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NUESTRA PATRIA
Libro de lectura pana la educación oacionaJ
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University of Toronto
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NUESTRA PATRIA
LIBRO DE LECTURA P^RA
LA EDUCACIÓN NACIONAL
C. o. BUN6E
De íb» Academias de Filosofía y Letras y de Derecho y Ciencias Sociales
'le la Universidad de Buenos Aires.
Lecturas para 5.* v 6* orados de las escuelas primarias
Temas para ios cursos de mae:>tros en ías escuelas normales
VIGÉSIMA CUARTA EDICIÓN
BUENOS AIRES
i^toEL Estrada y Cía. — Editores
i66 — Calle Bolíoar — 466
Kéfiimen Legal d« lo Pntp^
4ad JnteUctuaX. Ley 11. 729
! a '.^
Jl\. nuestra Patria, en su primer
centenario, tributo el modesto
komenaje de este libro, cuyo fin
es contribuir a su amor y cono-
cimiento, en las nuevas éenera-
cíones de aréeiitino».
BOENOS AIRES, 25 DE MAYO DE I9l&
LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
I LA LEYENDA DE AMÉRICA
rvjT
^P'-i
2. Atlántida.
(bragmento)
1. I Ámbito inmenso, abierto
de la latina raza al hondo anhelo!
¡El mar, el mar gigante, la montaña
en eterno coloquio con el cielo...,
y más allá el desierto!
Acá ríos que corren desbordados,
allí valles que ondean
como ríos eternos de verdura,
los bosqnjes a los bosques enlazados,
¡doquier la libertad, doquier la vida
palpitando en el aire, en la pradera,
y en explosión magnífica encendida!
2. ¡Atlántida encantada,
que Platón presintió! ¡Promesa de oro
del porvenir humano — reservada
a la raza fecunda,
cuyo seno engendró para la historia
los cesares del genio y de la espada...,
aquí va a realizar lo que no pudo
del mundo antiguo en los escombros yertos,
la más bella visión de sus visiones I
¡Al himno colosal de los desiertos,
la eterna comunión de las naciones!
Olegario V. Axüradr.
3. La leyenda de la Atlántida.
Los pueblos de la antigüedad creyeron en la existencia
de una grande y fabulosa isla o continente, que se levan-
taba en medio del océano Atlántico, más allá de las
columnas de Hércules, es decir, del acíilal estrecho de
^^
i%
LA LEYENDA DE AMERICA
Gibraltar. Llamáronla con diversos nombres, entre otros,
los de tierra de las Hespérides, islas Afortunadas, islas
Elíseas. Allí el clima era benigno, el cielo puro, el paisaje
risueño; las montañas guardaban en su seno tesoros de
metales y piedras preciosas; los ríos corrían mansamente
a través de agrestes y feraces selvas y llanuras- Sus felices
moradores vivían en la abundancia y bajo el patriarcal
gobierno de los descendientes de Neptuno, dios de los
mares. Según los griegos, de esa tierra bendita partió una
vez un poderoso ejército a conquistar el Oriente; luego
debió tragarla el mar...
La mitología y la leyenda rodearon así el nombre de
la Atlántida de prestigio y de gloria. No podía confundírsela
con las islas Canarias, Madera o las Azores; era más
grande, más bella, más lejana. No se sabía si existía aún.
y, con certeza, ni siquiera si había existido. A veces en
las lejanías del océano parecía descubrirse la silueta de
sus vastas tierras cubiertas de populosas ciudades. Pero
los navegantes que, en aquellos tiempos anteriores a la
invención de la brújula, se aventuraban temerarios hacia
el Occidente, o encontraban sólo cielo y mar y volvían
desalentados, o se perdían para siempre en la noche de
lo desconocido...
¿Existió rea'mente una Atlántida, hoy sumergida bajo
las aguas? La respuesta parece negativa. Al menos en la
época geológica correspondiente a los tiempos históricos
no hubo tal isla o continente. Esto nos dicen los sabios.
Otra cosa nos dicen los poetas. Para ellos, la Atlántida
ha existido y existe ; es América. Sus costas, sus valles,
sus bosques, sus imperios fueron presentidos o anunciados
por la mitología y la leyenda. Con el andar del tiempo, la
fábula se ha convertido en historia. ¿Dónde, en efecto, sí
no en América se hallarían aquellas tierras legendarias?...
América es la isla de las Hespérides, con sus selvas y sus
pomas de oro; es las islas Afortunadas, con su eterno
bienestar y regocijo ; es las islas Elíseas, por la justicia
LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
de sus leyes e instituciones... ¡Salve, pues, oh nueva Atlán-
tida, tierra de la Libertad y del Porvenir, América grande y
victoriosa, sueño del mundo antiguo, realidad del mundo
moderno !
4. América.
Fragmento de los Cantos del Peregrino)
1. América es la virgen que sobre el mundo canta,
profetizando al mundo su hermosa libertad;
y de su tierna frente la estrella se levanta
que nos dará mañana radiante claridad.
2. No hay más allá en los siglos a la caduca Europa,
que al procurar mañana se encuentra con ayer\
bebió con entusiasmo del porvenir la copa,
y se postró embriagada de gloria y de poder.
3. La gloria quiere vates, la poesía glorias:
¿por qué no hay armonía, ni voz, ni corazón?
La Europa ya no tiene ni liras ni victorias:
el canto expiró en Byron, la gloria en Napoleón.
4. Los tronos bambolean y el cetro se despeña;
los pueblos quieren alas y se les clava el pie,
el pensamiento busca del porvenir la enseña,
y no halla sino harapos del pabellón que fué.
5. Hay tumba a las naciones. Se eleva y se desploma
la Grecia que elevara sus sienes inmortal ;
al mundo hallaba chico para hospedarse Roma,
después murió en el nido de su águila imperial.
6. ¿Adonde irá mañana con peregrina planta,
la Europa, con las joyas de su pasada edad?
América es la virgen que sobre el mundo canta,
profetizando al mundo su hermosa libertad.
José MÁRMOL
' • ^.
m^
LA CULTURA LNDÍGENA
pMi
n. LA CULTURA INDÍGENA
5. La leyenda de Manco -Capac.
Al empezar la mañana, Manco - Capac, a orillas del
lago, veía la lenta y majestuosa ascensión del astro, que
derramaba sobre las aguas tranquilas la fulgurante explosión
de su luz. Y se sintió poseído de un espíritu superior.
Recogió la vara legendaria, heredada de sus antepasados —
quizá monarcas de la antigua civilización de Tiahuanaco — ,
dio la mano a Mama -Odio, su esposa, y ambos se diri-
gieron hacia el Norte, con el aliento de una fe y una
misión. La voz misteriosa que había murmurado a su oído
le ordenaba detenerse allí donde la vara penetrase en la
tierra sin resistencia, como para hacerle comprender que
debía huir de las áridas cortezas de granito, buscando la
blandura del suelo fértil.
Anduvieron silenciosamente, siguiendo la meseta, que
presentaba casi sin cesar duras rocas de basalto y pedernal,
hasta que, en la cima agreste del Huanacauri, sobre un
suelo húmedo, la vara se hundió, y se detuvieron en aquel
término de la primera etapa de su viaje. Rodeados por
las sorprendidas tribus de ese país, dijéronles: «Somos hijos
del Sol, que da calor a la tierra, hace brotar la mies y engen-
dra la vida. Venimos a enseñaros su culto, el trabajo y la
paz, para cultivar, trabajar y vivir bajo su protección ».
Tomó el Inca un hacha de cobre, partió un trozo de
chonta, la madera de hierro, abrió un surco, y dejó caer
las semillas del quínoa, el rico grano que germinaba en
las regiones más estériles. Rebotó el pedernal sobre el
pórfido y formó la pequeña estrella que, sujeta a un mango
de pisonay, debía constituir en adelante el arma de los
fuertes, la maza más temible en el combate. Recogió la
arcilla, la modeló con elegantes contornos, y, secada al
fuego, presentó un vaso hecho por el tecnicismo de un
procedimiento nuevo. Unió la piedra a la piedra por medio
4 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
de una mezcla de hormigón, que al secarse adquiría la
solidez del granito. Y, por fin, para tener una morada,
levantó un muro y luego otro, y construyó el techo con
hojas de maguey, estableciendo así, en un edificio sencillo,
la base de la que debía ser después, con suntuosas man-
siones, la gran ciudad del Cuzco. Y las tribus, sumidas
largo tiempo en la guerra y la miseria, se apresuraron a
recibir como una divinidad a ese ser de otra generación,
que les llevaba en una forma práctica y breve el trabajo
y el bienestar.
De esta manera fundaron su imperio los Hijos del Sol y
aseguraron el eslabón prístino de la dinastía incaica. Al día
siguiente siguieron su rumbo, él al Norte, ella al Sur, a
dominar por la persuasión, a conquistar por la palabra y
el perdón, venciendo sin pelea, y a fundir los individuos en
pueblos, destruyendo sus ídolos y unificando sus creencias
en un solo culto y su dialecto en un solo lenguaje.
OlÓGENBS DeCOOD.
6. La cultura cfuicKua.
Entre las razas que ocuparon lo que hoy es la República
Argentina, es indudable que ninguna dejó huellas más vivas
de su tradición y de su historia que la gran nación quichua,
y esto debido a las crónicas minucioí;as que nos legaron
los primeros exploradores, y aun a que 'ué ella la que más
señales de su genio y de su cultura estampó en esta tierra.
Ninguna como ella presenta mayor unidad y consistencia
en sus hechos, y, aunque sus noticias ciertas no se remontan
más allá del siglo xiv, se ve que su historia principia en
aquella época, con las nebulosidades de que los pueblos
nacientes rodean los comienzos de su existencia.
Como todos los pueblos que se presentan a la historia
con caracteres de vitalidad y consistencia, la nación quichua
tuvo sus instituciones especiales, más o menos parecidas
á las que nos enseñan las antiguas civilizaciones del Asia,
del África y de la Europa. Tuvo sus guerreros organizados
LA CULTURA LNDIGENA
a semejanza de Roma: un gobierno provincial con atri-
buciones y jurisdicción perfectamente deslindadas; su casta
sacerdotal como el Egipto, como la India, como la Qerma-
nia, como la Grecia; sus vestales, sus cortes, sus séquitos
reales, y sus fiestas populares, en las que la imagen del
Baco helénico se presentaba transfigurada por un clima tro-
pical y por una naturaleza distinta, pero siempre rodeada
de la confusa algarabía con que atronaba las selvas y los
mares en sus tiempos de gloria... Ella tuvo también, como
la Grecia primitiva, sus danzas y bacanales, donde el licor
evoca la alegría, enciende la cólera, despierta el llanto, y de
donde, después de una larga serie de transformaciones, sur-
gen la Tragedia y la Comedia... Ella, como todas las razas
madres de la cultura que admiramos en poemas, en pinturas
y en esculturas, tuvo sus rapsodas, sus pintores, sus esculto-
res y sus arquitectos. Sus amantas y haravecus, los sabios
escritores y lectores encargados de conservar la tradición
patria, de formar y descifrar los admirables quipos o signos
de la escritura quichua (hilos de colores con nudos simbó-
licos), escribieron y cantaron las glorias y las desgracias de
sus antepasados, sus guerras y sus grandes revelaciones reli-
giosas. Tuvo, por lo tanto, su poesía nacional en el con-
junto de todos aquellos cantares salvajes, en que palpitaba
su sentimiento nativo, y en que expresaba su adoración y
su admiración por sus dioses naturales. Entre éstos desco-
llaba el Sol, como calor y alma de la naturaleza, de la
Madre Tierra, culto prístino de todo ser animado.
Aunque los orígenes de sus primeros reyes se pier-
den en las nebulosas de la fábula, las tradiciones de raza
transmitidas oralmente o por medio de su original sistema
de escritura, y recogidas después por los primeros cronis-
tas del descubrimiento de América, nos muestran al pueblo
quichua con una sociabilidad formada y en vía de evolu-
ción uniforme. Tenemos noticia de sus grandes y arriesga-
das expediciones a las regiones andinas y a las amplias lla-
nuras orientales, y sus rastros, conservados aún a pesar
LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
de los estragos de la guerra de la conquista y del tiempo,
nos indican que llegaron hasta las márgenes del Paraná,
donde concluía la acción expansiva de la raza guaraní.
Sabemos también que, de las naciones más remotas, tanto
de aquellas que vivían al pie de las grandes nieves como de
las que vivían abrumadas por el horror de la llanura abrasa-
da, llegaban a la capital del Imperio — la sagrada Cuzco —
los más abundantes y ricos tributos, forma semibárbara
del impuesto, pero que revela un sistema de dominio y de
vasallaje no extraño a la civilización europea hasta princi-
pios de los tiempos modernos. Conocemos cuánta suntuo-
sidad y elegancia desplegaron en el ornato de su gran tem-
plo del Sol (Inti-huasi), merced al oro, la plata y la pedre-
ría que extraían de los fabulosos veneros de los Andes,
y cómo se deleitaban en rendir el homenaje del arte a
ese dios Sol, que consideraban el tínico y sabio autor de
la naturaleza, y a sus divinidades inferiores. Es igualmente
notable que en su código religioso se comprendiera un
primer esbozo de la vida monástica, la institución de las
vestales, las vírgenes consagradas al servicio del culto
del Sol, y que debían elegirse entre todas las familias del
Imperio.
Según Joaquín' V. QoNZÁLbz.
7. La cultura c(uickua de Íos Luí es.
En toda la República Argentina la lengua común, así
oficial como popular, es el castellano. Ni en Corrientes,
donde la influencia guaraní fué tan profunda, puede de-
cirse que la población hable generalmente el idioma indí-
gena. Un solo Estado constituye propiamente excepción con
respecto a la regla de la lengua castellana común : es la
provincia de Santiago del Estero, parte integrante del antiguo
Tucumán. Por supuesto, que allí mismo el castellano predo-
mina también en los centros urbanos; pero la población casi
entera habla el quichua, la lengua de los Incas del Perú. Hasta
fines del siglo XIX era éste el lenguaje de la clase superior-
\ LA CULTURA indígena 9
que lo entendía y hablaba todavía en el siglo XX. Ahora
bien, alrededor de Santiago, en el resto del Tucumán co-
lonial hasta los territorios adyacentes al Alto Perú (fuera
de algún rincón de los valles calchaquíes), no se encuen-
tra rastro de la lengua adventicia: nunca ha sido hablada
allí.
Este extraño fenómeno filológico de la difusión y per-
manencia del quichua en la provincia de Santiago, que
tan lejos se halla del antiguo Cuzco, capital del Imperio
de los Incas, tiene su explicación. Desde época remota,
ese territorio de selvas y sabanas comprendido entre los
ríos Salado y Dulce, fué habitado por una numerosa tribu
india, que por algunos se denomina Jiiri y por otros Lule.
Estas dos denominaciones no son, a mi parecer, más que
una misma palabra, ya pronunciada en indio, ya en caste-
llano. Era aquél un pueblo industrioso y de índole mansa,
caracteres que resaltan aún en sus representantes actuales.
Pero, hacia fines del siglo XIV, cuando el poder de los
Incas llegaba a su apogeo y era el Cuzco la capital de
un inmenso territorio, aconteció una singular aventura
histórica, que se consigna en los clásicos Comentarios
reales del Inca Qarcilaso de la Vega. •
Parece que estos buenos Lules tucumanos desperta-
ron al rumor de la gloria peruana. Sin aconsejarse de sus
vecinos del Norte o del Sur, enviaron una embajada — a
pie, naturalmente — al ínca Huiracocha, que entonces rei-
naba. Hay cuatrocientas leguas de áridos desiertos y serra-
nías con nieves eternas en sus cumbres, donde por largos
trechos todo escasea, hasta el aire respirable. . . Terrible
hubo de ser el viaje para los pobres embajadores, acos-
tumbrados a la molicie tropical del suelo nativo.
Admitidos a contemplar al Inca, en medio de su corte
deslumbrante de oro y telas preciosas, los enviados depo-
sitaron al pie del trono las humildes primicias de su
lejana tierra. En cambio de su sacrificada independencia
sólo pedían la civilización. Y este homenaje espontáneo,
lü LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
este arranque instintivo de una tribu obscura hacia la luz,
es uno de los rasgos conmovedores de la historia sud-
americana. Fueron escuchados con benevolencia, y, sin
duda, servidos según su deseo. Sin demorarse en la con-
quista del inmenso territorio intermedio, el Inca despachó
al Tucumán, cuyo nombre acababa de serle revelado, a
un príncipe de su familia con una numerosa escolta de
oficiales, curacas (jefes) y artífices, encargados de ini-
ciar a los Lules en los bienes y en los males de la vida
civilizada.
Estos indios asimilaron rápidamente los conocimien-
tos, las industrias, y, sobre todo, la lengua de sus pacíficos
amos, con tanta efica:ia, en lo que al idioma respecta, que
el antiguo lule no tardó en desaparecer, y que el español,
después de tres siglos de dominación política y social, no
ha logrado desarraigar al « cuzco », como todavía llaman
ellos al blando y cantante idioma que sus padres apren-
dieron con amor. Y así es cómo, en la más europea de
las repúblicas sudamericanas, hay una provincia entera
donde se habla aún la lengua del antiguo Perú, traída allí
en época muy anterior al primer viaje de Colón.
Según P. Ghooss\c,
8. Restos de la cultura calckaqluí.
En época remota, allá, al Noroeste de la República,
entre las quebradas, los valles y las faldas de nuestras
sierras, desde el Aconquija hasta los contrafuertes de los
Andes, vivió un pueblo grande y numeroso, guerrero y
artista, sufrido y viril. La dominación de este pueblo, ge-
neralmente llamado Calchaquí, costó a los españoles una
guerra de cien años. No fué posible reducirlo ; hubo que
destruir sus ciudades y que extrañar a sus habitantes. Pero,
como protesta de su larga y dolorosa extinción, nos ha
legado sus ruinas, sus sepulcros, sus restos de piedra y
de alfarería, que la ciencia, ávida de hallazgos, profana y
estudia. En aquella región, el viajero tropieza a cada
LA CULTURA INDÍGENA
11
instante con vestigios de murallas, fortalezas, pueblos, edi-
ficios aislados, cuyo ciclópeo trabajo prehistórico lucha aún
con el tiempo.
Los cardones o cacto (céreas), con su aspecto de
fiínebre candelabro, arraigan en las junturas de las piedras.
La serpiente, otrora guardiana sagrada de los muertos,
custodia esas viejas ruinas, espantando con sus silbidos- a
las vicuñas y guanacos que vagan en los alrededores. Y el
cóndor, el viejo cóndor de América, que antes contempló
la vida palpitante de esos antiguos pueblos, domina todavía,
con los grandes círculos de su alto y majestuoso vuelo,
sus vastas soledades.
