si  de  pronto  le  hubiesen  brotado 
alas,  se  lanza  al  espacio  y  deja,  en  un  trazo  firme  y  lim- 
pio, a  5.300  metros  sobre  nuestra  soberbia,  el  enhiesto 
perfil  del  Aconquija  estampado  en  el  éter. 

Hacia  allá,  en  ansia  de  ascensión,  se  va  la  vista  como 
polarizada,  cebándose  sin  saciarse  en  aquella  belleza  y 
vida  que  se  extiende  en  el  delicioso  valle,  verdegueante 
y  dorado  por  los  cultivos,  a  mis  pies  mismos,  donde,  con 
sordo  y  continuo  mugido  que  estremece  la  comarca,  un 
colosal  ingenio  azucarero,  como  un  insaciable  Pantagruel, 
devora  cañaverales  día  y  noche.  Engulle  y  tritura  entre 
sus  potentísimos  molares  una  carretada  de  caña  por  mi- 
nuto, o  sea  ochenta  mil  kilos  por  hora,  esto  es,  dos  millo- 
nes de  kilos  por  día.  El  épico  banquete  dura  cuatro  meses 
sin  cesar  un  segundo,  y  luego  se  pasa  el  monstruo  repo- 
sando silencioso,  espatarrado  al  sol,  como  en  una  pesada 
digestión  de  boa,  todo  el  resto  del  año. 

Me  atrae  el  grandioso  Aconquija,  y  me  seduce  aquel 
tema  del  trabajo,  que  llena  la  inmensa  vega  de  rumores, 
de  cantos,  de  chirriar  de  rodados  y  engranajes,  de  voces  de 
mando,  de  ludir  de  fardos,  y  de  pitadas  y  resoplidos  de  lo- 
comotoras, que  van  y  vienen,  acarreando  largos  convoyes 


276  EN    EL   PAÍS    ARGENTINO 

de  caña.  En  el  vastísimo  mar  de  los  cañaverales,  ama- 
rillentos por  las  heladas  tempranas,  se  ve  el  avance 
de  las  cuadrillas  de  cortadores  que  andan,  machete  en 
mano,  con  un  canto  monótono,  acostando  a  millares,  con 
golpes  cadenciosos,  las  apiñadas  cañas,  cuyo  dulce  hu- 
mor salpica  las  caras  atezadas.  Brillan  al  sol  las  armas 
del  trabajo;  los  carros  se  colman  y  emprenden  pesada- 
mente el  camino  del  ingenio,  se  vuelcan  y  tornan  por 
más;  los  cortadores  avanzan  sin  cesar,  y,  en  el  manto 
inmenso  y  dorado  de  los  cañaverales  sin  término  visible, 
van  agrandándose  los  manchones  obscuros  de  los  rastrojos. 
Mujeres  atareadas  se  ven  ir  de  un  lado  a  otro,  en  las 
faenas  domésticas,  o  llevando  el  desayuno  a  sus  hom- 
bres. Un  resuello  de  actividad,  un  vigoroso  y  continuo 
afán  de  trabajo  se  percibe ;  sube,  como  un  jadeo,  del 
inmenso  valle  en  fiebre,  sacudido  por  la  ráfaga  activa, 
de  confín  a  confín.  Hacia  todos  los  rumbos  del  horizonte 
lanzan  las  altas  chimeneas  de  los  ingenios  sus  largos  pe- 
nachos de  humo,  como  oriflamas  del  incruento  combate. 
Cantan  gallos  matinales  en  las  alegres  granjas  de  los  colonos 
y  en  las  humildes  chozas  de  los  peones  cañeros.  Donde- 
quiera hay  un  hogar,  en  el  que  pululan  niños  de  piel  cobri- 
za; unos  febricitantes,  ojerosos,  con  el  verme  del  chucho 
en  la  sangre;  otros  sanos  y  bien  nutridos,  con  frecuencia 
pegajosos  por  lo  dados  y  por  la  melaza  que  los  satura. 
Hasta  los  perros  de  los  ranchos  están  gordos:  ¡buena  señal! 
«Nunca  llegues  a  posar  donde  veas  perro  flaco».  Los 
perros  cañeros  saben  que  el  que  llega,  sea  quien  sea,  es 
bien  visto  en  la  casa,  y  no  le  ladran.  Salen,  olfatean,  por- 
que el  perro  no  puede  dominar  el  afán  de  saber  a  qué 
huele  cualquier  novedad ;  pero  proceden  amistosamente,  y 
dicen  todas  esas  cosas  tiernas  que  saben  expresar  los  pe- 
rros, especialmente  con  la  cola,  echando  rúbricas  al  aire, 
como  si  firmaran  un  tratado  de  amistad  que  ellos  no  violan 
jamás,  porque  el  perro  no  es  de  aquellos  que  borran  con 
el  colmillo  lo  que  han  subscripto  con  el  rabo. 


EN    EL   INTERIOR  277 

Los  cercados  de  los  cañaverales,  que  eran  de  tuna,  van 
siendo  reemplazados  por  otros  de  alambre;  pero,  por  lo 
general,  éstos  están  cubiertos  por  tupidas  y  frondosas  cor- 
tinas de  multiflora,  que  durante  ocho  meses  del  año  encie- 
rran en  marcos  encantadores  los  cañaverales,  de  un  verde 
esmeralda.  Ahora  no  tienen  flores,  por  las  heladas;  pero  sí 
su  tupido  follaje  verde  obscuro,  que  hace  resaltar,  como- en 
un  engarce  modernista,  la  masa  temblorosa,  de  color  de 
oro  muerto,  de  las  cañas.  Raro  es  el  rancho  donde  no  hay 
jazmines  y  diamelas  en  el  patio,  y  tiestecitos  de  albahaca, 
regados  con  amor  por  las  chinas  laboriosas,  que  cuidan 
sus  flores  y  sus  gallinas,  tienden  ropas  al  sol,  parten  leña, 
van  por  agua  a  la  acequia,  ordeñan  las  cabras,  cuya  pre- 
sencia útil  y  retozona  es  frecuente  aun  en  los  ranchos  de 
peones.  Las  chinas,  siempre  que  pueden,  mascan  caña  dul- 
ce, el  manjar  predilecto  del  criollo.  Son,  por  lo  común, 
bastante  limpias  de  ropa;  algunas,  muy  aseadas,  visten  sim- 
plemente camisa  y  enagua,  todo  muy  planchado  y  muy 
blanco.  Compañeras  excelentes  para  el  jornalero  de  los  ca- 
ñaverales o  el  peón  de  los  ingenios,  que  saborea  ya  la  vida 
regular  de  la  casa  y  la  familia,  a  la  hora  del  descanso,  des- 
pués de  una  terrible  jornada  bajo  el  fuego  del  cielo.  El  hogar 
está  encendido  y  la  olla  hirviendo;  los  indiecitos  y  los  chi- 
vos nuevos  retozan  en  el  patio,  perfumado  con  los  olores 
de  salvia,  albahaca  y  hierbabuena;  el  trabajador  se  lava  y 
sonríe  a  su  mujer  amorosa  y  mansa;  y  hay  allí  un  ambiente 
de  conformidad  y  buen  humor,  que  no  es  común  en  el  hogar 
del  obrero,  cuyo  descanso  casi  siempre  es  triste. 

Según  M\NUEL  [íernárdez. 

111.    Tipos    clásicos    del    campo. 

(Crónica  cíe  mediados  del  siglo  xix) 

L    EL  RASTREADOR 

El  más  conspicuo  de  todos,  el  más  extraordinario,  es  el 
rastreador.  Todos  los  gauchos  del  interior  son  rastreadores. 
En  llanuras   tan  dilatadas  en   donde  las  sendas  y  caminos 


278  EN    EL    PAÍS    ARGENTINO 

se  cruzan  en  todas  direcciones,  y  los  campos  en  que  pacen 
o  transitan  las  bestias  son  abiertos,  es  preciso  saber  seguir 
las  huellas  de  un  animal,  y  distinguirlas  de  entre  mil;  cono- 
cer si  va  despacio  o  ligero,  suelto  o  tirado,  cargado  o  de 
vacío.  Esta  es  una  ciencia  casera  y  popular.  Una  vez  caía 
yo  de  un  camino  de  encrucijada  al  de  Buenos  Aires,  y  el 
peón  que  me  conducía  echó,  como  de  costumbre,  la  vista 
al  suelo.  «  Aquí  va,  dijo  luego,  una  mulita  mora,  muy  bue- 
na... Esta  es  la  tropa  de  don  N.  Zapata...  Es  de  muy  buena 
silla...  Va  ensillada...  Ha  pasado  ayer...»  Este  hombre  venía 
de  la  sierra  de  San  Luis,  la  tropa  volvía  de  Buenos  Aires, 
y  hacía  un  año  que  él  había  visto  por  última  vez  la  mulita 
mora  cuyo  rastro  estaba  confundido  con  el  de  toda  una 
tropa,  en  un  sendero  de  dos  pies  de  ancho.  Pues  esto  que 
parece  increíble,  es  con  todo  la  ciencia  vulgar;  éste  era  un 
peón  de  arria,  y  no  un  rastreador  de  profesión. 

El  rastreador  es  un  personaje  grave,  circunspecto, 
cuyas  aseveraciones  hacían  fe  en  los  tribunales  inferiores. 
La  conciencia  del  saber  que  posee  le  da  cierta  dignidad 
reservada  y  misteriosa.  Todos  lo  tratan  con  consideración: 
el  pobre,  porque  puede  hacerle  mal,  calumniándolo  o  de- 
nunciándolo; el  propietario,  porque  su  testimonio  puede 
faltarle.  Un  robo  se  ha  ejecutado  durante  la  noche;  no  bien 
se  nota,  corren  a  buscar  una  pisada  del  ladrón,  y,  encon- 
trada, se  cubre  con  algo  para  que  el  viento  no  la  disipe.  Se 
llama  en  seguida  al  rastreador,  que  ve  el  rastro,  y  lo  sigue 
sin  mirar  sino  de  tarde  en  tarde  el  suelo  como  si  sus  ojos 
vieran  de  relieve  esta  pisada,  que  para  otro  es  imperceptible. 
Sigue  el  curso  de  las  calles,  atraviesa  los  huertos,  entra  en 
una  casa,  y,  señalando  un  hombre  que  encuentra,  dice  fría- 
mente: «  ¡  Éste  es!  »  El  delito  está  probado  y  raro  es  el  delin- 
cuente que  resiste  a  esta  acusación.  Para  él,  más  que  para 
el  juez,  la  deposición  del  rastreador  es  la  evidencia  misma; 
negarla  sería  ridículo,  absurdo.  Se  somete,  pues,  a  este  tes- 
tigo, que  considera  como  el  dedo  de  Dios  que  lo  señala.  Yo 
mismo  he  conocido  a  Galibar,  que  ha  ejercido  en  una  pro- 


EN    EL   INTERIOR  279 

vincia  su  oficio  durante  cuarenta  años  consecutivos.  Tiene 
ahora  cerca  de  ochenta  años;  encorvado  por  la  edad,  con- 
serva, sin  embargo,  un  aspecto  venerable  y  lleno  de  dignidad. 
Cuando  le  hablan  de  su  reputación  fabulosa,  contesta :  « Ya 
no  valgo  nada,  ahí  están  los  niños » ;  los  niños  son  sus 
hijos,  que  han  aprendido  en  la  escuela  de  tan  famoso  maes- 
tro. Se  cuenta  de  él  que,  durante  un  viaje  a  Buenos  Aires, 
le  robaron  una  vez  su  montura  de  gala.  Su  mujer  tapó  el 
rastro  con  una  artesa.  Dos  meses  después  Galibar  regresó, 
vio  el  rastro  ya  borrado  e  imperceptible  para  otros  ojos,  y 
no  se  habló  más  del  caso.  Año  y  medio  después.  Galibar 
marchaba  cabizbajo  por  una  calle  de  los  suburbios,  entra 
en  una  casa,  y  encuentra  su  montura  ennegrecida  ya,  y 
casi  inutilizada  por  el  uso.  ¡  Había  encontrado  el  rastro  de 
su  raptor  después  de  dos  años!  El  año  1830,  un  reo  con- 
denado a  muerte  se  había  escapado  de  la  cárcel.  Galibar 
fué  encargado  de  buscarlo.  El  infeliz,  previendo  que  sería 
rastreado,  había  tomado  todas  las  precauciones  que  la 
imagen  del  cadalso  le  sugirió.  ¡Precauciones  inútiles!  Acaso 
sólo  sirvieron  para  perderle;  porque,  comprometido  Galibar 
en  su  reputación,  el  amor  propio  ofendido  le  hizo  desempe- 
ñar con  calor  una  tarea  que  perdía  a  un  hombre,  pero  que 
probaba  su  maravillosa  vista.  El  prófugo  aprovechaba  todas 
las  desigualdades  del  suelo  para  no  dejar  huellas;  cuadras 
enteras  había  marchado  pisando  con  la  punta  del  pie; 
trepábase  en  seguida  a  las  murallas  bajas,  cruzaba  un  sitio, 
y  volvía  para  atrás.  Galibar  le  seguía  sin  perder  la  pista ; 
si  le  sucedía  momentáneamente  extraviarse,  al  hallarla  de 
nuevo  exclamaba:  «¡Dónde  te  mi-as-dir!».  Al  fin  llegó 
a  una  acequia  de  agua  en  los  suburbios,  cuya  corriente 
había  seguido  aquél  para  burlar  al  rastreador...  ¡  Inútil ! 
Galibar  iba  por  las  orillas,  sin  inquietud,  sin  vacilar.  Al 
fin  se  detiene,  examina  unas  hierbas,  y  dice:  «Por  aquí  ha 
salido ,  no  hay  rastro,  ¡  pero  estas  gotas  de  agua  en  los 
pastos  lo  indican ! ».  Entrando  en  una  viña,  Galibar  recono- 
ció las  tapias  que  la  rodeaban,  y  dijo:  «Adentro  está».  La 


280  EN  EL  país  argentino 

partida  de  soldados  se  cansó  de  buscar,  y  volvió  a  dar 
cuenta  de  la  inutilidad  de  las  pesquisas.  «  No  ha  salido », 
íué  la  breve  respuesta,  que,  sin  moverse,  sin  proceder  a 
nuevo  examen,  dio  el  rastreador.  No  había  salido,  en  efecto, 
y  al  día  siguiente  fué  ejecutado.  En  1830,  algunos  presos 
políticos  intentaban  una  evasión :  todo  estaba  preparado, 
los  auxiliares  de  afuera  prevenidos;  en  el  momento  de 
efectuarla,  uno  dijo:  «¿Y  Galibar?  —  ¡Cierto!,  contestaron 
los  otros,  anonadados,  aterrados.  —  ¡  Galibar !  ».  Sus  fami- 
lias pudieron  conseguir  de  Galibar  que  estuviese  enfermo 
cuatro  días  contados  desde  la  evasión,  y  así  pudo  efec- 
tuarse sin  inconveniente. 

¿Qué  misterio  es  este  del  rastreador?  ¿Qué  poder 
microscópico  se  desenvuelve  en  el  órgano  de  la  vista  de 
estos  hombres?  ¡  Guán  sublime  criatura  es  la  que  Dios  hizo 
a  su  imagen  y  semejanza! 

II.    EL   BAQUIANO 

Después  del  rastreador  viene  el  baquiano,  personaje 
eminente  y  que  tiene  en  sus  manos  la  suerte  de  los  par- 
ticulares de  las  provincias.  El  baquiano  es  un  gaucho  grave 
y  reservado,  que  conoce  a  palmo  veinte  mil  leguas  cua- 
dradas de  llanuras,  bosques  y  montañas;  es  el  topógrafo 
más  completo ;  es  el  único  mapa  que  lleva  un  general  para 
dirigir  los  movimientos  de  su  campaña.  El  baquiano  va 
siempre  a  su  lado.  Modesto  y  reservado  como  una  tapia, 
está  en  todos  los  secretos  de  la  campaña;  la  suerte  del 
ejército,  el  éxito  de  una  batalla,  la  conquista  de  una  pro- 
vincia, todo  depende  de  él. 

El  baquiano  es  casi  siempre  fiel  a  su  deber;  pero  no 
siempre  el  general  tiene  en  él  plena  confianza.  Imaginaos 
la  posición  de  un  jefe  condenado  a  llevar  un  traidor  a  su 
lado  y  a  pedirle  los  conocimientos  indispensables  para 
triunfar.  Un  baquiano  encuentra  una  sendita  que  hace  cruz 
con  el  camino  que  lleva:  él  sabe  a  qué  aguada  remota 
conduce ;   si   encuentra   mil,  y  esto   sucede   en  un  espacio 


EN    EL    INTERIOR  28t 

de  cíen  leguas,  él  las  conoce  todas,  sabe  de  dónde  vienen 
y  a  dónde  van.  El  sabe  el  vado  oculto  que  tiene  un  río, 
más  arriba  o  más  abajo  del  paso  ordinario,  y  esto  en  cien 
ríos  o  arroyos ;  él  conoce  en  las  ciénagas  extensas  un 
sendero  por  donde  pueden  ser  atravesados  sin  inconve- 
niente, y  esto  en  cien  ciénagas  distintas. 

En  lo  más  obscuro  de  la  noche,  en  medio  de  los  bosques 
o  en  las  llanuras  sin  límites,  perdidos  sus  compañeros, 
extraviados,  da  una  vuelta  en  círculo  de  ellos,  observa  los 
árboles;  si  no  los  hay,  se  desmonta,  se  inclina  a  tierra, 
examina  algunos  matorrales  y  se  orienta  de  la  altura  en 
que  se  halla;  monta  en  seguida,  y  les  dice  para  asegurarlos: 
«Estamos  en  dereceras  de  tal  lugar,  a  tantas  leguas  de  las 
habitaciones;  el  camino  ha  de  ir  al  Sur»;  y  se  dirige  hacia 
el  rumbo  que  señala,  tranquilo,  sin  prisa  de  encontrarlo  y 
sin  responder  a  las  objeciones  que  el  temor  o  la  fascinación 
sugiere  a  los  otros. 

Si  aun  esto  no  basta,  o  si  se  encuentra  en  la  Pampa  y 
la  obscuridad  es  impenetrable,  entonces  arranca  pastos  de 
varios  puntos,  huele  la  raíz  y  la  tierra,  las  masca,  y  después 
de  repetir  este  procedimiento  varias  veces,  se  cerciora  de 
la  proximidad  de  algún  lago  o  arroyo  salado,  o  de  agua 
dulce,  y  sale  en  su  busca  para  orientarse  fijamente.  El 
general  Rosas,  dicen,  conocía  por  el  gusto  el  pasto  de  cada 
estancia  del  Sur  de  Buenos  Aires. 

Si  el  baquiano  lo  es  de  la  Pampa,  donde  no  hay 
caminos  para  atravesarla,  y  un  pasajero  le  pide  que  lo 
lleve  directamente  a  un  paraje  distante  cincuenta  leguas,  el 
baquiano  se  para  un  momento,  reconoce  el  horizonte, 
examina  el  suelo,  clava  la  vista  en  un  punto  y  se  echa  a 
galopar  con  la  rectitud  de  una  flecha,  hasta  que  cambia  de 
rumbo,  por  motivos  que  sólo  él  sabe,  y,  galopando  día  y 
noche,  llega  al  lugar  designado. 

El  baquiano  anuncia  también  la  proximidad  del  ene- 
migo, esto  es,  a  diez  leguas,  y  el  rumbo  por  donde  se 
acerca,   por   medio   del   movimiento   de  los  avestruces,  de 


282  EN  EL  país  argentino 

los  gamos  y  guanacos  que  huyen  en  cierta  dirección.  Cuando 
se  aproxima,  observa  los  polvos;  y  por  su  espesor  cuenta 
la  fuerza:  «Son  dos  mil  hombres»^  dice,  «quinientos», 
«doscientos»,  y  el  jefe  obra  bajo  este  dato,  que  casi  siempre 
es  infalible.  Si  los  cóndores  y  cuervos  revolotean  en  un 
círculo  del  cielo,  él  sabrá  decir  si  hay  gente  escondida,  o 
es  un  campamento  recientemente  abandonado,  o  un  simple 
animal  muerto. 

El  baquiano  conoce  la  distancia  que  hay  de  un  lugar  a 
otro;  los  días  y  las  horas  necesarias  para  llegar  a  él,  y,  a 
más,  una  senda  extraviada  e  ignorada  por  donde  se  puede 
llegar  de  sorpresa  y  en  la  mitad  del  tiempo;  así  es  que  las 
partidas  de  montoneras  emprenden  sorpresas  sobre  pueblos 
que  están  a  cincuenta  leguas  de  distancia,  y  casi  siempre 
las  aciertan.  ¿Creeráse  exagerado?  ¡No!  El  general  Rivera, 
de  la  Banda  Oriental,  es  un  simple  baquiano  que  conoce 
cada  árbol  que  hay  en  toda  la  extensión  de  la  República 
del  Uruguay.  No  la  hubieran  ocupado  los  brasileños  sin  su 
auxilio,  y  no  la  hubieran  libertado  sin  él  los  argentinos. 
Oribe,  apoyado  por  Rosas,  sucumbió  después  de  tres  años 
de  lucha  con  el  general  baquiano,  y  todo  el  poder  de  Buenos 
Aires,  hoy  con  sus  numerosos  ejércitos,  que  cubren  toda 
la  campaña  del  Uruguay,  puede  desaparecer  destruido  a 
pedazos,  por  una  sorpresa,  por  una  fuerza  cortada  mañana, 
por  una  victoria  que  él  sabrá  convertir  en  su  provecho,  por 
el  conocimiento  de  algún  caminito  que  cae  a  retaguardia 
del  enemigo,  o  por  otro  accidente  inadvertido  o  insig- 
nificante. 

El  general  Rivera  principió  sus  estudios  del  terreno 
el  año  1804,  y  haciendo  la  guerra  a  las  autoridades,  enton- 
ces como  contrabandista,  a  los  contrabandistas  después 
como  empleado,  al  rey  en  seguida  como  patriota,  a  los 
patriotas  más  tarde  como  montonero,  a  los  argentinos 
como  jefe  brasileño,  a  éstos  como  general  argentino,  a 
Lavalleja  como  presidente,  al  presidente  Oribe  como  jefe 
proscripto,  a  Rosas,  en  fin,  aliado  de  Oribe,  como  general 


EN    EL    INTERIOR  283 

oriental,  ha  tenido  sobrado  tiempo  para  aprender  un  poco 
de  la  ciencia  del  baquiano. 

III.   EL   CANTOR 

Aquí  tenéis  la  idealización  de  aquella  vida  de  revuel- 
tas, de  civilización,  de  barbarie  y  de  peligros.  El  gaucho 
cantor  es  el  mismo  bardo,  el  vate,  el  trovador  de  la  edad 
media,  que  se  mueve  en  la  misma  escena,  entre  las  lu- 
chas de  las  ciudades  y  del  feudalismo  de  los  campos, 
entre  la  vida  que  se  va  y  la  vida  que  se  acerca.  El  cantor 
anda  de  pago  en  pago,  « de  tapera  en  galpón  »,  cantando 
sus  héroes  de  la  Pampa  perseguidos  por  la  justicia,  los 
llantos  de  la  viuda  a  quien  los  indios  robaron  sus  hijos 
en  un  malón  reciente,  la  derrota  y  la  muerte  del  valiente 
Rauch,  la  catástrofe  de  Facundo  Quiroga  y  la  suerte  que 
cupo  a  Santos  Pérez.  El  cantor  está  haciendo  candorosa- 
mente el  mismo  trabajo  de  crónica,  costumbres,  historia, 
biografía  que  el  bardo  de  la  edad  media,  y  sus  versos 
serían  recogidos  más  tarde  como  los  documentos  y  datos 
en  que  habría  de  apoyarse  el  historiador  futuro  si  a  su 
lado  no  estuviese  otra  sociedad  culta  con  superior  inteli- 
gencia de  los  acontecimientos  que  la  que  el  infeliz  des- 
pliega en  sus  rapsodias  ingenuas.  En  la  República  Argen- 
tina se  ven  a  un  tiempo  dos  civilizaciones  distintas  en  un 
mismo  suelo:  una  naciente,  que,  sin  conocimiento  de  lo 
que  tiene  sobre  su  cabeza,  está  remedando  los  esfuerzos 
ingenuos  y  populares  de  la  edad  media;  otra,  que,  sin 
cuidarse  de  lo  que  tiene  a  sus  pies,  intenta  realizar  los 
últimos  resultados  de  la  civilización  europea.  El  siglo  xix 
y  el  siglo  XII  viven  juntos:  el  uno  dentro  de  las  ciudades, 
el  otro  en  las  campañas. 

El  cantor  no  tiene  residencia  fija;  su  morada  está  donde 
la  noche  lo  sorprende;  su  fortuna,  en  sus  versos  y  en  su 
voz.  Dondequiera  que  el  cielito  enreda  sus  parejas  sin 
tasa,  dondequiera  que  se  apure  una  copa  de  vino,  el  can- 
tor tiene  su  lugar  preferente,  su  parte  escogida  en  el  festín' 


284  EN   EL  PAÍS    ARGENTINO      . 

El  gaucho  argentino  no  bebe  si  la  música  y  los  versos 
no  le  excitan,  y  cada  pulpería  tiene  su  guitarra  para  poner 
en  manos  del  cantor,  a  quien  el  grupo  de  caballos  esta- 
cionados en  la  puerta  anuncia  a  lo  lejos  dónde  se  necesita 
el  concurso  de  gaya  ciencia. 

El  cantor  mezcla  entre  sus  cantos  heroicos  la  relación 
de  sus  propias  hazañas.  Desgraciadamente,  el  cantor,  con 
ser  el  bardo  argentino,  no  está  libre  de  tener  que  habérse- 
las con  la  justicia.  También  tiene  que  dar  la  cuenta  de 
sendas  puñaladas  que  ha  distribuido,  una  o  dos  desgracias 
(muertes)  que  tuvo  y  algún  caballo  o  alguna  muchacha 
que  robó.  En  1840,  entre  un  grupo  de  gauchos  y  a  orillas 
del  majestuoso  Paraná,  estaba  sentado  en  el  suelo  y  con 
las  piernas  cruzadas  un  cantor  que  tenía  azorado  y  diver- 
tido a  su  auditorio  con  la  larga  y  animada  historia  de  sus 
trabajos  y  aventuras.  Había  ya  contado  lo  del  rapto  de  una 
mujer,  con  los  trabajos  que  sufrió;  lo  de  la  desgracia  y 
la  disputa  que  la  motivó;  estaba  refiriendo  su  encuentro 
con  la  partida  y  las  puñaladas  que  en  su  defensa  dio, 
cuando  el  tropel  y  los  gritos  de  los  soldados  le  avisaron 
que  esta  vez  estaba  cercado.  La  partida,  en  efecto,  se  ha- 
bía cerrado  en  forma  de  herradura;  la  abertura  quedaba 
hacia  el  Paraná,  que  corría  veinte  varas  más  abajo,  tal  era 
la  altura  de  la  barranca.  El  cantor  oyó  la  grita  sin  turbarse, 
viósele  de  improviso  sobre  el  caballo,  y,  echando  una  mi- 
rada escudriñadora  sobre  el  círculo  de  soldados  con  las 
tercerolas  preparadas,  vuelve  el  caballo  hacia  la  barranca, 
le  pone  el  poncho  en  los  ojos  y  clávale  las  espuelas.  Al- 
gunos instantes  después  se  veían  salir  de  las  profundidades 
del  Paraná,  el  caballo  sin  freno,  a  fin  de  que  nadase  con 
más  libertad,  y  el  cantor,  tomado  de  la  cola,  volviendo  la 
cara  quietamente,  cual  si  fuera  en  un  bote  de  ocho  remos, 
hacia  la  escena  que  dejaba  en  la  barranca.  Algunos  bala- 
zos de  la  partida  no  estorbaron  que  llegase  sano  y  salvo 
al  primer  islote  que  sus  ojos  divisaron. 

Por  lo  demás,  la  poesía  original  del  cantor  es  pesada, 


EN    EL    INTERIOR  285 

monótona,  irregular,  cuando  se  abandona  a  la  inspiración 
del  momento.  Más  narrativa  que  sentimental,  llena  de 
imágenes  tomadas  de  la  vida  campestre,  del  caballo  y  las 
escenas  del  desierto,  que  la  hacen  metafórica  y  pomposa. 
Cuando  refiere  sus  proezas  o  las  de  algún  afamado  malé- 
volo, parécese  al  improvisador  napolitano,  desarreglado, 
prosaico  de  ordinario,  elevándose  a  la  altura  poética  por 
momentos,  para  caer  de  nuevo  al  recitado  insípido  y  casi 
sin  versificación.  Fuera  de  esto,  el  cantor  posee  su  reper- 
torio de  poesías  populares,  quintillas,  décimas  y  octavas, 
diversos  géneros  de  versos  octosílabos.  Entre  éstos  hay 
muchas  composiciones  de  mérito,  y  que  descubren  inspira- 
ción y  sentimiento. 

Aun  podría  añadir  a  estos  tipos  originales  muchos 
otros  igualmente  curiosos,  igualmente  locales,  si  tuviesen, 
como  los  anteriores,  la  peculiaridad  de  revelar  las  costum- 
bres nacionales,  sin  lo  cual  es  imposible  comprender 
nuestros  personajes  políticos,  ni  el  carácter  primordial  y 
americano  de  la  sangrienta  lucha  que  despedaza  a  la 
República  Argentina.  Andando  esta  historia,  el  lector  va  a 
descubrir  por  sí  solo  dónde  se  encuentra  el  rastreador,  el 
baquiano,  el  gaucho  malo,  el  cantor.  Verá  en  los  caudillos, 
cuyos  nombres  han  traspasado  las  fronteras  argentinas,  y 
aun  en  aquellos  que  llenan  el  mundo  con  el  horror  de  su 
nombre,  el  reflejo  vivo  de  la  situación  interior  del  país,  sus 
costumbres,  su  organización. 

Domingo  F.  Sarmiento. 

112.  El  arriero  de  la  llanura  interior. 

La  llanura  interior  está  cubierta,  en  vastas  extensiones, 
por  arbustos  espinosos  y  retorcidos.  El  monte  es  bajo, 
clareado,  seco,  y  se  alternan  en  él  los  algarrobos,  los 
chañares,  las  jarillas,  los  piquillines  y  las  retamas.  El  suelo 
liviano,  arenoso  y  salino,  con  un  tinte  gris  en  algunos 
parajes,  como  espolvoreado  con  ceniza,  sustenta  pocos  y 
pobres  pastos,  que  crecen  duros,  agostados  y  ralos,  entre 


28(3  EN    EL    país   argentino 

manchas  de  tierra  desnuda.  La  sequedad  del  clima  tiene 
atormentada  a  la  vegetación  leñosa  y  triste. 

A  trechos,  el  monte  es  interrumpido  por  grandes 
salinas,  cuyas  blancas  eflorescencias  brillan  al  sol,  reflejando 
la  luz  con  crudeza,  y  por  guadales  o  médanos  desolados, 
que  constituyen  las  travesías  más  penosas  y  más  desiertas. 
La  carencia  de  agua  es  el  perenne  tormento  de  esas 
regiones.  Los  rayos  solares  caen  tórridos,  y  la  atmósfera 
abrasadora  agrava  la  sed. 

Bajo  un  cielo  límpido,  el  viento  sopla  con  fuerza, 
levantando  columnas  de  arena,  que,  como  el  humo,  se 
elevan  en  espirales  y  se  disipan.  En  primavera  y  en  estío, 
el  zonda  huracanado  corre  como  el  simún  en  el  desierto 
árabe.  Nuestros  llanos  interiores  se  asemejan,  en  muchas 
de  sus  fases,  a  las  llanuras  de  Oriente.  Tal  similitud, 
señalada  ya  por  Sarmiento,  ha  determinado  en  sus  habi- 
tantes caracteres  análogos  a  los  que  ofrecen  algunos 
pueblos  asiáticos. 

La  falta  de  lluvias,  la  escasez  de  ríos  o  de  arroyos 
que  permitan  el  riego,  la  pobreza  de  pastos,  la  abun- 
dancia de  páramos  y  de  salinas,  han  impedido  el  desen- 
volvimiento de  industrias  basadas  en  la  explotación  de  la 
tierra.  Las  ciudades  del  interior  fueron  fundadas  en  lugares 
donde  una  pequeña  corriente  de  agua  permitía  satisfacer 
las  necesidades  de  los  hombres  y  favorecía  el  cultivo 
indispensable  para  la  alimentación.  Catamarca  fué  cons- 
truida junto  al  río  del  Valle ;  La  Rioja,  edificada  al  lado 
del  arroyo  que  baja  de  la  sierra  de  Velazco;  la  villa  de 
San  Luis,  ubicada  al  borde  del  hilo  de  agua  que  desciende 
de  los  cerros  vecinos;  Santiago  del  Estero,  en  la  ribera 
del  río  Dulce;  Córdoba,  en  la  hondonada  que  el  río 
Primero  fertiliza. 

Las  pocas  villas  desparramadas  constituían  los  núcleos 
sociales  organizados.  El  desierto  las  envolvía  y  las  aislaba. 
Las  rutas,  únicos  lazos  que  unían  a  las  poblaciones, 
eran   recorridas  por  lentos  convoyes  de  carretas,  por  ve- 


EN    EL    INTERIOR  287 

loces  postillones  y  por  tropas  de  muías,  que,  envueltas  en 
nubes  de  polvo,  trotaban  conducidas  por  los  arrieros  cuyos 
gritos  se  oían  desde  lejos  en  la  planicie  solitaria. 

Los  paisanos  de  la  llanura  seca  no  pudieron,  como 
los  de  la  Pampa,  morar  en  cualquier  parte.  En  los  campos 
húmedos  y  fértiles  del  litoral,  el  hombre  encontraba,  en 
todos  los  parajes,  lagunas,  prados  cubiertos  de  hierbas  y 
ganados  errantes,  que  suministraban  fácilmente  elementos 
para  la  vida.  Los  habitantes  de  los  yermos  sedientos  tu- 
vieron que  radicarse  en  las  proximidades  de  los  caminos, 
por  donde  se  t  aían  los  objetos  indispensables  para  la 
subsistencia;  en  los  lugares  menos  hostiles;,  en  las  balde- 
rías,  donde  la  tierra,  más  generosa  que  la  de  las  trave- 
sías y  la  de  los  salitrales,  brindaba  con  su  seno  abierto 
el  agua  potable  codiciada. 

El  comercio  entre  el  litoral,  los  Andes  y  las  villas 
mediterráneas,  que  cruzaba  toda  la  llanura  seca  por  las 
rutas  próximas  a  las  diseminadas  poblaciones,  necesitaba 
de  auxiliares  para  su  trajín,  y  los  encontró  en  los  paisa- 
nos de  esa  llanura.  Los  arrieros,  las  peonadas  conductoras 
de  tropas  y  de  carretas,  procedieron  principalmente  de  las 
poblaciones  interiores. 

Los  hombres,  impedidos  para  el  trabajo  sedentario  por 
la  naturaleza  de  la  región,  organizáronse,  en  su  mayoría, 
como  transportadores.  De  ahí  surgió  un  tipo  social  con 
caracteres  peculiares:  el  de  la  tropa  errante,  que  se  parece 
al  de  la  caravana  oriental.  Sarmiento  ha  descripto,  en  Fa- 
cundo, este  tipo  de  nuestras  provincias  mediterráneas,  creado 
por  el  comercio  transportador.  En  una  bella  página  señala 
la  similitud  entre  la  tropa  de  carretas  que  cruza  la  llanura 
desierta  y  la  caravana  de  camellos  que  se  dirige  hacia 
Bagdad  o  Esmirna,  y  pinta  al  capataz  como  un  caudillo 
asiático,  que  contiene  con  su  fiereza  la  turbulencia  de  los 
filibusteros  que  ha  de  gobernar  y  dominar,  él  solo,  en  el 
desamparo  del  desierto. 

Es  exacto  el  cuadro  de  Sarmiento.   Estos  hombres  de 


288  EN   EL  PAÍS   ARGENTINO 

la  llanura  interior,  en  gran  parte  arrieros  y  conductores, 
luchaban  constantemente  contra  los  peligros  de  las  expe- 
diciones, asociados,  bajo  un  régimen  de  disciplina,  como 
si  fueran  guerreros.  Las  carretas,  en  larga  hilera,  cruzaban 
despacio,  chirriando  las  ruedas  macizas  que  se  enterraban 
pesadamente  en  las  hondas  huellas;  los  bueyes,  jadeantes, 
tiraban  hostigados  por  las  piernas  y  estimulados  por  las 
interjecciones;  el  capataz  recorría,  como  un  jefe  militar,  la 
columna  en  marcha.  Durante  la  noche  la  caravana  repo- 
saba, y  la  escena  en  torno  del  fogón  tenía  algo  de  pavo- 
rosa cuando  el  viento,  que  agitaba  con  ligero  susurro  las 
hierbas  resecas,  traía  rumores  lejanos  que  sugerían  la  pro- 
ximidad de  la  horda  salvaje... 

Carlos  Ibarguren. 

ll3.  La  vuelta  de  la  zafra. 

En  los  plantíos  y  en  los  ingenios  azucareros,  al  ter- 
minar el  trabajo,  cada  peón  tiene  derecho  a  llevarse  dos 
cañas.  ¡  Y  es  de  ver  con  qué  amor  las  eligen ;  cómo  saben 
descubrir  en  una  carretada,  al  primer  vistazo,  la  caña  más 
larga,  la  más  gorda,  la  más  madura,  la  más  jugosa !... 
Salen  para  sus  hogares  en  procesión,  con  una  caña  bajo 
el  brazo,  para  la  china  y  los  indiecitos,  y  la  otra,  embocada 
como  una  larga  flauta,  que  no  suena,  pero  que  sabe  a 
gloria...  La  primera  vez  que  los  vi  se  me  ocurrió  que 
aquellos  muchachos  grandes  iban  de  broma,  remedando 
una  grotesca  estudiantina,  con  las  cañas  en  la  boca.  No 
era  así:  iban  metiéndoles  el  diente,  devorándolas  con  el 
ansia  de  seis  horas  continuas  de  trabajo  y  de  sed.  Si  se 
les  permitiera,  comeríanse  cañaverales  enteros.  «Cada  indio 
es  un  trapiche  »,  suelen  decir  los  dueños  de  los  ingenios, 
para  expresar  su  consumo  de  cañas  de  azúcar.  Llega  a 
calcularse  que  entre  todas  las  peonadas  consumen  el  dos 
por  ciento  de  la  cosecha,  es  decir,  ¡  lo  bastante  para  fa- 
bricar dos  mil  toneladas  de  azúcar! 


EN    LA    REGIÓN    CENTRAL    ANDINA  289 

El  espectáculo  de  la  vuelta  de  los  peones  a  sus  ca- 
sas con  las  cañas,  resultábame  de  lo  más  característico  y 
atrayente.  La  chiquillería  en  cardumen  corría  por  gru- 
pos a  recibir  al  padre  y  peleaba  por  la  caña,  que  él 
entregaba  a  la  madre,  no  menos  ganosa  que  sus  hijos  de 
hincar  los  blancos  dientes  en  la  dulce  y  pastosa  fibra. 
Con  un  gran  cuchillo  separaba  la  china  su  parte  y  cor- 
taba por  los  nudos  el  resto,  en  tantos  trozos  como  hijos. 
El  vasto  cuadro  aparecía,  en  unos  minutos,  cubierto  de 
muchachitos,  chinas  y  peones,  cada  uno  con  su  flauta  en 
la  boca,  produciendo,  al  masticar  la  pulpa  fibrosa,  ese  ru- 
mor áspero  y  sordo  de  los  rumiantes  cuando  mueven  a 
compás  sus  molares.  Era  el  momento  propicio  para  todos, 
hasta  para  las  gallinas,  los  chivos  y  los  perros,  que  co- 
rrían detrás  de  los  chicos,  esperando  que  tirasen  la  caña 
ya  chupada  y  masticada,  para  comer  ellos  el  resto.  No 
faltaba  así  a  nadie  su  ración.  Y  esto  en  todo  el  vasto  cua- 
drilátero de  las  simétricas  casitas  de  los  peones,  construi- 
das por  el  capital  de  los  ingenios  para  alojar  su  contin- 
gente de  braceros,  y  desparramadas  entre  el  verde  de  los 
árboles,  sobre  cuya  fronda  volaban  bandadas  de  palomas 
domésticas.  En  cada  hogar  hervía  su  fuego,  donde  se  co- 
cinaba el  locro  de  carne  y  maíz;  pero  nadie  se  arrimaba 
a  la  olla  mientras  quedara  un  bocado  de  caña.  ¡  Y  había  allí, 
en  aquella  hora  de  regodeo,  una  alegría  visible,  que  casi 
se  podía  tocar  con  la  mano,  y  gozarla  también. . .  si  nues- 
tra alma  insaciable  y  penitente  pudiera  alcanzar  de  los 
dioses  benignos  esa  suprema  gracia  de  ser  dichoso  chu- 
pando una  caña! 

Según  Manuel  Bernárdez 

IV.  EN  LA  REGIÓN  CENTRAL  ANDINA 

ll4.   Mendoza,  la  moderna   ciudad  de   los  Césares. 

Los  españoles  del  tiempo  de  la  conquista  encontra- 
ron, en  algunas  ciudades  indígenas  y  regiones  privilegia- 
das de  América,  riquezas  fabulosas,  como  jamás  se  habían 


2^0  EN    EL   PAÍS    ARGENTINO 

visto  en  la  historia  del  mundo.  Los  templos  y  jardines 
del  Cuzco  y  el  natural  cerro  de  plata  de  Potosí,  por 
su  magnificencia  en  metales  preciosos,  sobrepujaban  los 
más  atrevidos  sueños  de  la  princesa  Cherezade  en  las 
Mil  y  una  noches.  Fácilmente  se  comprende  el  entu- 
siasmo de  los  conquistadores  ante  semejantes  hallazgos, 
que  a  muchos  hicieron  millonarios  en  contados  días  y 
aun  horas.  España,  por  la  ruina  de  sus  industrias  y  los 
gastos  de  sus  guerras,  estaba  a  la  sazón  harto  necesitada 
de  recursos.  Además,  por  un  falso  concepto  de  la  época, 
se  creía  que  la  riqueza  de  los  pueblos  consistía,  más  que 
en  sus  producciones,  en  su  acopio  de  oro  y  de  plata.  Las 
indias  Occidentales,  no  sólo  enriquecían  a  los  conquis- 
tadores, sino  que  asimismo  colmaban  las  arcas  exhaustas 
del  Estado. 

Excitada  la  árabe  y  latina  imaginación  de  los  espa- 
ñoles, como  si  fuera  poco  lo  que  traían  entre  manos, 
soñaron  tesoros  aun  mayores  que  los  del  Cuzco  y  Potosí. 
Soñaron  urbes  que  fueran  todas  de  oro  y  de  piedras 
preciosas,  y  las  buscaron  entre  selvas  y  montañas,  entre 
fieras  e  indios.  Los  mismos  indios  contribuyeron  no  poco 
a  formar  esas  ilusiones.  Para  alejar  a  los  españoles  que 
los  amagaban  y  desviarlos  en  dirección  opuesta,  azuzaban 
su  codicia  dándoles  astutamente  noticias  imaginarias  de 
la  existencia  de  tales  ciudades.  Así  nació  la  leyenda  de 
Eldorado,  cuya  ubicación  debía  estar  entre  el  Potosí  y  el 
Paraguay,  y  la  de  la  ciudad  de  los  Césares.,  situada  hacia 
el  Sur  del  continente. 

Aunque  creación  de  la  fantasía,  la  ciudad  de  los 
Césares,  durante  el  coloniaje,  era  conocida  y  comentada 
hasta  en  sus  menores  detalles.  Estaba  defendida  por 
murallas,  con  fosos,  revellines  y  un  puente  levadizo  en 
su  única  entrada.  Los  edificios  eran  de  piedra,  y  los  templos 
de  oro.  También  de  oro  eran  los  muebles  y  adornos,  espe- 
cialmente las  sillas  y  butacas.  De  plata,  otros  enseres  más 
humildes,   como    las   ollas   y  cazuelas,  y  los  arados.   Los 


EN    LA    REGIÓN    CENTRAL    ANDINA  291 

habitantes,  rubios,  altos,  sobrios,  inteligentes,  gastaban 
casaca  de  paño  azul,  chupa  gualda,  zapatos  grandes  con 
hebilla,  sombrero  de  tres  picos.  Por  supuesto,  nadie  había 
visto  con  sus  propios  ojos  nada  de  la  ciudad ;  pero  algu- 
nos aseguraban  haber  oído  el  tañer  de  las  áureas  campa- 
nas. Tan  popular  era  la  leyenda  en  Chile  que,  al  correr 
el  año  de  1782,  temiéndose  que  la  ciudad  fantasma  pu- 
diera ser  presa  del  inglés,  se  levantó  una  sumaria  para 
resolver  el  problema  de  su  realidad  y  ubicación.  Las  con- 
clusiones fueron  favorables.  ¡  La  ciudad  de  los  Césares 
debía  existir! 

Pues  bien,  la  ciudad  existe,  en  la  parte  meridional 
del  continente;  pero  no  de  aquel,  sino  de  este  lado  de 
los  Andes.  ¡Si  la  Atlántida  fué  una  poética  anunciación 
de  Am.érica,  Mendoza  ha  venido  a  ser  esa  fantástica  ciu- 
dad de  los  Césares,  que  quiere  decir  ciudad  de  magnates 
y  emperadores,  o  sea,  para  hablar  en  lenguaje  más  mo- 
derno, de  grandes  industriales  y  millonarios!  Imponderable 
feracidad,  para  la  producción  de  la  viña  y  de  los  árboles 
frutales,  hace  de  su  suelo  una  Tierra  de  Promisión. 

Construida  al  pie  de  los  Andes,  a  una  altura  de  761 
metros  sobre  el  mar,  blancamente  se  destaca  sobre  el  fondo 
azulado  de  las  montañas.  Rodéanla  interminables  viñedos 
y  huertas  de  árboles  frutales.  La  parte  vieja,  donde  vive  la 
población  trabajadora  y  obrera,  se  halla  en  el  sitio  que 
ocupó  la  antigua  ciudad,  destruida  por  el  terremoto  del 
20  de  marzo  de  1861.  Aun  se  ven  allí  algunas  ruinas 
como  las  de  los  templos  de  Santo  Domingo  y  de  San 
Francisco,  cuyos  espesos  muros  aplastaron  cientos  y  milla- 
res de  fieles  que  se  habían  refugiado  en  sus  naves,  creyén- 
dose protegidos  por  la  solidez  de  la  fábrica.  Como  llueve 
poco  en  Mendoza,  las  casas  pobres  son  de  adobe,  con 
ligero  techo  de  paja.  La  parte  nueva,  levantada  después 
de  1861,  se  compone  de  un  agradable  conjunto  de  casas 
lujosas,  aunque  casi  siempre  bajas,  por  temor  a  los  tem- 
blores  de   tierra.   Felizmente,   la   moderna   arquitectura   ha 


292  EN    EL    PAÍS    ARGENTINO 

inventado  un  sistema  de  flexibles  construcciones  de  ce- 
mento con  armazón  de  hierro.  Se  las  cree  seguras  contra 
los  terremotos,  que,  al  sacudirlas,  las  hacen  tambalear,  sin 
echarlas  al  suelo. 

El  agua  corre  abundante  y  turbia  de  arcilla  por  las 
acequias  de  las  vías  públicas.  En  aquel  clima  seco,  repre- 
senta la  riqueza,  la  vida  de  Mendoza.  Las  calles,  bordea- 
das de  árboles  y  empedradas  con  cantos  del  río,  ofrecen 
un  conjunto  limpio  y  claro,  j  Lejos  estamos  de  aquellos 
tiempos  en  que  las  gentes  se  bañaban  en  las  acequias,  ante 
las  puertas  de  sus  casas!  Numerosas  plazas  matizan  la 
nueva  ciudad,  que  cuenta  con  un  magnífico  parque,  hacia 
el  Oeste,  y  con  el  nunca  bien  ponderado  paseo  del  cerro 
del  Pilar.  Por  todas  partes,  la  exuberancia  de  la  arboleda, 
generosamente  regada,  da  a  la  ciudad  un  atrayente  aire  de 
parque.  Hay  todavía  muchedumbre  de  álamos,  planta  intro- 
ducida por  un  español,  Cobos,  y  que  hizo  merecer  a  Men- 
doza el  apodo  de  la  «ciudad  de  los  álamos».  En  las  calles 
centrales  se  los  ha  substituido  por  otras  especies  de  árbo- 
les no  menos  hermosos,  como  los  plátanos  y  los  tipas, 
cuyas  raíces  no  amenazan  tanto  las  paredes  de  las  casas 
y  la  regularidad  del  pavimento.  Por  todas  partes  desborda 
en  la  ciudad  la  profusión  del  riego,  el  agua  que  baja  de 
las  montañas  en  pequeños  e  innumerables  caudales,  verda- 
deros ríos  de  oro,  que  hacen  de  Mendoza  la  moderna 
ciudad  de  los  Césares. 

Capital  de  la  antigua  provincia  de  Cuyo,  no  ha  olvidado 
Mendoza,  ni  olvidará  jamás,  el  gobierno  desempeñado  por 
el  general  San  Martín,  de  1814  a  1817,  para  formar  el 
ejército  de  los  Andes,  con  el  cual  dio  libertad  a  medio 
continente.  En  ninguna  parte  es  más  hondo  que  allí  el 
culto  al  Libertador.  Por  rico  que  sea  el  suelo  de  esta  mo- 
derna ciudad  de  los  Césares,  contiene  ella,  pues,  en  todos 
los  corazones,  un  tesoro  aun  más  grande  y  más  bello:  el 
recuerdo  de  sus  glorias. 


EN    LA    REGIÓN    CENTRAL   ANDINA  293 


ll5.  Las  alboradas  en  la  ciudad  de  Mendoza. 

Las  alboradas  de  Mendoza  son  encantadoras.  Al  con- 
tacto de  los  primeros  rayos  de  sol,  los  campos,  humede- 
cidos por  el  rocío,  exhalan  vapores  y  perfumes  delicados, 
Blancas  nubéculas  coronan  la  frente  de  las  montañas  asen- 
tadas sobre  alfombras,  en  los  momentos  de  dudosa  claridad 
que  preceden  al  día.  La  nieve  desaparece  de  sus  cumbres 
en  seguida,  y  una  faja  roja  las  circunda.  Las  bases  empie- 
zan entonces  a  pintarse  del  color  de  la  amatista.  Aquellos 
grandes  promontorios  adquieren  instantáneamente  un  nuevo 
aspecto:  se  encandecen  como  si  fueran  de  metal  y  ence- 
rraran en  el  seno  inmensa  retorta.  A  proporción  que  el  sol 
se  eleva,  modifícase  este  colorido,  que  va  fundiéndose  pau- 
latinamente, hasta  tomar  el  tinte  de  las  rosas,  precedente 
al  del  nácar,  que  le  sucede  cuando  el  luminar  del  día  do- 
mina el  vasto  sistema  de  los  Andes. 

El  gorjeo  de  las  aves  anidadas  en  los  almendros  y 
los  avellanos  se  une  al  canto  del  obrero  y  el  labrador.  El 
ruido  que  forman  los  carros  y  los  coches  ahoga  las  voces 
que  saludan  a  Dios.  La  luz  y  la  actividad  madrugan  en 
aquella  ciudad,  que  no  duerme  sino  para  descansar  de  las 
fatigas  del  trabajo.  La  laboriosidad  del  mendocino  es  pro- 
verbial en  la  República.  El  cultivo  de  la  tierra,  que  es  su 
principal  ocupación,  ha  excluido  la  molicie  de  todas  las 
esferas  sociales. 

Santiago  Estrada. 

116.   Travesía  de  la  cordillera  de   los   Andes 
por  el  paso  del  Portillo. 

,Eii  1869) 

No  obstante  el  deseo  que  abrigábamos  de  conocer  los 
históricos  desfiladeros  de  Uspallata  y  sus  maravillas  natu- 
rales, tuvimos,  mi  compañero  y  yo,  que  tomar  la  vía  del 
Poriillo,   que  conduce   al   Sur   de   Chile.    Es   este   camino, 


294  EN    El.    PAÍS    ARGENTINO 

más  corto  que  aquél,  el  preferido  por  los  granaderos  a 
causa  de  la  abundancia  de  pastos.  Escogiólo  nuestro  ofi- 
cioso guía,  cuyos  servicios  habíamos  aceptado  con  grati- 
tud, y  nosotros  tuvimos  que  seguirlo  porque  estábamos  a 
sus  órdenes. 

Partimos  en  muía  de  Vista  Flores  (Mendoza)  el  29 
de  marzo.  Mi  compañero  y  nuestro  guía  se  detuvieron  en 
el  camino  para  despedirse  de  algunos  amigos.  Yo  me 
adelanté  acompañado  por  un  capataz  que  conducía  a  Chile 
una  tropilla  de  caballos,  varias  aves,  y  entre  ellas  un  loro, 
que  no  se  resignó  a  marchar  encerrado  y  se  encaramó  en 
el  anca  del  caballo  del  amo.  Poca  variedad  presenta  el 
camino  que  media  entre  Vista  Flores  y  la  hacienda  de  los 
Chacayes.  Este  establecimiento  toma  nombre  de  un  árbol 
que  existe  en  sus  alrededores. 

Cuando  salimos  de  Chacayes,  después  de  haber  dado 
reposo  a  las  cabalgaduras,  declinaba  el  día.  Al  frente  te- 
níamos las  primeras  ramificaciones  de  los  Andes,  y  más 
allá,  envueltas  en  nubes,  las  elevadas  cumbres  que  debíamos 
escalar  dos  días  después.  Las  piedras  entorpecían  la  mar- 
cha de  las  muías;  uno  que  otro  guanaco  aparecía  a  lo  lejos. 
Varios  rebaños  de  cabras  se  deslizaban  por  entre  las  pie- 
dras, hiriendo  el  espacio  con  sus  balidos.  La  media  luz  de 
la  tarde  no  permitía  distinguir  el  quintral,  de  flores  rojas, 
ni  la  hierba  risilla  que  tapiza  las  oleadas  de  granito  que 
preceden  a  la  cordillera.  En  este  sitio  comienzan  las  mon- 
tañas a  elevarse  y  a  estrechar  la  distancia  que  las  separa, 
hasta  formar  un  gran  claustro,  de  cuyo  fondo  brota  una 
vertiente.  El  agua  de  este  manantial  se  desliza  a  pocos 
pasos  de  la  casilla  de  la  guardia  del  Portillo. 

Luego  que  salimos  de  aquella  especie  de  túnel,  en- 
contramos un  arroyo,  que  vadeamos  sin  dificultad.  Inme- 
diatamente ascendimos  la  cuesta  que  conduce  hasta  el 
resguardo  de  la  aduana  argentina.  Marchábamos  por  una 
quebrada  encerrada  entre  dos  filas  de  cerros  salpica- 
dos  de   nieve.   Dos  grandes   picos   formaban  el   fondo  de 


EN    LA    REGIÓN    CENTRAL   ANDINA  295 

aquel  cuadro  colosal.  El  sol,  que  acababa  de  ocultarse, 
encerraba  el  horizonte,  del  cual  se  destacaban  aquéllos 
como  dos  grandes  pirámides  de  lapislázuli.  La  majestad 
de  las  montañas,  la  hora  eminentemente  triste  y  el  canto 
de  los  pastores  hablaron  entonces  a  mi  alma,  con  esa  voz 
impregnada  de  misticismo  que  despierta  en  el  hombre  la 
memoria  de  la  familia  y  de  la  patria. 

En  el  agreste  lugar  en  que  nos  encontrábamos  abun- 
daba la  piedra  pómez,  empleada  en  Mendoza  en  la  fabri- 
cación de  filtros.  La  casucha  del  resguardo  y  sus  muebles 
habían  sido  construidos  con  la  misma  materia.  Las  pare- 
des de  la  humilde  habitación  hacían  las  veces  de  álbum  o 
registro,  pues  en  ellas  estaban  inscriptos  los  nombres  de 
los  viajeros  a  quienes  se  había  hospedado. 

Largo  tiempo  hacía  que  había  anochecido  cuando  lle- 
garon mis  compañeros,  y  con  ellos  los  peones  que  con- 
ducían nuestros  equipajes.  Como  todavía  podíamos  decir 
que  estábamos  en  poblado,  comimos  conservas  y  un  sa- 
broso asado  tostado  por  la  llama  de  los  chacayes,  que  los 
peones  encendieron  al   reparo  de  una  gran  piedra. 

Al  día  siguiente,  cuando  mis  compañeros  abandonaron 
la  cama  y  el  jefe  de  la  expedición  dio  la  voz  de  marcha, 
el  sol  se  había  levantado  ya  completamente,  y,  Júpiter  de 
los  astros,  lanzaba  desde  las  alturas  sus  rayos  de  fuego. 
Inclinamos  de  salida  nuestro  rumbo  hacia  el  Sur  y  atrave- 
samos un  camino  pedregoso  y  desigual,  que  nos  condujo 
a  un  plano  cubierto  de  arena,  en  cuyo  fondo  pastaba 
tranquilamente  una  familia  de  guanacos.  A  poco  trecho  se 
tropieza  con  grandes  aglomeraciones  de  piedras.  Los  ce- 
rros presentan  un  aspecto  muy  original.  Algunos  parecen 
órganos  inmensos,  cuyos  tubos  se  elevan  a  una  gran  dis- 
tancia de  la  base.  Otros  cerros  parecen  colecciones  de 
sólidos  geométricos:  sus  cimas  recuerdan  el  cono,  el 
triángulo  y  el  rombo. 

Empezamos  a  observar  la  modificación  del  calórico  y 
de  la  vegetación.  A  medida  que  ascendíamos,  el  aire  se  en- 


:96  EN    EL    PAÍS    ARGENTINO 

rarecía  y  enfriaba  a  causa  de  la  elevación,  que  impide  al 
sol  derretir  las  nieves  de  las  cumbres.  Las  capas  superiores 
de  la  atmósfera,  que  se  enfrían  en  las  cimas  envueltas 
en  nieve,  aumentan  su  densidad  y  bajan  constantemente, 
arrojando  el  aire  a  las  capas  inferiores.  Así  se  explica  el 
frío  intensísimo  que  se  experimenta  en  los  cajones  de  la 
cordillera. 

La  composición  de  los  terrenos  ocasiona  la  esterilidad 
o  abundancia  de  ciertos  cerros.  La  abundancia  sonríe  a 
las  montañas  envueltas  en  tierra  vegetal ;  la  esterilidad 
reina  en  los  cerros  cubiertos  de  estratificaciones.  El  ár- 
bol del  valle  no  nace  junto  al  arbusto  achaparrado  de  las 
primeras  zonas  de  la  cordillera,  ni  éste  se  eleva  donde 
apenas  brota  la  hierba,  que  tampoco  crece  allí  donde  no 
encuentra  aire  respirable  o  no  puede  absorber  el  calórico 
necesario  para  su  fecundación. . .  Las  grandes  alturas  no 
producen  sino  nieve  y  grandes  pensamientos.  En  la  cum- 
bre de  los  Andes  yo  he  medido  mi  pequenez.  La  magni- 
ficencia de  la  cordillera  causó  en  mi  espíritu  un  efecto 
semejante  al  que  opera  en  los  vegetales  la  rarefacción 
del  aire. 

En  Mal  Paso,  digno  de  su  nombre,  encontramos  al- 
gunos de  esos  emigrantes  chilenos  que,  atravesando  a  pie 
los  Andes,  llevan  a  la  República  Argentina  la  ropa  que 
los  cubre,  el  deseo  de  mejorar  su  condición  y  la  fuerza 
de  su  brazo  infatigable.  Allí  vimos  los  primeros  cóndores. 
Esta  ave,  cantada  por  los  poetas,  pertenece  a  la  familia 
de  los  buitres. 

En  Ojos  de  Agua,  sitio  precioso  cubierto  de  vegeta- 
ción y  regado  por  las  vertientes  de  su  nombre,  compren- 
dimos que  en  las  horas  del  día  que  nos  quedaban  no 
podíamos  llegar  al  pie  del  Portillo,  el  primero  de  los  ór- 
denes de  montañas  que  teníamos  que  atravesar.  Habíamos 
salido  tarde  de  nuestro  alojamiento,  a  lo  cual  se  agregaba 
que  los  peones  se  habían  quedado  muy  atrás  con  las  ca- 
mas y  las  provisiones.    Por  ambas  causas  nos  detuvimos 


EN  La  región  central  andina  297 

en  Las  Varetas,  lugar  frío  y  abundante  en  arbustos  acha- 
parrados y  espinosos 

Formamos  nuestro  campamento  al  reparo  de  unas 
grandes  piedras,  semejantes  a  los  dólmenes  de  los  druidas 
(monumentos  célticos  consistentes  en  una  gran  piedra 
horizontal  superpuesta  a  dos  o  más  verticales).  Habíamos 
hecho  alto  en  hora  inoportuna:  a  las  cuatro  de  la  tarde. 
Pocas  cosas  hay  que  me  molesten  más  que  perder,  por 
cualquier  motivo,  algunas  horas  de  marcha.  A  esta  inco- 
modidad se  agregaba  el  encontrarme  apunado  (malestar  o 
dolencia  producido  por  la  rarefacción  del  aire).  Además,  el 
lugar  era  sombrío,  y  al  caer  la  tarde  se  nos  presentaron 
dos  viajeros,  cuya  pobreza  y  enfermedad  me  consternaron. 
Admitidos  en  nuestro  campamento,  partimos  con  ellos 
nuestras  provisiones  y  nuestro  fuego.  Luego  que  se  lamen- 
taron e  hicieron  su  colecta,  volvieron,  a  pesar  de  la  noche, 
a  emprender  su  interrumpida  marcha. 

Las  nieves  que  blanqueaban  en  la  cumbre  de  las 
montañas  y  el  fuego  de  nuestra  hoguera  de  yareta  inte- 
rrumpían, en  lo  alto  y  en  lo  bajo,  la  monotonía  de  las 
sombras.  El  silencio  era  alterado,  de  tiempo  en  tiempo,  por 
el  ruido  de  los  rodados  que  descendían  de  las  cimas  al 
plano. 

Nuestro  guía  se  acercó  a  mi  cama,  y,  advirtiendo  que 
yo  estaba  despierto  y  con  la  respiración  fatigosa,  me  hizo 
levantar  y  me  condujo  junto  al  fogón.  Luego  que  avivó  la 
lumbre,  me  obligó  a  acostarme  en  su  cama,  que  era  más 
abrigada,  y  pasó  toda  la  noche  a  mi  lado,  atendiéndome 
con  la  solicitud  de  un  hermano. 

Los  cuidados  de  mi  amigo  y  el  calor  del  fuego  y  de  la 
cama  me  restablecieron  completamente.  En  la  madrugada 
del  31  de  marzo  emprendimos  nuestra  marcha  hacia  el 
Portillo,  que  pone  en  comunicación  a  las  Repúblicas  Ar- 
gentina y  Chilena,  y  que  el  invierno  cierra  con  barreras 
de  nieve.  Ascendimos  inclinándonos  hacia  el  Sur;  bus- 
cábamos el  boquete  situado  a  nuestra  izquierda.  El  camino, 


298  EN    EL    PAÍS    ARGENTINO 

bastante  ancho,  está  cubierto  de  una  arena  movediza,  en  la 
cual  se  hunden  los  cascos  de  las  cabalgaduras. 

Desde  cierta  altura  volví  los  ojos  al  espacio  recorrido. 
En  una  zona  más  baja  que  la  en  que  nos  encontrábamos, 
se  elaboraba  una  tormenta.  Las  nubes  gravitaban  sobre 
las  muías  conductoras  de  los  equipajes.  Nosotros  las 
veíamos  salir,  unas  después  de  otras,  de  adentro  de  aquella 
densa  masa  de  vapores,  iluminada  a  intervalos  por  el 
relámpago. 

Llegamos  por  fin  al  Portillo.  Estamos  en  la  cumbre 
de  la  montaña,  que  tiene  a  sus  pies  el  pintoresco  y  fan- 
tástico valle  de  los  Penitentes.  Desde  esta  cima,  situada 
a  4.000  metros  sobre  el  nivel  del  mar,  la  mente  domina 
con  su  mirada  un  grandioso  panorama.  Dondequiera  que 
se  fije  la  vista  adquieren  forma  las  visiones  del  espíritu. 
Se  ven  los  Andes  surgiendo  de  las  aguas  australes,  si- 
guiendo la  costa  del  océano  Pacífico,  pasando  abrumados 
por  el  peso  de  la  vegetación  bajo  el  arco  brillante  de  los 
trópicos  y  perdiéndose  en  las  soledades  de  la  América... 
Allí  está  la  cuna  del  inmenso  Amazonas,  del  caudaloso 
Plata,  del  soberbio  Orinoco,  del  Cauca,  del  Magdalena  y 
de  doscientos  ríos  que  fecundan  con  su  limo  las  tierras 
colombianas.  En  el  espacio  brillan  los  fuegos  del  Misti, 
el  Cotopaxi,  el  Pichincha  y  el  Puracé,  que  alumbraron  un 
día  las  bodas  del  Continente  con  la  Libertad.  Acá,  en  la 
base  de  la  montaña,  corre  el  tempestuoso  mar  del  Sur, 
que  refleja  en  sus  corrientes  la  luz  del  Ave  del  Paraíso, 
del  Fénix,  del  Áspid  índico,  del  Triángulo  y  del  Crucero, 
briíjulas  celestes  e  inmutables  que  señalan  perennemente 
el  polo  al  perdido  marino.  Hacia  el  Sur  se  descubren  los 
bosques  frondosos  de  Chile;  al  Norte  se  percibe  el  humo 
de  sus  fundiciones  de  metales;  a  la  espalda  están  las 
pampas  inmensas  de  nuestra  patria.  Allí  abajo  se  colum- 
pian el  álamo,  el  olivo,  la  viña,  el  chirimoyo.  En  las  la- 
gunas de  los  campos  chilenos  se  posa  el  flamenco  de  ro- 
sado plumaje;    en   sus    huertos   floridos    vaga   el   brillante 


EN    LA    REGIÓN    CENTRAL    ANDINA  299 

picaflor  buscando   la   miel  de  que  carecen  las  siemprevivas 
y  las  violetas  de  la  cordillera. 

Según  Santiago  Estrada. 

Il7.  Valles  vecinos  a  la  ciudad  de  San  Juan. 

Marchando  al  trote  de  cuatro  fuertes  caballos  serranos, 
que  sacaban  chispas  del  pedregullo  reseco,  en  cuya  ruda 
y  sedienta  sociedad  sólo  medran  los  cactos,  efectuamos 
una  deliciosa  excursión  a  la  quebrada  de  Zonda,  situada  a 
cosa  de  tres  leguas  de  la  ciudad  de  San  Juan.  Por  aquel 
camino  de  salida,  donde  una  avenida  de  las  aguas  cor- 
dilleranas, lanzadas  en  furioso  alud  sobre  la  ciudad,  so- 
cavó dos  metros  de  nivel  en  menos  de  cuatro  horas,  se 
empieza  a  ver  el  singular  aspecto  de  la  naturaleza  san- 
juanina:  una  serie  de  valles  escalonados  entre  eminencias 
más  o  menos  empinadas  o  abruptas,  forman  otros  tantos 
vergeles  en  donde  hay  regadío,  u  otros  tantos  páramos 
hostiles  y  pedregosos  donde  falta  el  agua,  elemento  su- 
premo de  la  vida.  En  el  sentido  del  trayecto  que  seguía- 
mos, charlando  animadamente,  quedaba  a  la  espalda,  más 
allá  de  la  ciudad,  el  cerro  llamado  de  Pie  de  Palo,  a  cuya 
falda  verdean  los  viñedos. 

Al  frente,  los  primeros  cordones  sistemados  de  la  cor-'^ 
dillera  se  van  escalonando,  más  altos  cada  vez;  en  sus 
intervalos  dejan  pintorescos  y  fértiles  valles,  escondidos 
como  retiros  de  anacoretas.  El  primer  cordón  pétreo,  el 
Zonda,  extendido  de  Norte  a  Sur,  ofrece  sus  amontona- 
mientos obscuros,  amelonados  y  rugosos  como  lomos  de 
rinoceronte.  Está  cerca,  y  su  corteza  y  su  perfil  aparecen 
ásperos,  mientras  que  las  cumbres  más  lejanas  se  van 
dulcificando,  arrebolando,  hasta  que  las  últimas,  como  espi- 
ritualizadas, vagamente  celestes,  se  diría  que  flotan  en  la 
atmósfera.  Detrás  de  ese  primer  cordón  de  serranía  está 
el  valle  de  Zonda,  todo  cultivado  de  viña,  alfalfa  y  árbo- 
les  frutales,   entre   los   que   el  olivo  impone  su  follaje  d 


300  EN    EL    PAÍS    ARGENTINO 

plata.  En  este  valle  invernan  los  ganados  que  se  exportan 
a  Chile.  El  Zonda  ha  sido  tradicionalmente  una  región 
veraniega,  y  los  ojos  que  lo  ven  en  sus  días  de  esplendor 
conservan  de  él  un   verdadero  encanto. 

Andando  un  poco  más,  por  un  abra  que  parte  el 
murallón  pétreo  de  alto  a  bajo,  aparece  lejano,  trémulo 
en  el  ambiente  de  la  tarde,  el  altísimo  Tontal,  que  llega 
hasta  Uspallata,  con  su  testa  coronada  dominando  fiera- 
mente las  eminencias  de  los  contornos.  Los  valles  culti- 
vados se  suceden  detrás  de  esas  murallas  ingentes:  más 
allá  del  cerro  que  limita  el  Zonda  está  el  valle  de  Mar- 
dona;  después  otro  cerro,  y  el  valle  de  Leoncitos;  des- 
pués otro  cerro,  y  luego  rompe  a  reír,  con  toda  su  alegría 
floreciente,  el  espléndido  valle  de  Calingasta... 