Allí, entre el montón de escombros acumulados por el
tiempo y las razas, o dentro de los viejos sepulcros, el pico
tropieza, al hundirse en la tierra, con los tesoros arqueo-
lógicos que-se han librado, enteros o rotos, de la destrucción
secular: un cetro, un cincel, un simple cántaro, una urna
funeraria, un puco, un amuleto, un yuro, un ídolo, un fetiche,
un collar, un hacha de piedra... Mil y mil objetos extraños
aparecen, uno a uno, evocando la vida íntima, el pasado
de aquella interesante raza calchaquí.
El cetro, por ejemplo, nos sugiere la idea del mando
12 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
Represéntanos un jefe o curaca, coronado de plumas, que
lo blande en su diestra. De pie, sobre una fortaleza de
piedra pircada, erigida estratégicamente en la cumbre de un
cerro, entre el chocar de los discos de bronce, el silbar de
las flechas y los pesados golpes de las hachas líticas, im-
parte sereno sus órdenes para repeler un furioso asalto del
enemigo. Lanza sus huestes a los puntos atacados, y hace
derribar oportunamente grandes montones de piedra, antes
acumulados al efecto, que se despeñan sobre los asaltantes,
entre espesa nube de polvo. Los cuerpos caen triturados por
la lluvia de proyectiles, y los ecos del hórrido fragor del
combate se repiten en las montañas, de valle en valle.
Un cincel de bronce nos hace pensar en la penosísima
extracción de los metales, en su pesada molienda, y en los
hornos primitivos, alimentados con huano de llama. Un
pequeño fetiche, que representa un llama, fué una mascota.
Un ídolo femenino esculpido por un agorero o una hechi-
cera, era propicio a las esposas que iban a ser madres.
Otro ídolo de barro, de cejas grandes y arqueadas, de
brazos cortos y deformes, es la imagen convencional de un
muerto, un ex voto que acompañó al cadáver.
La urna funeraria nos sorprende con su complicado
simbolismo. Es la síntesis de los sacrificios humanos. En
tiempos de sequía espantosa, para aplacar a los dioses,
posiblemente se sacrificaba a los niños. ¡ Enterrábaselos
quizá vivos, casi a flor de tierra, colmados de dones, y no
sin arrancarles previamente la promesa de que implorarían
la lluvia tan deseada!
Toda la vida de aquel pueblo, que se ha convenido
en llamar Calchaquí — sus costumbres, sus trajes, sus sen-
timientos, sus ideas — , resurge poderosamente en la ima-
ginación al extraer sus copiosos restos arqueológicos. Y
el ánimo se abate y entristece al contemplar tanta actividad
perdida, tanta grandeza arruinada, tan vasto y poderoso
reino pulverizado por el tiempo.
Según Juan B. Ambrosetti.
l~,L PLEI'.LO F.SPANOL 13
lí!. EL PUEBLO ESPAÑOL
9. Entrada clei rey Wamba en Toledo, para
coronarse rey.
I Romance anónimo del siglo xvi Asunto de la época gótica, siglo vil)
1. Por la puerta del Cambrón,
una de las ii ás nombradas
que adornan lu gra i To edo,
inipe ial ciudad de España,
con gran acompañamiento
entra el valer so Wamba
a recibir !a corona,
con su mujer doña Sancha.
Por lium idad quiso el rey ^
que el alcaide de su alcázar,
en vez d-; la espada lleve
d'lante de é su hijada.
Hombres, niños y muj res,
por balcone^ y ventanas,
mirando los altos rev^s,
les dicen en voces altas:
« Toledo, España por Wamba,
y por la reina S ncha » ;
y el Tajo les responde manso y ledo,
unas V c-:S «España», otras < Toledo t,
2. La melena rubia el rey
lleva compuesta, atusada,
porque no estorbe a los ojos;
peinad i y ancha la barba.
Sobre un vestido morado
con alcachofa de plata,
a manera de tusón
lleva una cruz colorada.
Lh reina, de tela verde
Uev ' una saya bordada ;
el cabello suelto al viento,
la mitad a las espjldas.
D .nde lleg i el pa afién
cubren el patio las damas
de flores y bendiciones,
y dicen en voces altas :
« Toledo, España por Wamba,
y por la reina Sancha > ;
y el Tajo les responde manso y ledo,
unas veces «España», otras «Toledo».
14
LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
10. El Cid y el moro Abdalla.
(Romance anónimo del siglo
Por el val de las Estacas
el buen Cid pasado había :
a la mano izquierda deja
la villa de Constantina.
En su caballo Bab eca,
muy gruesa lanza traía:
va buscando al moro Abdalla,
que enojado le tenía.
Travesando un antepecho,
y por una' cuesta arriba.
XVI. Asunto del siglo xi)
dábale el sol en las armas.
¡Oh qué bien qu ^ parecía!
Vido ' ir al moro Abdalia
por un llano que allí había ;
arma 'o de fuert; s armas,
muy reas ropas traía.
Djbale Voces el Cid;
de esta manera decía:
— Espéresme', moro Abdalla;
no muestres tu cobardía, —
A las voces que el Cid daba
el moro le respondía:
— Muchos tiempos ha, e! Cid,
que esperaba yo este día,
porque no hay hombre nacido
de quien yo me escondería;
porque desde mi niñez
siempre hi í de c bardía.
— Alabarte, moro Abdalla,
poco te aprovecharía ;
1. Forma anticuada ; ifió.
2. Forma anUcuada ; espérame.
mas si eres cual tú hablas
en esfuerzo y valentía,
a tiempo eras venido,
que menester te sería. —
Estas palabras diciendo
contra el moro arremetía,
encontróle con la lanza
y en el suelo lo derriba ;
cortárale la cabeza,
sin le hacer descortesía.
EL PUEBLO ESPAÑOL
15-
11. Eloéio del Cid.
(Romance anónimo del siglo xvi. Asunto ciel siglo xt)
En Burgos nació el valor,
gloria y amparo de España,
que es costumbre en la cabeza
poner la insignia más alta.
Aquél que victorias suyas
de eterna memoria estampa
en los d s polos su nombre
y el cielo da gloria al alma:
De quien españo es reyes
tienen de su sangre tanto,
que si duermen los cespierta
a la guerra y las hazañas:
El que a los hijos de Agar
destruyera ;us espadas
y a siete reyes venció,
después de muerto, en batalla:
El valeroso y leal
a su señor y a su patria,
que hiz ) famosa a Hesperia
y a las estrellas la ensrlza.
A quien prudentes varones
ponen solo entre las armas,
y ! or sus grandes proezas
príncipe de ellas 1 s llaman,
y moros sus enemigos
por excelencia llamaban,
ei invencible Rodrigo
y señor de la campaña.
Y siendo cuan bueno fué
tiró la envidi i su lanza,
mas las armas de virtud
el hierro suyo no pasan,
que, como sucede siempre,
quien mal anda mal acaba^
y golpes de arma trai.lora
a su mismo di. ño matan-
No rudiendi las traiciones
de muchos manchar su fama,
que con la infamia de aquéllos
el cielo se las limpi-ba.
En San Pedro de Cárdena
su cuerpo la tierra ensancha
que, como lo hizo en vida,
allí tam, oco le' falta.
12. E,l kombre que perdió su sombra.
(Leyenda de la Universidad de Salamanca)
Un doctor de ojos de fuego surge un día en la preclara
Salamanca pontificia, y a los jóvenes declara:
— No hay secreto que yo ignore ; para mí nada es arcano.
Tengo el mundo y las estrellas en la palma de la mano.
Vuestra ciencia os aprisiona con cadenas de Misterio,
y yo puedo liberaros de tan duro cautiverio...
Mas mi estado de maestro peregrino es muy precario,
¡jurad todos abonarme lo que pida por salario! —
16 LA TRADICIÓjN y LA HISTORIA
Afanosos de ilustrarse, los valientes escolares
al sutil doctor responden; — Os halláis en vuestros lares.
¡Enseñadnos, pues juramos, con el cielo por testigo,
que tendrá cumplida paga el maestro y el amigo! —
El doctor de ojos de fuego, alentado en la esperanza
de cobrar lo que desea, da comienzo a -sii enseñanza.
En alquimia, por la fuerza de las llamas, con sonoro
estallido, transfigura cobre en plata y barro en oro.
En la ciencia de los astros, sin cristales ni astrolabios,
asegura que los hados son funestos a los sabios;
y, después, en teología, profetiza con audacia
singular que, al fin del mundo, para todos habrá gracia;
que la mística substancia de la esencia de Dios mismo
es el alma de las almas de la tierra y del abismo...
Tal blasfemia, como un rayo, a los jóvenes perturba;
y relucen, en el aire, las espadas de la turba,
y amenazas y dicterios...
El doctor de faz sombría
a la turba con un gesto de desprecio desafía :
— ¡ Estudiantes que jurasteis, ante el sol de las pasiones,
abonarme lo que pida por mis mágicas lecciones,
es indigno de cristianos y españoles caballeros
engañar como perjuros a los sabios forasteros! —
Calla el sabio, todos callan, y adelántase un hidalgo,
cuyos ojos manifiestan, hondos, trágicos, un algo
como anhelo palpitante de la gloria y del martirio,
como sangre de leones en los pétalos de un lirio:
— ¡Es verdad! — repone airado — Os debemos el salario;
designadlo aunque tengamos que abonarlo en el Calvario —
EL PUEBLO ESPAÑOL " ' 17
El maestro forastero le replica con macabras
4;arcajadas, y dirige esta fúnebres palabras
a los mozos, que temblaban, domeñados como potros:
— ¡Mi salario será el alma de cualquiera de vosotros! —
Su figura gigantesca pone valla a la salida,
y aparece como un ángel de la hueste maldecida.
— ¡ Pasen todos, quede el último ! — vocifera ; y ancha horda
trasnponiendo los umbrales, hacia el patio se desborda.
Todos pasan presurosos, y es el último el hidalgo
cuya frente adolescente — lirio y sangre — lleva un algo
sobrehumano en el silencio...
— ¡Tu alma es mía! —
grita el ángel maldecido con su faz más que sombría ;
y, al asirle con sus garras aquilinas de ¡a capa:
— ¡Ved! Me sigue un compañero... — dice el joven, y se escapa.
¡Es su sombra el compañero!
El doctor, febricitante,
arrebátale su sombra como prenda al estudiante,
y, en el antro del infierno, va « guardar la rara prenda. ..
De la vida de otros siglos, así cuenta la leyenda;
y, en el siglo que corremos, nos inquieta y nos asombra
el recuerdo de aquel hombre que perdió su propia sombra^
l3. Hidalguía española.
Carlos V, emperador de Alemania y rey de España,
ha vencido en Pavía (1525) y tomado prisionero a Fran-
cisco I, rey de Francia. El duque y condestable de Borbón,
primo de Francisco 1, ha traicionado a su patria y a su
rey. Pasado al vencedor, va a ver a Carlos V, en su ca-
pital de Toledo. El emperador de Alemania y rey de
18 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
España dispone que sea alojado en el palacio del conde de
Benavente. No habiendo recibido orden directa, el conde
cierra su puerta al extranjero; no quiere alojar a un traidor
bajo su techo. Quéjase el de Borbón a Carlos V. Carlos V
hace llamar a su alcázar al de Benavente, y le impone
ahora que, desagraviando al de Borbón, cuyos servicios
aprovecha, le hospede en su palacio. El grande de España,
la rodilla en tierra ante su rey, aunque cubierta la cabeza,
como autoriza a su grandeza el ceremonial, le escucha.
Obedeciéndole, retírase a casa de un pariente y abre su
mansión al duque francés. Pero cuando, después de breve
estada, se va de Toledo el de Borbón, el de Benavente,
sacrificando las riquezas alli guardadas, prende fuego al
palacio. ¡ No permite que se mantenga en pie techo que
ha albergado a un traidor a su patria y a su rey!
l4. Las dos grandezas.
I
LA RÁBIDA
A la puerta de un convento
golpea un pobre mendigo;
el sol, el hambre y el viento
lo baten y pide abrigo.
Lleva un hijo pequeñuelo,
pálido y triste el semblante;
por él pide suplicante
pan a los hombres y al cielo.
Ha sonado la campana,
y un monje con voz serena:
— Aquí hay abrigo y hay cena —
les dice — ; os iréis mañana.
— Cena busco y busco abrigo —
contesta meditabundo. —
¡Llevo en mi cabeza un mundo
y un humilde pan mendigo!
EL PUEBLO ESPAÑOL 19
— I Al cielo alzad la oración,
Alzad al cielo los ojos ! —
clamó el monje; y vio de hinojos
ante la cruz a Colón.
II
EL MONASTERIO DE YUSTE
Sutiles neblinas las sierras envuelven,
el viento silbando sacude los pinos,
de nieve cubiertos están los caminos
y el lobo a lo lejos se siente aullar.
Cruzaba el viajero con paso seguro
la senda sinuosa que lleva a! convento,
y llega y exclama: — ¡Por Dios, que un asiento
hiás alto que el mío yo vengo a buscar ! —
Abrieron los frailes. —¿Quién sois? — le preguntan.
— Un hombre que busca corona de espinas,
corona de gloria con flores divinas,
en vez de la suya que mucho pesó.
— ¿Tuviste los dones que el mundo apetece?
— Riquezas y glorias mi reino tenía...
El sol en mis tierras jamás se ponía...
¡Yo soy Carlos V, mi imperio pasó!
III
Así con dolor profundo
la misma puerta tocaba,
el que iba en busca de un mundo
y el que un mundo abandonaba.
Y en el sagrado recinto,
libre de humana ambición,
hubo pan para Colón
y paz para Carlos V.
Eduardo de la. Babra.
20
LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
l5. Felipe II y la noticia de la batalla de Lepante.
( Romance anónimo del siglo xvi)
Gallardo entra un caballero
en corte del rey de España :
corriendo viene a caballo,
en palacio se apeara;
entró donde estaba el rey
y las manos le besara.
El rey, que le ha conocido,
del brazo le levantara:
pregúntale con deseo
de Levante y de su armada.
Oyendo esto el caballero,
albricias le demandara:
metió la mano en el seno,
sacó una carta sellada,
y, besándola en el sello,
con la cabeza hizo salva.
Alargó la mano el rey,
con gran gozo la tomaba:
leyendo el primer renglón,
la cruz de encima besaba.
— Decidme, buen caballero,
¿quién acabó la batalla?
— Señor, el favor de Dios
y fuerza de nuestra España,
y astucia del general
que gobierna nuestra armada.
Hala tornado a leer
y en un momento la pasa,
siguiéndole el caballero,
a donde la reina estaba.
Sentóse el rey en su silla
y a la reina dio la carta,
y, mientras la está leyendo,
otra vez le preguntaba:
— Decidme, mi buen amigo,
¿cuánia gente me costara?
-Señor, pocos son los muertos^
y muchos ganaron fama,
porque el morir fué vivir
siendo en tan justa demanda. -
El rey despachó correos
que lleven esta embajada
por las ciudades del reino,
la cual fué luego llevada;
y a tan noble embajador
mil mercedes le otorgaba :
la honra y g'oria de todo
el buen rey a Dios la daba.
16. El éenio español.
El clima, el aire, los alimentos, el aspecto general de
la naturaleza y hasta la configuración geográííca de cada
país, influyen sobre el carácter de sus habitantes. El clima
demasiado cálido o frío enerva ; el aire puro, no enrarecido
en exceso por la altura sobre el nivel del mar, vivifica; la
alimentación rica y variada fortalece; el paisaje estimula
el ánimo o lo deprime; la configuración geográfica deter-
mina las necesidades de la defensa territorial.
EL PUEBLO ESPAÑOL 21
Formado en un clima benigno, sobre un suelo feraz
y en medio de pintorescos paisajes, el clásico pueblo espa-
ñol poseyó siempre un alma inteligente y grande. Imprimió
indeleblemente a esta alma un sello guerrero la configura-
ción geográfica del país. Opulenta y hermosa península,
abierta por el Mediterráneo, los Pirineos y el estrecho de Qi-
braltar, que antes había sido istmo, a la codicia de todas las
razas y a la conquista de todos los pueblos de Europa, Asia
y África, el suelo español existió en continuo estado de de-
fensa. Sus antiguos habitantes, llamados los iberos, con los
cuales se amalgamó el elemento celta, viéronse continua-
mente amagados por fenicios, griegos, cartagineses, romanos.
Vivieron en guerra secular contra el extranjero invasor,
que sólo pudo ocupar ciertos puntos de la costa, donde
fundó colonias. El estado de guerra modeló al pueblo pe-
ninsular su carácter combativo y le inspiró el épico
culto del valor. Más tarde, la conquista romana, que en
otras provincias del imperio se limitaba al paso victorioso
de un ejército, tuvo que mantener en Hispania guarnicio-
nes permanentes. El heroísmo español se demostró ya
en las defensas de Sagunto y de Numancia. Y esa domi-
nación romana, mezclando su sangre con la de las pobla-
ciones conquistadas, dejó tan hondas huellas que, cuando
terminó, el pueblo, de suyo inteligentísimo, había adoptado
su habla e iniciado una nueva cultura. En virtud de una
fatalidad geográfica e histórica prodiíjose además la inva-
sión de los godos, quienes, triunfantes, no se mezclaron
hondamente con los indígenas, a quienes dieron sólo jefes.
Estas invasiones y conquistas pudieron realizarse, a pesar
del indómito valor de los peninsulares, porque sus pobla-
ciones no estuvieron nunca unidas ni militarmente organi-
zadas. Manteníanse en el aislamiento, producto de su
propio espíritu arrogante y batallador, favorecido por la
geografía de la península. Separadas las distintas regiones
por las montañas, en cada región se había formado un
pueblo, solitario como un nido de águilas.
22 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
Vióse España atacada, en el siglo VIII, por una nneva
invasión. Los árabes, encendidos en la pasión religiosa
del Islam, penetraron hasta el corazón de la península,
y sentaron en ella sus reales. Más irritante que las anterio-
res, por su carácter oriental y su credo, la invasión árabe
provocó vivo sacudimiento en las poblaciones hispánicas.
¡ Era menester rechazarla ! Para ello no había más medio
que la unión entre algunos de los varios reinos en que
entonces estaba España dividida. Tal unión no pudo pro-
ducirse sino unificando las creencias religiosas, por órgano
de la Inquisición y con la política de los Reyes Católicos.
Opúsose la Cruz al Islam, y los moros fueron expulsados
del sagrado suelo de la patria, precisamente cuando se
descubría el Nuevo Mundo.