Al  paso  va  apareciendo  más  concreto  el  paisaje.  La 
flora  cordillerana,  austera  de  color  y  agresiva  —  cactos  y 
brusquillas  —  se  insinúa  donde  falta  riego ;  es  aquello  una 
siembra  de  espinas.  Pero  a  la  derecha  se  extiende,  como 
un  tapiz  de  terciopelo  verde,  bordado  vistosamente  con 
arboledas  y  caseríos,  un  vallecito  encantador,  La  Bebida, 
que  es  a  la  vez  pueblo  veraniego  de  moda.  Este  valle  ha 
sido  antes  el  cauce  de  un  río,  del  San  Juan  probablemente, 
como  el  mismo  asiento  de  la  ciudad  es  a  todas  luces  otro 
cauce  abandonado  hace  siglos.  ¡Aquellos  ríos  son  así! 
A  lo  mejor,  después  de  haber  cerrado  su  propio  curso  con 
el  formidable  arrastre  de  su  corriente,  se  enojan  y  se  echan 
a  correr  en  otro  rumbo,  llevando  el  estrago  por  donde 
atropellan.  Pero,  justo  es  reconocerlo,  el  cauce  que  queda 
detrás  se  transforma  en  un  huerto;  abona,  pues,  el  río  una 
especie  de  compensación  por  las  tierras  que  brutalmente 
oxpropia  para  labrar  su  nuevo  cauce. 

Según  Manuül  Biíunáudez 


EN    La    región    CENTRAL    ANDINA  301 


118.  Una  bodega.. 

Llámase  con  razón  al  país  de  Cuyo  —  es  decir,  a  las 
provincias  de  San  Juan  y  Mendoza  —  la  « patria  de  la 
vid».  En  pocas  regiones  del  mundo  se  produce  esta  planta 
con  tal  exuberancia,  y  en  ninguna  con  mayor.  Existen  allí, 
fructíferos  viñedos,  cuyas  generosas  vendimias  se  aprove- 
chan en  la  confección  del  vino.  San  Juan  y  Mendoza 
poseen  los  más  importantes  establecimientos  vitivinícolas 
de  toda  la  América  hispánica.  Para  hacerte  una  idea  de  la 
industria,  joven  lector,  deberías  visitar  algunos  de  esos 
ingenios,  si  te  fuera  posible. 

Después  de  atravesar  las  ricas  hectáreas  de  tierra 
donde  las  plantaciones  de  vid  forman  líneas  paralelas,  entras 
en  el  ingenio  mismo  o  las  <^  bodegas».  Allí  se  pisa  la 
uva  y  se  deposita  el  mosto  en  barriles,  para  que  fermente 
y  envejezca,  hasta  adquirir  el  preciado  sabor  y  color  del 
buen  vino.  Las  bodegas,  en  general,  se  construyen  en 
lugares  de  quietud,  en  terrenos  sanos,  con  dobles  techos, 
dobles  paredes  y  dobles  puertas;  son  de  higiénica  ven- 
tilación, y  los  pisos,  como  los  muros,  se  revocan  con 
morteros  hidráulicos.  Al  entrar  en  ellas  y  al  trabajar  debe 
evitarse  la  acción  de  la  luz  solar  directa,  lo  mismo  que 
el  aire  cargado  de  oxígeno  electrizado ;  sólo  así  se  fabrican 
vinos  de  buena  calidad.  Por  todas  partes  hay  comodidad 
y  aseo,  y  doquiera  que  dirijas  la  vista,  notarás  una 
competente  dirección. 

El  departamento  de  las  bodegas,  parte  capital  del 
ingenio,  comprende  las  secciones  de  elaboración,  fermen- 
tación, maquinaria,  depósito  y  tonelería.  En  la  bodega  de 
elaboración  se  ve  cierta  máquina  llamada  «demoledora», 
movida  a  vapor  y  colocada  sobre  un  gran  estanque  metá- 
lico, en  el  que  se  mezcla  y  refrigera  el  mosto,  antes  de 
ser  llevado,  mediante  una  bomba  centrífuga,  a  la  bodega 
de  fermentación.   Ésta  comprende  grandes  piletas  de  man- 


302  EN   EL    PAÍS    ARGENTINO 

postería  provistas  de  sus  respectivas  compuertas,  y  de  un 
diafragma  para  la  sumersión  del  orujo.  Cada  pileta  está 
dotada  de  refrigerantes,  unidos  por  un  sistema  completo 
de  cañerías  a  la  máquina  frigorífica,  con  el  objeto  de 
dominar  oportunamente  las  altas  temperaturas  que  alcanzan 
en  aquel  clima  los  mostos  en  fermentación,  asegurando  de 
tal  manera  la  marcha  normal  del  proceso,  y,  por  consi- 
guiente, la  calidad  de  los  vinos.  En  ciertos  ingenios  de 
San  Juan  existen  las  más  vastas,  poderosas  y  completas 
instalaciones  frigoríficas  que  se  aplican  en  el  mundo  entero 
a  la  vinificación.  Una  bomba  a  vapor  facilita  el  trasiego 
de  los  vinos  nuevos  a  la  bodega  de  depósito.  La  bodega 
de  depósito  está  a  un  nivel  un  poco  más  bajo  del  suelo ; 
es  semisubterránea.  La  singular  disposición  de  sus  dobles 
techos  y  paredes,  dotados  los  techos  de  poderosos  venti- 
ladores, permite  mantener,  aun  en  los  días  más  ardientes 
del  verano,  una  temperatura  algo  baja.  Completan  las 
reparticiones  indispensables,  vastos  talleres  mecánicos,  he- 
rrería, carpintería,  etc.,  para  la  fabricación  y  reparación  de 
herramientas  y  maquinaria.  Un  elegante  chalet  sirve  de 
local  a  la  administración.  El  establecimiento  representa  un 
capital  de  varios  millones  de  pesos. 

Al  visitar  las  bodegas,  probablemente  el  oficioso  guía, 
para  hacerte  conocer  los  productos  del  establecimiento,  te 
invitará  a  catar  vinos  de  distintas  clases  y  épocas.  ¡Mucho 
cuidado!  En  la  probanza  del  cálido  licor  de  este  y  de 
aquel  barril,  con  un  trago  de  vino  tinto  y  otro  de  vino 
claro,  con  tal  del  seco  y  cual  del  dulce,  corres  el  riesgo 
de  echarte  entre  pecho  y  espalda  mayor  cantidad  de  la  que 
soportan  tu  cabeza  y  tu  estómago.  Puedes  caer  en  ese 
mísero  estado  de  beodez,  que  hace  perder  al  hombre  su 
inteligencia  y  su  dignidad.  El  vino,  que  en  pequeñas  dosis 
alegra  tanto  las  fiestas  y  el  ánimo,  tomado  continuamente 
o  en  abundancia  es  un  verdadero  veneno. 


EN    LA    REGIÓN    CENTRAL    ANDLNA  ■SOS 


ll9.  La  noche  en  las   montañas  de  la  Rioja. 

La  sierra  de  Velazco  anuncia  ya  con  sus  picos  atre- 
vidos, donde  las  nubes  bajan  a  formar  diademas,  la  gran 
cordillera  de  los  Andes.  Son  esas  montañas,  inagotables  a 
la  observación.  Cuando  se  ha  creído  conocerlas,  nos  sor- 
prende el  morador  de  sus  valles  con  noticias  de  un  mo- 
numento histórico  o  de  la  Naturaleza,  del  hombre  culto  o 
del  indígena  extinguido.  Las  huellas  de  este  último  se  en- 
cuentran frescas  todavía  en  el  suelo  y  en  las  costumbres, 
en  la  habitación  y  en  la  fortaleza,  en  los  usos  y  en  los 
festivales  de  sus  descendientes. 

Rastros  de  los  ejércitos  de  la  conquista ;  restos  de  la 
tosca  vivienda  del  misionero,  a  quien  no  arredraron  las 
flechas  ni  los  desiertos;  muestras  indestructibles  del  es- 
fuerzo civilizador  en  la  construcción  del  granito :  todo  esto 
se  ve  diariamente  en  el  tortuoso  camino  que  abre  paso 
hacia  las  comarcas  donde  se  pone  el  sol.  Enormes  masas 
de  piedra,  cuya  altura  aumenta  a  medida  que  se  avanza, 
los  flanquean  por  ambos  lados;  y  así,  por  largo  espacio, 
parece  aquella  hendedura  la  selva  que,  poblada  de  tan  ra- 
ras bestias,  extravió  al  poeta  en  el  Infierno. 

Allí  la  noche  tiene  lenguaje  y  tinieblas  extraordina- 
rios. El  viajero  marcha  inconsciente  sobre  la  muía,  por 
entre  bosques  de  árboles  gigantescos  y  casi  desnudos,  que, 
al  aproximarse  en  la  obscuridad,  se  asemejan  a  espectros 
alineados  que  esperasen  al  caminante  para  detenerle  con 
sus  manos  espinosas.  Se  siente  a  su  aproximación  ese  frío 
que  inmoviliza  y  espeluzna,  cuando,  con  la  imaginación 
excitada  por  el  terror  de  lo  desconocido,  nos  figuramos 
vagar  entre  los  muertos. 

¡Y  qué  soledad  tan  llena  de  ruidos  extraños!  ¡Qué 
armonía  tan  grandiosa  la  de  aquel  conjunto  de  sonidos 
aunados  en  la  profunda  noche  de  la  altura!  El  torrente 
que  salta  entre  las  piedras,  los  gajos  que  chocan  entre  sí, 


304  EN  EL  país  argentino 

las  miríadas  de  insectos  que  en  el  aire  y  en  las  grietas 
hablan  su  lenguaje  particular,  el  viento  que  cruza  estre- 
chándose entre  las  gargantas  y  las  peñas,  las  pisadas  que 
resuenan  a  lo  lejos,  el  estrépito  de  los  derrumbaderos,  los 
relinchos  que  el  eco  repite  de  cumbre  en  cumbre,  los 
gritos  del  arriero  que  guía  la  piara  por  entre  sombras  den- 
sas, como  protegido  por  genios  invisibles,  cantando  una 
vidalita  lastimera  que  interrumpe  a  cada  instante  el  seco 
golpe  de  su  guardamonte  de  cuero,  y  ese  indescriptible, 
indescifrable,  solemne  gemido  del  viento  en  las  regiones 
superiores,  semejante  a  las  notas  de  un  órgano  que  hubiera 
quedado  resonando  bajo  la  bóveda  de  un  templo  abando- 
nado :  todo  esto  se  escucha  en  medio  de  aquellas  monta- 
ñas, es  su  lenguaje,  es  la  manifestación  de  su  alma  hen- 
chida de  poesía  y  grandeza. 

Esos  músicos  de  la  montaña,  los  vientos,  como  artis- 
tas novicios,  se  ocultan  para  entonar  sus  cánticos.  La  luz 
los  oprime,  los  coarta,  como  si  vieran  un  auditorio  en  los 
demás  objetos  de  la  selva;  porque,  en  las  noches  de  luna, 
cuya  claridad  ilumina  los  huecos  más  recónditos,  la  es- 
cena cambia  como  movida  por  un  maestro  maravilloso. 
Los  estruendosos  acordes,  los  crecsendos  colosales,  los 
rugidos  aterradores  que  surgen  del  fondo  de  las  tinieblas, 
se  convierten  en  melodía  dulcísima,  casi  soñolienta,  como 
si  todos  los  seres  que  allí  viven  tuvieran  miedo  de  turbar 
la  serena  marcha  de  esa  sonámbula  del  espacio,  que,  des- 
plegando blancos  tules,  cruza  sobre  las  montañas,  las  lla- 
nuras y  los  mares. 

Alzando  los  ojos  a  la  cima  pueden  entonces  distin- 
guirse, sobre  el  fondo  límpido  del  cielo,  los  contornos  ca- 
prichosos de  las  rocas,  que  ya  figuran  torreones  o  cúpulas 
ciclópeas,  ya  grupos  de  estatuas  levantadas  sobre  tamaños 
pedestales.  La  imaginación  se  puebla  de  idealizaciones 
sonrientes,  suaviza  las  curvas  del  dorso  granítico,  da  for- 
mas humanas  a  los  rudos  contornos  de  la  piedra,  y  ve 
deslizarse  por  las  laderas,  bajo  el  plenilunio,  fantasmas  de 


EN     LA    REGIÓN    CENTRAL   ANDINA  305 

mujeres  luminosas  que  pasan  deshojando  coronas  de  flo- 
res silvestres,  y  aplícase  el  oído  para  percibir  el  canto 
melancólico  perdido  en  las  alturas.  El  torrente  resplandece 
ai  quebrarse  entre  los  peñascos,  y  los  juegos  de  luz  dejan 
aparecer  las  visiones  de  mármoles  diáfanos  y  animados, 
que  luego  se  desvanecen  entre  las  grietas  y  los  arbustos. 
Risas  cadenciosas  surgen  de  aquellos  baños  fantásticos  y 
gritos  infantiles,  arrancados  quizás  por  el  contacto  de  una 
hoja  con  el  cuerpo  terso  y  transparente  de  las  vírgenes 
que  juegan  entre  las  espumas. 

Según  Joaquín  V.  Gomzález. 

120.  El  valle  de  Catamarca. 

La  provincia  de  Catamarca  pertenece  casi  por  entero 
a  la  región  andina.  Varios  ramales  de  los  Andes  vienen 
a  fenecer  en  su  territorio,  donde  se  levanta  el  Aconquija. 
El  suelo  es  irregular,  aunque  hay  valles  bastante  exten- 
sos. El  aspecto  físico  de  la  provincia  es  variado :  picos 
eternamente  blancos,  campos  áridos,  valles  de  una  prima- 
vera continuada,  bosques  de  gigantescos  árboles,  campiñas 
atravesadas  por  mansos  arroyuelos. 

El  valle  de  Catamarca  es  el  más  fértil  y  mejor  culti- 
vado de  la  provincia.  Tiene  la  forma  de  un  ángulo  como 
de  45  a  50  grados,  formado  por  el  Ambato  al  Occidente 
y  el  Aneaste  al  Oriente,  y  con  su  vértice  a  siete  leguas 
de  la  capital,  en  Romancillo.  Mide  unas  cincuenta  leguas 
de  largo.  Es  regado  por  el  río  del  Valle  Viejo  o  de  Ca- 
tamarca, cuyo  nacimiento  tiene  origen  en  la  parte  alta  del 
Norte  del  Ambato  y  las  barrancas  del  Puesto  de  Bazán. 
Desciende  por  la  quebrada  de  la  Puerta,  cruza  unas  siete 
leguas  por  el  Valle  Viejo,  entra  después  en  el  valle  de 
Catamarca,  atraviesa  la  capital  y  va  a  perderse  en  los 
arenales. 

El  valle  abunda  en  pastos  y  posee  árboles  naturales  de 
variadas  clases.  Se  extiende  hasta  el  campo  que  limita  con 


306  EN    EL    PAÍS    ARGENTINO 

la  provincia  de  la  Rioja  por  el  Sur,  y  por  el  Sudeste  con 
las  salinas  de  Córdoba,  donde  la  vegetación  se  despoja 
de  todas  sus  galas.  Hacia  el  Sur  y  en  el  centro  hay  pozos 
de  balde  o  molinos,  que  suplen  la  falta  de  agua  para  los 
ganados.  El  suelo  es  generalmente  arenoso  e  igual. 

La  capital  de  la  provincia  se  halla  situada  en  la  parte 
Noroeste  del  valle  de  Catamarca.  Siendo  esta  región  la  de 
su  mayor  altura,  las  montañas  escalonadas  a  sus  flancos 
y  las  vegetaciones  de  las  poblaciones  vecinas  ofrecen  una 
perspectiva  hermosa  y  variada.  Por  un  lado  los  árboles 
elevadísimos  de  las  quintas,  por  otro  las  altas  cumbres, 
por  otro  el  mezquino  desarrollo  de  la  vegetación  silvestre 
que  separa  las  alegres  y  sucesivas  poblaciones,  por  otro 
las  praderas  de  hierbas  menudas,  todo,  en  fin,  forma  un 
magnífico  panorama  de  la  Naturaleza. 

El  clima  es  benigno  y  sano,  fuera  de  los  meses  de 
diciembre  y  enero,  demasiado  calurosos  en  los  puntos 
más  bajos.  El  invierno  es  tan  suave  que  rara  vez  llega 
a  congelarse  el  agua  durante  la  noche.  La  lluvias  caen 
de  tarde  en  tarde,  y,  poco  copiosas  en  verano,  son  rarísi- 
mas en  invierno.  Suele  reinar,  especialmente  en  el  otoño 
y  el  invierno,  un  viento  del  Norte  bastante  fuerte  y  seco, 
y  no  faltan  durante  todo  el  año  corrientes  de  aire  que 
renuevon  perennemente  la  atmósfera. 

Sesún  Peijerico  Espi-caE. 

V.  EN  EL  NORTE 

121.  Panorama  de  la  ciudad  de  Salta. 

Acostada  en  el  fondo  del  valle  de  Lerma,  la  ciudad 
de  Salta  se  reclina  graciosamente  en  la  falda  de  su  cerro 
de  San  Bernardo,  que  vio  a  sus  pies  desarrollarse  los 
episodios  de  la  batalla  historie?.,  gloriosa  victoria  de  Bel- 
grano ;  aun  los  sintió  en  su  cumbre  misma,  donde,  una 
vez  declarada  la  derrota,  se  refugiaron  algunos  tercios 
deshechos   del    ejército   de   Tristán,   y  allí  fueron  rendidos- 


EN    EL   NORTE 


301 


por  las  fuerzas  patriotas.  Es,  pues,  el  cerro  un  vecino  pro- 
tector, un  testigo  ocular  de  la  dramática  epopeya  gaucha; 
para  la  ciudad  constituye  un  punto  de  excursiones,  desti- 
nado a  ser,  con  el  tiempo,  encantador  y  concurrido  paseo. 
Representa,  además,  un  poderoso  auxiliar  para  el  viajero 
apurado  y  nervioso,  que  lo  quiere  ver  todo  de  una  mira- 
da, pues  desde  su  altura  se  domina  el  hermoso  panorama 
de  la  ciudad  y  del  valle. 

Como  tantos  otros  viajeros  curiosos  y  ávidos  de  emo- 
ciones, debo  este  servicio  al  cerro  de  San  Bernardo.  Trepé 
por  él  cierta  mañanita  de  claro  sol  salteño,  acompañado 
de  tres  gentiles  amigos.  En  aquella  ciudad  de  Salta,  original 
para  nuestros  tiempos  de  áspero  escepticismo  afectivo,  se 
conserva  tan  sano,  tan  ingenuo  y  tan  cordial  el  espíritu 
de  la  hospitalidad  a  la  antigua  española  que  las  relacio- 
nes del  día  anterior  son  como  amistades  de  toda  la  vida. 
Subí,  pues,  con  tres  amigos,  que  no  nombro  porque  no 
me  acuerdo  del  nombre  de  uno  de  ellos  y  no  quiero  que 
se  me  quede  nadie  en  el  tintero.  Ellos  saben  que  yo  sé 
quiénes  eran,  conocen  la  afectuosa  sinceridad  de  este  re- 
cuerdo, y  basta. 

El  cerro  es  duro  de  subir,  y  los  caballos  llegan  ja- 
deando. Está  cubierto  de  cebiles  nuevos,  que  enmarañan 
la  cumbre  y  le  quitan  la  aridez  de  los  montes  pelados. 
Allá  arriba,  en  la  cumbre,  una  gigantesca  cruz  abre  los 
brazos  protectores  sobre  la  ciudad;  las  nubes  llegan  a 
veces  a  envolver  la  cúspide  del  monte,  y,  mirando  desde 
abajo,  se  ve  emerger  la  cruz  en  el  cielo,  rígida  como  si 
saliera  de  un  limbo  luminoso  y  candido... 

Aquel  día  la  mañana  tenía  cristalina  diafanidad.  Aso- 
mados a  la  arista  del  monte,  sentados  en  unas  piedras 
que  refuerzan  la  base  de  la  cruz,  gozábamos  el  paisaje 
que  allí  abajo  se  ofrecía,  pintoresco  y  lejano,  como  detrás 
de  un  tul  azulado,  pero  admirablemente  diáfano,  que  de- 
jaba ver,  como  a  través  de  un  sueño,  los  detalles  del 
cuadro   panorámico  que   se   desarrollaba  en   el   valle.    Prir 


308  EN    EL    P/ÍS    ARGENTINO 

mero,  abajo  y  cerca,  como  si  descendiesen  a  pico  desde 
la  cumbre,  huertas  extendidas  entre  el  monte  y  la  ciudad, 
semejantes  a  tapices  bordados  con  los  varios  matices  del 
verde.  A  la  derecha,  el  histórico  campo  de  Castañares,  por 
donde  apareció  el  ejército  de  Belgrano  sobre  las  huestes 
realistas,  que  lo  esperaban  por  el  Portezuelo,  única  entra- 
da conocida  y  posible  entonces  para  la  ciudad  de  Salta, 
viniendo  de  Tucumán,  como  venía  el  ejército  patriota.  En 
el  centro  del  campo  de  Castañares,  que  en  el  tiempo  de 
la  batalla  era  un  bosque  fragante  de  churquis  (el  llamado 
espinillo  o  aroma  en  el  litoral),  se  erguía  hasta  hace  poco 
la  cruz  que  Belgrano  mandó  alzar  « en  memoria  de  los 
vencedores  y  vencidos »,  enterrados  todos  en  una  vasta 
hoya,  que  agregó  a  la  igualdad  de  la  muerte  la  fraternidad 
perdurable  de  la  fosa  común.  Ahora  se  levanta  allí  un 
monumento  costeado  por  el  pueblo. 

Desde  la  altura  del  cerro  de  San  Bernardo  es  de  don- 
de Salta  aparece  con  todo  su  aire  gracioso  y  típico  de 
ciudad  española  de  pura  estirpe.  Con  sus  tejados  a  dos 
aguas,  de  teja  acanalada,  sus  largos  canalones  de  estaño 
acabados  en  pico  de  pájaro,  que  salen  de  las  cornisas 
para  echar,  cuando  llueve,  el  agua  de  los  techos  sobre 
los  transeúntes;  con  su  arquitectura  sobria  y  maciza,  en 
que  luce  la  reja  moruna  y  suele  hacer  su  aparato  de  arte 
decorativo  el  dibujo  arabesco,  esculpido  en  vetustas  por- 
tadas conventuales;  con  sus  numerosas  torres  de  iglesia 
y  su  apacible  sosiego  de  ciudad  recatada  y  sedentaria. 
Salta  se  ofrece  a  los  ojos  como  una  pequeña  Burgos,  llena 
de  gracia,  de  decoro  y  de  sencillez  en  la  vida,  y  de  carácter 
en  sus  aspectos  histórico  y  pintoresco  y  en  sus  nobles 
reminiscencias. 

Los  compañeros  de  excursión  van  detallando  el  pano- 
rama, que,  en  sus  líneas  generales,  después  del  cerro  aquí 
por  nuestro  lado  y  el  campo  de  Castañares  por  la  dere- 
cha, se  extiende  en  el  frente  hasta  la  serranía  de  San 
Lorenzo,  a  cuya  falda,  como  una  bandada  de  palomas  posa- 


EN  EL  NORTE  309 

das  al  azar,  destacan  sus  siluetas  atractivas,  entre  verdo- 
res realzados  por  la  nota  escarlata  de  los  ceibos  en  flor, 
las  villas  del  delicioso  pueblo  veraniego  donde  la  aristo- 
cracia salteña  disfruta  el  ideal  agasajo  de  una  temperatura 
de  primavera.  Durante  los  ardientes  meses  del  estío,  San 
Lorenzo  es  realmente  un  risueño  paraíso,  un  retiro  agreste 
y  patriarcal. 

Fijando  más  acá  la  mirada,  el  caserío  apeñuscado, 
blanco  y  risueño,  la  ciudad  alineada  con  sus  manzanas 
simétricas,  se  ofrecen  ya  concretos  al  examen.  Y  lo  primero 
que  llama  la  atención  es  un  núcleo  de  « ciudad  nueva » 
que  se  ve  condensarse  a  la  derecha,  dejando  un  vacío 
entre  su  recinto  y  la  «  ciudad  vieja  ».  interrogo  sobre  este 
dualismo,  y  me  lo  explican  en  una  frase,  señalando  hacia 
la  ciudad  nueva:  «Allí  está  la  estación  del  ferrocarril». 
¡  Es  claro,  allí  está  el  progreso,  ese  bárbaro  moderno, 
que  destruye  las  seculares  armonías  con  su  arrastre  pe- 
rentorio y  brutal!  Aquello  era  campo  liso  y  despoblado, 
dormido  bajo  la  leyenda  de  la  jornada  épica  que  turbó 
su  silencio  tantos  años  atrás.  Pero  llegó  la  locomotora, 
apresurada  y  silbando;  y,  como  si  su  silbido  fuera  un 
toque  de  llamada,  todo  un  trozo  de  la  ciudad  marchó  ha- 
cia aquel  rumbo  y  se  amontonó  en  orden,  declarando,  con 
el  gesto  autoritario  del  progreso,  que  allí  estaba  la  cabe- 
cera de  la  ciudad.  Y  así  ha  tenido  que  ser,  porque,  detrás 
de  la  estación,  en  el  valle,  surgieron  el  Buen  Pastor,  el 
Palacio  de  Gobierno,  espacioso  y  lindo,  la  «usina»  de  luz 
eléctrica,  un  convento  de  padres  redentoristas,  un  hermoso 
hospital,  el  Asilo  de  Huérfanos,  casas  particulares,  una 
plaza,  ¡en  fin,  un  pueblo,  todo  él  congregado,  a  partir 
de  1890,  como  un  majestuoso  cortejo  de  notabilidades 
provincianas,  en  torno  de  Su  Alteza  la  Ferrovía! 

La  ciudad  vieja  ofrece,  sin  embargo,  un  sabor  más 
grato,  de  hospitalaria  sencillez  y  de  distinción  hidalga.  Des- 
tácanse  en  su  macizo  pintoresco  las  plazas  de  Belgrano  y 
9  de  Julio;   ornadas   de   grandes   árboles,   ponen  notas  de- 


.310  EN    F.L    PAÍS    ARGENTINO 

color  amable  en  la  austeridad  del  blanco  de  las  paredes 
y  en  la  aridez  obscura  y  uniforme  de  las  techumbres. 
Sobre  el  nivel  de  los  edificios  —  en  el  cual  la  azotea,  sin 
quitar  el  dejo  morisco  del  estilo  arquitectónico,  suele  agre- 
gar una  comodidad  a  la  casa  y  una  variante  a  la  vista  — 
álzanse  las  torres  y  las  cúpulas  de  media  docena  de  igle- 
sias: la  catedral,  de  ingenuo  estilo,  no  exento  de  grandeza; 
el  centenario  convento  de  San  Francisco,  con  una  torre 
moderna  que  domina  las  demás  alturas  de  la  ciudad;  la 
«  capilla  del  Obispo  »,  que  no  es  sino  la  antigua  catedral, 
y  la  torre  de  la  Merced...  Allí,  en  esa  torre  de  la  Merced, 
que  desde  arriba  se  ve  chiquita,  como  agobiada  en  su 
vetustez  por  el  peso  de  la  cruz  que  la  remata,  flameó  el 
poncho  azul  y  blanco  de  Dorrego,  anunciando  la  victoria 
del  ejército  patriota... 

Todavía,  antes  de  espaciar  la  mirada  hacia  la  izquier- 
da, se  hacen  notar  dos  rasgos  característicos  de  Salta:  los 
tajaretes  o  zanjas  de  desagüe,  destinados  a  ser  suprimidos 
por  las  obras  de  salubridad,  y  los  burritos  leñeros,  que 
por  el  Portezuelo  entran  en  largas  arrias,  todas  las  maña- 
nitas, trayendo  cargas  de  leña  seca.  Ellos  mismos,  los  sa- 
gaces y  diligentes  animales,  las  reparten  a  domicilio;  el 
burro  llega  a  la  puerta,  llama  no  sé  cómo,  entra  hasta  el 
fondo  de  la  casa  y  entrega  su  carga  a  la  cocinera,  todo 
con  tanta  inteligencia  como  un  vendedor  ambulante...  Ade- 
más, el  burrito  leñero  viene  a  tener  casi  la  categoría  de 
barrendero  y  basurero  de  la  ciudad,  porque,  al  efectuar  su 
reparto,  va  recogiendo  de  paso  y  echando  a  su  insaciable 
buche  cuanto  halla  por  las  calles,  con  tal  que  tenga  si- 
quiera una  apariencia  de  cosa  comestible.  A  las  diez  de 
la  mañana,  estando  ya  las  cocinas  provistas  y  las  calles 
limpias,  los  burritos,  satisfechos  y  livianos,  con  la  concien- 
cia del  deber  cumplido,  emprenden  el  regreso  en  largas 
caravanas,  por  la  calle  Alvarado,  que  corta  por  el  eje  la 
ciudad;  la  siguen  en  su  prolongación  hasta  que,  oblicuando 
ligeramente,  se  convierte  en  agreste  camino,  y  por  él  mar- 


EN    EL    NORTE  311 

chan  para  transponer  el  puente  de  la  antiquísima  Zanja 
Blanca,  que  corre  entre  la  ciudad  y  el  cerro  San  Ber- 
nardo ;  repechando  luego  el  boquete  del  Portezuelo,  se 
pierde  poco  a  poco  en  los  enrevesados  vericuetos  de 
la  senda  serrana. . . 

Hacia  la  izquierda  extiéndese  en  lontananza,  a  lo 
largo,  el  justamente  ponderado  valle  de  Lerma.  Crúzalo 
por  el  centro  el  ferrocarril  qus  va  de  Salta  a  Zuviría  y 
Talapampa,  donde  el  valle  se  acaba  y  muere  en  la  que- 
brada de  Escoipe,  puerta  de  los  valles  Calchaquíes.  Mi- 
rando desde  la  altura  del  cerro  de  San  Bernardo,  se  dilata 
el  valle  encantador,  hasta  la  lejanía  indecisa,  de  un  celeste 
desvaído.  Primero,  entre  los  cuadros  obscuros  de  los  ras- 
trojos, verdean  alfalfares  y  cebadales,  en  que  se  adivina  la 
bendición  del  regadío.  Arbolados  de  fincas,  como  islas  de 
sosiego  en  aquel  piélago  afanado  de  trabajos  agrícolas, 
destacan  sus  manchones  verdinegros,  en  cuyo  centro  blan- 
quean alegremente  las  viviendas.  Una  extensa  alameda 
de  gigantescos  álamos  carolinos  se  desarrolla  como  una 
cinta  verde  sobre  el  suelo  blanquecino ;  sale  de  la  ciudad 
y  avanza  larga  distancia,  hasta  llegar  al  puente  de.  Are- 
nales. Pasando  el  río  Arias  se  insinúan  turgencias  de  loma: 
son  los  Cerrillos,  cuyas  hondonadas  servían  de  escon- 
dite a  los  tenientes  de  Quemes,  para  disimular  su  pre- 
sencia, mientras  rondaban  la  ciudad,  preparando  una  de 
aquellas  fiestas  del  valor  que  diezmaban  un  escuadrón 
realista,  o  arrebataban  una  patrulla  a  la  vista  del  ejército, 
o  sacaban  de  la  misma  ciudad  a  la  cincha  a  un  centinela 
enlazado  del  pescuezo,  entre  las  imprecaciones  de  la 
guardia,  sorprendida  por  la  terrible  audacia  del  gaucha- 
je. . .  Ahora  Cerrillos  es  simplemente  una  estación  ferro- 
viaria de  mucho  movimiento,  porque  frente  a  ella  desem- 
boca en  el  valle  de  Lerma  la  quebrada  del  Toro,  por 
donde  vienen  las  tropas  de  carros  que  conducen  desde 
Tres  Morros,  a  200  kilómetros  de  distancia,  la  riqueza  de 
ias  borateras  salteñas,  cuya  excelente  calidad  compite  con 


312  EN    EL   país    argentino 

las  mejores  de  la  Puna.  Alrededor  de  la  estación  ferro- 
viaria, las  bolsas  de  bórax  se  apilan  en  montañas. 

Más  allá  de  Cerrillos,  mejor  dicho,  desde  que  se  pasa 
el  río  Arias,  a  ambos  lados  de  la  vía  férrea,  se  extien- 
den los  tabacales,  que  dan  una  fisonomía  propia  a  la  vida 
de  este  rico  valle  de  Lerma,  el  cual,  con  un  riego  abun- 
dante, puede  transformarse  en  una  vega  cubana.  Las  par- 
celas de  tierra  con  regadío  cobran  crecidos  arrendamien- 
tos y  procuran  buenas  ganancias  al  arrendatario ;  y  así  como 
en  Tucumán  todo  el  mundo  tiene  algo  que  ver  con  el 
azúcar,  en  Salta  no  hay  casi  persona  activa  que  no  esté, 
de  un  modo  o  de  otro,  ligada  a  plantaciones  de  tabaco  y 
a  la  industria  correlativa  del  engorde  de  novillos  para  ex- 
portar a  Antofagasta.  Este  negocio  de  engordar  novillos 
para  el  consumo  de  los  mercados  de  Chile  es  un  renglón 
importante,  que  ocupa  muchas  actividades  en  los  valles 
sáltenos.  Desde  arriba  del  cerro  veíamos  en  las  chacras 
las  manchas  variopintas  de  los  grandes  novillos  que  pastaban 
en  los  alfalfares.  Son  excelentes  animales,  de  origen  cha- 
queño,  grandes  y  fuertes,  inmunizados  por  su  procedencia 
contra  las  epizootias  reg.onales.  Son  muy  huesudos  y  lar- 
gos de  patas;  pero  esto,  que  en  las  estancias  de  Buenos 
Aires  constituiría  un  defecto,  representa  en  Salta  una  pre- 
ciosa ventaja,  pues  da  a  los  novillos  la  indispensable  apti- 
tud para  las  grandes  travesías  con  que  tienen  que  ir  a 
buscar  el  mercado,  a  cien  leguas,  al  otro  lado  de  la  cor- 
dillera, por  sendas  tan  ásperas  que  hay  que  errar  a  las 
reses,  para  que  no  queden  deshechas  en  el  camino.  Este 
negocio  de  engorde  y  exportación  de  ganado  a  Chile  no 
ha  alcanzado  sus  naturales  proporciones,  porque  la  repú- 
blica vecina,  protegiendo  la  industria  de  sus  ganaderos  de 
las  estancias  del  Sur,  cobra  un  fortísimo  impuesto  por  res 
a  las  importaciones  argentinas. 

Tal  es  el  vasto  panorama  de  la  ciudad  de  Salta,  con- 
templada desde  el  cerro  vecino,  y  tales  son  los  recuerdos 
de  su  pasado  y  las  observaciones   sobre   su    presente   que 


EN    EL    NORTE  313^ 

sugiere  la  contemplación  de  su  belleza  y  su  prosperidad. 
Ganadera,  hortícola,  dueña  de  esa  maravillosa  huerta  del 
Campo  Santo,  donde  el  naranjo  y  el  chirimoyo  confunden 
sus  azahares;  tabacalara,  azucarera  también ;  balnearia,  con 
sus  fuentes  termales,  privilegio  exclusivo  de  la  Naturaleza, 
Salta,  la  antigua,  la  hidalga,  la  industriosa,  es  una  de  las 
regiones  más  fértiles  y  ricas  de  la  República  Argentina  y 
del  mundo  entero. 

Según  Manuel  Bernárdez. 

122.  Los  «tajaretes»  de  Salta. 

La  configuración  del  suelo  presenta  en  Salta,  especial- 
mente en  el  valle  de  Lerma  y  sus  alrededores,  la  clásica 
peculiaridad  de  los  taj aretes.  Desde  los  tiempos  de  la 
conquista  se  ha  llamado  así  a  unas  breves  quebradas,  que 
son  como  tajos  o  hendeduras  de  la  montaña,  o  bien  como 
zanjas  angostas  y  a  veces  bastante  profundas,  socavadas  por 
las  aguas  pluviales.  Generalmente  están  secos;  tomaríanse 
por  una  especie  de  caminos  naturales,  en  los  que  puede 
marchar  cómodamente  un  hombre,  desapareciendo  hasta 
la  coronilla  a  las  miradas  de  quienes  andan  por  el  valle  o 
la  montaña.  Con  su  fondo  de  lavadas  piedras  y  sus  paredes 
cubiertas  de  heléchos  y  de  flores  silvestres,  brindan  al 
viajero,  en  las  horas  de  sol,  fresca  y  discreta  sombra. 

Durante  la  guerra  de  la  Independencia  constituyeron  un 
precioso  recurso  para  los  gauchos  montoneros  de  Güemes. 
Después  de  haber  acosado  al  enemigo,  desesperándole  con 
sus  inesperados  ataques,  hombres  y  caballos  desaparecían, 
como  sumidos  en  la  tierra.  Metíanse  en  algunos  de  los 
muchos  tajaretes,  donde  era  casi  imposible  descubrirlos,  por 
el  sesgo  y  caprichoso  curso  de  la  hendedura,  que,  al 
serpentear  por  la  montaña,  formaba  en  cada  curva  o  pliegue 
un  escondite.  Después  de  descansar  y  reponerse  hombres 
y  potros,  emprendían  de  nuevo,  en  el  momento  más 
imprevisto,  el  ataque  o  la  carrera. 


314  EN    EL    PAÍS    ARGENTINO 

Tuvieron  capital  importancia  los  tajaretes  en  la  fundación 
de  la  ciudad  de  Salta;  débeseles  la  elección  del  sitio 
donde  se  levantó,  y  hasta  su  curioso  y  eufónico  nombre, 
que  se  extendió  a  toda  la  región.  La  belleza  y  feracidad 
del  valle  de  Lerma  no  fué  lo  que  determinó  a  los 
conquistadores  españoles,  en  1582,  a  echar  los  cimientos 
a  la  ciudad.  Como  las  demás  poblaciones  indianas,  nació 
más  bien  de  la  militar  necesidad  de  la  defensa  contra 
los  indígenas.  Vecinos  estaban  los  belicosos  Calchaquíes, 
a  quienes  nunca  pudo  verdaderamente  reducirse.  Pues 
bien,  los  tajaretes  del  lugar  significaban  una  gran  ventaja 
para  la  guerra,  sirviendo  de  inagotables  fosos  y  contra- 
fosos. El  nombre  de  Salta  dado  a  la  nueva  población 
proviene,  según  los  cronistas,  de  una  frase  típica,  repetida 
a  cada  momento,  ya  en  burlas,  ya  en  serio,  por  aquellos 
animosos  conquistadores.  Cuando  alguno  se  hundía  en 
las  quebradas,  donde  corría  si  acaso  un  arroyuelo,  decía- 
sele:  «¡Salta,  salta,  para  que  no  te  ahogues!». 

123.  Los  ríos  de  Jujuy. 

El  magnífico  panorama  de  Jujuy  es,  puede  decirse,  el 
mismo  en  todas  las  estaciones:  los  valles  y  faldas  están 
siempre  verdes,  y  las  altas  cumbres  siempre  blancas.  Sólo 
cambian  los  ríos  en  las  crecientes.  Ni  por  su  manso 
aspecto  habitual,  ni  aun  por  las  señales  que  dejan  de  su 
obra  destructora,  es  posible  formarse  una  idea  de  lo  que 
son  los  ríos  de  Jujuy  cuando  se  desbordan.  Es  necesario 
haberlo  visto,  y  entonces  el  espectáculo  es  imponente. 
Durante  la  mayor  parte  del  año,  uno  de  estos  ríos  es  apenas 
bulliciosa  corriente,  que,  en  un  espléndido  marco  de  mon- 
tañas cubiertas  de  lujuriosa  vegetación,  se  desliza  ser- 
penteando sobre  un  manto  de  piedras  rodadas.  De  orilla 
a  orilla,  mide  unos  cuatro,  cinco  o  diez  metros.  Pero  el 
plano  cubierto  de  rodados,  que  denota  las  proporciones 
que  el  río  llega  a  alcanzar,  presenta  un  ancho  de  cuatro- 


EN    EL  NORTE  31& 

cientos  a  quinientos  metros  de  una  a  otra  barranca.  Sobre 
este  pedregal  crecen  pequeños  árboles  que  lo  han  inva- 
dido :  tuscas,  churquis,  breas  y  garabatos.  En  él  hay  mo- 
les de  piedra  que  las  aguas  han  arrastrado  y  que  pesan 
cuatro  o  cinco  toneladas,  troncos  de  gigantes  ceibos,  no- 
gales, tipas  o  cebiles,  que  las  lluvias  descuajan,  y  en  las 
orillas  largos  trechos  de  barrancos  desmoronados.  Tal  es 
el  aspecto  genérico  de  los  ríos  jujeños,  hasta  el  día  en 
que,  llegando  densas  nubes  del  Sudeste,  se  precipitan  por 
las  faldas  de  los  cerros  en  que  nacen... 

De  pronto,  los  rumores  aumentan  y  se  aproximan. 
Vese  flotar  una  masa  de  árboles  que  vienen  rompiéndose 
y  arrastrando  las  piedras  y  obstáculos  a  su  paso;  el  le- 
jano rumor  se  convierte  en  un  trueno  continuo;  los  árbo- 
les del  pedregal  caen,  la  corriente  se  los  lleva,  se  alejan  ; 
el  valle  queda  cubierto  por  la  masa  de  las  aguas  que  se 
han  enrojecido  con  las  areniscas  componentes  de  los 
cerros.  La  corriente,  concentrando  su  fuerza  sobre  puntos 
determinados,  por  las  curvas  que  describe,  desmorona 
barrancos  y  se  diría  que  hasta  arrastra  los  mismos  ce- 
rros. La  duración  de  estas  avenidas  es  variable,  pues  de- 
pende de  la  cantidad  de  agua;  pero  siempre  son  de  la- 
mentables resultados  para  los  agricultores,  que  unas  veces 
pierden  con  ellas  las  bocatomas  de  sus  acequias,  y  otras, 
si  los  sembrados  están  próximos  al  rio,  buenas  fracciones 
de  tierras  cultivadas.  Cuando  el  caudal  de  agua  disminuye, 
cesa  la  inundación  y  el  río  vuelve  a  su  cauce  normal, 
sólo  queda,  en  vez  de  los  montecillos  que  invadían  el 
pedregal,  el  amplio  manto  de  piedras  lavadas  por  las 
aguas. 

Según  EOUAHUU  A.  HuLHBSHG  (14J0). 


^6 


EN   EL   país   argentino 


124.    Erl    indio    viejo. 


Era  un  indio  viejo  y  pobre 
que  vivía  allá  en  Jujuy, 
solitario  en  su  ranchito, 
que  en  una  quebrada  vi. 
Tocaba  el  indio  la  quena 
con  tan  tristes  sones  y 
con  tanta  melancolía 
como  nunca,  nunca  oí. 
Nadie  había  en  la  quebrada, 
desde  la  punta  hasta  el  fin ; 
nadie,  nadie  que  cantase 
como  él  un  yaraví.  [pos, 

Cuentan  que  en  sus  buenos  tiem- 
al  llegar  el  mes  de  abril, 
el  indio  de  la  quebrada 
se  aprestaba  para  ir 
con  su  quena  y  con  sus  bailes 
a  la  feria  de  Jujuy, 
y  que  ninguno  como  él 
bailaba  —  dicen  así  — 
chacareras  y  palitos 
al  son  de  bombo  y  violín. 
Refieren  en  la  comarca, 
desde  Humahuaca  a  Yaví, 
que  cierta  vez  un  señor 
que  recorría  el  país, 
le  oyó  cantar  y  le  dijo: 


—  Si  usted  me  quiere  seguir, 
venga  conmigo  y  ganamos 
mucha  plata  por  ahí. 

—  Gracias,  señor;  pero  de  este 
rancho  no  me  quiero  ir. 

—  Saldrá  usted  de  la  pobreza 
de  este  sucio  cuchitril, 

con  bailar  la  chacarera 
o  cantar  un  yaraví. 

—  Señor,  en  este  ranchito 
esperando  estoy  mi  fin. 

—  Conocerá  nuevas  tierras, 
conocerá  su  país... 

—  Le  agradezco,  señor ;  pero 
no  quiero  salir  de  aquí. 

—  Usted  vive  solitario 
a  cien  leguas  de  Jujuy, 
sin  familia    sin  amigos, 
sin  tener  que  comer,  sin 
abrigos  para  la  noche 
cuando  haya  heladas  y... 

—  Ahí  está;  todo  eso  es  cierto; 
pero  yo  vivo  feliz... — 

Así  dijo  el  indio  viejo 
que  vivía  allá  en  Jujuy, 
solitario  en  su  ranchito, 
que  en  una  quebrada  vi. 

Manuel  Gálvbs. 


125.  Una  aventura  en  el  Ckaco. 

(Del  diario  de  un  ingeniero) 

Me  ha  ocurrido  esta  mañana  una  aventura  que  jamás 
podré  olvidar,  aunque  viva  cien  vidas.  De  ahí  que  la  con- 
signe en  estas  páginas,  entre  los  apuntes  de  mis  mensuras 
y   algunas   anotaciones   técnicas   y  comerciales.  Como  era 


EN    EL    NORTE  317 

día  de  fiesta,  determiné  suspender  mis  trabajos,  y  salí  a  dar 
un  paseo  por  los  alrededores  de  nuestras  carpas.  Llevaba 
por  precaución  una  escopeta  de  varios  tiros  y  algunas  mu- 
niciones, ya  para  defenderme  de  las  fieras,  llegado  el  im- 
probable caso,  ya  para  tirar  sobre  algún  puma  o  ciervo 
que  tuviera  la  inocente  idea  de  ponerse  a  tiro. 

Guiado  sólo  por  mi  brújula,  procuraba  no  alejarme 
gran  trecho  de  la  orilla  del  río  Pilcomayo.  Iba  pensando  en 
el  pasado,  el  presente  y  el  porvenir  del  inmenso  territorio 
subtropical  donde  a  la  sazón  estaba  yo  ocupado  en  tareas 
profesionales.  ¡  Éste,  que  medía  y  hollaba  bajo  mis  plantas 
y  con  mis  instrumentos,  era  el  antiguo,  el  legendario,  el 
impenetrable  <-  Gran  Chaco  »  o  «  Chaco  Gualamba  »,  ahora 
dividido  entre  las  tres  repúblicas  de  Bolivia,  el  Para- 
guay y  la  Argentina!  Interesábame  la  parte  argentina,  sin 
duda  la  más  rica  y  principal,  que  comprende  las  gober- 
naciones de  Formosa  y  del  Chaco  propiamente  dicho. 
Pensaba  en  la  riqueza  de  sus  naturales  bosques  de  que- 
brachos centenarios ;  en  las  plantaciones  de  caña  y  los  inge- 
nios azucareros;  en  el  gran  desarrollo  que  va  tomando  la 
producción  del  algodón ;  en  las  estancias  de  la  región  del 
Sur ;  en  la  flora  exuberante  del  país  y  en  su  rica  fauna. 
Recordaba  asimismo  que  todavía  existen  en  el  interior  de 
sus  selvas,  aunque  en  disminución  y  decadencia,  varias 
razas  de  indios:  los  Tobas,  los  Matacos,  los  Choritis,  de 
la  estirpe  guaycurú,  y  los  Chiriguanos,  de  la  estirpe  gua- 
raní. Estaban  destinados  a  desaparecer,  a  refundirse  con 
los  blancos,  a  medida  que  avanzara  la  civilización.  Llegué 
a  representarme  el  futuro  Chaco  argentino,  todo  poblado 
de  cultivos  y  de  establecimientos  industriales.  Sin  duda,  el 
territorio  iba  perdiendo  su  primitivo  carácter  salvaje;  tal 
vez  fuera  conveniente  que  el  Estado  conservara  algún  buen 
retazo  para  hacer  de  él  una  especie  de  paseo  público 
nacional;  engarzada  como  una  esmeralda  en  la  indus- 
triosa República,  perduraría  la  selva  virgen,  con  su  ruda 
belleza  ofrecida  al  viajero,  sus  bosques  abiertos  al  natura- 


318 


EN    EL    PAÍS    ARGENTINO 


lista,  SUS  fieras  para  el  cazador...  ¡Si  casi  ni  se  veían  ya 
fieras  en  aquella  parte  poblada  de  Chaco!  En  seis  meses 
no  se  nos  había  presentado  un  solo  jaguar,  aunque,  en 
verdad,  hablábase  con  frecuencia  de  inoportunos  encuen- 
tros. Temíase  sobre  todo  a  los  jaguares  antropófagos, 
que  habiendo  probado  la  carne  humana,  preferíanla  a  todo 
alimento  y  aguzaban  el  ingenio  para  seguir  la  pista  de  los 
hombres...  Pero  no  había  que  temerlos  por  allí,  pues  la 
pólvora  y  el  fuego  los  tenían  ahuyentados  de  los  parajes 
próximos  a  los  grandes  ríos. 

Vagando  yo  distraído  en  estos  pensamientos,  me  sor- 
prendió de  súbito  un  tropel  que  se  abría  camino  en  los 
matorrales.  Ante  mi  vista  pasaron,  huyendo  despavoridos, 
los  ciervos  de  copiosísimo  rebaño;  lanzáronse  al  río,  cru- 
záronlo a  nado  y  desaparecieron  en  la  orilla  opuesta.  Fal- 
tóme tiempo  para  preparar  la  escopeta;  cuando  tiré,  esta- 
ban ya  fuera  de  mi  alcance.  Impresionado  por  aquella  huida, 
que  no  me  explicaba,  detúveme  un  momento.  Vi  entonces 
algo  que  me  pareció  más  extraño  aun ;  con  esfuer'zos  des- 
esperados, un  zorro  trepaba  a  un  árbol.  Al  principio,  sin 
poder  dar  crédito  a  mis  ojos,  pues  jamás  oí  de  zorros  que 
poseyeran  tal  habilidad  o  costumbre,  supuse  que  fuese 
un  gato  montes.  Acerquéme,  y  comprobé  azorado  que 
era  realmente  un  zorro,  quizá  un  zorro  innovador,  quizá 
loco... 

Excitada  mi  curiosidad  por  la  disparada  de  los  ciervos  y 
la  extravagancia  del  zorro,  mis  oídos  percibieron  un  ligero 
susurro  de  las  matas.  Latióme  el  corazón  violentamente, 
como  anunciándome  un  peligro;  eché  una  rápida  mirada 
hacia  adelante,  y  de  pronto  lo  comprendí  todo...  A  la  dis- 
tancia de  unos  veinte  pasos,  dos  ojos  redondos  y  coma 
luminosos  me  acechaban...  Era  un  jaguar,  un  feroz  tigre 
de  América,  tan  terrible  y  potente  como  el  de  Benga- 
la: probablemente  venía  persiguiendo  el  rebaño  de  cier- 
vos, y  al  verme  se  había  detenido...  Crítico  era  el 
trance;   demasiado   inocente,  había  caído  yo  en  la  impru- 


te* 


^^li^^c 


EN    EL    NORTE 


319 


dencia    de    avanzar   solo,   sin    un   guía,    sin    un    perro   si- 
quiera. . . 

Mi  inteligencia  se  iluminó  en  aquel  instante  con  fe- 
briles recuerdos  y  temores.  Si  perecía  bajo  las  zarpas  de 
la  fiera,  ¿cuál  sería  el  porvenir  de  la  esposa  y  de  los 
cinco  hijos  que  había  dejado  en  el  Rosario?...  Pero, 
lejos  de  desmayar,  el  enternecimiento  de  mis  añoran- 
zas pareció  infundirme  valor.  Como  en  un  sueño,  alcé 
la  escopeta,  que  tenía  cargada  de  bala,  y  apunté  largar 
mente.  ¡Si  erraba  el  tiro,  era  hombre  muerto!...  La  fiera, 


que  estaba  aún  algo  distante,  no  se  movía ;  entre  el 
matorral,  iluminado  por  el  tibio  sol  de  invierno,  divi- 
saba yo  su  grupa  baya  y  manchada...  Juzgue  prudente 
esperar  a  tenerla  más  cerca;  hasta  podía  suceder  que  ella 
optase  por  una  retirada,  sin  atacarme,  y  en  tal  caso  re- 
sultaba temerario  provocarla.  No  dándome  la  .fiera  mucho 
tiempo  para  pensar,  decidióse  y  avanzó  hacia  mí,  lenta- 
mente, casi  rampando  sobre  sus  nerviosos  jarretes,  pronta 
a  atraparme  de  un  enorme  salto. . .  Fijé  bien  el  punto  de 
mira  de  mi  escopeta  en  el  testuz  del   animal,  entre  ambos 


¡^ 


320  EN  EL  país  argentino 

ojos,  y,  aunque  no  muy  seguro  de  mi  puntería,  puesto 
que  no  soy  diestro  cazador,  apreté  el  gatillo,  antes  de 
que  fuese  demasiado  tarde. . .  Sonó  el  tiro,  oyóse  al  mismo 
tiempo  un  bramido  doloroso,  eché  el  cuerpo  atrás,  y  el 
tigre,  dando  el  esperado  salto,  cayó  algunos  pies  delante 
de  mí,  con  el  pecho  cubierto  de  sangre ;  estaba  herido  en 
el  cuello,  ¡  pero  más  rabioso,  más  terrible  aun !. . . 

No  podría  decir  lo  que  pasó  entonces  por  mí.  Tenía 
otras  balas  en  la  escopeta,  que  era  de  repetición,  y  tiré, 
rápido  como  el  relámpago,  apuntando  apenas,  casi  incons- 
ciente de  lo  que  hacía...  Esta  vez  tuve  mejor  suerte.  La 
fiera,  sin  exhalar  un  quejido,  cayó  redonda  sobre  el  flanco 
y  estiró  las  patas  en  un  rápido  estertor. . . 

Cauteloso,  reculé  unos  pasos  y  esperé  todavía  unos 
sesudos,  aspirando  el  aire  en  grandes  bocanadas.  Pare- 
cióme que  nacía  de  nuevo.  Miré  a  mi  alrededor,  y  hallé 
al  cielo,  al  mundo,  a  la  vida,  una  hermosura  antes  des- 
conocida para  mí.  Apoyé  en  el  suelo  la  culata  del  arma, 
me  descubrí,  me  enjugué  el  sudor  de  la  frente  con  la 
diestra,  y,  al  fin,  me  acerqué  al  cuerpo  rígido  del  jaguar. 
¡Estaba  muerto,  sí!  Agácheme  sobre  su  robusta  cabeza 
y  la  levanté  en  mis  manos.  La  primera  bala  le  había 
dado  en  el  cuello,  le  había  atravesado  probablemente 
el  esófago  y  había  salido  por  la  paleta ;  otra  le  entró 
por  las  fauces  abiertas,  penetró  por  el  paladar,  y  pare- 
cía haberse  alojado  en  el  cerebelo...  ¡Allí  estaba,  ten- 
dido para  siempre,  como  un  tibio  despojo  de  la  Natura- 
leza, el  terrible  dueño  y  señor  de  las  selvas  americanas! 
Y,  al  ver ;  tanta  fuerza  destruida,  tuve  un  sentimiento  de 
compasión  por  la  bestia  sacrificada. . .  ¡  Cuan  cierto  es  que 
no  hay  ni  puede  haber,  para  el  hombre,  una  alegría  com- 
pletamente 'pura  y  exenta  de  la  más  ligera  sombra  de 
tristeza ! 


EN   EL    SUR  321 

VI.  EN  EL  SUR 

126.   Los  faros  de  las  costas  argentinas. 

La  navegación  en  las  proximidades  de  la  costa  es 
siempre  más  peligrosa  que  en  alta  mar.  Diríase  que  la 
naturaleza  defiende  los  continentes  y  pueblos  marítimos 
por  medio  de  riscos  y  peñones,  a  veces  traidoramente 
ocultos  bajo  la  superficie  del  agua.  En  ciertos  parajes, 
huracanadas  corrientes  chocan  contra  las  rocas  costeñas, 
rompiéndose  en  numerosos  penachos  de  espuma.  El  paso 
de  los  grandes  estuarios  y  ríos  suele  obstruirse  con  escon- 
didos bancos  de  arena,  que  parecen  trampas  para  apresar 
por  la  quilla  a  los  navios.  Opacas  nieblas  envuelven  en 
ocasiones  la  cercana  costa,  como  para  engañar  al  inexper- 
to marino,  que,  creyéndose  en  alta  mar  aun,  podría  aven- 
turarse imprudentemente  entre  los  riscos  y  los  bancos. 
Todavía  hay  que  añadir,  a  estas  múltiples  asechanzas,  el 
movimiento  de  los  grandes  puertos,  donde  continuamente 
entran  y  salen  embarcaciones,  con  posibilidad  de  choques 
fatales.  Los  naufragios  más  horribles  se  producen  a  menudo 
frente  a  las  costas,  y  no  dan  siempre  tiempo  al  salvamento. 

Para  la  seguridad  de  la  navegación  en  la  proximidad 
de  la  tierra  y  en  la  entrada  de  ios  puertos,  especialmente 
durante  la  noche,  la  moderna  civilización  usa  de  eficaces 
medios.  En  los  puntos  más  peligrosos  y  en  los  puertos, 
construyese  una  alta  torre  coronada  por  un,  poderoso 
foco  de  luz,  el  faro.  Para  que  el  navegante  no  vaya  a 
confundirlo  con  una  estrella,  puesto  que  irradia  sobre 
el  horizonte  hasta  veinte  y  treinta  millas  de  distancia, 
dase  a  la  luz  sus  señas  y  caracteres  propios,  y,  sobre 
todo,  regulares  y  mecánicas  intermitencias.  El  faro  argen- 
tino del  cabo  San  Antonio,  por  ejemplo,  en  el  extremo 
sur  de  la  ensenada   de   Samborombón,    posee  una  luz  in- 


322  EN    EL    PAÍS    ARGENTINO 

confundible,   con    destellos  de  duración  de  12  segundos  y 
un  eclipse  de  18. 

No  siempre  basta  el  faro  asentado  en  tierra  firme  o 
en  alguna  isla  para  advertir  al  navegante.  A  veces,  el 
peligro  no  es  fácil  de  indicar  por  medio  de  faros  erigidos 
en  sitios  relativamente  distantes.  En  tal  caso  se  recurre 
al  procedimiento  de  buques-faros  y  de  boyas  luminosas, 
sólidamente  anclados  junto  a  los  riscos  o  sobre  los  ban- 
cos de  arena.  Hácese  esto  especialmente  útil  en  la  entrada 
de  los  puertos.  Así,  en  la  del  río  de  la  Plata,  la  República 
Argentina  ha  puesto  y  mantiene  una  serie  de  oportunas 
indicaciones:  el  buque-faro  Recalada  ;>,  el  buque  faro  de 
Punta  del  Indio,  la  boya  luminosa  « Cuirasier »,  la  boya 
luminosa  de  Banco  Chico,  las  farolas  de  los  malecones 
del  puerto  de  la  Plata  y  las  farolas  del  puerto  de  Buenos 
Aires.  También  en  el  puerto  de  Bahía  Blanca  hay  un 
buque-faro  de  «  Recalada  »  y  varias  boyas  luminosas. 

A  estos  recursos  de  faros,  buques-faros  y  boyas  lu- 
minosas hay  que  agregar  las  estaciones  radiotelegráficas,  es- 
tablecidas también  para  seguridad  de  la  navegación  cerca 
de  las  costas.  El  telégrafo  sin  hilos,  la  moderna  invención 
de  Marconi,  sirve  para  que  los  buques  comuniquen  con 
la  tierra  firme  y  viceversa,  de  modo  que  los  riesgos  oca- 
sionales de  la  entrada  en  un  puerto  pueden  ser  conocidos 
a  la  distancia,  en  alta  mar. 

La  República  Argentina,  además  de  los  citados  faros 
y  señales,  tiene  establecidos  en  sus  costas  los  faros  de 
punta  Médanos,  punta  Mogotes,  río  Negro,  cabo  San 
Antonio,  punta  Delgada,  punta  Pingüino,  punta  Gallegos, 
cabo  Vírgenes,  punta  Dungeness,  islas  Año  Nuevo,  y,  asi- 
mismo, estaciones  radiotelegráficas  en  Buenos  Aires  (dársena 
Norte),  Bahía  Blanca  (Puerto  Militar),  punta  Mogotes, 
punta  Delgada,  isla  Leones,  isla  Pingüino,  monte  Entrance, 
cabo  Vírgenes,  cabo  Penas,  cabo  San  Pío,  puerto  Harber- 
ton  e  islas  Año  Nuevo.  Todas  estas  instalaciones  están 
servidas  por  la   marina  de  guerra.   El  observatorio  magné- 


EN    EL   SUR  323 

lico   de   las   islas  Año   Nuevo   es   el    más  completo  de  la 
América  del  Sur. 

'  Aplicando  los  últimos  adelantos  de  la  técnica,  la 
República  Argentina  facilita,  pues,  la  navegación  comer- 
cial en  las  épocas  de  paz,  y  posee  en  sus  costas  los  ele- 
mentos necesarios  para  la  defensa  nacional  en  el  caso 
de  ser  agredida  por  una  escuadra  enemiga.  Sus  faros, 
esos  guías  amistosos  y  protectores,  son  también  como 
centinelas  de  la  patria  avanzados  en  el  mar,  y  siempre 
de  pie,  con  su  vigilante  mirada  de  luz  tendida  sobre  el 
horizonte. 


127.  La  Australia  Aréentina. 

La  República  Argentina  posee  un  vastísimo  territorio 
austral,  llamado  la  Patagonia,  que  podría  denominarse 
también,  por  su  situación  y  sus  caracteres,  la  « Australia 
Argentina».  Comprende  este  territorio  tres  regiones:  la 
zona  de  la  costa,  la  zona  central  y  la  zona  andina  o  de 
los  Andes. 

La  zona  vecina  a  la  costa  contiene  pastos  acaso  no 
muy  abundantes,  pero  de  una  calidad  muy  especial,  que 
permite  aprovecharlos  para  la  cría  de  vacas,  ovejas,  caba- 
llos y  cabras.  La  práctica  demuestra  que  el  ganado  so- 
porta allí  el  clima  al  aire  libre  todo  el  año.  Los  valles  de 
los  ríos  y  cañadas  son  aprovechables  para  la  agricultura. 
La  zona  central  es  menos  fértil,  y  su  clima,  por  la  dis- 
tancia del  mar,  menos  templado.  No  obstante,  posee  gran- 
des planicies,  donde,  con  ciertos  cuidados,  pueden  plan- 
tearse establecimientos  ganaderos.  La  zona  andina,  o  sea 
la  montañosa,  empieza  en  los  primeros  conirafuertes  de 
ja  cordillera.  Sus  paisajes  son  bellos  e  imponentes.  Está 
toda  ella  caracterizada  por  espesos  e  interminables  bosques 
de  hayas  antarticas  y  una  vegetación  herbácea  que  satis- 
faría al  estanciero  más  exigente. 


324  EN    EL   PAÍS    ARGENTINO 

La  Australia  Argentina  es,  pues,  salvo  ciertas  partes 
del  interior,  un  territorio  propicio  al  desarrollo  de  la  ga- 
nadería y  de  la  agricultura.  Sus  condiciones  lo  llaman  a 
ser,  en  un  porvenir  no  lejano,  un  gran  centro  de  civiliza- 
ción y  fuente  de  riqueza.  Sin  embargo,  puede  decirse  que 
está  despoblado  aún.  Sus  extendidas  praderas  esperan  nue- 
vas generaciones  que  las  cultiven  y  civilicen. 

Imaginad,  jóvenes  argentinos,  esos  millares  de  leguas 
poblados  de  estancias,  de  industrias,  de  ciudades.  En  cada 
abra  de  la  costa  atlántica  se  alzará  un  puerto,  en  cada 
valle  un  ferrocarril,  en  cada  planicie  un  pueblo.  Entonces, 
la  República,  con  veinte  o  treinta  millones  de  habitantes, 
será  una  de  las  primeras  potencias  del  mundo.  Y  tales 
tiempos  pueden  acercarse  a  nosotros  si  las  nuevas  gene- 
raciones se  lanzan  audaz  y  virilmente  a  la  colonización 
del  hermoso  desierto.  ¡Adelante!  ¡La  Australia  Argentina 
espera  nuestros  esfuerzos! 

Según  Garlos  M.  MoyanO  y  Roberto  J.  Patró 

128.  La   Suiza  Aréentina. 
I.   PAISAJE  DEL   LAGO   NAHUEL-HUAPI 

Desde  las  eminencias  de  la  península  del  Oeste  presenta 
el  gran  lago  Nahuel-Huapí  un  paisaje  glacial  típico,  aunque 
fértil  en  extremo:  los  grandes  trozos  graníticos  se  elevan 
en  las  ondulaciones  de  las  morenas,  sobre  espléndidos 
frutillares  silvestres.  Las  morenas  tienen  una  altura  de 
cien  metros  sobre  el  lago,  y  parecen  levantarse  en  líneas 
paralelas,  siendo  las  más  elevadas  las  más  próximas. 
Predomina  el  granito;  hay  trozos  hasta  de  ciento  ochenta 
metros  cúbicos.  Obsérvase  igualmente  una  roca  porfírica 
y  traquitas  verdosas  y  rojizonegruzcas.  Desde  un  alto  pe- 
ñasco se  contempla  el  claro  lecho  del  ventisquero,  que  en 
otra  época  cubrió  el  lago.  Profundas  hendeduras  de  lados 
redondeados  dan  al  peñasco  el  aspecto  característico  de 
los  lomos  de  ballenas,  y  las  estrías  y  canaletas  pulidas  se 


EN   EL   SUR  325 

conservan  netamente.  Este  promontorio  está  situado  a  tres- 
cientos metros  sobre  el  nivel  del  lago.  A  su  pie  se  extiende 
el  paisaje  morenisco  del  valle  oriental  y  vasta  extensión 
del  lago  Nahuel-Huapí,  con  sus  cuatro  islas  y  las  precio- 
sas ensenadas  del  Oeste.  En  toda  la  orilla,  hasta  donde 
la  vista  alcanza,  una  faja  de  árboles,  en  que  predominan 
los  cipreses,  separa  del  lago  la  ondulada  morena. 

La  cordillera  nevada,  enorme,  dentada  y  redondeada, 
segiín  la  roca  de  sus  cerros,  forma  el  telón  de  fondo,  al 
Oeste  y  Sudoeste;  al  Norte,  los  bosques  ocultan  las  abrup- 
tas rocas  neovolcánicas.  Se  ve  que  los  trozos  de  granito 
proceden  de  las  cadenas  del  Oeste  y  Sudoeste,  y  que, 
para  llegar  hasta  el  promontorio  desde  el  cual  se  observa 
el  magnífico  paisaje,  tuvieron  que  cruzar  la  parte  del  lago 
cubierta  por  el  ventisquero  hoy  desaparecido.  En  esta 
región,  el  ventisquero  más  inmediato  es  hoy  el  del  Tro- 
nador, en  las  nacientes  del  río  Frío ;  pero  no  se  ye  el 
gigante  blanco ;  su  presencia  se  anuncia,  a  pesar  de  la 
considerable  distancia,  sólo  por  los  broncos  y  profundos 
truenos  producidos  por  el  desplome  del  hielo. 

Al  pie  del  promontorio,  que  está  a  su  vez  dominado 
por  una  montaña,  se  extiende  una  explanada  de  frutillas. 
Encuadrada  por  el  bosque  alto  y  por  la  vegetación  que 
desciende  al  lago,  la  orilla  está  cubierta  de  grandes  trozos 
erráticos,  lamidos  perezosamente  por  las  aguas  mansas 
cuando  hay  calma,  y  contra  los  cuales  chocan  con  es- 
truendo las  olas  en  los  días  de  huracán.  Son  las  aguas 
del  lago  de  color  azul  obscuro  en  el  centro,  y  celestes, 
blancolechosas  y  luego  de  color  de  plata  líquida  cerca  de 
la  playa,  donde  espejean  las  pajillas  de  mica  y  el  cuarzo 
cristalino  blanco.  Los  pequeños  torrentes,  que  nacen  den- 
tro del  bosque,  en  las  raíces  de  los  viejos  troncos,  des- 
cienden con  fuerte  pendiente,  y  sirven,  con  los  árboles  que 
les  dan  sombra,  de  pequeños  cercos  a  encantadores  jar- 
dines naturales. 


32$  EN    EL    PAÍS    ARGENTINO 

11.  LA  SUIZA  ARGENTINA 

Por  el  magnífico  escenario  de  su  naturaleza,  en  la  re- 
gión de  los  lagos,  la  Patagonia  es  la  rival  de  la  Suiza 
europea.  La  Suiza  parece  una  reducción  habitada  de  la 
Patagonia  Andina ;  ésta  supera  a  aquélla  en  grandiosidad 
y  belleza.  Aunque  semejantes,  ninguno  de  los  ponderados 
lagos  de  Suiza  presenta  la  majestad  imponente,  indescrip- 
tible, del  lago  Viedma ;  ninguno  de  sus  ventisqueros  puede 
rivalizar  con  el  mar  de  hielo,  comparable  con  un  pedazo  de 
costa  groenlandesa,  dominado  por  el  volcán  de  Fitz  Roy. 
El  lago  Argentino  es  más  salvaje,  más  indómito  que  sus 
rivales  suizos ;  sus  montañas  son  más  elevadas  y  pinto- 
rescas; sus  ventisqueros  reemplazan,  con  su  escuadra  de 
témpanos  colosales,  mágicos,  que  desfilan  ante  las  selvas 
vírgenes,  las  blancas  embarcaciones  o  vapores  que  en 
Suizí  conducen  al  viajero.  El  lago  San  Martín,  separado 
por  los  montes  Lavalle  de  los  canales  andinos,  no  tiene 
igual  entre  los  análogos  de  Suiza.  Nahuel-Huapí  es  como 
varios  lagos  suizos  sumados.  El  Monte  Blanco,  tan  cele- 
brado en  Europa,  tiene  un  hermano  en  el  patagónico 
Tronador,  gigante  geológico  siempre  airado  y  siempre 
rugiente. 

Según  Fhancisco  P.  Moueno. 

129.  Navegación,  en  los  canales  de  Tierra  del  Fueéo. 

A  partir  de  Punta  Arenas,  el  itinerario  de  nuestro 
buque  era-  el  siguiente :  Canal  de  la  Magdalena,  canal 
Cockburn,  paso  de  Breacknock,  canal  Darwin,  canal  de 
Beagle,  bahía  de  Ushuaia...  Y  los  paisajes  iban  desarro- 
llándose cada  vez  más  interesantes  a  nuestra  vista,  con 
un  lujo  de  color  que  nadie  esperaría  encontrar  en  aque- 
llas regiones.  Por  momentos  aparecía  el  sol,  dorando  las 
alturas  crecientes,  y  dando  caprichosos  matices  a  los  grue- 
sos montones  de  nubes,  que  al  propio  tiempo  señalaban 


KN    EL   SUR  327 

y  ocultaban  los  montes  elevado^,  casi  eternamente  envuel- 
tos en  una  capa  de  densos  vapores.  Comenzaba  la  vege- 
tación, y  desarrollábase  paulatinamente,  formando  una  línea 
que  se  extendía  hasta  perderse  de  vista,  sobre  la  que  se 
destacaba,  con  tonos  más  obscuros  y  enérgicos,  la  roca 
pelada,  salpicada  aquí  y  allá  por  alguna  mancha  de 
nieve. 

Parecíame  estar  en  plena  cordillera  de  los  Andes; 
pero  después  de  un  desastre  colosal,  de  un  diluvio  que 
hubiera  cubierto  valles  y  hondonadas,  dejando  sólo  descu- 
biertas las  cumbres  de  las  montañas.  Aquí,  la  isla  Quema- 
da, por  cuyas  grietas  parece  correr  aún  el  humo,  y  cuyo 
desolado  aspecto  tiene  algo  de  fantástico  y  teatral ;  allí, 
un  montón  de  verdura  en  que  crece  el  musgo  amarillento 
junto  a  las  gramíneas  de  un  verde  más  intenso  y  vivo; 
allá,  una  ensenadita  de  aguas  especulares  donde  se  re- 
trata la  costa  rígida,  de  líneas  violentas ;  acullá,  la  ligera 
ondulación  de  la  corriente,  en  el  canal. . .  Y  todo  esto 
móvil,  envuelto  en  las  gasas  ligerísimas  de  una  neblina 
apenas  perceptible,  esfumado  en  las  lejanías  como  un 
sueño  vago,  con  masas  de  nubes  y  claros  de  azul  purí- 
simo.. .  ¿Por  qué  no  van  allí  los  pintores  argentinos? 
¿Por  qué  no  se  inspiran  en  aquella  naturaleza  salvaje,  tan 
rica  de  color,  tan  variada  y  tan  nueva?  Allí  encontrarían 
tema  para  tantos  paisajes,  para  tantas  manchas  admira- 
bles. . .  Ya  un  lago  tranquilo,  cubierto  de  hojas  de  cachi- 
yuyo,  rodeado  de  altas  rocas,  por  las  que  trepa  el  ejército 
del  nothofagus,  ese  árbol  austral  por  excelencia,  que  resiste 
las  nieves  y  los  huracanes,  con  su  copa  verde  tendida  a 
favor  de  los  vientos  más  frecuentes  y  terribles;  ya  un  pa- 
norama polar,  con  los  irisamientos  del  hielo  transparente 
y  la  blancura  mate  y  fría  de  la  nieve;  ya  un  pedazo  de 
selva  virgen,  con  las  hierbas  altas,  y  en  que  se  entrelazan 
los  troncos  del  nothofagus  y  del  caucho,  y  donde  crecen 
grandes  flores,  blancas  o  rojas  como  la  sangre,  selva  que 
parece  tropical,  tanta  es  su  vitalidad;  ya  — cuando  el  oto- 


328  EN  EL  país  AIíGENTINO 

ño  comienza  — el  cariñoso  matiz  sonrosado  que  toman  las 
hojas  perennes  de  la  haya,  contrastando  sobre  los  dife- 
rentes verdes  del  resto  de  la  vegetación. 

Algunas  de  las  pequeñas  bahías  a  cuyo  frente  pasá- 
bamos, eran  encantadoras.  Pero,  cuando  no  se  navegaba 
muy  de  cerca,  sólo  se  veían  sus  grandes  líneas,  el  ver- 
dor del  cielOj  y  los  árboles,  tan  diminutos  que  parecían 
juncos,    aunque    a    veces    tuvieran    un    tronco    respetable. 


bsas  bahías,  muchas  ae  ellas  escondidas,  suelen  ser  puerto 
de  refugio  de  los  loberos,  su  escondite,  mejor  dicho,  o  es- 
tación y  campamento  de  los  buscadores  4e  oro,  ocultos 
allí  a  toda  mirada  indiscreta.  Puntos  de  esos  hay  sólo 
conocidos  por  unos  pocos,  donde  cualquier  pirata,  cual- 
quier malhechor  puede  desaparecer  de  la  vista  de  sus 
perseguidores,  aun  con  embarcaciones  de  cierto  porte,  sin 
que  éstos  logren  hallarlo. 

Una  abertura  entre  dos  rocas,  sólo  visible  desde  un 
sitio  dado,  un  paso  ancho  y  sin  peligro,  y  luego  una  bahía 
''uvas   puertas   se   cierran   tras   el    buque,   y   cuyas   costas 


EN   EL"  SUR  329 

ofrecen  el  más  seguro  abrigo.  Cierto  comerciante  de  uno 
de  los  puertos  visitados  en  este  viaje,  y  cuya  goleta  vi- 
mos de  pronto  a  corta  distancia  del  transporte,  navegando 
con  su  mismo  rumbo,  sin  que  hubiéramos  sospechado 
su  presencia,  que  nos  sorprendió,  cuenta  que  él  sabe  un 
sitio  de  esos,  en  el  que  ha  solido  dejar  su  embarcación, 
completamente  sola,  sin  más  precaución  que  la  de  ama- 
rrarla en  arganeo,  y  seguro  de  que  nadie  la  vería...  Y 
como  él  habrá  tantos,  casi  todos  los  navegantes  de  los 
canales. 

De  vez  en  cuando  veíase  flotar  en  la  superficie,  como 
blanco  buque,  algún  pequeño  témpano  de  hielo,  despren- 
dido de  los  ventisqueros  cercanos.  Nunca  son  de  gran 
tamaño,  aunque  abunden  mucho  en  la  estación  avanzada. 
No  es  raro  que  sobre  ellos  se  pose  algún  shag  (ave  ma- 
rina), como  una  mancha  de  tinta  en  una  superficie  blanca, 
ni  verlos  repentinamente  darse  vuelta,  carcomida  su  base 
por  las  aguas  del  canal,  cuya  temperatura  es  más  elevada. 
Marchan  uno  tras  otro,  arrastrados  por  la  corriente  en  la 
misma  dirección,  o  se  arremolinan  y  detienen  en  los  reman- 
sos, para  derretirse  lentamente  junto  a  las  peñas.  Estos 
témpanos,  al  desprenderse  de  los  ventisqueros  y  caer  ai 
agua,  suelen  producir  grandes  olas  que  van  a  estrellarse 
contra  las  rocas  de  la  costa  y  que  pondrían  en  serio  pe- 
ligro a  las  embarcaciones  que  se  hallaran  en  las  cercanías. 
Pero  pocas  veces  se  ve  por  allí  otra  embarcación  que 
alguna  piragua  fueguina,  o  las  goletas  de  Punta  Arenas, 
que  toman  siempre  el  medio  del  canal  para  evitar  que 
una  racha  las  lance  contra  la  costa. 

Al  regreso,  en  otoño  ya,  vi  centenares  de  témpanos 
que  navegaban  por  el  canal;  aparte  de  las  aves,  eran  lo 
único  animado  de  aquel  paisaje  ¡dea!,  al  que  sólo  faltaba 
el  movimiento  de  la  vida  humana  para  que  su  pintoresco 
dejase  de  ser  tan  selvático  y  melancólico  como  es  hoy  en 
ciertos  parajes.  Alguna  vez,  cerca  de  nosotros,  a  tiro  de» 
fusil,  pasaba  un  vuelo  de  avutardas:  el  macho,  blanco,  bri- 


330  EN  EL  país  argentino 

liante,  a  la  cabeza  de  las  dos  hembras,  parduscas,  forman- 
do triángulo.  O,  junto  a  la  costa,  observábamos  el  hervidero 
del  agua,  producido  por  la  marcha  del  pato  a  vapor,  esa 
ave  que  nada  con  la  rapidez  que  le  ha  valido  su  nombre, 
levantando  con  las  alas  rudimentarias  gotas  y  espuma,  co- 
mo si  fueran  ruedas  de  paletas  puestas  en  movimiento  por 
una  máquina  poderosa.  El  pato  a  vapor  no  puede  volar; 
pero  no  he  visto  ave  alguna  que  nade  con  tanta  celeridad, 
pues  la  suya  es  comparable  sólo  con  la  de  un  pez.  O,  en 
en  el  cielo  tranquilo,  alguna  palomita  del  Cabo,  de  alas 
pintadas  como  una  falena;  o  la  mancha  negra  primero, 
y  el  abierto  abanico  más  cerca,  del  darup,  el  carancho  de 
Tierra  del  Fuego,  siempre  a  caza  de  cadáveres,  vecino  del 
pingüino,  cuyos  pichones  devora  si  logra  burlar  la  paternal 
solicitud.  O,  en  la  costa  cercana,  y  sobre  las  aguas  mansas, 
el  blanco  plumaje  de  la  avutarda,  pescando  entre  las  peñas; 
o  de  los  gaviotines,  diseminados  aquí  y  allí,  devorando  los 
langostinos  o  los  pececillos  que  se  ponen  al  picanee  de  su 
pico  agudo,  con  gallardos  movimientos  del  cuello,  y  ele- 
gantes revuelos  rápidos  en  que  mojan  las  patas  en  el  agua, 
para  levantarse  en  seguida  un  metro  o  dos,  y  tornar  a 
descender.  O  la  golondrina  de  mar,  de  patas  palmeadas, 
pequeña  y  de  intenso  color  pardo  obscuro,  a  la  que  la 
superstición  del  marinero  atribuye  el  don  de  pronosticar 
desastres,  y  que  le  anuncia  temporal  si  llega  a  posarse  en 
su  barco. 

Pero  toda  esa  vida  animal,  toda  la  que  bulle  en  las 
aguas  del  canal  de  Beagle,  no  logra  desvanecer  la  pro- 
funda impresión  de  soledad  que  producen  aquellos  sitios, 
impresión  que  ha  comenzado  en  el  Atlántico  Sur,  donde 
raras  veces  se  ve  una  vela,  y  que  se  hace  más  intensa 
allí.  El  canal  tiene  todo  el  aspecto  del  desierto,  o  una  ex- 
traña autosugestión  lo  hace  creer.  El  hecho  es  que  aque- 
llas peñas,  aquella  nieve,  parecen  no  holladas  nunca  por 
-el  pie  humano,  y  los  árboles,  corpulentos  en  la  costa,  más 
pequeños  a  medida  que  trepan  a  las  alturas,  hasta  hacerse 


EN   EL   SUR  331 

achaparrados  y  muy  diseminados  cerca  del  límite  de  la 
nieve,  muestran  sus  hojas  siempre  verdes,  con  la  languidez 
triste  de  lo  que  no  alberga  a  ser  viviente  alguno. 

Ni  aun  pasaba  por  nuestra  imaginación  que  sobre 
aquellos  acantilados,  o  en  aquellas  playas,  detrás  de  un 
tronco  o  de  una  piedra,  pudiera  ocultarse  alguno  de  esos 
indios  fueguinos  en  cuyo  detrimento  se  han  forjado  tantas 
leyendas,  haciéndolos  antropófagos,  ladrones  y  asesinos 
por  tendencia,  leyendas  que  no  se  desvanecerán  muy  pronto 
aunque  ya  se  haya  trabajado  en  ello. 

De  súbito  nos  sorprendió  el  espectáculo  de  uno  de  los 
ventisqueros,  el  primero  que  veíamos  en  los  canales,  y 
también  uno  de  los  más  pequeños,  cuya  nieve  llegaba 
hasta  el  mar,  con  tonos  azulados  suaves  y  tenues,  muy 
finos,  que  hacían  resaltar  más  la  blancura  casi  absoluta  de 
la  nieve  en  la  cima,  destacada  a  su  vez  sobre  el  fondo 
plomizo  del  cielo.  Hermoso  espectáculo,  que  nos  produjo 
profunda  impresión,  aunque  entre  nosotros  fuéramos  varios 
los  que  habíamos  visto  glaciares  en  los  Andes.  No  es  lo 
mismo  encontrarlos  en  una  grande  altura,  que  verlos  allí 
al  nivel  del  mar,  rodeados  de  vegetación,  en  medio  de 
una  temperatura  agradable,  como  de  un  día  plácido  de 
primavera,  y  donde  parecería  que  la  nieve  no  pudiera  con- 
servarse sino  breves  instantes.  Sorprende  el  espectáculo, 
cuya  visión  se  conserva  en  la  retina,  y  ha  de  conservarse 
largos  años  sin  duda. 

Según  Roberto  J.  Payró 


PARTE  CUARTA 
CUADROS  y  FASES  de  la  VIDA  ARGENTINA 

l30.  Nuestra  vida. 

1.  Nuestra  vida  es  un  río.  Tormentas  y  pasiones 
anegan  y  derrymban  y  pulverizan  todo; 

son  los  ocultos  riscos  mentiras  y  traiciones; 
el  egoísmo  trueca  los  caudales  en  lodo. 

2.  Las  fallas  del  carácter  son  los  bancos  de  arena, 
rencores  y  desdenes  son  témpanos  de  hielo, 

las  raudas  cataratas  son  las  crisis  de  pena, 
y  treguas  y  bonanzas  los  días  de  consuelo. 

3.  Si  nuestra  vida  baja  desde  la  cumbre  incierta 
al  hogar  y  a  la  patria  y  al  mundo  y  al  vacío, 

que  nunca  en  un  torrente  ni  en  lodo  se  convierta, 
j  que  corra  nuestra  vida  serena  como  un  río! 


I.  EL  HOGAR 

l3l.  El  consejo  maternal. 

1.  «Ven  para  acá»,   me  dijo  dulcemente 
mi  madre  cierto  día ; 
aun  parece  que  escucho  en  el  ambiente 
de  su  voz  la  celeste  melodía. 


FA.   HOGAR  333 

2.  «Ven  y  dime  qué  causas  tan  extrañas 
te  arrancan  esa  lágrima,  hijo  mío, 

que  cuelga  de  tus  trémulas  pestañas 
como  gota  cuajada  de  rocío. 

3.  «Tú  tienes  una  pena  y  me  la  ocultas: 
¿no  sabes  que  la  madre  más  sencilla 

sabe  leer  en  el  alma  de  sus  hijos 
como  tú  en  la  cartilla? 

4.  «¿Quieres  que  te  adivine  lo  que  sientes? 

Ven  para  acá,  pilluelo, 
que  con  un  par  de  besos  en  la  frente 
disiparé  las  nubes  de  tu  cielo  - 

5.  Yo  prorrumpí  a  llorar.   «  Madre,  le  dije, 
la  causa  de  mis  lágrimas  ignoro; 

pero  de  vez  en  cuando  se  me  oprime 
el  corazón,  ¡y  lloro!... » 

6.  Ella  inclinó  su  pensativa  frente, 

se  turbó  su  pupila, 
y,  enjugando  sus  ojos  y  los  míos, 
me  dijo  más  tranquila: 

7.  « Llama  siempre  a  tu  madre  cuando  sufras, 

que  vendrá,  muerta  o  viva; 
si  está  en  el  mundo  a  compartir  tus  penas, 
jy  si  no,  a  consolarte  desde  arriba!...» 

8.  Y  lo  hago  así  cuando  la  suerte  ruda 
como  hoy  perturba  de  mi  hogar  la  calma: 

j  invoco  el  nombre  de  mi  madre  amada, 
y  entonces  siento  que  se  ensancha  el  alma! 

Olegario  Y.  Andradb. 


33i  CUADROS    Y    FASES    DE    LA    VIDA    ARGENTINA 

l32.    Amor   paterno. 

Los  niños  no  comprenden,  no  pueden  comprender 
cuánto  los  aman  sus  padres.  Es  preciso  ser  padre  para 
comprenderlo.  Los  padres  viven  de  la  vida  de  los  hijos,  y 
aun,  si  sufren  la  inmensa  desgracia  de  perderlos,  tiénenlos 
presentes  siempre,  como  si  vivieran... 

¡Pobre  hijita  mía!  La  amaba  con  el  sentimiento  re- 
flexivo de  la  edad  experimentada;  la  amaba  con  los  idea- 
les de  la  juventud;  la  amaba  con  la  ingenua  ternura  del 
bebé  para  con  su  muñeca.  Las  risas  de  otras  niñas,  los 
cantos  de  los  pájaros,  y,  sobre  todo,  los  pequeños  cráneos 
que  veo  en  el  museo  donde  estudio,  evocan  en  mi  cora- 
zón su  silueta  llena  de  gracia  y  de  ternura.  En  las  pupilas 
de  aquella  pequeña  alma  el  engaño  había  puesto  todas 
las  alegrías  de  la  vida,  la  dulzura  de  todas  las  primaveras. 
Un  amor  puro  y  tranquilo  como  el  agua  de  las  fuentes 
unía  nuestros  corazones  y  calmaba  mi  espíritu  agitado  por 
la  brega  diaria. 

Cuando  salía  a  recibirme,  sonriente,  en  alto  las  mani- 
tas,  esforzándose  por  correr  sobre  el  desnivelado  piso  de  la 
acera,  tendía  yo  a  mi  vez  las  manos,  mis  brazos  se  juntaban 
a  sus  brazos,  y  todo  se  condensaba  en  un  silencioso,  cálido, 
largo  beso,  lleno  de  ternura,  que  un  ligero  transporte  del 
espíritu  consagraba  como  una  felicidad.  Todas  las  preocu- 
paciones, rencores,  intrigas,  odios,  que  sumados  arrojan 
el  dolor,  intenso  a  veces,  a  veces  disimulado  como  un 
eco,  de  lo  que  mina  muy  hondo,  se  disipaban  en  mí  má- 
gicamente a  los  balbuceos  de  la  pequeña,  que  ya  quería 
penetrar  como  un  sabio  los  misterios  de  la  Naturaleza,  ya 
interrogaba  como  una  insana  el  porqué  de  lo  insignificante. 

Había  nacido  para  ser  querida.  «¡Qué  encanto!», 
exclamaba  la  gente  al  pasar;  y  era  menuda  y  frágil, 
aunque  con  la  tez  coloreada  como  una  cereza.  Tenía  en 
su  mirada  algo  prematuro  de  noble  melancolía,  que  pren- 
daba y  decía   que   aquella    criatura   sería    un   consuelo  pa- 


EL   HOGAR  335- 

ra  los  desventurados.  No  era  posible  suponer  su  rostro 
profanado  por  el  enojo;  no  era  posible  imaginar  alterada 
aquella  cabeza  modestamente  hermosa.  Sentada  en  mis 
rodillas,  en  las  plácidas  noches  de  verano,  dirigía  ella 
sus  ojos  a  la  Luna  y  a  las  estrellas,  y  la  Luna  y  las  es- 
trellas eran  sus  amigas;  las  nombraba.  Estrechamente 
unidos,  juntas  a  ratos  las  mejillas,  mis  brazos  ceñidos  a  su 
cintura,  a  sus  muslos,  a  sus  inocentes  encantos,  estimula- 
ba ella  mi  pasión  con  cualquier  actitud  simulada  de  enojo 
o  de  placer,  acogiendo  con  ayes  rosados  los  pellizcos  que 
de  mí  recibía.  Así,  arrullada  por  mis  caricias,  cerraba  los 
ojos  y  abandonaba  su  cuerpo  sin  recelos;  yo  hundía  mi 
cara  en  su  cabellera  de  oro  y  la  llenaba  de  besos,  y  de 
lágrimas  alguna  vez,  cuando  en  la  meditación  cruzaba  mi 
mente  un  pensamiento  obscuro :  cuando  pensaba  que  todo 
aquello  podía  faltarme,  arrebatado  por  un  accidente  común 
cualquiera.  Un  ser  menos,  ¿qué  importaría  en  este  mun- 
do?... ¡Pero  no  me  sería  tan  trágico  ver  partida  la  Tierra! 

Una  tarde  dijo:  «Cama,  mamá  .  La  madre  le  tocó 
la  frente,  notó  fiebre  y  el  termómetro  marcó  40  grados; 
la  aflicción  fué  grande.  El  médico  la  examinó  sin  darnos 
el  diagnóstico;  mas  sus  evasivas  dejaron  inquietos  nuestros 
ánimos.  La  pequeña,  después  de  tomar  una  bebida,  durmió. 
Sus  ojos  entreabiertos,  los  estremecimientos  de  sus  brazos, 
la  respiración  corta  y  fatigosa,  nos  alarmaban.  Era  ya 
avanzada  la  noche.  La  madre  velaba  su  sueño ;  yo  fui  al 
escritorio,  con  el  inútil  propósito  de  estudiar;  mi  cabeza 
era  un  volcán  de  pensamientos  lúgubres  que  el  silencio 
intensificaba  con  tenaz  empeño.  No  había  vuelto  una 
página,  y,  sin  embargo,  hacía  tiempo  que  leía.  Cerré  el 
libro ;  dejé  la  silla,  asomé  la  cabeza  por  la  puerta  entre- 
abierta, y  vi  un  pañuelo  que  enjugaba  lágrimas.  Un  nudo 
llenó  mi  garganta  y  ahogué  los  sollozos  en  un  rincón  de 
la  sala. . . 

Los  doce  tañidos  del  reloj  se  oyeron  distintamente 
en   la  maiestuosa  calma  de  la  noche.   Una  voz  débil,  an- 


336  CUADROS    Y    FASES   DF,    LA    VIDA    ARGENTINA 

gustiosa,  me  llamó,  y  acudí  como  un  relámpago.  La 
pequeña  no  dormía  ya ;  su  vista  estaba  fija ;  sus  labios,  se- 
cos;  su  respiración  era  anhelosa;  el  cuerpo,  una  brasa.  Una 
voz  suplicante  repitió :  «  ¡Mamá,  mamá!  ». . ,  ¡El  termómetro 
marcaba  siempre  40  grados!  En  un  momento  preparamos 
el  baño,  y  las  compresas  de  agua  fría  dominaron  poco  a 
poco  la  fiebre,  quitaron  el  rojo  a  las  mejillas,  el  calor  a 
la  frente.  La  pequeña,  chapaleando  el  agua  con  sus  manos, 
me  miró,  bella,  candorosamente  bella,  y  sus  labios  son- 
rientes dijeron  :    «  ¡  Papá  !  ». . . 

Casi  tranquila,  dormía  a  intervalos,  vigilada  por  la 
madre,  mientras  yo  preparaba  con  delicia  infinita  los  150 
gramos  de  leche  que  la  alimentaban  cada  dos  horas.  El 
día  pasó  en  alternativas.  Las  relaciones  acudían  pregun- 
tando por  la  pequeña ;  las  más  ofrecían  sus  servicios. 
Pero,  si  la  amistad  es  un  consuelo  en  los  grandes  infor- 
tunios, en  esta  ocasión  no  alcanzaba  a  mitigar  nuestras 
preocupaciones,  y  se  la  miraba  como  a  una  intrusa  que 
ahondaba  el  dolor.  La  noche  vino,  tan  poética  y  amorosa 
como  las  que  con  la  muñeca  gozábamos  mirando  la  Luna 
y  las  estrellas.  Nos  quedamos  solos,  la  madre  y  yo,  tur- 
nándonos  la  pequeña  en  nuestros  brazos.  Estaba  consu- 
mida; dos  ojeras,  brevemente  cárdenas,  servían  de  marco 
a  sus  ojos  siempre  hermosos... 

Pasa  el  día  en  nuevas  y  siempre  renovadas  inquietudes. 
Otra  vez  suena  en  la  noche  el  doloroso  tañido  de  las 
doce  campanadas.  La  pequeña  mueve  a  derecha  e  iz- 
quierda la  cabeza  de  oro;  se  estremecen  de  tiempo  en 
tiempo  sus  brazos;  vuelve  el  alimento;  la  fiebre  sube;  se 
enrojecen  las  mejillas ;  abre  la  boca ;  las  inspiraciones 
aumentan;  una  voz  ansiosa  balbucea  a  intervalos  medidos: 
«Mamá,  mamá».  El  cuerpo  arde.  ¡El  baño,  otra  vez  el 
baño,  y  las  compresas  de  agua  fría  y  de  vinagre  aromati- 
zado I  A  través  del  agua  y  de  la  piel  distingo  la  rótula, 
las  costillas,  la  clavícula,  el  ancho  desproporcionado  de  las 
articulaciones,   y,   sobre   este   cuerpo   desleído,    un    rostro 


EL   HOGAR  337 

de  porcelana  con  la  encantadora  cabellera  por  adorno,  sos- 
tenido por  un  cuello  delgadísimo.  El  calor  baja,  pero  ya  no 
chapalea  ella  el  agua  con  sus  manitas,  ni  alza  la  cabeza 
para  sonreirme.  ¡Ya  no  me  mira,  ya  no  me  mira!  «Ma- 
má, mamá,  mamá»,  repite  siempre,  como  si  fueran  el  amor 
y  la  queja  mezclados  para  disipar  una  congoja  profunda. 
¡Pobrecita!  La  paseo  en  mis  brazos,  y  esto  parece  ali- 
viarla; mas  sus  quejas  hieren  mi  corazón  como  un  adiós 
del  que  parte  para  no  volver. 

La  madre,  rendida  por  los  sobresaltos  y  fatigas  de 
cinco  días  terribles,  se  ha  dormido.  Ahora  yo  solo  velo,  yo 
solo  miro  sus  ojos  abiertos,  yo  solo  escucho  su  débil  voz 
suplicante.  Sintiendo  el  alma  cargada  como  una  nube,  doblo 
mi  cabeza  sobre  su  cabeza,  y  la  hundo,  ¡oh!,  la  hundo  con 
ansia  en  sus  cabellos.  «Pasa  la  felicidad,  ¿qué  manos  po- 
drán detenerla?...»,  me  pregunto  súbitamente,  en  una  ciega 
agitación  de  esperanza  y  de  amor.  ¿Qué  manos  podrán 
detenerla?  El  espíritu  necesita  un  templo  donde  elevarse. 
¿Y  el  cuerpo  de  esta  pequeña  no  tiene  la  santidad  y  mag- 
nificencia de  un  templo?  La  beso,  la  beso,  la  beso  muchas 
veces,  la  estrecho  contra  mi  corazón,  la  quiero,  sí,  la  quiero 
más  que  nunca,  ahora,  ahora  que  huye  de  mí...  Ha  com- 
prendido ;  fija  sus  ojos,  hace  un  esfuerzo  para  sonreír, 
quiere  ceñir  su  braciío  a  mi  cuello.  ¡Oh  dicha  inefable! 
Mis  ojos  se  humedecen  y  confundimos  nuestro  cariño... 
Mas  no  tardan  en  volver  la  fiebre,  y  la  agitación,  y  la 
fatiga,  esta  vez  desesperantes  en  un  cuerpo  tan  debi!;tado. 

A  los  diez  minutos  sumergimos  a  la  pequeña  en  el  agua 
tibia,  y  la  pequeña  lloró.  El  baño  fué  tan  largo  como  lo 
prescribiera  el  facultativo ;  pero  la  pobrecita  era  presa  de 
una  gran  molestia;  gritaba  «no,  papá»,  «no,  mamá»;  con- 
fundía sus  ruegos  en  un  solo  nombre:  pama;  acudía  a  todo 
su  vocabulario  para  que  la  sacáramos  del  suplicio ;  se  aga- 
rraba a  nuestros  brazos ,  erguía  el  cuerpo ;  su  voz  de  terror, 
de  súplica  y  de  protesta  nunca  la  escuchamos  tan  violen- 
ta.   Éramos   dos    verdugos:    empleábamos    todas   nuestras 


338  CUADROS    Y    FASES    DE    LA    VIDA     ARGENTINA 

fuerzas  para  desprender  aquel  esqueleto  de  nuestros  bra- 
zos; le  gritábamos  para  tenerla  con  el  agua  al  cuello;  ella 
cedía  trémula  y  sollozante.  ¡  Extraño  recrudecimiento  de  la 
vida,  que  nos  dejaba  sorprendidos!  Envuelta  en  una  sábana 
y  bajo  un  fino  cobertor  celeste,  se  durmió,  cerró  los  ojos..- 

Despertó,  despertó  abatida,  pálida,  muy  pálida,  sin 
agitaciones,  sin  movimientos,  entreabierta  la  boca,  morados 
los  labios,  frías  las  manos.  Tomé  a  la  pequeña  en  mis  brazos, 
tomé  sus  manitas.  No  sé  qué  había  en  su  mirada  fija  en  mis 
ojos;  no  sé  qué  había  en  aquella  tranquilidad  de  hielo. 
Noté  la  respiración  débil,  como  si  apenas  saliera  de  la 
garganta;  la  aproximé  a  mi  pecho,  puse  mi  rostro  sobre 
su  rostro,  y  la  sentí  fría,  fría  como  el  mármol... 

«¡Hija!»,  le  grité  con  ansia  profunda,  y  la  pequeña  dijo: 
«Papá»,  con  calma  infinita,  y  expiró...  ¡Oh  mi  cabecita  de 
cabellos  de  oro,  de  ojos  celestes,  de  mejillas  de  cereza! 
¡Oh  mis  esperanzas,   mis  ilusiones,  mi  muñequita! 

Según  VicTOH  Mercante 

l33.  En  el  koéar. 

f  At  Iioinej. 

1.  Bella  es  la  vida  que  a  la  sombra  pasa 
del  heredado  hogar ;  el  hombre  fuerte 
contra  el  áspero  embate  de  la  suerte 

puede  allí  abroquelarse  en  su  virtud. 

Si  es  duro  el  tiempo  y  la  fortuna  escasa, 

si  el  aéreo  castillo  viene  abajo, 

queda  la  noble  lucha  del  trabajo, 

la  esperanza,  el  amor,   la  juventud. 

2.  Hijos,  venid  en  derredor;  acuda 
vuestra  madre  también,  ¡fiel  compañera!, 
y  levantad  a  Dios  con  fe  sincera 
vuestra  ferviente,  candida  oración. 

Él  es  quien  nos  reúne  y  nos  escuda, 
quien  puso  en  nuestros  labios  la  sonrisa, 


l:l  hogar  339 

da  su  aroma  a  la  flor,  vuelo  a  la  brisa, 
luz  a  los  astros,   paz  al  corazón 

3.  Después  de  la  fatiga  y  del  naufragio 
ansio  rodearme  de  cariños; 

la  serena  inocencia  de  los  niños 
de  la  herida  mortal  calma  el  dolor. 
Es  para  el  porvenir  dulce  presagio 
que  al  hombre  con  el  mundo  reconcilia, 
el  ver  crecer  en  torno  la  familia 
bajo  las  santas  leyes  del  amor. 

4.  El  vano  orgullo,  la  ambición  insana, 
aspiren  a  las  pompas  de  la  tierra; 

su  nombre  ilustre  en  la  sangrienta  guerra, 
lleno  de  encono,  el  bárbaro  adajid. 
Nuestra  misión  es,  hijos,  más  cristiana: 
amar  la  caridad,  amar  la  ciencia; 
puras  las  manos,  pura  la  conciencia, 
dar  el  licor  a  quien  nos  dio  la  vid. 

5.  El  sol  de  cada  día  nos  alumbre 
el  sendero  del  bien ;  nada  amedrente 
al  varón  justo,  ai  ánimo  valiente 

que  fecundiza  el  suelo  en  que  nació; 
la  libertad  amemos  por  costumbre, 
por  convicción  y  por  deber;  en  ella 
el  despotismo  estúpido  se  estrella: 
de  la  Patria  los  hierros  destrozó. 

6.  ¡Honra  y  prez  a  sus  padres  denodados! 
Entre  ellos  se  encontraba  vuestro  abuelo; 

hoy  descansa  su  espíritu  en  el  cielo, 
noble  atleta  vencido  por  la  edad. 
Venid  en  sus  recuerdos  impregnados, 
y  llena  el  alma  de  filial  ternura, 
su  venerada,  humilde  sepultura, 
con  flores  y  con  lágrimas  regad. 


340  CUADROS   Y    FASES    DE    LA    VIDA    ARGENTINA 

7.  Tomad  el  ejemplo  en  él;  y  cuando  un  día 
emprenda  yo  mi  viaje  sin  retorno, 
erigidme  una  cruz,  y  de  ella  en  torno, 
sin  una  mancha  en  la  tranquila  sien, 
llenos  de  amor,  de  paz  que  es  la  armonía, 
podáis  decir  de  vuestro  padre  amado: 
«Latió  en  su  pecho  un  corazón  honrado; 
no  fué  un  procer,  fué  más,  hombre  de  bien  ». 

Garlos  Guido  y  Spamo. 

l34.   La  obediencia  de  los  Kijos. 

Un  padre  tenía  tres  hijos:  el  mayor  era  por  tempe- 
ramento un  indolente;  el  segundo,  un  vago,  y  el  tercero, 
un  goloso.  Para  corregir  sus  defectos,  el  padre  enviaba  al 
mayor  todos  los  días  a  la  escuela,  prohibía  al  segundo 
sus  escapadas  por  la  ciudad,  y  mandaba  al  tercero  que 
sólo  comiera  a  sus  horas  y  moderadamente.  Los  tres  le 
obedecían  de  mala  gana. 

Llamólos  un  día,  y  dijo  al  mayor:  «Tú  deseas  des- 
obedecerme y  dejar  de  ir  a  la  escuela. —  Es  cierto,  padre, 
repuso  el  muchacho. —  Si  dejas  de  ir  a  la  escuela,  ¿serás 
más  adelante  un  hombre  instruido?  — No. —Sin  serlo,  ¿po- 
drás ganarte  la  vida  y  hacerte  un  sitio  en  el  mundo?  — 
Probablemente  no...  —  Por  lo  tanto,  ¿  no  te  hago  un  beneficio 
al  corregirte  de  tu  indolencia  y  mandarte  a  la  escuela?...» 

Dijo  luego  el  padre  al  segundo:  «Tú  deseas  desobede- 
cerme e  irte  a  vagar  por  los  campos  y  montañas.  —  Es 
cierto,  padre,  repuso  el  muchacho.  —  Siendo  tan  pequeño 
que  no  tienes  aún  edad  ni  para  ir  a  la  escuela,  ¿no  correría 
tu  vida  mil  peligros  si  vagaras  sólito  lejos  de  tu  casa?  — Así 
creo...  — Pues  bien,  ¿no  te  convendría  más  crecer  por  ahora 
e  instruirte,  para  que,  conservando  la  vida  y  la  salud, 
puedas  más  adelante  recorrer  a  tu  gusto  el  mundo?...» 

Dijo  luego  el  padre  al  tercero:  «Tú  deseas  desobe- 
decerme  y   atracarte   de   dulces.  -  ¡  Ojalá  pudiera !,  repuso 


EL   HOGAR  341 

el  muchacho. — ¿No  te  enfermarías  si  comieses  demasiado? 
—  Me  ha  sucedido  ya  eso.  —  ¿No  sabes,  por  habértelo  di- 
cho el  médico,  que  abusando  ahora  en  tus  comidas  te 
echas  a  perder  el  estómago  para  siempre  ?  —  Sí. . .  —  En 
suma,  ya  que  tanto  te  gusta  la  buena  mesa,  ¿  no  te  parece 
que  debes  ante  todo  cuidar  de  niño  tu  estómago,  para  no 
ser  de  grande  un  desgraciado  enfermo  ? . . .  » 

Y  el  padre  terminó  diciendo  a  sus  tres  hijos :  « Los 
niños,  por  falta  de  experiencia,  no  saben  lo  que  les  conviene. 
Sábenlo  en  cambio  sus  padres,  porque  tienen  esa  expe- 
riencia. De  ahí  que  esté  en  el  interés  de  los  niños  obe- 
decer a  sus  padres.  Los  niños  que  los  desobedecen,  labran, 
para  cuando  sean  mayores,  su  propia  desdicha.  Los  niños 
que  los  obedecen  de  mala  gana  revelan,  además  de  torpes 
sentimientos,  escasa  inteligencia.  ¡Sed  niños  obediente^  si 
queréis  llegar  a  ser  hombres  de  provecho ! ». 

l35.  La  asistencia  de  los  kijos. 

Al  salir  de  mi  casa  veía  yo  todas  las  mañanas,  en 
la  calle,  un  grupo  de  cinco  niños,  pobremente  vestidos. 
Eran  dos  chicas  y  tres  varones,  sin  duda  hermanos.  El 
mayor,  una  mujercita,  contaría  apenas  unos  catorce  o  quince 
años  de  edad,  y  el  menor  era  un  chicuelo  que  no  pasaba 
de  los  siete.  Llegaban  a  una  esquina,  se  detenían  un  mo- 
mento, daba  allí  sus  instrucciones  la  hermanita  mayor, 
y  cada  uno  seguía  después  soló  su  rumbo  con  una  ca- 
nasta o  bulto.  Moyido  por  la  curiosidad,  detúveme  una 
vez  ante  ellos  y  les  pregunté:  «¿Van  ustedes  a  la  escue- 
la?». La  niña  mayor,  que  parecía  el  jefe  del  pequeño  gru- 
po, me  contestó:  «No,  señor,  vamos  al  trabajo. —  ¡Cómo! 
¿Tan  jóvenes  y  trabajan  ustedes  ya?-  Se  hace  lo  que 
se  puede,  señor.  —  ¿Saben  siquiera  leer  y  escribir?  — 
Sabemos  leer  y  escribir  todos  menos  el  menor  de  nos- 
otros, a  quien  yo  se  lo  enseño  los  domingos  y  días  de 
fiesta...  —  ¿Y   en   qué   trabajan    ustedes?  —  Mi   hermanita 


342  CUADROS    Y    FASES    DE    LA    VIDA     ARGENTINA 

y  yo  somos  aprendizas  de  costura  y  bordado ;  uno  de  mis 
hermanos  trabaja  con  un  carpintero;  otro,  con  un  herrero,  y 
el  menor  hace  mandados  en  una  imprenta  y  será  tipógrafo... 
—  ¡Pero,  a  su  edad,  no  han  de  ganar  ustedes  mucho!  — 
Algo,  algo...  No  tenemos  madre,  y  nuestro  padre  no  puede 
trabajar  porque  está  enfermo  de  reumatismo  ».  Iban  a  re- 
tirarse los  niños,  cuando  no  pude  menos  de  precisar  mi 
pregunta:  «¿Ganan  ustedes  lo  suficiente  para  mantener  a 
su  padre?».  La  niña  me  miró  como  sorprendida,  y  repuso: 
«  Si  el  padre  mantenía  antes  a  cinco  hijos,  muy  bien  pue- 
den ahora  cinco  hijos  mantener  al  padre  ». 

l36.  Los  kertnanos  malos  y  el  buen  kermano. 

Érase  una  familia  de  varios  hermanos.  Considerándole 
el  más  apto  de  sus  hijos,  el  padre  llamó  en  la  hora  de  la 
muerte  al  primogénito,  y  le  encomendó  la  administración 
de  la  hacienda  común.  Bajo  su  dirección,  las  cosechas 
fueron  abundantes  y  la  familia  vivió  en  la  prosperidad, 
Pero  en  el  pecho  de  los  hermanos  menores  anidaba  la 
serpiente  de  la  Envidia.  Sentíanse  desgraciados  de  vivir 
bajo  la  férula  del  hermano  mayor  y  sufrían  porque  se  le 
tributaba  público  aprecio. 

No  pudiendo  refrenar  sus  bajos  sentimientos,  reunié- 
ronse un  día  y  le  dijeron :  «  Hermano,  administras  nuestro 
patrimonio  como  si  te  perteneciera  y  nos  mandas  como 
si  fuéramos  tus  hijos.  Somos  ya  capaces  de  manejarnos 
solos  y  no  estamos  dispuestos  a  obedecer  más  tus  órde- 
nes. Si  quieres  mandar,  cásate  y  manda  a  tus  hijos  en  tu 
casa,  y  no  a  nosotros  en  la  nuestra». 

Con  la  muerte  en  el  alma,  el  hermano  mayor  com- 
prendió que  los  suyos  le  habían  perdido  el  cariño.  Como 
eran  huérfanos  de  padre  y  madre,  no  había  autoridad  a 
que  pudiera  recurrir  para  hacerlos  entrar  en  razón.  Limi- 
tóse, pues,  a  responderles :  «  Hermanos  míos,  os  juro  por 
las  cenizas   de   nuestros    padres   que   sólo   quiero   vuestro 


EL    HOGAR 


343 


bien. —  Si  quieres  nuestro  bien,  le  replicaron,  debes  demos- 
trarlo repartiendo  el  patrimonio  en  partes  iguales  y  deján- 
donos en  posesión  de  nuestra  casa».  Y  el  hermano  mayor 
hizo  como  le  dijeron;  repartió  el  patrimonio  entre  sus 
hermanos  menores,  tomó  sólo  una  pequeña  parte,  y  se 
marchó,  con  los  ojos  arrasados  de  lágrimas. 

En  vez  de  ayudarse  luego  los  hermanos  menores  unos 
a  otros,  no  reconocían  entre  ellos  autoridad  alguna,  y  mu- 
tuamente se  envidiaban.  La  serpiente  de  la  Envidia  al 
primogénito  y  jefe  de  la  familia,  que  antes  anidaba  soli- 
taria en  sus  corazones,  habíase  multiplicado.  Cada  uno 
llevaba  en  el  pecho  un  nido  de  serpientes. 

En  el  desamor  y  el  desorden,  la  hacienda  se  disipó 
y  los  jóvenes  quedaron  en  la  miseria.  Entonces,  acosados 
por  la  necesidad,  fueron  a  llamar  a  la  puerta  del  hermano 
mayor.  Recibiólos  él  con  los  brazos  abiertos;  pero,  a  pesar 
de  que  en  su  casa  reinaba  la  abundancia,  sólo  pudo  ofre- 
cerles una  pequeña  ayuda. 

<-  Disculpadme,  hermanos  míos,  les  dijo,  que  no  me 
sea  dado  ayudaros  como  en  otro  tiempo.  Seguí  vuestro 
consejo;  edifiqué  mi  casa  y  tengo  hijos.  Ahora  me  cum- 
ple alimentarlos  y  educarlos.  ¿Y  sabéis  lo  que  les  enseño 
para  que  sean  felices?  ¡A  alegrarse  todos  con  el  éxito 
de  cada  uno,  de  modo  que  el  éxito  de  cada  uno  haga  la 
felicidad  de  todos !  » 


l37.  La  mujer. 


1.  Luchamos  en  la  vida 
eon  la  fortuna  ciega, 
con  ambiciones  locas, 
eon  vicios  y  flaquezas ; 
pero  entre  los  conflictos 
de  tan  terrible  guerra, 
la  mujer  es  el  ángel 
qüQ.  junto  al  hombre  vela. 


2.  En  la  inocente  cuna 
al  dolor  ya  condena 
Naturaleza  al  hombre 
que  a  la  existencia  llega. 
¿  Quién  secará  su  llanto 
con  sin  igual  ternura? 
La  madre,  que  es  el  ángel, 
que  junto  al  hijo  vela. 


344 


CUADROS  Y  FASES  DE  LA  VIDA  ARGENTINA 


3-  Cuando  brota  en  el  alma 
un  fuego  que  la  quema 
y  el  corazón  suspira 
por  otro  que  le  entienda^ 
entonces  de  mil  flores 
dispone  su  cadena, 
la  mujer,  que  es  e.  ángel 
que  para  amarnos  vela. 


4.  ¡  Feliz  el  que  en  su  infancia 
tuvo  una  madre  tierna! 
¡Más  feliz  el  que  halla, 
andando  su  carrera, 
la  esposa  que  en  sus  sueños 
buscó  dulce  y  perfecta, 
porque   ése    encontró  un  ángel 
que  en  torno  suyo  vela! 


Juan  Mahía  Gutiérrez. 


l38.  La  familia. 


I.   LA    CONSTITUCIÓN   DE   LA   FAMILIA 

La  base  fundamental  de  la  sociedad  es  la  buena  cons- 
titución de  la  familia.  En  esta  unión  primaria  de  indivi- 
duos tan  diferentes  por  sus  edades,  temperamentos,  carac- 
teres, gustos,  deseos  y  tipos,  obligados  por  lo  mismo  a 
someterse  a  leyes  para  vivir  en  comunidad  y  sin  anarquía, 
se  encuentran  los  primeros  elementos  del  cuerpo  social. 
Las  personas  que  componen  la  familia  se  manifiestan  con 
sus  hábitos,  sus  costumbres,  su  probidad  ingénita  o  sus 
inmoralidades  hereditarias;  pero  las  buenas  instituciones 
tienen  poder  bastante  para  efectuar  en  la  familia  una  salu- 
dable fusión,  aminorando  los  defectos  y  vicios  por  el  con- 
tacto y  con  el  ejemplo  de  los  méritos  y  virtudes. 

II.   EL  MATRIMONIO 

La  base  principal  de  la  constitución  de  la  familia  es 
el  matrimonio.  Solamente  la  legítima  unión  de  un  hombre 
y  una  mujer  libres,  atraídos  recíprocamente  por  la  simpa- 
tía, puede  asegurar  la  pureza  y  estabilidad  de  la  familia. 
El  matrimonio  enlaza  dos  seres  racionales  y  sensibles, 
a  fin  de  que  el  uno  encuentre  en  el  otro  un  auxiliar 
seguro,  y  de  que,  tanto  en  el  buen  estado  de  salud 
como  en  las   enfermedades,   tanto  en  la  ventura  como  en 


EL    HOGAR  345 

la   adversidad,  se  alivien  el  peso  del  destino,    compartién- 
dolo. 

III.    EL  GOBIERNO  DE   LA    FAMILIA 

Fácil  es  comprender  que,  en  la  familia,  el  padre  y  la 
madre  deben  tener  atribuciones  especiales.  El  marido  ha 
de  proteger  a  la  mujer,  y  la  mujer  ha  de  obedecer  al  ma- 
rido. Pero,  naturalmente,  no  se  trata  de  una  autoridad 
despótica  ni  de  una  condescendencia  servil,  sino  de  una 
superioridad  deferente  y  cariñosa  y  de  una  obediencia 
amable  y  razonada. 

Para  que  la  sociedad  conyugal  subsista  es  preciso  que 
uno  de  los  esposos  tenga  cierta  preeminencia  sobre  el 
otro.  La  Naturaleza  y  la  ley  civil  han  dado  esta  preemi- 
nencia al  marido,  y  en  ella  se  origina  su  deber  de  prote- 
ger a  la  esposa.  La  obediencia  de  la  esposa  es  un  home- 
naje al  poder  que  la  protege  y  una  consecuencia  necesaria 
para  la  unión  conyugal. 

El  gobierno  de  la  familia  debe  semejarse  al  monár- 
quico, y  no  ser  absoluto.  El  esposo  será  el  soberano;  y 
la  esposa,  su  ministro  y  alter  ego,  el  «otro  yo»,  responsable 
y  con  atribuciones  propias ;  subordinado,  mas  con  voz  de- 
liberativa ;  debe  consultársele  en  todo  asunto  importante 
y  de  interés  común.  La  opinión  del  soberano  sólo  llegará 
a  preponderar,  en  caso  de  disentimiento,  cuando  sea  por 
todo  extremo  indispensable  tomar  una  decisión.  Los  hijos 
representarán  a  los  subditos,  guiados  por  esa  benévola  y 
compleja  autoridad,  que  será  tanto  mejor  para  el  bien- 
estar de  todos  cuanto  más  armonía  y  unidad  haya  en  su 
acción.  Si  este  gobierno  está  bien  entendido,  y  en  él  son 
sabiamente  respetados  los  derechos  y  deberes  de  cada 
miembro  de  la  familia,  hállase  asegurada  la  realización  de 
su  gran  fin  social  y  su  felicidad. 

Según  José  M.  Torrbs. 


346  CUADROS    Y    FASES   DE    LA    VIDA     ARGENTINA 

11.  LA  CASA  Y  LA  HUERTA 

l39.  La  casa  paterna. 

(ün  hogar  de  provincias,  en  San  Juan,  en  el  siulo  xix). 

La  casa  de  mi  madre,  la  obra  de  su  industria,  cuyos 
adobes  y  tapias  pudieran  computarse  en  varas  de  lienzo 
tejidas  por  sus  manos  para  pagar  su  construcción,  ha  re- 
cibido en  el  transcurso  de  estos  últimos  años  algunas  adi- 
ciones, que  la  confunden  hoy  con  las  demás  casas  de 
cierta  medianía.  Su  forma  original,  empero,  es  aquella  a 
que  se  apega  la  poesía  del  corazón,  la  imagen  indeleble 
que  se  presenta  porfiadamente  a  mi  espíritu,  cuando  re- 
cuerdo los  placeres  y  pasatiempos  infantiles,  ias  horas  de 
recreo,  después  de  vuelto  de  la  escuela,  los  lugares  apar-, 
tados  donde  he  pasado  horas  enteras  y  semanas  sucesi- 
vas en  inefable  beatitud,  haciendo  santos  de  barro  para 
rendirles  culto  en  seguida,  o  ejércitos  de  soldados  de  la 
misma  pasta,  para  engreírme  de  ejercer  tanto  poder. 

Hacia  la  parte  del  Sur  del  sitio  de  treinta  varas  de 
frente  por  cuarenta  de  fondo,  estaba  la  habitación  única 
de  la  casa,  dividida  en  dos  departamentos :  uno,  sirviendo 
de  dormitorio  a  nuestros  padres,  y  el  mayor,  de  sala  de 
recibo,  con  su  estrado  alto  y  cojines,  resto  de  las  tradi- 
ciones del  diván  árabe  que  han  conservado  los  pueblos 
españoles.  Dos  mesas  de  algarrobo  indestructibles,  que 
vienen  pasando  de  mano  en  mano  desde  los  tiempos  en 
que  no  había  otra  madera  en  San  Juan  que  los  algarro- 
bos de  los  campos,  y  algunas  sillas  de  estructura  des- 
igual, flanqueaban  la  sala,  adornando  las  lisas  murallas 
dos  grandes  cuadros  al  óleo  de  Santo  Domingo  y  San 
Vicente  Ferrer,  de  malísimo  pincel,  pero  devotísimos  y 
heredados  a  causa  del  hábito  dominico.  A  poca  distancia 
de  la  puerta  de  entrada  elevaba  su  copa  verdinegra  la 
patriarcal  higuera  que  sombreaba  aún  en  mi  infancia  aquel 
telar   de  mi   madre,    cuyos   golpes   y   traqueteo   de   husos, 


LA   CASA    Y   LA   HUERTA  347 

pedales  y  lanzadera  nos  despertaba  antes  de  salir  el  sol, 
para  anunciarnos  que  un  nuevo  día  llegaba,  y  con  él  la 
necesidad  de  hacer  por  el  trabajo  frente  a  sus  necesidades. 
Algunas  ramas  de  la  higuera  iban  a  frotarse  contra  las 
murallas  de  la  casa,  y  calentadas  allí  por  reverberación 
del  sol,  sus  frutos  se  anticipaban  a  la  estación,  ofreciendo 
para  el  23  de  noviembre,  cumpleaños  de  mi  padre,  su 
contribución  de  sazonadas  brevas  para  aumentar  el  rego- 
cijo de  la  familia.  Deténgome  con  placer  en  estos  detalles, 
porque  santos  e  higuera  fueron  personajes  más  tarde  de 
un  drama  de  familia  en  que  lucharon  porfiadamente  las 
ideas  coloniales  con  las  nuevas. 

En  el  resto  de  sitio  que  quedaba,  de  veinte  varas  es- 
casas de  fondo,  tenían  lugar  otros  recursos  industriales. 
Tres  naranjos  daban  fruto  en  el  otoño,  sombra  en  todos 
tiempos.  Bajo  un  durazno  corpulento  había  un  pequeño 
pozo  de  agua,  para  el  solaz  de  tres  o  cuatro  patos,  que, 
multiplicándose,  daban  su  contribución  al  complicado  y 
diminuto  sistema  de  rentas  sobre  que  reposaba  la  existen- 
cia de  la  familia;  y  como  todos  estos  medios  eran  aún 
insuficientes,  rodeado  de  cerco,  para  ponerlo  a  cubierto  de 
la  voracidad  de  los  pollos,  había  un  jardín  de  hortalizas 
del  tamaño  de  un  escapulario,  y  que  producía  cuantas 
legumbres  entran  en  la  cocina  americana,  el  todo  abrillan- 
tado e  iluminado  con  grupos  de  flores  comunes,  un  rosal 
morado  y  varios  otros  arbustillos  florescentes.  Así  se  reali- 
zaba en  una  casa  de  las  colonias  españolas  la  exquisita 
economía  de  terreno  y  el  inagotable  producto  que  de  él 
sacan  las  gentes  de  campaña  en  Europa.  El  estiércol  de 
las  gallinas  y  la  bosta  del  caballo  en  que  montaba  mi 
padre,  pasaban  diariamente  a  dar  nueva  animación  a  aquel 
pedazo  de  tierra  que  no  se  cansó  nunca  de  dar  variadas 
y  lozanas  plantas;  y  cuando  he  querido  sugerir  a  mi  ma- 
dre algunas  ideas  de  economía  rural,  cogidas  al  vuelo  en 
los  libros,  he  pasado  merecida  plaza  de  pedante,  en  pre- 
sencia de  aquella  ciencia  de  la  cultura  que  fué  el  placer  y 


348  CUADROS   Y   FASES   DE   LA    VIDA    ARGENTINA 

la  ocupación  favorita  de  su  larga  vida.  Hoy,  a  los  setenta 
y  seis  años  de  edad,  todavía  se  nos  escapa  de  adentro  de 
las  habitaciones,  y  es  seguro  que  hemos  de  encontrarla 
aporcando  algunas  lechugas,  y  respondiendo  en  seguida  a 
nuestras  objeciones,  con  la  violencia  que  se  le  haría,  de 
dejarlas,  al  verlas  tan  maltratadas. 

Todavía  había  en  aquella  arca  de  Noé  algún  rincon- 
cillo  en  que  se  enjebaban  o  preparaban  los  colores  para 
teñir  las  telas,  y  un  pudridor  de  afrecho  de  donde  salía 
todas  las  semanas  una  buena  porción  de  exquisito  y 
blanco  almidón.  En  los  tiempos  prósperos  se  añadía  una 
fábrica  de  velas  hechas  a  mano,  alguna  tentativa  de  ama- 
sijo, que  siempre  terminaba  mal,  y  otras  mil  granjerias 
que  sería  superfluo  enumerar.  Ocupaciones  tan  variadas 
no  estorbaban  que  hubiese  orden  en  las  diversas  tareas, 
principiando  la  mañana  con  dar  de  comer  a  los  pollos, 
desherbar,  antes  que  el  sol  calentase,  las  eras  de  legum- 
bres, y  establecerse  en  seguida  en  su  telar,  que  por  largos 
años  hizo  la  ocupación  fundamental.  Está  en  mi  poder  la 
lanzadera  de  algarrobo  lustroso  y  renegrido  por  los  años, 
que  había  heredado  de  su  madre,  quien  la  tenía  de  su 
abuela,  abrazando  esta  humilde  reliquia  de  la  vida  colonial 
un  período  de  cerca  de  dos  siglos,  en  que  nobles  manos 
la  han  agitado  casi  sin  descanso ;  y,  aunque  una  de  mis 
hermanas  haya  heredado  el  hábito  y  la  necesidad  de  tejer 
de  mi  madre,  mi  codicia  ha  prevalecido,  y  soy  yo  el  de- 
positario de  esa  joya  de  familia.  Es  lástima  qne  no  haya 
de  ser  jamás  suficientemente  rico  o  poderoso  para  imitar 
a  aquel  rey  persa  que  se  servía  en  su  palacio  de  los  ties- 
tos de  barro  que  le  habían  servido  en  su  infancia,  a  fin 
de  no  ensoberbecerse  y  despreciar  la  pobreza. 

La  lucha  se  trabó,  pues,  en  casa,  entre  mi  pobre  ma- 
dre, que  amaba  a  sus  dos  santos  dominicos  como  a  miem- 
bros de  la  familia,  y  mis  hermanas  jóvenes,  que  no  com- 
prendían el  santo  origen  de  estas  afecciones,  y  querían 
sacrificar  los  lares  de  la  casa  al  bien  parecer  y  a  las  preocu- 


LA    CASA    Y    LA    HUERTA  349 

paciones  de  la  época.  Todos  los  días,  a  cada  hora,  con 
todo  pretexto,  el  debate  se  renovaba;  alguna  mirada  de 
amenaza  iba  a  los  santos,  como  si  quisieran  decirles: 
«  Han  de  salir  para  afuera  » ;  mientras  que  mi  madre,  con- 
templándolos con  ternura  exclamaba:  «¡Pobres  santos! ¿Qué 
mal  les  hacen,  donde  a  nadie  estorban?»  Pero  en  este  con- 
tinuo embate,  los  oídos  se  habituaban  al  reproche,  la  re- 
sistencia era  más  débil  cada  día;  porque,  vista  bien  la 
cosa,  como  objetos  de  religión,  no  era  indispensable  que 
estuviesen  en  la  sala,  siendo  mucho  más  adecuado  lugar 
de  veneración  el  dormitorio,  cerca  de  la  cama,  para  en- 
comendarse a  ellos ;  como  legado  de  familia,  militaban  las 
mismas  razones;  como  adorno,  eran  de  pésimo  gusto;  y 
de  una  concesión  en  otra,  el  espíritu  de  mi  madre  se  fué 
ablandando  poco  a  poco,  y,  cuando  creyeron  mis  herma- 
nas que  la  resistencia  se  prolongaba  no  más  que  por  no 
dar  su  brazo  a  torcer,  una  mañana  que  el  guardián  de 
aquella  fortaleza  salió  a  misa,  o  a  una  diligencia,  cuando 
volvió,  sus  ojos  quedaron  espantados  al  ver  las  murallas 
lisas  donde  había  dejado  poco  antes  dos  grandes  parches 
negros.  Mis  santos  estaban  ya  alojados  en  el  dormitorio, 
y,  a  juzgar  por  sus  caras,  no  les  había  hecho  impresión 
ninguna  el  desaire.  Mi  madre  se  hincó  llorando  en  pre- 
sencia de  ellos,  para  pedirles  perdón  con  sus  oraciones; 
permaneció  de  mal  humor  y  quejumbrosa  todo  el  día, 
triste  el  subsiguiente,  más  resignada  al  otro  día,  hasta  que, 
al  fin,  el  tiempo  y  el  hábito  trajeron  el  bálsamo  que  nos 
hace  tolerables  las  más  grandes  desgracias. 

Esta  singular  victoria  dio  nuevos  bríos  al  espíritu  de 
reforma;  y,  después  del  estrado  y  los  santos,  las  miradas 
cayeron,  en  mala  hora,  sobre  aquella  higuera  que  vivía  en 
medio  del  patio,  descolorida  y  nudosa  en  fuerza  de  la  se- 
quedad y  los  años.  Mirada  por  este  lado  la  cuestión,  la 
higuera  estaba  perdida  en  el  concepto  público ;  pecaba 
contra  todas  las  reglas  del  decoro  y  de  la  decencia;  pero 
para  mi  madre  era  una  cuestión  económica,  a  la  par  que 


350  CUADROS    Y    FASES    DE    LA    VIDA    ARGENTINA 

afectaba  su  corazón  profundamente.  jAh!  ¡si  la  madurez  de 
mi  corazón  hubiera  podido  anticiparse  en  su  ayuda,  como 
el  egoísmo  me  hacía,  o  neutral,  o  inclinarme  débilmente 
en  su  favor,  a  causa  de  las  tempranas  brevas !  Querían 
separarla  de  aquella  su  compañera,  en  el  albor  de  la  vida 
y  el  ensayo  primero  de  sus  fuerzas.  La  edad  madura  nos 
asocia  a  todos  los  objetos  que  nos  rodean ;  el  hogar  do- 
méstico se  anima  y  vivifica;  un  árbol  que  hem.os  visto 
nacer,  crecer  y  llegar  a  la  edad  provecta,  es  un  ser  do- 
tado de  vida,  que  ha  adquirido  derechos  a  la  existencia, 
que  lee  en  nuestro  corazón,  que  nos  acusa  de  ingratos,  y 
dejaría  un  remordimiento  en  la  conciencia  si  lo  hubiése- 
mos sacrificado  sin  motivo  legítimo.  La  sentencia  de  la 
vieja  higuera  fué  discutida  dos  años,  y,  cuando  su  defen- 
sor, cansado  de  la  eterna  lucha,  la  abandonaba  a  su  suerte, 
al  aprestarse  los  preparativos  para  la  "ejecución,  los  senti- 
mientos comprimidos  en  el  corazón  de  mi  madre  estalla- 
ban con  nueva  fuerza,  y  se  negaban  obstinadamente  a 
permitir  la  desaparición  de  aquel  testigo  y  de  aquella  com- 
pañera de  sus  trabajos.  Un  día,  empero,  cuando  las  revo- 
caciones del  permiso  dado  habían  perdido  todo  prestigio, 
oyóse  el  golpe  mate  del  hacha  en  el  tronco  añoso  del 
árbol,  y  el  temblor  de  las  hojas,  sacudidas  por  el  choque, 
como  los  gemidos  lastimeros  de  la  víctima.  Fué  éste  un 
momento  tristísimo,  una  escena  de  duelo  y  de  arrepenti- 
miento. Los  golpes  del  hacha  higuericida  sacudieron  tam- 
bién el  corazón  de  mi  madre;  las  lágrimas  asomaron  a 
sus  ojos  como  la  savia  del  árbol  que  se  derramaba  por 
la  herida,  y  sus  llantos  respondieron  al  estremecimiento 
de  las  hojas;  cada  nuevo  golpe  traía  nuevo  estallido  de 
dolor,  y  mis  hermanas  y  yo,  arrepentidos  de  haber  cau- 
sado pena  tan  sentida,  nos  deshicimos  en  llanto,  única  re- 
paración posible  del  daño  comenzado.  Ordenóse  la  suspen- 
sión de  la  obra  de  destrucción,  mientras  se  preparaba  la 
familia  para  salir  a  la  calle  y  hacer  cesar  aquellas  dolorosas 
repercusiones   del   golpe   del    hacha   en  el  corazón   de   mi 


LA    CASA    Y    LA    HUERTA 


351 


madre.  Dos  horas  después  la  higuera  yacía  por  tierra,  en- 
señando su  copa  blanquecina,  a  medida  que  las  hojas, 
marchitándose,  dejaban  ver  la  armazón  nudosa  de  aquella 
estructura  que  por  tantos  años  había  prestado  su  parte  de 
protección  a  la  familia. 


Domingo  F.  Sarmiento. 


l40.    El   ratoncillo. 


(Fábula) 


1.  Dos  ratones  viejos 
dan  sabios  consejos 

a  su  ratoncillo : 

—  Sé  diablo,  ^é  pillo, 
corre  por  doquiera; 
pero  huye  al  momento, 
huye  como  el  viento, 
de  t'ída  trampera. 
¡Tiene  este  aparato 
un  alma  de  gato  !  — 

2.  Corre  el  ratoncillo, 
y  un  dulce  olorcillo 
guía  su  carrera 

hasta  la  trampera. 

—  ¡Pues  ya  es  disparate 


clama  el  botarate  — , 
llamar  a  esto  un  gato !. 
i  Yo  no  tengo  miedo  !... 
i  Bien  mirarla  puedo 
de    ejos  un  rato  !  — 

3.  Se  para,  la  mira, 
su  períume  aspira; 
con  audacia  loca 
se  acerca,  la  toca ; 
junto  a  ella  se  sienta; 
d  scubre  allí  preso 
un  tiozo  de  queso; 
lo  huele,  se  tienta, 
el  queso  se  zampa... 
i  Y  cae  en  la  trampa! 


l4l.    E,l  naranjo.' 

Transplantado  de  España,  creció  bajo  el  cielo  de  Bue- 
nos Aires,  en  un  patio  de  la  casa  de  mis  abuelos.  Quizás 
porque  extrañaba  la  tierra,  desenvolvióse  miserable,  casi 
atacado  de  raquitismo,  así  como  esos  niños  que,  concen- 
trando en  los  ojos  una  belleza  impropia  de  la  edad,  tienen 
una  infancia  triste.  En  el  naranjo,  los  ojos  fueron  tempra- 
nas flores;  tan  tempranas,  que  parecía  darlas  aprisa,  y 
fundir  en  ellas  toda  su  enfermiza  savia,  presintiendo  que 
la  muerte  le  esperaba  en  la  próxima  estación.  Pero,  poco 
a  poco,  los  cuidados  le  hicieron  olvidar  el  aire  primero 
que  respirara  y  hasta  la  vieja  fuente  árabe  que  mezcló  su 


352  CUADROS    V    FASES    DE    LA    VIDA    ARGENTINA 

murmurio  al  de  sus  hojas  recién  nacidas.  El  agua  que  le 
echaban  religiosamente,  con  cariños  de  manos  de  enfer- 
mero; la  poda,  que  ponía  en  la  tijera  la  solicitud  de  un 
médico  amigo,  convirtieron  al  débil  en  un  fuerte  arbusto, 
y,  por  último,  un  invierno  benigno  y  una  primavera  extra- 
ordinaria lo  transformaron  en  un  árbol  magnífico. 

Desde  entonces^  con  avidez,  esperaba  los  nuevos  sep- 
tiembres que  le  traían  las  golondrinas  de  Europa.  Toda  la 
belleza  del  cielo,  toda  la  transparencia  del  aire,  tenían 
por  objeto  engendrar  el  traje  nupcial  del  árbol,  sonrisa  de 
gloria  entre  los  muros  amarillentos  del  patio.  Los  niños 
habían  crecido  con  él ;  y  para  sus  novias  encontraron 
azahares  en  sus  ramas.  Ya  hombres,  entregaron  a  sus  hijos 
las  cuatro  o  cinco  naranjas  que  producía  y  de  que  ello§, 
con  el  mismo  placer  y  a  la  misma  edad,  lo  despojaron. 

Varios  ataúdes  desfilaron  después  al  pie  de  su  tronco. 
Su  sombra  cayó  rápida  sobre  el  ébano,  queriendo  dibu- 
jarse en  el  brillo  de  esa  negrura.  Él  también  se  despedía, 
armonizando  con  los  viejos  retratos  que,  presidiendo  la 
vida  luctuosa  o  alegre,  impregnábanse  de  las  emociones 
del  hogar,  melancólicamente  pensativos. 

De  tres  generaciones  había  sido  ya  camarada,  cuando 
empezó  a  reconquistar  sólo  la  mitad  de  sus  hojas  en  las 
nuevas  primaveras.  Su  sombra  fué  más  leve  en  las  baldo- 
sas desgastadas  por  los  juegos  de  otro  tiempo.  Parecía 
más  triste  ante  el  rastro  de  los  pies  que  ya  no  corren. 
Sus  pocas  hojas  mostraban  un  verdor  más  intenso,  más 
obscuro,  y  sentían  en  la  luz  misma  el  germen  de  la  muerte. 
Al  marchitarse,  su  amarillo  no  llegaba  a  convertirse  en 
oro,  pues,  con  un  dejo  del  verde  anterior,  diríase  entre- 
cano, y  se  dejaba  arrebatar  sin  fuerza  al  prirrrer  soplo  vivo 
del  Plata.  El  tronco  se  hendió,  para  mayor  miseria,  ahora, 
cuando  no  tenía  casi  copa  que  soportar;  quizás  el  re- 
cuerdo de  la  frondosidad  de  otro  tiempo  le  hizo  romper 
su  entraña,  imitando  a  los  profetas  bíblicos,  que  en  los 
días  de  duelo  desgarraban  sus  vestiduras. 


LA    CASA    Y    LA  HUERTA  353 

Hubo  que  sostenerlo  con  iin  barrote,  y  se  apoyó  en 
el  báculo,  suavizando  la  dureza  del  hierro  con  la  gracia 
melancólica  de  sus  últimas  floraciones.  Un  niño  tuvo  en- 
tonces la  ocurrencia  de  quererlo  mandar  al  Paraguay,  para 
que  reviviera  en  un  hospitalario  clima,  y  la  gente  rió  por 
cierto  de  aquella  forma  ingenua  del  cariño.  Su  sombra,  en 
tanto,  daba  pena;  era  un  alma  buscando  su  viejo  cuerpo 
desvanecido.  Alguien  plantó  una  glicina  al  pie  del  tronco. 
La  muleta  de  hierro  fué  envuelta.  El  árbol  enfermo  sufrió 
un  asalto,  y  las  flores  azules,  recuerdo  del  cielo,  cubriendo 
el  tronco  y  las  ramas,  lo  embalsamaron  piadosamente. 
Cuando  cayeron,  al  fin  de  la  estación,  el  naranjo  no  podía 
tenerse  en  pie,  y  la  raíz  sola,  arrancando  aún  jugos  a  la 
tierra,  con  un  último  esfuerzo,  ayudaba  al  sol,  en  cuyos 
rayos,  para  el  árbol  de  la  casa,  había,  con  el  amor  de  los 
vivos,  algo  del  espíritu  de  los  muertos.  Todo  fué  inútil,  y, 
para  evitar  su  completa  degradación,  el  hacha  de  un  joven 
jardinero,  descendiente  de  quien  lo  cuidó  en  su  infancia, 
lo  abatió  de  un  solo  golpe. 

El  patio,  desde  entonces,  fué  el  sepulcro  de  algo  que 
había  desaparecido  llevándose  muchas  cosas.  Un  farol  que 
brillaba  en  invierno  al  lado  del  centinela  rígido  y  negro, 
y  en  estío  a  través  de  las  hojas,  adquirió,  al  fulgurar  libre 
en  las  noches,  un  inusitado  brillo,  lleno  de  fuerza  para 
velar  un  cadáver  invisible. 

En  el  invierno  que  sucedió  a  ese  otoño,  el  árbol  reapa- 
reció, ¡pobre  viejo  amigo!,  convertido  en  leña.  Se  le  vio 
inflamarse  en  la  chimenea,  como  metido  en  el  corazón  de 
la  casa,  para  transformarse  en  viva  llama.  La  muerte  del 
patriarca  era  digna  y  gloriosa.  Una  ráfaga  vibrante  se  alzó, 
consumiendo  los  trozos  en  un  relámpago;  fué  menester 
ethar  más  para  animar  su  transporte.  Júbilos  de  niños, 
alegrías  o  tristezas  de  hombres  y  mujeres  se  mezclaron, 
y  palabras  incomprensibles  de  antiguas  voces,  murmuraba 
el  canto  del  fuego,  que  era  el  alma  de  una  elegía.  Evo- 
caciones distintas,  claras,  acudían  de  rincones  de  los  cere- 


35i  CUADROS    Y    FASES    DZ    LA    VIDA    ARGENTINA 

bros,  confundiéndose  en  un  sentimiento,  en  una  común 
hoguera,  cual  los  despojos.  A  veces  se  animaban  los  re- 
tratos. Veíase  a  los  gentileshombres  españoles  y  franceses, 
desconocidos  de  sus  nietos,  y  a  as  damas  con  trajes 
hechos  exóticos  por  el  tiempo,  al  resplandor  del  madero, 
transplantado,  como  sus  sangres,  de  Europa  a  América. 
Creíase  que  iban  a  desprenderse  de  los  muros  para  asistir 
al  sacrificio  y  mirarle  con  el  pensamiento.  Con  ellos  se 
movían  los  de  los  muertos  queridos,  sin  tener  aún  la  pá- 
tina del  tiempo,  con  los  colores  que  les  prestaba  también 
el  recuerdo.  En  una  virazón  de  la  llama  salieron  del  fondo 
de  un  alto  espejo  semblantes  familiares  sólo  por  las  imá- 
genes pintadas,  con  los  ya  efímeros  y  fantásticos,  ayer  en 
la  luna  reales  y  vivientes. 