La configuración peninsular de España, obrando en
las costumbres de sus habitantes, les ha forjado, pues, un
alma esencialmente guerrera. Su bélica arrogancia ha flo-
recido en todas las manifestaciones de su cultura : la
rerligión, la política, las industrias, las bellas artes, las
letras. Y fué en la conquista de América donde se revela-
ron tal vez mejor que en ninguna parte el heroísmo y la
inteligencia del genio español. Los hombres que en frá-
giles carabelas desafiaban y vencían las borrascas del
océano; los aventureros que cruzaron y transpusieron las
vírgenes espesuras y las agrias cordilleras de desconoci-
dos continentes a través de pueblos hostiles; los puñados
de soldadotes que, con Hernán Cortés o con Francisco
Pizarro, domeñaron poderosos imperios, preséntansenos
como verdaderos héroes, j como semidioses! ¿Qué nación
tuvo nunca hijos más valientes, ni realizó con tan esca-
sos medios mayores proezas, asombro y maravilla del
mundo todo?... ¡ Ah ! El genio español, cuyas condicio-
nes esenciales fueron siempre la bravura y la inteligen-
cia, podrá haberse eclipsado pasajeramente en la penum-
bra durante los siglos XVIII y XIX ; pero, ni los soles del
firmamento ni el genio de los grandes pueblos se apagan
EL DESCUBRIMIENTO Y LA CONQUISTA 23
-en un día. El genio español ha reaparecido en el siglo xx,
acaso más esplendoroso que nunca, sobre el cielo de
ambos mundos, con fulguraciones de una nueva aurora
de gloria.
IV. EL DESCUBRIMIENTO Y LA CONQUISTA
l7. Colón y el descubrimiento del Nuevo Mundo.
En los siglos medios se creía que la tierra era un
disco fijo en el centro del universo. Supúsola redonda
Cristóbal Colón, un marino genovés, e imaginó que, nave-
gando de Europa hacia el Occidente, se hallaría un paso
para el Oriente, hasta la codiciada región de las Indias,
fabulosa por sus riquezas. Proyecto tan nuevo como
grandioso fué ante todo sometido por su autor a la com-
petente opinión de un sabio en la ciencia cosmográfica,
Toscanelli, quien lo aprobó. Presentólo entonces Colón dos
veces a su patria, la república de Genova, sin que ésta
llegase a prestarle su concurso. En don Juan II, rey de
Portugal, buscó después Colón los auxilios que su vasto
plan exigía. Coartado el monarca por la opinión de sus
consejeros, lo desamparó, aunque no sin haber antes ten-
tado la aventura del descubrimiento. Hizo partir sigilosa-
mente hacia el Occidente una carabela portuguesa, que
pronto regresó destartalada por una tempestad y con la
tripulación temerosa y sin bríos para lanzarse otra vez en
tan arriesgada expedición.
Desechado dos veces por su patria y también por el
soberano de Portugal, hacia 1485 Colón se dirigió a la
corte de Castilla y León, cuyos monarcas estaban entre-
gados a la guerra del moro. Adversos momentos eran
aquéllos para la empresa del genovés. Los Reyes Católicos,
Isabel y Fernando, preocupados de su propia seguridad
y de la conquista de Granada, postrer baluarte del Isla-
mismo, no se hallaban en situación de secundarle. Mas
íjuiso la benigna estrella de Colón precipitar en 1491 el
24 LA TRAniClÓN Y LA HISTORIA
drama secular de la guerra con la completa victoria de
los españoles y expulsión de los árabes. El proyecto del
audaz marino fué hostilizado por un congreso de teólogos,
que por orden del rey Fernando se había reunido en
Salamanca, y que motejó a su autor de visionario e
ignorante; pero halló luego decidido apoyo eu' el cardenal
don Pedro González de Mendoza, valido de la reina Isabel
de Castilla. Mediante esta influencia y la de otros amigos
de Colón, los reyes le favorecieron, extendiéndole, en 1492,
el nombramiento de gran almirante del océano.
Los vecinos de la villa y puerto de Palos habían sido
judicialmente condenados a servir al rey, por el término
de un año, con dos carabelas. Éstas fueron puestas a
disposición del expedicionario ; y, por convenio con la
familia de Yáñez Pinzón, oriundo de aquel pueblo, obtuvo
la otra embarcación que se requería para el viaje. En
convoy tan reducido para la peligrosa travesía, zarparon
del puerto de Palos, el 3 de agosto de 1492, "la Santa
María, la Pinta y la Niña, tripuladas por 120 hombres.
Veinte años aproximadamente, corridos desde 1474 a 1492,
llevaba empleados Cristóbal Colón en conseguir los medios
para realizar su empresa, la mayor que vieron los siglos.
Su más alta gloria fué, no el descubrimiento de ignotas
tierras, que realizó el 12 de octubre de 1492, arribando a
las playas de América, sino el haber puesto en práctica
un proyecto que él sólo concibió y él sólo era capaz de
realizar. Colón mismo no vivió bastante para avalorar la
colosal trascendencia de su descubrimiento, pues todavía,
cuando murió, en 1506, después de llevar a cabo cuatro
expediciones más a. las tierras descubiertas, creía haber
llegado a las Indias Orientales, sin sospechar la existencia
del Nuevo Mundo.
Seí.'<5ii Mahi \M) A Pklliza.
EL DESCUBRIMIENTO Y LA CONQUISTA 25
18. A Colón.
Boga, boga con ánimo valiente,
empuñando el timón con firme mano,
y no te arredre ese murmullo vano
del vulgo necio y del motín reciente.
Marcha, marcha, derecho al Occidente:
allí de nuevo mundo está el arcano
que adivinó tu genio soberano
y que ves con los ojos de la mente.
Fíate en Dios cuando los mares sondas,
que, si no existen mundos ignorados,
han de surgir del seno de las ondas:
Naturaleza y genio son aliados,
y iodo cuanto el genio ha prometido
Naturaleza siempre lo ha cumplido.
Bartolomé Mitre.
l9. Agudeza de Atahualpa.
Atahualpa fué de buen ingenio y muy agudo. Entre
otras agudezas tuvo una que indirectamente ie apresuró
la muerte. Viendo leer y escribir a los españoles, entendió
que era cosa que nacía con ellos; y, para cerciorarse de
esto, pidió a un español de los que entraban a visitarle
o de los que le aguardaban, que en la uña del dedo pulgar
le escribiese el nombre de su Dios. Así lo hizo el soldado.
Luego que entró otro, le preguntó: «¿Qué dice aquí?».
El espaiiol se lo dijo, y lo mismo le dijeron tres o cuatro
más. Poco después entró don Francisco Pizarro, y, habiendo
ambos hablado un rato, le preguntó Atahualpa qué decían
aquella? letras. Don Francisco no acertó a decirlo, porque
no sabía leer. Entonces entendió el Inca que no era cosa
natural sino aprendida, y, desde allí en adelante, tuvo en
26 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
menos al gobernador Pizarro. Aquellos Incas tenían esta-
blecido en su filosofía moral, que los superiores, así en
la guerra como en la paz, debían aventajar a los inferio-
res, a lo menos en todo lo que era necesario aprender y
saber para su oficio. Y de tal manera íué el menosprecio
y el desdeñar, que el gobernador Pizarro se lo sintió y se
ofendió de ello, y acaso apresuró la condena que cayó
después sobre la cabeza del inca Atahualpa.
Según el In'ca. Garcilaso de la Vega
20. El descubrimiento del río de la Plata.
A la muerte de Américo Vespucio, el feliz marino
que dio su nombre al nuevo continente, nombró el rey
de España, en 1512, para sucederle en el cargo de piloto
mayor, a don Juan Díaz de Solís. Solís fué comisionado
poco después para mandar una expedición que debía ir a
descubrir por Malaca y las islas de Especiería; pero, ha-
biendo quedado aquélla sin efecto, resolvió emprender a
su costa el descubrimiento, tentado por él y Pinzón seis
años antes, de las costas meridionales del nuevo continente.
Esperaba encontrar el paso que debía conducir al mar
llamado más tarde océano Pacífico, que, atravesando la
América Central, descubrió en 1515 Vasco Nüñez dé
Balboa. El 24 de noviembre de 1514 se firmó el contrato
por el cual se debía llevar a cabo este descubrimiento.
El rey puso en la empresa 4.000 ducados de oro,
siendo obligación de Solís preparar una carabela de sesenta
toneladas y dos de treinta, y correr con todos los demás
gastos de la expedición. Los beneficios que de ella resul-
taran serían divididos en tres partes: una para el rey, otra
para Solís y la tercera para los tripulantes. El rey aportó
también, con cargo de devolución, cuatro lombardas gran-
des y sesenta corazas, con sus cascos o yelmos Ade-
más, le adelantó año y medio de sus sueldos de piloto
mayor del reino, y un año a su cuñado Francisco To-
EL DESCUBRIMIENTO Y LA CONQUISTA
27
rres, que le acompañaba como segundo; todo esto sin per-
juicio de otras recompensas que le prometía, segiín fuera
la naturaleza de los servicios que a la Corona prestase
con la expedición.
Cerca de once meses tardó ésta en aprontarse ; y, al
fin, dejando nombrado a un hermano suyo para que des-
empeñase su empleo en Sevilla, partió Solís del puerto de
Lepe el 8 de octubre de 1515. La escuadrilla tocó en Te-
nerife, y pasó a la costa del Brasil, que reconoció proli-
jamente, marcando las latitudes de todos los puntos, con
la exactitud que permitían los instrumentos náuticos de
aquel tiempo. Llegando a las islas de Lobos, hizo rumbo
al Este y tomó puerto en Maldonado, al que dio el nom-
bre de Nuestra Señora de la Candelaria. Siguió desde allí
la dirección de la costa, hasta que, reconociendo la cali-
dad del agua en que navegaba, descubrió lo que es hoy
el río de la Plata y le dio el nombre de «Mar Dulce»,
No tardó el experto marino en reconocer que el gran
estuario donde se encontraba no podía ser sino la des-
embocadura de un gran río, tanto por la poca profundidad
como por la dulzura del agua; y, dejando fondeadas dos
de las carabelas al abrigo de la isla de San Gabriel, entró
28 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
él mismo en una latina, para reconocer de cerca la costa
inmediata, que era la del Norte. Así llegaron hasta la isla
de Martín Garcia; y aproximándose a la costa firme, no-
taron que había habitaciones de indios, y que muchos ob-
servaban sorprendidos la embarcación y las gentes desco-
nocidas que iban en ella. Solís quiso reconocer y tomar
posesión de aquella tierra en cumplimiento dé sus instruc-
ciones. El rey le había ordenado que se posesionara de las
tierras descubiertas ante escribano público y el mayor núme-
ro de testigos y los más conocidos que hubiere. En su nom-
bre debía realizar « acto de posesión » cortando árboles y ra-
mas, cavando y levantando, si pudiese, algún pequeño edifi-
cio, en algún cerro o junto a un gran árbol. También debía
levantar una horca, puesto que él representaba la justicia real.
Desembarcó Solís con dos oficiales reales, y, seguido
de siete hombres más, se internó algunos pasos, para
plantar la cruz y hacer el acta de toma de posesión, a la
vista de los indígenas que le observaban. Pero una embos-
cada que los españoles no habían visto, hizo caer sobre
ellos de improviso una nube de flechas, y todos fueron
víctimas de su extremada confianza, con excepción de
uno, que quedó entre los indios hasta once años después.
Aunque sin suficiente fundamento, cuéntase que los salvajes
les cortaron la cabeza, las manos y los pies, y, ponién-
dolos a asar en sus fogones, los comieron con feroz ale-
gría, a la vista de los que permanecieran en la carabela,
los cuales se alejaron consternados a reunirse con los
otros dos buques que hablan quedado más atrás.
Según Luis L Domínguez.
21. La tradición de Lucía Miranda.
Apenas descubierto el estuario que se llamaría más
tarde río de la Plata, sin dejarse intimidar por la trágica
muerte de su glorioso descubridor, don Juan Díaz de Solís,
remontó en 1526 sus majestuosas aguas don Sebastián
Qaboto, marino veneciano al servicio de España. Pene-
EL DESCUBP.IMIENTO Y LA CONQUISTA 29
trando por primera vez en el río Paraná, fundó en la
desembocadura del río Carcarañá, sobre su margen izquier-
da, el fuerte del Espíritu Santo (Sancti Spiíitiis). Clavada
allí la bandeVa de Castilla, dejó el fuerte a cargo de una
guarnición, subió hasta las cataratas del Iguazú, y luego,
por diversas circuns, anclas, regresó a España.
Dos años habían pasado desde la partida de Gaboto,
y el fuerte del Espíritu Santo conservaba su paz inalte-
rable. Gobernábalo un hombre de distinguido mérito, don
Ñuño de Lara, en quien delegó Gaboto el mando. Una
severa disciplina, sostenida por el ejemplo, quitaba a los
suyos toda ocasión de desmandarse. Por su propia segu-
ridad, los españoles mantenían pacífico trato con una ve-
cina tribu de indios, los timbües. La buena inteligencia y
los oficios de la cordialidad más expresiva apretaban de
día en día los nudos de esa útil alianza.
Había entre los españoles una dama, Lucía Miranda,
mujer del soldado Sebastián Hurtado. El cacique de los
timbúes, Mangoré, prendado de su belleza, olvidó que era
casada y resolvió hacerla su esposa. Decidido a robarla,
preparó una horrible traición. Aprovechando una oportu-
nidad en que salieron del fuerte para procurarse víveres,
buena parte de sus pobladores, al mando de uno de los
capitanes, presentóse como amigo, seguido de treinta in-
dios cargados de subsistencias. Esperaba afuera sus órde-
nes, escondido en la maleza y bien adoctrinado, su her-
mano Siripo, al mando de numerosa horda.
Sin sospechcT los ocultos designios del cacique, don
Ñuño de Lara, muy agradecido y atento, recibió el dona-
tivo. Con su castellana generosidad acogió a Mangoré y
a su séquito bajo su mismo techo. Obsequiólos con un
espléndido festín, en el que brindaron confundidos españoles
e indio¿ al dios de la amistad. Cuando terminó el festín, reco-
giéron'¿e a dormir unos y otros. El sueño rindió a los españo-
les. Y, entrada ya la noche, en el silencio y las sombras, Man-
goré cambió sigilosamente sus señas y contraseñas con
30 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
SU hermano Siripo, hizo prender fuego a la sala de armas y
abrió las puertas del fuerte. De común acuerdo, los indios
de Mangoré y de Siripo cayeron sobre los españoles dor-
midos. Algunos de éstos lograron sus armas, y se trabaron
en combate siniestro. Con increíble valor, Lara repartía en
cada golpe muchas muertes. En medio de la refriega buscó
y encontró al fin a Mangoré. Aunque con una flecha en
el costado, abrióse paso entre la confusa multitud, hasta que
pudo herir al traidor. La flecha, entretanto, con el movi-
miento y la lucha, habíale penetrado hondamente. Ambos,
el cacique indio y el denodado capitán castellano, cayeron
muertos. Sólo escaparon con vida del desastre algunos
niños y mujeres, y entre éstas Lucía Miranda, su inocente
causa. Todos fueron llevados a presencia de Siripo, su-
cesor del detestable Mangoré, quien los guardó cautivos.
Al siguiente día Sebastián Hurtado volvió al fuerte. Su
dolor fué igual a su sorpresa, cuando, después de encon
trarse con ruinas en vez del baluarte, buscaba a su-consorte
y sólo hallaba sangrientos despojos. Luego que supo su
cautividad, no dudó un punto entre los extremos de morir
o rescatarla. Precipitadamente se escapó de los suyos y
llegó hasta la presencia de Siripo. Pero este bárbaro,
habiendo muerto Mangoré, cacique él ahora de ios tim-
búes, olvidóse como su finado hermano que Lucía era
casada, y aspiraba a su vez a tomarla por esposa. Ya que
se le presentaba tan inopinadamente el legítimo marido,
decidió matarle. Comprendió la heroica mujer la suerte
que esperaba a Hurtado, y, estimando más la vida de éste
que la propia, renunció al tono altivo con que antes con-
testaba los avances de Siripo, y tomó a sus pies el tono
de la súplica y el llanto. De tal modo consiguió que el
cacique revocara su sentencia de muerte, y salvó la vida
a Hurtado, mas con la dura condición de que el soldado
castellano se divorciase para siempre de ella y ehgiera
otra esposa entre las jóvenes timbúes. Acaso por vanar
partido en el corazón de la bella mujer blanca, que se
EL Di;sri;BniMii.Nro y la conol'ista 31
mantenía firme en su resistencia a aceptarle por esposo, el
cacique llegó a permitirles que se vieran de vez en cuando.
No por esto consiguió el consentimiento de Lucía, que,
como española y como cristiana, estaba resuelta a perder
antes la existencia que la honra. Al contrario, en algunas
de las breves entrevistas de los esposos pudo notar que
ambos renovaban sus juramentos de conyugal fidelidad.
Entonces su furia no tuvo límites. Hizo atar a Sebastián
Hurtado a un árbol, donde se le mató a saetazos, y mandó
arrojar a Lucía Miranda a una hoguera. Así, después de
largo martirio y cautiverio, murieron ambos esposos, para
eterno ejemplo de amor y de virtud.
Aunque fantástica, esta tradición ha perdurado en la
mente de los habitantes del río de la Plata. Dos siglos
y medio después de que un cronista inventara el épico
y luctuoso suceso, servía de argumento a una hermosa
tragedia de corte clásico, en verso y tres actos, titulada
Siripo. Su autor, el doctor Manuel José de Labardén, que
nació en Buenos Aires en 1754 y murió probablemente
poco antes de la gloriosa revolución de 1810, puede
considerarse el más antiguo de los poetas cultos en la
literatura argentina. Su obra, escrita en sonoros ende-
casílabos, representóse en el llamado Corral. Componíase
este sitio, qué hacía las veces de teatro, de un terreno
rodeado de un cerco o muralla baja, y algún rancho
en el fondo para guardar las vituallas y adminículos. Una
chispa de un cohete disparado en la iglesia de San Juan,
con motivo de celebrarse una fiesta religiosa, ocasionó un
incendio que redujo a cenizas el rancho. En el incendio
se quemó el precioso manuscrito de la tragedia, y sólo
se conservaron algunos fragmentos. Perdida la obra de
Labardén, las sombras familiares y heroicas de Lucía
Miranda, Sebastián Hurtado, Mangoré y Siripo esperan,
pues, el poeta que las cante en las nuevas generaciones
de argentinos.
Según Gregoiíio Funbs j' Juan Mauía GuTiiíaREZ,
32 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
22. La fundación de Buenos Aires.
I. LA PRIMERA FUNDACIÓN
Don Pedro de Mendoza, natural de Guadix, gentil-
hombre de cámara del emperador, acababa de regresar de
Italia, donde, a las órdenes del condestable de Borbón,
había tomado parte en el asalto y saqueo de la ciudad
de Roma. Mendoza volvió rico a España, con su parte de
botín ; pero no por esto estaban satisfechos su avaricia y
su amor a empresas arriesgadas; y cuando supo que el
gobierno, por escasez de fondos, no se resolvía a enviar una
expedición al río de la Plata, para tomar por retaguardia
el imperio de los Incas, se ofreció a prepararla a su costa
y a conducirla a su destino.
Armó con este fin la más brillante expedición que
había salido de puertos españoles para la América. Com-
poníase de veintidós naves y más de 2.C00 soldados
aguerridos, entre ellos 150 alemanes, a cuyo número
pertenecía Ulderico Schmidel, uno de los historiadores de
la conquista. Entre los oficiales venían muchas personas
de distinción. En las capitulaciones otorgadas por el empe-
rador, había una que obligaba al adelantado a traer cien
caballos y cien yeguas, primer origen de los que después
han cubierto nuestras fértiles llanuras. La armada salió de
Sanlúcar el 1.° de septiembre de 1534; se detuvo en
el Janeiro algún tiempo, y, habiéndose enfermado grave-
mente don Pedro, delegó el mando en don Juan Osorio,
a quien poco después hizo apuñalar por sospechas de
infidencia.
A principios de 1535 entró la expedición en el río
de la Plata, y fondeó en la isla de San Gabriel. Ei adelan-
tado mandó en seguida a su hermano don Diego, jefe de
la flota, a reconocer la costa meridional, se trasladó allí
con toda ella, y el 2 de febrero de 1536 abrió el ci-
EL DESCUBRIMIENTO Y LA CONQUISTA 33
miento de una trinchera de tapia, en cuyo recinto se cons-
truyeron los alojamientos de los españoles. Aquel mismo
día puso el adelantado en posesión de sus cargos a los
capitulares que habían venido nombrados desde España.
A esta población se le dio el nombre de Puerto de
Santa María de Buenos Aires, patrona de los navegantes-
Según cierta tradición, originada en la crónica de Schmidel,
este nombre proviene de haber exclamado el capitán
Sancho García, al poner pie en tierra: «¡Qué buenos
aires son los de este suelo ! »
Según Luis L. Domínguez.
II. LA COMARCA
Desde la meseta culminante de la barranca, que do-
minaba la margen izquierda del Riachuelo de los Navios
(como se llamó para siempre el « río pequeño » cerca de
cuya «boca» habían fondeado), aparecía la llanura ilimi-
tada, desplegando, sin un contraste vivo de relieve o co-
lor, su sobrefaz verdosa hasta el confín del horizonte. Y
las próximas exploraciones a todos rumbos no habían de
traer otro descubrimiento que la traslación indefinida de
aquel mismo círculo, trazando un marco de invariable y
tediosa monotonía. La pampa propiamente dicha — que
tanto han amado algunos poetas argentinos, y celebrado
muchos más sin convicción sincera — no existía aún :
como que ha significado, históricamente, casi al igual que
los cultivos modernos, una primera evolución del mantillo
vegetal bajo la influencia del elemento europeo. En vez
de la sabana inmensa cubierta de gramíneas y cardos, de
la blanda pradera vestida de alfilerillo y trébol, que evo-
can irresistiblemente al ganado importado de que provie-
nen— el cual iba a ser luego, sin duda alguna, el acci-
dente característico del paisaje — , desarrollábase intermi-
nable el campo yermo, que, para conquistadores recién
evadidos del golfo amargo, remedaba otro océano inerte
34 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
y estéril, con erizadas olas de matas y arbustos. A tre-
chos, no lejos de la costa, los bosquecillos de talas y
espinos alzaban sus ramas de menudo follaje sobre los
matorrales vecinos; y aquí y allá, algún añoso algarrobo,
centinela perdida de la selva interior, retorcía al viento
del desierto su tronco obscuro de requebrada corteza. En
las cañadas, sin embargo, y orillas de los ahilados arro-
yos, la humedad mantenía una fresca vegetación de toto-
ras y cortaderas, formando tupidos pajonales. Y acentuá-
base, de vez en cuando, esta fugaz sonrisa de la flora
pampeana con el encuentro de una cristalina laguna,
franjeada de juncos y espadañas, y cuyo delgado espejo
cristalino rayaban con zanca pausada, y como meditabun-
da, rosados flamencos y cigüeñas de plata, mientras en
torno suyo, los agrios chirridos de los chajás, teruteros y
demás aves acuáticas rasgaban el silencio angustioso de
aquellas soledades.
La fauna útil de la región — vale decir, la que los
pobladores recién desembarcados hallaron de inmediato
provecho — aparecía tan pobre como su flora. Abunda-
ban las manadas poco ariscas de venados, apenas diez-
madas por los jaguares y pumas que, agazapados de tarde
en la espesura, acechaban la bajada de la presa a los
aguaderos. Pululaban en el campo las aves comestibles y
los avestruces, cuyos huevos daban un excelente alimento,
lo propio que el pescado en el estuario y sus afluentes.
También suministrarían cierto recurso nutritivo los arma-
dillos, los cuís o apereás o tal cual otro roedor de caza
más eventual. Pero, ¿qué representaba todo ello como
ración diaria para un millar de hombres? Y, suponiendo
que les sobrara pólvora para gastarla en grandes cacerías,
¿cuánto tiempo quedarían los animales sin alzarse y huir
al desierto, substrayéndose más y más a las batidas diarias
de sus perseguidores?
Tal se pi-esentaba al pronto, ante Mendoza y su
gente, la región en que debían fundar su primer estable-
EL DESCUBRIMIENTO Y LA CONQUISTA 35
cimiento, como base de las conquistas futuras, y tales
eran los escasos recursos naturales que la comarca pare-
cía brindar a los recién llegados. Ellos se resumían en
algún suplemento de alimentación animal, caza y pesca
{para esta última tuvieron que proveerse de redes, qui-
tándolas a los indígenas), aunque de trabajosa consecu-
ción, por lo menos en cantidad apreciable, después de
algunos días, a los que se agregaban ciertas raíces más
o menos nutritivas. Muy pobres eran los materiales de
construcción para viviendas, no disponiéndose al pronto,
fuera de las paredes de barro y los techos de totora, más
que de maderas mezquinas o distantes y no muy fáciles
de labrar. Pero a este respecto la estación era propicia:
por algunos meses iba a ser tolerable la vida casi al aire
libre, sin grandes inconvenientes, Era la cuestión primor-
dial, naturalmente, la de la subsistencia. Para encararla
bajo su debido aspecto, procedieron el factor y despen-
seros a tomar razón de los víveres existentes y de lo que
sumaban en raciones diarias para toda la gente. El resul-
tado no se dio a conocer ; pero nadie dejó de sospechar
lo grave de la situación por el expediente discurrido, que
fué el apresto inmediato de la nao Santa Catalina, la
cual, al mando de Gonzalo de Mendoza, partió el 3 de
marzo para la costa del Brasil en busca de bastimentos.
jLa importantísima expedición del adelantado don Pedro
de Mendoza, con su lucida comitiva de mayorazgos, hi-
dalgos y oficiales del rey, apenas había embarcado vitua-
llas para seis meses, pues a pesar de los refrescos alzados
en Canarias y Río, ya estaban aquéllas a punto de ago-
tarse !
Mientras la mayor parte de los desembarcados se
ocupaba en la rústica edificación de los primeros abrigos
provisionales, otros exploraban el campo, a caballo o a
pie, en procura de recursos alimenticios o de habitantes
que los proporcionasen. No parece que dieran resultados,
en uno ni en otro sentido, las excursiones hacia el Oeste
36
LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
(no se intentó por entonces penetrar al Sur, cruzando el
Riachuelo). Pero una partida que enderezó al Norte, hasta
cinco o seis leguas del real, dio con otro riachuelo que
sombreaban sauces, palmeras y ceibos de purpúreos raci-
mos, y cuyas márgenes habitaban tribus de indios canoe-
ros y pescadores.
P. GnoussAc
III. LA SEGUNDA Y DEFINITIVA FUNDACIÓN
La repoblación de Buenos Aires, sitio que se concep-
tuaba estratégicamente ubicado para establecer una pobla-
ción importante, habíase discutido muchas veces en la
Asunción. Todos los conquistadores sostenían la conve-
niencia de respetar la obra de Mendoza, obra que afirma-
ría el poder español en el Plata y daría a los distintos
pueblos de la gobernación un punto de apoyo para efec-
tuar cómodos y seguros intercambios con la metrópoli.
Pero nadie había osado hasta entonces afrontar un pro-
blema tan complejo y de tan difícil solución. El destino
reservaba esta gloria a don Juan de Qaray, que acababa
de fundar la ciudad de Santa Fe. Para tentar la magna
empresa contaba con el amor de sus gobernados, el res-
peto de los naturales y su voluntad a prueba de las más
terribles adversidades.
Más de sesenta hombres, en su mayoría criollos, se
alistaron bajo el estandarte de Garay, y el 9 de marzo del
año 1580, después de haber adoptado varias disposiciones
tendientes a la mejor marcha de su gobernación de la Asun-
ción, partió el capitán en compañía de sus colaboradores.
La expedición se dividió en dos partes: una, al mando de
Garay, iría por agua, en varios barcos de menor impor-
tancia; la otra, al mando del capitán Alonso de Vera y
Aragón, encargado de la conducción de los caballos y el
ganado, iría por tierra.
El 11 de mayo llegaron al río de la Plata las embar-
i
»c-
DS
EL DESCUBRIMIENTO Y LA CONQUISTA
37
caciones que conducían a los soldados de Garay. Los ex-
pedicionarios, a la espera de los caballos y el ganado
enviados por tierra, permanecieron en los barcos hasta los
primeros días de junio. Reuniéronse entonces en la solita-
ria costa donde treinta y nueve años antes don Pedro de
Mendoza había fundado por primera vez la ciudad de
Buenos Aires. Tres compañeros de .Mendoza guiaron a
Garay, señalando los sitios ocupados por las construccio-
nes de la primitiva población, de la cual quedaban apenas
vestigios, semiborrados por la acción del tiempo.
Escogiendo mejor el sitio que Mendoza, Garay desig-
nó una vasta meseta situada frente al río de la Plata, a
espaldas de las barrancas: terreno alto, fértil, seco y sano,
apropiado para el establecimiento de una nueva población.
Los indios, ignorantes del desembarco de los españoles,
no los molestaron, y dieron tiempo para que fundaran la
ciudad, el sábado 11 de junio de 1580. La ceremonia fué
sencilla y emocionante. Todos los repobladores asistieron
al acto solemne de plantar el rollo y levantar el pendón
real. De acuerdo con los usos tradicionales que caracte-
rizaban las ceremonias de toma de posesión en nombre del
rey de España, Garay « echó mano a la espada y cortó
hierbas y tiró cuchilladas». Redactada y firmada el acta
por el capitán general, los soldados se entregaron a la
febril faena de construir defensas. Llamó la atención de los
habitantes de la nueva ciudad el numeroso ganado caballar
que pacía en la campaña, libremente reproducido, desde
que Mendoza abandonó aquellos sitios.
Construido el fuerte y en situación los españoles de
defenderse, el general Garay y algunos animosos solda-
dos resolvieron efectuar una exploración por los alrede-
dores. Se dirigieron al Riachuelo, distante aproximada-
mente media legua de la ciudad, e iban a continuar avan-
zando hacia el Oeste, cuando diez querandíes les salieron
al encuentro, y se trabó un combate, en el cual los espa-
ñoles obtuvieron una fácil victoria. Tres indios fueron
38 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
muertos, dos quedaron cautivos, y los restantes huyeron
heridos. La voz de alarma no tardó en llegar a los adua-
res de los indios, quienes se retiraron precipitadamente
para evitar un nuevo encuentro con los invasores.
En su fuga olvidaron los indios un cautivo español,
largo tiempo prisionero, llamado Cristóbal de Altamirano.
Indeciso éste sobre el partido que debía adoptar, prefirió
entregarse nuevamente a los naturales, temeroso de que
ellos le sorprendieran en viaje a Buenos Aires y castiga-
ran por traidor. Los indios discutieron largamente la suerte
de Altamirano; pero, sensibles a sus hábiles disertaciones,
resolvieron perdonarle la vida.
Decidióse entretanto una guerra general contra los
españoles. Varias naciones indígenas coaligadas se obli-
garon a obedecer las órdenes del afamado cacique Tabobá,
aprontándose para iniciar la campaña sin pérdida de tiem-
po y llevarla a sangre y fuego. Altamirano, que seguía
con vivísimo interés los preparativos, resolvió escribir
secretamente la noticia- de la sublevación, poniendo en
guardia a sus compatriotas. Trazó con un carbón algunas
líneas, metió la comunicación en una calabaza, la arrojó
al Riachuelo, y obtuvo completo éxito. El anuncio llegó
muy oportunamente a Qaray, quien inició, acto continuo,
los preparativos de la defensa.
Deseando evitar el choque, envió al cacique uno de
los indios que tenía cautivos, con proposiciones de paz y
una carta para Altamirano. Este, comprendiendo que la
misión de Qaray despertaría la sospecha de los querandíes,
pudo esconderse entre los juncos de una gran laguna, donde
permaneció dos días sin ser hallado por los salvajes. Des-
pués de grandes angustias logró costear el Riachuelo y
llegar a Buenos Aires. Hizósele una cariñosa recepción, y
fué reconocido por el capitán general como uno de los
más meritorios repobladores.
Los querandíes se alistaron con el propósito de re-
chazar vigorosamente la nueva población española. Un
LEYENDAS INDÍGENAS Y COLONIALES 39
ejército de 600 indios, al mando de Tabobá, marchó sobre
Buenos Aires. En las márgenes del Riachuelo, las fuerzas
se dividieron : una parte, embarcada en canoas, remontó
e\ río hacia las barrancas, entretanto que la otra atacaba
por tierra a la población.
Los españoles esperaron el asalto : unos, en pequeños
barcos anclados en la ribera, y otros, en los muros de la
ciudad. Como de costumbre, Qaray estuvo en todas partes,
disponiendo la defensa y alentando a sus soldados. Los
primeros en disparar sus flechas contra el bergantín y em-
barcaciones menores fueron los indios, que atacaron por
agua. Con inusitado brío, los defensores de la plaza avan-
zaron en sus barcos, descargando sus arcabuces contra los
atacantes. La osadía con que correspondieron y la fijeza de
sus tiros causaron confusión en las canoas de los indígenas.'
Acosados, heridos, dominados por los conquistadores, los
naturales mantuvieron el combate corto tiempo. La victoria
se decidió por los intrépidos defensores de la ciudad. Hubo
un rapidísimo desbande. Buscando salvación en la playa
vecina, los indios sobrevivientes se arrojaron al agua.
Según José Luis Cantilo
V. LEYENDAS INDÍGENAS Y COLONIALES
23. Una leyenda indígena y coloníaL
I. LA LEYENDA INDÍGENA
Entre las leyendas indígenas de Catamarca y de Entre
■Ríos es muy popular la del sapo y el suri. Supónesele
al sapo singular agudeza; el suri es aquí un pájaro
fantástico, el « ave de la tormenta », un ave de poderoso
vuelo, aunque generalmente se la representa en forma de
avestruz.
Ello es que un día se encontraron el sapo y el suri,
y el sapo desafió al suri a correr una . carr.era. Advirtióle
40 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
el suri que él no corría, sino volaba. «No importa, con-
testó el sapo; aunque vueles, yo te pasaré corriendo o
saltando ». Seguro de ganar el desafío, aceptólo el suri. El
sapo llamó entonces a sus congéneres, explicóles el caso,
y les pidió que fueran varios de ellos saltando de distancia
en distancia, a lo largo de la pista que habían convenido
en correr con el suri. Echóse el suri a volar, y siempre
que bajaba los ojos al suelo, veía delante de sí algún sapo.
Llegó a la meta, señalada con un mortero de piedra, y del
mortero salió un último sapo, proclamándose vencedor de
la carrera. El suri, creyendo que éste, así como los que
vio en el camino, fuesen el mismo y único que había
desafiado, dióse por vencido.
Hase encontrado a esta fábula un sencillo simbolismo
de la naturaleza. El sapo o batracio, que tanto pulula en
los días húmedos y nublados, es el estado de la atmósfera-
El suri es la nube; su carrera es la que impulsa el viento.
Como vuela, se representa la nube por un ave, « el ave
de la tormenta ». El mortero es el objeto donde se muelen
las mieses producidas por la lluvia. Y, como un determi-
nado estado atmosférico precede a la lluvia, y la lluvia a
la cosecha, el sapo se adelanta al suri, y el suri y el sapo
llegan victoriosamente al mortero.
II. LA LEYENDA COLONIAL
La leyenda del sapo y el suri es de indudable origen
precolombiano. Estas leyendas precolombianas han solido
transformarse ingeniosamente en los tiempos coloniales
mezclando a los elementos indígenas oíros de pura cepa
española. Así, a la citada leyenda indígena corresponde
otra indígena y colonial, la del urubú o cuervo negro
(Catharthes foetens) y el sapo, muy difundida por todo el
continente, del Amazonas al Plata.
El 'cuervo negro fué invitado conjuntamente con el
sapo a unas fiestas en el cielo. El sapo aceptó ir en com-
LEYENDAS INDÍGENAS Y COLONIALES 41
pañía del cuervo, quien no comprendía cómo, no pose-
yendo alas, se atreviese a tanto. El día fijado preséntesele
en su casa. El sapo le dijo que a él le gustaba andar
lentamente, y que le permitiese ir adelante. Su propósito
era, como lo efectuó, esconderse en la guitarra que el
cuervo llevaría para tocar en las fiestas del cielo, de ma-
nera que lo llevase por los aires. Llegado el cuervo al
cielo, le preguntaron por el sapo. Creyendo que se hubiera
quedado en la tierra, el cuervo contestó que su compadre
no podía permitirse tan largo paseo. Después de tales pa-
labras dejó a un lado la guitarra y se sentó a la mesa.
El sapo salió sigilosamente de su escondrijo, y, con asom-
bro general, se apareció ante los convidados, divirtiéndose,
cantando y danzando. Concluido el baile, todo el mundo
se retiró. El sapo, viendo distraído al cuervo, ocultóse de
nuevo dentro de la guitarra. El cuervo, que había descu-
bierto su maniobra, púsose en marcha de vuelta, sin igno-
rar ya que en el instrumento llevaba un huésped. Y, vo-
lando desde lo alto, vuelca la guitarra... El infeliz zapo
cae de las nubes, gritando a las piedras del suelo que se
hagan a un lado. Al oirlo, el cuervo, riéndose de él, le
replica que no tenga miedo, puesto que vuela perfecta-
mente... Lo que no impidió que el sapo, al caer, se diese
un golpe formidable. Esta fué la causa de que le salieran
las manchas de la piel.
Aquí vemos la leyenda indígena del sapo y el suri
transformada por ciertas ideas nuevas. La cultura colo-
nial ha aportado, pues, sus elementos: la guitarra, pro-
ducto de su técnica; el cielo, concepto propio de sus
creencias religiosas. Transformada por estos elementos, la
leyenda del sapo ha perdido su simbolismo primitivo, que
era resultado del íntimo y continuo contacto del salvaje
con la naturaleza. Felizmente no ha perdido también toda
su gracia. Verdad es que el sapo se trueca, de burlador y
vencedor, en burlador vencido o burlado. Pero, si es inge-
niosa la manera con que el sapo se fisguea del suri en la
42 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
fábula indígena, no deja de serlo el final o moraleja de la
fábula colonial. El sapo, en castigo de su mentira, da una
caída tremenda, y queda marcado de chichones y magulla-
duras por los siglos de los siglos.