El  último  chisporroteo  devoró  el  último  leño.  Una  tris- 
teza, hecha  de  un  moribundo  fulgor,  se  tendió  sobre  un 
reguero  de  rescoldo;  y  la  sombra  intensa  de  la  muerte 
del  fuego  fué  el  sudario  de  un  montón  de  cenizas.  Los 
niños,  entonces,  tomaron  puñados  de  ellas,  cual  si  fuesen 
las  de  un  muerto  sacrosanto...  El  destino  errabundo  dis- 
persa a  veces  a  los  hombres,  de  modo  que  sus  ataúdes 
no  se  construyen  con  los  árboles  que  dan  sombra  a  las 
casas  paternas.  ¡Qué  importa!  No  todos  pueden  peregri- 
nar, a  semejanza  de  los  Natches,  con  los  huesos  de  sus 
padres:  vosotros  peregrináis  con  esas  cenizas.  ¡Ellas  fecun- 
darán en  cualquier  parte  el  germen  de  nuevos  árboles,  en 
cuyas  copas  habrá  frutos  y  flores,  murmurantes  con  la 
armonía  de  las  viejas  y  santas  tradiciones! 

Angul  de  Estrada  (hijo i 

l42.    Las  aves  de  corraL 

Todas   las  noches   desaparecía  algún   pollo  del  corral. 
Justamente  alarmadas,  las  aves  domésticas  se  reunieron  en 
conciliábulo.   De  acuerdo  por  vez  primera  en  su  vida,  re 
solvieron  defender  la  pequeña  ciudad  contra  las  asechanzas 


LA    CASA    Y    LA    HUERTA  355 

del  ladrón  nocturno.  Por  ser  los  más  fuertes,  encomen- 
dóse la  defensa  al  gallo  de  agudos  espolones,  al  ganso 
de  los  picotazos  a  diestro  y  siniestro  y  al  pavo  de  los 
formidables  glu,  glu. 

Alarmado  también  el  jardinero,  soltó  el  perro  para 
que  rondara  el  corral.  Pero  tanto  la  vigilancia  exterior  del 
perro  como  la  defensa  interior  de  las  propias  aves  resul- 
taban inútiles...  Los  pollos  seguían  desapareciendo,  noche 
tras  noche,  uno  por  uno. 

Comprendiendo  que  el  misterioso  ladrón  había  de  ser 
alguna  comadreja  que  se  colaba  por  arriba  en  el  corral, 
el  jardinero  lo  hizo  techar  sólidamente,  con  un  tejido  de 
alambre.  En  efecto,  desde  entonces  no  volvió  a  desapa- 
recer pollo  alguno. 

Felicitáronse  las  aves  domésticas,  y,  como  no  se  ha- 
bían dado  cuenta  de  la  innovación  del  jardinero,  atribuía 
cada  una  a  su  heroísmo  la  huida  del  ladrón  nocturno. 
«¡Yo  le  vencí  con  mis  espolonazos!  cacareaba  el  gallo.— 
¡Yo  fui  quien  le  asustó  con  mis  picotones!,  rectificaba  el 
ganso.—  ¡Nada  de  eso!,  soplaba  el  pavo.  ¡Fui  yo  quien  le 
espantó  con  mis  glu,  glu!». 

Desde  afuera,  el  perro  afirmaba  a  su  vez:  «¡Vaya  con 
los  valientes!  ¿Cómo  podrían  ustedes,  desgraciados  volá- 
tiles, poner  en  fuga  a  un  ladrón?  ¡Felizmente  estaba  yo 
aquí  para  defenderlos  y  ahuyentarle !  ». 

Llegó  en  esto  el  jardinero,  acompañado  por  las  criadas. 
Contáronse  las  aves,  y,  como  ellas  mismas  lo  habían  no- 
tado, vióse  que  ninguna  faltaba.  Sempiternas  charlatanas, 
las  criadas  no  pudieron  menos  de  trenzarse  en  una  ani- 
mada disputa  sobre  quién  habría  sido  el  ladrón.  Impa- 
ciente con  su  chachara,  el  jardinero  exclamó :  « ¡  Cállense, 
cotorras !  El  ladrón  era  una  comadreja,  y  yo  hice  techar  el 
corral  para  que  no  volviese  a  entrar...  ¡  No  hablen  ustedes 
de  lo  que  no  entienden!». 

Y  un  loro  astuto,  que  traía  una  criada  posado  en  el 
hombro,  repitió  a  su  modo,  apostrofando  directamente  a 


356  CUADROS    Y    FASES   DE    LA    VIDA     ARGENTINA 

las  aves  y  al  perro :  « ¡  Cállense,  cotorras !  El  ladrón  era 
una  comadreja,  y  el  jardinero  hizo  techar  el  corral  para 
que  no  volviese  a  entrar...  ¡  No  hablen  ustedes  de  lo  que 
no  entienden,  ni  se  jacten  de  lo  que  no  pueden  1 ». 

III.  EL  NIÑO 

l43.    Recuerdos    de    la    infancia. 
I.   LOS   PRIMEROS  RECUERDOS 

Como  los  demás  hombres,  he  olvidado  los  meses  que 
pasé  en  la  cuna  y  en  el  regazo  de  mi  madre.  Mis  más 
antiguas  añoranzas  se  remontan  a  un  viaje  por  agua,  que 
debí  realizar  con  los  míos,  de  Buenos  Aires  a  Rosario, 
cuando  tenía  cuatro  o  cinco  años  de  edad.  Recuerdo,  en 
efecto,  que  me  caí  de  un  vapor  enorme,  cuyo  casco  estaba 
pintado  de  negro,  a  las  ondas  del  río.  Una  ballena  avan- 
zó hacia  mí  con  las  fauces  abiertas,  e  iba  a  tragarme  ya, 
cuando  me  izaron  desde  el  vapor,  pescándome  con  una  red. 

Con  tales  detalles  tengo  grabada  en  la  memoria  esta 
singular  peripecia  —  el  frío  del  agua,  mi  terror,  las  mar- 
cas de  la  malla  en  la  carne  — ,  que  de  niño  hubiera  ju- 
rado su  verdad  sobre  los  Santos  Evangelios.  Hoy  mismo 
me  cuesta  convencerme  de  su  inexactitud.  Debo,  sin  em- 
bargo, convenir  en  que  sería  un  tanto  atrevido  suponerla 
indiscutiblemente  cierta:  en  el  río  Paraná  no  hay  ballenas; 
las  ballenas  no  se  tragan  a  los  niños;  mis  padres  me 
aseguran  que  nunca  me  he  caído  de  un  buque  al  agua; 
además,  si  esta  desgracia  me  hubiera  ocurrido,  tal  vez  no 
se  me  hubiera  pescado  como  un  pejerrey... 

¿Soñé  la  aventura?  No  podría  decirlo.  Probablemente, 
en  aquel  viaje,  estando  yo  asomado  a  la  borda  del  buque, 
alguien  me  dijo,  para  que  me  estuviera  quieto,  que  me 
iba  a  caer  al  río  y  me  comerían  los  peces...  Tanto  rne 
impresionó  la  amenaza,  que  aun  la  tengo  presente,  como 
si  se  hubiera  cumplido. 


EL    NIÑO  357 

Háceme  esto  pensar  que  nuestras  reminiscencias  di- 
manan, en  puridad,  de  otras  anteriores.  Más  que  de  las 
sensaciones  iniciales,  nos  acordamos  de  habernos  acordado 
otras  veces,  de  modo  que  un  recuerdo  no  es  más  que  el 
último  de  una  larga  serie  de  recuerdos  repetidos  y  enca- 
denados. Cuando  se  rompe  un  eslabón  de  la  cadena,  bó- 
rrase la  idea  y  la  memoria  se  extravía  en  la  noche  de  la 
inconsciencia. 

Como  la  peripecia  del  viaje,  todas  mis  primeras  año- 
ranzas son  fantásticas.  No  se  distingue  en  ellas  la  línea 
que  separa  la  imaginación  de  la  realidad.  Lo  ficticio  y  lo 
histórico  constituyen  un  mundo  pintoresco  y  trágico. 

A  pesar  de  ser  yo  de  complexión  fuerte  y  sana,  el  clima 
demasiado  cálido  en  verano  y  un  exceso  de  alimentación 
prescripto  por  el  médico,  me  produjeron  penosas'digestio- 
nes.  Asediábanme  entonces,  durante  la  noche,  hórridas  pe- 
sadillas, que  aun  recuerdo  como  verídicos  sucesos.  Arañas 
gigantescas,  velludas,  de  ojos  múltiples  y  magnéticos,  se 
ocultaban  en  los  rincones  de  mi  dormitorio  para  asaltarme 
y  chuparme  la  sangre  en  cuanto  se  apagara  la  luz... 

Una  luna  roja,  que  se  veía  como  una  gota  de  sangre, 
lejos,  muy  lejos,  comenzaba  a  acercarse,  agrandándose. 
Mi  cama  huía  girando  vertiginosamente  alrededor  del  apo- 
sento, por  el  suelo,  el  techo  y  las  paredes;  pero  no  podía 
escapar  porque  las  puertas  estaban  cerradas,  y,  en  tanto,  ¡la 
luna  roja  se  me  venía  encima!..  Al  fin  estallaba,  lanzando 
de  su  seno  una  lluvia  de  coludos  diablillos  con  pupilas  de 
fuego  y  armados  de  tridentes,  tenazas,  limas,  garfios... 
¡Para  atormentarme,  el  infierno  se  constituía  en  mi  apo- 
sento! Otras  veces  sólo  veía  a  un  diablo  gigante,  con  alas 
de  murciélago,  en  un  páramo,  adonde  le  iba  a  buscar  mi 
ángel  de   la  guarda  para  desafiarle  con  su  lanza  de  oro... 

Llegué  a  creer  que  era  ley  indefectible  el  soñar  du- 
rante la  noche  con  cuanto  pensaba  durante  el  día.  Por  esto 
me  esforzaba  en  tener,  despierto,  ideas  agradables.  ¡Vano 
empeño !    No   faltaba   nunca   un    criado   que,   para  repren- 


358  CUADROS    Y    FASES    DE    LA    VIDA    ARGENTINA 

derme  por  mis  travesuras,  me  amenazaba  con  cosas  tan 
horripilantes  como  el  Cuco  y  Mandinga. 

Cuando  incomodaba,  chillando  o  revolviéndolo  todo, 
anunciábaseme  su  presencia:  «  Mira  que  te  vienen  a  bus- 
car... >  Y  yo  callaba  repentinamente,  pues  temía  que  se 
aparecieran  y  me  llevasen  a  alguna  cueva  tan  negra  como 
el  depósito  doméstico  del  carbón.  Dábame  también  a  ve- 
ces por  echármelas  de  valiente  y  proseguir  mi  ocupación 
favorita,  la  de  molestar  al  prójimo.  Pero  lo  hacía  con 
más  prudencia  ya,  y  no  sin  atisbar  de  reojo  a  cada 
instante. 

El  Cuco  era  para  mí  un  Proteo  omnipresente,  de  va- 
riadísimas metamorfosis.  Araña,  pulpo,  sapo,  dragón,  ser- 
piente o  tigre,  su  alma  era  siempre  la  misma,  ¡  un  alma 
implacable!  Mandinga  y  sus  diablillos  me  eran  menos  an- 
tipáticos; encontrábalos  más  humanos.  Por  otra  parte, 
cuando  se  desmandaban,  presentábase  mi  vigilante  ángel 
de  la  guarda  para  llamarlos  al  orden... 

Sintiendo  yo  alto  respeto  por  el  ángel  y  hondo  miedo 
a  los  espíritus  maléficos,  trataba  de  propiciarme  la  buena 
voluntad  del  uno  y  de  aplacar  la  ira  de  los  otros.  Antes 
de  recogerme  solía  dejarles  sobre  la  chimenea,  como  so- 
bre un  altar  bárbaro,  lo  que  más  apreciaba  y  lo  único 
que  en  realidad  poseía:  golosinas  y  juguetes.  Muchas  ve- 
ces desaparecían  durante  la  noche;  dioses  y  demonios 
debían  haberlos  recogido...  Pero  yo  abrigaba  mis  dudas. 
Para  salir  de  ellas  rocié  una  vez  el  cuarto  con  harina, 
después  de  acostarme.  A  la  mañana  siguiente  descubrí,  en 
efecto,  estampadas  en  la  harina,  huellas  que  coincidían  con 
los  gruesos  zapatos  de  la  criada...  Más  tarde  comprobé 
que  era  ella  quien  tomaba,  para  llevárselos  a  sus  chicos, 
mis  ofrendas  y  holocaustos.  Desde  entonces  renuncié  a 
sacrificarlos  a  mis  dioses  y  demonios. 

Mi  travesura  de  enharinar  el  piso  mereció  severa  re- 
primenda. Alguien  llegó  a  calificar  el  acto  de  « inconcebi- 
ble tontería».   En  verdad,  mis  actos  parecían  generalmente 


EL   M.ÑO  359 

idiotas  a  los  mayores. . .  Es  que  yo  tenía,  como  todos  ios 
niños,  un  mundo  aparte,  mi  mundo  subjetivo  y  lierméti- 
co.  Sólo  mi  padre  sospeciiaba  vagamente  la  lógica  oculta, 
la  lógica  ¡lógica  de  mis  pensamientos.  Había  ya  renun- 
ciado a  explicarlos ;  nadie  me  comprendía'  y  todos  se  bur- 
laban de  mí. 

Hallándome  una  vez  algo  enfermo  en  cama,  me  dis- 
traían extraordinariamente  ciertos  pequeños  ruidos  que  se 
escuchaban  nítidos  en  el  silencio  del  aposento.  Provenían 
de  los  ratones  que  minaban  la  vieja  casa  de  campo 
donde  pasábamos  el  verano ;  contra  tal  plaga  resulta- 
ban impotentes  gatos  y  trampas.  Yo  oía  a  los  anima- 
lejos  pasearse  por  el  cielo  raso  y  por  la  tela  que  cubría 
las  paredes,  por  entre  los  muebles,  debajo  del  piso,  en 
todas  partes,  y  conversar,  enojarse,  llorar,  reír.  Ocurría- 
seme  que  tenían  sus  enseres  y  útiles,  que  abrían  y  cerra- 
ban baúles,  que  se  persignaban  y  cantaban  misa,  en  fin,  que 
vivían  una  vida  de  pequeños  seres  humanos.  Con  el  oído 
alerta,  pasábame  espiando  los  días  de  mi  convalecencia, 
siempre  ansioso  de  sorprender  sus  secreteos  y  discreteos. . . 

Gustábame  observar,  desde  la  cama,  la  franja  que  la 
luz  del  gas  dibujaba  sobre  la  pared  del  dormitorio.  Veía 
desfilar  por  ella,  como  en  inagotable  cinta  cinematográfica, 
siempre  de  izquierda  a  derecha,  rígidas  figuras  de  viejas 
con  nariz-  de  pico  de  loro,  gatos  negros  arrebujados,  hom- 
bres con  caras  de  bestias  feroces,  no  sé  qué  raros  y  te- 
naces jeroglíficos  y  arabescos. . .  Gustábame  igualmente, 
al  despertar,  el  alegre  espectáculo  del  chorro  de  sol  que 
se  colaba  por  una  rendija  del  postigo  entreabierto.  Las 
mirladas  de  corpúsculos  suspendidos  y  flotantes  en  el  aire 
se  me  antojaban  hombrecitos  diminutos,  hombrecitos  del  ta- 
maño de  un  grano  de  anís  o  de  una  partícula  de  polvo, 
que  subían  y  bajaban,  y  bajaban  y  subían,  ya  de  pie,  ya 
de  costado,  y  más  a  menudo  con  las  piernecillas  abiertas 
para  arriba  y  para  abajo  la  luminosa  cabecita  y  los  bracitos 
pendidos. 


3^>0  CUADROS  Y  FAStS  DE  LA  VIDA  ARGENTINA 

La  obscuridad  me  asustaba,  sobre  lodo  por  temor  a 
los  ladrones.  Los  ladrones  eran  para  mí  unos  entes  fa- 
bulosos, dignos  hermanos  del  Cuco  y  de  Mandinga.  Supo- 
níales formas  y  potencias  sobrenaturales;  vastagos  ubicuos 
de  la  noche,  atravesaban  los  muros  más  sólidos,  como  la 
luz  el  cristal,  y  en  cualquier  momento  podían  hacerse 
invisibles.  Al  acostarme,  pensaba  siempre  que  hubiera  al- 
guno de  ellos  escondido  debajo  de  la  cama.  Pero  no 
me  toínaba  la  molestia  de  mirar  o  de  pedir  a  otros  que 
mirasen  por  mí.  ¿Para  qué?  ¿Acaso  se  le  iba  a  descu- 
brir? ¡Ya  cuidaría  el  ladrón  de  desaparecer  a  tiempo  en 
el  aire,  como  un  jirón  de  niebla! 

Entre  las  absurdas  ideas  que  me  preocupaban  en 
aquella  época,  la  más  absurda  —  hoy  lo  reconozco  —  era 
la  que  me  había  forjado  de  París,  la  ciudad  de  París, 
la  capital  de  Francia,  ni  más  ni  menos.  Representábamela 
como  un  dilatado  plantío  de  repollos.  Tan  fuertemente  se 
asociaron  estas  dos  ideas  de  la  ciudad  y  la  verdura  en 
mi  espíritu  que,  ahora  mismo,  cuando  de  París  se  me 
habla,  pienso  en  un  monumental  repollo,  y  cuando  como 
repollo,  aunque  sea  en  la  más  avinagrada  Chukrut  con 
salchichas  legítimas  de  Frankfort,  suelo  acordarme  de  París... 

Ello  es  que,  cada  vez  que  nacía  un  nuevo  hernianito 
o  algún  primito  nuevo,  decíame  mi  abuela  que  de  allí 
« me  lo  habían  traído ».  Por  otra  parte,  una  criada  me 
había-informado  que  los  chicos  se  sacaban  de  las  coles ; 
yo  mismo  había  visto  pintado  en  la  pared  de  una  botica 
un  anuncio,  en  el  que  se  representaba  un  recién  nacido 
mofletudo  sentado  dentro  de  un  repollo  y  tendiendo  al 
mundo  sus  /inocentes  bracitos. . .  Luego,  con  la  mejor 
lógica,  si  los  chicos  venían  todos  de  París  y  nacían  cada 
uno  de  su  repollo;  ¿  qué  podía  ser  París,  sino  un  popu- 
loso plantío  de  repollos?... 

Estas  estrambóticas  asociaciones  de  ideas  que  se 
traban  sólidamente  en  la  infancia  de  ciertos  espíritus, 
pueden    tal    vez   servir    más    tarde    para    explicar    inauditas 


EL    NI. ÑO  361 

expresiones  literarias  y  iiasta  actos  extravagantes.  Piérdese 
a  menudo  el  origen  de  tales  asociaciones,  y  sólo  queda  y 
persiste  el  remanente...  Así,  un  pollo  fiambre  envuelto  en 
un  papel  me  sugiere  siempre  la  idea  de  un  largo  viaje  en 
ferrocarril.  ¿Por  qué?  Yo  mismo  no  sabría  decirlo  a  cien- 
cia cierta,  aunque  supongo  l\ue  sea  por  haber  visto  llevar 
semejante  comestible  en  algún  viaje.  A  otros,  un  dominó 
celeste  les  evoca  la  idea  de  un  asesinato;  un  perro  cojo, 
la  de  una  bailarina;  un  cerdo  asado,  la  de  un  retablo;  un 
hombre  narigón,  la  de  una  farmacia;  en  fin,  cada  uno 
tiene  en  su  alma  las  más  disparatadas  asociaciones  de 
ideas...  El  mejor  modo  de  comprenderlas  sería,  sin  duda, 
escudriñar  en  los  recuerdos  de  la  infancia. 

II.    LOS   PRIMEROS  ENTUSIASMOS 

Mi  pasión  eran  los  cuentos.  Prefiriéndolos  a  los  ju- 
guetes, a  los  dulces,  a  los  mismos  paseos,  amábalos  .  de 
todos  los  géneros.  Los  de  hadas  o  fantásticos  me  cautivaban; 
los  realistas,  de  hombres  y  mujeres,  como  siempre  había 
en  ellos  robos,  incendios,  asesinatos,  me  conmovían  y 
arrancaban  dulces  lágrimas;  los  de  animales  —  sobre  todo 
el  de  Cochanchíto,  aquel  lechoncillo  tan  mal  educado  — , 
me  hacían  reír  hasta  desternillarme  y  provocar  ciertas  in- 
oportunidades fisiológicas... 

Por  la  noche,  por  la  mañana,  por  la  tarde,  el  día  en- 
tero pedía  que  me  contaran  cuentos  y  más  cuentos,  a  mi 
abuela,  a  mi  madre,  a  las  criadas,  a  todo  el  mundo.  Apenas 
mi  abuela  concluía  uno,  le  suplicaba  yo:  «¡Otro,  otro  cuen- 
to!» Agotado  su  repertorio,  ella  se  defendía.  No  sabía  más; 
todos  me  los  había  contado...  «¡No  importa,  insistía  yo, 
cuéntame  alguno  otra  vez!...  ¡Cuéntame  el  de  la  Cenicienta/». 

Cansada  de  tanto  repetirlo,  abreviábalo  en  algún  pa- 
saje mi  abuela:  «....Entonces  la  Cenicienta,  al  salir  del 
salón,  perdió  el  zapatico  de  cristal...»  Yo  protestaba:  :No 
es   así,   abuelita...    Entonces   la   Cenicienta   salió   escapada 


3í92  CUADROS   Y    FASES   DE    LA    VIDA    ARGENTINA 

del  baile,  y,  al  bajar  la  escalinata  del  palacio,  perdió  su 
zapatico  de  cristal...  —  Si  lo  sabes  mejor  que  yo,  objetá- 
bame la  buena  señora,  ¿para  qué  quieres  que  te  lo  cuente?» 
Pero  yo  respondía,  convencido :  «  Cuanto  más  lo  sé,  más 
me  guste  oirlo  ».  Y  era  cierto.  Satisfecho  el  vulgar  anhelo 
de  la  curiosidad  provocada  por  la  trama  la  primera  vez 
que  lo  había  escuchado,  y,  conociendo  ya  sus  personajes 
y  episodios,  su  repetición  me  producía  un  placer  estético 
más  desinteresado  y  puro. 

Harta  de  repetir,  glosaba  mi  abuela  en  ocasiones,  con 
ligeras  variantes,  los  viejos  cuentos.  Pero  yo,  partidario 
de  la  exactitud,  corregíala  también  en  tales  casos:  «Eso 
es  el  cuento  de  ALibabá  con  otros  nombres  y  mal  contado. 
¡Cuéntamelo  bien,  abuelita,  y  con  los  nombres  verdaderos!» 
No  había,  pues,  más  escapatoria  que  espetarme  el  cuento 
como  lo  pedía,  sin  variar  ni  omitir  detalle. 

Al  terminar  una  historia,  sobre  todo  cuando  la  narraba 
mi  madre,  era  yo  aficionadísimo  a  improvisar  una  con- 
tinuación insólita.  «...Y  sucedió,  decía  ella,  que  la  Bella 
Durmiente  se  casó  con  el  príncipe  Amable.  Fueron  muy 
felices,  tuvieron  muchos  hijos,  y,  si  no  han  muerto,  viven 
aún  ».  En  el  mismo  tono  de  cuentista,  continuaba  yo :  «  Y 
así  fué  cómo  la  Bella  Durmiente  en  el  Bosque  se  casó 
con  el  príncipe  Amable,  y  tuvieron  dos  hijos.  El  mayor 
era  lindo  como  el  sol  y  bueno  como  Dios;  el  menor 
era  malo  como  el  Diablo  y  picado  de  viruelas...». 

Siendo  yo  el  primogénito,  esto  olía  a  inmodestia,  y 
mi  madre  me  enmendaba  la  plana:  «El  hijo  menor  era 
lindo  como  el  sol  y  muy  bueno;  pero  no  como  Dios, 
porque  nadie  puede  serlo  tanto.  En  cambio,  el  hijo  mayor 
era  bastante  malito  y  picado  de  viruelas,  pues  no  se  había 
dejado  vacunar...»  Al  oiría,  estallaba  mi  indignación:  «¡Yo 
me  he  dejado  vacunar!»  Y  mi  madre  concluía,  sonriendo: 
«¡Tontuelo!  ¿Acaso  me  refiero  a  ti ?  ¿No  estábamos  en 
que  toao  era  un  cuento ;' », 


EL     iNKNO  363 

Mis  cuentos  resultaban  siempre  abominables.  Sin  el 
menor  sentido  artístico,  mezclaba  yo  lo  sublime  y  lo  gro- 
tesco. «  Había  una  vez  una  señora,  decía,  que  estaba  ha- 
ciendo dulce  de  guindas.  Su  hijito  metió  la  mano  en  la 
olla,  sacó  un  puñado  de  dulce,  y  se  lo  tragó,  caliente  y 
con  los  carozos  Como  iba  a  enfermar,  la  madre  se  enojó 
tanto  que  le  pegó  en  la  cara  con  el  cucharón  que  le  servía 
para  revolver  el  dulce,  y  le  sacó  un  ojo.  El  ojo  del  hijito 
cayó  en  la  olla,  y  la  madre,  sin  fijarse,  siguió  revolviendo, 
revolviendo...  Cuando  estuvo  el  dulce  en  punto,  sirvió  un 
poco  en  un  platito  y  se  lo  llevó  a  la  abuela  del  niño  para 
que  lo  probara.  La  abuela,  que  estaba  cortando  un  vestido 
con  unas  tijeras  grandísimas,  fué  a  probar  el  dulce,  y  se 
encontró  con  el  ojo  del  nieto  entre  las  guindas;  lo  recono- 
ció porque  era  más  claro.  Furiosa  entonces  con  la  madre, 
para  castigarla  por  lo  que  había  hecho,  con  su  tijera 
grandísima  le  cortó  las  dos  orejas  ». 

Mi  madre  desaprobaba.  Un  niño  bien  educado  no  debía 
decir  tales  disparates.  Ninguna  señora  en  el  mundo  sacaba 
los  ojos  a  los  hijos  chicos  o  cortaba  las  orejas  a  las  hijas 
.grandes...  «¡Tontuela!  prorrumpía  yo.  ¿Acaso  lo  digo 
por  ti  ?  ¡  Los  cuentos  son  cuentos !  >^ 

Cuando  pretendía  yo  obsequiar  con  .¿stos  engendros  a 
mis  padres,  tanto  me  rectificaban  que  acababa  por  embro- 
llarme y  desistir.  Los  criados,  aunque  nada  rectificasen,  me 
dejaban  hablar,  ¡  oh  ignorancia  del  vulgo !,  sin  escucharme. 
Menos  aun  me  entendían  los  chicuelos  de  mi  edad.  Deci- 
didamente, mi  literatura  no  tenía  público... 

Por  suerte  había  en  casa  dos  hermanitos  menores, 
uno  de  cuatro  años  y  otro  de  dos,  que  me  parecían  man- 
dados hacer  a  la  medida  para  escuchar  mis  relatos.  Con 
regalos  de  trompos  y  bolitas  trataba  yo  de  conquistar  su 
atención.  Pero  sucedía  que,  apenas  mentaba  al  « ogro  de 
hocico  de  cerdo  »  y  a  los  «  chiquitos  destripados  »  y  avan- 
zaba con  los  ojos  revueltos,  la  trompa  horrible  y  los  puños 
amenazadores,    los    hermanitos    se    desgañitaban    pidiendo 


364 


CUADROS  Y  FASES  DE  LA  VIDA  ARGENTINA 


auxilio.  Acudía  mi  madre,  y  me  prohibía  severamente  que 
volviese  a  contarles  cuentos,  so  pena  de  darme  unas  pal- 
madas, he  olvidado  dónde... 

Sin  saber  ya  cómo  dar  gusto  a  mis  exigencias,  ago- 
tados los  recuerdos  de  sus  lecturas,  mi  madre  me  obsequió 
una  tarde  con  el  argumento  de  Fausto,  su  ópera  favorita, 
adaptándolo  a  mi  caletre.  Al  vuelo  atrapé  que  a  aquello  le 
correspondía  música,  y,  desobedeciendo  órdenes  terminan- 
tes, corrí  al  piano  a  improvisarla.  Mi  técnica  era  por  demás 
sencilla.  Acompañaba  las  partes  dulces  y  tristes  («Mar- 
garita era  una  rubia  preciosa... » ),  insinuando  una  tenue 
melodía  con  un  dedo  en  las  teclas  negras  de  los  altos. 
Pero,  en  los  pasajes  fuertes  y  patéticos  ( «  se  le  apareció 
el  Diablo  al  viejo  Fausto... »),  golpeaba  despiadadamente 
en  los  bajos,  con  las  manos,  con  la  cabeza,  hasta  con  los 
pies,  y  sintiendo  no  poseer  dos  cabezas,  diez  manos, 
cien  pies... 

Mi  padre,  que  estudiaba  algún  proceso  judicial  en  la 
habitación  contigua,  acudió  al  estrépito,  con  la  pluma  en  la 
mano.  Sacóme  de  un  brazo  y  cerró  de  golpe  el  martiri- 
zado instrumento.  Yo  me  sentí  mortalmente  triste.  Había 
decidido  que  cuando  fuera  grande,  mi  ocupación  sería  es- 
cribir cuentos,  y  ^acaso  ponerles  música...  ¡Y  he  aquí  que 
indubitablemente  se  demostraba  mi  incapacidad  para  tan 
engorrosa  profesión!  ¿No  sería  mejor  que  me  dedicara  a 
algo  más  fácil  y  positivo,  por  ejemplo,  a  confitero?... 

De  tanta  desilusión  me  compensaron  algunas  nuevas 
aficiones.  Entusiasmábame  el  desfile  de  tropas,  marchando 
los  soldados  en  escuadras  tan  simétricas  que  parecían  de 
juguete,  al  son  del  tambor  y  del  clarín.  Según  se  me  había 
dicho,  desafiaban  al  enemigo  y  defendían  a  la  patria.  Yo 
los  admiraba  de  todo  corazón,  aunque  también  los  temía. 
En  mi  alma  infantil,  temía  todo  lo  que  admiraba,  no  con- 
cibiendo otra  forma  de  admiración  que  la  impuesta  por  el 
poder  y  la  fuerza. 

Jamás   olvidaré  un  batallón  que  pasó  una  vez  por  la 


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EL    NIÑO 


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puerta  de  mi  casa;  oficiales  y  soldados  me  miraban  ce- 
ñudos al  pasar,  amenazándome  con  sus  sables  y  bayone- 
tas... ^;Cómo  pudo  ocurrírseme  semejante  cosa?  Proba- 
blemente la  criada,  como  pretendiese  yo  correr  detrás  de 
la  tropa,  me  dijo :  « Mira  cómo  te  miran ;  si  te  mueves, 
te  van  a  matar».  Y  yo,  ¡pobre  de  mí!,  aterrado  miré,  sí, 
cómo  me  miraban,  temiendo  que  fueran  a  matarme  de  un 
momento  a  otro... 

Después  de  los  militares,  impresionábanme  los  curas. 
No  sé  donde  vi  desfilar  a  los  chicos  de  un  seminario,  en 
larguísimas  hileras,  de  dos  en  dos  y  de  menores  a  mayo- 
res. Eran  santos  de  nacimiento ;  nacían  con  su  sotana 
como  la  tortuga  con  su  caparazón,  y  el  curita  y  la  sotana 
crecían  con  el  tiempo,  hasta  no  caber  en  la  tierra  e  irse 
derechitos  al  cielo. 

Era  yo  entonces,  no  sólo  crédulo,  sino  creyente  y  hasta 
devoto.  Mi  madre,  apenas  me  acostaba,  hacíame  rezar 
mis  oraciones :  un  Padrenuestro,  una  Salve,  un  Credo,  un 
Bendito.  Ella  las  recitaba  en  voz  alta,  sentada  junto  a 
mi  lecho ;  yo  repetía  dócilmente  sus  palabras.  Pero  es  el 
caso  que  solía  distraerme  y  repetir  sin  parar  mientes  en 
lo  que  decía;  cuando  mi  madre  me  anunciaba  que  había- 
mos terminado,  parecíame  que  aun  nos  faltaba  una  ora- 
ción, generalmente  el  Credo  o  la  Salve.  Y,  como  yo  quería 
rezarlo  todo,  para  que  el  buen  Dios  premiase  al  día  si- 
guiente mi  piedad  cristiana,  había  que  comenzar  de  nuevo. 
Esto  se  hacía  demasiado  largo  y  fastidioso  para  mi  madre, 
que,  a  fin  de  evitarlo,  díjome  una  vez :  « Es  preciso  que 
te  fijes  en  lo  que  rezas;  si  no,  de  nada  te  valdrá».  Tanto 
me  impresionó  la  advertencia  que  aun  no  he  podido  olvi- 
darla. Para  que  en  el  día  siguiente  todo  estuviera  bien  y 
fuese  yo  bueno  —  creía  yo  que  a  los  buenos  les  iba  siem- 
pre bien  — ,  ponía  los  cinco  sentidos  en  mis^  oraciones, 
tratando  de  no  distraerme  un  instante. 

Años  más  tarda,  cuando  estudiaba  en  el  colegio,  acor- 
dábame en  vísperas  de  los  exámenes  de  las  recomendaciones 


U 


366  CUADROS    Y    FASES    DE    LA    VIDA    ARGENTINA 

de  mi  madre.  Rezaba  al  acostarme,  si  no  con  todo  fervor^ 
por  lo  menos  con  gran  atención.  ¡No  había  que  distraerse 
en  el  curso  del  Credo  o  de  la  Salve,  pensando  en  alguna 
posible  pregunta  sobre  los  ángulos  poliedros  o  los  verbos 
irregulares!  Y  cuando,  a  pesar  de  mi  voluntad,  me  distraía 
en  mis  oraciones,  recordábalo  al  despertarme  el  día  si- 
guiente y  me  levantaba  de  mal  humor,  seguro  de  que 
tendría  mala  estrella  en  los  exámenes. 

Solían  darme,  de  muy  niño,  agudas  crisis  de  santidad. 
Un  día  proyectaba  no  pecar  más  en  la  vida,  para  merecer 
el  nimbo  de  los  santos  después  de  la  muerte.  Soñaba  con 
la  dulce  paz  del  anacoreta  y  resolvía  levantar,  una  ermita 
en  el  arriate  del  patio.  No  obstante,  carecía  de  tempera- 
mento para  llevar  a  cabo  la  resolución ;  era  ya  inquieto, 
de  espíritu  curioso  y  movedizo.  Como  ahora,  gozando  de 
cabal  salud,  no  podía  pasar  un  segundo  sin  ocuparme  en 
algo.  Pero,  en  vez  de  ocupanne  en  escribir  libros  y  en 
estudiar  arduos  problemas  sociales,  entonces  mi  actividad 
interna  no  tenía  otras  manifestaciones  que  continuas  tra- 
vesuras. Todo  lo  despanzurraba  para  ver  lo  que  había 
dentro.  Todo  lo  ensuciaba  para  construir  casitas  de  ba- 
rro, o  buques  de  cartón,  o  bien  algún  mecanismo  raro, 
que  suponía  ingenioso.  Gustábame  pelearme  con  los  de- 
más —  pequeños  o  grandes  —  para  ver  cómo  se  enojaban 
y  qué  me  decían...  En  una  palabra,  habíame  hecho  un 
chico  insoportable  entre  las  cuatro  paredes  de  una  casa 
de  ciudad. 

ni.    LAS    PRIMERAS    LECCIONES 

Habiéndome  hecho  insoportable,  se  resolvió  enviarme 
a  la  escuela,  para  librar  a  la  casa  de  mi  presencia,  siquiera 
durante  algunas  horas  del  día.  No  estaba  aún  en  edad  de 
aprender,  pero  se  opinaba  que  la  tenía  ya  de  estar 'sujeto. 
¡  Era  como  si  se  intentase  sujetar  el  agua  del  arroyo  o 
las  cabras  del  monte!... 

Decidiéronse    mis   padres   con    ocasión   de  un  desgra- 


F,L    NIÑO  807 

ciado  acontecimiento  de  mi  vida.  Comía  yo  siempre,  vigi- 
lado por  una  niñera,  en  la  mesa  de  los  chicos»,  y  pen- 
saba, naturalmente,  que  la  «  mesa  de  los  grandes  »,  donde 
me  estaba  vedado  comer,  era  un  perpetuo  banquete  de 
dioses;  allí  todos  los  manjares  serían  mieles  y  ambrosías... 
Admitióseme  una  vez  a  ella  — ¡oh  gloria!  —  ,  en  virtud 
de  mi  reiterada  insistencia.  Había  visitas,  gente  de  la  fa- 
milia, que  apoyaron  mis  pretensiones. 

Al  principio  aquello  marchó  bien;  todos  estaban  en- 
cantados de  mi  juicio;  pero  ello  fué  que  alguien  me  dio  a 
beber  dos  dedos  de  vino...  Como  tantos  otros,  en  la  bote- 
lla encontré  la  perdición.  Sintiéndome  animoso,  comencé  a 
charlar  hasta  por  los  codos,  y,  para  dar  más  relieve  a  no 
sé  qué  historieta  escuchada  en  la  cocina,  repetí,  sin  co- 
nocer su  verdadera  acepción,  dos  o  tres  palabras  que 
había  oído  a  un  criado...  ¡  Maiditas  palabras!  ¡Eran  los 
más  soeces  y  obscenos  juramentos!  Avergoncé  a  mis  pa- 
dres, avergoncé  a  las  visitas,  avergoncé  al  criado  de  quien 
las  aprendí  y  que  servía  a  la  mesa,  me  avergoncé  yo 
mismo,  i  todos  nos  avergonzamos!...  El  epílogo  de  tan 
triste  aventura,  muy  digno  de  ella,  colmó  mis  desdichas: 
me  enviaron  a  la  escuela. 

Como  no  había  entonces  jardines  de  infantes,  apiicó- 
seme  allí  la  antigua  disciplina  escolar.  Ingresé  en  una 
clase  de  alumnos  bastante  mayores  y  más  adelantaditos 
que  yo,  y,  en  verdad,  no  se  necesitaba  mucho  para  serlo. 
Mi  única  obligación  era  pasarme  el  día  entero  sentadito 
ante  el  pupitre,  sin  hacer  nada,  absolutamente  nada.  ¡  No 
concebía  yo  mayor  suplicio ! 

Mi  principal  entretenimiento,  en  las  primeras  lecciones, 
tan  prematuramente  comenzadas,  fué  contemplar  los  mapas 
zoológicos  que  colgaban  en  las  paredes,  llenos  de  ani- 
males curiosos,  y  escuchar  las  escalas  que  una  niña  to- 
caba todo  el  día  en  el  piano.  Estas  escalas  eran,  ya 
breves  y  ligeras  como  revoloteos  de  mariposas;  ya  largas 
y  unidas  como  las  ondas  del   mar;  ora  alegres  como  una 


368  CUADROS    Y    FASES   DE    LA    VIDA    ARGENTINA 

carcajada;  ora  tristes  como  un  lamento;  a  veces,  diver- 
gentes o  convergentes  como  los  ojos  de  un  bizco;  en 
ciertos  momentos,  pesadas  como  pasos  de  gigantes;  en 
otros,  amenazadoras  como  el  huracán... 

Pero  pronto  me  cansé  de  las  figuras  de  los  mapas  y 
de  las  escalas  del  piano,  y  al  fin  traté  de  comprender  las 
explicaciones  de  la  « monitora ».  ¡  No  era  tan  fácil,  no ! 
Aquella  buena  señorita  tenía  el  don  de  hacer  obscuras 
las  cosas  más  claras.  Creo  que  nadie,  ni  los  mayorcitos 
del  curso,  le  comprendían  una  palabra.  Sin  embargo,  cuan- 
do preguntaba:  «¿Han  comprendido  ustedes?»,  todos  con- 
testábamos a  voz  en  cuello:  «Sí,  señorita».  Lo  decíamos 
así  para  halagarla,  por  hacer  ruido,  y,  sobre  todo,  para 
que  se  callara.  Su  voz  era  áspera,  monótona,  siempre 
igual,  y  hablaba,  hablaba,  hablaba,  como  un  fonógrafo, 
como  un  ventilador,  como  un  torbellino.  Tenía  cuerda 
para  todo  el  día  — ¿qué?  — ,  para  toda  la  vida.  Y,  ade- 
más, tenía  ojos  en  los  cuatro  lados  de  la  cabeza,  porque 
todo  lo  veía,  todo...  ¡Ni  un  alfiler  se  caía  en  la  clase  sin 
que  lo  viera ! 

Gustaba  aquella  monitora  de  una  disciplina  militar, 
acaso  porque  sólo  así  podíamos  tener  alguna.  Con  sus 
dientes  salidos,  como  de  caballo,  vociferaba  —  sin  quedar 
jamás  ronca  —  a  la  menor  de  nuestras  incorrecciones.  Po- 
níame yo  a  dibujar  con  tiza  sobre  el  banco,  y  ella  me 
reprendía:  «Juan,  no  ensucie  usted  el  banco».  Cazaba 
yo  una  mosca...  «Juan,  no  cace  usted  moscas».  Hablaba 
yo  media  palabra  a  mis  vecinos..  «Juan,  cállese  usted». 
Tocábales  luego  con  las  manos  o  con  los  pies,  para  dis- 
traerme y  distraerlos...  «Juan,  estése  usted  quieto».  Al- 
zaba el  dedo  para  que  se  me  permitiera  salir  de  clase... 
«Juan,  baje  usted  el  dedo;  hace  apenas  cinco  minutos 
que  estuvo  usted  afuera...  —Pero,  señorita,  solía  yo  re- 
plicar, y  muy  sinceramente;  tengo  necesidad...  Me  ha  hecho 
mal  el  almuerzo  y  me  parece  que  voy  a  volverlo... —  ¡No 
es   cierto !  —  Sí,   señorita...  —  ¡  Pues   si    tiene    usted    tantas 


EL    NIÑO  369 

necesidades,  hágalas  sin  salir  de  la  clase,  en  un  rincón !...» 
Confieso  que  más  de  una  vez  me  sentí  tentado  de  llevar 
a  cabo  una  barrabasada  en  algún  rincón  de  la  clase ;  así 
enseñaría  a  la  monitora  a  ser  más,  condescendiente ;  pero 
la  sola  idea  me  daba  vergüenza...  ¡Harto  sabía  la  muy  pi- 
cara que  yo  era  un  muchachuelo  bien  criado,  incapaz  de 
obedecer  al  pie  de  la  letra  su  escandalosa  y  pérfida  indi- 
cación! 

Tanto  me  desagradaba  la  escuela  que,  para  retardar 
la  hora  de  la  llegada,  había  descubierto  que  era  de  mal 
gusto,  y  aun  de  peor  augurio,  pisar  las  junturas  de  las 
baldosas  al  caminar  por  la  acera.  Andaba  por  la  calle  a 
saltos  si  las  baldosas  eran  grandes,  de  puntillas  si  eran 
pequeñas,  y,  como  a  cada  paso  tenía  que  meditar  para 
saber  dónde  debía  poner  el  pie,  hacía  en  media  hora  un 
trayecto  de  diez  minutos.  Cuando  el  criado  gallego  que 
me  llevaba  a  la  escuela  protestaba  enérgicamente  contra 
mi  desesperante  lentitud,  le  exponía  yo  mi  doctrina  sobre 
cómo  debía  andar  por  la  calle  una  persona  que  se  respe- 
tase, invitándole  a  que  adoptara  él  también  mi  sistema.  Lejos 
de  ello,  movía  él  la  cabeza,  como  apiadado  por  mi  falta 
de  seso...  Para  que  no  fuera  a  quejarse  al  volver  a  casa, 
empleaba  yo  a  favor  de  mi  tesis  la  dialéctica  más  sutil  y 
especiosa...  ¡Era  inútil!  Aquel  hombre,  sordo  a  mis  razo- 
nes, pisaba  sin  remordimiento,  con  sus  anchas  patazas, 
hasta  dos  y  tres  junturas  a  la  vez... 

Exasperado,  solía  yo  vengarme  manifestándole  que  era 
demasiado  bruto  para  comprender  los  refinamientos  de  la 
alta  cultura,  y,  a  manera  de  conclusión,  le  preguntaba: 
«¿Sabes  tú  cuál  es  el  animal  más  parecido  al  hombre?» 
En  su  dialecto  cerril,  contestábame  indefectiblemente:  «Non 
sei,  neno^».  Y  yo  indefectiblemente  añadía:  «¡Te  he  dicho 
ya  que  es  el  gallego!...  Y  la  prueba  está  en  que  todavía 
no  has  llegado  a  comprender  cómo  anda  la  gente  distin- 
guida por  las  calles  de  las  ciudades  civilizadas.  — Túa  niai, 

1-  '  No  sé,  niño  ". 


370  CUADROS    Y    FASE      DE    LA    VIDA     ARGENTINA 

teu  paP...»  objetábame  el  fámulo.  A  lo  cual  interrumpía 
yo :  «  M¡  papá  y  mi  mamá  andan  generalmente  en  coche. 
Cuando  van  a  pie,  ten  por  seguro  que  antes  se  dejarían 
tundir  que  pisar  las  junturas  de  las  baldosas,  como  los 
gallegos  ». 

A  veces,  para  no  ir  a  la  escuela,  recurría  al  extremo 
de  suponerme  enfermo;  quejábame  de  inaguantables  dolores 
en  la  cabeza,  en  el  corazón,  en  el  vientre,  en  la  garganta, 
por  doquiera.  Pero  en  mi  casa  tenían  un  remedio  infalible 
para  sanarlo  todo :  el  aceite  de  castor,  disuelto  en  jugo  de 
naranja...  Tal  repugnancia  cobré  yo  al  odioso  brebaje  que, 
no  bien  Fiie  lo  ofrecían,  curaba  como  por  ensalmo  y  me 
marchaba  en  silencio.  Aun  ahora  no  puedo  pasar  la  na- 
ranjada, pues  me  parece  sentirle  el  gusto  del  clásico  pur- 
gante y  sufrir  ya  los  retortijones  de  las  visceras. 

Si  nada  me  gustaba  menos  que  la  disciplina  escolar, 
nada  me  gustaba  más  que  los  días  de  lluvia,  no  sólo  porque 
no  iba  a  la  escuela,  sino  también  porque  la  lluvia  tenía  para 
mí  especial  atractivo.  Con  sorprendente  tranquilidad  pasá- 
bame esos  días  las  horas  muertas,  viendo  correr  el  agua... 
Es  que,  según  me  había  informado  la  hija  de  la  cocinera, 
en  las  burbujas  que  producían  al  caer  las  gotas  de  lluvia, 
se  formaban  «  espíritus  ».  No  sabía  yo  muy  bien  qué  era 
esto  de  «  espíritus » ;  pero  me  agradaba  intensamente  verlos 
nacer  y  estallar  como  pompas  de  jabón.  ¿De  dónde  ve- 
nían? ¿A  dónde  iban?...  ¡Misterio,  y  era  precisamente  este 
exquisito  misterio  lo  que  para  mí  constituía,  después  de 
dejarme  sin  escuela,  el  indecible  encanto  de  la  lluvia! 

Era  yo  lo  que  se  llama  un  chico  «  preguntón  ».  Aunque 
nada  comprendía,  y  tal  vez  por  lo  mismo,  quería  saberlo 
todo.  Desmostrábame  infatigable  en  la  ardua  tarea  de  pre- 
guntar indefinidamente  el  porqué  y  el  cómo  de  todas  las 
cosas  habidas  y  por  haber,  dichas  y  calladas,  verdaderas 
y  falsas..  Hartos  de  contestar  aquellos  a  quienes  ponía  en 
aprietos  con  mis  preguntas,  acababan   por  impacientarse  y 

'  "  Tu  inaciro,  tu  padre 


EL    NIÑO  371 

reprenderme,  exclamando  exasperados:  «¡Cállate,  pregun- 
tón !  Los  chicos  no  deben  estar  siempre  interrogando  a 
los  mayores». 

El  iracundo  tono  con  que  se  me  reprendió  así  alguna 
vez,  hízome  pensar  que  el  ser  « preguntón »  constituía 
gravísimo  delito.  Por  esto  dejé  de  interrogar  a  los  mayores, 
aprovechando  su  lección  de  urbanidad.  Pero  sucedió  que 
una  tarde  reñía  en  la  escuela  con  otro  chico,  porque,  ha- 
biéndome él  propuesto  cambiar  un  cortaplumas  que  traía 
por  unos  sellos  de  la  Gran  China  que  yo  llevaba,  pre- 
tendió al  fin  quedarse  con  los  sellos  (¡de  la  Gran  China!) 
y  el  cortaplumas... 

Como  tenía  yo  muy  desarrollado  el  sentimiento  de  la 
justicia  distributiva,  tan  grande  abuso  me  indignó,  hasta 
el  punto  de  que,  antes  de  pasar  a  las  vías  de  hecho, 
agoté  mi  vocabulario  de  recriminaciones...  La  última  que 
se  me  ocurrió  fué  gritar  al  chico  del  cortaplumas:  <^¡ Pre- 
guntón, preguntón !...  Creía  injuriarle  tan  terriblemente 
como  si  le  llamara  «infame,  asesino,  mujercita  ». 

Oyóme  la  monitora,  y,  después  de  poner  paz  entre 
los  príncipes  cristianos,  no  pudo  menos  de  interrogarme, 
pensativa:  «¿Qué  te  ha  preguntado  ese  muñeco?»  Yo  me 
encogí  de  hombros  y  repuse:  «¿A  mí?  Nada.  ¡Por  pre- 
guntarme a  mí  no  le  diría  yo  preguntón!  Es  que  pregunta 
a  los  mayores... »  Estupefacta,  pidióme  la  señorita  que  me 
explicara,  y,  como  no  era  tonta,  acabó  por  comprender  el 
origen  del  valor  despectivo  que  atribuía  yo  al  término... 
Después  de  reírse  a  carcajadas  de  mí,  no  sospechando  hasta 
qué  punto  era  yo  incómodo  cuando  me  daba  por  querer 
saberlo  todo,  rióse  también  de  los  « mayores » ;  suponía 
que,  por  ignorancia,  dejaban  mis  padres  de  responder  a 
mis  preguntas.  Sospechando  yo  la  suposición,  aunque  no 
le  diese  entero  crédito,  desde  aquel  instante  comencé  a 
dudar  de  la  sabiduría  humana...  Así  me  inicié,  por  la  ma- 
licia de  una  monitora  burlona,  en  las  vacilaciones  de  la 
crítica  y  del  escepticismo,  que  luego  habían  de  convertirse 


372  CUADROS  y  fases  de  la  vida   argentina 

en  el  tormento  y.— ¿por  qué  no  decirlo?  — también  en  la 
delicia  de  mi  vida  de  rata  de  archivos  y  de  bibliotecas. 

Cuando  fué  pedida  la  mano  de  una  niña  de  mi  fami- 
lia, afirmé  yo  con  toda  soltura  que  había  visto  la  conmo- 
vedora escena  metido  debajo  del  sofá  de  la  sala.  Muy 
correcto,  de  frac  y  guante  blanco,  arrodillado  ante  su  pro- 
metida, el  novio  le  besaba  la  mano,  llevándose  la  suya  af 
pecho,  en  apasionadísima  actitud;  ella,  de  descote  y  con 
rosas  blancas  en  el  cabello,  bajaba  la  adorable  cabeza, 
abrumada  de  felicidad,  En  esto,  como  un  ventarrón,  enira 
la  madre...  Y  yo  contaba  la  patética  escena  hasta  en  sus 
menores  detalles,  con  grandes  risas  de  los  circunstantes 
y  viva  protesta  de  los  aludidos...  ¡Todo  era  imaginación! 
¡  Las  cosas,  por  supuesto,  habían  pasado  de  muy  distinta 
manera!  ¡Yo  no  había  visto  nada!.. 

Indignado,  el  novio  me  echaba  en  cara  mis  mentiras. 
«  Si  este  chico  no  se  corrige,  exclamaba,  se  hará  ahorcar ». 
Para  mí,  él  era  quien  faltaba  a  la  verdad,  y  su  descaro 
me  hacía  llorar  de  rabia.  «¡Yo  mentir!  ¡Yo,  hacerme  ahor- 
car!..» Lo  cierto  es  que,  no  siendo  mentiroso  ni  bromista, 
creía  yo  en  mi  historia  con  la  mejor  fe  del  mundo.  ¿Cómo 
se  me  había  ocurrido?  ¿La  habría  soñado?..  Pienso  ahora 
que  todo  me  fué  sugerido  por  algún  cuadro  romántico. 

No  me  disgustaba,  además  —  lo  confieso  — ,  el  hacer 
rabiar  un  poco  al  novio.  En  el  fondo  de  mi  corazón  le 
execraba;  el  hecho  es  que  me  atormentaban  los  celos.  Y 
no  seguramente  porque  pretendiera  casarme  con  la  nina, 
que  no  me  llevaba  más  que  veinte  años  de  edad,  sino 
porque  comprendía  que  su  nuevo  amor  iba  a  robarme, 
buena  parte  de  sus  mimos  y  caricias.  Mis  celos,  pues,  eran 
como  los  de  un  perrillo  faldero 

Casados  los  novios,  fueron  a  pasar  la  luna  de  miel 
en  un  pueblo  de  campo.  Invitáronme  al  poco  tiempo  para 
que  los  acompañara  unos  días.  Y  a  la  quinta  me  llevó 
una  criada,  que  tomó,  por  equivocación  o  por  economía,  a 
pesar  de  mis  enérgicas   protestas  de  caballero,  billetes  de 


EL    NIÑO  373 

segunda  clase  en  el  ferrocarril...  Pero  el  campo  me  hizo 
olvidar  pronto  el  mal  rato  del  viaje. 

Libre  como  el  aire,  discurría  en  la  quinta  el  día  entero, 
inventando  travesuras.  Cierta  mañana  llegué  a  fabricar  una 
pasta  con  harina,  azúcar,  masilla,  perejil,  nuez  moscada, 
canela,  argamasa  y  no  sé  qué  más  ingredientes.  Amasa- 
das y  cortadas  las  deliciosas  tortitas,  plíselas  en  el  horno, 
a  hurtadillas  del  cocinero,  que  era  un  hombre  feroz,  y 
tanto,  que  a  veces  sospechaba  yo  en  él  a  un  ogro  disfra- 
zado de  cocinero. . . 

Desastrosos  fueron  los  resultados  de  mi  ensayo  culina- 
rio. Quemóse  la  pasta,  se  descompuso  el  horno,  apestó  la  co- 
cina, gruñó  el  ogro,  y  todos  nos  quedamos  aquella  mañana 
sin  almorzar.  Mi  nuevo  pariente  político  me  corrió  por  la 
quinta  para  castigarme.  Huyendo  de  él,  me  tiré  de  barriga  en 
un  charco  de  barro  caldeado  por  el  sol.  Sacóme  de  allí  el 
jardinero,  y  por  orden  del  patrón  me  sumergió  en  una  pileta 
de  agua  fría. . .  Decidido  yo  a  no  mostrar  la  menor  debi- 
lidad ante  mi  anfitrión  y  enemigo,  tragué  mis  lágrimas  en 
silencio.    ¡Quería  ser  valiente  y  fuerte  en  la  desgracia! 

Más  tarde  llevé  mis  quejas  a  la  recién  casada.  Su 
marido  era  un  perverso  al  aprovecharse  de  mi  niñez  para 
castigarme ;  cuando  yo  fuera  mayor,  compraría  una  pistola 
y  le  mataría..  .  ¿Cómo  podía  ella  querer  a  semejante  hom- 
bre?. ..  Y,  para  explicar  las  torturas  sufridas  y  conmoverla, 
díjele  que  había  pasado  por  «todos  los  calores  del  infier- 
no y  todos  los  fríos  del  cielo  »• . .  Tanta  gracia  hizo  mj 
frase  a  la  joven  señora,  que  me  preguntó  capciosamente: 
«  ¿  Y  qué  te  gustaba  más,  el  infierno  o  el  cielo  ? »  Quedé 
un  rato  suspenso,  y  repuse:  «Mucho  me  gustaría  viajar 
en  ferrocarril,  y  en  primera  clase,  naturalmente,  por  el 
cielo  y  el  infierno. . .  Pero,  para  vivir,  me  gusta  más  la 
Tierra ».  Así  lo  creía.  Gustábame  más  sin  duda  vivir  en 
aquella  quinta,  junto  a  una  madrecita  mimosa  y  vestida  de 
encaje,  bajo  los  duraznos  en  flor:  No  hubiera  cambiado 
mi  situación  por  las  delicias  del  séptimo  paraíso. 


374 


CUADROS   Y   F.^SES   DE   LA   VIDA    ARGENTINA 


Sin  embargo,  era  yo  entonces  absolutamente  incapaz 
de  sentir  verdaderos  afectos.  Egoísta  como  un  salvaje,  no 
pensaba  más  que  en  mí  mismo.  La  noticia  de  la  muerte 
de  mi  abuela  me  dejó  tan  fresco.  Veía  llorar  a  las  perso- 
nas mayores,  y  esto,  en  el  primer  momento,  me  pareció 
ridículo  y  sólo  me  hizo  reír.  Después  pensé  que  llorar 
era  lo  indicado  en  tales  casos,  puesto  que  todos  llora- 
ban. Traté  de  afligirme,  recordando  el  cariño  de  la  noble 
e  inteligente  matrona;  había  yo  sido  su  predilecto;  ella 
creía  en  mi  capacidad  y  esperaba  de  mí  grandes  cosas. . . 
Como  buen  chico,  muy  bien  había  conocido  yo  su  debi- 
lidad y  tratado  de  aprovecharla,  sacándole  a  mansalva  ca- 
ramelos, juguetes  y  paseos...  Ahora  se  moría  la  pobre, 
¡  y  yo,  sin  una  lágrima !  ¡  Qué  vergüenza !  Decididamente, 
debía  yo  de  ser  malísimo. . .  ¡  Muy  pronto  aprendí  después 
¡ah!,  muy  pronto,  a  llorar  la  muerte  de  las  personas  queri- 
das! ¡Por  qué  no  habré  conservado  el  dulce  egoísmo  de 
la  infancia ! 

IV.    LOS   PRIMEROS   EXPERIMENTOS 

De  aquella  época,  en  que  empezaba  a  usar  de  mi 
razón,  data  mi  primer  experimento  que  diría  científico.  En 
el  arriate  del  patio  planté  cascaras  de  huevo  y  un  mechón 
de  cabellos.  Temeroso  de  la  burla  de  mis  semejantes, 
cuidaba  y  regaba  en  secreto  mi  siembra;  pensé  cosechar 
pollos  y  quizá  seres  humanos.  No  sé  cómo  una  tía  entro- 
metida descubrió  mis  afanes,  y  la  familia  entera  se  burló 
de  mi  candidez.  Sólo  mi  padre  me  defendió;  a  mi  edad, 
el  experimento,  aunque  harto  defectuoso,  revelaba  cierta 
observación  de  la  Naturaleza  y  la  voluntad  de  conocer 
sus  más  recónditos  enigmas. 

Para  olvidar  el  ruidoso  fracaso  de  mi  silencioso  en- 
sayo, traté  de  hacerme  más  hombre.  El  mejor  recurso  era 
indudablemente  aprender  a  silbar,  ¡y  a  silbar  aprendí,  con 
ímprobo  esfuerzo!  Deseando  ejercitarme  en  tan  difícil 
arte   y    lucir   mi   nuevo   conocimiento,    silbaba   desde   que 


^'^1^' 


EL    NIÑO 


375 


cesó- 


me despertaba  hasta  que  me  dormía,  y  aun  no  estoy  muy 
seguro  de  que  no  silbara  soñando.  ¡  Pero  los  hombres  son 
injustos!  ¡Después  de  haberme  impulsado  por  este  rumbo, 
aunque  indirectamente,  al  burlarse  de  mis  experimentos, 
no  me  dejaban  ahora  demostrarles  que  era  todo  un  varón, 
y,  so  pretexto  de  que  los  aturdía,  vedábanme  hasta  el  ino- 
cente desahogo  del  silbido! 

Entre  otras  muchas  prohibiciones  que  pesaban  sobre 
mi  importante  persona,  una  había  que  me  mortificaba  sin- 
gularmente: la  de  comprar  pasteles  al  «negro  pastelero». 
Éste  pasaba  todos  los  domingos  y  días  de  fiesta  por  la 
puerta  de  mi  casa,  con  una  cesta  en  la  cabeza,  prego- 
nando así  su  mercancía :  « ¡  Pasteles  calientes,  que  queman 
los  dientes ! ».  Vendía,  en  efecto,  unos  pasteles  rellenos 
de  carne  y  cubiertos  de  azúcar,  canela  y  grajea;  no  con- 
cebía yo  que  existiese  en  el  mundo  nada  más  exquisito. 
Sin  embargo,  en  el  antecomedor  se  nos  servían  diaria- 
mente cosas  que  mi  madre  reputaba  mucho  mejores,  y 
yo  me  negaba  a  comerlas;  a  menudo  había  que  obligarme 
a  que  me  alimentara.  ¿Por  qué  codiciaba  tanto  los  pas- 
teles del  negro?  Entonces  yo  no  lo  sabía;  desgraciada- 
mente lo  sé  ahora  muy  bien:  eran  «fruta  prohibida  »i  eran 
«fruta  del  cercado  ajeno»...  Hartas  veces  después,  en  el 
curso  de  la  existencia,  he  debido  privarme  de  satisfacer 
mis  deseos,  exclamando :  « ¡  Paciencia,  son  los  pasteles 
del  negro!  ». 

Créese  generalmente  que  la  infancia  es  una  edad  siem- 
pre feliz.  Lejos  de  ello,  los  niños,  sobre  todo  los  que  se 
crían  en  las  ciudades,  tienen  también  sus  preocupaciones 
y  sufren  sus  disgustos.  Su  mayor  placer  estriba,  sin  duda, 
en  la  libertad,  y  raras  veces,  ¡ay!,  pueden  disfrutarla; 
viven  como  pajarillos  enjaulados.  Además,  habiendo  sido 
todo  hecho  para  uso  de  los  mayores,  se  sienten  cohibidos 
por  las  desproporciones  del  medio ».  De  ahí  una  aspira- 
ción, la  más  íntima,  la  más  constante  en  todo  niño: 
<  Cuando  yo  sea  grande...». 


4 


\' 


876  CUADROS  Y  FASES  DE  LA  VIDA  ARGENTINA 

Nunca  sentí  yo  más  ardiente  el  deseo  de  crecer  que 
cuando  comencé  a  ir  a  la  escuela.  No  veía  el  momento 
en  que  terminase  aquel  odioso  año  de  mis  primeras  clases, 
mis  primeros  experimentos  y  mis  primeros  silbidos.  Al 
fin  llegaron  las  vacaciones,  y,  afortunadamente,  nos  fuimos 
al  campo.  La  quinta  era  una  verdadera  chacra,  con  alame- 
das, montes  de  árboles  frutales  y  potreros;  en  el  fondo, 
a  cierta  distancia  de  la  casa,  había  una  « laguna ».  Corre- 
teando de  la  mañana  a  la  noche,  con  mis  hermanos  me- 
nores y  la  copiosa  chiquillería  del  quintero,  en  busca  de 
nidos,  de  frutas,  de  insectos  raros  y  de  cuanto  Dios  creó, 
nos  sentíamos  felices. 

Sobre  todos  los  encantos  de  la  villegglatura,  atraíame 
la  charca  del  fondo,  tal  vez  porque  nos  estaba  prohibido 
ir  allá...  No  obstante  la  prohibición,  un  día  resolvimos 
explorarla.  Fuímonos  procesionalmente,  llevando  en  hom- 
bros una  mesita  baja  de  nuestro  particular  uso;  la  bota- 
ríamos al  agua  y  sería  nuestro  buque. 

Por  el  camino,  el  chico  menor  del  quintero  comió 
una  frutita  roja.  A  nosotros  se  nos  había  dicho  que  esta 
frutita  era  veneno  y  se  llamaba  « revientacaballos ».  Si 
hacía  reventar  a  los  caballos,  también  haría  reventar  a  los 
niños;  luego,  el  chico  estallaría  en  cualquier  momento, 
como  una  bomba  de  dinamita...  Esto  nos  alarmó  y  acon- 
gojó hondamente.  ¡  Había  que  salvar  a  la  desdichada  cria- 
tura! 

Para  salvarla,  el  recurso  era  hacerle  vomitar  la  frutita 
explosiva.  Depositando  la  mesa  en  el  suelo,  con  las  patas 
al  aire,  pusimos  manos  a  la  obra.  Hicimos  beber  al  chico 
un  gran  vaso  de  agua  sucia;  alguien  le  metió  los  dedos  en 
la  boca;  otro  le  pegaba  en  el  pecho,  y  yo,  en  la  espalda. 
Con  todo,  no  llegó  a  vomitar  el  paciente,  y  aun  perdió 
la  paciencia,  defendiéndose  a  puntapiés  y  manotones.  Hubo 
que  soltarle;  el  hombre  se  llevaría  su  merecido. 

Llegamos  a  la  costa  y  botamos  la  mesa  al  agua,  no 
sin    haberle   puesto   en   las   patas  un  lienzo  que  hacía  de 


EL    NhNO  377 

vela  y  una  pequeña  bandera  a^ul  y  blanca.  Antes  de  em- 
barcarnos, discutimos  un  momento  sobre  si  admitiríamos 
o  no  a  bordo  al  chico  que  debía  reventar.  Alguien  hacía 
presente  los  peligros  de  un  reventón  en  plena  travesía, 
dentro  de  aquel  buque  tan  pequeño;  pero  el  chico  insistía 
en  que  eso  de  reventar  o  no,  era  de  su  exclusiva  cuenta,  y 
por  su  empeño  en  acompañarnos  le  admitimos.  ¡  Si  reven- 
taba, peor  para  él !  En  todo  caso,  el  accidente  haría  más 
emocionante  la  atrevida  exploración. 

Embarcámonos,  pues,  los  cuatro  o  cinco  chicuelos,  y 
la  mesa,  la  picara  mesa,  a  pesar  de  su  vela  y  de  su  ban- 
dera, lejos  de  lanzarse  hacia  alta  mar,  empantanóse  en 
la  orilla...  ¡Y  no  hubo  medio  de  sacarla  a  flote!  Tuvimos 
que  abandonarla  allí,  como  resto  del  horroroso  naufragio, 
para  respeto  y  admiración  de  las  futuras  generaciones  y 
de  los  venideros  siglos. 

De  hombre,  he  vuelto  alguna  vez  a  aquella  quinta, 
donde  yacen  tantos  dulces  recuerdos  de  mi  infancia.  Heme 
sorprendido  de  su  tam.año  real ;  todo  lo  que  entonces 
me  parecía  enorme,  gigantesco,  inconmensurable,  me  ha 
resultado  ahora  de  regulares  proporciones.  Evidentemente, 
no  tenía  yo  de  niño  el  sentido  de  la  medida;  y  por  cierto 
que  lo  sabía,  y  que  siempre  me  preocupaba  esta  incógnita... 
¿  En  qué  distinguían  los  hombres  a  los  petizos  de  los  ca- 
ballos? Para  mí,  todos  los  petizos,  salvo  algún  poney  del 
tamaño  de  un  perro,  eran  caballos... 

Tampoco  distinguía  yo  lo  bello  y  lo  feo.  Mi  padre 
encontraba  fea  a  la  institutriz;  mi  madre,  en  cambio,  la 
encontraba  demasiado  bonita...  ¿Era  bonita?  ¿Era  fea?... 
Considerando  yo  iguales  a  todas  las  mujeres,  no  podía 
comprender  cuándo  y  cómo  era  una  mujer  fea  o  bonita... 
¡Ojalá  no  hubiera  llegado  jamás  a  comprenderlo! 

Lo  que -comprendí,  y  creo  que  demasiado  pronto,  es 
la  relatividad  de  las  proporciones  universales.  Fué  mi 
primera  idea  verdaderamente  filosófica.  Jamás  olvidaré  los 
antecedentes  y  circunstancias  del  descubrimiento.  En  la  sala 


378  CUADROS   Y    FASES    DE    LA    VIDA     ARGENTINA 

de  mi  casa  había  un  piano  perpendicular,  de  regulares 
proporciones,  más  bien  pequeño-  Para  mí  era  un  monstruo 
cuaternario.  Gustábame  observar  cómo  mi  padre,  con  sus 
enérgicas  manos,  lo  dominaba,  arrancándole  armoniosos 
cantos.  A  escondidas,  yo  mismo,  encaramándome  sobre  el 
banquillo,  hallaba  grato  solaz  en  atormentarlo,  golpeándole 
feroz  en  sus  innumerables  dientes  blancos  y  negros,  para  que 
se  enfadase  y  rugiera...  En  fin,  no  concebía  yo  que  en  el 
mundo  entero  existiese  un  monstruo  semejante,  tan  grande, 
tan  negro,  tan  manso  y  con  tanta  dentadura  como  el  piano 
de  la  sala  de  mi  casa.  Y  he  aquí  que  una  vez  fui  con  mi 
madre  a  un  almacén  de  música,  y  vi  pianos  en  profusión, 
y  mayores,  hasta  mucho  mayores,  como  los  llamados  de 
media  cola  y  de  cola  y  media... 