Según Adam Quiroga.
24. Leyendas del País de la Selva.
I. EL país de la selva, SUS LEYENDAS
Y TROVADORES
Llamo País de la Selva a la región argentina que se
extiende, en el interior de la República, desde la cuenca
de los grandes rios hasta las primeras ondulaciones de la
montaña, es decir, entre las llanuras bañadas por el Pa-
raná y sus afluentes y los contrafuertes iniciales de la
cordillera de los Andes. En la época del coloniaje corres-
pondía a esta región el nombre de Tucumán, y abarca-
ba, más o menos, las actuales provincias de Tucumán,
Santiago del Estero y Córdoba. En los tiempos anteriores
a la conquista estuvo poblada por varias razas y pueblos
indígenas, entre los que descollaron los Lules,-por haber
recibido y adoptado del Cuzco la cultura quichua o incaica.
No hay en toda la República Argentina territorio algu-
no donde existan más tradiciones y leyendas locales que
en el País de la Selva. Los mitos y argumentos legen-
darios de la antigua cultura indígena han persistido hasta
nuestro tiempo, mezclándose y amalgamándose a veces,
curiosa y originalmente, con las ideas y sentimientos apor-
tados por la conquista española. Es sobre todo en la
provincia de Santiago del Estero, que se diría el corazón
del País de la Selva, donde mayormente se conservan las
antiguas leyendas indígenas y coloniales, como la de Zupay
y la del Kacuy.
Transmítense estas leyendas verbalmente en quichua,
de padres a hijos. Pero la Selva tiene también sus trova-
LEYENDAS NDÍGENAS Y COLONIALES 43
dores, que saben cantar su poesía. La poesía y la música
se hallan unidas en las costumbres de la Selva, cual lo
estuvieron en la Grecia clásica. Siendo éstas las manifes-
taciones estéticas más genuinas del país, los trovadores,
generalmente, cultivan las dos. La melodía acompaña y
sostiene la copla, y ambas se integran en la danza por
un ritmo común.
Ninguna de las fiestas del país se realiza sin la pre-
sencia del trovador, especie de sacerdote de la alegría y
de la muerte. Es su escenario la Selva toda, recorrida por
él en vida vagabunda. Hoy le llevan a velorios, mañana a
una trinchera de carnestolendas, después a Nacimientos del
Niño Dios, luego a holgorios de boda, más tarde a bailes
tradicionales... El es el órgano expresivo de todos los sen-
timientos del pueblo. Él agasaja al viajero, al caudillo, al
magistrado, o simplemente al patrón. Él anima las reunio-
nes carnavalescas o nupciales ; él plañe en torno del
féretro de los difuntos monótonas alabanzas, y junto al
cadáver de los párvulos musita las letanías de los ánge-
les, pues allí donde no llega la acción sacramental de
la Iglesia, no sólo realiza la misión profana de alegría
báquica, sino también las ceremonias de un verdadero culto
religioso...
Ninguna particular indumentaria singulariza la silueta
del cantor; pero el instrumento con que se acompaña
completa su figura. Cultiva ante todo el amor a su vihuela.
Protégela de la humedad y del sol ; quiérela como si
fuera una mujer... Y la vihuela corresponde tanto a sus
amores, que la trova dice :
Las cuerdas de mi guitarra
gimen conmigo a la par,
y me ayudan a llorar
el dolor que me lastima...
¡Si parece que la prima
hubiese aprendido a hablar!
44 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
II. ZUPAY
Entre los mitos del país, Zupay es, sin duda, la encar-
nación más potente del misterio selvático. Zupay es el
Diablo de la Selva; y, como tal, no es producto genuino
del espíritu quichua, ni de la tradición incontaminada del
demonio español. Más bien es una resultante del uno y de
la otra. En su estado primordial es un genio latente y
maligno; es el origen de todo lo adverso que aflige a los
hombres y el enemigo de Nuestro Señor. Puede estar en
el agua, en el fuego, en la atmósfera ; y sabe, al par, di-
rigir estos elementos para sembrar en la Selva pestes,
inundaciones, sequías y catástrofes...
El mito de Zupay se relaciona tanto con los de la
hechicera y la Salamanca que constituyen inseparable
unidad. Los poderes de la bruja provienen de un pacto
con Zupay, y la Salamanca no es sino la academia sub-
terránea, oculta en el 'bosque, donde el neófito aprende
su ciencia, junto a las cátedras diabólicas. Zupay, maes-
tro, da sus lecciones a la bruja, su discípula, en su escuela
tenebrosa, la Salamanca...
Zupay, universal y ubicuo en su estado latente, es
multiforme en sus personificaciones y manifestaciones.
Prefiere en sus metamorfosis figuras humanas. Ha encar-
nado alguna vez en cuerpo de hermoso mancebo, apare-
ciéndose en un rancho a cierta mujer ingenua. Se ha mos-
trado en otra ocasión como un gaucho rico y joven
que visita la Selva en su caballo enjaezado de mágicos
arreos. En otra sazón, un paisano, cantor de la comarca,
atravesando el bosque, con rumbo a la fiesta, vióse de
pronto acompañado por alguien que le desafiaba a «payar»,
guitarra en mano: era también Zupay, el Malo, como en la
leyenda pampeana de Santos Vega. Los nativos hablan
asimismo de un diminuto duende, que es como la encar-
nación humorística y bromista de Zupay. Es el travieso
enano de la siesta, con su corta estatura, su rostro magro
LEYENDAS INDÍGENAS Y COLONIALES 45
y barbirrucio, el ingenio maligno que bulle bajo el ancho
sombrerete de copa en embudo...
Los hijos de la Selva refieren otras revelaciones de
Zupay. Cierto día los montes saladinos oyeron el bala-
dro de un fabuloso toro, bestia chucara de olímpica
frente sobre cuello crinado, ¡y era también Zupay! Otro
día le vieron, entre las penumbras del ramaje, con su
rostro de sátiro, sus peludas piernas y hendidas patas de
chivo...
He ahí cómo este dios o demonio numeroso parece
mezclarse en la diaria existencia de esas campañas. Sus
dominios se extienden a la espesura toda; y hasta un
árbol de la flora local señala con nombre inequívoco la
presencia del mito. En la descriptiva nomenclatura de las
plantas silvestres figura la malop'taco, « algarroba del
diablo»...
III. EL KACUY
Vive en la Selva un pájaro nocturno que, al romper
el silencio de las breñas, estremece las almas con su lú-
gubre canto. Esta ave tiene una historia; y es la trage-
dia de su origen lo que evoca con su grito lastimero,
ayeando entre las arboledas tenebrosas: ¡Turayf... ¡taray!...
; taray !...
En época muy remota, dicen las tradiciones indíge-
nas, una pareja de hermanos (un muchacho y una niña)
habitaba un rancho en las selvas. El era bueno; ella era
cruel. Amábala él como pidiéndole ventura para sus horas
huérfanas; pero ella acibaraba sus días con recalcitrante
perversidad. Desesperado, abandonaba él en ocasiones la
choza, internándose en las marañas ; y ella amainaba en
el aislamiento sus ¡ras, hilando alguna vedija en la rueca
o tramando una colcha en sus telares. Mientras vagaba
por la Selva, el buen hermano pensaba en la hermana, y,
perdonándola siempre, llevábale al rancho las algarrobas
más gordas, los mistóles más dulces, las más sazonadas
46 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
tunas. Vivían ambos de los frutos naturales en aquel siglo-
de Dios. Proveyendo a su subsistencia, él traía hoy para
la casa un miküo atrapado a garrote en el estero cerca-
no; o bien un sábalo pescado en fisga en el remanso del
río, cuando no un quirquincho de la barranca próxima, o
algún panal de lechiguana, que manaba rubio néctar por
los simétricos alvéolos. Palmo a palmo conocía su monte,
y, siendo cazador de tigres además, protegía la morada.
Insigne buscador de mieles, nadie tenía más despiertos ojos
para seguir a la abeja voladora que le llevaba a su col-
mena: la de la ashpa-mishqui, escondida en el suelo; la
del tiu-simi, enjambrada en un cardón, y la de cayanes o de
queyas, fabricada en el tronco de los más duros árboles...
Todo esto le costaba trabajo y pequeños dolores; y ella,
en cambio, mostrábase indiferente, como gozándose en
sus penas...
Volvió una tarde, sediento, fatigado, tras un día de
infructuosa pesquisa; pues, como reinaba la sequía, esta-
ban yermos los campos. Sangrábale la mano, porque al
pretender agarrar una perdiz boleada a lives y caída
entre unas matas, pinchóle el uturuncu - huakachina, el
cacto espinoso «que hace llorar al tigre». Pidió enton-
ces a su hermana un poco de hidromiel, para bebería, y
otro poco de agua para restañarse los arponazos. Trajo ella
ambas cosas ; mas, en lugar de servírselas, derramó en su
presencia en el suelo la botijilla de agua y el tupo de
miel. El hombre, una vez más, ahogó su desventura. Pero,
como al día siguiente le volcara también la ollita donde se
cocinaba el locro de su refrigerio habitual, desesperado,
resolvió vengarse. Encubriendo en su invitación sus de-
seos de venganza, invitóla para que lo acompañase a un
sitio no lejano, donde había descubierto miel abundante
de moromoros. No vistió su zamarra profesional, ni sus
guanteletes, ni el sachasombrero, ni llevó la bocina de las
meleadas, porque juzgaba fácil la aventura. El árbol, un
abuelo del bosque, era sin embargo de gigantesca talla.
LEYENDAS IND GENAS Y COLONIALES 47
Cuando llegaron allí, el muchacho persuadió a su perversa
hermana a que debían operar con cuidado, procurando
beneficiarse del néctar sin destruir las abejas pequeñitas,
pues se referían historias de cazadores meleros desapa-
recidos bruscamente a manos de un dios invisible que
protege las colmenas... Sobre la horqueta más alta hizo
pasar su lazo ; y lo preparó en un extremo, a guisa de
columpio, para que subiese su hermana, bien cubierta por
el poncho, en defensa del enjambre, ya alborotado por la
maniobra. Tirando al otro extremo, a manera de corrediza
palanca, la levantó en el aire, hasta llegar a la copa;
y, cuando ella se hubo instalado allí, sin descubrirse, él
empezó a simular que ascendía por el tronco, desgajándolo
a hachazos, mientras bajaba en realidad. Zafó después el
lazo, y huyó sigilosamente... Presa quedaba en lo alto la
infeliz.
Transcurrieron instantes de silencio. Ella habló... Nadie
le respondía... Como empezara a temer, levantó ligeramente
la manta que la tapaba, dejando apenas una rendija para
espiar. El zumbido de los insectos la aturdió, pues el
armado enjambre revolaba furioso en derredor, vibrante
de alas y de trompas. Este rumor confuso revelaba la pro-
fundidad del silencio. ¿Qué podría ser? No sospechaba la
hora ni el lugar. Ciega de horror y de coraje se desembozó
de súbito, así la acribillaran las moromoros ; y al descubrir
el espacio, el vacío del vértigo la dominó... ¡Sola, sola
para siempre!...
Abandonada en semejante altura, sobre un tronco liso
y largo, sin otras ramas que esas a las cuales se aferraban
sus manos, espiaba para ver si el hermano reaparecía por
ahí. La acometían deseos de arrojarse, pero la brusquedad
del golpe la amilanaba. No obstante, si perecía allí, quién
sabe si los caranchos voraces no vendrían a saciarse en
ella como en las osamentas de los animales que morían
ignorados en el monte.
Mientras tanto, la noche iba descendiendo con progre-
LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
siva sombra. Desde su atalaya, la pobre huérfana había
podido, por primera vez, contemplar, sobre el panorama
de la Selva, la inmensidad de los horizontes y la sucesión
de las copas verdes, que se unían formando obscuro
océano encrespado de gigantescas olas. El sol, hundiéndose
tras de los árboles, la impresionó más soberbio que nunca,
iluminado el enorme lomo del bosque con su claridad
apacible y decorado el cielo de Occidente por cosmo-
gónicos esplendores. Luego vio aquella gran luz aguarse
hasta disolverse toda en la noche, noche sin astros
para mayor desventura . . . Nunca se le mostraron más
pavoroso el cielo ni más callada la breña. Viniéronle
ansias locas de perderse en lo ignoto, de hender aquella
inmensidad de árboles y tinieblas, o llenar el silencio con
un solo grito. Mas, ahora, se le añuscaba la garganta
muda, y la lengua se le pegaba al paladar con sequedad
de arcilla. Tiritaba como si el ábrego la azotase con su
punzante frío, y sentía el alma toda mordida por implaca-
bles remordimientos. Los pies, en el esfuerzo anómalo con
que ceñían su rama de apoyo, fueron desfigurándose en
garras de buho ; la nariz y las uñas se encorvaban ; y los
dos brazos, abiertos en agónica distensión, emplumecían
desde los hombros a las manos. Disnea asfixiante la estran-
guló, y, al verse de pronto convertida en ave nocturna, un
ímpetu de volar arrancóla del árbol y la empujó a las
sombras...
Así nació el kacuy. La pena rompió en su garganta
llamando a aquel hermano justiciero. Y el grito de contri-
ción de esa mujer convertida en ave, resuena aún y reso-
nará siempre sobre la noche de los bosques natales:
/ Taray !. . . / taray !. . . / taray /...
iegúti Ríe Mino Roía»,
LEYENDAS INDÍGENAS Y COLONIALES
25. Kl alma del payador.
(Fragmenlo del |)iiem;i Santos Vega)
1. Cuand la tarde se inclina
sollozando al Occidente,
corre una sombra doliente
sobre la pampa argentina.
Y, cuando el sol i.umi a
con luz brillante y serena
del ancho campo la escena,
la melancólica sombra
huye besando su alfombra
con el afán de la pena.
2. Cuentan los criollos del suelo
que, en tibia noche de luna,
en solitaria laguna
para la sombra su vueio ;
que allí se ensancha, y un velo
va sobre el agua formando,
mientras se goza escuchando,
por singular beneficio,
el incesante bullicio
qtie hacen las olas rodando.
3. Dicen que, en noche nublada,
si su guitarra algún mozo
en el crucero del pozo
deja de intento colgada,
llega la sombra callada,
y, al envolverla en su manto,
suena el preludio de un canto
entre las cuerdas dormidas,
cuerdas que vibran heridas
-como por gotas de llanto.
4. Cuando en las siestas de estío
las brillazoi es remedan
vastos oleajes que ruedan
sobre fantástico río,
mudo, abismado y sombrío
baja un jinete la falda
tint 1 de bella esmeralda,
llega a las márgenes solas...
¡y hunde su potro en las olas
con la guitarra en la espalda!
5. Si entonces cruza a lo lejos
galopando sobre el llano
solitario, algún paisano,
viendo al otro en los reflejos
de aquel abismo de espejos,
siente indecibles quebrantos,
y, alzando en vez de sus cantos
una oración de ternura,
al persignarse murmura:
«¡El alma del viejo Santos!»
6. Yo que en la tierra he nacido
donde ese genio ha cantado,
y el pampero he respirado
que el payador ha nutrido,
beso este suelo querido
que a mis caricias se entrega,
mientras de orgullo me anega
la convicción de que es mía
¡la patria de Echeverría,
la tierra de Scntos Vega!
(Abreviado I
Rafael Obligado-
so LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
26. La leyenda de Santos Veéa.
Entre las leyendas pampeanas, y puede decirse que
entre todas las leyendas argentinas, ninguna tan expresiva
y popular como la de Santos Vega. Santos Vega repre-
senta la más pura y elevada personificación del gaucho;
es el hijo, es el señor, es el dios de la Pampa. Su histo-
ria, que puede reducirse al episodio fundamental de su
justa poética con el diablo, entraña el destino de una raza
y es la síntesis de su epopeya. Aunque acaso ha sido
alguna vez persona de carne y hueso, Santos Vega se
transforma en verdadero mito, y llega a constituir un sím-
bolo nacional.
En tiempos distantes y nebulosos, allá donde se pier-
de el recuerdo de los orígenes de la nacionalidad argen-
tina, fué Santos Vega el más potente payador. Su numen
era inagotable en la improvisación de endechas, ya tiernas,
ya humorísticas; su voz, de timbre cristalino y trágico,
inundaba el alma de sorpresa y de arrobamiento; sus
manos arrancaban a la guitarra acordes que eran sollozos,
burlas, imprecaciones. Su fama llenaba el desierto. Ávida
de escucharle, la muchedumbre acudía de los cuatro rum-
bos del horizonte. En las <- payadas de contrapunto », esto
es, en los certámenes populares de canto y verso, Santos
Vega salía siempre triunfante. No había trovador que le
igualase, ni recuerdo de que alguna vez le hubiese ha-
bido. Dondequiera que se presentaba, rendíale homenaje
la turba gauchesca, no obstante, ser tan amante de la
libertad y tan rebelde a toda imposición. Para el alma
sencilla del paisano, dominada por el canto exquisito,
Santos Vega era el rey de la Pampa.
A la sombra de un ombú, ante el entusiasta auditorio
que atraía siempre su arte, inspirado por el amor de su
«prenda», una morocha de ojos negros y labios rojos,
Santos Vega el payador cantaba una tarde sus mejores
LEYENDAS indígenas Y COLONIALES 51
canciones. En religioso silencio le escuchaban hombres y
mujeres, conmovidos hasta dejar correr las ingenuas lá-
grimas. De súbito presentóse a galope tendido un fo-
rastero, se arrojó del caballo, interrumpió el canto y desafió
al cantor. Tan extraño era su aspecto que se temió
vaga y punzantemente una desgracia. Pálido de coraje,
Santos Vega aceptó el desafío, templó la guitarra y cantó
sus cielos y vidalitas. Cuando terminó, creyendo imposi-
ble ios circunstantes que un ser humano le pudiese ven-
cer, aplaudiéronle frenéticos. Hízose otra vez silencio»
tocábale el turno al forastero. . . Su canto divino fué una
música nunca oída, cálida de pasiones infernales, rebo-
sante de ritmos y armonías enloquecedores. . . ¡ Había ven-
cido a Santos Vega ! Nadie podía negarlo, todos lo reco-
nocían, condolidos y espantados, y el mismo payador
antes que todos. . . ¡ Adiós fama, adiós gloria, adiós vida !
Santos Vega no pudo sobrevivir a su derrota. . . Acaso el
vencedor, en quien se reconoció al propio diablo, al te-
mido Juan sin Ropa, pretendiera llevarse el alma del
vencido como trofeo de la victoria. . . Desde entonces, en
efecto, desapareciendo del mundo de los mortales, Santos
Vega es una sombra doliente, que, al atardecer y en las
noches de luna, con la guitarra terciada en la espalda,
cruza a lo lejos las pampas, en su caballo, veloz como
el viento.
Poetas populares y poetas cultos han cantado hermo-
samente la leyenda de Santos Vega. La crítica le ha en-
contrado hoy un sentido épico. El diablo representa la
moderna civilización, que con las máquinas y fábricas de
su portentosa técnica vence al gaucho y le desaloja de
sus vastos dominios. Como los primitivos cantores' no
podían prever este destino del gaucho, el símbolo viene
a ser posterior, y, en realidad, no encuadra sino imper-
fectamente y por coincidencia en los verdaderos términos
de la leyenda. Su origen está más bien, a mi juicio, en
la doctrina bíblica del Génesis. Como los metafísicos la
52 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
adaptaron a la filosofía, con su concepto de la « edad de
oro», los gauchos la tradujeron en su leyenda de Santos
Vega. Santos Vega en la Pampa es Adán en el Paraíso
Terrestre, antes de incurrir en el pecado original. Su
«prenda» ocupa el mismo lugar secundario de Eva. El
demonio tienta su orgullo de dueño y señor de la llanura.
Él, estimulado por la presencia de la morocha, acepta el
reto, y es vencido. El demonio lo desaloja de sus domi-
nios. El ombú hace el papel del árbol de la ciencia y del
bien y del mal. Lo cierto es que la ciencia vencedora, el
arte del demonio, se identifica con el mal, contraponién-
dola al bien, al arte espontáneo, a la inspiración del
payador, que viene de Dios. Así, aunque vencido por
sobrehumanas fuerzas, y quizá por su misma derrota tan
conmovedoramente humana, Santos Vega queda triunfante
en el alma del pueblo, y su sombra ha de verse pasar en
lontananza mientras exista un palmo de tierra argentina.
VI. LA ÉPOCA COLONIAL
27. La ciudad colonial.
En América, la ciudad española nace egoísta, porque
nace de una necesidad militar. Propósitos únicamente de-
fensivos son los que presiden a su formación y la man-
tienen hermética durante los primeros tiempos de su vida.
Su prosperidad radiante, asimismo cauta y lenta, es muy
posterior, pues se mantiene por largo tiempo fortaleza más
que municipio. Su enorme egoísmo es una consecuencia
de su función, y su fuerza está precisamente en la ausen
cia de expansividad, que dispersaría la escasa vitalidad
creando mayores flancos a la agresión. Mientras pueda,
las antenas quedarán encogidas, y a pocas « cuadras » de
sus muros el país será totalmente extranjero. Este es el
carácter propio de la ciudad hispanoamericana primitiva, y
la organización resultante de cómo procedían los conquis-
LA ÉPOCA COLONIAL 53
tadores en tales casos, entregados a sí mismos y sin que
el gobierno español tuviera noticia de su existencia.
La conquista del país argentino se verificó por tres
distintas corrientes colonizadoras: la que venía directa-
mente de España por el Atlántico, la del Alto Perú y la
de Chile. Esta circunstancia da origen a tres diversos
grupos de poblaciones coloniales, que se miran con des-
pego, por su índole, su territorio y su aisladora política
de desconfianza. Tal era el aislamiento, que hubo ciudad
jamás visitada, no ya por los virreyes, ni siquiera por los
gobernadores mismos, ni por los obispos más inmediatos.
Todo esto traía por consecuencia la- falta de fusión de los
pueblos y la localista concentración de sus sentimientos
patrióticos. Los primeros escritores de la colonia que ha-
blan de «patria», lo hacen como sinónimo de «ciudad».
La patria es solamente la ciudad.
Pero todo centro de trabajo es más o menos expan-
sivo, por instinto de propia conservación. Estas ciudades
pobres y aisladas llegan, una vez consolidada la con-
quista, en los tiempos pacíficos del coloniaje, a cierto des-
arrollo industrial. Fuerzas internas las obligan a exteriori-
zarse, a suplir necesidades por medio de compensaciones
recíprocas. Viene, en una palabra, el comercio, que las
obliga a desentumir sus miembros y a buscar contactos
salvadores.
Centros de población, los del interior, casi meneste-
rosos entonces y necesitados de todo, desprovistos de esas
grandes llanuras donde en el prado natural los fecundos re-
baños se reproducen sin el trabajo humano, tenían que vivir
de su propia labor, fomentar el comercio y cruzar la « trave-
sía ». Transponiendo la montaña, el valle, el río, iban a gol-
pear la puerta de la ciudad vecina, que, necesitada a su
vez, les requería sus productos. Así se realizaba un inter-
cambio comercial de artículos. El provinciano del interior
hacía por fuerza de ambulante y viajero. Las necesi-
dades elementales de la vida fomentaron su industria in-
■ 54 LA TRADICIÓN Y LA HlSTOrxL\
genua; y ésta, ese ir y venir de todas las provincias, ne-
cesitadas las unas de las otras, acabó por vincularlas y
confundirlas, aprovechando y cimentando al fin los vínculos
de su origen español, de su común gobierno colonial y de
su vecindad geográfica. La vida económica del coloniaje
destruyó, pues, el aislamiento de las ciudades, propio de la
vida militar en tiempos de la conquista. Córdoba producía
paños, lienzos de algodón, aguardiente, frutas y maderas, y,
como ciudad de tránsito más directo para el Perú y asiento de
una aduana seca, recibía el contacto de casi todas las demás
ciudades. San Luis tenía sus ponchos y frazadas, que le com-
praban Salta, Tucumán, Mendoza, las cuales daban a su vez
sus tejidos y cueros curtidos, mientras otras poblaciones pro-
ducían trigo, harina, maíz y un algodón de excelente calidad.
Y ios respectivos cabildos mediterráneos, cuyas escasas ren-
tas apenas bastaban para llenar una parte de sus necesi-
dades comunales, hacían verdaderos sacrificios para entrar
en comunicación mercantil con los de otras ciudades.
Según José María Ramos Mejía..
28. La industria éanadera en la Pampa.
Los caballos y vacas traídos por los españoles y
abandonados en las desiertas pampas a mediados del si-
glo XVI, habíanse multiplicado prodigiosamente. Transcu-
rrido apenas un siglo, el ganado vacuno salvaje constituía
ya inagotable fuente de riqueza, explotada de una manera
primitiva y bárbara. Las naves españolas que, con permiso
especial, venían de cuando en cuando a Buenos Aires,
cargaban a su regreso gran cantidad de pieles, y mucho
más cargaban de contrabando las inglesas, portuguesas y
holandesas. Las pieles de mercadería eran sólo de toro,
y no de cualquier toro. Como se decía corrientemente,
debían ser « de ley », es decir, de cierta medida, siendo
rechazadas por los mercaderes los que no la tuvieran. Así es
que, como no todas eran de medida, para enviar cincuenta
LA ÉPOCA COLONIAL 55
íTiil pieles a Europa se sacrificaban ochenta mil toros. Algu-
nos campesinos, por puro placer, perseguían y mataban
millares de toros, vacas y terneros, y sacándoles sólo la
lengua, abandonaban el resto en el campo. Mayor estrago
aun hacían los que iban a buscar grasa, que entonces ser-
vía en lugar de aceite, de tocino, de manteca, y también
de materia combustible. Producida una espantosa mortan-
dad entre los silvestres rebaños, sacaban ellos de los ani-
males suficientemente gordos un poco de grasa, y, cuando
habían cargado bien sus carros, regresaban sin cuidarse
de lo demás. Por esa razón, todo lo que no se utilizaba
se perdía. Como fuente de rentas, el Cabildo de Buenos
Aires cobró más tarde un impuesto que se llamaba dere-
cho de vaquería, para la explotación de aquella ganadería
salvaje; pero, no siendo fácil de vigilar las grandes
matanzas de ganado, continuaron sin que se cobrara re-
gularmente el impuesto.
El sistema de que se valían los naturales para hacer
tantos estragos, era el siguiente. Dirigíanse en una tropa
a caballo donde sabían que se encontraban muchas bes-
tias, y, llegados a la campaña, rodeaban el ganado hasta
detenerlo en un punto. Formábase allí el « rodeo », que
cubría una gran extensión de la campaña, completamente.
Comenzaban entonces los gauchos a correr a caballo en
medio del ganado, armados de un instrumento cortante de
hierro en forma de hoz o media luna, atado a la punta de
un asta. Con él daban un golpe al toro en las piernas
de atrás, tan diestramente que le cortaban el nervio so-
bre la juntura ; la pierna se encogía al instante, hasta que,
después de haber cojeado algunos pasos, caía la bestia,
sin poder levantarse más. Entonces seguían los gauchos
su carrera de muerte a través del rebaño, hiriendo a dies-
tro y siniestro otros toros y vacas, que, apenas recibían
el golpe, quedaban imposibilitados de huir. De este modo,
sólo diez y ocho o veinte hombres postraban en una hora
setecientas u ochocientas reses. Imaginaos qué destrozos
56 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
harían prosiguiendo esta operación un día entero y a ve-
ces más. Cuando estaban saciados de exterminio, se des-
montaban del caballo, reposaban y se restauraban un poco.
Entretanto, poníanse a la obra los hombres que habían
estado antes descansando, enderezaban las reses caídas,
arrojábanse sobre ellas a mansalva, las degollaban, les sa-
caban la piel y el sebo, y a algunas también la lengua, y
abandonaban el resto a los caranchos y chimangos del
campo.
Los perros salvajes, llamados «cimarrones», multiplicán-
dose a su vez ilimitadamente, cubrían las campañas veci-
nas a la ciudad de Buenos Aires. Vivían en cuevas sub-
terráneas, que abrían ellos mismos, y cuya embocadura
parecía un cementerio por la cantidad de huesos que la
rodeaban. Ellos terminaban la acción de los hombres y de las
aves de rapiña, devorando los restos de los animales muer-
tos. En épocas de hambre, los perros cimarrones constituían
un peligro para las haciendas y hasta para los hombres. Por
esto el gobernador de Buenos Aires decidió una vez man-
dar fuerzas para destruirlos. Un piquete de soldados arma-
dos de mosquetes, hizo en ellos grandes estragos. Pero,
al volver a la ciudad, los soldados fueron objeto de las
burlas de los muchachos, que, según parece, eran enton-
ces algo indisciplinados en estas tierras. Comenzaron a
gritarles por las calles : « ¡ Mataperros ! » Y tanto se aver-
gonzaron los soldados, que después no quisieron obede-
cer al gobernador y continuar la campaña.
Según el P Cayetano Catíaneo.
29. Viajes por mar y por tierra.
I. VIAJE INDIRECTO DE CÁDIZ A BUENOS AIRES
(EN EL SIGLO XVI r I
Habiendo sido defraudado en mis esperanzas por un
genovés a quien serví en Huelva de factor, trasládeme a
Cádiz, deseoso de hallar oportunidad para irme al Nuevo
LA ÉPOCA COLONIAL 57
Mundo. Llevaba una carta de recomendación destinada a
un mercader andaluz, establecido en aquel puerto y con
activos negocios en la Casa de Contratación. Recibióme
afablemente, y me invitó a que acompañara a las Indias,
en el próximo viaje, a un gestor suyo, para ayudarle a
liquidar mercaderías que íbamos a llevar al Perú y quizá
hasta el río de la Plata. Acepté muy agradecido, dispuesto
a tentar luego fortuna por mi cuenta y riesgo, quedándome
en aquellas tierras lejanas. Atraíame el río argentino, porque
allí tenía un pariente, y también por la eufonía de su
nombre y la tristeza de mi ánimo.
El pueblo de Buenos Aires es reputado como el más
tranquilo y solitario rincón de esas Indias occidentales,
que muchos llaman América, donde hay países tan ricos
y populosos como México y el Perú. Pero, por su propia
pobreza y despoblación, no es fácil ir a Buenos Aires.
Este puerto está casi cerrado al comercio regular de la
Casa de Contratación, antes establecida en Sevilla y ahora
en Cádiz, pues hasta él no pueden llegar los navios, sino
de tarde en tarde, con permiso especial. En cambio, todos
los aíios parte de Cádiz un flota y armada, que, bajo la
dirección de un almirante y con fuerzas de tierra al mando
de un general, va a Portobelo. Iríamos en ella, con la
indispensable autorización. Desembarcaríamos en Portobelo,
y cruzaríamos el istmo, hasta la ciudad de Panamá, capital
de Tierra Firme y puerto del océano Pacífico, donde nos
embarcaríamos por segunda vez, con rumbo al Callao...
Tal era nuestro forzoso itinerario, dado que no había otras
comunicaciones regulares con el Nuevo Mundo. Según se
nos había informado, aquel año no partiría ningún buque
para el río de la Plata.
No intentaré escribir una noticia de nuestra doble
navegación, primero por el océano Atlántico y luego por
el Pacífico. Prefiero olvidar aquellos meses tristísimos, en
que padecimos sed, hambre, fiebre, desarreglos intestinales
y múltiples peripecias . . . Cuando atracamos al puerto del
58 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
Callao, mi compañero y yo dimos gracias a Dios por no
haber perdido la existencia, y, pálidos y extenuados, des-
embarcamos con nuestras mercaderías. Estábamos, por fin,
en el virreinato del Perú, el antiguo país de los Incas,
célebre por sus riquezas, punto menos que fabulosas.
Desgraciadamente, poco pudimos ver, pues el tiempo
apremiaba. Cruzamos por Lima y por Huancavélica, a lomo
de muía, y nos dirigimos a marchas forzadas a la villa de
Potosí. Llegamos oportunamente en la época de la feria, y
vendimos una parte de lo que traíamos, a precios cuatro o
cinco veces superiores a los que se pagaban en los mercados
de España. Apenas hecho allí nuestro negocio, sin haber
podido visitar las maravillas del Cuzco, partimos para el
río de la Plata.
Siempre en nuestras muías, atravesamos las extensas
y altísimas sierras del Alto Perú, ramificaciones de la
cordillera de los Andes. Íbamos por caminos al parecer
impracticables, abruptos veredones y estrechas cornisas,
en una larga fila, escoltados por peones y arrieros, arma-
dos para la eventualidad de una sorpresa. Realizada una
larguísima travesía, en la que las montañas sucedían a
las planicies y las planicies a las montañas, entramos en
un delicioso valle denominado de Lerma, hasta parar en
Salta.
Esta villa es notable por su prosperidad industrial. Se
crían y venden allí copiosas arrias de muías para el
tráfico; se fabrican telas, encajes, vino y bebidas alco-
hólicas; prepáranse también frutas secas. No me faltaron
deseos de quedarme en Salta; pero estaba comprometido
a seguir con mi compañero hasta Córdoba, y venía
resuelto a establecerme en Buenos Aires. Sintiéndome
misántropo, atraíame el desierto de las pampas y su vida
rústica y sencilla.
Seguimos nuestra ruta con varias arrias destinadas
a venderse en el mercado de Córdoba o a invernar en
sus campos. Poca o ninguna prisa llevaban los arrieros.
LA ÉPOCA COLONIAL
Deteníamos donde había buenos pastizales, y dormíamos
al raso. Repuesto del viaje por mar, sentíame con buena
salud, y pude sufrir vientos, soles, fríos, lluvias, y unos
granizos cuyas piedras eran como huevos de palorra.
Algunas noches oímos rugir de hambre a los tigres
y leones de América, que aquí se llaman pumas y jagua-
res. Los peones nos tranquilizaban, diciendo que estos
animales, por regla general, no atacan a los hombres, y
menos cuando ven muchos juntos ; no son seguramente
tan peligrosos como los indios...
En la villa de Córdoba, famosa por su universidad y
poblada de iglesias, vendieron los arrieros algunas recuas,
y nosotros vendimos otra gran parte de nuestras merca-
derías. Mi compañero determinó volverse de allí al Perú,
para regresar a Cádiz. A cuenta de su comitente había
alcanzado en el viaje buenas ganancias, de las cuales le
tocaría una proporción considerable; hallábase a su vez
en vía de hacerse rico. Despidióse de mi fraternalmente,
y me dio las pocas mercaderías que restaban, para que
las llevara a Buenos Aires y realizase en mi provecho.
Tal era la paga de mis trabajos, y, por cierto, menos
mezquina de lo que yo había temido.
De Córdoba a Buenos Aires, el viaje se hace en carre-
60 LA TRADICIÓN Y LA HISTORLA
tas. Formábamos un convoy de unas quince, tirada cada
una por tres yuntas de bueyes. Guiábanlas peones mes-
tizos con largas picanas. Copiosa tropa de reses nos se-
guía, para repuesto y para nuestra alimentación. En las
carretas había colchones o camas. Como la estación era
aun fresca, andábamos de día y descansábamos de noche.
En los altos y paradas se encendía una gran fogata para
preparar la comida. Los peones se alimentaban sólo de
carne, y bebían una infusión de « yerba », que llaman « ma-
te », muy digestiva y bastante agradable. Para comer nos
sentábamos sobre nuestro ponchos y mantas, a la usanza
árabe; sólo uno de los viajeros llevaba, como extraordi-
nario lujo, una silla de tijera y una mesita.
El peor tropiezo fué la falta de agua. Poco había
llovido aquel año. Tan cansados estaban los bueyes, que
temimos un día no poder continuar, y nos detuvimos alar-
madísimos... De pronto los pobres animlaes levantan las
orejas, tienden el hocico hacia el Este y empiezan a
correr y a saltar como si se volvieran locos. ¡ Habían
olfateado agua! Efectivamente, un instante después se nu-
bló el día y rompió en abundantísima lluvia. Echados de
espaldas en el suelo, los peones, que también padecían
sed, abrían desmesuradamente la boca para trasegar a sus
estómagos una respetable cantidad de liquido. Pero estas
lluvias tienen sus inconvenientes. El campo se convirtió
en un fangal. Las ruedas de las carretas se hundían en el
barro, y el trabajo de los bueyes se hizo muy penoso.
Tan despacio andábamos después, que, a pie, solía yo
adelantarme hasta una milla a la caravana, y esperarla sen-
tado en el borde del camino.
En cuanto salimos de Córdoba, desaparecieron las
últimas serranías. El terreno aparecía llano, sin árboles,
eternamente cubierto de pastos. Semejaba un nuevo mar
de verdura ; nuestro viaje era como una « navegación en
tierra». Y los días seguían a los días, y las semanas a
las semanas...
LA ÉPOCA COLONIAL' 61
Junto al fogón, los criollos solían cantar hermosas
coplas, acompañándose con la guitarra. A veces hablába-
mos de los « malones » que suelen dar los indios a los
viajeros; constituían un peligro. Con frecuencia echábamos
una ojeada a las orejas de los animales para ver si las
alertaba algún ruido lejano... Pero todo lo aguantaba yo
ahora de buen humor. Veía próximo el fin del viaje y el
momento de abrazar a mi pariente, y me sonreía la espe-
ranza de establecerme en el río de la Plata.