Cuando  volví  a  casa,  mi  primera  diligencia  fué  correr 
a  la  sala  para  contemplar  el  piano.  Me  pareció  tan  pe- 
queño que  no  pude  menos  de  hacer  una  mueca  de  desdén, 
y  hasta  traté  de  escupir  por  el  colmillo,  como  lo  había 
visto  hacer  a  un  guaso,  en  la  calle.  ¡Éste  era  mi  piano! 
Vamos,  luego,  las  cosas  nos  parecían  grandes  cuando  las 
comparábamos  con  otras  más  pequeñas,  y  viceversa;  las 
cosas  sólo  se  apreciaban  por  comparación...  Por  lo  tanto, 
induje,  si  todos  y  todo,  ¡  de  repente !,  nos  volviésemos  al 
mismo  tiempo  tan  pequeños  como  un  mosquito  o  tan 
grandes  como  una  montaña,  no  advertiríamos  el  cambio; 
nos  creeríamos  siempre  del  mismo  tamaño...  En  suma, 
nada  es  grande  ni  chico  en  sí.  ¡  Una  gota  de  agua  puede 
llenar  el  mundo,  y  el   mundo  cabe  en  una  gota  de  agua ! 

V.  CONCLUSIÓN 

Tales  son  mis  principales  recuerdos  de  la  infancia. 
Nada  les  he  añadido,  nada  les  he  quitado.  Pues  bien,  estos 
recuerdos,  ¿no  compendian  y  reproducen,  paso  a  paso,  el 
origen  de  la  cultura,  el  pretérito  de  los  pueblos,  la  natural 
evolución  de  las  edades?... 


EL   NIÑO  379 

En  mi  vida,  como  en  la  historia,  la  leyenda  representa 
los  tiempos  remotos  y  salvajes.  La  imaginación  prevalece 
sobre  la  experiencia,  y  la  síntesis  sobre  el  análisis.  No 
se  distingue  lo  real  de  lo  ficticio,  y  grotescas  supersticio- 
nes amedrentan  o  confortan  el  ánimo.  De  un  vago  feti- 
chismo, de  la  adoración  a  los  juguetes  y  a  las  golosinas, 
se  pasa  a  un  verdadero  politeísmo,  a  la  visión  y  el 
sentimiento  de  dioses,  de  demonios  y  de  héroes,  zoomor- 
fos  y  antropomorfos.  De  entes  tan  fantásticos  como  el 
ángel  de  la  guarda  se  hacen  seres  positivos;  de  seres  tan 
positivos  como  los  ladrones,  se  hacen  entes  fantásticos. 
Los  bandidos  son  héroes,  los  héroes  son  dioses. . . 

Viene  luego  el  culto  de  lo  militar  y  de  lo  religioso,  el 
respeto  al  soldado  y  el  amor  al  sacerdote.  Fórmase  una 
noción  más  elevada  de  la  divinidad;  el  politeísmo  se 
convierte  en  monoteísmo ;  se  cree  en  un  solo  Dios  todo- 
poderoso, al  cual  se  dirigen,  no  ya  ofrendas,  sino  más 
bien  súplicas  y  plegarias.  Perdiéndose  por  grados  el  egoís- 
mo primitivo,  adquiérense  en  esta  época  los  primeros  sen- 
timientos altruistas.  Seguimos  adelante,  y  se  inician,  torpe 
y  groseramente,  experimentos  científicos  que  aun  no  pue- 
den conducir  más  que  a  falsas  generalizaciones;  el  espí- 
ritu de  observación  substituye  paulatinamente  a  la  poética 
'fantasía  de  la  ignorancia,  y  la  crítica  a  la  credulidad.  De 
ahí  nace,  por  ultimo,  el  pensamiento  filosófico,  y  con  él 
la  verdadera  ciencia,  la  que  iba  yo  a  aprender  más  tarde 
en  el  colegio.. . 

Hase  dicho  que  « la  humanidad  es  como  un  hombre 
que  aprende  siempre  y  nunca  muere».  Podría  igualmente 
decirse  que  el  hombre  crece  y  se  forma  como  la  huma- 
nidad. La  humanidad  es  como  el  desarrollo  social  de  un 
hombre ;  un  hombre  es  como  la  síntesis  individual  de  la 
humanidad.  Todos  estamos  en  cada  uno,  y  cada  uno  está 
en  todos.  Esto  es  lo  que  he  confirmado  invocando  los  re- 
cuerdos de  la  niñez,  ¡y,  en  verdad,  que  no  he  perdido  el 
tiempo ! 


380  CUADROS   Y   FASES   DE   LA   VIDA    ARGENTINA 

Generalizando  mi  caso  con  tantos  otros  que  he  ob- 
servado y  estudiado,  podría  formular  así  mi  conclusión:  el 
niño  es  un  salvaje,  que,  poquito  a  poco  y  a  modo  de  un 
pueblo,  va  transformándose  en  un  hombre  civilizado.  El 
desarrollo  individual  rememora,  simplificada  y  rápidamente, 
la  histórica  evolución  ancestral.  El  crecimiento  del  ser  hu- 
mano es  una  especie  de  resultante,  personificada  en  una 
sola  generación  y  en  un  solo  individuo,  de  las  transforma- 
ciones sufridas,  a  través  de  las  generaciones,  por  una  larga 
serie  de  antepasados.  La  infancia  representa  la  época  del 
salvajismo  originario;  la  adolescencia,  la  época  de  la  bar- 
barie; la  edad  adulta,  los  tiempos  de  la  civilización,  y,  por 
fin,  la  madurez,  el  último  estado  cultural,  el  siglo  presente. 

Nada  más  provechoso  que  el  conocimiento  de  esta  ley 
sobre  el  desarrollo  de  la  infancia,  para  los  padres,  para 
la  escuela,  hasta  para  la  propia  conciencia  del  niño.  Los 
padres  y  tutores  no  han  de  juzgar  el  egoísmo,  la  crueldad 
y  la  imprevisión  de  sus  hijos  pequeños,  como  rasgos  de- 
finitivos y  descorazonadores  de  su  psicología.  Sin  que  se 
los  reprenda  o  castigue  en  todo  instante,  sólo  aconseján- 
dolos oportunamente,  ellos  deberán  cambiar  por  sí  mismos. 
Ha  de  corregirlos  a  su  tiempo  la  mano  de  la  Naturaleza, 
y,  por  decirlo  así,  de  la  historia. 

Los  maestros  no  pueden  ya  sospechar  incapacidad 
intelectual  al  conocer  los  pensamientos  extravagantes  y 
absurdos  de  sus  pequeños  discípulos.  Así  como  en  la  anti- 
güedad los  pueblos  más  inteligentes — la  India,  Egipto, 
Grecia  —  han  poseído  las  más  disparatadas  cosmogonías, 
los  niños  más  disparatadores  suelen  ser  a  menudo  los  más 
capaces.  Igualmente,  los  más  inquietos  y  violentos,  siem- 
pre que  no  lleguen  a  excesos  morbosos,  son  los  más 
fuertes  y  sanos.  Como  la  familia,  la  escuela,  sin  forzar  ni 
quebrantar  la  idiosincrasia  propia  de  la  edad  con  torpes 
severidades,  puede  educarlos  coadyuvando  blandamente, 
casi  diría  subrepticiamente,  en  la  obra  lógica  y  evolu- 
tiva   de    la    inercia.    Para    hacer    comprender    a    un    niño 


EL    NIÑO  381 

la  parte  de  verdad  científica  a-  su  alcance,  valdrá  más  un 
razonamiento  ingenuo  e  incompleto  que  erudita  y  sutil 
disertación. 

Por  último,  no  huelga  que,  en  las  sociedades  actuales, 
tenga  el  propio  niño,  al  menos  cuando  entra  en  la  adoles- 
cencia, noticia  razonada  de  su  barbarie.  Respetará  así  a 
los  mayorei,  no  por  instinto  o  por  miedo,  antes  bien  por- 
que reconoce  la  superioridad  de  la  civilización.  Este  reco- 
nocimiento, por  parte  de  los  antiguos  pueblos  bárbaros  de 
Europa,  respecto  de  la  cultura  grecorromana,  contribuyó 
poderosamente  a  formar  el  alma  de  las  naciones  modernas. 
Lo  mismo  puede  contribuir  a  civilizar  rápida  y  eficazmente 
a  ese  bárbaro  de  nuestros  días  que  se  llama  el  niño. 

l44.    Los  jueéos  de  los  niños. 

¿  Existe,  por  ventura,  un  espectáculo  más  sano,  más 
alegre,  más  hermoso  que  el  juego  de  los  niños?  El  juego 
es  una  función  natural  de  la  infancia.  Los  niños  juegan 
espontáneamente,  como  gorjean  las  aves  en  la  enramada 
y  murmuran  los  arroyuelos  entre  las  peñas. 

Los  niños,  varones  y  mujeres,  deben  correr,  saltar, 
divertirse.  La  actividad  física  estimula  las  funciones  del  or- 
ganismo: la  circulación  de  la  sangre,  la  asimilación  de  los 
alimentos,  el  ritmo  de  la  respiración  y  el  descanso  del 
sueño.  No  sólo  desarrollan  los  juegos  la  fuerza  y  la  elas- 
ticidad de  los  músculos,  sino  que  también  templan  los 
nervios,  disciplinan  la  voluntad  y  alegran  el  carácter. 

Cuando  se  os  invite  a  jugar,  nunca  rehuséis  la  invita- 
ción, niños.  Si  os  halláis  preocupados  o  desganados  en 
ese  momento,  haced  un  esfuerzo,  levantad  el  ánimo  y  en- 
sayad el  juego.  Jugando  os  vendrán  las  ganas  de  jugar. 

Los  juegos  son  buenos,  en  general.  Pero  no  puede 
jugarse  en  todos  los  momentos,  ni  todos  los  juegos  son 
igualmente  buenos.  Sólo  se  puede  jugar  cuando  las  cir- 
cunstancias y  los  mayores  lo  permitan.  ¡Y  hay  juegos  y 
juegos !  Conviene,  pues,  que  los  niños  consulten  de  cuan- 


382  CUADROS    Y    FASES   DE   LA    VIDA     ARGENTINA 

do  en  cuando  a  sus  padres  y  maestros  sobre  los  juegos 
y  la  manera  de  jugarlos.  Siempre  será  preferible,  para 
jugar,  el  patio  a  una  habitación  cerrada,  el  jardín  al  patío, 
el  campo  a  la  ciudad.  Los  juegos  de  los  niños  requieren 
espacio,  aire  y  luz. 

Aunque  a  todos  los  niños  les  gusta  jugar,  no  lodos 
saben  jugar.  Algunos  desean  imponer  siempre  su  voluntad,. 
como  déspotas;  otros  no  admiten  que  nadie  los  aventaje; 
otros  se  someten  con  demasiada  facilidad  a  ajenas  impo- 
siciones... Ha  de  jugarse  con  modestia  y  buena  voluntad, 
exponiéndose  a  perder  o  a  llevar  la  peor  parte,  pero  siem- 
pre con  la  esperanza  de  adelantar  y  de  distinguirse.  Ni  leo- 
nes furiosos  ni  tontos  corderitos,  los  niños  deben  ser  niños. 
¡Los  niños  deben  ser  leales  y  libres  como  los  hombres! 

Cuando  juega,  Diego  quiere  mandar  siempre;  Luis  se 
pelea  si  pierde ;  Pepe  no  gana  ni  acierta  nunca,  y  nada  le 
importa  que  Diego  le  mande'  y  que  Luis  le  ataque.  Diego  es 
un  tirano,  Luis  un  necio,  Pepe  un  simple.  En  cambio,  Juan, 
Ernesto,  Rosita  y  otros  niños  y  niñas  juegan  hermosamente, 
sin  mandarse  unos  a  otros,  sin  enojarse;  tratan  de  divertirse. 
Corregios,  niños,  si  sois  como  Diego,  Luis  o  Pepe.  Jugad 
en  paz  y  buena  armonía.  Sed  condescendientes  los  fuertes 
con  los  débiles,  los  mayores  con  los  menores,  los  ricos  con 
los  pobres,  los  varones  con  las  niñas.  Dad  ventaja  a  los  dé- 
biles y  flojos;  de  otra  manera  el  juego  es  demasiado  se- 
guro de  sus  resultados  y  carece  de  armonía  e  interés.  Imi- 
tad a  Juan,  Ernesto,  Rosita  y  sus  compañeros.  ¡Encanta 
verlos  jugar!  Siempre  están  contentos,  y  corren  y  gritan  y 
saltan  y  ríen.  Parecen  una  bandada  de  gorriones  que  en- 
sayan  su   primer   vuelo  en  una  mañana  de  primavera. 

La  niñez  es  la  mañana  y  la  primavera  de  la  vida.  La 
vida  despierta  en  el  verde  de  los  campos,  en  el  follaje  de 
los  árboles,  en  los  cantos  de  los  pajarillos,  en  los  revolo- 
teos de  las  mariposas,  en  las  brisas,  en  las  flores.  ¡La 
vida  despierta  en  los  juegos  de  los  niños!  Jugad,  niños. 
¡Niños,  vivid  la  vida! 


IJi    NATURALEZA  383 


IV.  LA  NATURALEZA 


l45.    Adivina,    adivinador. 

I  Cuatro   acertijos  1 


Soy  fuerte,  soy  débil,  soy  blanda,  soy  dura; 
hiervo,  corro,  bajo,  subo,  riego, 
y  estoy  en  la  sangre,  en  la  sima,  en  la  altura^. 
Sólo  falto  o  escapo  del  fuego. 

il 

Las  viandas  preparo, 
y  en  la  noche  obscura 
hago  el  día  claro. 

Ando  con  premura, 
y  marqué  la  pista 
de  toda  cultura: 

Pues  salta  a  la  vista 
que  fui  para  el  hombre 
la  primer  conquista... 
¿Cuál  será  mi  nombre? 

III 

Circula  en  mi  seno  la  plata  y  la  onda, 
alzo  de  mi  seno  la  lluvia  de  lava, 
arraiga  en  mi  seno  la  hierba  y  la  fronda, 
la  fiera  en  mi  seno  su  tálamo  cava. 

Brota  de  mi  seno  la  ley  de  la  vida, 
pues  tengo  en  mi  seno  la  fuerza  del  fuerte, 
y  brindo  en  mi  seno  bálsamo  a  la  herida, 
pues  guardo  en  mi  seno  la  paz  de  la  muerte. 


884  CUADROS   Y    FASES   DE    LA    VIUA    ARGENTINA 

IV 

Yo  siempre  existo  bajo  el  firmamento, 
yo  circundo  la  faz  de  nuestra  esfera; 
nadie  me  traga  y  soy  un  alimento, 
nadie  me  toca  y  toco  por  doquiera. 

Siendo  indomable  sirvo  a  los  humanos, 
siendo  incoloro  doy  su  azul  al  cielo, 
muevo  las  moles  y  no  tengo  manos, 
•     corro  sin  patas  y  sin  alas  vuelo. 

Y,  aunque  no  me  halle  todo  el  que  me  busca, 
aunque  no  tenga  tálamo  o  guarida, 
y  no  respire,  grite,  mande  o  luzca, 
yo  sustento  los  mundos  de  la  vida. 

l46.   La   bendición  del  aire. 

Así  como  un  cómico  personaje  del  teatro  francés  sólo 
en  sus  viejos  años  descubrió  que  hacía  prosa  sin  saberlo, 
hasta  la  primera  mitad  del  siglo  xix  no  nos  dimos  cuenta 
de  que,  si  el  aire  es  absolutamente  indispensable  a  la  vida, 
es  porque  al  respirar  nos  proveemos  del  elemento  más 
esencial  para  nuestras  funciones.  Esta  idea  surgió  del  des- 
cubrimiento de  que  toda  combustión  es  una  combinación 
con  el  oxígeno  del  aire,  de  la  cual  resulta  un  desarrollo 
de  energía  bajo  forma  de  calor.  No  se  tardó  entonces  en 
averiguar  que,  en  una  atmósfera  privada  de  oxígeno,  la 
vida  es  tan  imposible  como  las  combustiones.  Y  se  en- 
contró la  explicación  al  comprobar  que  constantemente 
absorbemos  oxígeno  y  exhalamos  anhídrido  carbónico,  en 
cantidades  matemáticamente  proporcionales  a  la  labor  in- 
terna de  nuestro  organismo  y  a  la  suma  de  esfuerzo  que 
realizan  nuestros  miísculos. 

Está,  pues,  rigurosamente  demostrado  que  el  oxígeno 
del  aire  alimenta  lo  mismo  la  palpitación  de  nuestros  tejidos 


LA    NATURA  LEZ  \  385 

que  la  llama  que  nos  alumbra;  que  la  energía  de  com- 
bustión mueve  la  máquina  animal  en  virtud  de  las  mismas 
leyes  quimicofísicas  bajo  las  cuales  jadean  las  locomo- 
toras. La  circulación  de  la  sangre,  en  su  incesante  y  ver- 
tiginoso torbellino,  distribuye  el  oxígeno  que  ésta  recoge  en 
los  pulmones  y  del  que  los  tejidos  se  hallan  continuamente 
sedientos;  y,  si  el  motor  central  cardíaco  se  para,  o  si  no 
podemos  hacer  funcionar  el  fuelle  respiratorio,  la  vida  se 
suspende  al  punto,  al  suspenderse  las  combustiones  que 
la  mantienen. 

Pero  no  sólo  por  esto  tenemos  hambre  incesante  de 
aire  puro,  y  el  hálito  perfumado  de  los  campos  nos  es 
más  grato  que  el  amontonamiento  de  miasmas  de  una 
oficina  o  de  un  taller  mal  ventilados.  Junto  con  el 
anhídrido  carbónico,  nuestros  pulmones  exhalan  una  acti- 
vísima ponzoña.  Encerrando  a  un  conejj  en  una  campana 
hermética,  en  la  cual  sea  renovado  constantemente  el  oxí- 
geno que  absorbe  y  eliminado  el  anhídrido  carbónico  que 
exhala,  el  animalito  no  tarda,  sin  embargo,  en  morir  en 
sopor:  no  asfixiado,  pero  sí  envenenado  por  los  miasmas 
de  su  propia  respiración.  De  semejante  modo  moría  antes 
mucha  gente  hacinada  en  los  buques  negreros  y  en  las 
prisiones  de  guerra.  Y  hoy  mismo,  a  cada  momento  nos 
encontramos  con  sujetos  debilitados  y  anémicos,  o  en 
peor  estado  aun,  quienes  no  sospechan  que  esto  lo  de- 
ben ante  todo  al  envenenamiento  por  el  aire  viciado  en 
que  viven. 

La  noción  de  que  la  pureza  del  aire  es  tan  indispen- 
sable como  la  del  agua,  y  de  que  un  aire  viciado  por  las 
exhalaciones  respiratorias  es  tan  sucio  como  un  agua  con- 
taminada por  deyecciones  cloacales,  es  todavía  poco  ge- 
neral, aun  entre  los  hombres  cultos.  Tampoco  reflexiona- 
mos siempre,  en  la  vida  diaria,  que  para  que  el  aire  de 
una  habitación  sea  puro,  es  necesario  que  se  renueve  con 
frecuencia  y  abundantemente. 

Nuestros   abuelos,  enemigos   del  agua,   que  hace   a   la 


386  CUADROS    Y    F-   SES    DE    LA    VIDA    ARGENTINA 

piel  resistente  a  los  cambios  de  temperatura,  e  ignorantes 
del  transcendental  mecanismo  de  la  respiración,  nos  han 
transmitido  el  mal  hábito  del  encierro  y  la  superstición  de 
los  peligros  del  aire.  Pero  nosotros,  mejor  informados,  no 
tenemos  la  misma  excusa.  Innumerables  observaciones  y 
vastas  estadísticas  enseñan  que  los  resfríos,  bronquitis  y 
pulmonías  resultan  principalmente  de  la  vida  confinada,  por 
la  sensibilidad  patológica  al  aire  frío  que  origina.  Hace 
cuatro  años  que  mis  ventanas  permanecen  abiertas  de  par 
en  par,  día  y  noche,  y  otros  tantos  que  no  me  resfrío. 
Lo  mismo  observan  todos  los  que,  en  número  siempre 
creciente,  se  resuelven  a  adquirir  tan  saludable  costum- 
bre. ¿Podrían  decir  esto  los  que  pasan  la  vida  calafatean- 
do aberturas  y  tiritando  al  menor  soplo? 

Lo  peor"  es  que  el  miedo  al  aire  es  activo,  intransi- 
gente, batallador.  Anda  siempre  en  acecho  de  aberturas,  y, 
por  poco  que  amengüe  el  calor,  arma  incidentes  a  diario, 
en  trenes  y  tranvías.  Para  el  que  padece  esta  psiconeurosis 
de  la  «aerofobia»,  ninguna  ventana  cierra  bastante,  y  las 
querría  dobles,  como  entre  los  hielos  de  Rusia,  para  que 
no  filtrara  al  interior  la  más  mínima  molécula  de  aire 
puro.  La  brisa  más  fresca  y  aromada  que  le  llegue,  no 
hace  palpitar  de  placer  sus  narices  ni  hincharse  con  frui- 
ción su  pecho ;  estremecido  de  pavor,  busca  con  los  ojos 
la  rendija  autora  del  delito,  y  con  aire  feroz  la  cierra. 
Todos  los  aerófobos,  gordos  y  flacos,  los  que  andan 
envueltos  en  chales  y  los  que  no  saben  abrigarse,  tienen 
un  rasgo  común:  para  ellos  son  los  primeros  resfríos  del 
año,  y  pasan  el  invierno  tosiendo  y  con  las  narices  hechas 
un  manantial.  Pero,  desgraciadamente,  no  son  ellos  los 
únicos  castigados,  ya  que  su  intransigente  horror  somete 
a  igual  encierro  a  todos  los  que  lo  rodean.  Son,  pues,  tan 
enemigos  de  la  salud  ajena  como  de  la  propia. 

Gracias  a  la  suavidad  del  clima,  estamos  nosotros 
lejos  de  los  extremos  que  se  observan  en  ciertos  países 
extranjeros,   donde  se   vive   en   el  perpetuo   terror  de   los 


LA    NATURALEZA  387 

famosos  courants  d'alr  {<si  corrientes  de  aire »),  a  los  que 
se  atribuye  desde  el  dolor  de  muelas  hasta  la  peritonitis. 
Sin  embargo,  algo  nos  falta  aún  para  libertarnos  total- 
mente de  estos  risibles  aunque  funestos  prejuicios...  El 
viajero  argentino  puede  comprobar  en  otras  partes  hasta 
qué  puntos  son  capaces  de  afeminar  un  pueblo  y  de  ener- 
var la  raza,  entregándola  sin  fuerzas  al  alcoholismo  y  a 
la  tuberculosis. 

Los  más  siniestros  acompañantes  de  la  aerofobia  son 
los  nombrados:  ¡la  tuberculosis  y  el  alcoholismo!  La 
tuberculosis,  cuyo  más  eficaz  remedio  es  la  vida  en  un 
aire  idealmente  puro,  representa  un  producto  del  hacina- 
miento y  mala  ventilación.  En  estas  condiciones  se  di- 
funde más  fácilmente  el  contagio  bacilar:  el  organismo 
deprimido  por  los  miasmas  y  por  la  pobreza  del  aire 
confinado  constituye  el  mejor  elemento  para  el  desarrollo 
de  la  enfermedad. 

Respecto  del  alcoholi^mo,  oportuno  es  recordar  que  la 
apetencia  de  excitantes  y  narcóticos  es  tanto  mayor  cuanto 
más  defectuosamente  funciona  la  máquina  vital.  Si  a  cada 
momento  se  siente  crujir  algún  rodaje  y  ceder  algún  re- 
sorte, si  el  cansancio  permanente  envuelve  el  ánimo  en 
su  bruma,  si  hasta  la  lucidez  intelectual  amengua  a  ratos, 
son  bienvenidos  los  « paraísos  artificiales »,  especialmente 
el  alcohol,  cuya  influencia  narcótica  suprime  la  sensación 
de  fatiga  y  el  malestar  interno,  y  cuyo  falso  calor  da  la 
ilusión  del  bienestar  y  de  la  fuerza.  Y  el  aire  confinado 
a  cuya  insuficiencia  no  resiste  ninguna  energía,  bajo  cuya 
intoxicación  la  fatiga  es  más  temprana  y  al  mismo  tiempo 
más  tenaz,  es  de  lo  que  hace  mayor  número  de  bebedo- 
res profesionales. 

¡Cuánto  más  eficaz  estímulo  es  el  aire  puro!  El  atleta 
que  inhala  oxígeno  por  algunos  minutos  puede  realizar 
en  seguida  records  sorprendentes  y  su  corazón  queda  in- 
tacto. El  placer  que  da  una  copa  del  vino  más  añejo  no 
es   comparable  a  la  serena,   a   la   fecunda   embriaguez    de 


388  CUADROS  Y  Fases  de  la  vida  argentina 

oxígeno  y  ozono  que  da  el  recorrer  un  bosque  aspirando 
con  unción  el  aire  purísimo,  deliciosamente  saturado  de 
esencias  y  aromas.  No  es  ella  un  fuego  fatuo  como  el  de 
los  excitantes  artificiales.  Salimos  purificados  y  robusteci- 
dos, con  la  sangre  más  rica,  el  sistema  nervioso  apacigua- 
do y  la  mente  poblada  por  imágenes  amables.  ¡  Qué  bien 
comprendemos  entonces  al  viejo  Pan,  a  su  risa  y  a  su  flauta! 
¡  Amemos  y  busquemos  el  aire  en  virtud  del  cual  vi- 
vimos !  En  vez  de  encerrarnos  suicidas,  abramos  nuestras 
ventanas  día  y  noche  a  esta  bendición  de  la  Naturaleza.  Si 
tenemos  frío,  para  esto  hay  lana  y  calefacción,  pero  respi- 
remos la  brisa  a  plenos  pulmones.  Y,  en  vez  de  figurarnos 
que  su  leve  aleteo  en  las  mejillas  es  el  zarpazo  de  la 
muerte,  comprendamos  de  una  vez  que  es  una  caricia 
buena  que  nos  da  vida  y  felicidad. 

AufiUSTO  BUNGE. 

l47.  La  madrugada. 

(Fragmento  del  poema  gauchesco  Fausto). 

1.  Ya  la  luna  se  escondía 
y  el  lucero  se  apagaba, 

y  ya  también  comenzaba 
a  venir  dañando  el  día. 

2.  ¿No  ha  visto  usté  de  un  yesquero 
loca  una  chispa  salir, 

como  dos  varas  seguir, 

y  de  ahí  perderse,  aparcero? 

3.  Pues  de  ese  modo,  cuñao^ 
caminaban  las  estrellas 

a  morir,  sin  quedar  de  ellas 
ni  un  triste  rastro  borrao. 

4.  De  los  campos  el  aliento 
como  sahumerio  venía, 

y  alegre  ya  se  ponía 
el  ganao  en  movimiento. 


LA    NATURALEZA 

5.  En  los  verdes  arbolitos 
gotas  de  cristal  brillaban, 

y  al  suelo  se  descolgaban 
cantando  los  pajaritos. 

6.  Y  era,  amigaso,   un  contento 
ver  los  junquillos  doblarse 

y  los  claveles  cimbrarse 
al  soplo  del  manso  viento. 

7.  Y  al  tiempo  de  reventar 
el  botón  de  alguna  rosa, 
venir  una  mariposa 

y  comenzarlo  a  chupar. 

8.  Y  si  se  pudiera  el  cielo 
con  un  pingo  comparar, 
tamién  podría  afirmar 

que  estaba  mudando  el  pelo. 

Estanislao  del  Campo  (Anastasto  el  PolW. 

l48.  Las  cuatro  estaciones. 

1.  El  Tiempo  era 
un  dios  anciano, 

que  tenía  cuatro  hijos:    Primavera, 
Otoño,  Invierno  y  Verano- 

2.  Los  cuatro  hijos, 
de  opuestos  gustos, 
revolvían  la  casa  con  prolijos 
gritos,  riñas  y  disgustos. 

3.  El  rudo  Invierna. 
con  gesto  aleve, 

desparramaba  en  el  hogar  paterno 
sus  anchos  copos  de  nieve. 


:390  CUADROS  y  fasf.s  de  la  vida  argentina 

4.  La  Primavera 
quería  flores, 

y  trocaba  el  jardín  y  la  pradera 
en  dulce  nido  de  amores. 

5.  Cuando  el  Verano 
entraba  luego, 

pronto  encendía  con  violenta  mano 
magnífico  sol  de  fuego. 

6.  Y  con  brutales, 
locos  rencores, 

el  Otoño  barría  en  vendavales 
la  nieve,  el  calor,  las  flores... 

7.  Al  fin  cansado 
de  tanta  guerra, 

el  Tiempo  echó  a  los  hijos  de  su  lado, 
a  vagar  sobre  la  Tierra. 

8.  Y,  en  sus  bridones, 
de  cerro  en  vega, 

se  persiguen  hasta  hoy  las  estaciones; 
cuando  una  sale  otra  llega. 

l49.  La  vida  de  un  zorro. 

Encerrado  en  estrecho  cajón,  llegó  un  día,  al  Jardín 
Zoológico,  un  zorro.  Desclavada  la  tapa  de  su  encierro, 
fué  soltado  en  una  jaula  donde  había  muchísimos  más. 
Todos  los  espectadores  lo  notaron,  y  los  zorros  también: 
jal  recién  llegado  le  faltaba  la  cola!  Los  niños  se  reían, 
y  los  zorros,  después  de  haberlo  olfateado  un  rato  con  el 
hocico  en  el  aire,  lo  dejaron  solo,  en  un  rincón  de  la  jaula. 

En  aquel  día  el  pobre  forastero  no  probó  ni  agua;  pero, 
al  siguiente,  un  zorrito  joven  y  alegre  se  le  acercó,  lo 
tocó  con  sus  patitas,  y  jugando  lo  llevó  hacia  el  bebede- 


LA    NATURALEZA  391 

ro.  ¡Qué  sed  tenía!  ¡Y  qué  hambre  también!...  Al  fin,  el 
pobre  zorro  sin  cola  había  encontrado  un  amigo  al  que 
contó  sus  penas... 

Los  zorros,  como  los  demás  animales,  no  hablan;  pero 
se  miran  en  los  ojos  y  se  entienden.  Como  todos  los  hom- 
bres que  aman  a  los  animales,  yo  también  los  entiendo; 
y,  en  la  plácida  hora  del  mediodía,  cuando  el  Jardín  Zooló- 
gico, lleno  de  sol,  está  desierto  y  callado,  comprendí  la 
historia  que  contaba  de  su  vida  el  pobre  zorro  sin  cola. 

Los  dos,  echados  uno  frente  a  otro,  con  el  hociquito 
pegado  en  el  suelo,  se  miraban  fijamente,  y  el  chico  decía: 

—  ¿Cómo  tú,  tan  grande  y  tan  fuerte,  has  caído  en 
manos  del  hombre?  Yo  desperté  un  día  dentro  de  una 
casa,  rfli  mamá  no  estaba  ya  y  otro  animal  me  criaba ; 
supe  más  tarde  que  era  una  perra.  Yo  no  conozco  la  vida 
del  campo;  cuéntame  tu  historia. 

Y  el  zorro  sin  cola,  en  el  gran  silencio  de  la  siesta, 
dijo  con  su  larga  y  profunda  mirada: 

—  «Yo  tenía  un  hermanito.  Volvíamos  en  una  cueva  muy 
linda  y  profunda,  bajo  un  ombú.  Un  día  en  que  madre 
había  ido  a  cazar,  resolvimos  salir  de  allí.  ¡Qué  bonito  era 
el  campo,  grande,  verde  y  lleno  de  pajaritos  que  venían 
a  posarse  sobre  las  ramas  de  nuestra  casa!  Llegó  madre, 
nos  cogió  con  la  boca  y  nos  llevó  a  la  cama.  Pero  una 
semana  más  tarde  salió  y  al  rato  nos  llamó  afuera.  El 
ombú  tenía  sobre  el  suelo  raíces  como  montañas,  donde 
trepábamos,  y  jugando  caíamos  al  suelo...  Madre  nos  mi- 
raba y  miraba  por  todas  partes.  De  pronto  hízonos  escon- 
der, alarmada;  al  rato  oímos  raspar  la  tierra,  y,  después, 
en  la  puerta  de  nuestra  casa,  un  olfateo  fuerte  como  un 
resuello  y  gritos  terribles.  Acurrucados  en  el  fondo  y  detrás 
de  madre,  vimos  en  la  puerta  dos  ojos  grandes  y  una  bo- 
caza tremenda.  Después  de  largo  rato  volvió  el  silencio. 
Madre  nos  dijo  que  era  un  perro,  y  no  había  podido 
entrar  porque  la  puerta  era  chica;  que  era  un  pariente  malo 
vendido  al  hombre  y  que  nos   mataría  si  nos  encontrase. 


892  CUADROS    Y    FASES    DE    LA    VIDA     ARGENTINA 

« Pobre  madre,  salió  una  mañana  y  no  volvió  más. 
Teníamos  hambre.  Al  anochecer  salimos  al  campo  y  la 
Hamamos  largo  rato,  pero  no  contestó  a  nuestros  gritos. 
Vimos  lejos,  al  claro  de  la  luna,  dos  hombres  a  caballo 
que  pasaban,  y  el  viento  nos  trajo  el  eco  de  las  palabras 
de  uno  de  ellos,  t|ue  decía:  «Los  zorros  están  llamando 
a  Juan  ».  No  sabían,  seguramente,  que  teníamos  hambre  y 
llamábamos  a  madre. 

«  A  la  otra  mañana  fuimos  a  cazar,  y,  detrás  de  una 
mata  de  pasto,  mi  hermano  consiguió  agarrar  una  torcaza. 
No  me  la  quiso  dar  como  hacía  madre,  y  se  la  quité; 
nos  peleamos,  y  aquel  día  no  volvimos  al  ombü.  Caminé 
toda  la  noche;  asustábame  cuando  las  martinetas,  desper- 
tadas a  mi  paso,  se  levantaban  de  improviso;  y,  al  día 
siguiente,  para  almorzar  no  encontré  otra  cosa  que  una 
osamenta  vieja  y  reseca,  perdida  en  el  campo.  Subí  a  la 
cabeza  de  aquella  vaca  muerta  para  orientarme.  El  campo 
era  grande,  grande  y  verde,  todo  igual  al  lugar  donde  nací, 
pero  el  ombü  no  se  veía  ya.  Había  vacas  que  dormían, 
había  corderos  que  retozaban,  y,  muy  lejos,  un  bulto  don- 
de los  caranchos  se  reunían  alegres.  Madre  decía  siempre 
que  estos  pájaros  son  amigos  nuestros,  pues  nos  enseñan 
dónde  hay  comida. 

« Iba  hacia  allá,  cuando  oí  temblar  el  suelo  por  un 
galope.  Tuve  apenas  tiempo  para  entrar  en  una  vizcachera; 
pero  dos  perros  me  habían  visto,  y  ladraban  y  me  des- 
afiaban para  que  saliese  ..  El  hombre  que  galopaba  en  su 
caballo  andaba  de  prisa  y  los  llamó;  hasta  me  pareció 
percibir  el  chasquido  del  cabestro  con  que  los  castigaba. 

«  Por  ia  noche,  cuando  todo  era  silencio  y  me  dirigía 
al  punto  en  que  había  visto  los  caranchos,  estos  buenos 
amigos  se  lo  habían  engullido  todo.  Me  hubiera  quizá  muerto 
de  hambre,  si  unos  teros,  que  me  oyeron  venir,  no  hu- 
biesen gritado.  Madre  solía  decir  que  a  poca  distancia 
de  donde  gritan  los  teros  está  un  nido  lleno  de  huevos, 
i  Y  qué  ricos  son  los  huevos  de  tero !  Tú,  chicuelo,  nunca 


LA    NATURALEZA  393 

los  has  probado.  Me  comí  los  cuatro  que  había;  después 
me  hice  una  cama  mullida,  abriendo  las  pajas  del  nidito. 

« Había  comprendido  que  de  día  me  sería  imposible 
andar  por  la  campiña.  ¡Caminaba  tanto  todas  las  noches! 
A  veces  me  encontraba  con  otros  zorros:  un  saludo  un 
cuan  seco,  y  cada  uno  por  su  lado.  Llegué  una  noche  a 
un  arroyuelo ;  enfrente  había  algo  grande  con  luces:  una 
casa  del  hombre,  como  diría  madre,  donde  hay  mucha 
comida,  y  también  mucho  peligro,  izstuve  largo  rato  olfa- 
teando. Allí  sólo  había  un  perro  grande  que  gritaba; 
cuando  todo  fué  silencio,  me  acerqué  con  prudencia.  El 
perro  me  oyó  y  ladró,  aunque  sin  moverse ;  estaba  atado 
con  una  cadena.  Di  una  larga  vuelta  para  que  no  me  viera, 
y  sigilosamente  entré  en  una  habitación  muy  tibia  y  de 
donde  salía  un  rico  olor.  No  estaba  nadie  allí;  había  que- 
dado solamente  el  olor.  Encontré  en  el  suelo  un  hueso 
grande,  desnudo  y  blanco,  duro  y  desabrido  como  una 
piedra.  Salí  decepcionado  y  recordé  que  en  la  puerta  ha- 
bía despreciado  cierto  bulto,  que  fui  ahora  a  hurguetear 
impaciente:  era  un  recado,  y  del  bozal,  muy  duro  y  reseco, 
colgaba  una  magnífica  manea  fresca  y  recientemente  so- 
bada. La  manea  fué  la  pobre  cena  de  esa  noche,  y  estaba 
tan  correosa  que  no  conseguí  comerla  toda  y  volví  a  la 
noche  siguiente ;  mientras  trabajaba  en  ablandar  el  botón, 
resonó  detrás  de  mí  un  ruido  seco,  y  me  encontré  con 
la  cola  prendida  entre  unos  dientes  de  hierro. 

«¡Qué  angustias,  amiguito !  ¡Y  qué  dolor!  Pasé  horas 
horribles,  y  la  alborada  empezaba  ya  a  aclarar  el  cielo  del 
otro  lado  del  arroyo.  Mi  linda  cola,  la  que  pensaba  lucir 
con  una  hermosa  zorra  que  había  encontrado  una  noche, 
me  martirizaba  y  me  detenía ;  no  había  tiempo  que  per- 
der; rápidamente  me  di  vuelta,  mordí  con  rabia  mi  cola 
y  quedé  libre.  Perdí  mucha  sangre  hasta  llegar  a  una 
cueva,  a  la  que  fueron  a  sacarme  con  picos  y  palas.  Me 
hice  el  muerto,  pues  madre  decía  que  es  una  estratagema 
que  a  veces  permite  la  fuga.  Pero  un  hombre  dijo:  «No 


394  CUADROS    Y    FASES    DE    LA    V/DA    ARGENTINA 

se  descuiden;  don  Juan  se  hace  el  muerto  y  no  lo  está». 
Me  encerraron  en  un  cajón  con  un  olor  insufrible,  el  mismo 
de  ciertas  luces  que  usan  los  hombres  y  que  creo  llaman 
de  petróleo...  Estuve  allá  dentro  en  la  obscuridad,  por 
largas  horas...  Oí  silbidos,  bufidos,  ruidos  de  herrajes, 
hasta  que  ayer  me  encontré  aquí,  entre  tantos  compañeros 
de  desgracia  y  que  me  miran  en  menos  porque  no  tengo 
cola...  jVaya  una  situación  para  hacerse   los  orgullosos!». 

Según  G.  Onelli. 

l5o.  Los  nidos  de  las  aves- 
Nada  hay  en  la  Naturaleza  tan  lleno  de  gracia  y  de 
ternura  como  los  nidos  de  las  aves.  Ya  en  el  follaje  de 
los  árboles,  ya  en  la  orilla  de  las  lagunas,  ora  en  las  agrias 
crestas  de  la  montaña,  ora  sobre  el  mullido  césped  de  los 
campos,  un  nido,  con  sus  frágiles  y  pintados  huevecillos,  es 
como  un  símbolo  de  calor  maternal  y  de  infantil  alegría. 
Al  construirlo,  las  aves  demuestran  una  previsión  y  una 
voluntad  que  difícilmente  se  supondrían  en  sus  ingenuas 
cabecitas.  Se  piensa  que  sólo  han  nacido  para  cantar  sus 
trinadas  rapsodias,  para  hendir  los  aires,  para  alegrar  el 
paisaje;  pero,  al  contemplar  sus  nidos,  descúbrese  í}ue 
también  viven,  que  ante  todo  viven  para  criar  a  sus  hijos. 
Como  los  demás  seres  orgánicos,  también  esas  cosas 
ligeras  y  aladas  saben  trabajar  y  sacrificarse  por  la  vida 
de  la  especie.  Verdad  es  que  hay  pájaros  excepcionales, 
como  cierta  clase  de  tordos,  que  proceden  a  manera  de 
parásitos  en  punto  a  la  crianza  de  la  prole.  Haraganes 
incorregibles,  picaros  calaveras,  ponen  subrepticiamente  los 
huevos  en  nidos  ajenos,  y  se  pasan  la  breve  existencia  en 
revoloteos  y  paseos...  ¡Son  de  ver,  en  cambio,  los  pobres 
padres  adoptivos,  los  pequeños  chingólos,  por  ejemplo, 
cuando  se  desviven,  cuando  se  descrisman  por  alimentar 
entre  los  suyos  al  robusto  e  insaciable  pichón  de  tordo,  que 
creen  también  fruto  de  sus  amores! 


LA    NATURALEZA  395 

En  la  enramada  de  un  duraznero  en  flor,  una  pareja  de 
torcazas,  con  pajuelas  y  plumas,  ha  construido  su  hogar.  No 
lo  abandonan  un  instante ;  la  madre  y  el  padre  protegen 
echados  los  huevecillos,  blancos  como  gruesas  perlas,  del 
frío,  de  la  lluvia,  del  viento.  Sobre  un  poste,  los  horneros 
fabrican  su  eztraña  casa  de  barro  para  abrigar  a  la  prole 
contra  los  embates  del  viento.  Oculta  entre  el  follaje  de 
la  glorieta,  los  picaflores  han  tejido  una  delicada  canas- 
tilla, en  la  que  hay  un  par  de  diminutos  pichoncitos,  no 
mayores  que  dos  garbanzos.  Para  defenderse  de  posibles 
asechanzas  e  indiscreciones,  benteveos,  urracas,  calandrias, 
y  cotorras  hacen  altos  y  grandes  nidos  con  sarmientos 
pequeños  y  espinosos.  La  urraca  europea  adorna  además 
el  suyo  con  objetos  brillantes,  audazmente  robados  donde 
los  encuentra.  A  ras  del  suelo  pone  el  terutero  sus  huevos 
cenicientos  y  veteados  de  café;  como  se  confunden  con 
el  color  de  la  tierra,  no  pueden  ser  fácilmente  des- 
cubiertos. Entre  las  matas,  los  nidales  de  las  perdices 
guardan  los  suyos,  de  brillante  color  chocolate,  semejan- 
tes a  los  de  Pascua.  El  carpintero  rompe  con  el  pico  los 
duros  troncos  de  los  árboles,  para  esconder  allí  dentro  su 
nidada.  La  gaviota,  el  cuervo  pampeano,  el  flamenco,  el 
mirasol  y  muchas  más  aves  de  laguna,  en  su  mayor  parte 
zancudas,  levantan  sus  nidos  uno  junto  a  otro,  formando 
curiosas  colonias  en  ciertos  parajes  pantanosos.  Otras, 
como  las  gallaretas,  tienen  nidos  flotantes,  a  merced  de 
la  corriente.  Las  aves  de  la  montaña  — águilas,  cóndores, 
buitres  —  ponen  los  huevos  en  inaccesibles  cimas.  En 
cambio,  las  lechuzas  de  las  pampas  y  los  loros  barran- 
queros los  empollan  en  cuevas  a  veces  profundas. 

¡Cuánta  variedad  de  formas  y  cuan  vivo  ingenio  ar- 
quitectónico ofrecen  los  nidos  de  las  aves!  Unos  son  como 
altos  castillos  feudales;  otros,  como  preciosos  palacios  de 
follaje;  los  hay  como  flores  de  las  plantas  trepadoras, 
como  ingeniosas  chozas  de  barro  seco,  como  ligeras  em- 
barcaciones;  algunos   se   dirían   duendes  escondidos  en  el 


396  CUADROS   Y    FASES   DE   LA   VIDA    ARGENTINA 

corazón  de  los  árboles  viejos,  o  bien  simples  eflorescencias 
de  la  tierra,  si  no  tesoros  sepultados  por  diligentes  gnomos, 
y  todos,  en  fin,  todos  son  joyas  de  la  Naturaleza. 

Los  niños  revelan,  en  el  campo,  invencible  propen- 
sión a  robar  nidos.  La  ciencia  moderna  compara  a  los  ni- 
ños con  los  salvajes;  y  nunca,  en  efecto,  demuestran 
mejor  estos  pequeños  salvajes  la  incultura  de  sus  instin- 
tos que  cuando  atacan  a  mansalva  los  amables  hogares 
de  los  pájaros.  Un  nido,  en  la  rama  de  un  árbol,  es  un 
objeto  vivo  y  encantador,  una  caja  de  música ;  detiene  la 
vista  y  regocija  el  ánimo.  Arrancado  de  la  rama,  es  un 
objeto  muerto  y  hasta  repulsivo :  un  montón  de  pajuelas 
y  de  residuos.  Un  nido,  inviolado  por  la  mano  del  hombre, 
entraña  una  fuente  ó  germen  de  nuevos  pájaros  y  de 
nuevos  nidos.  En  poder  de  un  niño  representan  un  triste 
y  antihigiénico  despojo.  ¿Por  qué,  pues,  quitar  a  los  pobres 
pajarillos  su  único  tesoro?  ¿Por  qué  destruir  con  torpe 
mano  tantas  vidas  útiles  y  agradables?  ¿Por  qué  despojar 
a  la  Naturaleza  y  al  campo  de  su  mejores  galas  y  atrac- 
tivos?... Pensad  un  momento,  ¡oh,  niños!,  en  vuestro  acto 
de  vandalismo,  y  tai  vez  así  lleguéis  a  contener  el  cruel 
instinto  que  os  impulsa...  ¡Niños,  respetad  los  nidos! 

¿Conocéis  la  historia  de  «la  gallina  de  los  huevos  de 
oro  » ?  Había  una  vez  un  hombre  poseedor  de  una  gallina 
que  ponía  diariamente  un  huevo  de  oro.  El  hombre  debía 
hacerse  rico  en  poco  tiempo;  tenía  en  su  gallina  el  ca- 
pital de  un  millonario.  Pero  el  demonio  de  la  curiosidad 
no  le  dejaba  en  paz.  ¿Cómo  podía  poner  huevos  de  oro 
aquella  ave?  Y,  si  ponía  huevos  de  orOj,  ¡qué  sabrosa 
sería  su  carne  en  un  buen  puchero!...  Ello  fué  que  el 
hombre  mató  a  la  gallina  de  los  huevos  de  oro,  y  encon- 
tró que,  por  dentro,  era  como  cualquier  otra...  El  niño 
que  destruye  un  nido  procede  con  la  necedad  de  este 
hombre.  Puesto  que  no  ha  de  ser  tan  simple  que  pre- 
tenda empollar  y  criar  luego  a  los  polluelos,  como  Ber- 
toldino,  en   sus   manos   dañinas    los   huevos  del    nido   no 


LA    NATURALEZA  397 

son  más  que  miserables  cascaras.  Pero,  en  el  suave  ca- 
lorcito  del  nido,  esos  pequeños  globos  rojos,  verdes, 
blancos,  azules,  multicolores,  son  siempre  huevos  de  oro. 

l5l.   ¡Pobre   Juan! 

(Soneto  . 

Te  argüirán,  entre  muecas  desdeñosas, 
los  nenitos  de  Juan  el  carpintero, 
«  que  sería  más  útil  un  obrero, 
si  ambas  manos  tuviese  habilidosas. . .  » 

Y,  después  de  soltar  tan  graves  cosas, 
como  quien  echa  migas  a  un  jilguero, 
te  dirán  «  que  rosal  y  duraznero 
son  rosáceos  los  dos,  porque  dan  rosas  ». 

Pero  ven  cuatro  plantas  florecidas 
esos  grandes  filósofos  enanos, 
¡y  van  y  las  destrozan  inhumanos, 

cual  rapaces  querubes  homicidas! 
Niños,  en  cada  flor  hay  muchas  vidas, 
y  las  manos  que  matan  no  son  manos. 

Pfdro  B    PALACiOb  ( Alma  fuerte) 

l52.  El  firmamento. 

Si  la  contemplación  del  cielo  estuviese  prohibida  o 
costase  dinero,  seguramente  lo  conoceríamos  mejor.  Como 
se  trata  de  un  espectáculo  gratuito,  a  la  disposición  de 
todos  los  que  no  son  ciegos  y  hasta  de  muchos  animales, 
de  ahí  proviene  la  común  indiferencia  que  inspira.  Sin 
embargo,  bueno  es  acostumbrarse  desde  niño  a  gozar  de  su 
esplendor;  su  contemplación  nos  proporciona  un  purísimo 
placer  del  espíritu,  amplía  nuestras  ideas  y  nos  muestra 
la  pequenez  de  las  humanas  vanidades  Un  cielo  estre- 
llado, en   noche  apacible  y  límpida,   nos  ofrece  un  espec- 


398  CUADROS   Y    FASES   DiC    LA    VIDA    ARGENTINA 

táculo  mil  veces  más  sugestivo  y  hermoso  que  el  jardíir 
más  admirable.  Mientras  las  flores  duran  apenas  un  día^ 
los  astros,  flores  luminosas  del  firmamento,  no  se  mar- 
chitan jamás. 

También  el  cielo,  como  nuestros  jardines,  cambia  de 
flores  según  la  estación ;  pero,  por  cierto,  con  mucha  más 
puntualidad.  Las  violetas,  los  claveles  y  las  rosas,  con 
frecuencia  se  adelantan  o  retardan ;  las  estrellas  (no  los 
planetas),  las  estrellas,  esas  flores  del  cielo  que  brillan  en 
vez  de  perfumar,  aparecen  y  se  van  en  la  misma  época. 
Más  tarde,  niños,  cuando  seáis  grandes  y  estudiéis  muchas 
cosas  interesantes,  aprenderéis  que  también  los  astros,  como 
las  flores,  mueren  alguna  vez,  variando  mientras  tanto 
las  fechas  de  sus  apariciones...  Mas,  para  que  esto  suceda 
a  los  astros,  es  menester  un  tiempo  tan  largo  que  ni 
siquiera  se  llega  a  imaginar.  Podemos  decir,  pues,  sin  faltar 
a  la  verdad  relativa,  que  las  estrellas  nunca  mueren  ni 
cambian  de  lugar. 

La  matemática  puntualidad  de  las  estrellas  para  encon- 
trarse a  tal  o  cual  altura  sobre  el  horizonte  de  un  lugar 
en  un  momento  dado  del  año,  es  de  gran  utilidad  para  el 
hombre.  La  navegación,  sin  la  cual  el  progreso  sería  quizá 
imposible,  se  basa  en  la  posición  de  los  astros,  en  la  brújula 
y  el  cronómetro..  Los  astros  son  asimismo  auxiliares  eficaces 
de  la  historia,  pues  con  ellos  pueden  determinarse  exacta- 
mente las  épocas,  las  fechas  y  hasta  las  horas  de  un 
acontecimiento  remoto.  Por  ejemplo,  si  se  ignorase  el  año, 
el  mes  y  el  día  del  nacimiento  en  Yapeyú  de  nuestro 
inmortal  Libertador,  bastaría  que  en.  aquella  fecha  un  obser- 
vador del  cielo  hubiese  anotado  con  prolijidad  el  paso  de 
una  estrella  por  el  meridiano  de  Yapeyú,  o  de  cualquier 
otro,  para  descubrir,  mediante  un  cálculo,  que  el  general 
San  Martín  nació  el  25  de  febrero  de  1778. 

Cada  país  tiene  su  cielo.  Solamente  los  situados  a 
igual  latitud  cuentan  con  el  mismo,  aunque  a  distinta  hora. 
Los  habitantes  de  las  regiones  ecuatoriales  son   los  únicos 


LA     NATURALEZA  399- 

que  pueden  darse  el  lujo  de  contemplar  el  cíelo  entero 
durante  el  transcurso  del  año...  siempre  que  no  salgan  de 
su  país.  Si  pudiésemos  llegar  a  cualquiera  de  los  polos 
de  la  Tierra,  no  veríamos  desde  allí  más  que,  o  todo  el 
cielo  austral,  o  todo  el  boreal,  es  decir,  una  mitad  del  cie- 
lo entero.  Ahora  bien,  la  República  Argentina  se  encuen- 
tra entre  el  Ecuador  y  el  Polo  Sur;  luego,  su  cielo  deberá 
ser  menor  que  el  del  Ecuador  y  mayor  que  el  del  Polo. 
Desde  Buenos  Aires,  Córdoba  y  Mendoza,  o  mejor  dicho, 
desde  cualquier  punto  del  país  situado  entre  31°  y  35°  de 
latitud,  pueden  verse  las  cuatro  quintas  partes  del  cielo 
entero  durante  el  año,  o  sea,  todo  el  cielo  austral  y  la 
miíad  del  boreal. 

Los  poetas,  los  curiosos,  y  hasta  los  ociosos  alguna 
vez,  suelen  preguntar  cuántas  son  las  estrellas  visibles 
sin  anteojo.  Naturalmente,  esto  depende  de  la  latitud  del 
sitio,  de  su  altura  sobre  el  nivel  del  mar,  de  la  pureza  de 
la  atmósfera,  y,  sobre  todo,  del  ojo  del  observador.  En  ge- 
neral, desde  el  centro  de  Europa,  no  alcanzan  a  5.000 
las  estrellas  que  pueden  contarse  en  el  transcurso  del  año. 
Sin  embargo,  un  astrónomo  alemán,  con  vibta  penetrante 
y  educada  en  un  largo  ejercicio,  llegó  a  contar  5.421.  Se- 
gún otro  astrónomo,  desde  Córdoba  se  podrían  contar 
cerca  de  8.000.  Es  que  el  cielo  austral  es  mucho  más 
rico  que  el  boreal.  Y,  en  cuanto  a  las  estrellas  que  sólo 
pueden  verse  con  el  telescopio,  son  tantas  que  se  consi- 
deran ¡numerables.  Con  las  estrellas  fijas  y  visibles  se  han 
dibujado  en  el  mapa  del  cielo  las  constelaciones,  o 
grupos  de  estrellas,  que  representan  figuras  imaginarias  de 
hombres,  animales  u  objetos.  Estas  constelaciones,  que  son 
como  provincias  del  firmamento,  sirven  para  reconocer 
fácilmente  en  el  conjunto  la  posición  en  que  se  ven  las 
estrellas  desde  la  Tierra. 

Gracias  a  la  situación  de  nuestra  patria,  podemos  ver 
desfilar  durante  el  año  todas  las  estrellas  de  primera  mag- 
nitud del   firmamento.    Estas  estrellas,  según  la  manera  de 


400  CUADROS    Y    FASES    DE    LA   VIDA    ARGENTINA 

apreciar  su  brillo,  son  18  ó  20;  más  justo  sería  tal  vez 
decir  19,  sin  contar  la  estrella  beta  de  la  Cruz  del  Sur. 
Desde  el  centro  de  Europa  no  pueden  verse,  en  cambio, 
más  que  13  estrellas  de  primera  magnitud. 

No  estará  nunca  de  más  conocer  los  nombres  de  estos 
19  soles,  entendiendo  que  toda  verdadera  estrella  es  un 
sol.  Las  estrellas  del  cielo  boreal  son :  Vega,  en  la  cons- 
telación de  la  Lira,  blancoazulina,  muy  hermosa;  Capella, 
en  el  Cochero,  amarilla;  Betelguese,  en  Orion,  amarillo- 
rojiza;  Arturo,  en  el  Boyero,  amarillorrojiza ;  Régulo,  en 
el  León,  blancoazulina;  Altair,  en  el  Águila,  blancoazulina; 
Aldebarán,  en  el  Toro,  amarillorrojiza;  Froción,  en  el  Can 
Menor,  amarillenta,  y  Pólux,  en  los  Gemelos,  amarillenta. 

Las  del  cielo  austral  son ;  Sirio,  la  más  espléndida  de 
todo  el  firmamento,  en  el  Can  Mayor,  blancoazulina; 
Canope,  muy  hermosa  también,  en  el  Navio,  blanca;  alfa 
del  Centauro,  amarilla:  Rigel,  en  Orion,  blancoazulina; 
beta  del  Centauro,  blancoazulina ;  Achernar,  en  el  Bridan, 
blancoazulina;  Antares,  en  el  Escorpión,  roja;  alfa  de 
la  Cruz  del  Sur,  blancoazulina;  Espiga,  en  la  constela- 
ción de  la  Virgen,  blancoazulina;  Formalhaut,  blancoazu- 
lina también,  en  el  Pez  Austral.  La  alfa  del  Centauro  es 
la  estrella  más  próxima  a  la  Tierra,  No  obstante,  su  luz 
tarda  en  llegar  hasta  nosotros  4  años  y  medio,  recorrien- 
do 18.000.000  de  kilómetros  por  minuto.  Vista  a  través 
del  telescopio  menos  poderoso,  resulta  la  estrella  doble 
más  notable  de  todo  el  cielo 

En  la  feliz  época  de  las  vacaciones,  desde  la  Pampa, 
las  montañas  o  el  mar,  en  una  noche  profunda  y  diáfana, 
sin  luna,  muchos  de  vosotros,  niños,  habréis  notado,  al  mirar 
distraídamente  hacia  lo  alto,  una  ancha  faja  de  fuz  blanque- 
cina y  suave  atravesando  el  firmamento.  Se  diría  que  es 
el  humo  de  un  incendio  lejano,  o  el  rastro  misterioso  de 
una  gran  serpiente  del  cielo.  .Esta  faja  es  la  Vía  Láctea. 
Mirado  por  el  telescopio,  el  humo  se  transforma  en  polvo 
de  brillantes;   el    rastro   de    la   serpiente  misteriosa  es   un 


LA    ESCUELA     '  401 

gran  río  de  soles;  son  millones  de  estrellas,  a  una  distancia 
inmensa.  La  Vía  Láctea  circunda  el  cielo  íntegro.  Nuestro 
sol  y  todas  las  estrellas  visibles  se  encuentran  dentro  de 
esta  majestuosa  corona  de  luz. 

Según  Martín  Gil 

V.    LA    ESCUELA 

l53.  El  coleéíaL 

1.  Con  entusiasmo  voy  a  la  escuela 
y  llevo  siempre  listo  el  deber, 

porque  comprendo  que  el  tiempo  vuela; 
corta  es  la  vida,  largo  el  saber. 
Antes  las  clases  todas  perdía, 
charla  que  charla,  sin   atender; 
ahora  que  veo  lo  mal  que  hacía 
tengo  vergüenza,   quiero  aprender. 

2.  Ya  no  me  oculto  detrás  del  banco, 
que  no  me  vayan  a  preguntar; 

tomo  mi  puesto,  sencillo  y  franco; 

voy  preparado,   sé  contestar. 

Ya  no  hago  burla  de  los  maestros; 

su  misión  alta  sé  respetar... 

Era  en  diabluras  de  los  más  diestros, 

hoy  en  conducta  soy  ejemplar. 

3.  Amo  el  estudio,  porque  ennoblece, 
busco  anheloso  toda  verdad; 

así  el  talento  se  nutre  y  crece 
y  se  mejora  la  humanidad. 
Amo  la  escuela,  santuario  hermoso 
de  la  opulencia,  de  la  orfandad; 
es  su  enseñanza,  foco  radioso, 
de  amor,  de  ciencia  y  de  igualdad. 

Anqbl  Mbnchaca 


402 


CUADROS  Y  FASES  DE  LA  VIDA  ARGENTINA 


l54.    Refranes  aplicables  a  los  estudios. 

I.  Saber  es  poder. 

II.  La  sabiduría  es  la  base  de  la  felicidad. 

III.  Tanto  vales  cuanto  sabes. 

IV.  Lo  que  no  aprendió  Juanito,  Juan  lo  aprenderá. 

V.  Quien  mucho  abarca,  poco  aprieta. 

VI.  Mucho  de  algo  y  no  algo  de  mucho. 

Vil.  Más  vale  una  onza   de  hechos   que  un   quintal  de 
buenas  razones. 


l55.    Fernando  en  el  colegio. 

Fernando  ha  cumplido  catorce  años,  y  ha  entrado  en 
el  tercero  del  Colegio  nacional  Amadeo  Jacques.  Es  uno 
de  los  mejores  alumnos;  le  estiman  por  igual  compañeros 
y  profesores.  Es  sano  y  fuerte.  Jamás  ha  hecho  alarde  de 
su  fuerza  para  provocar  a  otr05  muchachos  fuertes  como 
el,  ni  para  dominar  a  los  débiles.  Todos  le  respetan,  pero 
no  por  su  vigor  y  por  sus  músculos  endurecidos  en  el 
ejercicio  físico,  sino  por  el  respeto  que  tiene  a  los  demás 
y  por  la  cortesía  con  que  trata  a  todos.  A  nadie  humillan 
su  aplicación,  su  inteligencia,  su  atención  a  las  explica- 
ciones de  clase,  su  exactitud  en  el  cumplimiento  de  sus 
deberes,  la  puntualidad  de  su  asistencia.  A  nadie  mortifica 
que  los  profesores  y  el  rector  del  colegio  le  consideren 
entre  los  mejores  o  le  juzguen  el  primero  entre  todos. 
¿Por  qué?...  Se  ha  visto,  en  otras  clases  o  en  otros  co- 
legios, alumnos  que  aspiran  a  la  misma  distinción  y  cla- 
sificaciones, sin  alcanzar  nunca  la  simpatía  de  sus  condis- 
cípulos, y  que  crean  a  veces,  en  torno  iíuyo,  antipatías 
molestas,  penosas  para  todos.  ¿Por  qué  existe  tal  dife- 
rencia entre  Fernando  y  estos  jóvenes  de  otras  clases  o 
colegios?... 

Difícil  será  explicarse  consecuencias  tan  diversas  de 
conductas  aparentemente  iguales.  También  los  otros  niños 


LA    ESCUELA 


403 


O  jóvenes  son  puntuales,  atentos,  trabajadores,  respetuosos. 
Entre  tantas  suposiciones  que  pueden  hacerse  para  dar  con 
la  razón  desemejante  diferencia,  imaginemos  una:  Fernando 
tiene  la  aspiración  del  bien  por  el  bien  mismo.  No  sabe 
él,  y  tal  vez  nadie  puede  saber  en  absoluto,  lo  que  es  el 
bien,  lo  bueno;  pero,  más  o  menos  vagamente,  tiene  la 
aspiración,  la  voluntad  de  que  su  conducta  sea  buena. 
Obtener  la  mejor  calificación  del  profesor  no  es  su  guía; 
podría  el  profesor  tener  preferencias  injustas  y  dar  el 
mejor  puesto  a  otro,  que  para  él  sería  lo  mismo.  Le 
bastaría  saber  que  de  su  parte  ha  hecho  todo  lo  que  debía 
hacer;  y  esta  idea  del  deber,  que  no  podría  definir,  en 
general,  se  le  presenta  en  cada  caso  y  en  relación  con  cada 
hecho,  con  cada  obligación,  con  cada  dificultad,  com.o  una 
brújula  que  le  indica  el  camino.  Alcanzar  la  simpatía  de 
sus  compañeros  no  es  tampoco  un  móvil  de  su  conducta. 
Tiene  toda  esta  simpatía,  pero  no  se  ha  propuesto  conse- 
guirla. La  tiene  porque  es  sincero;  no  disimula  un  afecto  y 
no  lo  finge.  La  sinceridad,  que  constituye  el  culto  individual 
de  la  verdad,  es  la  cualidad  del  carácter  cuyos  beneficios 
estimamos  más  cuanto  más  avanzamos  en  la  experiencia 
de  la  vida.  Fernando  no  se  acerca  a  nadie  con  el  propósito 
de  captarse  una  simpatía  que  pueda  servirle  alguna  vez  para 
algo.  No  se  propone  que  otro  sea  menos  que  él;  no  hace 
sentir  a  los  demás  su  superioridad  intelectual  o  física,  y  los 
que  le  observan  más  de  cerca  dicen  que  su  positiva  supe- 
rioridad es  moral. 

En  aquellos  otros  de  quienes  hablamos,  el  bien  no  es 
un  fin  o  un  estímulo;  la  brújula  que  consultan  no  marca  este 
norte.  Tienen  la  vanidad  de  distinguirse.  No  se  mantienen, 
como  Fernando,  en  la  línea  de  la  dignidad  personal,  que 
da  en  cada  movimiento  la  expresión  exacta  de  lo  que  se 
siente  y  piensa.  Subordinan  su  conducta  a  lo  que  les 
conviene:  adulan  a  los  fuertes  y  tienen  cierto  desprecio 
por  los  débiles.  Si  no  reaccionan  y  se  forman  un  concepto 
mejor   de   sus   deberes,    llegarán    a   ser  soberbios  con   los 


404  CUADROS  Y  FASES  DE  LA  VIDA  ARGENTINA 

humildes  y  humildes  con  los  soberbios.  Si  llegan  a  encon- 
trarse un  día  en  situación  de  obtener  una  ventaja  cometiendo 
una  mala  acción,  cometerán  la  mala  acción  con  tal  de  lograr 
la  ventaja,  o  por  lo  menos  vacilarán,  dudarán  si  deben 
sacrificarla  o  no  antes  que  incurrir  en  una  conducta  repro- 
chable. En  cambio,  Fernando  no  tendrá  jamás  este  problema; 
jamás  vacilará,  y  sacrificará  cualquier  beneficio  a  la  opinión 
que  él  mismo  tiene  de  su  conducta,  sin  someterse  a  la 
opinión  de  los  demás. 

Según  Kouoi.Fo  Rivauola.. 

l56.  El  maestro  de  escuela. 

La  Naturaleza  inanimada  y  las  sociedades  humanas 
presentan  a  cada  paso  ejemplos  de  efectos  inmensos  pro- 
ducidos por  causas  infinitamente  pequeñas.  Los  pólipos  de) 
mar,  seres  vivientes  que  apenas  tienen  forma,  han  alzado, 
desde  las  profundidades  del  abismo  hasta  la  superficie  de 
las  aguas,  la  mitad  de  las  islas,  floridas  hoy,  y  habitadas 
por  millares  de  hombres,  en  Oceanía.  Las  catedrales  góticas 
de  Europa,  la  maravilla  de  la  arquitectura,  en  cuanto 
a  sus  detalles,  columnatas,  estatuas,  rosetones,  pináculos 
y  calados  en  la  piedra,  han  sido  obra  de  artesanos  obs- 
curos, de  millares  de  albañiles,  cofrades  de  una  hermandad, 
que  trabajaban  sin  salario,  en  cumplimiento  de  un  deber, 
de  un  voto  o  por  la  fe ;  sucedíanse  una  generación  a 
otra,  los  aprendices  a  los  maestros,  hasta  dejar  sobre  la 
tierra  un  monumento  de  la  inteligencia,  de  la  belleza,  de 
la  audacia  y  de  la  elevación  del  genio  humano.  Los 
maestros  de  escuela  son,  en  nuestras  sociedades  modernas, 
esos  artífices  obscuros  a  quienes  está  confiada  la  obra  más 
grande  que  los  hombres  puedan  ejecutar,  a  saber:  terminar 
la  obra  de  la  civilización  del  género  humano,  principiada 
desde  los  tiempos  históricos  en  tal  o  cual  punto  de  la 
tierra,  transmitida  de  siglo  en  siglo  de  unas  naciones  a 
otras,    continuada    de    generación    en    generación    en   uníi 


LA    ESCUELA 


405 


clase  de  la  sociedad,  y  generalizada  sólo  en  este  último 
siglo  en  algunos  pueblos  adelantados  a  todas  las  clases  y  a 
todos  los  individuos.  El  hecho  de  un  pueblo  entero,  hombres 
y  mujeres,  adultos  y  niños,  ricos  y  pobres,  educados  o  do- 
tados de  los  medios  de  educarse,  es  nuevo  en  la  tierra;  y» 
aunque  todavía  imperfecto,  vese  ya  consumado  o  en  vís- 
peras de  serlo,  en  una  escogida  porción  de  los  pueblos 
cristianos  en  Europa  y  América,  en  países  desde  muy  an- 
tiguo habitados,  y  en  territorios  cuya  cultura  data  de  ayer 
solamente,  para  mostrar  que  la  generalización  de  la  cul- 
tura es  menor  el  resultado  del  tiempo  que  el  esfuerzo  de 
la  voluntad,  y  el  movimiento  espontáneo  y  la  necesidad  de 
la  época.  El  caudal  de  los  conocimientos  que  posee  hoy 
el  hombre,  fruto  de  siglos  de  observación  de  los  hechos, 
del  estudio  de  las  causas  y  de  la  comparación  de  unos 
resultados  con  otros,  es  la  obra  de  los  sabios;  y  esta  obra 
eterna,  múltiple,  inacabable,  está  al  alcance  de  toda  la  es- 
pecie. La  prensa  la  hace  libro,  y  el  que  lea  un  libro,  con 
todos  los  antecedentes  para  comprenderlo,  ese  tal  sabe 
tanto  como  el  que  lo  escribió,  pues  éste  dejó  consignado 
en  sus  páginas  cuanto  sabía  sobre  la  materia. 

El  humilde  maestro  de  escuela  de  una  aldea  pone, 
pues,  toda  la  ciencia  de  nuestra  época  al  alcance  del  hijo 
del  labrador,  a  quien  enseña  a  leer.  El  maestro  no  inventó 
la  ciencia  ni  la  enseñanza:  acaso  no  la  alcanza  sino  en 
sus  más  simples  rudimentos;  acaso  la  ignora  en  la  mag- 
nitud de  su  conjunto;  pero  él  abre  las  puertas  cerradas  al 
hombre  naciente  y  le  muestra  el  camino;  él  pone  en  re- 
lación al  que  recibe  sus  lecciones  con  todo  el  caudal  de 
conocimientos  que  ha  atesorado  la  humanidad. 