La llegada de nuestras arrias y recuas había sido un
acontecimiento en las poblaciones del interior. Así lo fué
también, en Buenos Aires, la de nuestra caravana de ca-
rretas, después de un mes de viaje, desde que partimos
de Córdoba. Puede decirse que todo el pueblo, aprove-
chando una hermosa tarde, salió a recibirnos. La pobla-
ción, como las demás villas indianas, tiene sus calles tra-
zadas en tablero de ajedrez. En los alrededores del Cabil-
do, donde están la iglesia matriz y el fuerte, que rodean
la plaza principal, hay amplias casas de grandes patios y
bajos techos de teja. Más afuera sólo se ven ranchos de
techo de paja y paredes de barro seco, a veces cubiertas de
cueros. Casi no hay árboles. El aspecto es triste y pobre.
No hallé a mi pariente. Después de muchas averigua-
ciones, supe que había muerto hacia la friolera de cinco
años, sin dejar bienes ni herederos. Yo estaba solo. Cobré
ánimo, y me dispuse a luchar y a encontrarlo todo de mi
gusto. En efecto, de mi gusto encontré pronto una bella y
hacendosa criolla, con quien casé. Vendí bien mis cosas, y
establecí una pulpería, con permiso del Cabildo. He funda-
do una familia, y, rodeado de hijos y nietos, vivo feliz en
esta tierra generosa. No me cambiaría ni por el emperador
de la Gran China.
62 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
II. VIAJE DIRECTO DE CÁDIZ A BUENOS AIRES
(en el siglo xviii)
En un galeón, al que se había concedido especial per-
miso para hacer aquel viaje al río de la Plata, zarpamos
del puerto de Cádiz. No bien abandonamos a Tenerife,
aparecieron a bordo dos o tres caras nuevas ; eran « poli-
zones », gente pobre que había venido escondida en la
bodega o dentro de alguna caja o saco. Aunque se los
esperaba, pues no faltan en ningún viaje a las Indias, al
ver aquellas bocas más, enfurecióse el capitán, y amenazó
a los intrusos con echarlos al mar. Sabiendo que no cum-
pliría la amenaza, soportaron sus voces con humildad
evangélica. ¡ Todo con tal de llegar a la nueva Tierra de
Promisión!
íbamos en una estrecha cámara de popa, que venía
a ser un horno, treinta y cinco pasajeros. La mayor
parte eran sacerdotes de la compañía jesuítica. Si salíamos
al puente a tomar aire^ empapábamos en sudor los pa-
ñuelos. Conforme avanzábamos hacia el Sur, hacíase el
calor cada vez más insoportable. Mayor trabajo era aún
la sed. Distribuíase escasísimamente el agua. Algunos pasa-
jeros vendían a los tripulantes una camisa por tantos
vasos de su ración, a pagar en diversos días. No faltaba
quien llegase a ofrecer, por un solo vaso, un par de me-
dias finas y otras cosas semejantes. A falta de agua
abundaban distintas especies de pequeñísimos insectos pa-
rásitos del cuerpo humano, que viven de su sangre. Ni
dormir podíamos, además, por las chinches; vivíamos ras-
cándonos las muchas picaduras y ronchas. En el bizcocha
pululaban los gusanos; cuando partíamos un pedazo, caían
algunos a revolcarse sobre la mesa, produciéndonos asco
tan profundo que sólo podía vencerse por la dura nece-
sidad del hambre. Sin embargo, los españoles no perdía-
mos nuestro valiente buen humor, y sazonábamos los sin-
sabores con chirigotas, chascarrillos y risotadas.
LA ÉPOCA COLONIAL 63
Encontrábanse a bordo algunos tipos curiosos. Jamás
olvidaré a un andaluz, a quien formábamos rueda por las
tardes y noches, sentados en el suelo; espetábamos las
más estupendas consejas y nos recitaba lindísimos ro-
mances. Todos le queríamos y agasajábamos ; pero el
hombre tenía el genio demasiado pronto. Un día en que
estaba jugando a los naipes, desenvainó la espada, no sé
por qué futesa, y nos corrió a todos, dando mandobles
a diestro y siniestro. Produjéronse también varias otras
reyertas, hijas antes del aburrimiento que del encono, y,
claro es, no faltó algún navajazo. Pero, como a bordo no
iban más que dos o tres mujeres, y éstas eran harto
recatadas, no hubo ninguna camorra seria, y la sangre no
corrió nunca hasta el mar.
Al transponer la línea del Ecuador, tuvimos una fiesta
o farsa que se llama el «rescate», porque cada pasajero
debe pagar algo por pasarla si no quiere sufrir una pena.
La víspera de la función vino una compañía de marineros
vestidos de soldados, con dos oficiales y un pregonero,
por medio del cual se publicó un largo bando. Intimába-
senos a todos los pasajeros a acudir al día siguiente a la
plaza de popa. Debíamos manifestar allí a S. E. el Presi-
dente de la línea, con qué derecho y por qué causa nos
atrevíamos a llegar hasta aquellos mares. Si no justificá-
bamos lo bastante, sufriríamos grave castigo, personal o
pecuniario. Pregonado el bando, fijáronlo en el palo
mayor, y se retiraron soldados y oficiales.
Ante una mesa con carpeta, pluma y tintero, sentóse
al día siguiente, en la popa, S. E. el Presidente de la línea,
acompañado de sus dos ministros, los tres lujosamente
vestidos a la francesa. Eran pasajeros de inagotable ingenio
y ya avezados a tal farsa. A tambor batiente entró a
formarles espaldera la compañía de marineros, vestidos de
dragones, con sables y picas, al mando de sus oficiales
en traje de gala. Llamó el Presidente al capitán del buque;
interrogóle sobre quién le ¿facultaba para llegar hasta
•64 LA TRADICIÓN Y LA IIISTOPJA
la línea, y le condenó a pagar varios jamones y muchos
frascos de vino. Castigóse igualmente a los viajeros,
imponiéndose a cada hombre una multa en moneda u
objetos, proporcionada a sus haberes. Mientras los ricos
pagaban al modo del capitán, contentábase el Presidente
con sacar a los pobres unas libras de chocolate o un
puñado de frutas secas. Hubo un vizcaíno inocentón
que entregó espontáneamente cuanto llevaba. Habíasele
dicho que, al pasar la línea, el buque daría un corcovo
y probablemente zozobraría. Creyendo el cuitado que
estaba cercana la hora de la muerte, había hecho voto de
pobreza.
Un notario verdadero tomaba minuciosa nota de las
sentencias del Presidente con el propósito de hacerlas
cumplir. La escena resultaba divertidísima para nuestros
ánimos aburridos y atribulados. Con grandes risas y aplau-
sos cruzábanse agudas razones y groseros dicharachos
entre jueces, acusados, testigo y público. Para algunos
pedía éste condenas feroces, como la de que se los
desollara vivos, y para otros insaciables multas. El objeto
de las tales multas, impuestas en broma y cobradas de
veras, era reunir elementos para el refresco o banquete
que remataba la fiesta.
Cuando me tocó el turno, avancé lleno de temor a
la mesa presidencial. Habiendo entregado ya casi todo
mi equipaje por vasos de agua, no podía pagar nada. Por
esto se me condenó a ser zambullido. Protesté, y a
causa de mis protestas se aumentó la pena a serlo tres
veces. Dos marineros me amarraron de la cintura con un
cable, me izaron como si fuera un rollo de manteca, y
me arrojaron al agua. Zambulléronme y me levantaron
una vez y dos; a la tercera, yo no podía más... Pedí
socorro, gritando que me atacaba un tiburón, y fué para
mi mal, pues al abrir la boca fui zambullido por última
vez, y me entró en el estómago copioso trago de agua
salada. Cuando me sacaron creí desfallecer, temí morir;
LA ÉPOCA COLONIAL 65
no hubiera sido peor el castigo en serio. Necesité un
generoso vaso de vino para confortarme; y pude ya reirme
a mi vez, sin temores, de otros a quienes se aplicó la
misma sanción.
Tocaba a su fin la fiesta cuando reapareció el capitán
de la nao, fingiéndose muy sorprendido por aquel alboroto.
Preguntó su origen, y le respondieron que todo se hacía por
orden del Presidente de la línea. «¡El Presidente de la línea!
repuso, como soliviantado. ¡Aquí nadie manda sino yo!»
Y, para demostrarlo, ordenó a varios marineros que zam-
bullesen al mismo Presidente y a su primer ministro. Pese
a sus resistencias, despojáronlos en un santiamén los ma-
rineros de sus lujosas ropas, los dejaron en camisa, los
ataron juntos por debajo de los sobacos y los zambulle-
ron dos veces consecutivas. Sintiéndose muchos de los
viajeros, a pesar de su buen humor, algo picados con el
Presidente, por sus multas, castigos y pullas, la pena que
le impuso el capitán como final, por lo graciosa e ines-
perada, llevó al colmo nuestro regocijo. Luego pasamos
a refrescarnos abundantemente, como para resarcirnos del
obligado ayuno. La fiesta nos dio asunto de conversación
para varias semanas que aun teníamos de viaje.
Aprovechábamos las rachas de viento para avanzar
algunas millas. Luego nos detenían aplastadoras calmas,
durante las cuales solíamos pescar toninas, tiburones y
algunas otras piezas, que, por no ser comestibles, servían
antes para entretenernos que para alimentarnos. A veces,
las borrascas nos obligaban a retroceder, y, en más de
una ocasión, por no haberse arriado las velas altas, estu-
vimos a punto de irnos a pique. Las viejas costillas del
navio crujían entonces como amenazándonos. Lo peor
era que la navegación parecía no tener fin, y nos hacía
desesperar de nuestra arribada a las Indias. Aunque cura-
dos muy pronto del mareo del cuerpo, acabamos por sentir
el alma incurablemente mareada por el eterno espectáculo
deí cielo y el agua, y del agua y el cielo...
66 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
Después de varias semanas de navegación llegamos
a la margen derecha del río de la Plata, y, aprovechando
la ^Ita marea, pudimos fondear en la desembocadura del
Riachuelo de los Navios. Estábamos, pues, frente a Bue-
nos Aires. Una muchedumbre rústica y cetrina acudió en
canoas, a pie ya caballo, y nos saludó con gritos de
júbilo. Parecía que aquellos hombres no hubieran visto
nunca un gran navio, tales eran sus exclamaciones y su
deseo de que se les permitiera subir a bordo.
30. Las Misiones jesuíticas.
Dulce y monótona era la suerte de los indios en las
Misiones jesuíticas. Como resultaban incapaces de gober-
narse a sí mismos en la vida civilizada, consjderábaselos
una especie de <: niños grandes ». Desde el nacimiento
hasta la muerte vivían bajo la tutela de los « curas ».
A la edad de cinco años dejaban de pertenecer a sus
padres, pasaban al dominio de la comunidad, y comenza-
ba su educación, religiosa e industrial. Aprendían el cate-
cismo y un -oíicio ; a muy pocos se les enseñaba a leer
y a escribir, y sólo en guaraní, para que llevaran la conta-
bilidad. El guaraní era el idioma corriente; en él estaban
escritos los pocos libros que se imprimían, siempre de ca-
rácter religioso. Los rezos, las comidas, las faenas, el des-
canso, todo se llev ba a cabo según un horario regular y al
toque de campana. Al trabajo se iba y del trabajo se volvía
en procesión, siguiendo alguna santa imagen llevada en an-
das, al son de la música; no duraba más que la mitad del
día. Su producto pertenecía en común a la colectividad ; na-
die recogía particularmente sus ganancias, ni poseía bienes
propios; todo era de todos. Depositábase el fruto de las
cosechas e industrias en grandes tiendas y graneros; los
padres jesuítas daban luego a cada familia su parte, y se
reservaban el resto. La alimentación era abundante y sana,
generalmente vegetal, a base de mandioca y otros pro-
ductos de la tierra. No circulaba la moneda, ni siquiera
LA ÉPOCA COLONIAL 67
se la conocía. El gobierno de los curas se mantenía en
casi completa independencia de los poderes locales; ejer-
cía la autoridad espiritual, y, en cierta manera, también la
temporal. Con licencia del Papa, aquellos clérigos podían
confirmar, sin recurrir al obispo. No sólo bautizaban,
confirmaban y casaban, sino que aun concertaban los
matrimonios, disponiendo del albedrío de los novios. Su
poder, benéficamente usado, no tenía límites ; sin estatutos
escritos, se regía por la costumbre. Fundábase ante todo
en la inmensa superioridad mental y moral de los jesuítas,
representantes de la alta cultura europea, sobre los indios
reducidos, hijos de la ruda e ignorante raza guaraní.
Encantador aspecto de laboriosísimas colmenas huma-
nas presentaban las Misiones jesuíticas, extendidas en el
Norte, a lo largo de las costas de los ríos Paraná y Uru-
guay. Cada una contaba alrededor de 3.500 habitantes;
Santa Ana llegó a tener unos 5.000; Yapeyú, la capital,
unos 7.000. Eran como una treintena, y se calcula que
sumaron, a mediados del siglo xviii, una población de
unos 150.000 habitantes. Todas presentaban un tipo uni-
forme. En el exterior hallábanse resguardadas por fosos,
empalizadas y tapias. Nadie podía entrar sino con personal
permiso, y por las puertas de la población, que estaban habi-
tualmente cerradas con llave. Prevenidos contra ataques y
emboscadas de los indios salvajes y de los mamelucos del
Brasil, los padres tenían organizada la defensa. Poseían ar-
mas, hasta cañones, y los indios contaban con oficiales pre-
parados, que los domingos daban en la plaza la instrucción
militar, especialmente a los jóvenes. En el centro de cada
Misión había una plaza de unas 150 varas cuadradas.
Sobre uno de sus lados se alzaba la monumental fábrica
de la iglesia, y, junto a ella, el convento de los jesuítas
A los otros tres lados se hallaban generalmente depósitos
y granero?, y a veces también la huerta. Las calles eran
angostas, sombreadas por naranjos. Las casitas de ios
indios, una junto a otra, tenían una sola habitación, con
68 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
una puerta y una ventana. Los techos eran de sólidas
tejas, inclinados en media agua; las paredes, de piedra y
arena. Al frente, las casitas tendían su alero, bajo el cual
se cocinaba. Su moblaje, si tal puede llamarse, estaba
constituido por los enseres indispensables para dormir.
Las mujeres hilaban y tejían el algodón en la casa; ge-
neralmente no sabían coser. A los músicos y a los sacris-
tanes incumbía el manejo de la aguja ; estos indios, en-
cargados del servicio doméstico y claustral, eran los que
llevaban quizá vida más fácil. Los trajes, hechos con la
burda tela de algodón tejida en las casas, eran harto su-
marios: para las mujeres, un tipoy atado a la cintura, y,
para los hombres, pantalones, un saco y un gorro en el
invierno o sombrero de paja en el verano. Hombres y
mujeres andaban descalzos. Habían perdido su aspecto
salvaje, pero presentaban todavía un conjunto agreste y
pobre. Todo el boato se concentraba en la iglesia y en
las ceremonias religiosas. Deslumhraban los altares, de
luces, de flores, de imágenes, de ricas telas. El misticismo
entraba por los ojos, en las resplandecientes ondas de las
luminarias; por los oídos, en los sollozantes acordes de! ór-
gano, y hasta por el olfato, en las olorosas nubes de incienso.
Así, a través de los sentidos, llegaban a las rústicas almas
de los indios las bellas y grandes ideas cristianas. Los sa-
cerdotes, oficiando con sus dalmáticas recamadas de oro,
antojaríanseles héroes de un mundo sobrenatural y lejano.
3l. La colación de erados en la Universidad de Córdoba
La floreciente vida de la Universidad de Córdoba se
exteriorizaba en la pomposa fiesta llamada de la «colación
de grados». No se omitía medio de solemnizar la consa-
gración de los graduandos de las dos Facultades, la de Artes
y la de Teología, a las que se agregó más tarde la de
Derecho. Fruto de la Universidad, el ritual para otorgar
los grados y títulos era esencialmente eclesiástico y sim-
LA ÉPOCA COLONIAL
m
bólico. La institución estimulaba entonces la fantasía del
pueblo con un espectáculo grandioso y pintoresco, que
revelaba su importancia social y altísima significación. Y
«ra sobre todo al otorgarse el grado de doctor en teolo-
gía cuando la ceremonia tenía mayor realce y resonancia.
El día antes de la graduación, como para concitar la
curiosidad y preparar el ánimo del pueblo, comenzábase
con el clásico «paseo» a caballo. Los doctores y maestrost
revestidos con sus insignias, en su traje talar, concurrían
corporativamente a buscar al graduando a su casa, en cuya
puerta, bajo dosel, se ostentaba, junto a sus armas, el
escudo de la Universidad. Llevábasele a través de la
ciudad, en procesión ecuestre. Precedían los músicos,
con sus chirimías y atabales, y los bedeles, con sus mallas
de metal bruñido. Venían luego los portaestandartes, los
maestros, los doctores, con sus capirotes y bonetes con
borlas, y el Cabildo secular de la ciudad. Cerraba la
marcha el graduando, con capirote blanco, pero sin
bonete, entre el doctor más antiguo y el padrino. Todos
lucían hermosas cabalgaduras. Cuando la procesión pasaba
ante la puerta de la casa de la Compañía de Jesús, la
comunidad debía salir a saludarla, y repicaban las cam-
panas Después del «paseo» por las principales calles
de la ciudad, se dejaba al graduando en su domicilio,
hasta el siguiente día. Aquello no era más que el aperitivo
de la fiesta.
La fiesta se celebraba en el local de la Compañía,
ordinariamente en la Iglesia, a la que era llevado otra
vez el graduando, con el mismo acompañamiento y caba-
llería de la tarde anterior. En un «teatro* o tablado
tomaban asiento las autoridades y doctores de la Uni-
versidad. Alzábase delante del tablado una mesa con tapete,
y sobre ella, en fuentes o salvillas de plata, colocábanse
las insignias doctorales (bonete con borlas, anillo y un
ejemplar del Manual de las sentencias, de Pedro Lom-
bardo), el libro de los Evangelios, los pares de guantes
70 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
reglamentarios, y las «propinas», sumas que pagaba el
graduando a los miembros de la docta corporación por
su asistencia al acto. Bajo el dosel presidencial resplan-
decían las armas de la Universidad, y el local estaba
decorado con ricas y vistosas colgaduras. Posesionados
todos, maestros y escolares, de sus respectivos sitios, el
doctorando pronunciaba desde la cátedra una elegante y
breve oración latina, sobre un tema teológico, y le con-
testaba el graduante. Luego se le tomaba juramento, que
debía prestar de rodillas ante los Evangelios, y se le ponía
en la cabeza el bonete con borla. Por último, acercábase
el padrino al graduando, que se arrodillaba a sus pies, le
daba un ósculo en la mejilla, le ponía el anillo en el dedo
y le entregaba el Manual de las sentencias, acompañando
cada uno de estos actos con la respectiva y larga fórmula
latina.