El  sacerdote,  al  derramar  el  agua  del  bautismo  sobre 
la  cabeza  del  párvulo,  le  hace  miembro  de  una  congrega- 
ción que  se  perpetúa  en  los  siglos,  al  través  de  las  gerie- 
raciones,  y  lo  liga  a  Dios,  origen  de  todas  las  cosas.  Padre 
y  Creador  de  la  raza  humana.  El  maestro  de  escuela,  al  po- 
ner en  las  manos  del  niño  el  silabario,  le  constituye  miem- 


406  CUADROS    Y    FASES   DE    LA    VIDA    ARGENTINA 

bro  integrante  de  los  pueblos  civilizados  del  mundo,  y  le 
liga  a  la  tradición  escrita  de  la  humanidad,  que  forma  el 
caudal  de  conocimientos  con  que  ha  llegado,  aumentán- 
dolos de  generación  en  generación,  a  separarse  irrevoca- 
blemente de  la  masa  de  la  creación  bruta.  El  sacerdote  le 
quita  el  pecado  original  con  que  nació;  el  maestro,  la  ta- 
cha de  salvaje,  que  es  el  estado  originario  del  hombre, 
puesto  que  aprender  a  leer  es  sólo  poseer  la  clave  de 
ese  inmenso  legado  de  trabajos,  de  estudios,  de  experien- 
cias, de  descubrimientos,  de  verdades  y  de  hechos  que  for- 
man, por  decirlo  así,  nuestra  alma,  nuestro  juicio.  Para  el 
salvaje  no  hay  pasado,  no  hay  historia,  no  hay  artes,  no 
hay  ciencia.  Su  memoria  individual  no  alcanza  a  atesorar 
hechos  míís  allá  de  la  época  de  sus  padres  y  abuelos, 
en  el  estrecho  recinto  de  su  tribu,  que  los  trasmite  por  la 
tradición  oral.  Pero  el  libro  es  la  memoria  de  la  especie 
humana  durante  millones  de  siglos:  con  el  libro  en  la  mano 
nos  acordamos  de  Moisés,  de  Homero,  de  Sócrates,  de 
Platón,  de  César,  de  Confucio,  sabemos  palabra  por  pala- 
bra, hecho  por  hecho,  lo  que  dijeron  o  hicieron.  Hemos 
vivido,  pues,  en  todos  los  tiempos,  en  todos  los  países,  y 
conocido  a  todos  los  hombres  que  han  sido  grandes,  o 
por  sus  hechos,  o  por  sus  pensamientos,  o  por  sus  des- 
cubrimientos. 

Todo  un  curso  completo  de  educación  puede  redu- 
cirse a  esta  simple  expresión :  Leer  lo  escrito,  para  cono- 
cer lo  que  se  sabe,  y  continuar  con  su  propio  caudal  de 
observación  la  obra  de  la  civilización. 

Esto  es  lo  que  enseña  el  maestro  en  la  escuela,  este 
es  su  empleo  en  la  sociedad.  El  juez  castiga  el  crimen 
probado,  sin  corregir  al  delincuente;  el  sacerdote  enmienda 
el  extravío  moral,  sin  tocar  a  la  causa  que  lo  hace  nacer ; 
el  militar  reprime  el  desorden  público,  sin  mejorar  las 
ideas  que  lo  alimentan  o  las  incapacidades  que  lo  esti- 
mulan. Sólo  el  maestro  de  escuela,  entre  estos  funciona- 
rios  que  obran   sobre   la   sociedad,   está   puesto   en   lugar 


LA    ESCUELA  407 

adecuado  para  curar  radicalmente  los  males  sociales.  El 
hombre  adulto  es  para  él  un  ser  extraño  a  sus  desvelos. 
Él  se  halla  en  el  umbral  de  la  vida,  para  los  que  van 
recientemente  a  lanzarse  a  ella:  El  ejemplo  del  padre,  el 
ignorante  afecto  a  la  madre,  la  pobreza  de  la  familia,  las 
desigualdades  sociales,  producen  caracteres,  vicios,  virtu- 
des, hábitos  diversos  y  opuestos  en  cada  niño  que  llega  a 
su  escuela.  Pero  él  tiene  una  sola  regla  para  todos.  Él 
los  domina,  amolda  y  nivela  entre  sí,  imprimiéndoles  el 
mismo  espíritu,  las  mismas  ideas,  enseñándoles  las  mis- 
mas cosas,  mostrándoles  los  mismos  ejemplos,  y  el  día  en 
que  todos  los  niños  de  un  mismo  país  pasen  por  esta 
preparación  para  entrar  en  la  vida  social,  y  en  que  todos  los 
maestros  llenen  con  ciencia  y  conciencia  su  destino,  ese 
día  venturoso,  una  nación  será  una  familia  con  el  mismo 
espíritu,  con  la  misma  moralidad,  con  la  misma  instruc- 
ción, la  misma  aptitud  para  el  trabajo  un  individuo  como 
otro,  sin  más  gradaciones  que  el  genio,  el  talento,  la  acti- 
vidad o  la  paciencia. 

,  Según  Domingo  K.  Sahmiento. 

l57.  La  elección  de  compañeros. 

(Preceptos  y  refranes  populares;. 

Sé  muy  circunspecto  en  la  elección  de  tus  compañe- 
ros. «Dime  con  quién  andas  y  te  diré  quién  eres».  «En  la 
sociedad  de  tus  iguales  hallarás  más  placer;  en  la  de  tus 
superiores,  más  ventajas ».  « Al  que  se  arrima  a  buen  ár- 
bol, buena  sombra  le  cobija».  «Ser  el  mejor  entre  los 
presentes  es  el  modo  de  empeorar;  para  mejorar  conviene 
escoger  aquella  sociedad  en   la  cual  seamos  los  peores». 

Los  malos  compañeros  forman  los  malos  hábitos.  «  El 
hábito  hace  al  hombre  ».  El  vicio  es  contagioso  como  la 
peste.  Apártate  de  los  viciosos  como  de  los  apestados,  si  es 
que  no  puedes  corregir  a  los  unos  ni  curar  a  los  otros. 

Los  buenos  compañeros  han  de  elegirse  por  sus  con- 


408  CUADROS    Y    FASES   DE    LA    VIDA    ARGENTINA 

diciones  y  no  por  su  importancia  y  prestigio;  cada  hombre 
vale  por  sí  mismo,  y  no  por  la  expectabilidad  que  puedan 
oíros  prestarle.  Las  buenas  compañías  aprovechan,  más 
por  su  influencia  sobre  el  individuo  que  por  su  influencia 
sobre  los  extraños.  Buscar  la  compañía  del  orgulloso  es 
exponerse  a  sufrir  sus  imposiciones;  el  hombre  se  rebaja 
y  el  carácter  se  deprime. 

Si  es  conveniente  la  buena  compañía,  el  hombre  fuerte 
requiere  también  la  soledad.  En  cambio,  el  hombre  débil 
tiene  miedo  a  la  soledad.  Necesita  siempre  el  bullicio  de 
los  camaradas;  nunca  quiere  estar  a  solas  consigo  mismo. 
Para  no  desgastarte  en  ociosa  junta  de  compañeros,  sé  fuerte 
y  trata  de  recogerte  diariamente  algunos  instantes  en  tu  pro- 
pio pensamiento.  Adquiere  el  hábito  de  interrogarte  todas 
las  noches:  «¿He  cumplido  hoy  con  mi  deber?»  De  este 
modo,  familiarizándote  con  tu  propia  personalidad,  apren- 
derás a  conocerte.  Tendrás  en  ti  mismo  tu  mejor  compañía 

VI.  LA  CONCIENCIA 

l58.  Preceptos  y  proverbios.  , 

I.   PRECEPTOS 

1.  Ama  a  tu  prójimo  como  a  ti  mismo. 
IL  Venera  a  tus  padres,  respeta  a  tus  maestros  y  con- 
sidera a  los  mayores. 

III.  Antes  que  el  hombre  está  la  familia,  y,  antes  que 
la  familia,  la  patria. 

IV.  Gana  tu  pan  con  el  sudor  de  tu  rostro,  y  el  res- 
peto de  todos  con  tu  respeto  a  ti  mismo. 

V.  No  hagas  a  los  demás  lo  que  no  quieras  que  te 
hagan  a  ti  mismo. 

VL  Si  no  sabes  dominar  tus  malos  impulsos,  tú  mismo 
serás  tu  peor  enemigo. 

Vil.  Los  vicios  convierten  al  listo  en  tonto,  al  bueno 
en  malo  y  al  hombre  en  bestia. 


LA    CONCIENCIA 


409 


II.   PROVERBIOS 

I.  Alma  sana  en   cuerpo  sano. 

II.  Amor  con  amor  se  paga. 
IlL  Una  mano  lava  la  otra. 

IV.  Dime  con  quién  andas  y  te  diré  quién  eres. 

V.  No  hay  deuda  que  no  se  pague,   ni  plazo  que  no 
se  cumpla. 

VI.  Quien  mal  anda,  mal  acaba. 

VII.  Vida  alegre,   muerte  triste. 

l59.   La  conciencia. 


(Fábula  I 


1.  Cuenta  fantástica  historia 
que  se  colocó  en  la  frente 
de  un  emperador  de  Oriente 
una  diadema  de  gloria. 
Si  alcanzaba  una  victoria, 
como  premiando  su  hazaña, 
trocábase  en  luz  extraña... 
Mas  fué  vei.cido  en  la  guerra, 
y  le  aplastó  bajo  tierra, 
convirtiéndose  en  montaña. 


2.  Es  verdad  en  Occidente, 

do  todos  somos  ¡guales, 
para  los  simples  mortales, 
esta  conseja  de  Oriente. 
Cada  cual  lleva  en  la  frente 
una  diadema   que  es  ciencia 
y  fanal  de  la  existencia: 
si  bien  obra,  le  ilumina; 
si  mal  obra,  le  fulmina... 
La  diadema  es  la  conciencia. 


l60.  Erl  deber  del  aseo. 

En  una  escuela  del  Estado.  La  campana  suena,  ale- 
gre. Los  niños  guardan  los  útiles  en  los  pupitres.,  y  sa- 
len de  la  clase,  a  gozar  del  recreo.  Queda  retrasado  un 
niño  sucio  y  roto,  aunque  de  mirada  inteligente  y  pen- 
sativa. 

El  maestro,  llamándole.  —  Ün  momento,  Luisito ;  ten- 
go que  hablarte. 

El  niño  se  detiene. 

El  maestro.  —  Dime,  Luisito,  ¿por  qué  no  cuidas  de 
tu  persona  ni  de  tu  ropa? 

El  niño,  baja  la  mirada,  en  silencio. . . 


410  CUADROS  Y  FASES  DE  LA  VIDA  AnGENriKA 

El  maestro.  —  Sé  sincero  conmigo,  Luisito.  Siendo 
tu  maestro,  soy  tu  mejor  amigo.  (Se  acerca,  le  mira  fija- 
mente y  le  pone  la  mano  ei  los  hombros).  Contéstame, 
Luisito.  Harto  sabes,  pues  te  lo  he  enseñado,  que  «el 
aseo  es  la  elegancia  del  pobre». 

El  niño,  tímidamente.  —  ¡El  aseo!...  Esto  es  cosa  de 
ricos,  señor  Vila. . . 

El  maestro. —  Explícate.  Estamos  solos  aquí;  te  es- 
cucho. 

El  niño.  —  Los  ricos  andan  aseados  porque  tienen 
ropa  con  que  mudarse,  y  todo  lo  necesario... 

El  maestro.  --  \  En  tu  casa  hay  también  agua  y  jabón, 
supongo,  y  un  cepillo  para  la  ropa! 

El  niño.  —  Los  hay;  pero  yo  no  tengo  tiempo  para  usar- 
los. . .  Por  la  mañana  voy  al  mercado ;  haciendo  unas  chan- 
güitas,  gano  algunos  centavos,  para  llevárselos  a  mi  mamá. .. 

El  maestro. — Aplaudo,  Luisito,  tu  buena  resolución 
de  ayudar  diariamente  a  tu  señora  madre  con  lo  que 
ganes  en  esas  comisiones.  El  trabajo  honra  siempre.  (Una 
pausa).  Dime,  Luisito,  al  volver  del  mercado,  ¿no  dis- 
pondrías de  algunos  minutos  para  lavarte,  cepillarte  la 
ropa  y  pegarte  los  botones? 

El  niño  calla,  asintiendo.  * 

El  maestro.  —  Quedamos,  pues,  en  que,  si  quisieras, 
podrías  tener  aseo  y  aliño.  La  pobreza  y  el  trabajo  no 
constituyen  un  obstáculo  insuperable.  Así  lo  demuestran  al- 
gunos de  tus  compañeros,  no  menos  pobres  que  tú.  Miguel, 
por  ejemplo,  vive  en  una  estrecha  carbonería,  y  viene 
limpio  a  la  escuela. . . 

El  niño  continúa  en  silencio. . . 

El  maestro.  —  Ahora  bien,  dime  por  qué  no  jue- 
gas en  el  recreo  con  tus  compañeros. . .  ¿  No  te  gusta 
jugar? 

El  niño.  —¡Oh,  sí! 

El  mahstro.  —  Yo  te  diré  por  qué  no  juegas :  tu 
propio  desaliño  te  avergüenza.   ¿No   es  verdad?...   ¡Pues 


LA    CONCIENCIA  411 

si  te  avergüenza,  no  ha  de  ser  bueno!  ¿Has  visto  que 
alguien  se  avergüence  de  lo  bueno? 

El  niño.  —  No. . . 

El  maestro  —Conveniente  es  que  uses  el  agua  y  el 
cepillo;  está  en  tu  interés,  para  que  no  te  sientas  tonta- 
mente deprimido  y  puedas  jugar  a  tu  gusto  con  tus  com- 
pañeros. Ellos  son  bondadosos  y  te  quieren ;  eres  tú  quien 
huye  de  ellos,  y  no  porque  tengas  especiales  motivos, 
sino  porque  tu  propia  conciencia  te  remuerde  (Una  pausa). 
¡Espero  que  ahora  hayas  comprendido  la  utilidad  del  aseo! 

El  niño.  —  Sí,  señor  Vila. . . 

El  maestro. —  Y  hay  más  todavía.  ¿Sabes  de  qué 
provienen  en  gran  parte  las  enfermedades? 

El  niño.  —  ¿De  los  microbios? 

El  maestro.  —  De  los  microbios.  ¿Cómo  se  los 
combate  ? 

LuisiTo  -   Con  la  higiene,  con   la  limpieza... 

El  maestrc'. —  ¡Desde  luego!  Los  microbios  se  esta- 
blecen y  propagan  donde  encuentran  alimento  fácil  y  se 
les  permite  instalarse.  La  grasienta  mugre  de  las  telas  y 
de  la  piel  constituye  para  ellos  un  medio  favorable.  ¿Qué 
debe  hacerse  ante  todo  contra  los  microbios? 

El  niño.  —  Tener  la  piel  limpia,  la  ropa  cepillada. . . 

El  M/^  estro.  —  Perfectamente ;  nada  mejor  para  pre- 
servar la  salud.  ¿Y  la  salud,  dime,  es  necesaria  sólo  para 
el  rico,  o  también  lo  es  para  el  pobre ! 

El  niño.  —  ¡Para  el  rico  y  para  el  oobre! 

liL  maestro.  -  hwu  pOcria  ceciLse  que  ts  lodavía  más 
indispensable  al  pobre,  porque  no  dispone  de  tantos  me- 
dios para  curarse,  y  sin  salud  no  se  puede  trabajar.  ¿No 
te  parece? 

El  niño.  —  Es  claro. . . 

El  maestro.  —  ¿Y  qué  conclusiones  sacas  de  todo  esto? 

El  niño.  —  Que  los  pobres  y  los  ricos  deben  tener 
aseo,  •>■  liasta  más,  si  es  posible,  los  pobres  que  los  ricos, 
aunque  tal  vez  no  les  sea  tan  fácil. 


412  CUADROS   Y   FASrS    DE   LA    VIDA    ARGENTINA 

El  maestro.  —  Esto  es  lo  que  yo  tenía  que  demos- 
trarte. Los  antiguos  decían:  «Alma  sana  en  cuerpo  sano». 
Nosotros,  los  modernos,  .podríamos  decir:  «Alma  limpia  en 
cuerpo  limpio,  y  cuerpo  limpio  en  traje  limpio...  »  {Una 
larga  pausa).  ¿Vendrás  mañana  más  arreglado? 

El  niño,  con  los  ojos  húmedos.  —  Sí,  señor  Viia. 

El  maestro.  —  Gracias;  ahora  vete  a  jugar... 

El  niño  se  dirige  a  la  puerta;  luego  vuelve  hacia  el 
maestro,  indeciso... 

El  maestro.  —  ¿Qué  te  ocurre,  Luisiío? 

El  niño.  -  Nada,  señor  Vila. . .  Con  esta  facha,  no  me 
atrevo  a  mezclarme  con  mis  compañeros...  Pienso  si  no 
sería  mejor  que  ahora  mismo  me  permitiera  usted  ir  a  mi 
casa  para  lavarme  y  arreglarme;  volvería  muy  pronto... 

El  maestro,  riendo.  —  ¡Así  me  gustan  los  hombres, 
decididos  y  francos!...  ¡Lástima  que  aquí  en  la  escuela 
tengas  ahora  tus  deberes  que  cumplir!.,. 

El  niño.  —  Pero  usted,  señor  Vila,  creo  que  me  lo 
acaba  de  enseñar. . .   El  aseo  es  también  un  deber. . . 

El  MAESTRO,  dándole  una  palmada  en  la  espalda.  — 
¡Bien  dicho!...  ¿Para  con  quiénes  tenemos  este  deber? 

El  niño,  animándose.  —  Para  con  nosotros  mismos,  a 
fin  de  preservar  nuestra  salud...  Para  con  la  familia,  a  fin 
de  poder  trabajar  y  ayudarla. . .  Para  con  los  demás,  a  fin 
de  no  dar  mal  ejemplo  y  de  no  propagar  enfermedades... 

El  maestro.  —  ¡Bravo,  Luisito!...  Ahora  sí  que  estoy 
dispuesto  a  darte  permiso  para  que  vayas  a  tu  casa  y 
vuelvas  pronto,  si  me  prometes  cumplir  con  una  condi- 
ción. Cuelga  en  tu  aposento  un  cartel,  en  el  que,  para  no 
olvidarlo  nunca,  escribas  con  letras  gordas... 

El  niño. —  ¡Se  lo  prometo,  señor  Vila)  Pondré  un 
letrero  que  diga :  El  aseo  es  un  deber. 


LA    CONCIENCIA  413 


161.  La  modestia. 

Varios  niños  organizaban  una  partida  de  campo.  Uno 
de  ellos  tomó  la  palabra  y  dijo:  Yo  soy  el  más  inteligente 
y  el  más  rico  y  generoso.  Yo  os  guiaré  al  mejor  sitio  y 
os  llevaré  las  mejores  provisiones.  Esperadme  un  momento, 
que  voy  a  comprarlas.  Cuando  vuelva,  todos  debéis  seguirme 
y  obedecerme  .  Fuese  el  niño,  y,  al  volver  cargado  de 
provisiones,  se  halló  con  que  sus  compañeros  habían  partido 
dejándole  solo.  Retiróse  furioso  a  su  casa.  Preguntóle  su 
padre  la  causa  de  su  enojo,  y  él  no  pudo  ocultarla.  Entonces, 
el  padre  le  hizo  esta  advertencia:  Tus  compañeros  te 
acaban  de  dar  una  lección  inolvidable.  Los  hombres  jac- 
tanciosos y  petulantes  se  hacen  incómodos  y  antipáticos. 
Nadie  debe  andar  pregonando  a  todos  los  vientos  su 
superioridad,  antes  bien  puede  demostrarla  en  silencio.  Si 
eras,  en  efecto,  más  inteligente  que  tus  compañeros,  no 
debiste  decirlo,  sino  probarlo  con  una  proposición  acertada. 
Si  eras  más  rico  y  generoso,  tampoco  debiste  decirlo,  sino 
también  probarlo  aportando  callado  tus  provisiones.  Para 
que  se  te  considere,  sé  modesto.  Cuando  llegues  a  una 
cumbre,  los  que  están  en  el  llano  te  verán,  sin  necesidad 
de  que  los  ofendas  gritándoles  que  estás  más  alto  que 
ellos.  La  verdadera  superioridad  es  como  la  luz:  se  difunde 
e  impone  por  sí  misma.  Solamente  la  falsa  superioridad, 
peligro  de  hombres  y  de  pueblos,  necesita  los  anuncios 
y  pregones  de  los  malos  artículos  industriales  Por  esto 
se  la  teme  y  execra  como  a  los  vicios.  La  jactancia 
engendra  desconfianza.  La  modestia  demuestra  la  verdadera 
grandeza». 

162.  La  crueldad. 

Juan,  siéntate  y  escucha.  Te  he  visto  hoy  jugando 
con  un  ratón  atado  de  la  pata,  y  quiero  hablarte  de  la 
crueldad.  ¿Sabes  tú  que  los  animales  sufren  más  o  menos 
como    nosotros?...    ¿Te   gustaría   que   un  gigantazo,  cinco 


414  CUADROS    Y    FASES    DE    LA    VIDA     ARGENTINA 

veces  mayor  que  tú,  te  atara  del  pie  y  jugase  contigo^ 
hasta  dejarte  por  muerto?... 

Si  carecieras  de  buenos  sentimientos,  me  replicarías 
que,  no  existiendo  gigantes,  puedes  siempre  darte  el  gusto 
de  martirizar  a  los  animales,  sin  temor  de  que  a  ti  se  te 
martirice...  Lo  reconozco;  pero,  ya  que  mi  razón  de  orden 
sentimental  no  te  convence,  puedo  aducir  otra  de  orden 
intelectual,  y  mucho  más  importante.  Escucha... 

Al  atormentar  a  un  animal,  te  acostumbras  a  la  crueldad. 
Acostumbrado  a  ella,  podrás  emplearla  más  tarde  con  los 
mismos  hombres;  castigarás  severamente  a  los  niños,  a  los 
débiles,  a  los  subordinados,  a  los  malos...  Pues  bien,  na 
sólo  es  probable  que  en  nada  beneficies  a  quienes  así 
castigues,  sino  que  además  te  expondrás  a  sus  iras  y 
represalias.  Siendo  ahora  cruel  con  los  animales,  propende- 
rás a  serlo  más  tarde  también  con  los  hombres,  y  entonv:es, 
a  su  vez,  los  hombres  han  de  ser  crueles  contigo. 

¿Me  escuchas?  ¿Comprendes  que  te  aconsejo  la  bondad 
para  con  los -animales,  no  tanto  quizá  en  interés  de 
éstos,  cuanto  en  tu  propio  interés?...  Hoy  fué  tu  víctima 
un  inofensivo  ratoncillo;  mañana  lo  serás  tú  mismo.  Sé 
bueno  con  los  demás,  para  que  los  demás  sean  buenos 
contigo. 

Como  eres,  Juan,  un  chico  razonador,  preveo  tus 
objeciones.  Me  dirás,  en  primer  lugar,  que  puedes  tratar 
de  un  modo  a  los  animales  y  de  otro  a  tus  prójimos. 
También  se  te  ocurrirá  decirme  que  no  '^ienune  es  de 
temer  el  desquite...  ¿Qué  te  contestaré  yo?  Ante  todo,  que 
tengo  más  experiencia  que  tú  de  ¡a  vida  y  del  corazón 
humano.  M>ientras  seas  niño,  "debes  confiarte  a  la  experien- 
cia de  tus  padres  y  maestros;  harto  sabes  lo  que  te  quieren... 
¿Por  qué  no  habían  de  aconsejarte  según  tu  conveniencia 
y  para  tu  felicidad?... 

Escucha,  Juan.  La  crueldad  para  con  los  animales, 
defecto  de  que  quiero  corregirte,  es  nociva,  no  sólo  ai 
individuo,   sino   también   a    la   colectividad   social   A    ti    te 


LA    CONCIENCIA  415 

gusta,  por  ejemplo,  matar  avecillas  que  alegran  la  vista 
con  su  bello  plumaje  y  deleitan  el  oído  con  su  canto.  Si 
todos  los  hombres  pensaran  como  tú,  pronto  se  extingui- 
rían esas  especies ;  perderíamos  una  fuente  de  goces  puros 
y  sencillos.  Conviene,  pues,  a  todos  enseñar  a  cada  uno 
que  las  respete.  Son  patrimonio  común  de  los  hombres,  y 
especialmente  de  los  que,  por  su  pobreza,  no  pueden 
procurarse  otro  placeres.  Si  amas  a  tu  prójimo,  ama  por 
él  las  aves  hermosas  y  canoras. 

Podrías  argüir  que  hay  especies  de  animales  inútiles 
y  dañinos...  No  me  opongo,  Juan,  a  que  ejercites  en  su 
contra  tu  destreza  de  cazador ;  pero  sí  a  que  hagas  sufrir 
innecesariamente  a  ningún  animal,  por  antipático  que  sea. 
Atormentar  a  una  víbora  porque  tiene  veneno,  es  simple- 
mente una  tontería.  ¿Cabe  imputarle  la  culpa  de  ser  como 
es?  Además,  piensa  que  sus  colmillos  constituyen  para  ella 
un  arma  indispensable  en  la  lucha  por  la  vida. . .  Mátala  si 
la  encuentras,  mas  no  para  castigarla,  sino  para  suprimirla. 
Aunque  la  necesidad  determina  crueldades  inevitables,  nunca 
o  muy  rara  vez  justifica  un  refinamiento  de  crueldad. 

Cuando  seas  hombre,  Juan,  si  te  aficionas  a-  la  caza 
y  a  la  pesca,  podrás  también  procurarte  presas  útiles  por 
su  carne  o  por  su  piel.  Para  ello  te  bastará  tomarlas  en 
su  sazón  y  oportunidad,  de  la  manera  menos  dura.  En- 
tonces no  tratarás  de  exterminarlas  a  tontas  y  a  locas, 
porque  estará  en  tu  interés  el  respetar  en  su  estación 
las  pequeñas  crías,  para  que  luego  abunden  las  buenas 
piezas.  Una  cosa  es  el  placer  de  la  crueldad,  y  otra  el 
placer  de  procurarnos  provechosos  recreos  y  de  ejercitar 
nuestras  fuerzas. 

Aun  más  debo  decirte,  Juan.  El  placer  de  la  crueldad 
es  una  verdadera  anomalía,  es  una  aberración  del  senti- 
miento. Un  animal  sano  mata  por  necesidad,  para  alimen- 
tarse y  defenderse,  pero  no  con  especial  fruición,  no  por 
vicio.  Igualmente,  sólo  un  hombre  débil  y  enfermo  goza  en 
la  contemplación  de!  dolor  ajeno.  Podrás  comprobar  esto 


416  CUADROS    Y    FASFS    DE    LA    VIDA    ARGENTINA 

Último  cuando  hayas  crecido  y  conozcas  mejor  a  tus  se- 
mejantes. 

La  pasión  por  los  espectáculos  de  sangre  fué  siem- 
pre, en  la  vida  de  los  pueblos,  síntoma  de  afeminamiento 
y  de  decadencia.  Los  romanos  de  la  república,  edad  heroi- 
ca, no  deliraron  por  el  circo,  como  el  pueblo  corrompido 
del  Bajo  Imperio. 

Aunque  en  nuestros  días  se  ha  prohibido  en  todas 
las  naciones  civilizadas  la  lucha  mortal  de  los  antiguos 
gladiadores,  consérvanse  a  veces  algunos  espectáculos 
sangrientos,  como  las  riñas  de  gallos  y  las  corridas  de 
toros.  Sin  duda,  tales  espectáculos,  sobre  todo  el  último, 
tienen  cierto  interés  y  hasta  plástica  belleza,  si  bien  no  en 
tan  alto  grado  como  los  antiguos  combates  del  circo.  En 
cambio  de  este  pequeño  mérito,  ¡cuan  funestos  resultan  por 
su  negativa  educación  social!  La  fascinación  de  la  lucha 
domina  al  público,  las  pasiones  atávicas  se  desbordan 
en  torrente,  la  energía  nerviosa  se  desgasta,  el  ánimo 
se  deprime,  ¡la  humanidad  se  degrada!  Y  aquella  turba 
frenética,  que  llena  la  plaza  con  sus  gritos,  sus  exclama- 
ciones, sus  denuestos,  sus  aplausos,  tiene  tan  horrible 
poder  de  contagio  y  de  asimilación,  que  anula  las  per- 
sonalidades y  rebaja  a  su  nivel  a  los  hombres  más  nobles 
y, cultos;  es  como  una  fiera  apocalíptica  que  debilita  los 
cuerpos  y  devora  las  almas. 

Hay  quien  dice  que  semejantes  espectáculos  templan 
el  carácter  y  estimulan  el  valor.  ¿El  carácter  y  el  valor  de 
quiénes?  ¿Acaso  del  público?...  Lejos  de  ello,  obsérvase 
que  éste  sale  del  circo  enfermizamente  excitado.  La  bárbara 
emoción  tiende  a  deprimir  su  temple;  hace  haraganes  a 
los  activos,  tristes  a  los  alegres,  brutales  a  los  tranquilos,  y, 
aun  diré  que,  a  todos,  hombres  decadentes  y  violentos.  Si 
esas  luchas,  generalmente  tan  innobles,  dan  carácter  y 
valor,  no  será  a  la  muchedumbre,  no,  antes  bien  a  los 
toreros,  a  los  toros,  a  los  gallos  de  riña.  Parece  que 
infunde   a  éstos  los  bríos  que  toma  de  aquélla,   como  si 


LA    CONCIENCIA  417 

se  transvasara  su  sangre  en  los  luchadores;  el  pueblo, 
aunque  nervioso  y  excitado,  queda  abatido,  anémico,  ex- 
hausto. El  espectáculo  sanguinario  viene  a  ser  como  un 
veneno  lento  y  seguro,  comparable  con  el  alcohol  y  la 
morfina,  esto  es,  con   los  llamados    <  paraísos  artificiales  >. 

Tal  vez  me  digas,  Juan,  que  a  veces  la  crueldad  es 
necesaria  para  con  el  hombre  mismo;  se  castiga  a  los 
criminales,  se  mata  al  enemigo  en  la  guerra. . .  Desde  lue- 
go; castígase  para  atemorizar,  para  ejemplarizar,  para  es- 
carmentar, y  esto  constituye  una  necesidad  durísima.  Máta- 
se, por  otra  necesidad  no  menos  dura,  en  defensa  de  la 
patria.  Pero,  ¿acaso  se  complace  el  hombre  de  bien,  sano 
de  cuerpo  y  de  alma,  en  el  suírmiiento  del  criminal  o  del 
enemigo? . . . 

Sé  fuerte,  Juan,  sé  enérgico,  sé  valiente,  ejercita  tus 
músculos,  desarrolla  tus  bíceps;  con  todo  esto  contribuirás 
a  procurarte  la  dicha.  Mas  no  oivides  que  el  placer  de  la 
crueldad  sólo  podrá  labrar  tu  desgracia.  Tanto  más  capaz 
es  el  hombre,  cuanto  más  generoso,  y,  tanto  más  débil, 
cuanto  más  cruel. 

l63.  La  beneficencia. 

La  señorita  Lía,  maestra  del  quinto  grado,  hacía  leer 
a  sus  discípulos.  Tocóle  el  turno  a  Jorge  Pondal,  y  el 
niño  no  tenía  su  libro  de  lectura.  ¿Lo  has  olvidado  en 
tu  casa?,  le  preguntó  la  maestra.  —  No,  señorita... — ¿Lo 
has  perdido?  — No,  señorita...  —  ¿Lo  has  roto?  — No,  se- 
ñorita...—  ¿Qué  has  hecho  de  él,  pues?».  Encarnado  como 
una  cereza,  el  niño  respondió :  «  Cuando  venía  a  la  escuela 
encontré  en  la  calle  a  un  chico  muy  pobre,  que  me  pidió 
una  limosna. . .  Dióme  lástima,  y,  como  no  llevaba  dinero,  le 
regalé  el  libro. . .  Sonrióse  bondadosamente  la  señorita  Lía, 
y  dijo  a  Jor^ito:  «Tus  sentimientos  te  honran;  te  felicito 
por  tu  acto  de  generosidad.  Puesto  que  los  pobres  sufren 
como  nosotros,  nosotros  debemos  ayudarlos  en  cuanto  po- 
damos. La  caridad,  beneficencia  o  filantropía,  como  quiera 


418  CUADROS    Y    FASES    DE    LA    VIDA     ARGENTINA 

que  se  llame  al  amor  al  prójimo,  especialmente  en  su 
desgracia,  es  una  virtud  social. 

Hizo  la  señorita  una  pausa,  y  añadió:  «¿Sabes,  Jor- 
gito,  si  el  chico  a  quien  diste  el  libro  sabía  leer?  — 
Probablemente  no  sabía,  señorita,  porque  miró  el  libro  del 
lado  del  revés,  con  las  letras  patas  arriba. . .  —  ¿  Crees  que 
podrá  aprender  a  leer  en  ese  libro  tan  adelantado  ya? 
¿No  le  hubiera  sido  más  útil,  en  todo  caso,  una  cartilla?. . . 
—  Seguramente. . .  —  Y  más  útil  aún,  ¿  no  hubiera  sido  man- 
darle a  la  escuela?  — Claro,  señorita.  —  Pues  bien,  tu  acto 
de  caridad  resulta  acaso  completamente  ineficaz.  ¡Para 
qué  quiere  ese  niño  el  libro  de  lectura!  Cualquier  cosa 
le  sería  de  mayor  provecho:  vestido,  alimento  para  el 
cuerpo,  el  alimento  para  el  espíritu  que  se  da  en  la  es- 
cuela. . .  —  Pero  yo  no  podía  mandarle  a  la  escuela,  seño- 
rita. . .  —  Tú  no ;  otros  pueden  hacerlo  en  vez  de  ti. . .  El 
Estado  y  ciertas  sociedades  públicas  sostienen  asilos-escue- 
las para  los  niños  pobres   . 

Dirigiéndose  luego  la  señorita  Lía  a  toda  la  clase, 
que  había  escuchado  en  silencio  el  diálogo,  dijo  desde  la 
cátedra:  La  caridad  que  practican  los  particulares,  cada 
uno  por  su  lado,  llámase  beneficencia  privada.  La  que 
realizan  el  Estado  y  ciertas  sociedades  en  establecimientos 
abiertos  al  público,  llámase  beneficencia  pública.  La  be- 
neficencia privada,  por  ejercerse  más  o  menos  ocasional 
y  aisladamente,  no  remedia  de  raíz  los  males  de  la  pobre- 
za; apenas  ¡os  aiivia  un  rnumento.  Es  insu;ic¡jnte,  y  a 
menud;>  resulta  mal  encaminada  y  peor  aprovechada.  En 
algi'í^os  casos  es  hasta  perniciosa.  Dar  una  limosna  a  un 
va:::;dbundo  borracho,  por  ejemplo,  será  favorecer  su  vicio. 
Para  ciertos  mendigos,  la  limosna  privada  constituye  un 
'veneno  lento,  que  carcome  su  dignidad  de  hombres  y 
perjudica  su  salud.  Sólo  una  caridad  racional  y  sistemática 
puede  cumplir  sus  altos  fines,  propendiendo  a  mejorar  la 
suerte  de  los  menesterosos. 

<  Como   esta   caridad    racional  y  sistemática,   continuó 


LA    CONCIENCIA  419 

la  señorita  Lía,  requiere  una  organización  y  medios  de  que 
no  pueden  disponer  los  particulares  mejor  dotados,  se 
realiza  sólo  en  la  beneficencia  pública.  Jorgito  Pondal 
quiso  favorecer  a  un  chico  mendigo,  y,  deseoso  de  que 
se  instruyera,  le  regaló  su  hermoso  libro  de  lectura. 
¿Aprenderá  a  leer  el  chico  en  este  libro?  Sabemos  ya 
que  no;  luego,  la  dádiva  de  Jorgito  ha  sido  inútil.  Habría 
que  mandar  al  chico  a  un  asilo-escuela,  y  Jorgito,  con 
toda  su  buena  voluntad,  no  puede  proporcionárselo  por  sí 
mismo.  A  los  chicos  que  mendigan  en  la  vía  pública,  antes 
se  los  daña  que  beneficia  si  se  los  alienta  con  limosnas, 
en  un  sistema  de  vida  que  los  deprime  y  desmoraliza; 
deberíase  alojarlos  en  una  casa  protectora  y  enseñarles 
un  oficio.  Para  cambiar  de  condición,  no  requiere  e! 
ebrio  consuetudinario  unos  centavos,  sino  larga  perma- 
nencia en  un  establecimiento  higiénico,  donde  se  le  cure 
médicamente  de  su  vicio  y  se  le  habitúe  a  trabajar.  La 
beneficencia  sostiene  igualmente  escuelas  para  los  sordo- 
mudos, los  ciegos  y  los  débiles  de  espíritu;  refugios  para 
los  enfermos  crónicos,  los  lisiados,  los  valetudinarios;  en 
fin,  toda  suerte  de  locales  y  establecimientos  cuyos  fines 
estriban  en  la  realización  de  la  filantropía,  de  una  manera 
eficiente  y  social». 

Un  niño  preguntó  entonces  a  la  maestra:  «Señorita 
Lía,  si  la  beneficencia  pública  es  la  verdaderamente  buena, 
¿cómo  pueden  hacer  caridad  los  particulares? — A  esto 
iba,  repuso  la  maestra.  Los  particulares  pueden  colaborar 
en  la  beneficencia  pública  favoreciendo  sus  establecimientos 
con  generosos  donativos,  y  también  aportando  desinteresa- 
damente su  trabajo  personal  a  la  dirección  y  administra- 
ción.—  ¿No  debe,  pues,  darse  limosna?  —  En  ciertos  casos... 
Pero  hay  que  darla  con  tino  y  oportunidad,  y,  especial- 
mente, cada  uno  debe  contribuir  al  desarrollo  de  la  bene- 
ficencia pública.  La  beneficencia  ha  de  ser,  más  que  la 
obra  de  éste  o  de  aquél,  la  obra  de  todos». 


420  CUADROS    Y    FASES   DE    LA    VIDA     ARGENTINA 

l64.  El  ladrón. 

«Alguien  llama  a  la  puerta;  ve,  Marta,  y  abre»,  dice 
a  su  anciana  criada  el  ingeniero  Robio,  fumando  su  larga 
pipa,  de  sobremesa.  «Señor,  contesta  la  criada,  no  olvide 
usted  que  estamos  solos  esta  noche ;  por  esto  he  atrancado 
la  puerta.  Puede  ser  un  ladrón  el  que  llama;  en  los  pueblos 
vecinos  ha  merodeado  en  estos  días  una  gavilla...  —  También 
puede  ser  un  pobre  viajero  perdido  en  esta  noche  de 
perros.  No  se  debe  dejarle  afuera,  expuesto  a  la  lluvia... 
Ve,  Marta,  y  abre  la  puerta ;  si  es  un  ladrón,  ya  le  echa- 
remos... —  Señor,  es  extraño  que  no  ladren  los  perros... — 
Acaso  conozcan  al  viajero.  —  Señor,  tengo  miedo  de  abrir 
la  puerta...  —  Yo  la  abriré». 

Abre  el  ingeniero  Robio  la  puerta  de  su  casa,  y  entra 
un  joven  miserablemente  vestido  y  empapado  por  la  lluvia. 
«Buenas  noches.  ¿Qué  buscas  en  esta  casa?  —  Me  he 
perdido  en  el  campo,  señor,  y  busco  un  techo  para  pasar 
la  noche...  —  ¿Has  cenado?  —  No,  señor...  —  Marta,  sirve 
a  este  mozo  de  cenar  y  dale  de  beber  un  buen  vaso  de 
vino».  La  criada  manifiesta  aparte  a  su  amo,  que  teme 
llevar  al  forastero  a  la  cocina...  «Sírvele  aquí,  en  el 
comedor»,  replica  el  amo. 

Sombrío  y  preocupado,  el  joven  cena  ávidamente.  Cuan- 
do termina,  pide  al  dueño  de  casa  que  le  indique  dónde 
pasará  la  noche.  «Si  no  estás  muy  cansado,  dice  el  inge- 
niero, conversaremos  antes  un  momento;  no  es  saludable 
acostarse  en  seguida  de  comer.  ¿Fumas?...  Marta,  pasa  a 
este  mozo  un  cigarrillo  y  sírvele  una  copita  de  cognac.  — 
¡Oh,  señor!  Usted  hace  demasiado  por  mí,  demasiado... — 
Esta  noche  eres  mi  huésped  y  quiero  obsequiarte  >. 

Cambian  algunas  palabras  el  señor  Robio  y  su  hués- 
ped, y,  de  pronto,  el  joven,  conmovido  por  la  conversa- 
ción y  algo  excitado  por  el  alcohol  y  el  tabaco,  excla- 
ma: «Señor,  soy  indigno  de  sus  bondades...  Yo  venía 
a  robarle.  . .,  tal  vez  a  matarle. . .  »  Y  se  echa   a  sollozar. 


LA    CONCIENCIA  421 

posando  la  frente  en  la  mesa.  El  ingeniero  comprende. 
La  gavillla  de  foragidos  que  merodea  por  los  alrededores 
intenta  aprovechar  aquella  noche  la  ausencia  de  los  peones, 
que  han  ido  a  un  baile  en  el  pueblo  vecino.  Proyéctase 
dar  un  golpe  de  mano  para  robarle  en  su  propia  casa;  el 
perro  guardián  ha  desaparecido  misteriosamente;  el  joven 
es  el  enviado  que  va  a  abrir  la  puerta  a  sus  cómplices,  en 
el  sigilo  de  la  media  noche... 

Acércase  el  ingeniero  a  su  huésped  y  le  palmea  en  el 
hombro.  «¿Por  qué  lloras?.  . .  ¡Todavía  no  me  has  robado, 
supongo,  ni  asesinado!. . .  No  hay  razón  para  tanto  arrepen- 
timiento. . .  Bebe  un  trago  de  cognac  para  reponerte,  y  ha- 
blemos. . .  ¡Vamos,  sé  hombre!  —  ¡Soy  un  miserable  !  —  Yo 
solo  sé  que  eres  desgraciado.  ¿Te  place  mucho  la  compañía 
de  ladrones  y  vagabundos?  -  No  conozco  otra,  señor. . . — 
¿Tienes  padre,  madre,  hermanos?  —  Nunca  los  conocí  ni 
los  tuve.  Abandonado  en  una  escuela-asilo,  huí  de  muy 
niño  y  me  refugié  entre  mala  gente ;  para  vivir  los  sigo  y 
los  sirvo. . .  —Eres  feliz  en  tu  profesión  de  Caco?.  .  .  — 
¡No,  no!  —  Sufres  hambres,  fríos,  soles,  quizás  también  fre- 
cuentes castigos. .  .  —  i  El  trabajo  es  duro !. . .  —  Te  hallas, 
además,  expuesto  a  que  te  prenda  la  policía  y  se  te  en- 
cierre en  una  cárcel.  ¿No  amas  la  libertad?  —  ¡Demasiado, 
señor!  — Pues  si  amas  la  libertad  y  no  te  intimida  el  tra- 
bajo, ¿por  qué  no  te  haces  hombre  de  bien?  — No  lo 
he  podido  hasta  ahora. .  .  — ¡No  lo  has  podido!  Pero,  por 
lo  menos  comprendes  que  es  más  cómodo  ser  honrado 
que  picaro.  —  Lo  comprendo. . .  —  Pues  yo  te  he  de  dar  una 
ocupación.  Seguramente  te  trataremos  aquí  menos  mal  que 
en  tu  gavilla.  Y,  estando  ya  a  mi  servicio,  apróntate  a  pasar 
la  noche  en  vela  conmigo  y  la  criada ;  tendremos  las  luces 
encendidas  y  las  puertas  seguras  para  evitar  una  sorpre- 
sa... Nada  temas;  no  he  de  denunciar  a  tus  compañeros; 
me  bastará  evitarlos. . .  — ¿Cómo  agradecerle  señor?.  . .  ¡Es 
la  primera  vez  de  mi  vida  que  se  me  habla  así!. . .  ¿Cómo 
agradecerle,  señor?  — ¡Haciéndote  hombre  de  bien!». 


422 


CUADROS  Y  FASES  DE  LA  VIDA  ARGENTINA 


l65.    Los  dos  éatos. 

(Fábula 


1.  Dijo  el  gato  casero 
al  gato  libertino: 

—  ¡Tu  vida,  compañero, 
es  un  gran  desatino ! 

2.  Mientras  por  los  tejados 
andas  tú  de  pelea, 

trago  yo  mis  bocados 
junto  a  la  chimenea. 


3.  Y  el  gato  libertino 
dijo  al  gato  casero : 

—  ¡Tan  blando  esta  destino, 
como  eres  tú  -evero ! 

4.  ¿Ignoras,  mentecato, 
que  nui.ca,  ni  por  juego, 
nadie  b'indó  a  este  gato 
un  rincón  junto  al  fuego?... 


5.  No  juzgue  la  indigencia, 
ni  se  jacte  de  fuerte, 
quien  debe  la  sap  encia 
sólo  a  su  buena  suerte. 

l66.  El  honor. 

(Carta  de  un  padre  a  su  hijo). 

Mi  hijo : 

Acabo  de  recibir  tu  cariñosa  carta,  y,  como  me  lo  pi- 
des, sin  demorar  ni  una  liora,  paso  a  contestarla,  «  a  vuel- 
ta de  correo».  He  de  agradecerte,  ante  todo,  que,  en  una 
duda  acerba  de  tu  espíritu,  para  resolver  una  situación  que 
te  parece  delicada,  acudas  a  consultarme.  No  te  ha  detenido 
la  falsa  vergüenza  que  a  tantos  detiene  en  tales  casos, 
encaminándolos  más  bien  hacia  un  amigo  de  confianza. 
El  amigo,  impetuoso  e  impresionable  como  ellos,  no  es 
por  cierto  el  consejero  más  seguro.  Como  el  padre,  difí- 
cilmente lo  será,  pues  carece  de  la  clarividencia  del  amor 
paterno.  Conoce  el  padre  tan  hondamente  a  sus  hijos, 
porque  también  él  ha  sido  joven  y  sus  hijos  se  le  parecen. 
Es,  para  el  hijo,  una  especie  de  -  otro  yo  »  más  experi- 
mentado y  sereno,  j  El  padre  debe  ser  el  verdadero  amigo 
de  confianza. 

Agradecido,  pues,  a  tu  consulta,  trataré  de  darte  since- 


LA    CONCIENCIA 


423 


ramente  mi  opinión.  Pero  tu  carta  es  tan  difusa,  por 
haberla  escrito  tú  en  un  momento  de  excitación  febril» 
que,  francamente,  me  ha  costado  un  esfuerzo  comprender 
lo  que  llamas  tu  «caso».  Para  hablar  con  precisión,  te  lo 
expondré,  tal  cual  lo  entiendo. 

Hace  cosa  de  un  par  de  años  te  contrataste,  como 
empleado,  en  la  casa  comercial  de  Rivara,  Tabel  y  Com- 
pañía, establecida  en  el  Rosario.  Estando  entonces  ausente 
el  señor  Tabel,  te  entendiste  con  el  señor  Rivara.  Como 
eres  activo  y  honesto,  pronto  te  ganaste  su  aprecio  y 
llegaste  a  ser  algo  como  su  brazo  derecho.  Debiendo  a  su 
vez  ausentarse  para  Europa  tu  jefe  el  señor  Rivara,  y  acaso- 
porque  le  inspirasen  cierta  desconfianza  los  demás  empleados 
de  la  casa,  obtuvo  de  ti  la  promesa  de  que  permanecerías 
hasta  su  vuelta  en  el  puesto  de  cajero.  ¿No  es  esto?... 

Días  después  de  partir  el  señor  Rivara,  estaba  de  regreso 
su  socio  el  señor  Tabel,  que  era  el  jefe  con  quien  debías 
entenderte  en  adelante.  Aquí  llegamos  al  nudo  de  la  cues- 
tión... El  señor  Tabel,  que  no  te  conoce  como  el  señor 
Rivara,  no  te  traía  del  mismo  modo.  Le  atribuyes  maneras 
impertinentes,  y  temes  que  desconfíe  de  tu  probidad.  Por 
sus  últimas  requisas  y  observaciones,  te  crees  ofendido  en 
tu  «honor».  Así  dices,  ¿no?  ¡Tu  «honor»! 

El  honor  ofendido,  según  crees,  te  pone  en  la  dura 
necesidad  de  obtener  amplia  satisfacción;  quieres  renunciar 
a  tu  cargo  y  pedírsela  al  señor  Tabel.  Aunque  no  me  lo 
dices,  leo  entre  líneas  que  has  pensado  hasta  en  provocarle 
a  duelo,  puesto  que  eres  un  hombre  de  honor...  Felizmente, 
antes  de  tomar  tal  resolución,  que  sería  irreparable,  me 
consultas. 

Debo  recordarte,  ante  todo,  que  tienes  un  brillante 
porvenir  en  la  casa  de  Rivara,  Tabel  y  Compañía.  Mucho 
te  perjudicaría  el  retirarte  de  allí;  sólo  por  un  motivo  serio, 
si  realmente  el  honor  te  lo  mandara,  yo  te  lo  aconsejaría... 

Pero  sé  me  antoja  que  tu  situación  no  es  tan  crítica 
como  supones,  a  lo  menos  hasta  ahora.  No  constituye  un 


424  CUADROS    Y    FASES   DE    LA    VIDA    ARGENTINA 

caso  de  fuerza  mayor,  y  tu  honra,  por  otra  parte,  te  manda 
que  aguantes  y  te  quedes  en  la  casa  mientras  puedas...  En 
efecto,  ¿no  diste  tu  palabra  al  señor  Rivara  de  permanecer 
en  tu  puesto  durante  su  ausencia?  Si  te  retiras,  sin  un 
motivo  que  lo  justifique,  faltas  a  tu  palabra,  ¡y  cumplirla 
es  el  primer  deber  de  un  hombre  de  honor! 

Eres  un  tanto  quisquilloso  y  altanero.  Siempre  lo  fuiste, 
desde  niño,  y  hasta  pienso  que  has  heredado  esto  en  parte 
de  mí.  Pues  bien,  debes  saber  que  la  quisquillosidad  y 
altanería  no  son  cualidades  esenciales  del  honor;  antes  lo 
serían  de  un  falso  honor.  En  estos  tiempos  democráticos 
ha  perdido  ya  el  honor  su  antiguo  carácter  militar;  es  una 
virtud  crítica  y  más  bien  pacífica.  Muy  contadas  y  excep- 
cionales son  las  circunstancias  en  que  disculpa  el  uso  de 
la  fuerza  y  violencia,  aunque  no  lo  impone. 

En  virtud  de  las  complicaciones  de  la  vida  moderna 
y  de  los  misterios  del  corazón  humano,  el  honor  se  nos 
presenta  ahora,  no  tanto  como  una  impulsión  agresiva, 
cuanto  como  un  motivo  para  resolver  conflictos  de  deberes, 
de  intereses,  de  sentimientos.  Tal  ocurre  en  tu  caso.  Chocan 
ahí,  en  primer  término,  tu  deber  de  hacer  respetar  tu 
dignidad  de  hombre  honrado  por  el  señor  Tabel ;  en 
segundo,  tu  deber  de  cumplir  la  palabra  que  empeñaste 
al  señor  Rivara,  y,  en  tercero,  tu  deber  para  contigo 
mismo,  de  trabajar  y  de  abrirte  camino  en  el  mundo. 
Según  el  primero  de  estos  deberes,  tendrías  que  proceder 
enérgicamente  contra  el  ofensor,  real  o  supuesto;  según 
los  dos  últimos,  tendrías  más  bien  que  tolerarle  en  silencio, 
hasta  la  vuelta  del  señor  Rivara.  Ya  lo  ves;  quizá  tu 
honor  te  manda  que  te  vayas,  quizá  tu  honor  te  manda 
que  te  quedes... 

Conociendo  tu  carácter,  no  me  atrevo  a  aconsejarte  que 
dejes  las  cosas  como  están  y  aguardes,  lo  que  para  otros 
temperamentos  sería  sin  duda  lo  más  acertado.  Pero  tam- 
poco te  aconsejo  que  procedas  a  sangre  y  fuego...  ¡Nada  de 
estol   Procura  tener  una  entrevista  amistosa  con  el  señoi 


LA    CONCIENCIA  425 

Tabel.  Siendo  él  tu  jefe,  habíale  con  deferencia.  No  le  pi« 
das  una  satisfacción,  lo  cual  sería  intempestivo  y  contrapro- 
ducente ;  ruégale  que  te  diga  si  está  descontento  de  tus  ser- 
vicios. Si  él  quiere  que  te  retires,  te  lo  dará  a  entender  así; 
si  quiere  que  permanezcas  en  la  casa,  te  expondrá  sus  condi- 
ciones. En  el  primer  supuesto,  tu  honor  te  manda  retirarte 
a  tiempo,  sin  una  queja  ni  una  reconvención ;  en  el  segundo, 
tu  honor  te  indicará,  sin  que  yo  te  lo  aconseje,  que  acep- 
tes esas  condiciones,  o  bien  que  las  rechaces. 

«¿Qué  es,  pues,  el  honor?»,  me  preguntarás  acaso. 
El  honor,  más  que  una  espada  siempre  dispuesta  a  herir 
al  contrincante,  es  hoy  un  juez  íntimo  para  fallar,  en  caso 
de  duda,  cuál  será  la  conducta  que  merezca  la  aprobación 
de  nuestros  iguales.  De  ahí  que  el  honor  presente  dos  caras: 
una  interna  y  subjetiva,  hija  de  la  conciencia  y  de  la  re- 
flexión propias,  y  otra  externa  y  objetiva,  hija  de  la  con- 
ciencia y  de  la  reflexión  ajenas. 

Como  harto  lo  deseas,  hijo  mío,  cumple  con  lo  que  te 
manda  el  honor;  mas  no  el  falso  honor  del  espadachín,  que 
defiende  a  mandobles  una  conducta  tal  vez  indigna,  sino  el 
verdadero  honor  del  hombre  de  bien,  que  se  impone  con 
una  conducta  siempre  digna.  Esto  es  lo  que  te  aconseja 

Tu  padre. 

l67.   Encuentro  con  un  anticuo  condiscípulo. 

Una  tarde  había  ido  yo  a  comer  a  un  cuartel,  donde 
estaba  alojado  un  batallón,  cuyo  jefe  era  mi  amigo.  A  los 
postres  me  habló  de  un  curioso  recluta  que  la  ola  de  la 
vida  habia  arrojado,  como  un  resto  de  naufragio,  a  las 
filas  de  su  cuerpo.  Pasaba  el  tiempo  leyendo,  y  el  coman- 
dante tuvo  más  de  una  vez  la  idea  de  utilizarle  en  la  ma- 
yoría; pero,  ¡era  tan  vicioso!  En  aquel  momento  pasaba 
por  el  patio,  y  el  jefe  le  hizo  llamar:  al  entrar,  su  marcha 
era  insegura.  Había  bebido.  Apenas  la  luz  dio  en  su  ros- 
tro sentí  mi  sangre  afluir  al  corazón  y  oculté  la  cara  para 


426  CUADROS   Y    FASES    DE    LA    VIDA    ARGENTINA 

evitarle  la  vergüenza  de  reconocerme.  Era  uno  de  mis  an- 
tiguos condiscípulos  más  queridos,  con  el  que  me  había 
ligado  en  el  colegio.  Una  inteligencia  clara  y  rápida,  una 
facilidad  de  palabra  que  nos  asombraba,  un  nombre  glorio- 
so en  nuestra  historia,  buena  figura,  todo  lo  tenía  para 
haber  surgido  en  el  mundo.  Había  salido  del  colegio  antes 
de  terminar  el  curso,  y  durante  diez  años  no  supe  nada 
de  él.  ¡  Cómo  habría  sido  de  áspera  y  sacudida  esa  exis- 
tencia para  haber  caído  tan  bajo  a  los  treinta  años!.. .  Poco 
después  dejó  de  ser  soldado.  Le  encontré,  traté  de  levan- 
tarle, le  conseguí  un  puesto  cualquiera,  que  pronto  aban- 
donó para  perderse  de  nuevo  en  la  sombra;  todo  era  in- 
útil; el  vicio  había  llegado  a  la  médula. 

MiGUEi.  Gané. 

168.  Los  jóvenes  y  los  viejos. 

Un  anciano  llevaba  a  cuestas  un  haz  de  leña.  Rendido 
por  el  cansancio,  sentóse  a  orillas  del  camino.  Pasó  un 
mozo  y  se  comidió  a  ayudarle.  «¿Para  qué  vas  a  trabajar, 
le  preguntó  el  anciano,  si  no  tengo  con  qué  pagarte?» 
Y  el  mozo  repuso:  «Los  jóvenes  debemos  ayudar  a  los 
viejos  para  que,  cuando  seamos  viejos,  nos  ayuden  los 
Jóvenes » . 

l69.  ¡Adelante! 

(Soneto,  de  la  serie  titulada  Siete  sonetos  medicinales). 

Si  te  postran  diez  veces,  te  levantas 
otras  diez,  otras  cien,  otras  quinientas... 
No  han  de  ser  tus  caídas  tan  violentas, 
ni  tampoco,  por  ley,  han  de  ser  tantas. 

Con  el  hambre  genial  con  que  las  plantas 
asimilan  el  humus  avarientas, 
deglutiendo  el  rencor  de  las  afrentas 
se  formaron  los  santos  y  las  santas. 


EL  CAMPO  427 

Obsesión  casi  asnal,  para  ser  fuerte, 
nada  más  necesita  la  criatura, 
y  en  cualquier  infeliz  se  me  figura 

que  se  rompen  las  garras  de  la  suerte... 
¡Todos  los  incurables  tienen  cura, 
cinco  minutos  antes  de  la  muerte! 

Pedro  B.  Palacios  f  Alma  fuerte). 

l7o.  O  enfermo  y  la  Muerte. 

(Glosa  de  una  fábula  antigua) 

En  un  rapto  de  desesperación,  exclamó  un  enfermo: 
«¡Ven,  por  fin,  oh  Muerte!  Apareciósele  ella,  y  le  dijo: 
«Aquí  estoy.  ¿Qué  me  quieres?»  Asustado  y  arrepentido, 
el  enfermo  repuso:  ^<  Discúlpame. . .  Quería  pedirte  un  re- 
medio para  sanar  y  vivir». 


VII.    EL    CAMPO 

l7l.  Del  campo. 

1.  ¡Pradera,  feliz  día!  Del  regio  Buenos  Aires 
quedaron  allá  lejos  el  luego  y  el  hervor; 

hoy  en  tu  verde  triunfo  tendrán  mis  sueños  vida, 
respiraré  tu  aliento,  me  bañaré  en  tu  sol. 

2.  Muy  buenos  días,  huerto.  Saludo  la  frescura 
que  brota  de  las  ramas  de  tu  durazno  en  flor; 
formada  de  rosales,  tu  calle  de  Florida 

mira  pasar  la  Gioria,  la  Banca  y  el  Sport. 

3.  Un  pájaro  poeta  rumia  en  su  buche  versos; 
chismoso  y  petulante,  charlando  va  un  gorrión; 
las  plantas  trepadoras  conversan  de  política, 

las  rosas  y  los  lirios,  del  arte  y  del  amor. 


428  CUADROS    Y    FASES   DE   LA    VIDA     ARGENTINA 

4.  De  noche,  cuando  muestra  su  medio  anillo  de  oro, 
bajo  el  azul  tranquilo,  la  amada  de  Pierrot, 

es  una  fiesta  pálida,  la  que  en  el  huerto  reina; 
toca  en  la  lira  el  aire  su  do-re-mi-fa-sol. 

5.  De  pronto  se  oye  el  eco  del  grito  de  la  Pampa ; 
brilla  como  una  puesta  del  argentino  sol ; 

y  un  espectral  jinete  como  una  sombra  cruza: 
Jobre  su  espalda,  un  poncho;  sobre  su  faz,  dolor. 

6. —  ¿Quién  eres,  solitario  viajero  de  la  noche? 
—  Yo  soy  la  Poesía  que  un  tiempo  aquí  reinó; 
¡yo  soy  el  postrer  gaucho,  que  parte  para  siempre, 
de  nuestra  vieja  patria  llevando  el  corazón ! 

(Abreviado;  Rubén  Dabío. 


l72.  i  Adelante! 

1.  ¡Ea,  muchachos,  es  la  aurora]  ¡arriba! 
Tomad  el  hacha  y  el  martillo  y  vamos; 

si  como  ayer  tenaces  trabajamos, 

el  monte  derribado  caerá. 

Alcemos  con  sus  troncos  nuestras  casas, 

asilo  de  la  enérgica  pobreza; 

donde  creció  el  jaral  y  la  maleza 

la  viña  lujuriante  medrará. 

2.  Que  el  muelle  artesano  la  fortuna 
busque  adulando  a  su  señor  adusto, 

el  torpe  corazón  siempre  con  susto 
de  perder  de  su  afán  el  fruto  vil. 
iVlientras  esparce  el  odio  y  la  cizaña, 
nuestras  robustas  manos  siembren  trigo; 
mientras  ve  en  cada  hombre  un  enenngo, 
amémonos  con  pecho  varonil. 


EL  Campo 


429 


3.  El  vínculo  sagrado  que  nos  une 
se  apretará  con  la  honradez  probada. 
¡Sus,  al  combate',  a  la  conquista  ansiada 
del  trabajo  fecundo  en  la  legión. 
¡Victoria  al  más  intrépido!  Bizarro, 

sus  pensamientos  en  la  patria  fijos, 
ese  llegue  a  tener  hermosos  hijos, 
hombres  libres,  de  limpio  corazón. 

4.  La  gran  Naturaleza  nos  invita 

a  su  festín  suntuoso;  seamos  parcos, 
y  al  repasar  por  sus  triunfales  arcos, 
ia  libertad  nos  guíe  con  su  luz. 
Bajo  su  influjo  bienhechor,  la  dicha, 
la  paz  y  la  abundancia  nos  esperan: 
¡a  los  valientes  que  en  la  lucha  mueran, 
un  recuerdo,  una  palma  y  una  cruz! 

5.  No  desmayéis,  conscriptos  del  progreso; 
rasgue  el  arado  el  seno  de  la  tierra; 

guerra  a  la  incuria,  a  ia  ignorancia  guerra, 
amor  a  Dios,  respeto  por  la  ley. 
Diques  al  mar  pongamos,  freno  al  vicio, 
allanemos  la  rispida  montaña, 
y  sea  nuestro  orgullo  y  noble  hazaña 
en  cada  ciudadano  ver   un  rey. 

6.  Así  avancemos  como  un  haz;  la  rula. 
nos  haga  menos  ardua  el  dulce  canto 
del  poeta;  las  artes  con  su  encanto 
den  a  nuestra  energía  el  galardón. 
Busquemos  la  gran  patria  en  que  los  hombres 
se  reconozcan  prósperos  y  hermanos, 
invitando  a  los  pueblos  soberanos 
a  seguir  de  los  libres  el  pendón. 


430  CUADROS    Y    FASES   DE    LA    VIDA     ARGENTINA 

7.  ¡Y  dulce  será  ver  en  nuestros  lares 
de  la  jornada  al  fin,  todos  reunidos, 
a  los  seres  amables  y  queridos 
que  ennobleció  el  trabajo  y  la  virtud, 
recordando  los  triunfos  del  pasado 
en  las  largas  veladas  del  invierno, 
o  elevando  sus  preces  al  Eterno, 
que  nos  da  la  esperanza  y  la  salud! 

Caülos  Guido  y  Spano-, 


l73.  Consejos  del  viejo   «Viscacha'*, 

(Fragmento  del  poema  gauchesco  La  vuelta  de  Martin  l'ierro). 

1.  El  primer  cuidao  del  hombre 
es  defender  el  pellejo. 

Llévate  de  mi  consejo, 
fíjate  bien  en  lo  que  hablo: 
el  diablo  sabe  por  diablo, 
pero  más  sabe  por  viejo. 

2.  Hacete  amigo  del  juez, 
no  le  des  de  qué  quejarse; 
y  cuando  quiera  enojarse 
vos  te  debes  encoger, 

pues  siempre  es  güeno  tener 
palenque  ande  ir  a  rascarse. 

3.  Nunca  le  ¿leves  la  contra, 
porque  él  manda  la  gavilla. 
Allí  sentao  en  su  silla 
ningún  giiey  le  sale  bravo: 

a  uno  le  da  con  el  clavo, 
a  otro  con   la  contramina. 


i:l  campo 


4.  El  hombre,  hasta  el  más  soberbio, 
con  más  espinas  que  un  tala, 

afLueja  andando  en  la  mala 
y  es  blando  como  manteca. 
Hasta  la  hacienda  baguala 
cai  al  jagüel  en  la  seca. 

5.  No  te  debes  afligir 
aunque  el  mundo  se  desplome. 
Lo  que  más  pr^cisi  el  hombre 
tener,  según  yo  discurro, 

es  la  memoria  del  burro, 
que  nunca  olvida  ande  come. 

6    Deja  que  caliente  el  horno 
el  dueño  del  amasijo. 
Lo  que  es  yo  nunca  me  aflijo 
y  a  todito  me  hago  el  zorro: 
el  cerdo  vi^^  tan  gordo 
y  se  come  hista  los  hijos. 

7.  El  zorro,  que  es  ya  corrido, 
dende  lejos  olfatea. 

No  se  apure  quien  desea 
haceVlo  que  le  aproveche: 
la  vaca  que  más  ramea 
es  la  que  da  mejor  leche. 

8.  El  que  gana  su  comida 
giieno  es  que  en  silencio  coma. 
Ansina  vos,  ni  por  broma, 
querrás  llamar  la  atención: 
nunca  escapa  el  cimarrón 

si  dispara  por  la  loma. 


-^ 


432  CUADROS   Y    FASES   DE    LA    VIDA     ARGENTINA 

9.  Los  que  no  saben  guardar 
son  pobres  aunque  trabajen. 
Nunca  por  más  que  se  atajen 
se  librarán  del  cimbrón: 

al  que  nace  barrigón 
es  al  ñudo  que  lo  fajen. 

10.  Vos  sos  pollo,  y  te  convienen 
toditas  estas  razones. 

Mis  consejos  v  lesiones 

no  eches  nunca  en  el  olvido : 

en  las  riñas  he  aprendido 

a  no  peLiar  sin  puyones. 

("Abreviado I  José  Hernández. 

l74.  Estancias  y  colonias. 

La  mayor  riqueza  de  la  República  Argentina  está  en 
sus  industrias  rurales:  la  ganadería  y  la  agricultura.  La 
ganadería,  cría  y  pastoreo  de  vacas,  caballos  y  ovejas,  se 
explota  en  las  estancias;  la  agricultura,  labranza  de  la 
tierra,  especialmente  para  el  cultivo  de  cereales  —  trigo, 
maíz,  lino,  avena,  cebada,  centeno — ,  se  ejercita  en  las 
« colonias ».  Existen  entre  ambas  industrias  estrechas  rela- 
ciones: la  ganadería  requere  a  menudo  el  forraje  produ- 
cido por  la  agricultura,  y  la  agricultura,  la  tracción  de 
bueyes  y  caballos  producidos  por  la  ganadería.  Por  esto, 
en  las  estancias  se  practica  algo  de  agr'cultura  y  en  las 
colonias  suele  criarse  ganado.  Hay  además  establecimientos 
mixtos,  que  son  al  propio  tiempo  ganaderos  y  agrícolas, 
estancias  y  colonias. 

¿Has  estado  en  alguna  estancia?  Habrás  visto  allí 
animales  vacunos,  caballares  y  ovinos  sueltos  en  el  cam- 
po; habrás  visto  también  otros  en  galpones  y  establos. 
Hay,  pues,  dos  principales  negocios:  el  pastoreo  de  animales 


I-.L     CAMPO  433 

<  ordinarios»  a  campo,  para  que  se  multipliquen,  y  el  cui- 
dado y  selección  de  animales  finos  >\  para  mejorar  las  ra- 
zas. VéndéVise  los  productos  de  ambos  negocios,  los  unos 
por  decenas  y  centenas,  y  los  otros  por  carísimos  ejem- 
plares típicos  y  aislados.  El  primero,  favorecido  por  la  be- 
nignidad del  clima  y  la  fertilidad  del  campo,  es  el  antiguo 
negocio  de  estancia;  el  segundo  es  el  de  los  modernos 
criadores,  el  negocio  poéticamente  Humado  de  la  «  cabana  ». 


Además,  es  negocio  de  estancia  el  que  suele  apellidarse 
de  invernada»;  se  compran  animales  jóvenes  y  flacos  a 
bajo  precio,  se  sueltan  en  buenos  campos  para  que  se  des- 
arrollen y  engorden,  y  luego  se  venden  con  ganancia.  Y  no 
sólo  se  venden  las  reses,  sino  que  asimismo  se  comercia 
con  los  cueros,  la  lana,  las  crines,  en  fin,  con  todo  lo  que 
produce  el  ganado  y  tiene  un  precio  en  los  mercados  del 
mundo.  Los  seguros  beneficios  de  estas  industrias  explican 
y  justifican  el  exorbitante  valjr  de  las  tierras  de  pastoreo 
y  de  labranza  en  la  República  Argentina. 

¿Has  observado  alguna  vez  las  faenas  de  la  estancia? 
Los  adelantos  de  la  técnica  moderna  han  transformado  el  an- 
tiguo sistema  criollo.  Antes,  el  ganado  se  <<  paraba»  en  pleno 
campo,  rodeado  por  peones  de  a  caballo,  esto  es,  formando 
rodeo  »,  y  se  enlazaba,  apartaba  y  sacrificaba  a  mansalva. 


43Í'  CUADROS    Y    FASES    OF,    LA    VIDA    ARGENTINA 

Ahora  existen  cómodos  potreros  cercados,  amplios  corra- 
les, y  se  usa  poco  el  lazo,  que  tanto  estropea  las  reses. 
La  yerra  o  hierra,  el  acto  de  señalar  a  los  anirtiales  caba- 
llares y  vacunos  con  una  marca  de  hierro  candente,  se 
opera  deteniéndolos  en  bretes  o  corrales  angostos,  sin 
pialarlos,  es  decir,  sin  enlazarlos  de  las  patas  y  arrojarlos 
al  suelo.  La  esquila  de  ios  animales  lanares,  esto  es,  ej 
acto  de  esquilarlos,  se  realiza  con  tijeras  mecánicas,  mo- 
vidas por  motores,  que  no  desperdician  lana  ni  tajean 
la  piel.  Menos  rudas  y  groseras,  las  faenas  rurales  son 
también  más  provechosas.  Con  pocos  brazos,  ayudados 
por  ingeniosos  mecanismos,  funcionan  vastos  establecí, 
mientos. 

El  carácter  del  criollo,  tan  amante  de  los  clásicos 
trabajos  de  estancia,  es  poco  inclinado  a  las  pacíficas  fae- 
nas de  la  agricultura.  Como  esta  industria  exige  gran  nú- 
mero de  trabajadores,  se  explota,  más  que  en  las  estancias, 
en  poblaciones  formadas  por  inmigrantes  y  por  sus  hijos 
y  deseen  jientes:  las  colonias.  El  propietario  de  la  tierra 
las  funda;  trayendo  colonos  agricultores.  Les  entrega  la 
tierra,  las  máquinas  y  a  veces  hasta  los  habilita  con  di- 
nero. Ellos  labran,  siembran  y  recogen  la  cosecha,  y  se 
reparten  luego  las  ganancias  con  el  propietario.  Si  el  ne- 
gocio es  proficuo  para  éste,  que  aprovecha  su  capital, 
también  lo  es  para  aquéllos,  pues  hallan,  no  sólo  una  re- 
muneración de  su  trabajo,  sino  también  una  nueva  patria, 
•  y  de  libertad  y  de  gloria !  Con  esfuerzo  y  ahorro,  el  colono 
puede  a  su  vez  llegar  en  algunos  años  a  ser  propietario 
y  legar  a  sus  hijos  un  pedazo  de  la  tierra  que  los  vio 
nacer  y  que  constituye  ahora  su  única  patria. 

La  ganadería  y  la  agricultura  producen,  en  el  bendito 
suelo  de  la  República  Argentina,  un  excedente  enorme  so- 
bre lo  que  necesitan  sus  habitantes  para  el  consumo.  En 
cambio,  existen  muchos  países  que  no  producen  lo  sufi- 
ciente para  alimentar  a  los  suyos.  De  ahí  que  de  la  Re- 
pública   Argentina    se    envíen    a    esos    países    millares    y 


F.l,    CAMI'O 


43r 


436  CUADROS    Y    FASES    DE    LA    VIDA    ARGENTINA 

millares  de  toneladas  de  cereales  y  muchos  millares  y 
millares  de  reses  vacunas  y  ovinas.  El  ganado  se  exporta 
a  veces  en  pie,  o  bien,  más  generalmente,  expórtase  la 
carne  congelada.  En  ciertos  establecimientos  llamados  «fri- 
goríficos» se  compra  el  ganado,  se  matan  las  reses,  se  las 
desuella,  se  las  limpia,  y  todo  se  utiliza  y  separa,  hasta  los 
cuernos  y  las  pezuñas.  Luego,  las  reses,  partidas  en  cuatro 
cuartos,  o  bien  en  dos  grandes  mitades  o  «costillares»,  con 
sus  correspondientes  patas,  pecho  y  muslo,  se  cuelgan  en 
grandes  cámaras  de  temperatura  muy  baja,  para  que  se 
congelen;  así  se  embarca,  se  transporta  y  se  vende  la  carne 
en  los  mercados  de  Europa,  tan  fresca  como  si  el  animal 
acabara  de  matarse. 

Visita  tú  cuando  halles  oportunidad  las  estancias  y 
frigoríficos  y  las  colonias.  En  las  estancias  y  frigoríficos 
aprenderás  la  economía  de  la  industria  moderna,  que  nada 
desperdicia.  En  las  colonias  verás  praderas  interminables 
erizadas  de  espigas,  como  las  lanzas  de  copiosísimo  ejército 
que  ha  de  llevar  el  pan  de  la  vida  a  lejanas  tierras.  Entonces 
te  formarás  una  idea  de  las  inmensas  riquezas  de  tu  patria, 
que  sirven  de  base  a  sus  mucho  mayores  riqueza-  morales, 
cual  una  columna  de  oro  que  sostuviera  a  la  más  bella 
estatua  de  mármol. 

VIII.    LA    CIUDAD 

l75.  La  ciudad. 

Contempla  el  espectáculo  de  una  gran  ciudad,  sea 
Buenos  Aires,  Córdoba,  Bahía  Blanca.  Recorre  sus  calles, 
atestadas  de  gente  que  va  y  viene,  de  carruajes,  de  auto- 
móviles, de  tranvías  eléctricos,  de  trenes  a  flor  de  tierra 
y  quizá  también  en  alto  y  subterráneos.  Es  como  un 
hormiguero  humano,  un  hormic^uero  maravilloso  de  activi- 
dad y  de  industrias.  En  ciertos  momentos  la  muchedumbre 
parece  oleada  que  rueda  por  las  vías  públicas.  Leván- 
tanse    enormes    edificios;    bajo    el    suelo    existe    además 


LA    CIUDAD  437 

Otra  ciudad  de  sótanos  y  de  cimientos.  El  aire  se  halla 
cruzado  por  los  incontables  hilos  del  telégrafo  y  del  telé- 
fono. Las  altas  chimeneas  de  las  fábricas,  como  enormes 
esfuminos,  ponen  sobre  el  azul  del  cielo  sus  trazos  de  ne- 
gro de  humo.  Todo  es  agitación  febril,  trabajo  metódico, 
pensamiento  y  acción,  en  fin,  vida  civilizada... 

Recuerda  que,  hace  relativamente  breve  tiempo,  el  cam- 
po donde  hoy  se  yergue  la  ciudad  era  un  desierto  tal 
vez  inhospitalario.  Recorríanlo  en  todas  direcciones  las 
bestias  silvestres,  y,  si  acaso,  alguna  mísera  tribu  de  sal- 
vajes armados  de  flechas.  La  inteligencia  y  la  voluntad 
del  hombre,  que  no  en  vano  se  apellida  a  sí  mismo  el 
«rey  de  la  creación»,  bastaron  para  transformar  aquí  la 
haz  de  la  tierra,  como  doquiera  que  existan  planicie  y 
clima  templado.  ¡  Cuántos  esfuerzos,  cuántos  dolores,  cuán- 
tos triunfos  se  compendian  en  el  incomparable  espec- 
táculo de  una  ciudad !  Diríase  un  gran  libro  de  piedra  y 
hierro  en  que  se  presenta  una  síntesis  de  la  historia.  No 
posee  sin  duda  la  inarmónica  armonía  de  líneas  y  de  colo- 
res que  ofrece  un  agreste  paisaje  de  la  Naturaleza;  pero 
muestra,  en  cambio,  lo  más  bello  que  la  propia  Naturaleza 
ha  producido,  si  bien  por  modo  indirecto:  la  obra  del 
hombre. 

¡  La  obra  del  hombre !  Para  llegar  al  portentoso  re- 
sultado de  la  cultura  moral  y  material  de  los  modernos 
tiempos,  la  palanca  fué  el  trabajo ;  mas  no  el  trabajo  des- 
ordenado y  oportunista,  no,  antes  bien  la  disciplina  del 
trabajo.  Si  cada  uno  hubiera  procedido  por  sí  solo  y  para 
sí  mismo,  el  hombre  viviría  aiín  de  los  frutos  silvestres. 
Ha  sido  necesario  aprovechar  históricamente  las  fuerzas 
de  todos,  gracias  a  lo  que  se  llama  la  «  división  social  del 
trabajo».  La  Naturaleza  ha  diferenciado  específicamente  a 
los  hombres,  según  su  sexo,  su  edad,  su  estirpe,  su  propia 
individualidad.  Sus  aptitudes  son  distintas.  Unos,  más  in- 
teligentes, sirven  para  las  altas  disciplinas  de  la  poesía, 
las   bellas   artes,   la   ciencia,    o   si   no    para  el  gobierno  y 


438  CUADROS    Y    FASES    DE    LA    VIDA     ARGENTINA 

la  política;  otros,  en  cambio,  sin  poseer  capacidad  espe- 
culativa, tienen  especiales  dotes  para  las  artes  manuales. 
Hay  quienes  inventan  y  fijan  derroteros ;  hay  quienes 
aplican  estos  inventos  y  siguen  estos  derroteros.  La  hu- 
manidad es  como  una  inmensa  pirámide :  en  su  base  está 
el  trabajo  de  los  agricultores  y  obreros ;  en  su  zona  media, 
el  de  los  técnicos  e  industriales;  más  arriba,  el  de  los 
gobernantes  y  hombres  de  Estado;  hacia  la  cúspide,  el 
de  los  hombres  de  ciencia  y  de  pensamiento,  y,  en  la 
cúspide  misma,  los  orandes  filósofos  y  poetas,  es  decir, 
los  genios  que  fijan,  queriéndolo  o  no,  el  criterio  del  Bien 
y  del  Mal.  Cuanto  más  alto  y  difícil  sea  el  trabajo,  tanto 
más  rara  es  la  existencia  del  artífice  correspondiente.  Así, 
en  un  millón  de  hombres,  habrá  nove-cientos  mil  que  sólo 
poseen  aptitudes  de  labradores  y  de  operarios;  noventa 
mil  con  capacitad  de  comerciantes  y  de  industriales ;  nueve 
mil  hombres  de  estudio  y  de  gobierno;  novecientos  inven- 
tores e  innovadores;  noventa  y  tantos  hombres  de  ciencia 
y  de  pensamiento  original,  y  apenas  uno  que  sea  un  ver- 
dadero hombre  de  genio. 

No  se  me  oculta  que  esta  manera  de  considerar  la 
ciudad  del  hombre  irrita  tus  nobles  sentimientos  de  igual- 
dad humana.  ¿Qué  quieres?. . .  La  vida  tiene  sus  desigual- 
dades: unos  seres  nacen  plantas,  otros  animales,  otros 
hombres,  y,  entre  los  hombres,  unos  nacen  con  mejores 
cualidades  que  otros,  así  como  unos  nacen  hembras  y  otros 
machos.  La  historia  demuestra  también  que  la  cultura  no 
es  más  que  el  producto  de  una  larga  y  sistemática  divi- 
sión del  trabajo,  y  que  éste,  por  su  parte,  resulta  de  las 
diferencias  étnicas  e  individuales  de  los  hombres. 

Acaso  pienses  que,  sometidos  todos  los  niños  de 
una  ciudad  ideal  a  una  misma  educación,  lleguen  a  ser 
iguales  en  aptitudes.  Aunque  no  en  absoluto,  la  experien- 
cia se  ha  hecho;  la  experiencia  se  hace  todos  los  días. 
Edúcanse  para  jefes  quienes  sólo  valen  para  soldados, 
y,   para   soldados,    quienes  valen  para  jefes.  El  fracaso  de 


LA    CIUDAD 


.39 


/l4  )  (  UADROS    Y    FASES    DE    LA    VID  \    ARGENTINA 

aquéllos  y  el  encumbramiento  de  éstos  prueba  que  la 
educación,  si  bien  mejora  y  desarrolla  las  capacidades,  o 
aunque  torpemente  las  desconozca  y  deje  de  fomentarlas, 
no  rehace  la  especificidad  del  hombre.  La  humanidad  no 
es  más  que  una  generosa  abstracción ;  más  bien  hay 
pueblos,  o,  mejor  dicho,  sólo  hay  individuos. 

No  quiero  decirte  que  en  la  ciudad  ocupe  cada  uno 
el  puesto  correspondiente  a  sus  verdaderas  aptitudes.  Por 
desdicha,  aun  en  las  democracias  más  perfectas,  impídenlo 
desigualdades  sociales  no  siempre  justas.  Pero  estas  mismas 
desigualdades,  cuando  hay  bienestar  general  y  siquiera  la 
enseñanza  primaria  se  difunde  por  todo  el  pueblo,  repre- 
sentan a  veces  vivo  acicate  para  que  luchen  los  injustamente 
desalojados  y  desalojen  a  los  gue  llamaría  usurpadores  de 
dirección  y  preeminencia.  Constituye  esto  lo  que  tan  gráfi- 
camente se  llama  la  «lucha  por  la  cultura». 

La  ciudad  es,  por  excelencia,  el  campo  de  la  lucha  por 
la  cultura.  ¿Ves  aquel  joven  pálido  y  de  traje  gastado, 
que  marcha  cabizbajo,  con  un  voluminoso  paquete  de 
papeles?  Es  un  auior  pobre  y  todavía  desconocido;  busca 
un  editor  para  que  imprima  su  obra,  literaria  o  científica. 
Si  la  obra  vale,  tarde  o  temprano  ha  de  encontrar  el 
editor  que  la  acepte,  por  el  interés  de  su  casa  comercial. 
Después  del  éxito,  el  joven  saldrá  de  la  penumbra,  y,  de 
miembro  de  una  clase  dirigida,  pasará  a  serlo  de  una 
clase  directora.  Aquel  obrero  de  blusa  que  corre  presuroso 
a  escuchar  una  conferencia  científica,  rumia  un  invento; 
cuando  llegue  a  realizarlo  se  hará  rico.  En  cambio,  ese 
lechuguino  que  ves  pasar  en  un  automóvil,  es  hijo  de 
un  millonario  poderoso.  Como  resulta  incapaz  de  trabajar 
y  aficionado  al  lujo,  los  millones  de  su  padre  irán 
indireciamente  a  parar  al  bolsillo  del  obrero  inventor,  y 
el  joven  publicista  ha  de  substituirle  con  el  tiempo  en 
su  rango  ^social.  Quizá  el  lechuguino  sepa  conservar 
su  patrimonio  y  hasta  simule  capacidad...  ¡No  importa! 
Si  sus  hijos  y  sus  nietos  son  tan  inútiles  como  él,  a  guna 


LA    CIUDAD 


441 


vez,  en  las  futuras  generaciones;  pasarán  su  peculio  y  su 
poder  a  quienes  sean  más  dignos  de  poseerlos.  A  la  larga 
y  en  definitiva,  la  lucha  por  la  cultura  hace  justicia  a  los 
hombres. 

Estudíate.  «Sé  tú  mismo».  Descubre  en  tu  alma  tu 
verdadera  vocación,  como  una  perla  escondida.  Engarza 
luego  esta  perla  en  la  joya  del  trabajo.  Comprendida 
tu  idiosincrasia  y  determinada  tu  especialidad,  sigue  tu 
camino  en  línea  recta;  «breve  es  la  vida  y  largo  el  arte». 
Si  te  demoras  en  el  camino  y  te  sientas  a  descansar 
en  una  piedra,  o  pierdes  un  tiempo  precioso  en  recoger 
las  flores  del  cerco  y  aun  en  desandar  lo  andado,  jamás 
llegarás  a  la  meta.  Piensa  en  un  ideal  más  lejano,  para 
alcanzar  lo  más  próximo.  No  te  apresures  demasiado, 
sobre  todo  al  subir  las  cuestas,  porque  podrías  fatigarte 
antes  de  tiempo.  Marcha,  marcha  siempre  a  paso  igual 
y  a  jornadas  regulares;  el  camino  se  compone  de  muchos 
pasos  y  de  muchas  jornadas.  Ayuda  a  los  que  van 
junto  a  ti;  pero  no  te  detengas,  ni  trates  de  detener  a 
los  demás.  ¡Para  todos  se  abre  la  ruta  y  el  sol  brilla 
para  todos! 

No  te  amilanen  las  dificultades,  ni  te  aturrulle  el  bullicio 
de  la  gran  ciudad.  Si  tropiezas  y  caes,  levántate  y  sigue 
adelante  con  más  cuidado.  Por  duro  que  sea  el  camino, 
la  ciudad  es  generosa  con  los  que  llegan.  Disfruta  de 
antemano,  en  tu  imaginación,  la  probabilidad  del  triunfo; 
ten  fe  en  tu  destino.  Pero  no  envidies  a  aquellos  a 
quienes  la  pródiga  mano  de  la  Naturaleza  ha  dotado 
mejor  que  a  ti;  quizá  sean  menos  dichosos...  La  dicha 
no  consiste  en  pretender  lo  que  no  se  puede,  sino  en 
hacer  lo  que  se  puede. 

Ahí  tienes  la  ciudad,  abierta  ante  ti,  con  su  comercio, 
su  técnica,  su  pensamiento,  sus  bellas  artes.  Ahí  tienes  la 
ciudad,  que  espera  tu  conquista.  Tü  eres  el  bárbaro  que 
viene  del  horizonte  lejano,  para  poseerla  por  el  esfuerzo 
de  tu  voluntad  y  de  tu  inteligencia.   Mas   tu  posesión    no 


442  CUADROS    Y    FASES    DE    LA    VIDA    ARGENTINA 

será  miütar  e  imperiosa,  no  será  total  y  egoísta,  sino, 
simplemente,  el  señorío  del  sitio  que  a  tus  obras  corres- 
ponda. Según  tu  capacidad,  serás  el  honesto  artesano,  en 
su  hogar  sencillo  y  amable;  o  serás  el  activo  industrial, 
lleno  de  planes  y  proyectos  de  lucro  progresista;  o  serás 
el  estudioso,  en  su  laboratorio  o  bufete;  o  bien  el  gober- 
nante, el  conductor  de  pueblos,  el  filósofo,  e!  poeta...  Pero 
fueres  lo  que  fueres,  no  olvides  que  en  la  consideración  de 
tus  semejantes  hallarás  el  mejor  estímulo  de  tu  vida  y  el 
más  sólido  cimiento  de  tu  dicha.  Entra  en  la  ciudad.  ¡La 
ciudad  es  justa ! 

l76.  Historia  de  un  libro. 

Contempla  y  analiza  el  espectáculo  del  trabajo  universal 
que  te  ofrece  una  gran  ciudad.  En  sus  industrias  y  en 
la  producción  de  los  artículos  que  poseen  sus  habitantes, 
han  trabajado  y  trabajan  millones  de  hombres.  El  más 
insignificante  de  estos  artículos  —  un  alfiler,  una  cinta,  una 
hoja  impresa  —  ha  sido  fabricado  por  la  cooperación 
social  de  varias  ramas  de  la  industria.  Primero  se  ha 
extraído  el  hierro  de  las  minas,  para  construir  las  máqui- 
nas; luego  se  han  aplicado  estas  máquinas  a  productos 
minerales,  ganaderos  o  agrícolas...  La  ciencia  y  la  expe- 
riencia seculares  han  ido  perfeccionando  ios  procedimientos, 
pues,  según  se  na  dicho,  «la  humanidad  es  como  un 
hombre  que  aprende  siempre  y  nunca  muere».  Así,  en 
la  producción  de  la  hoja  impresa  ha  intervenido  la  labor 
de  ingenieros,  mineros,  fundidores,  mecánicos,  agricultores, 
ganaderos,  acaso  también  de  artistas  y  escritores,  en  fin, 
toda  la  legión  de  la  humana  actividad...  Con  los  adelantos 
de  la  técnica  moderna,  los  artículos  se  abaratan  y  gene- 
ralizan; pero  también  la  producción  se  complica  más  y 
más.  Necesítanse  grandes  maquinas  movidas  por  el  vapor 
o  la  electricidad,  y  el  trabajo  se  divide  en  interminable 
serie  de  especializaciones  y  momentos.  ¡Todos  trabajan 
para  todos! 


L       C  UD    D  443 

Sería  interesante  conocer  la  historia  de  la  producción 
de  un  objeto  determinado;  sea  el  libro  que  tienes  entre 
las  manos  y  lees  en  este  momento.  Ante  todo,  supone 
un  autor.  El  autor,  después  de  largos  estudios  en  letras 
y  ciencias,  concibe  su  obra ;  piensa  que  puede  consti- 
tuir una  contribución  a  la  literatura  patria.  Toma  notas, 
se  traza  el  plan,  y,  para  dilucidar  sus  dudas,  consulta 
muchos  libros  y  autores,  antiguos  y  modernos.  « No  po- 
demos ver  muy  lejos,  se  ha  dicho,  sin  encaramarnos  en 
los  hombros  de  los  demás».  Larga  y  laboriosa  gestsción 
mental  precede,  pues,  al  acto  de  componer  el  libro.  Para 
escribirlo,  emplea  el  autor  papel,  plumas,  tinta  y  otros 
adminículos  de  escritorio,  los  cuales,  a  su  vez,  represen- 
tan felices  invenciones  y  arduos  trabajos  de  la  industria 
hun^ana 

El  autor  escribe  y  piensa  en  ti,  es  decir,  en  el  lec- 
tor, en  los  lectores.  Desea  que  el  libro  sea  provechoso 
y  agradable;  si  no  lo  fuese,  ¿para  qué  escribirlo?...  El 
placer  de  la  producción  intelectual  se  acidula  un  tanto 
con  la  autocrítica.  .Compuesta  la  obra,  el  autor  debe  juz- 
garla como  si  perteneciera  a  un  extraño,  constituyéndose 
en  severo  juez.  Entonces  se  entrega  a  la  tarea  de  limar- 
la, de  mejorarla,  de  cambiar  cuanto  le  parezca  mal,  de 
corregir  lo  equivocado,  de  agregar  lo  necesario,  de  supri- 
mir lo  superfluo.  Crecido  el  bosque,  entra  hacha  en  mano 
a  podarlo  y  a  abrir  claros  y  caminos. . .  ¡  Hay  también  que 
poner  un  título  al  libro !  El  autor  ha  pensa:io  en  varios, 
pero  ninguno  le  satisface ;  propónese  uno,  y  otro,  y  otro, 
y,  al  fin,  por  eliminación,  desechados  los  demás,  se  queda 
con  el  definitivo. 

Una  vez  corregida,  copiada  y  bautizada  la  obra,  en- 
vuelve el  autor  amorosamente  el  manuscrito.  Producto  de 
su  int:ligenca,  el  libro  es  su  hijo  y  lo  ama  como  un 
padre.  Con  el  paquete  debajo  del  brazo,  va  a  ver  a  un 
ed  tor,  para  qu2  lo  publique,  pues  él  no  e  tá  en  condi- 
ciones  de   hacer    por   -í    mismo   el    negocio  de  impre:-ión 


444  CUADROS    Y    FASES    DE    LA    VIDA    ARGENTINA 

y  dé  librería.  El  editor,  si  el  autor  no  tiene  una  repu- 
tación hecha,  exclama:  <v  ¡Un  libro  más!  ¡Se  imprime  tanto, 
se  lee  tan  poco!  En  fin,  veremos...»  Toma  el  original, 
escucha  al  autor,  le  invita  a  volver  dentro  de  unos  días, 
y,  por  último,  si  la  empresa  le  cuadra,  uno  y  otro  arre- 
glan 'as  condiciones  de  la  publicación.  Puesto  que  todo 
trabajo  debe  ser  remunerado  y  el  autor  no  ha  de  vivir  del 
aire,  se  !e  paga  un  precio  por  la  obra.  Generalmente,  el 
autor,  que  como  busn  padre  adora  a  su  hijo,  sale  descon- 
tento del  precio.  Pero  se  consuela  pronto  pensando  en  el 
renombre  literario,  en  la  gloria  que  !e  ha  de  reportar  el 
libro;  el  gajo  de  laurel  que  adornará  su  frente  compensará 
la  pérdida  de  vil  moneda. 

Concertado  con  el  autor,  el  editor  manda  el  manus- 
crito a  una  imprenta,  y  determina  la  letra  o  tipo,  el  papel, 
el  tamaño  del  libro.  En  la  imprenta,  el  regente  reparte 
entre  los  obreros  tipógrafos  las  cuartillas  del  original.  Cada 
tipógrafo  debe  componer  la  parte  que  se  le  encomienda. 
Tiene  delante  una  gran  caja  de  madera  dividida  en  mu- 
chos cajednes,  donde  están  en  orden  y  separados  los 
tipos  de  imprenta.  Aludiendo  a  esta  disposición  suele 
llamarse  «cajas»  a  la  imprenta,  y  «cajista»,  al  tipógrafo. 
Éste  sabe  muy  bien  dónde  se  halla  cada  letra  o  tipo, 
y  lo  toma  de  su  sitio.  Lee  las  cuartillas  y  las  copia,  colo- 
cando las  letras  de  imprenta,  o  sea,  los  caracteres  de 
plomo  y  antimonio,  uno  junto  a  otro;  forma  palabras  con 
las  letra-,  líneas  con  las  palabras,  párrafos  con  las  líneas, 
y  llena  los  espacios  blancos  entre  las  palabras  y  las  líneas 
con  listones  del  mismo  metal,  llamados  «regleta:».  Cuando 
se  ha  compuesto  una  parte  del  texto,  un  tipógrafo  ata  y 
unta  la  «composición»  con  tinta,  pone  encima  papeles 
en  blanco,  y  estampa  o  saca  «pruebas». 

i  Engorrosa  tarea  la  de  corregir  las  pruebas  de  imprenta! 
En  el  establecimiento  hay  siempre  un  empleado,  el  « co- 
rrector »,  quien  se  encarga  de  revisar  las  que  primero  se 
sacan,    en  columnas   o    «galeradas».    Con   signos  conven- 


LA    CIUDAD  445 

cionales  anota  al  margen  los-  errores  cometidos  en  la 
composición  tipográfica;  debe  tener  una  especial  educa- 
ción de  la  vista,  para  que  nada  se  le  escape,  ni  siquiera 
un  punto  mayor  que  el  del  tipo  o  una  « o  »  puesta  al  re- 
vés. A  fin  de  cerciorarse  en  caso  de  duda,  usa  una  lente  de 
aumento.  Además,  para  cumplir  en  conciencia  su  misión, 
ha  de  saber  gramática.  No  sólo  corrige  las  erratas,  sino 
alguna  vez  también  el  texto  del  autor,  cuando  éste  se  ha 
descuidado  en  el  uso  de  cierta  palabrilla  o  en  la  construc- 
ción de  algún  párrafo .  .  . 

Subsanados  los  errores  advertidos  por  el  corrector,  en- 
víanse  al  autor  las  pruebas  « de  segunda »,  todavía  en 
galeradas  una  vez,  y  luego,  por  fin,  en  páginas.  El  autor 
corrige  las  erratas  que  al  corrector  se  le  hayan  escapado, 
y,  en  ocasiones,  también  términos  de  su  propio-  texto. 
Este  procedimiento  es  impropio ;  debía  haberse  corregido 
definitivamente  la  obra  antes  de  mandarla  a  la  imprenta. 
Pero  un  verdadero  autor  sabe  que  siempre  puede  mejorar 
el  estilo;  rehace  cien  veces  su  trabajo,  y  después,  si  hay 
tiempo,  piensa  que  aun  puede  rehacerlo  nuevamente... 
Recordando  que  la  perfección  es  imposible  para  el  hom- 
bre, la  autocrítica  debe  ponerse  un  freno  en  la  corrección 
de  pruebas  de  imprenta,  so  pena  de  no  concluir  jímás.  Y 
es  de  notar  que,  a  pesar  de  las  prolijas  revisiones  del  co- 
rrector y  del  autor  ha  de  desh'zarse  siempre  alguna  pequeña 
errata,  fácilmente  enmendable  en  la  lectuia;  no  se  ha  dado 
hasta  ahora  el  caso  de  un  libro  extenso  que,  tipográfica- 
mente, carezca  de  algún  lunarcillo. 

Una  vez  corregidas  y  compaginadas  las  pruebss,  con 
el  «  visto  bueno  »  del  autor  y  el  del  regente,  se  colocan  y 
ajustan  en  la  máquina  de  imprimir.  Es  una  máquina  com- 
plicada. En  un  plano  de  madeía  se  pofie  la  pila  de  pa- 
peles extendidos.  Sobre  un  lado  de  cada  uno  de  ellos,  la 
máquina,  con  movimientos  oportunos,  producidos  por  la 
fuerza  del  vapor  o  de  la  electricidad,  estampa  las  páginas  de 
caracteres  tipográficos.  Cuando  toda  la  pila  de  papeles  ha 


446  CUADROS    Y    FASES    DE    LA    VIDA    ARGENTINA 

sido  impresa  por  una  de  esas  caras,  ármanse  a  su  vez  en 
la  máquina  las  páginas  correspondientes  a  la  otra  cara,  y 
del  mismo  modo  se  estampan.  Impresa  así  la  hoja  de 
papel  por  ambos  lados,  se  dobla  por  la  mitad,  y  una,  dos, 
tres  o  cuatro  veces  más,  y  se  forma  un  pliego  de  cuatro, 
ocho,  diez  y  seis  o  treinta  y  dos  páginas,  siendo  el  ta- 
maño más  común  el  de  diez  \'  seis.  Terminada  la  impre- 
sión y  doblados  todos  los  pliegos  de  la  obra,  se  reúnen 
por  su  orden  en  mazos  que  constituyen  volúmenes  o  ejem- 
plares; y  se  cosen  y  encuadernan,  o  bien  en  papel,  es 
decir,  «  a  la  rústica  »,  o  bien  en  tela  o  pasta.  Los  cientos 
o  millares  de  libros  están  ya  fabricados,  y  el  editor  los 
manda  a  las  librerías  para  ser  puestos  en  venta.  Allí,  en 
una  de  estas  librerías,  has  comprado  el  que  tienes  entre  las 
manos  y  lees  en  este  momento.  Tai  es  su  historia. 

l77.  Una  visita  al  Jardín  2oolóéico. 

(Del  di.ario  de  un  niño). 

El  señor  Vila,  maestro  de  nuestra  clase,  nos  prome- 
tió el  otro  día  llevarnos  hoy  al  Jardín  Zoológico.  Fuimos 
a  la  escuela  arreglados  ya  para  salir  a  paseo,  y  al  Jardín 
Zoológico  nos  llevó  el  señor  Vila,  Cumple  él  cuanto  pro- 
mete, sean  paseos  o  pescozones. . . 

Brillaba  un  claro  sol  de  invierno.  Abandonamos  tan 
contentos  el  aula,  que  nos  atropellábamos  gritando  y 
tirábamos  al  aire  las  gorras.  Para  contener  el  alboroto, 
díjonos  el  señor  Vila:  «¡Tened  juicio  o  nos  volvemos  a 
clase!» 

¡  Santo  remedio !  Todos  nos  quedamos  como  en  misa, 
salimos  a  la  calle  de  dos  en  dos  y  tomamos  el  tranvía. 
Éramos  tantos  quj,  por  no  encontrar  asiento,  algunos  fue- 
ron de  pie  en  la  plataforma.  Yo,  que  me  senté  de  los 
primeros,  me  arrepentí  después.  Julito  Blázquez  iba  de 
pie,  haciendo  de  las  suyas  a  espaldas  del  señor  Vila  ¡Có- 
mo debían  divertirse  los  que  estaban  en  la  plataforma  coa 
Julito  Blázquez ! 


I  A    CIUDAD  H^, 

Llegamos  en  un  abrir  y  cerrar  de  ojos,  y  bajamos 
del  tranvía.  Varios  exclamaron,  al  entrar  en  el  Jardín 
Zoológico:  «¡Vamos  a  ver  los  leones!  ¡Vamos  a  ver  los 
leones!»  Pero  el  señor  Vila  no  lo  permitió  diciendo: 
"Veremos  primero  los  demás  animales;  lo  mejor  lo  de- 
jamos para  postre    . 

Marianito  Piera  murmuró,  sin  que  le  oyera  el  señor 
Vila:  «Cualquiera  creería  que  los  leones  son  de  azúcar...» 
Marianito  Piera  está  siempre  rezongando;  pero  nadie  le 
hace  caso  sino  para  burlarse  de  él. . .  Es  enteramente  un 
perrito  gruñón. 

Primero  nos  detuvimos  ante  la  jaula  de  los  monitos- 
Hacíamosles  morisquetas  y  los  amenazábamos  por  broma 
con  la  mano,  y  ellos  se  burlaban  de  nosotros  imitando 
nuestras  amenazas  y  morisquetas.  ¡Qué  monos  son  los 
monitos  I  ¡Parecen  de  juguete,  con  cuerda!  Si  tuvieran 
cuerda,  ¿quién  daría  cuerda  a  los  monitos?... 

Jorge  Pondal  quiso  obsequiarlos  con  unos  caramelos 
que  llevaba  en  los  bolsillos.  El  señor  X'^ila  le  mostró  en- 
tonces un  letrero  en  que  decía:  «Está  prohibido  arrojar 
alimento  a  los  animales».  «¿Por  qué  está  prohibido.,  pre- 
guntó Jorge.  ¿Qué  más  quiere  el  gobierno  que  ahorrarse 
el  alimento  de  los  animales? —  Está  prohibido,  declaró 
el  señor  Vila,  porque  hay  hombres  tontos  y  perversos  que 
les  arrojan  veneno.  —  Debían  poner  en  penitencia  a  se- 
mejantes hombres »,  opinó  Juanito,  un  chico  a  quien  lla- 
mamos Juanito  Melón,  porque  tiene  una  cabeza  en  forma 
de  melón,  y  creo  que  con  cascos  y  todo.  ¡Tal  vez  haya 
dentro  hasta  semillas!...  Nos  reímos  mucho  de  Juanito. 
¡Poner  en  penitencia  a  unos  hombres  grandes!... 

« Debían  ponerlos  presos,  corrigió  el  hermano  mayor 
de  Juanito.  —  ¡Y  cobrarles  una  multa,  y  pegarles  una  pa- 
liza, y  hacerles  comer  el  veneno  que  tiran  a  los  pobres 
animales!,  agregó  otro  niño,  creo  que  Yniatovich,  el  de  pelo 
rojo.  —  No  tanto,  dijo  sonriendo  el  señor  Vila.  En  todo  caso, 
bastaría  imponerles  la  pena  de   una   multa.    Y    mejor  que 


448  CUADROS    Y    F.>SES    DE    LA    VIDA    ARGENTINA 

la  multa  sería  que  alguien  les  enseñara  que  los  animales 
sufren,  que  son  buenos  y  que  son  útiles ».  El  picaro  in- 
soportable de  Julio  Biázquez  se  atrevió  a  decir:  No 
todos  tienen  la  suerte  de  tener  tan  buenos  maestros  como 
nosotros  para  que  les  enseñen  esas  cosas. . .  ¿No  es 
verdad,  señor  Vila?  >  El  señor  Vila  no  contestó,  y  se- 
guimos nuestro  camino. 

Ante  la  casa  de  las  jirafas,  que  parecen  hijas  de  un 
camello  y  de  una  pantera,  preguntamos  al  señor  Vila: 
«¿Por  qué  tienen  tan  largo  el  cuello  las  jirafas?  —  Porque 
se  alimentan  del  follaje  de  los  árboles »,  nos  contestó  el 
señor  Vila.  Julito  objetó:  «¿Y  no  se  podría  decir  al  re- 
vés, que  las  jirafas  se  alimentan  del  follaje  de  los  árboles 
porque  tienen  el  cuello  largo?  — Es  lo  mismo,  apunté  yo. 
—  No  es  lo  mismo,  dijo  el  señor  Vila.  Precisamente  esas 
dos  opiniones  dividen  todavía  a  los  naturalistas  en  dos 
bandos. . .  Pero  la  cuestión  me  parece  demasiado  difícil  para 
que  vosotros  la  comprendáis.  —  Muy  tonto  es  eso  de  dis- 
cutir si  las  jirafas  tienen  el  cuello  largo  porque  comen 
hojas  de  árbol,  añadí  yo,  fijo  en  mi  idea,  o  comen  hojas  de 
árbol  porque  tienen  largo  el  cuello. . .  —  No  es  muy  tonto^ 
aseguró  el  señor  Vila.  Y  los  niños  no  deben,  así  como 
así,  juzgar  acciones  o  ideas  de  los  mayores  y  resolver  sin 
conocimientos  los  grandes  problemas  de  la  ciencia  ». 

Siempre  inocente  y'  expansivo.  Garlitos  Repen  excla- 
mó: «¡Qué  lindo  sería  tener  el  cuello  tan  largo  como  las 
jirafas !  — ¿ Para  comer  las  hojas  de  los  árboles?,  le  pre- 
guntó Julito.  Tú  no  lo  necesitas...  Para  pastar,  te  basta 
con  echarte  de  barriga.  —  ¡  Cuidado,  cuidado  con  las  bro- 
mas! Podéis  divertiros  como  buenos  camaradas;  pero  no 
debéis  ofenderos»,  declaró  el  señor  Vila,  y,  aunque  puso 
una  cara  seria,  reía  por  dentro.  Muchas  veces  quiere 
echárselas  de  malo  el  señor  Vila  y  se  ríe  por  dentro. 
Yo  sé,  y  todos  sabemos  desde  luego,  cuando  tiene  ganas 
de  reír  y  lo  disimula.  ¡Debemos  divertirle  y  cansarle 
tanto   con    nuestras   cosas!...    ¡Qué   penoso   oficio  el  de 


LA    CIUDAD  44'» 

maestro  de  escuela!...  ¡Pobre  señor  Vila!  De  puro  bueno, 
a  veces  parece  tonto.. 

Como  nos  lo  mandara,  continuamos  nuestra  jira.  Vimos 
dos  hipopótamos,  que  semejaban  dos  islas  flotantes.  Había 
un  zorro  igualito  a  José,  el  portero  de  la  escuela.  Un 
elefante,  tan  alto  como  una  montaña,  sacudía  siempre  la 
trompa,  espantando  a  las  moscas,  como  si  dijera  que  no, 
que  no,  que  no.  Un  rinoceronte  nos  amenazó  con  el  cuerno 
de  su  nariz,  porque  a  hurtadillas  le  tiramos  piedrecitas, 
para  ver  lo  que  hacía.  También  vimos  águilas,  cuervos, 
lobos,  víboras,  osos  blancos,  osos  pardos,  osos  negros, 
¡de  cuanto  Dios  crió! 

Frente  al  lago  de  los  lobos  marinos,  Juanito  exclamó, 
como  un  sabio:  «Debería  haber  también  sirenas  en  este 
Jardín  Zoológico.  Las  sirenas,  ios  dragones  y  los  unicor- 
nios son  seres  fantásticos,  repuso  el  señor  Vila.  No  existen 
ni  han  existido  jamás». 

Cuando  siguió  adelante  el  señor  Vila,  insistió  Juanito : 
«Existen;  las  sirenas  existen.  Las  he  visto  en  los  libros 
que  hay  en  casa.  —  Los  libros  dicen  a  veces  mentiras,  le 
hice  notar.  —  Sí,  ¡pero  no  los  que  hay  en  casa!  Además, 
papá  las  ha  visto  en  Europa  »... 

Para  demostrar  nuestra  incredulidad,  Julito  Blázquez 
se  puso  a  hacer  con  la  boca  un  ruido  de  sacar  corchos  y 
yo  silbaba  «bicho  feo  ...  Incomodándose,  Juanito  contini;ó, 
sin  saber  lo  que  decía,  de  rabioso  que  estaba:  «¡Sí,  señor!... 
En  Europa  hay  sirenas.  Las  hay  en  todos  los  buenos  jar- 
dines zoológicos,  y  en  los  mares,  y  en  los  ríos,  y  hasta 
en  las  calles,  para  que  sepan  ustedes,  ¡hasta  en  las  calles, 
cuando  llueve  y  corre  el  agua!...  Aquí  debería  haberlas  en 
una  jaula  con  rejas  de  hierro,  para  que  no  se  metan  con 
la  gente...  —  rí Sabes  lo  que  debería  más  bien  haber  aquí?», 
dije  a  Juanito.  El,  con  curiosidad  y  desconfianza,  me  pre- 
guntó: «¿Qué?  —  Pues  lo  que  debería  haber  aquí,  encerrado 
en  una  jaula  con  rejas  de  hierro,  para  que  no  se  meta  con 
la  gente,  es  un  Juanito  Melón,  ¡y  atado  de  una  pata,  para 


45j  cuadros  y  fases  de  la  vida   argentina 

que  no  se  escape!»  Tiróme  Juanito  un  puntapié  como 
para  partirme  en  dos.  Yo  corrí  a  tiempo  y  me  refugié 
junto  al  señor  Vila.  Allí  esperé  que  se  le  pasara  la 
rabieta,  porque,  a  pesar  de  todo,  es  un  buen  amigo  y  nos 
queremos  mucho... 

Mientras  mirábamos  una  tortuga  viejísima,  Mangólo 
Rey,  un  gordinflón  que  pesa  muchos  kilos  (aunque  no 
327  y  11  gramos,  como  asegura  Juiito  Blázquez),  se 
compró  una  torta  del  tamaño  de  un  queso.  El  señor  Vila 
nos  había  prohibido  que  compra'semos  nada  a  los  vende- 
dores ambulantes,  porque  sus  golosinas  son  de  dudosa 
limpieza.  Se  enojó,  pues,  cuando  vio  a  Mangólo  con  la 
boca  llena,  mordiendo  la  torta,  y  le  mandó  que  'a  tirase. 
Mangólo  la  tiró;  pero,  en  cuanto  el  maestro  le  dio  la 
espalda,  la  recogió  y  la  limpió  con  la  mano...  i  Eso  sí  que 
se  llama  gula!   j  Uf,  qué  asco! 

Para  disimular,  Mangólo  se  paró  en  e!  borde  del 
lago,  haciendo  como  que  arroiaba  miguitas  a  los  cisnes- 
Sin  embargo,  nada  arrojaba  realmente  a  los  cisnes;  él  se 
lo  comía  todo.  El  señor  Vila,  que  io  vio  desde  lejos,  le 
gritó  que  fuera  a  su  lado,  porque  podía  caerse  al  agua. 
Mangólo,  haciéndose  el  sordo,  se  zampó  un  bocado  tan 
grande,  tan  grande,  que  perdió  pie,  y,  ¡  patapiüm !...,  ¡castigo 
de  Dios!...,  ¡se  !ué  de  narices  al  agua!...  Los  cisnes 
huyeron  despavoridos.  Él  no  se  ahogó,  porqut  flotaba 
como  una  pelota  de  football.  Tendímosle  las  manos,  y, 
entre  el  señor  Vila,  Juiito  Blázquez  y  yo,  lo.  sacamos 
a  tierra.  Parecía  una  esponja,  ¡y  aun  tenía  la  torta  en 
la  mano!...  Hubo  que  llevarlo  a  la  casilla  del  guardián 
para  que  se  secara  las  ropas,  i  Ojal  i  vaya  mañana  a  la 
escuela!  Ha  de  estar  resfriado;  es;ornudará  a  cada  instante, 
y  algunos  le  haremos  coro.  ¡Ya  tendremos  diversión  para 
rato! 

Al  fin  llegamos  a  la  casa  de  los  leones.  Estaban  mag- 
níficos; mirándolos  nos  quedamos  embobados..  <  ¿Qué 
haríais  vosotros  si  se  escapara   un    león?»,  nos   preguntó 


LA  CIUDAD  451 

€l  señor  Vila.  Un  niño  contestó :  « Yo  le  tiraría  un  tiro.  » 
Otro :  «  Yo  me  subiría  a  un  árbol.  »  Otro :  "-  Yo  me  echa- 
ría a  correr.  »  Y  el  señor  Vila  dijo :  «  Pues  probablemente 
nada  de  eso  haríais  vosotros;  quedaríais  más  bien  parali- 
zados de  terror.  El  terror  inhibe,  en  el  primer  momento, 
a  los  animales  y  a  los  hombres  ». 

Bernabé,  un  miedocito  a  quien  solemos  llamar  «  Ber- 
nabela »,  poniéndose  a  respetable  distancia  de  la  jaula  y 
escondiéndose  detrás  del  señor  Villa,  cerró  los  puños  y 
anunció,  con  feroz  arrogancia:  «  ¡Yo  le  hari'a  frente!»  Todos 
nos  echamos  a  reír.  ¿Por  qué  será  que  los  menos  valerosos 
son  los  más  íanfarrones?. . .  Se  lo  preguntaré  a  papá... 
¡No!  ¡Papá  podría  burlarse  de  mí!...  Se  lo  preguntaré 
al  señor  Vila,  ya  que  él  lo  sabe  todo...  ¡Para  eso  es 
maestro ! 

Vistos  los  leones,  regresamos  a  nuestras  casas.  ¡  No 
hay  nada  más  interesante  que  el  paseo  por  el  Jardín  Zoo- 
lógico!  ¡Y  tan  instructivo!  El  señor  Vila  nos  expiicó  mu- 
chísimas cosas  de  la  vida  y  costumbres  de  los  animales; 
no  las  escribo  ahora  porque  es  tarde.  Además...  me  he 
olvidado  de  casi  todo. 

Tanto  me  interesa  el  Jardín  Zoológico  que  me  gustaría 
vivir  en  él.  Pero  no  en  una  jaula,  por  supuesto;  suelto, 
paseándome.  Cuando  sea  grande,  si  no  soy  abogado  como 
papá,  ni  general  con  un  sombrero  adornado  con  plumas 
blancas,  ni  confitero  con  una  confitería  llena  de  pasteles  y 
de  dulces,  me  haré  guardián  del  Jardín  Zoológico.  ¡  Qué 
dicha  sera  ser  grande! 

l78.  Una  visita  al  Museo  histórico  nacional- 
Si  la  vida  campestre  es  la  más  sana  y  plácida,  la 
vida  urbana  posee  también  honestos  atractivos.  Aparte  de 
sus  calles,  paseos  públicos,  teatros  y  demás  espectáculos 
y  diversiones,  las  grandes  ciudades  ofrecen,  a  los  espí- 
ritus   observadores    y    estudiosos,     magníficas    colecciones 


452  CUADROS  Y  FASES  DE  LA  VIDA  ARGENTINA 

de  objetos  dignos  de  atención.  En  los  jardines  zooló- 
gicos se  hallan  animales  de  la  más  varias  especies  vi- 
vas, y,  en  los  de  plantas,  toda  suerte  de  vegetales  Los 
museos  paleontológicos  presentan  sorprendentes  formas  y 
restos  de  especies  hoy  extinguidas:  los  fósiles.  Encuéntranse 
en  los  museos  arqueológicos  notables  vestigios  de  pasadas 
civilizaciones.  Los  museos  de  bellas  artes  brindan  a  la  ge- 
neral admiración  las  obras  maestras  de  la  pintura  y  de  la 
escultura.  Los  museos  históricos  ostentan  gloriosos  trofeos 
de  la  patria  y  curiosa  muestras  de  la  vida  pública  y  pri- 
vada de  los  grandes  hombres.  Hay  además  exposiciones 
industriales  y  técnicas,  que  revelan  la  moderna  producción 
económica.  En  fin,  de  una  manera  tan.  amplia  y  generosa 
como  no  podría  serlo  en  el  campo  o  en  las  pequeñas 
villas,  las  ciudades  proporcionan  recursos  y  elementos  de 
observación  y  de  estudio  a  los  naturalistas,  historiadores, 
poetas,  comerciantes,  o  bien  a  los  simples  ciudadanos  de- 
seosos de  conocer  la  ciencia  y  la  patria. 

Ya  acompañados  por  personas  de  su  familia  o  amigos, 
ya  guiados  por  su  maestros  o  monitores,  los  niños  deben 
estar  siempre  dispuestos  a  visitar  esos  vastos  museos  y 
preciosas  colecciones.  Allí  se  aprende  sin  esfuerzo;  el 
atractivo  del  paseo  y  la  curiosidad  de  la  visita  procuran 
el  provecho  de  una  lección.  El  conocimiento  entra  por  los 
ojos ;  basta  mirar  para  ilustrarse.  ¡  Pero  hay  que  saber 
mirar!  Pasar  a  tontas  y  a  locas  una  rápida  ojeada  en  de- 
rredor implica  generalmente  no  ver  nada.  El  buen  observa- 
dor ha  de  pararse,  si  no  ante  todas  las  piezas  y  ejemplares, 
para  lo  cual  no  habría  tiempo,  siquiera  ante  los  más  Ha. 
mativos  e  interesantes,  según  se  le  ocurra  o  se  le  acon- 
seje. Conviene  que  consulte  siempre  los  letreros  en  que 
se  define  cada  objeto ;  si  hay  un  catálogo,  ha  de  reque- 
rirlo, de  anotarlo  y  de  guardarlo  luego  cuidadosamente, 
para  que  ayude  a  la  memoria  a  recordar  lo  que  se  ha  visto. 
Aun  convendría  que,  de  vuelta  en  su  casa,  precisara  y 
fíjase    sus   frescos   recuerdos  en  una   composición  para  el 


LA    CIUDAD  453 

maestro,  en  una  carta  para  algún  pariente  o  amigo,  en  una 
página  de  su  diario,  si  lo  lleva,  o  al  menos  en  breves  apun- 
tes. Así,  cuando  se  vierte  rica  esencia  en  frasco  de  cristal, 
tápase  el  frasco  para  que  no  se  evapore  la  esencia. 

Una  visita  razonada  al  Museo  Histórico  Nacional,  en 
la  ciudad  de  Buenos  Aires,  nos  rememora  los  episodios 
más  importantes  de  la  historia  patria  y  nos  evoca  sus 
mayores  glorias.  Hállaníe  allí  representadas  todas  las  épo- 
cas de  la  evolución  del  pueblo  argentino.  Estudiemos  sus 
recuerdos,  analicemos  sus  trofeos,  veneremos  sus  reliquias. 
Apliquémonos  con  religioso  fervor  a  comprender  y  a  sen- 
tir los  tesoros  de  civismo  y  de  virtudes  acumulados  por 
la  inteligente  mano  de  los  coleccionistas  y  de  los  historia- 
dores. Entremos  con  la  cabeza  descubierta  y  el  alma  le- 
vantada, como  se  entra  a  orar  en  los  templos.  ¡  Es  un 
templo  de  la  patria  I 

Ante  todo,  yendo  nuestras  observaciones  por  orden 
cronológico,  poco  o  nada  encontramos  proveniente  de  la 
barbarie  indígena  anterior  al  descubrimiento  y  la  conquista. 
Los  recuerdos  de  este  género  no  se  han  excluido  por  azar 
o  por  capricho,  sino  porque,  en  realidad,  poco  o  nada  debe 
a  aquella  barbarie  la  cultura  argentina.  Nuestra  civilización 
es  legítima  descendiente  de  las  antiguas  civilizaciones  de 
Europa:  ¡Grecia,  Roma,  España!  Más  que  sus  ideas  y 
conocimientos,  los  indios  aportaron  o  sacrificaron  gene- 
rosamente a  la  cultura  americana,  su  sangre,  su  preciosa 
sangre  de  pueblos  libres.  ¡Y  la  sangre  no  se  coagula  en 
los  museos,  sino  que  hierve  en  las  venas! 

Aun  de  la  época  colonial,  no  es  mucho  lo  que  el 
Museo  nos  ofrece.  La  guerra  de  la  Independencia  no  con- 
servó las  formas  de  la  cultura  española.  Todo  lo  arrasó 
lo  substituyó,  lo  transformó,  no  tanto  por  odio  a  esa  do- 
minación y  a  sus  instituciones,  como  por  la  tendencia 
filosófica  de  su  siglo:  destruir  el  pasado,  despreciando  su 
saludable  experiencia,  para  crear  el  presente  con  un  cri- 
terio racional  y  sistemático  de  humano  perfeccionamiento. 


454  CUADROS    Y    FASES    DE    LA    VIDA     ARGENTINA 

No  obstante,  los  escasos  objetos  de  los  tiempos  españoles 
expuestos  en  el  Museo  tienen  una  alta  significación,  que 
demuestran  la  importancia  y  la  naturaleza  de  este  primer 
período  de  nuestra  historia  con  la  muda  elocuencia  de 
las  cosas  grandes  y  verdaderas. 

Los  retratos  de  los  virreyes  representan  pomposos 
caballeros  de  corte.  Un  pequeño  escudo  de  piedra  trae 
en  sus  cuarteles  las  armas  hispánicas:  coronados  leones 
y  torres  con  almenas,  símbolos  de  militar  imperialismo. 
Otro  escudo  de  piedra,  de  tamaño  mayor  y  más  compli- 
cados símbolos  hieráticos,  es  el  de  los  reyes  de  Portugal, 
antes  colocado  en  el  frontispicio  de  una  casa,  en  la  Co- 
lonia del  Sacramento.  He  ahí,  en  estos  escudos,  frente  a 
frente,  las  dos  monarquías  europeas  que  se  disputaron  el 
río  de  la  Plata  y,  de  ambos,  el  más  pequeño  y  menos 
ostentoso  es  el  de  España,  acaso  porque  ella  estaba  más 
segura  de  su  derecho.  Los  pocos  muebles  del  siglo  xvni 
no  revelan  ningún  lujo;  las  costumbres  eran  sencillas  en 
el  río  de  la  Plata,  hasta  para  los  funcionarios  reales.  Sólo 
atraen  la  mirada  dos  trajes  de  calzón  corto,  uno  de  seda 
celeste,  otro  de  seda  marrón,  y  los  dos  ricamente  borda- 
dos de  plata.  Son  oropeles  cortesanos  que  desentonan  en 
el  conjunto,  sobre  todo  si  se  los  contempla  después  de 
observar  el  croquis  del  fuerte  de  Buenos  Aires:  una  pobre 
barraca  de  barro  y  piedra,  que  sustenta,  a  manera  de  hu- 
milde zócalo,  la  enorme  bandera  roja  y*  gualda  de  la 
dominación  española,  desplegada  por  las  brisas  del  mar... 
La  carcomida  plancha  de  una  pequeña  y  tosca  imprenta, 
llamada  de  los  « Niños  expósitos »,  demuestra  cuan  se- 
cundaria importancia  tuvo  en  estas  playas  remotas  el  no- 
bilísimo arte  de  la  publicidad.  Un  excepcional  artículo 
verdaderamente  moderno  se  descubre  entre  los  restos  de 
la  época;  es  un  cómodo  reloj  mural,  donado  en  1806 
por  el  general  Beresford  al  Cabildo  de  Buenos  Aires. 
i  Extraño  símbolo !  El  general  inglés  quiso  halagar  al 
indomable   pueblo   con   ofrendas   y   regalitos,   apenas  más 


LA    CIUDAD  455 

valiosos  que  los  chirimbolos  y  baratijas  con  que  los  con- 
quistadores europeos  compran  la  voluntad  de  los  pueblos 
salvajes  de  África  y  de  Oceanía  Además,  las  invasiones 
inglesas,  al  aportar  ideas  nuevas,  trajeron  también  prácticos 
objetos  de  los  nuevos  tiempos...  ¡Ese  reloj  es  el  de  la  historia! 

Aunque  síntesis  de  su  espíritu  y  luchas,  de  su  pobreza 
y  grandeza,  los  recuerdos  del  coloniaje  son,  pues,  escasos. 
¡Qué  profusión  se  nota,  en  cambio,  de  recuerdos  militares 
procedentes  de  las  épocas  de  la  Independencia  y  de  la 
Organización  nacional!  Puede  decirse  que  llenan  el  Museo. 
Sólo  uno  que  otro  retrato  representan  algún  eminentísimo 
personaje  civil:  los  militares  lo  invaden,  lo  desalojan 
todo.  No  se  ven  casi  libros  o  manuscritos  de  escritores, 
ropas  civiles,  utensilios  industriales,  sino  armas,  vistosos 
uniformes,  banderas,  pinturas  de  batallas,  trofeos,  airones... 
¡La  guerra,  siempre  la  guerra!  Había  ante  todo  que  luchar 
sangrientamente  por  constituir  la  nación:  no  era  llegada 
aún  la  hora  de  preeminencia  para  las  artes  y  ciencias 
de  la  paz..; 

Entre  tantos  objetos,  en  su  mayor  parte  bélicos,  des- 
cúbrese el  tintero  de  Mariano  Moreno.  Es  una  esfera  de 
plata;  de  ahí  salieron  los  vibrantes  escritos  y  arengas  que 
marcaron  a  la  Revolución  el  rumbo  de  la  democracia.  Esta 
esfera  es  un  mundo,  un  mundo  de  libertad  y  de  progreso. 
La  mirada  se  detiene  luego  preferentemente  en  el  catre  de 
campaña  y  el  sombrero  elástico  de  negro  hule  del  general 
San  Martín.  ¡Son  recuerdos  del  Libertador  de  medio  conti- 
nente, del  valiente  militar  y  repúblico  modelo  de  ciudadanas 
virtudes!  En  un  cuadro  está  representado  el  último  episodio 
de  la  batalla  de  Maipo,  con  esta  gloriosa  leyenda:  «Ter- 
minada la  batalla,  el  Director  Supremo  de  Chile,  general 
O'Higgins,  que  se  encontraba  en  la  capital,  a  dos  leguas 
de  distancia,  se  dirigió  a  gran  galope  hacia  donde  estaba 
el  general  San  Martín,  y,  echándole  al  cuello  su  brazo 
izquierdo,  exclamó:  «¡Gloria  al  salvador  de  Chile!»  En 
otra   parte   del    Museo   se   ha   reconstituido   el   dormitorio 


45f)  CUADROS  Y  FASES  DE  LA  VIDA  ARGENTINA 

del  Libertador  argentino,  tal  como  estaba  amueblado  en 
su  voluntaria  expatriación  en  Europa:  una  cama  angosta, 
un  velador,  un  pequeño  sofá,  unas  cuantas  sillas,  la  mesa 
de  trabajo,  un  lavabo  modestísimo,  muebles  todos  sencillos, 
de  estilo  Imperio.  Un  grabado  popular  recuerda  al  prohom- 
bre su  patria  y  su  gloria,  pues  lo  representa  en  la  edad 
juvenil,  llevando  en  la  mano  la  victoriosa  bandera  azul  y 
blanca.  El  aposento  es  grave,  parco,  pero  sin  ostentación 
de  austeridad,  y  aun,  podría  decirse,  ¡glorioso  sin  vana- 
gloria! De  otros  héroes  —  de  Belgrano,  de  Alvear,  de 
Lavalle,  de  Urquiza  — ,  vense  también  varios  y  honrosos 
recuerdos.  Hay  bastones  de  mando,  como  el  del  patricio 
progresista  por  excelencia,  Bernardino  Rivadavia.  Entre  la 
muchedumbre  de  galoneados  uniformes  militares  sorprende 
una  simple  levita  de  paño  negro,  que  parece  ocultarse 
avergonzada.  Si  el  observador  se  acerca,  nota  un  gran 
rasgón  en  la  espalda;  por  allí  pasó  el  puñal  de  los 
sicarios  federales  que  cortaron,  en  Montevideo,  la  vida  de 
Florencio  Várela. 

No  faltan  muestras  de  la  época  de  Rosas.  Abundan 
divisas  de  color  de  sangre,  en  que,  con  letras  negras,  se  dan 
vivas  al  ^< Ilustre  Restaurador  de  las  Leyes»,  «Padre  y  Señor 
Nuestro»,  «Libertador  de  los  Pueblos»,  y  no  sin  los  corres- 
pondientes mueras  a  los  «salvajes,  asquerosos,  inmundos 
unitarios»,  al  «cabecilla  asesino  Lavalle»  y  al  «loco  traidor 
Urquiza».  Hay  rojos  carteles  que  anuncian  funciones  de 
teatro,  esquelas,  invitaciones,  todo  con  los  espantables  le- 
treros; hasta  en  el  dorso  de  un  par  de  guantes  blancos 
se  leen  esos  vivas  y  mueras,  y,  pintado  con  colorines, 
destácase  el  retrato  del  tirano.  Pero,  entre  todos  estos 
curiosísimos  objetos,  nada  más  significativo  que  un  cuadro 
de  lienzo,  dibujado  y  coloreado  por  torpísimo  pincel  y  con 
leyendas  tan  pomposas  como  antigramaticales.  Representa  a 
un  grupo  de  negros  y  mulatos  que  entregan  reverentemente 
al  dictador  un  pliego,  en  el  que  se  le  adula  y  proclama 
su  héroe.  Es  la   plebe,   la   gente   de   color,   que   respeta  y 


LA     CIUDAD  457 

sostiene  a  la  tiranía ;  es  la  obscura  demagogia  de  abajo^ 
donde  se  asienta  el  poder  del  tirano,  aunque  él,  por  su 
nacimiento,  tenga  también  sus  secuaces,  parientes  y  ami- 
gos pertenecientes  a  la  clase  conservaiora  e  ilustrada. 
Vese  asimismo  alguna  divisa  unitaria,  blanca  como  la 
inocencia,  mas  no  sin  bárbaras  inscripciones,  que  revelan 
la  común  incultura  de  la  época. 

De  los  tiempos  posteriores  a  la  tiranía  de  Rosas,  no 
hay  todavía  muchos  recuerdos.  Habría  que  buscarlos  en 
archivos,  en  establecimientos  oficiaies,  y  hasta  en  domici- 
lios particulares,  como  el  que  fué  del  general  Bartolomé 
Mitre,  situado  en  la  misma  ciudad  de  Buenos  Aires,  y  con- 
vertido en  Museo  y  Biblioteca  públicos.  Existen,  sin  em- 
bargo, en  el  Museo  Histórico,  interesantes  cuadros  de  la 
guerra  del  Paraguay.  Llama  singularmente  la  atención  un 
proyecto  de  corona  imperial  de  Francisco  Solano  López. 
Este  peregrino  objeto  explica  mejor  que  nada  la  dura 
necesidad  y  el  carácter  pasajero  de  una  guerra  que  fué 
dolorosa  para  los  propios  vencedores,  en  sus  humanitarios 
ideales  de  confraternidad  internacional. 

Abundan  las  banderas  torradas  al  enemigo  en  el  cam- 
po de  batalla.  Las  hay  inglesas  de  la  Defensa  y  Recon- 
quista de  Buenos  Aires;  españo.as,  de  Suipacha,  Salta, 
Tucumán,  Chacabuco,  Pasco,  Lima;  brasileñas,  de  Ituzain- 
gó ;  uruguayas,  de  Cagancha;  paraguayas,  del  Boquerón  y 
Curupaytí. ..  Y  es  oportuno  recordarlo:  no  hubo  jamás  ban- 
dera argentina  cautiva  en  el  extranjero,  pues  las  tomadas 
por  las  escuadras  francesa  e  inglesa  en  Obligado,  que  se 
hallan  en  los  « Inválidos  »  de  París,  lo  fueron  en  tiempo  de 
la  dictadura  de  Rosas,  y  pertenecían  a  la  provincia  o  Es- 
tado de  Buenos  Aires  y  no  verdaderamente  a  la  Nación 
Argentina,  entonces  anarquizada  y  dividida  por  caudillos 
regionales. 

La  visita  al  Museo  Histórico  de  Buenos  Aires  produce, 
en  el  primer  momento,  desconcertadora  impresión.  La 
mente   se  extravía   en  un    dédalo    de   sombras  y  de   luces. 


458 


CUADROS    Y    FASES   DE    LA    VID  \    ARGENTINA 


Pero,  poco  a  poco,  vanse  despejando  las  soml  • 
pierde    paulatinamente    sus    primeros    destjllo> 
baña  la  imaginación  con  plácidos  y  tibios  ra> 
rales.   Repónese   el   ánimo.    Como   en  lontanai. 
cubren   batallas,    laureles,   sonantes    arpas,   y,    : 
nítidas   imágene.-    que   forman   una  especie   de 
honor  de  la  patria,   ¡  la  apoteosis  de   la  patria  ' 
más  que  nunca,  nos  sentimos  verdaderamente 
de   nuestra   nacionalidad   de  argentinos,   y   el    r 
las  bellas  y  grandes  cosas  que  hemos  hecho  c; 
do   nos  estimula  a   hacer   las  grandes  y  bellas   ce 
presente  y  del  porvenir. 

IX.  LA  NACIÓN 


l79.  Nuestra  lengua. 

Es  ei  lenguaje  la  primera  palanca  de  la  ' 
Quitad   al    hombre   esta   arma   divina,  y  re 
allá  de  la  barbarie  y  del  saivajibmo,  a  una  época  > 
a  la  vida  puramente  animal.  Si  la  humanidad  ¿: 
división  del  trabajo  colect.vo,  es  porque  sabe  iiu^ 
utiliza  la   experiencia   histórica,   a  modo   de   « un 
que   aprende   siempre  y   nunca   muer¿ »,   es   porqi 
escribir.   Sin   la   palabra,   el    pensamiento   se  pi. 
nebuloso  e:?tado  de  sensación;  el  pensamiento  ,. . 
como   la  luz   que  ilumina   dentro  de    nosotros   mi.- 
íntimo  teatro  de  nuestras  percepciones.  Por  esto,  sa 
blar   es   saber   pensar.    Por   esto,   saber  hablar   es, 
sentir,   hacer  sentir.    La  palabra,  hablada  y  escrita, 
tuye,  pues,  un  hecho  tan  positivo  como  las  accione 
ríales,  ¡y  hasta  más  positivo  aún,  si  se  tiene  en  cl 
supino  dinamismo  de  la  idea! 

Cada   pueblo    posee    un   alma   social,  y    la   me 
presión   de  esta   alma  es  el  patrio    idioma.    ¡Hay  qe 
cirio   muy  alto!   Los  hombres   «prácticos»    no   deb 
desconocer  el  valor  práctico   del   lenguaje.   Los  p.. 


-^ 


•    '  .*  /  /  •    •   *t  -í  í  rl-v  "I 


MmáM 


LA    NACIÓN 


459 


iiden  «hechos  y  no  palabras»,  no  pueden  ignorar  que 
abra  es  el  primero  y  más  grande  de  los  hechos  huma- 
¡el  Hecho  por  antonomasia!  Cierto  es  que  el  vulgo, 
decir  el  vulgo  quiero  significar  una  inmensa  mayoría, 
ido  en  mirar  con  olímpica  indiferencia,  cuando  no  con 
sprecio  de  la  ignorancia,  todo  lo  que  atañe  al  estudio 
:to  del  idioma  nacional.  Pues  bien,  conviene  que  este 
I  no  olvide  que,  por  lengua,  gramática  y  retórica,  no  se 
nden  meras  teorizaciones  filosóficas,  escolares  pedante- 
,    o  purismos  pueriles,  ¡no!  El  problema  del  idioma  es, 
.■    ^arte,  el  del  carácter  nacional;    su  culto  es   el  del   pa- 
:    ->mo;  su  estudio  es  el  del  razonamiento,  y,  por  ende, 
esarrollo  de  la  lógica  del  espíritu. 
Hanos   tocado   en  suerte  a  los   argentinos   una  lengua 
a:  el  castellano.  En  ella  están  escritas  magníficas  obras 
stras   de   la   literatura   española  y  americana.   Ninguna 
ua  moderna  es  tan  susceptible  del  hipérbaton  o  cons- 
•    ción   figurada   de   los   latinos.   Ninguna   más  capaz,  ya 
lapidaria  sobriedad,  ya  de  majestuosa  elocuencia;  nin- 
a  más  rica,  más  amplia,  más  dúctil.   Tal  es  el  idioma 
nos  legó  nuestro  histórico  pasado:  un  tesoro  inagota- 
¡    de  belleza,  de  pensamiento,  de  cultura. 

Sólo   pueden   censurar   en  el  castellano,  ciertos  espíri- 

agrios  y  descontentadizos,  que  no  haya  sido  suficien- 

ente   trabajado   en  ios   dos   últimos   siglos,   xvni  y  xix. 

Juran    esos    implacables    aristarcos   que   la    lengua    de 

pe  y  de  Cervantes,  de   Ercilla  y  del   Inca   Garcilaso,  de 

-lo  y  de  Sarmiento,  se  halla  en    decadencia...   ¿No   im- 

:aría  esto  un  estímulo   más  para   que  los   argentinos  la 

tivásemos  con  empeño  y  pasión,  a  fin  de  darle  un  bri- 

y  vigor  que  acaso  no  han  sido  previstos  en  los  siglos 

retéritos  ni  serán  superados  en  los  futuros?...  Si  es  verdad 

üe  el   defecto  del  castellano  estriba  hoy  en  carecer  de  la 

recisión  y  sutileza  de  otros  idiomas  modernos,  imprimá- 

losle  también  nosotros  nuestra   alma,   el   alma   argentina, 

ae  es  un  alma  moderna  por  excelencia.   Entonces  el  cas- 


feo 


460  CUADROS    Y    FASES   DE    LA    VIDA    ARGENTINA 

tellano  será  otra  vez,  como  lo  fué  en  los  siglos  xvi  y  xvii, 
en  la  «  época  de  oro  »  de  la  literatura  española,  el  primer 
idioma  del  mundo. 

180.  A  mí  bandera. 

1.  Página  eterna  de  argentina  gloria, 
melancólica  imagen  de  la  patria, 
niícleo  de  inmenso  amor  desconocido 

que  en  pos  de  ti  me  arrastras, 
¿bajo  qué  cielo  flameará  tu  paño 
que  no  te  siga  sin  cesar  mi  planta? 

2.  Cuando  el  rugido  del  cañón  anuncia 
el  día  de  la  gloria  en  la  batalla, 

tú,  como  el  Ángel  de  la  inmensa  Muerte, 

¡te  agitas  y  nos  llamas! 
I  Allá  voy,  allá  voy  sobre  las  olas, 
allá  voy,  allá  voy  sobre  la  Pampa, 
bajo  el  cañón  del  enemigo  injusto, 
a  levantarte  un  trono  en  su  muralla! 

3.  ¡Ah,  que  la  sombra  de  la  noche  eterna 
me  anuble  para  siempre  la  mirada, 

si  un  día  triste  te  verán  mis  ojos 

huyendo  en  la  batalla, 
página  eterna  de  argentina  gloria, 
melancólica  imagen  de  la  patria !  , 

Juan  Chassaino. 

181.  La  Libertad. 
I.   DEFINICIÓN    DE   LA  LIBERTAD 

La  libertad  es  el  poder  de  ser  buenos.  La  libertad  es 
ía  conquista  de  la  inteligencia  y  el  premio  del  patriotismo. 
La  libertad  no  es,   propiamente  hablando,   la  fuente  origi- 


LA    NACIÓN  461 

nal  del  saber  y  de  la  moral,  sino  más  bien  una  conse- 
cuencia rigurosa  del  sentido  común  y  de  las  espontáneas 
virtudes  de  los  pueblos.  ¿Queréis  ser  libres?  Aprended 
a  serlo.  Estudiad  vuestros  derechos  y  no  olvidéis  vuestros 
deberes.  Sostened  el  orden,  única  garantía  de  la  paz,  y 
respetad  las  sagradas  exigencias  de  la  humanidad,  y  hasta 
sus  mismas  miserias.  Son  el  patrimonio  del  hombre  sobre 
la  tierra,  con  el  que  debe  cambiar,  mejorando  su  suerte, 
y  continuar  indefinidamente  en  el  camino  del  progreso  a 
que  lo  impelen  los  designios  de  la  Providencia. 

Justo  José  de  Urqüiza 

II.    LIBERTAD    Y   RESPONSABILIDAD 

La  libertad  es  responsabilidad.  Responsabilidad  del 
hombre  ante  su  conciencia,  ante  la  luz  y  la  opinión  de 
sus  semejantes;  por  eso  es  por  lo  que,  sólo  después  de 
adquirida  la  última  convicción  de  haber  dado  exacto  cum- 
plimiento a  sus  obligaciones,  nace  para  el  individuo  el  uso 
seguro  de  su  derecho. 

La  libertad  así  entendida  será  útil  y  fecunda  en  la 
práctica:  si  la  opinión  y  la  ley  consagran  como  dogma 
que  es  tan  obligatorio  poner  en  acción  nuestros  derechos 
políticos  como  desempeñar  estrictamente  nuestros  deberes. 
La  libertad,  en  el  fondo,  se  ha  dicho,  no  es  más  que  el 
orden  durable  establecido  sobre  el  respeto  de  los  deberes 
y  el  ejercicio  de  los  derechos. 

Los  pueblos,  como  los  individuos,  que  abandonan  pe- 
rezosamente lo  que  constituye  la  garantía  de  sus  liberta- 
des, se  jactarán  en  vano  de  su  posesión.  Tan  grande  ben- 
dición no  se  obtiene  sino  merced  a  incesante  lucha,  y  no 
se  conserva  sino  por  el  trabajo  perseverante  y  la  más 
severa  moralidad. 

Salvador  Muíía  del  Carril. 


CUADROS    Y    FASES   DE    LA    VID  \     ARGENTINA 

lU.   LA  LIBERTAD   Y   LA    PUBLICIDAD 

Debe  reputarse  la  publicidad  como  la  más  sólida  ga- 
rantía para  la  libertad.  El  misterio  es  uno  de  los  venenos 
destructores  del  gobierno  representativo,  por  lo  mismo  que 
es  una  de  las  mejores  bases  del  despotismo.  El  día  en 
que  los  actos  del  gobierno  se  pongan  a  la  luz  y  se  en- 
treguen a  la  .crítica,  cuando  se  pueda  hablar  y  censurar 
en  cualquier  parte,  aunque  sea  a  los  pies  del  déspota,  no 
habrá  déspota  que  se  tenga  firme. 

Según  Octavio  Gabrigós. 

IV.   LA   LIBERTAD  DEL   SILENCIO 

La  libertad  de  la  palabra  es,  sin  duda,  una  preciosa 
libertad ;  pero  es  más  preciosa  la  libertad  del  silencio.  La 
h'bertad  de  callar  supone  el  señorío  completo  de  sí  mismo. 
Es  a  menudo  la  palabra  un  expediente  forzado,  que  cubre 
la  imposibilidad  de  decir  una  palabra  comprometedora. 
!  No  son  capaces  de  silencio  sino  los  hombres  y  los 
pueblos  libres;  los  demás  son  forzados  a  decir  lo  que  no 
creen  ni  sienten.  Su  lenguaje  es  la  verbosidad  sonora  y 
exuberante  del  esclavo.  La  libertad  oral  de  este  género 
se  parece  a  la  libertad  de  locomoción  de  algunas  ciuda- 
des, donde  todos  son  libres  de  circular  por  sus  cajles  em- 
pedradas con  su  coche,  con  tal  de  no  hacerlo  por  el  em- 
pedrado, sino  por  los  rieles  de  un  tranvía,  que  reduce  su 
libertad  a  mero  nombre. 

Juan  Bautista  Alberui. 

V.   LA    DISTRIBUCIÓN  DEL   PODER 

Para  ser  libres  es  indispensable  reconocer  la  inviola- 
bilidad del  individuo,  del  distrito,  de  la  villa,  de  la  ciudad, 
de  la  provincia,  de  la  nación.  Esta  sabia  distribución  del 
poder  es  lo  que  definitivamente  constituye  el  gobierno  re- 
publicano. 

Según  NicASio  OuoSo. 


LA    NACIÓN  4ü3 

VI.   LOS   PARTIDOS   POLÍTICOS 

Los  partidos  políticos  tienen  derecho  a  existir,  como 
los  hombres  que*  los  componen.  No  es  permitido  atentar 
contra  la  existencia  de  los  partidos  políticos,  como  no 
puede  atentarse  contra  ia  vida  humana.  Los  partidos  no 
realizarán  progreso  alguno  si  él  no  beneficia  igualmente 
a  sus  adversarios.  Un  solo  egoísmo  es  permitido  a  los 
partidos  políticos:  reivindicar  para  sí  la  gloria  del  bien 
que  realizan. 

Juan  E.  Toruenx. 

182.   El  periodismo. 

El  periodismo  es  función  pública,  misión  social,  apos- 
tolado cívico.  Tal  como  está  constituido,  nada  escapa  a  su 
competencia  jurisdiccional,  ni  aun  lo  que  está  vedado  a  las 
demás  jurisdicciones.  De  ahí  que,  entre  los  agentes  de 
poder  y  de  fuerza  que  ha  creado  la  civilización  moderna, 
ninguno  sea  superior  a  la  prensa. 

No  siempre  están  en  lo  cierto  los  periódicos  cuando 
se  intitulan  órganos  de  la  opinión  pública,  y  no  es  difícil 
que  en  la  inversión  de  los  términos  estemos  más  cerca  de 
la  verdad,  pues  en  general  influyen  más  ellos  en  la  opinión, 
que  la  opinión  en  ellos.  Deriva  de  esto  su  verdadero  po- 
der, pues  es  claro  que  quien^'encauza  y  orienta  corrientes 
de  opinión,  ejerce  superior  función  directiva.  En  todos  los 
países  libres  de  la  tierra,  con  mayor  o  menor  amplitud, 
gobierna  en  definitiva  la  opinión  pública. 

De  estas  consideraciones  generales  fluyen  múltiples 
consecuencias,  entre  las  cuales  se  señalan  los  dos  siguien- 
tes derivados.  El  primero  consiste  en  que  esa  gran  fuerza 
en  constante  crecimiento  no  puede  marchar,  en  países  po- 
líticamente organizados  como  el  nuestro,  excéntrica  a  todo 
régimen  legal ;  porque  la  excepción  es  contraria  al  espíritu 
de  las  instituciones  libres;  porque  es  nociva  para  los  bien 
entendidos   intereses   del   periodismo    honrado ;   porque  es 


464  CUADROS    Y    FASES    DE    LA    VIDA    ARGENTINA 

incentivo  de  abusos  y  de  excesos  deplorables,  y,  en  fin, 
porque  es  elemental  la  noción  de  que  la  armonía  de  fun- 
ciones de  un  organismo,  individual  o  colectivo,  sólo  se 
mantiene  cuando  todas  las  actividades  que  lo  constituyen 
están  regidas  por  la  ley  física  o  moral  que  les  corresponde. 
El  segundo  derivado  de  las  premisas  establecidas  se 
enuncia  en  la  consideración  de  que  un  resorte,  a  la  vez 
tan  delicado  y  eficiente  como  el  que  tiene  por  lema  quod 
scripsi,  scripsi  (« lo  que  he  escrito,  lo  he  escrito »),  no 
puede  y  no  debe  ser  manejado  sino  por  hombres  de  men- 
talidad superior  y  de  intachable  moralidad,  que  practiquen 
por  educación  y  por  principio  el  viejo  precepto  fundamental 
del  derecho  romano:  vivir  honestamente. 

José  Figüeroa  Alcorta. 

l83.  El  deber  de  votar. 

La  "Nación  Argentina  es  una  república  democrática. 
Llámase  democracia  al  gobierno  del  pueblo.  En  éste  reside 
la  verdadera  soberanía  nacional ;  representa  la  autoridad 
suprema,  que  dicta  leyes  para  su  propio  bienestar.  Pero, 
como  es  siempre  numeroso,  resulta  materialmente  imposi- 
ble que  se  gobierne  por  sí  mismo ;  debe,  pues,  delegar  la 
facultad  de  gobernarse  en  sus  representantes  o  mandatarios. 
Estos  representantes,  para  ejercer  las  complejas  y  delicadas 
funciones  del  gobierno,  divídense  en  tres  poderes:  el  legisla- 
tivo, el  ejecutivo  y  el  judicial.  El  poder  legislativo  dicta  las 
leyes  en  nombre  del  pueblo;  en  su  nombre  las  cumple  el 
poder  ejecutivo ;  en  su  nombre  las  aplica  el  poder  judicial. 
El  pueblo  es  la  fuente  primera  de  todo  poder  legítimo. 

No  pudiendo  gobernar  por  sí  mismo,  a  causa  de  su 
composición  y  también  de  la  falta  de  capacidad  en  la  ma- 
yoría, tiene  el  derecho  de  elegir,  directa  e  indirectamente,  sus 
mandatarios,  los  gobernantes.  Directamente  elige,  en  los 
comicios  públicos,  a  los  miembros  del  poder  legislativo, 
Cámara   de   Diputados  y  Cámara  de  Senadores;  indirecta- 


LA    NACIÓN  465 

mente,  eligiendo  a  los  electores  que  a  su  vez  designarán 
al  presidente  y  ai  vicepresidente,  nombra  a  los  jefes  del 
poder  ejecutivo;  el  poder  ejecutivo,  dimanado  así  del  pue- 
blo, designa  por  su  parte  a  los  ministros  de  Estado,  y,  con 
el  acuerdo  del  poder  legislativo,  a  los  miembros  del  poder 
judicial.  Esto  en  el  orden  nacional ;  las  autoridades  pro- 
vinciales y  municipales  tienen  el  mismo  origen  y  funda- 
mento. La  base  de  todo  el  organismo  político  reposa  en 
las  elecciones  populares  o  comicios  públicos.  Si  el  pueblo 
no  sabe  escoger  a  los  hombres  más  dignos  y  aptos  para 
las  funciones  del  gobierno,  el  gobierno  será  malo.  Para 
que  sea  bueno  es  indispensable  que  el  pueblo  ejerza  con 
ciencia  y  conciencia  su  derecho  de  voto. 

El  derecho  de  voto  no  puede  ejercerse  así,  cuando  el 
pueblo  no  es  suficientemente  ilustrado  y  moral.  La  organi- 
zación del  gobierno  democrático  depende  de  la  capacidad 
del  pueblo  para  gobernarse  a  sí  mismo,  y  esta  capacidad 
se  demuestra  ante  todo  en  el  ejercicio  del  derecho  de  voto. 
El  ciudadano  debe  saber  discernir,  entre  la  muchedumbre  de 
sus  conciudadanos,  quiénes  son  los  mejores  para  las  funcio- 
nes del  gobierno.  El  ciudadano  ha  de  conocer,  por  lo  tanto, 
las  opiniones  de  aquellos  que  figuren  como  candidatos,  y  ha 
de  poder  apreciarlas.  El  ciudadano  debe  tener  ideas  polí- 
ticas, y  para  tenerlas  no  hay  más  que  un  medio :  edu- 
carse. Una  autocracia  puede  componerse  de  analfabetos  y 
progresar  si  el  autócrata  es  capaz ;  una  democracia  sólo 
progresará  si  los  ciudadanos   son    conscientes  y  virtuosos. 

Votan  únicamente  los  ciudadanos  varones,  mayores  de 
diez  y  ocho  años.  La  ley  niega  el  derecho  de  votar  a  los 
niños,  por  su  falta  de  dicernimiento,  y  a  las  mujeres,  acaso 
por  suponerlas  sujetas  a  la  influencia  de  sus  padres,  tuto- 
res, maridos  o  deudos  en  general.  No  por  esto  puede  con- 
siderarse a  las  mujeres,  y  ni  siquiera  a  los  niños,  como 
extraños  e  indiferentes  al  gobierno  democrático.  Las  mu- 
jeres educan  a  sus  hijos  y  contribuyen  a  su  vez  con  su 
criterio  a  la  opinión    de   sus   deudos;    los   niños   varones, 


466  CUADROS    Y  FASES    DE    LA    VIDA    ARGENTINA 

mientras  estudian,  se  preparan  para  ejercer  a  su  tiempo 
los  derechos  de  la  ciudadanía. 

Más  que  un  derecho,  el  votar  es  un  deber,  un  inelu- 
dible deber,  cívico  y  social.  La  indolencia  en  su  ejercicio 
puede  traer  como  efecto  la  elección  y  encumbramiento  de 
mandatarios  indignos  e  ineptos.  Nadie  puede  lógicamente 
quejarse  del  gobierno  si  no  cumple  con  el  deber  de  votar  y 
aun  de  enseñar  a  los  que  votan.  El  temor  de  fraudes  o  vicios 
electorales  no  es  pretexto  suficiente  para  eludirlo.  Estos 
fraudes  o  vicios,  si  existen,  dimanan  ante  todo  de  la  indi- 
ferencia pública.  Cuando  una  inmensa  mayoría  del  pueblo 
se  propone  fiscalizarlos  y  evitarlos,  usando  al  efecto  de  los 
medios  legales,  no  es  ya  posible  el  fraude,  salvo  el  desgra- 
ciadísimo caso  de  completa  corrupción  del  organismo  polí- 
tico. Esta  corrupción,  el  mayor  mal-  posible  para  un  pueblo, 
se  nota  sólo  en  muy  determinados  momentos  históricos  de 
general  decadencia,  y  jamás  podrá  suponerse  en  una  na- 
ción que  progresa  en  los  otros  ordenes  de  la  vida:  las 
industrias,  el  comercio,  las  ciencias,  el  arte. 

En  las  democracias,  el  Estado  sostiene  escuelas  públi- 
cas, cuyos  estudios  son  gratuitos  y  obligatorios,  a  fin  de 
que  las  nuevas  generaciones  se  preparen  para  ejercer  más 
tarde  los  derechos  de  la  soberanía  popular.  Cuanto  ahora 
estudiéis,  ¡oh  niños!,  ha  de  serviros,  no  sólo  para  gobernaros 
a  vosotros  mismos  como  hombres,  sino  también  para  saber 
ser  gobernados  y  gobernar  como  ciudadanos.  Futuros  ciu- 
dadanos, pensad  desde  ahora  que  un  día  seréis  llamados  a 
realizar  vuestro  derecho  de  voto.  Si  sabéis  cumplir  este 
sagrado  deber,  contribuiréis  al  bienestar  general  y  a  la 
grandeza  de  la  patria.  ¡  Si  no  lo  sabéis,  seréis  indignos  de 
llevar  el  nombre  de  argentinos! 

l84.  El  patriotismo. 

A  medida  que  avanza  el  país  en  el  desenvolvimiento 
de  una  amplitud  de  progreso  realmente  extraordinario,  son 
más  imperiosas  las  exigencias  impuestas  por  los  hechos  x 


LA    NACIÓN  467 

las  circunstancias  a  la  difusión,  no  del  principio  de  nacio- 
nalidad, sino  del  sentimiento  de  nacionalidad,  que  es  piedra 
angular  del  patriotismo. 

El  amor  a  la  patria,  que  se  traduce  en  la  fe  en  sus 
destinos,  en  el  anhelo  de  servirla,  de  honrarla,  de  trabajar 
por  su  prosperidad,  por  su  grandeza,  por  su  gloria;  que 
se  manifiesta  a  la  vez  en  la  práctica  de  los  deberes  y 
las  virtudes  cívicas,  en  el  sentimiento  del  interés  publico,  en 
el  respeto  por  sus  leyes,  en  la  veneración  de  sus  tradiciones 
y  de  sus  proceres,  y  el  culto  de  su  libertad  y  de  su 
honor,  el  amor  a  la  patria  requiere  entre  nosotros  una 
exteriorización  más  activa  y  eficiente,  si  hemos  de  usufruc- 
tuar sin  mengua  los  intereses  fundamentales,  los  beneficios 
legítimos  de  los  múltiples  factores  de  progreso  que  se 
acogen  a  nuestra  hospitalidad  generosa. 

José  Figueroa  Alcorta. 


l85.  A  la  Patria. 

1.  ¡República  Argentina!  ¡Patria  amada! 
Tu  espléndida  corona  matizada 

de  gayas  flores  las  naciones  ven: 
la  cariñosa  mano  de  tus  bardos 
puso  rosas,  jazmines,  violas,  nardos, 
entra  los  verdes  lauros  de  tu  sien. 

2.  Yo  no  vengo  a  mezclar  con  esas  flores 
de  olímpicos  perfumes  y  colores 

las  silvestres  y  humildes  que  aquí  ves. 
Vengo,  Patria  gioriosa,  solamente 
a  doblar  la  rodilla,  reverente, 
y  deshojar  las  mías  a  tus  pies. 

Estanislao  del  Campo  (Anasiasio  el  Pollo). 


468  CUADROS    Y    FASES   DE    LA    VIDA    ARGENTINA 

186.  Patria. 

1.  Brota  la  planta,  y  del  fecundo  suelo 
ser,  impulso  y  vigor  tierna  recibe, 

y  en  la  sonrisa  del  nativo  cielo 
acariciada  del  ambiente  vive; 
y  aunque  la  tierra  que  la  nutre,  el  vuelo 
de  su  suave  existencia  circunscribe, 
gallarda  crece,  y  recibiendo  amores, 
espléndida  se  cubre  en  fruto  y  flores. 

2.  Así  al  hombre  también,  cuando  aparece 
en  esta  de  la  vida  infausta  escena, 

celosa,  la  región  do  nace  y  crece 
con  poderosos  lazos  encadena: 
ella  a  su  vista  hermosa  resplandece, 
ella  su  alma  de  perfumes  llena, 
y  pidiéndole  culto  amor,  radiosa 
se  alza  ante  él  con  majestad  de  diosa. 

3.  ¡Sacro  nombre  de  Patria!  En  él  fulgura 
cuanto  de  grande  y  dulce  el  mundo  encierra: 
del  casto  hogar  la  íntima  ventura, 

la  gloria  conquistada  en  santa  guerra, 
fe  y  costumbres,  artística  hermosura, 
la  ley  severa  que  al  malvado  aterra, 
el  monte,  el  río,  el  ave  en  libre  vuelo, 
el  campo  inmenso,  el  esplendor  del  cielo. 

4.  ¡Oh  tú,  entre  todas  las  que  el  mundo  ostenta» 
rica,  joven,  hermosa  Patria  mía, 

que  al  gran  rumor  del  porvenir  atenta, 
himnos  entonas  al  naciente  día! 
¡Tú,  en  cuyo  noble  rostro  la  opulenta 
llama  del  sol  gozosa  se  extasía, 
y  altiva  llevas,  con  vigor  sereno, 
toda  el  alma  de  América  en  tu  seno! 


LA    NACIÓN  469- 

5.  ¡Qué  limpio  y  claro  resplandor  de  gloria 
bañó,  entre  estruendos  bélicos,  tu  oriente, 
para  anunciar  el  sol  de  la  victoria, 

que  alzaba  en  los  espacios  su  áurea  frente! 
Sol  cuya  lumbre,  a  engrandecer  tu  h  storia, 
de  San  Martín  la  espada  hiriendo  ardiente, 
desde  las  amplias  márgenes  del  Plata 
al  imperio  del  Inca  se  dilata. 

6.  Digno  heroísmo,  a  fe,  de  los  tesoros 
que  derramó  en  tus  labios  la  Natura, 

tus  grandes  ríos  al  rodar  sonoros 

cantan  tu  gloria  y  copian  tu  hermosura. 

Manan  riquezas  tus  abiertos  poros, 

todo,  fulgente,  tu  destino  augura, 

que  Dios  en  ti  arrojó,  al  trazarte  en  grande, 

la  Pampa,  el  Guaira,  el  Paraná  y  el   Ande. 

7.  Tu  suelo  hospitalario,  abierto  al  mundo, 
a  noble  lid  la  humanidad  convida, 

y  de  las  razas  al  hervor  profundo, 
más  amplia  actividad  brilla  encendida; 
al  raudal  de  tu  espíritu,  el  fecundo 
torrente  universal  de  ímpetu  y  vida: 
brindas  al  mundo  hogar,  estadio  abierto, 
y  él  te  recibe  en  su  inmortal  concierto. 

8.  ¡Feliz  si  logras  en  tan  gran  torneo 
incólume  salvar  tu  íntima  esencia! 

Tu  tradición  gloriosa  es  el  trofeo 
mayor  de  tu  ventura  y  tu  opulencia. 
Fe  y  amor  de  tu  raza,  alto  deseo, 
iluminen  por  siempre  tu  existencia, 
y  cuando  engarce  en  ti,  ser  y  destino, 
ciña  luciente  nimbo  de  argentino. 


470  CUADROS    Y    FASES   DE    LA     VIDA    ARGENTINA 

9.  Ya  a  coronar  tu  frente  vencedora, 
la  nueva  edad  resplandeciendo  viene, 

y  a  recoger  la  herencia  que  atesora 

la  gloriosa  Europa,  te  previene. 

Tú  harás,  que  fresca  en  ti,  fecundadora, 

la  inmensa  fuente  de  la  vida  suene, 

y  que  el  puro  pensar,  que  hoy  muerde  el  suelo, 

flote  otra  vez  en  el  azul  del  cielo. 

10.  ¡Oh  patria!  ¡Oh  Madre!  Tu  visión  radiante 
de  respeto  y  de  amor  mi  alma  llena, 

y  en  estrechar  me  gozo  en  cada  instante 
la  que  me  enlaza  a  ti  dulce  cadena. 
¡Pueda  mi  vida  en  tu  regazo  amante, 
consagrada  a  tu  bien,  pasar  serena, 
y  al  recibirme  al  fin  la  muerte  amiga, 
tu  sol  contemple  y  tu  esplendor  bendiga! 

Calixto  Otuela. 

l87.  La  patriotería  y  el  patriotismo. 

Entre  los  muchachos  de  la  escuela,  Simón  es  el  que 
más  alardea  de  patriotismo.  Ostenta  siempre,  en  la  so- 
lapa, los  colores  da  la  bandera.  No  admite  que  en  su 
país  haya  nada  censurable,  ni  que  fuera  de  su  país  haya 
algo  que  no  merezca  censura.  El  género  humano,  para 
él,  se  compone  exclusivamente  de  sus  connacionales, 
pues  considera  a  los  extranjeros  como  una  especie  de 
brutos,  acreedores  sólo  de  menosprecio  y  aun  de  odio. 
Sin  embargo,  no  hace  el  menor  esfuerzo  para  llegar  a 
ser  un  hombre  útil  a  su  patria;  no  estudia,  no  trabaja, 
no  se  apercibe  para  la  vida.  No  considera  a  los  héroes 
nacionales  como  ejemplos  dignos  de  imitarse,  sino  más 
bien  como  temas  de  vacuas  disertaciones.  Todas  las  fies- 
tas patrióticas  le  resultan  escasas  para  abandonarse  a  la 
más  completa  holganza.  Ahora  bien,  ¿qué  es  Simón?   Un 


t.A    NACIÓN  471 

patriotero.  ¿Y  qué  es  un  patriotero?  Un  botarate  que  se 
jacta  de  patriotismo,  aunque  generalmente  carece  de  este 
noble  sentimiento. 

A  la  inversa  de  Simón,  Lucas,  uno  de  los  muchachos 
más  aplicados  de  la  escuela,  estudia,  trabaja,  se  apercibe 
para  la  vida.  Si  bien  habla  poco  de  la  patria,  no  se  le 
oculta  la  conveniencia  de  perfeccionarla.  No  la  ve  única- 
mente en  la  bandera,  en  el  escudo,  en  las  insignias 
militares  y  en  los  altos  funcionarios  del  Estado,  sino 
también  en  los  compatriotas  más  modestos,  y  en  el  cielo, 
en  las  pampas,  en  la  flora,  en  la  fauna,  en  todas  las 
cosas  de  su  tierra.  El  amor  a  los  propios  no  le  hace 
aespreciar  ni  odiar  a  los  extraños,  y  está  siempre  dispuesto 
a  reconocer  el  mérito,  dondequiera  que  lo  halle.  Por  esto, 
Simón  le  acusa  alguna  vez  de  indiferencia.  Sin  embargo, 
Lucas  daría  con  gusto  su  sangre  por  la  patria.  El  culto 
que  le  profesa  es  un  sentimiento  silencioso  e  íntimo,  y 
no  una  actitud  insolente  y  provocadora.  Para  él,  ella 
existe,  no  sólo  en  los  días  de  fiestas  patrióticas,  sino 
todos  los  días  del  año,  y  la  mejor  manera  de  amarla 
estriba  en  el  puntual  cumplimiento  de  sus  deberes.  Ahora 
bien,  ¿qué  es  Lucas?  Un  patriota.  ¿Y  qué  es  un  patriota? 
Un  ciudadano  que  ama  a  la  patria  y  está  siempre  dispuesto 
a  servirla. 

La  patriotería  es  un  vicio,  y  el  patriotismo  una  virtud. 
Aquélla  se  pierde  en  palabras  vanas,  y  éste  perdura  en 
obras  útiles.  Disípase  aquélla  como  el  humo  y  desentona 
como  el  papel  pintado,  y  éste  es  duro  como  la  piedra  y 
agudo  como  el  acero.  La  una  resulta  antipática,  soberbia  y 
contraproducente,  y  el  otro,  amable,  modesto  y  eficaz.  La 
una  constituye  un  disfraz  impúdico  de  las  almas  pequeñas, 
y  el  otro  representa  la  castísima  desnudez  de  las  almas 
grandes.  En  fin,  la  patriotería  es  la  caricatura  del  patriotismo. 
El  patriota  es  el  hombre,  con  todas  las  cualidades  propias 
de  su  estirpe  divina,  y  el  patriotero  es  el  mono  que  parodia 
las  actitudes  más  hermosas  del  hombre. 


472  CUADROS    Y    FASES    DE    LA.  VIDA    ARGENTINA 


188    <iQué  es  la  Patria? 

¿Qué  es  la  Patria?  Es  el  suelo  donde  nacimos,  donde 
vimos  la  primera  luz,  donde  respiramos  el  aire  vivificante 
que  nos  dio  movimiento,  la  atmósfera  que  influyó  en  nuestra 
complexión;  todos  los  objetos  externos  que  formaron 
nuestros  gustos,  nuestros  hábitos,  que  excitaron  nuestras 
afecciones  y  se  ligaron  a  nosotros  por  los  vínculos  de  la 
Naturaleza  y  de  la  sociedad.  La  reunión  de  todos  esos 
objetos  que  nos  son  caros,  es  lo  que  forma  ese  ser  ideal 
tan  querido  que  se  llama  Patria.  ¿Qué  son  las  instituciones!^ 
Las  leyes,  los  usos  y  costumbres  que  nos  aseguran  la 
fruición  de  ese  coniunto  de  objetos  a  que  está  vinculado 
el  amor  de  los  ciudadanos. 

Juan  Ignacio  Gorriti. 

La  Patria  es  la  madre  común  de  todos  los  compatriotas 
vuestros.  Su  nombre  venerando  simboliza  la  unión  de  todos 
los  intereses  en  su  solo  interés,  de  todas  las  vidas  en  una 
sola  vida  imperecedera.  La  patria  no  es  solamente  el 
suelo  donde  nacisteis  y  donde  tienen  arraigo  todos  vues- 
tros recuerdos  y  esperanzas,  el  cielo  que  os  cobiia,  el 
aire  que  respiráis,  la  tierra  que  os  alimenta  y  alimentó 
a  vuestros  padres  y  en  cuyo  seno  descansan  los  huesos 
de  vuestros  antepasados,  sino  también  la  sociedad  misma- 
viviendo  de  una  vida  común,  trabajando  con  un  fin,  y 
marchando  a  realizar  con  el  tiempo  la  misión  que  la 
Providencia  le  ha  señalado. 

Esteban  EchevkhrIa. 

l89.    El  konibre  sin  patria. 

En  el  acto  de  ir  a  lanzar  una  bomba  de  dinamita  den- 
tro de  una  iglesia  llena  de  fieles,  la  policía  aprehendió  a 
un  anarquista.  Preventivamente  preso,  la  ¡usticia  le  seguía 
un  juicio  por  su  tentativa.  Invitósele  a  nombrar   un    defen- 


LA    NACIÓN  473 

sor,  y,  ya  porque  mi  nombre  le,  hubiera  sido  sugerido,  ya 
porque  conociese  algunos  de  mis  libros  y  simpatizara  con 
mis  ideas,  el  hecho  es  que  me  designó  para  que  le  pa- 
trocinase como  abogado. 

No  dejándome  tiempo  para  pleitos  mis  trabajos  socio- 
lógicos y  literarios,  resolví  declinar  la  designación.  Pero 
pensé  que  sería  cruel  negar  toda  defensa  a  un  hombre 
sobre  quien  pesaba  acusación  tan  grave;  quizá  no  encon- 
trase él  por  sí  mismo  otro  letrado  idóneo. . .  Así,  aunque 
no  aceptara  la  gestión,  parecióme  un  deber  de  humani- 
dad ir  a  verle  a  la  caree! ;  podría  tal  vez  recomendar  la 
causa  a  un  buen  jurista,  que  dispusiera  de  más  tiempo. 
Confieso,  por  otra  parte,  que  sentía  viva  curiosidad  por 
conocer  al  reo,  pues  la  prensa  y  el  piíblico  le  presentaban 
como  una  especie  de  orangután,  como  un  repugnante 
monstruo,  moral  y  físico. 

Cuando  entré  de  visita  en  la  prisión  y  le  vi,  no  pude 
menos  de  preguntar  al  carcelero:  «¿No  nos  habremos 
equivocado  de  celda?  ¿Es  éste  el  hombre,  realmente?» 
Aseguróseme  que  lo  era*  y  que  no  había  tal  equivocación, 
y  pedí  que  se  nos  dejara  solos,  al  reo  y  a  mí.  Aquel  te- 
rrorista, acusado  de  tres  o  cuatro  atentados  en  Europa ; 
aquella  bestia  feroz,  siempre  sedienta  de  sangre  —  el  oran- 
gután, el  monstruo — ,  era  simplemente  un  muchacho  páli- 
do, enjuto,  encorvado,  con  aire  de  tristeza  y  de  fatiga. 

Díjele  primeramente  que  le  agradecía  el  haber  puesto 
su  confianza  en  mí.  Aunque  no  podía  representarle  perso- 
nalmente, recomendaría  la  defensa,  mediante  su  autor, - 
zación,  a  quien  pudiera  hacerla  acaso  mejor  que  yo  mismo. 
El  terrorista  se  encogió  de  hombros;  tanto  le  daba  que 
fuese  yo  como  cualquier  otro. . . 

Apenado  por  el  destino  del  infeliz,  no  me  dejé  vencer 
por  su  hosquedad  y  descortesía.   Al  contrario,  tuteándole 
como  si  fuera  mi  hijo  o  mi  discípulo,  le  dije:  «Mira,   no 
sólo  quiero  que  seas  generosamente  defendido  por  tu  mala 
acción,  ante  los  jueces;  quiero  también  defenderte  de  tus 


474 


CUADROS    Y    FASES   DE    LA     VIDA    ARGENTINA 


malas  ideas,  ante  ti  mismo  >.  Tendió  hacia  mí  las  manos 
con  marcada  impaciencia,  como  para  rechazarme;  en  su 
mirada  brilló  un  relámpago  de  ira  . . 

«  Harto  sé,  amigo  mío,  continué,  impasible,  que  tienes 
tus  principios»  y  que  no  careces  de  cierta  ilustración.  Sé 
también  que  no  será  fácil  convencerte.  Pero,  seamos  ló- 
gicos: una  idea,  para  ser  buena,  ¿no  ha  de  provenir  del 
razonamiento?  Tú  no  conoces  más  que  un  aspecto  de  la 
«  cuestión  social  » ;  hasta  ahora  no  has  leído  más  que  libros 
de  propaganda  anarquista.  ¿No  sería  justo  que,  para  ra- 
zonar fundadamente,  conocieses  también  las  opiniones 
opuestas?  ¿Cómo  puedes  condenar  a  la  sociedad  sin 
haberla  escuchado?  ¿Acaso  la  sociedad  te  condena  a  ti 
sin  escuchar  tu  defensa?...  ¡Muy  flojas  serán  tus  convic- 
ciones si  tanto  temes  una  doctrina  contraria ! . . .  Porque, 
entiéndelo  bien,  no  vengo  aquí  a  recriminarte;  vengo  sólo 
a  cambiar  ideas  contigo.  Tal  vez  saque  yo  algo  tuyo  de 
nuestra  plática,  tal  vez  saques  tú  algo  mío,  tal  vez  no  in- 
fluya ella  nada  en  nuestros  ánimos...  ¡Si  antes  has  tenido 
valor  físico  para  arrojar  una  bomba,  tenlo  ahora  moral 
para  escuchar  a  un  hombre  que  sólo  desea  tu  bien ! » 

Mis  argumentos  parecieron  ejercer  alguna  influencia 
en  el  reo.  Clavó  en  mí  la  mirada  con  cierta  curiosidad, 
y  se  puso  como  involuntariamente  en  actitud  de  escu- 
charme. Tomé  asiento  en  un  banco  frente  a  él,  saqué  la 
petaca,  oírecíle  un  cigarrillo,  que  no  me  fué  aceptado,  y 
encendí  el  mío.  Luego  le  pregunté:  «Dime  cuál  es  tu 
patria».  Sombrío,  enérgicamente  sombrío,  repuso  con 
marcado  acento  extranjero :  « ¡  Yo  no  tengo  ni  tuve  jamás 
patria !  » 

Después  de  una  pausa,  le  dije :  «  He  ahí  algo  que  yo 
no  alcanzaré  nunca  a  comprender.  Para  mí  es  tan  extraño 
que  un  hombre  me  asegure  que  desconoce  la  idea  de 
patria,  como  si  me  sostuviera  que  nunca  tuvo  padres,  que 
nació  del  aire  o  de  la  tierra.  Todo  hombre,  por  el  solo 
hecho  de  nacer,  tiene  o  tuvo  padres,  y,  por  el  soio  hecho 


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LA    NACIÓN 


475 


de  vivir,  tiene  o  tuvo  una  patria,  originaria  o  adoptiva: 
el  país  en  que  vive,  el  país  que  ama.  —  i  Yo  no  amo  a 
país  alguno!  La  patria  en  que  nací  es  para  mí  una 
cueva  de  ladrones...  —  ¡En  hora  buena!  Veo  que  princi- 
piamos a  entendernos.  No  niegas  id  que,  así  como  naciste 
de  padres  humanos,  tienes  una  patria  originaria,  el  país 
en  que  naciste.  Pero  niegas,  ignoro  si  con  razón  o  sin 
ella,  que  tal  patria  sea  digna  de  ser  amada.  Por  esto  la 
has  abandonado  y  te  refugias  en  la  República  Argentina. 
¿Negarás  asimismo  que  la  República  Argentina,  por  la 
liberalidad  de  sus  leyes  e  instituciones,  es  una  patria  digna 
de  ser  amada? »... 

No  respondiendo  a  mi  pregunta,  encastillóse  el  joven 
en  esta  respuesta,  que  era  en  él  como  una  obsesión: 
«¡Yo  no  tengo  patria  ni  Dios!  —  ¡No  confundamos  las 
cuestiones,  mi  amigo!,  le  repliqué  al  punto.  Puedes  creer 
o  no  creer  en  tal  o  cual  Dios;  aquí  no  se  te  obliga,  ni 
jurídica  ni  moralmente,  a  profesar  un  credo  determinado. 
Por  otra  parte,  no  trataré  yo  de  probarte  la  existencia 
de  Dios,  porque  esto  implicaría  entrar  en  un  campo  de 
abstracciones  donde  quizá  no  podamos  entendernos,  y  yo 
quiero  ante  todo  que  nos  entendamos.  La  patria  no  es  una 
abstracción,  como  las  ideas  religiosas;  es  algo  concreto:  un 
país,  una  historia,  un  pueblo...  Tú  puedes  verla,  palparia, 
sentirla.  ¿Negarás  acaso  la  existencia  de  la  República 
Argentina,  como  niegas  la  de  Dios?   ... 

Estimulado  por  mis  observaciones,  el  hombre  sin 
patria  explayó  sus  ideas.  Creía  que  la  sociedad,  que  todas 
las  sociedades  del  mundo  estaban  injustamente  organizadas; 
debían  suprimirse  la  autoridad,  la  propiedad,  la  ley... 
«¿Para  qué?,  le  pregunté  yo.  —  ¡  Para  nuestra  dicha!, 
repuso.  —  Esto  es,  para  la  dicha  de  la  mayoría.  Pero, 
¿crees  tú  que  los  hombres  de  nuestra  época  serían  felices 
si  volvieran  a  la  vida  de  los  bosques?  ¿No  se  ha  adaptado 
ya  el  organismo  humano  al  uso  de  trajes,  de  habitaciones, 
de   ferrocarriles   y   de   vapores,    en   fin,  al  ambiente  de  la 


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476  CUADROS    Y    FASES    DE    LA     VIDA    ARGENTINA 

civilización?  —  No  podría  desconocerlo...  —  Ahora  bien, 
¿crees  que  es  posible  realizar  la  cultura  sin  uua  división 
adecuada  del  trabajo  social,  sin  leyes,  sin  instituciones,  sin 
autoridades?»... 

En  este  punto  volvió  a  disertar  animadamente  el 
hombre  sin  patria.  Debía  muy  bien  haber  trabajo  social 
y  normas  de  conducta,  aunque  no  leyes  ni  instituciones; 
no  aspiraba  él  a  destruir  la  sociedad,  sino  a  redimirla,  a 
sanear  sus  bases  y  sentimientos,  sus  usos  y  costumbres... 
«Te  comprendo,  le  interrumpí.  ¡Para  apresurar  el  adve- 
nimiento de  una  nueva  era  de  progreso  es  para  lo  que 
tú  supones  convenientísimo  arrojar  bombas  explosivas, 
sacrificando  millares  de  inocentes!...  ¿Has  pensado  si  tal 
medio  es  realmente  eficaz?  Yo  opino  más  bien  que, 
para  el  triunfo  de  las  ideas  avanzadas,  resulta  contrapro- 
ducente, en  definitiva.  Un  atentado  anarquista  o  terrorista 
produce,  ante  todo,  el  efecto  de  cerrar  las  filas  de  los 
conservadores.  En  la  inmensa  mayoría  del  pueblo  se 
provoca  una  reacción  contra  el  radicalismo.  Lejos  de 
hacer  avanzar  tu  «causa»,  suponiendo  que  sea  una  legítima 
causa  social,  la  haces  retroceder.  Lejos  de  favorecer  al 
partido,  la  sangrienta  injusticia  de  semejante  crimen  lo 
perjudica...  ¡Crees  ir  adelante,  y,  en  tu  propio  carril, 
retrogradas!  ». 

Vacilando,  el  hombre  sin  patria  me  preguntó:  «¿Cómo 
propagar,  pues,  nuestras  ideas  de  progreso?  —  ¡Por  la 
persuasión,  le  contesté,  no  por  la  violencia,  siempre  por 
la  persuasión!  ¿Hay  acaso  quien  te  lo  pueda  impedir  en 
la  Repiíbh'ca  Argentina?  ¡Aquí,  más  que  en  ninguna  parte, 
si  eres  radical,  por  temperamento  o  por  convicción,  para 
hacer  aceptar  tus  propias  ideas  debes  ser  también  acérrimo 
antiterrorista! ». 

Por  la  expresión  del  rostro  de  mi  interlocutor,  más 
que  por  sus  palabras,  ratifiqué  mi  presunción  de  que  no 
se  trataba  de  uno  de  aquellos  degenerados  que  arrojan 
bombas  como  en  un  acceso   epiléptico.   Más  bien   era   una 


LA    NACIÓN  477 

víctima  de  una  información  sociológica  deficiente  y  mal 
encaminada.  Lanzado  a  estas  playas  por  un  horrible 
naufragio  de  su  existencia,  de  su  familia,  casi  diría  de  su 
patria  originaria,  resultaba  entre  nosotros  un  ser  exótico, 
pero  no  sin  vitalidad  para  poderse  adaptar  al  nuevo  medio 
social.  Necesitaba  una  sana  enseñanza,  que  equilibrase  o 
destruyese  los  nocivos  efectos  de  sus  escasos  e  incompletos 
conocimientos  de  la  política,  de  la  historia,  de  la  vida.  Pude 
yo  dársela,  en  cinco  o  seis  largas  conversaciones;  con 
arduo  trabajo  expuse  al  hombre  sin  patria  lo  que  había 
sido,  lo  que  era  y  lo  que  debía  ser  la  patria. 

Si  no  descuidé  yo  su  instrucción,  tampoco  descuidó 
el  abogado  su  defensa.  No  obstante  la  gran  indignación 
pública  que  había  producido  su  tentativa  criminal,  conde- 
nósele  a  una  pena  que  tenía  cumplida  ya  en  su  prisión 
preventiva  durante  la  substanciación  del  juicio.  Acostum- 
brado al  régimen  mucho  más  severo  de  su  antiguo  país, 
él  mismo  debió  sorprenderse  de  la  benignidad  de  las  leyes 
y  jueces.  Escribióme  una  carta  muy  agradecido,  y  luego 
desapareció  de  mi  vista,  entre  la  muchedumbre. 

Años  y  años  pasaron  en  los  que  nada  supe  del  hombre 
sin  patria.  «¿Qué  habrá  sido  de  él?,  solía  preguntarme. 
¿Será  todavía  un  peligroso  anarquista?  ¿Habrá  muerto  en 
el  patíbulo,  después  de  atentar  en  el  extranjero  contra  la 
vida  de  algún  gobernante,  monárquico  o  republicano?»...  En 
esta  incertidumbre,  no  habiendo  podido  olvidar  del  todo  a 
mi  discípulo  de  ocasión,  un  día,  a  propósito  de  la  impre- 
sión de  un  libro,  tuve  que  ir  personalmente  a  los  talleres 
de  una  imprenta  para  dar  mis  instrucciones  al  regente.  El 
regente  era  un  hombre  grueso,  y  por  todos  los  poros 
respiraba  honradez,  salud  y  buen  humor.  Recibióme  visi- 
blemente turbado...  En  alguna  parte  había  yo  visto  aquel 
rostro...  ¿Dónde?...  ¿Cuándo?...  No  tardó  él  mismo  en 
sacarme  de  dudas:  ¡era,  hecho  hombre,  el  joven  anarquista 
de  marras!  Trabajaba,  tenía  mujer  e  hijos,  era  feliz  cuanto 
se  puede  serlo  en  este  mundo...  ¿Y  sus  ideas?  ¡Aquello,  un 


478  CUADROS  Y  FASES  DE  LA  V  DA  ARGENTINA 

mal  sueño  de  la  juventud,  estaba  ya  lejos,  muy  lejos!... 
Ahora  era  un  buen  ciudadano  argentino,  y,  por  cierto,  ¡más 
conservador  que  yo  mismo!...  Siempre  se  acordaba  de 
mí,  si  bien,  por  cortedad,  iba  dejando  de  un  día  para  otro 
el  hacerme  una  visita  con  su  mujer  y  sus  hijos,  como  lo 
tenía  proyectado.  Yo  había  sido  su  salvador;  a  mí,  sólo  a 
mí  me'debía  su  dicha...  «¿Cómo?,  le  pregunté.  —  ¡Usted 
hizo  mi  felicidad,  me  contestó,  porque  usted  me  enseñó  a 
amar  a  la  patria!  >. 

Ninguna  lección  mía,  ni  la  más  erudita  que  haya  dado 
ante  mi  habitual  auditorio  universitario,  ha  producido  mayor 
provecho.  ¡Había  yo  labrado  la  felicidad  de  un  hombre! 
¡  Había  yo  dado  a  la  patria  un  ciudadano  útil,  padre  de 
varios  otros!...  ¡Jamás  podré  olvidar  su  frase  de  gratitud, 
que  he  grabado  con  letras  de  oro  en  el  libro  de  mi  vida! 
Placeríame  proclamarla  a  todos  los  padres,  a  todos  los 
maestros,  a  todos  los  vientos:  « i Sabedlo!  ¡Enseñar  a 
amar  a  la  patria  es  hacer  la  felicidad  de  los  hombres!». 

l90.    ¡Viva    la    Patria! 

(Glosa  de  una  parábola  antigua*. 

Érase  un  sabio  anciano,  padre  de  siete  robustos 
mancebos,  que  vivían  en  la  indiferencia  y  la  discordia. 
Sintiendo  cercana  la  hora  de  la  muerte,  un  día  los  llamó. 
Presentóles  un  haz  de  siete  varas  sólidamente  atado,  y  les 
dijo:  «Legaré  toda  mi  hacienda  a  aquel  de  vosotros  que 
pueda  quebrar  este  haz». 

Uno  por  uno  lo  intentaron  en  vano  los  siete  mancebos 
que  vivían  en  la  indiferencia  y  la  discordia,  y  exclamaron: 
«No  podemos,  padre». 

Entonces  el  anciano  desató  el  haz  y  lo  rompió  sin 
esfuerzo,  vara  tras  vara.  Hiciéronle  notar  sus  hijos:  «Así, 
también  podríamos  haberlo  hecho  nosotros,  padre».  Y  el 
anciano  repuso:  «Esta  lección,  hijos  míos,  es  la  mejor  he- 
rencia que  os  dejo.  Aprovechadla.  Desunidos,  cualquiera  os 


LA    NACIÓN  479 

podrá  quebrar,  como  yo  quebré  esas  varas.  Unidos  todos 
por  el  amor  de  hermanos  seréis  fuertes  e  invencibles 
como  el  haz ». 

Esto,  que  dijo  aquel  sabio  anciano  a  sus  hijos,  debe 
repetir  la  patria  a  los  suyos.  Un  pueblo  no  es  más  que 
una  familia.  Una  nación  es  sólo  un  numeroso  grupo  de 
hermanos. 

Los  pueblos  cuyos  hijos  viven  en  la  indiferencia  y 
la  discordia,  desgastan  sus  fuerzas  en  estériles  reyertas. 
La  Envidia  siega  las  cabezas  que  sobresalen,  con  la  gua- 
daña de  la  muerte.  La  nación  mata  sus  mejores  guías, 
como  Saturno  que  devoraba  a  sus  hijos.  La  guerra  civil 
desangra  a  la  patria,  y  la  difamación  la  envenena.  Enróscase 
entonces  en  su  cuerpo  indefenso  la  Anarquía,  una  hidra 
feroz  de  dos  cabezas :  la  mediocridad  y  el  despotismo. 

Los  pueblos  que  fueron  gloriosos  en  la  historia,  lo 
fueron  siempre  porque  sus  hijos  amaban  a  la  patria.  Y 
todos  los  hombres  que  fueron  grandes,  cimentaron  su 
grandeza  en  el  desprecio  a  los  intereses  mezquinos  y  en 
el  amor  a  los  ideales  generosos,  especialmente  ai  ideal 
de  la  patria. 

Sólo  en  las  sociedades  decadentes  y  corrompidas  los 
hombres  carecen  de  patriotismo.  Estas  sociedades  están 
destinadas  a  debilitarse  y  perecer,  pues  en  la  tierra  hay 
muchas  naciones,  y  las  fuertes  son  a  veces  enemigas  de 
las  débiles ;  codician  sus  riquezas  y  requieren  sus  territo- 
rios. Ningún  pueblo  puede  relajar  sus  lazos  de  asociación, 
porque  ningún  pueblo  está  solo  en  el  mundo. 

Aunque  se  pertenezca  a  un  pueblo  de  historia  innoble 
y  lamentable,  debe  amarse  a  la  patria.  Pero,  cuando  se 
tiene  la  suerte  de  nacer  en  una  patria  libre  e  invicta,  como 
la  República  Argentina,  amarla  no  entraña  forzado  sacrificio, 
sino  legítimo  orgullo.  Pertenecer  al  pueblo  de  San  Martín 
y  Belgrano,  de  Rivadavia  y  Sarmiento,  de  Echeverría  y 
Alberdi,  es  sentirse  miembro  de  una  familia  de  hombres 
ilustres,  y  esto  nos  obliga  a  ser  dignos  de  nuestros  padres- 


480  CUADRO.S    Y    FASES    DF.    LA    VIDA    ARGENTINA 

Mas  no  ha  de  confundirse  la  gloria  con  la  vanagloria, 
el  patriotismo  con  la  patriotería.  Éste  es  la  torpe  jactan- 
cia de  los  débiles  e  incapaces;  aquél,  el  esfuerzo  callado 
y  potente  de  los  que  trabajan  y  obran.  Lo  uno  es  femenino 
apego  al  oropel  y  ai  fausto ;  lo  otro,  fuerza  de  varón  y 
pujanza  de  héroe.  Cubrios  de  hierro  como  los  caballeros 
de  los  siglos  medios,  y  no  de  brocados  y  encajes  como 
las  damas.  En  la  palestra  de  la  vida,  los  fuertes  no  son 
espectadores,  sino  luchadores. 

Se  dice  que  el  amor  a  la  patria  es  un  sentimiento  «lí- 
rico »,  sin  valor  en  la  vida  práctica  del  individuo...  ¡Nunca 
error  más  torpe !  La  grandeza  de  la  patria  constituye  para 
el  individuo  la  más  pura  y  fecunda  fuente  de  goces,  y  su 
derrota,  principio  de  inagotables  penas  y  hasta  de  físicas 
penurias.  Vivir  en  tiempos  de  derrota  es  vivir  en  la  indi- 
gencia, la  tristeza,  la  sombra.  En  cambio,  los  triunfos 
de  la  patria  son  la  luz  y  el  aire  para  las  almas  de  los 
ciudadanos,  buenos  o  malos.  ¡Seamos  patriotas  hasta  por 
egoísmo ! 

La  patria  nos  devuelve  con  creces  nuestros  servicios 
y  homenajes.  De  su  poder  y  felicidad  dependen  el  poder 
y  felicidad  de  cada  uno.  Seamos,  pues,  como  los  pámpanos, 
que  cobijan  y  protegen  amorosamente  los  dulces  racimos 
de  la  madre  vid. 

Si  el  culto  de  la  patria  es  el  culto  de  lo  mejor  de  nos- 
otros mismos,  el  amor  a  la  patria  se  funda  en  el  conoci- 
miento de  nuestra  historia.  Es  nuestro  pasado  lo  que  nos 
une  para  defender  nuestro  porvenir.  Suprimid  el  recuerdo 
de  nuestras  glorias  y  de  nuestros  hombres,  y  la  nación  se 
disgregará  como  las  perlas  de  un  collar  cuyo,  hilo  se  desata 
o  se  corta.  Somos  grandes  por  la  memoria  de  lo  que  juntos 
hemos  hecho,  y  fuertes,  por  la  esperanza  de  lo  que  juntos 
hemos  de  hacer. 

Amar  a  la  patria  es  servirla.  Y  no  hay  más  que  un 
medio  de  servirla :  el  trabajo.  Para  que  el  trabajo  sea  armó- 
nico y  congruente,  no  hay  más  que  un   sistema:  que  cada 


LA    NACIÓN  481 

uno  siga  su  línea,  como  los  soldados  cuando  marchan  en 
formación  hacia  el  campo  de  batalla.  Si  codeamos  a  nuestro 
vecino  o  nos  apartamos  de  nuestro  puesto,  el  ejército 
perderá  su  cohesión  y  el  enemigo  puede  sorprendernos  en 
el  desorden. 

El  trabajo  con  que  sirvamos  a  la  patria  no  será  eficaz 
si  no  se  respeta  la  ley.  La  ley  dispone  lo  necesario  para 
que  cada  ciudadano  pueda  realizar  sus  fines  particulares  y 
tiene  por  objeto  la  felicidad  de  todos.  Quien  falta  a  la  ley, 
ataca  a  los  demás.  Si  los  ataca,  no  los  ama,  y  no  amar  a 
los  conciudadanos  implica  no  amar  a  la  patria. 

La  República  Argentina  es  un  país  grande  y  rico.  Pero 
el  pueblo  argentino,  aunque  noble  y  generoso,  es  todavía 
relativamente  chico  y  pobre.  Es  chico,  por  su  escasa 
población  respecto  de  su  vasto  territorio.  Es  pobre,  porque 
debe  muchos  millones  de  deuda  externa,  y  sus  empresa^ 
más  lucrativas  están  explotadas  por  capitalistas  extranjeros. 
¡Hay,  pues,  que  poblar  el  país  y  que  pagar  esa  deuda 
externa  y  rescatar  esos  capitales!  ¿Cómo?  Por  la  dedicación 
al  trabajo  y  el  respeto  a  la  ley. 

No  olvidemos,  ¡ah!,  no  olvidemos  la  lección  de  aquel 
sabio  anciano,  padre  de  siete  robustos  mancebos,  que 
vivían  en  la  indiferencia  y  la  discordia.  No  olvidemos  que 
desunidos  seremos  débiles  y  miserables,  y  que  unidos 
seremos  fuertes  y  poderosos.  No  olvidemos  que  sólo  un 
sentimiento  podrá  ligarnos  y  dar  cohesión  a  nuestros 
esfuerzos:  el  patriotismo.  Y  así  en  las  horas  de  lucha 
como  en  las  horas  de  triunfo,  así  en  los  recuerdos  como 
en  las  esperanzas,  así  en  la  vida  como  en  la  muerte, 
elevemos  siempre  los  corazones  para  clamar  todos  con 
una  sola  voz:  «¡Viva  la  Patria!». 


ÍNDICE 


Los  artículos  que  llevan  el  signo  *  son  poesías. 

Los  artículos  que  no  llevan  firma,   salvo  los  romances  y  proverbios 

populares,  son  originales  del  autor. 

PARTE  PRIMERA 

La  tradición  y  la  historia  del  pueblo  argentino 

NÚM.  PÁG. 


1.*  Ofrenda  a  la  Patria. 


I.   La  leyenda  de  América 

2.*  Atlántida  (fragmento  i O.  V.  Andrade  2 

3.    La  leyenda  de  la  Atlántida 2 

4*  América  (fragmento) José  Mármol  4 

II.   La  cuitara    iadígena 

5.  La  leyenda  de  Manco-Capac Diógenes  Dccoud  5 

6.  La  cultura  quichua Según  y.  V  González  6 

7.  La  cultura  quichua  de  los  Lules Según  P.  Groussac  8 

8.  Restos  de  la  cultura  calchaquí Se^ún  J.  B.  Ambrose/ti  10 

III.    El  pueblo  español 

9.*  Entrada  del  rey  Wamba  en  Toledo,  para   coronarse   rey  (romance 

anónimo) 13 

10.*  El  Cid  y  el  moro  Abdalla  (romance  anónimo) 14 

11*  Elogio  del  Cid  (romance  anónimo.) 15 

12.*  El  hombre  que  perdió  su  sombra  15 

13.    Hidalguía  española 17 

14.*  Las  dos  grandezas E-  de  la  Barra  18 

15.*  Felipe  II  y  la  noticia  de  la  batalla  de  Lepanto  (romance   anónimo)  20 

1 6.  El  genio  español 20 

IV.   El  descubrimiento  y  la  conquista 

17.  Colón  y  el  descubrimiento  del  Nuevo  Mundo Según  M.  A.  Pelliza  23 

18  •  A  Colón  (soneto) Barlolomé  Mitre  25 

19.  Agudeza  de  Atahualpa Según  El  Inca  Garcilaso  de  la  Vega  25 

20.  El  descubrimiento  del  río  de  la  Plata Según  L.  L.  Domínguez  26 

21.  La  tradición  de  Lucía  Miranda  —  Según  G.  Funes  y  J.  M.  Gutiérrez  28 

22.  La  fundación  de  Buenos  Aires 

I.  La  primera  fundación Según  L.  L.  Domínguez  32 

II.  La  comarca P.  Groussac  35 

III.  La  segunda  y  definitiva  fundación J.  L.  Cantiío  36 


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ÍNDICE  485 


PÁG. 


51*  A  la  victoria  de  Chacabuco  (fragmento) E.  de  Luca  y  Patrón  116 

55.*  En  la  Victoria  de  Maipo  (abreviado» V.  López  y  Planes  118 

56.    Paralelo  ^entre  Bel Jrano  y  San   Martín Bartolomé  Mitre  119 

57.*  Buchardó   (soneto) D.  Torres  Frías  122 

VIH.    La  época  de  la  Organización    nacional 

58.  Los  3.000  pesos  de  Donego 122 

59.  Rivadavia  y  sus  reformas Según  J.  M.  Gutiérrez  1 25 

60*  Alegoría  de  la  victoria  de  Ituzaingó /.  C.   Várela  129 

61.  Perder  a  ia  patria,  salvándola 130 

62.  El  general  Paz  y  el  caudillaje J    V.  Uonzálcz  131 

65  •  Al  general  LaValle O.    V.  Andrade  134 

64.  La  personalidad  moral  de  Rosas J.  M.  Ramos  Mefia  135 

65.  La  presidencia  de  Urquiza. 

I.  Antecedentes '37 

II.  La  administración  en  la  presidencia  de  Urquiza 140 

66.  La  democracia  argentina 143 

67.  El  federalismo  argentino -  145 

68.  La  Constitución  Nacional 148 

69.  El  nombre  de  la  República  Argentina. 

I.  Origen  del  nombre  del  río  de  la  Plata Según  E.  Madero  150 

II.  Origen  del  nombre  de  la  República  Argentina 151 

70.  Nuestra  pairia  y  las  demás  naciones 152 

PARTE    SEGUNDA 

La    poesía    argentina 

71*  La  poesía  argentina 158 

I.   La  poesía  popnlar 

72.  La  poesía  gauchesca 158 

73.  Anastasio  el  Pollo 165 

74.  El  gaucho  Martín  Fierro. 

I.  El  gaucho  malo ■•■• 166 

II.  Martín  Fierro '70 

II.    La  poesía  artística 

75.  El  Himno  Nacional  Argentino  y  su  autor 172 

76.  La  muerte  de  Esteban  de  Luca 176 

77.  Florencio  Balcarce,  el  poeta  adolescente 177 

78.  Juan  Cruz  Várela,  el  poeta  clásico 179 

79.  Echeverría,  el  poeta  romántico 182 

80.  Mármol,  el  poeta  proscripto 189 

81.  Juan  María  Gutiérrez,  el  maestro  poeta 193 

82.  Juan  Chassaing,  el  poeta  soldado '96 

83.  Ricardo  Gutiérrez,  el  poeta  cristiano 197 

84.  Andrade,  el  poeta  fantástico 199 


486  ÍNDICE 


PARTE  TERCERA 

En    el    país    argentino 

NÚM.  PÁG 

85.*    El  tesoro  del  país  argentino '2ü'2 

I.   Ed  la  región  oriental 

86.*  El  Paraná  y  el  Uruguay L.  L.  Domínguez  203 

87.  La  formación  del  Paraná  y  de  sus  islas Según  E.  L   Holmberg  204 

88.  El  Tempe  argentino Según  M.  Sastre  208 

89.  Peludiando  en  el  País  de  los  Matreros 

Según./.  S.  Alvarez  (Frc,y  Mocho)  211 

90.  La  Mesopotamia  argentina 213 

91.*  La  vuelta  al  hogar O     V.  Andradc  215 

92.  Los  gauchos  judíos A.  Gerchunoff 

I.  El  Himno  Nacional 216 

II.  La  trilla 220 

93.  Escena  de  una  creciente  del  río  Paraná  en  Corrientes 

Según  y.  G.  Guaslavino  222 

94.  La  selva  misionera L.  Lugoncs  223 

95.  La  maravilla  de  América '/.  Bernárdez  229 

il.    En  la  Pampa 

96.*  El  Desierto  (fragmento) £".  Echeverría  232 

97.*  Al  Pampero R.  Obligado  234 

98."  El  Ombú  (abreviado) L.  L.  Domínguez  254 

99.*  En  la  Pampa  (soneto) .-1.  do  Estrada  (hijo)  236 

100.  Lluvia  en  la  Pampa /?.  /  Pa^ró  236 

101.  Los  nidos  de  los  cuervos  pampeanos Según  R.  Senet  239 

102.  La  yerra Martíniano  Leguizamón  243 

103.  El  gaucho 245 

I.  Semblanza  del  gaucho. 

II.  Vida  y  costumbres  del  gaucho 247 

III.  El  payador 251 

IV.  Decadencia  y  significación  del  gaucho 253 

III.   En  el  interior 

1 04.  El  país  de  las  colonias /.  Alvarez 

I.  El  país 257 

II.  La  población  indígena  y  la  colonización  española 260 

III.  La  colonización  argentina 261 

105.  Las  sierras  de  Córdoba 263 

106.  La  sierra  puntana ./.   \/.  Gcz  267 

107.  Los  bosques  de  Santiago  del  Estero Según  L.  Fazio  269 

108.*   fucumán  (fragmento) E.  Echeverría  272 

109.  Panorama  de  Tucumán P.  Groussac  273 

110.  Frente  al  Aconquija Según  M.  Bernárdez  275 

111.  Tipos  clásicos  del  campo D.  F.  Sarmiento  277 

I.  El  rastreador 277 

II    El  baquiano 280 

III.  El  cantor 283 

1 12.  El  arriero  de  la  llanura  interior C.  Jbarguren  285 

113.  La  vuelta  de  la  zafra Según  M.  Bernárdez  288 


ÍNDICE  487 


IV.   En  la  región  central  andina 

WftM.  PÁG 

1 14.  Mendoza,  la  moderna  ciudad  de  los  Césares 289 

115.  Las  alboradas  en  la  ciudad  de  Mendoza 5.  Estrada  293 

116.  Travesía  de  la  cordillera  de  los  Andes  por  el  paso  del  Portillo  — 

Según  5.  Estrada  293 

117.  Valles  vecinos  a  la  ciudad  de  San  Juan.. Según  M.  Bernárdez  299 

118.  Una  bodega 301 

119.  La  noche  en  las  montañas  de  La  Rioja Según  y.  V.  González  303 

120-    El  valle  de  Catamarca Según  F.  Espeche  305 

V.    En  el  Norte 

121.  Panorama  de  la  ciudad  de  Salta.' Según  M.  Bernárdez  306 

122.  Los  «tajaretes»  de  Salta 313 

123.  Los  ríos  de  Ju)uy Según  E.  A.  Holmberg  (hijo)  314 

121*  El  indio  viejo  (romance) M.  Gálvez  316 

125.  Una  aventura  en  el  Chaco 316 

VI.   En  el  Sor 

126.  Los  faros  de  las  costas  argentinas 321 

127.  La  Australia  argentina Según  C.  M.  Moyana  y  R.  J.  Hayró  323 

128.  La  Suiza  Argentina Según  F.  P.  Moreno 

I.  Paisaje  del  lago  Nahuel-Huapí 324 

II.  La  Suiza  Argentina 326 

129.  Navegación  en  los  canales  de  Tierra  del  Fuego..  Según  R.  J.  Payró  3^'' 

PARTE  CUARTA 

Cuadros  y  fases  de  la  vida  argentina 

130*  Nuestra  vida 332 

I.   El  hogar 

131.*  El  consejo  maternal O.  V.  Andrade  332 

132.    Amor  paterno Víctor  Mercante  334 

133.*  En  el  hogar /'/I/ Aowe> C.  Guido  y  Spano  338 

134.  La  obediencia  de  los  hijos 340 

135.  La  asistencia  de  los  hijos 341 

136.  Los  hermanos  malos  y  el  buen  hermano 342 

137.*  La  mujer /.  M.  Gutiérrez  545 

138.  La  familia Según  /.  M.  Torres 

I.  La  constitución  de  la  familia 344 

II.  El  matrimonio 344 

III.  El  gobierno  de  la  familia 3 15 

II.   La  casa  y  la  haerta 

1 39.  La  casa  parterna ü.  h.  Sarmiento  346 

140.*  El  ratoncillo  (fábula) 351 

141.  El  naranjo A.  de  Estrada  (hijo)  351 

142.  Las  aves  de  corral o54 


488 


índice 


III.    El   oi6o 


tióu. 
143. 


Recuerdos  de  la  infancia. 

I.  Los  primeros  recuerdos  

II.  Los  primeros  entusinsmos.. 

III.  Las  primeras  lecciones 

IV.  Los  primeros  experimentos 

V.  Conclusión 

144.    Los  juegos  de  los  niños 


IV.    La   Naturaler. 


Pío 

556 
361 
366 
374 
378 
3KI 


145.*  Adivina,  adivinador. 

146. 

147.* 

148.» 

149. 

150. 

151.* 

1^2. 


383 

La  bendic  ón  del  aire A.  Bunge  584 

La  madru'iada E.  dfl  Carrít  'Annstasio  el  Pollo)  388 

Las  cu. itro  estaciones ^S9 

La  vida  de  un  zorro c.  Onelli  390 

Los  nidos  de  las  aves 394 

¡Pobre  Juan!  (soneto) ivc/os  (Almafuerte)  397 

El  firmamento .Se.iün  Martín  Gil  397 

V.  La  EicaeU 


153.' 

154. 

155. 

156. 

157. 


158. 


159." 

160. 

161. 

162. 

163.» 

161. 

165.» 

166. 

167. 

168. 

169.* 

170. 


El  colegial i    .\fenchaga  401 

Refianes  aplicables  a  los  estudios 402 

Fernando  en  el  colegio ,'li\  It.  Rivarola  402 

El  maestro  de  escuela Jegün  D.  F.  Sarmiento  404 

La  elección  de  compañeros 407 

VI.  La   Coaciencia 


Preceptos  y  proverbios. 

I.  Preceptos 

II.  Proverbios 

La  conciencia  (fábula)    

El  deber  oel  aseo 

La  modestia 

La  crueldad 

La  beneficencia 

El  ladrón 

Los  dos  gatos  (fábula) 

El  honor 

Encuentro  con  un  antiguo  condiscípulo. 

Los  jóvenes  y  los  viejos 

¡Adelante!  (soneto) 

El  enfermo  y  la  Muerte 


VII.  El  caBB 


171.*  Del   campo 

172.»  ¡Adelante! 

173.*  Consejos  del  Viejo  «Viscacha»  (fraí 
174.    Estancias  y  colonias 


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índice 


48í) 


VIII.   La  ciudad 

175.  La  ciudad...  4,16 

176.  Historia  de  un  iu)ro.   442 

177.  Una  visita  al  JarJin  ;  ológico 416 

178.  Una  visita  al  Milpeo    stórico  nacional 451 


IX.   La  Naciói 


179 

180 

181 


J    Chassaing 


458 
460 


lil.  La  liberta  1  y  . 
IV.  La  libertad  d 


182 
183 
184 
185 
186 
187 
188 
189. 
19ü 


Nuestra  lengua 

•  A  mi  bandera 

La  Libertad- 

I.  Definición  ue  1  libertad J.  J-  de  Urquna 

II    Libertad  y  res  nsabilidad S.  M.  dci  Carril 

pub.icidad Según  O.  Gnrrigós 

silencio J-  ^    Albcrdi 

V.  La  distribucií  del  poder Según  A'.  Oroño 

VL    Los  parrilo  ¡Joliticos ./  E.    Torrenl 

El  periodismo ...J   Figueroa  Alcorta 

El  deber  de  vot.T..   464 

El  patriotismo ./  Figueroa  A/cor/a    466 

•  A  la  Patria f.  </e/ Cfl/7i/>o  (Anastasio  el  Pollo)    4f)7 

•  Patria C.  Oruela    468 

La  patriotería  y  el    triotismo 470 

¿Qué  es  la  ^^*     ^   J-  I   Gorriti  y  E.  Echeverría    472 

El  hombre  - 472 

¡Viva  irt  r  478 


460 
461 
402 
462 
462 
463 
463 


ÍNDICE  PAR   LA  ENSEÑANZA  DE  LA  MORAL 


Moral  isdÍTidiul 


46.    La  bendici 
50-    Los  nidos  ^ 
,59.*  La  concien^: 
El  deber , 

\.    La  me 

J.     La 


A.  Bunge 


P.  B.  Palacios  (Almafuerte) 

■  ,C.  Guido  y  Spano 


rú  doméstica 


O.    V.  Andrade 

Víctor  Mercante 

...C.  Guido  y  Spano 


384 
394 
409 
409 
413 
413 
422 
426 
427 
428 


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334 
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341 


buen  hermano 342 

Seijún  /.  .V/.    Torres    344 


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488  índice 


III.   El  niño 

mu.  P^» 

143.  Recuerdos  de  la  infancia. 

I.  Los  primeros  recuerdos 356 

II.  Los  primeros  entusiasmos 361 

III.  Las  primeras  lecciones 366 

IV.  Los  primeros  experimentos 374 

V.  Conclusión 378 

144.  Los  juegos  de  los  niños 381 

IV.   La  Nataralezi 

145.*  Adivina,  adivinador 383 

146.    La  bendicen  del  aire Á.  Bunge  584 

147.*  La  madrugada E.  del  Campo  (Anastasio  el  Pollo)  388 

148.*  Las  cuatro  estaciones 389 

149.  La  vida  de  un  zorro C  Onelli  390 

150.  Los  nidos  de  las  aves 394 

151.*  ¡Pobre  Juan!  (soneto) :.... P.  fl.  A'a/ac/os  (Almafuerte)  397 

152.    El  firmamento Sg^^úu  Martin  Gil  397 

V.   La  Eicaela 

153.*  El  colegial.. A.  Menchaga  401 

154.  Ref I  anes  aplicables  a  los  estudios '  402 

155.  Fernando  en  el  colegio Se^inn  R.  Rivarola  402 

156.  El  maestro  de  escuela Según  D.  F.  Sarmiento  404 

157.  La  elección  de  compañeros 407 

VI.   La   Conciencia 

158.  Preceptos  y  proverbios. 

I.  Preceptos 408 

II.  Proverbios 409 

159.'  La  conciencia  (fábula)    409 

160.  El  deber  oel  aseo 409 

161.  La  modestia 415 

162.  La  crueldad 413 

163.*  La  beneficencia 417 

164.    El  ladrón 420 

165.*  Los  dos  gatos  (fábula) 422 

166.  El  honor 422 

167.  Encuentro  con  un  antiguo  condiscípulo M.  Canet  425 

168.  Los  jóvenes  y  los  viejos 426 

169.*  ¡Adelante!  (soneto) P.  B.  Palacios  (Almafuerte)  426 

170.    El  enfermo  y  la  Muerte 427 

VII.   £1  campa 

171.*  Del   campo Rubén  Darío  427 

172.*  ¡Adelante! C.  Guido  j»  Snano  428 

173.*  Consejos  del  viejo  «Viscacha»  (fragmento) /  Hernández  430 

174.    Estancias  y  colonias 451 


ÍNDICE  491 


Pie. 


Ante  el  Cabildo  de  Buenos  Aires,  el  25  de  Mayo  de  1810 87 

El  Escudo  Nacional 100  /-    í 

Una  payada  de  contrapunto 151  . '/r  fh'f' 

Vista  del  río  Paraná 203  / 

Un  paisaje  del  Tigre 210 

La  selva  misionera 226 

La  cascada  del  Iguazú 231 

Ganado  Vacuno,  en  el  campo 244 

El  dique  de  San  Roque 264 

Frente  a  un  jaguar 519  a, — : 

En  los  canales  de  Tierra  del  Fuego 328 

Ganado  caballar,  en  el  campo 435 

Una  trilladora 435 

Diagonal  Presidente  Sáenz  Peña 43d 


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