El complemento de la ceremonia, se diría la apoteosis,
era la escena de las congratulaciones. Sofocaban al gra-
duado, con sus parabienes y abrazos, los deudos, los
compañeros, los amigos. No quedaba ya, cuando la nu-
merosa y selecta concurrencia se ponía en retirada, más
que el reparto de los pares de guantes y de las propinas.
Cada miembro del claustro tomaba rápidamente de la
bandeja los guantes y la moneda que a su grado corres-
pondían, echábaselos a la faltriquera y se marchaba. La
fiesta había terminado. En la pacífica ciudad de Córdoba
dejaba una impresión de aristocrática y litúrgica pompa.
¡El mundo y la ciencia contaban, desde aquel momento,
con nuevos doctores!
32. La administración de Vértiz.
El último de los gobernadores y segundo de los
virreyes de Buenos Aires, don Juan José de Vértiz y
Salcedo, fué, por una feliz excepción poco común en el
régimen español, hijo de América y natural de iVléxico.
Funcionario y gobernante el más ilustrado y progresista
LA ÉPOCA COLONIAL 71
út cuantos vinieron al río de la Plata, representa la gloria
más pura del gobierno colonial.
Cuando tomó el gobierno, el virreinato y su capital
se hallaban en bastante abandono. Todo lo que constituye
una buena administración, para decencia y comodidad
de la vida común, estaba descuidado. Las calles de Buenos
Aires eran impracticables la mayor parte del año, porque
las torrentosas lluvias se habían llevado la tierra blanda
y movediza de la vía, dejando caprichosos y hondos zan-
jones al correr, o pantanos al empozarse. Por el Oeste
entraba un torrente que se dividía en dos brazos, uno al
Norte y otro al Sur, los que, antes de caer al río por en-
tre barrancos, formaban dos arroyos profundos, que inco-
municaban completamente al vecindario de ambos barrios
con el centro y con la campaña. Sucedía muchas veces
que las familias tenían que pasar semanas enteras inter-
ceptadas hasta de una acera a la otra, en la misma cuadra,
si no ponían puentes de tablazón.
En lo demás, todo andaba más o menos lo mismo.
Los habitantes no gozaban de mejora ninguna. Carecían de
hospitales, de alumbrado público, de policía; y tal era la
incuria, que el lugar donde ahora se halla el Banco de la
Nación, en el corazón de la ciudad de Buenos Aires, era,
hasta fin del siglo xviii y aun a principios del xix, un sitio
baldío, que, a causa de su lobreguez y de los terribles
misterios que se le atribuían, se señalaba con el tétrico
nombre de «Hueco de las Ánimas».
Lo peor es que esto no nacía de que faltaran rique-
zas. Las riquezas se hallaban en manos, no de antiguas
familias de ilustración tradicional, sino de improvisados o
enriquecidos. En 1778, estos enriquecidos vivían en Bue-
nos Aires sin aceras, sin caminos, sin calles practicables,
sin ninguna de aquellas comodidades o solaces reclamados
por la cultura social. No se les había ocurrido siquiera
cotizarse para colgar un candil por la noche al frente de
sus casas. Y no era porque no necesitaran de todo eso,
72 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
sino porque, antes de poner su contingente en común para
beneficiar a los que no eran enriquecidos, preferían cerrar
los ojos ante lo que sufrían todos y aun ellos mismos.
No tomaban en cuenta la íntima relación que tendría su
fortuna con los adelantos y las luces del país. Era menes-
ter que un gobernante bien inspirado emprendiera la obra
de las reformas y mejoras con los recursos del erario.
Este gobernante fué el virrey Vértiz.
Apenas resuelta la antigua cuestión con los portugueses,
que aspiraban a dominar en la Banda Oriental, dedicó el
virrey su atención al progreso de la colonia. Para mejorar
las vías urbanas en la capital emprendió un trabajo de
nivelación, que, si bien embrionario e incompleto por falta
de la cooperación de los vecinos, remedió mucho el pésimo
estado en que se hallaban. Fundó un hospital, la Casa de
Expósitos, el Asilo de Huérfanos, el alumbrado público,
el Tribunal del Protomedicato. Hizo levantar un suntuoso
edificio para las oficinas fiscales y otros servicios adminis-
trativos de la ciudad. Y, no descuidando las necesidades
del desahogo de los vecinos, echó la planta de una ala-
meda o paseo público donde hoy se halla el paseo de Julio.
Habiéndose autorizado el comercio general del puerto
de Buenos Aires, antes prohibido, con los principales puer-
tos de España, por real cédula de 1778, cúpole en suerte
la satisfacción de ponerla en vigencia. Desde entonces que-
daron exentas de pagar derechos de entrada las mercaderías
traídas al puerto en buques españoles debidamente despa-
chados, y gravados sólo con un pequeño derecho de 3 a 15
por ciento los retornos americanos.
Si malo y descuidado era el estado en que Vértiz
encontró la capital, peor y mucho más digno de lástima
era el de los habitantes de la campiña. Los salvajes del
Sur y del Oeste constituían un flagelo que hacía cientos
de víctimas, robando las estancias, matando a los hom-
bres y cautivando a los niños y a las mujeres. Por des-
gracia, la vasta extensión de la pampa, abierta a todos
LA ÉPOCA COLONIAL 73
los vientos y sin puntos estratégicos de defensa y de
vigilancia, hacía imposible poner eficaz remedio a ese
terrible azote, que sufrían, a la par de Buenos Aires,
Santa Fe, Córdoba, San Luis y Mendoza. Vértiz hizo
adelantar algunos puestos y guardias avanzados; pero
todo fué ineficaz, porque el radio era tan extenso que los
salvajes tenían franca entrada para realizar sus sorpresas
y depredaciones, al paso que el gobierno carecía de re-
cursos y de tropas sólidas como las que exigía tan vasto
desierto. Conocióse desde entonces que no habría otro
plan serio de defensa que el de llevar la frontera hasta
el río Negro y fortificar sus pasos. Vértiz aceptó la indi-
cación de los ingenieros y ordenó que se hiciera un
reconocimiento del curso de ese río y sus campos, re-
conocimiento que realizó el piloto Villarino, venciendo
con éxito y energía los peligros e inconvenientes que ofre-
cía tan difícil trabajo. Pero, por la misma falta de medios,
no se pudo utilizar el resultado. El Chaco fué también
objeto de seria atención por Vértiz. Con aquel instinto que
le hacía presentir los grandes intereses de la tierra que
gobernaba, favoreció las primeras exploraciones del río
Bermejo y del Pilcomayo. Para cumplir órdenes de la corte
hizo asimismo explorar las islas Malvinas, recorrer las costas
patagónicas y fundar algunos establecimientos, de los cua-
les sólo nos queda el del Carmen de Patagonia, en las
bocas del río Negro.
Con su espíritu de método y de labor administrativa,
Vértiz puso en orden todos los ramos y las oficinas de
hacienda : los estancos, la Aduana, el resguardo. Él mismo
visitaba de improviso las oficinas públicas ; inspeccionaba el
trabajo y el procedimiento de los empleados, acompañado
por hombres de confianza, y volvía a su despacho para
corregir, reglamentar o ampliar el servicio, según las obser-
vaciones que había hecho.
En los planes de su gobierno todo entraba: las fron-
teras, la caridad, el bienestar, el teatro. Buenos Aires ca-
l'i LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
recia de « esta escuela práctica de buenas letras y de las
excitaciones del talento ». Vértiz entendía que sus atracti-
vos podían servir para arrancar a la juventud y a las fami-
lias del juego y de los vicios, que son propios de la noche
y de las horas de descanso; pensaba que la heroicidad
de las pasiones y de los caracteres y la altisonante cul-
tura del lenguaje teatral eran de una enseñanza fecunda
para levantar las ideas. En medio de todas sus tareas
administrativas puso tal empeño en que se edificara una
Casa de Comedias que al fin logró verla en ejercicio, y
remitir desde su gabinete las piezas más aparentes, se-
gún su juicio, para producir los resultados que apetecía.
No lo consiguió sin que le hiciera grande oposición
el clero. Mas Vértiz, que era un regalista de la vieja es-
cuela, sabía, como Carlos III, el rey de España, dónde
terminaba el derecho del sacerdocio y dónde comenzaba
el suyo como magistrado político y civil. Un franciscano
se atrevió a censurar desde el pulpito la Casa de Come-
dias, declarando en nombre del Espíritu Santo que los
que asistieran a « esas diversiones públicas fomentadas
por el virrey» incurrían en condenación eterna. En cuanto
lo supo Vértiz, ordenó al guardián que desterrara de su
convento, a otro distante en el interior, al fraile atrevido
que había osado censurarle en cosas que no atañían a la
iglesia y que le hiciera desautorizar, en el mismo pulpito,
por otro predicador.
Quien tanto interés se tomaba por el teatro, teniéndolo
por escuela de cultura y de estímulo literario, era natural
que se lo tomase mucho mayor por señalar su gobierno
con establecimientos de verdadera y alta instrucción. Y,
en efecto, puede asegurarse que nada interesó tanto como
esto en el ánimo de Vértiz. En medio de todos sus demás
quehaceres, en la capital o lejos de ella, cuando rectificaba
las fronteras o preparaba los arduos trabajos de la demar-
cación de límites con el Brasil, había siempre un momento
del día en que volvía a su idea principal, la instrucción
LA ÉPOCA COLONIAL 75
pública, bajo un sistema liberal y novísimo: la creación de
un gran colegio literario que pudiera servir de nutrición a
la Universidad de Buenos Aires, que también se proponía
fundar.
Segiin Juan María Gutiérrez v Vicente I". López
33. La sub evación de Tupac-Amaru.
Hacia los últimos tiempos del coloniaje, treinta y seis
años antes de la guerra de la Independencia, estalló en el
Alto Perú una memorable sublevación de los indios. Tupac-
Amarú, José Gabriel, descendiente de los antiguos incas,
con la sola ayuda de las gentes de su raza americana,
intentó nada menos que romper el yugo de la dominación
española. Fué un sacudimiento de la desesperación de
pueblos antes soberanos y conquistadores, por no poder
ya soportar la esclavitud. Estalló tumultuosa y desorgani-
zadamente. Su 'jefe natural, a pesar de haber sido educado
en las Universidades de Lima y del Cuzco, no supo o no
pudo fijarle rumbo y darle una bandera. Tal vez aspiraba
a ceñir de nuevo en sus sienes la vincha de los Hijos del
Sol... Pero esto no era ya posible. Entre el español y el
indio había nacido una nueva raza: el criollo. N6 repre-
sentando propiamente este elemento predominante ya,
Tupac-Amarú, después de tres años de sangrienta lucha, fué
vencido por los españoles. Hubo horripilantes represalias
para intimidar a los sublevados. Despedazóse el cuerpo de
Tupac-Amaru, atadas sus extremidades a los cinchones de
cuatro potros, que tiraban en distintos rumbos. Sus miem-
bros se clavaron en los caminos. También se impuso pena
de muerte a la esposa y colaboradora del mártir, y se
quemó su cadáver. Ahogóse la sublevación con sangre y
fuego... ¡Los indios quedaban escarmentados!
Aunque puramente indígena y aislada, la sublevación
de Tupac-Amaru es un antecedente de la Revolución
hispanoamericana. No fué ésta sólo una guerra económica
76 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
y democrática, sino también una verdadera lucha de razas.
Los revolucionarios invocaron los manes de Manco-Capac,
de Moctezuma, de Quatimozín, de Lautaro, de Caupolicán,
de Rengo, en fin, de todos los grandes príncipes y héroes
de las antiguas naciones. Los Incas constituyeron espe-
cialmente la mitología de la Revolución. Su memoria fué
venerada por los pueblos y cantada por los poetas. Al
estallar la guerra entre los criollos y españoles, los indios,
al menos donde eran más cultos y adelantados, formaron
parte de las masas revolucionarias. El ejemplo de Tupac-
Amaru hizo escuela. Criollos e indios civilizados lucharon
por una sola y tínica causa: la Causa de la Libertad,
¡la Causa de América!
34. Liniers y la Reconquista de Buenos Aires.
L LOS PREPARATIVOS Y LA MARCHA
HACIA BUENOS AIRES
Conquistada por los ingleses en 1806 la ciudad de
Buenos Aires, Santiago de Liniers tomó su partido: se
dirigió a Las Conchas, y se embarcó en una lancha para
la Colonia. Se dice que había pasado parte de la noche
anterior en oración, en el santuario de la Recoleta; sería
la vela de las armas de los antiguos caballeros, y, a
fe, .que no sentaba mal en quien descendía de Guy de
Liniers, muerto en la batalla de Poitiers. Desde la Colonia
escribió a Ruiz Huidobro, gobernador de Montevideo,
reseñando el estado de la capital y proponiéndole recon-
quistarla « con 500 hombres de tropas escogidas que se
le confiasen ». La Junta de guerra allí establecida para
preparar la resistencia a la anunciada invasión de Popham,
opinó que se debía oír a Liniers. Y se le confió el mando
que solicitaba.
El 22 de julio la división salió de Montevideo, entre
las aclamaciones del vecindario. Al frente iba Liniers, vis-
tiendo el brillante uniforme azul y rojo, flordelisado de
LA ÉPOCA COLONIAL 77
oro, de capitán de navio, y en el pecho la cruz de Ca-
ballero de Malta. Era de alta estatura, de robusta presen-
cia, y poseía una belleza risueña y varonil, que formó
parte de su prestigio entre la muchedumbre. Galante por
raza y temperamento, saludaba a las mujeres apiñadas en
los balcones y azoteas, anunciando la victoria que le te-
nía prometida aquella voz secreta, misterioso confidente
de todo conquistador. ¡Al fin llegaba su hora histórica!
Y, radiante de entusiasmo, blandía al claro sol de in-
vierno, dulce como una caricia, la espada tanto tiempo
herrumbrosa, que había flameado en Qibraltar y Me-
norca contra esos mismos ingleses a quienes ahora iba a
vencer.
Embarcadas las tropas el día 3 de agosto, la travesía
de la Colonia a la otra costa se efectuó sin inconveniente
grave, aunque con bastante labor, por la suestada y los
chubascos. Parte de la flotilla extravió el rumbo en la obs-
curidad, teniendo que fondear, sin saberlo, a inmediaciones
de una fragata enemiga. Al salir la luna, zarparon las na-
ves, rectificaron su rumbo, y amanecieron a la vista de
Buenos Aires y de la escuadra inglesa. Arreciando la
suestada, Liniers resolvió desembarcar en Las Conchas, y
no ya en Olivos, como se había determinado. Allí fondeó
el 4 por la mañana, e inmediatamente se realizó el des-
embarco de tropas y artillería, y se incorporaron además
los marineros disponibles de la flotilla- El día 5 las
fuerzas entraron en San Isidro, donde encontraron pro-
visiones frescas y abrigo; el temporal se había desenca-
denado, dispersando a las naves enemigas y echando
a pique cinco lanchas cañoneras. Las tropas emplearon
el día en limpiar el armamento y apercibirse para el
combate.
Al día siguiente, domingo, el capellán celebró la misa
al aire libre, en el centro de las tropas formadas. Con-
cluido el oficio, se dio orden de marcha para los Corrales
de Miserere, adonde se llegó a las diez de la mañana.
78 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
Desde este punto, el jefe de la división española dirigió a
las once, con su primer ayudante Quintana, una enérgica
intimación al general inglés. No habiendo sido admitido
por Beresford en ' los quince minutos fijados, el enviado
se retiró sin entregar !a misiva ; pero Liniers no aprobó
este exceso de celo y despachó nuevamente a su ayu-
dante, que fué recibido en el acto. La respuesta de Be-
resford fué muy significativa, viniendo de un jefe tan cir-
cunspecto como valiente. Al contestar que se defendería
«hasta el caso que la prudencia le indicara», confesaba
implícitamente lo que dejaban entrever sus pedidos de
conferencias con las autoridades bonaerenses, y un poco
más tarde, con Pueyrredón. La situación del invasor se
presentaba cada día más difícil e insostenible en la atmós-
fera hostil de la ciudad ; y, si bien estaba resuelto a cum-
plir con su deber, no se ocultaba la desigualdad de con-
diciones con que se empeñaba el combate. Vencedor, su
victoria sería estéril ; vencido, su pérdida era irreparable.
Puede decirse, pues, que la acción se inició, en esa mis-
ma tarde, contra un adversario moralmente derrotado. A
las cinco la división rompió marcha hacia el Retiro, yendo
de vanguardia el cuerpo de voluntarios catalanes con dos
Chuses.
II. LA RECONQUISTA
El grueso de la división no salvó sin gran trabajo, y
sólo merced al auxilio del vecindario y de gauchos a caba-
llo, las dos millas de malísimo camino, sembrado de baches
y pantanos, que mediaba entre el Miserere (hoy Once de
Septiembre) y el Retiro. Entretanto, los miñones o migue-
letes, apoyados por la compañía de infantería de Buenos
Aires, llegaban a dicha plaza del Retiro « a paso de ca-
rrera» y atacaban el Parque, defendido por 200 soldados
ingleses, a quienes desalojaron con una carga a la bayo-
neta. La fuerza enemiga se replegaba hacia la Fortaleza,
LA ÉPOCA COLONIAL 79
dejando varios muertos y prisioneros en el sitio, cuando
encontró a Beresford, que acudía en su auxilio por la
calle del Correo (Florida), con una columna de 400 a 500
hombres. En este mismo momento desembocaban en
la plaza a marcha redoblada, vivamente estimulados por
Liniers en persona, los voluntarios de Montevideo con una
parte de la artillería de Augustini. Tan decisivo fué, al en-
filar la calle, el fuego del obús cargado de metralla, que el
enemigo se detuvo bruscamente y emprendió retirada hacia
la plaza Mayor, dejando unos 30 muertos o heridos y
abandonando un cañón.
Era muy tarde para seguir las operaciones, y, además,
las tropas estaban rendidas de cansancio. Liniers se con-
tentó con ocupar fuertemente el Retiro y sus bocacalles,
tomando todas las precauciones del caso contra cualquier
sorpresa. Las tropas pasaron la noche sobre las armas y
sin comer. El día 1 1 fué ocupado en montar los cañones
de 18 desembarcados de la goleta Dolores, y otros de
igual "calibre que se encontraron en el Parque; había que
•prevenirse contra un posible bombardeo de la escuadra, y
también separarse para batir en brecha a Beresford, que
parecía dispuesto a encerrar su defensa en la plaza Ma-
yor. El efecto moral de este primer triunfo se hizo visible
el mismo día; acudieron a engrosar las fuerzas regulares
o a tomar órdenes muchos jóvenes patricios y hombres del
pueblo, algunos de los cuales se preparaban antes a una
lucha de guerrilleros. A mediodía, para probar los cañones
recientemente montados, Liniers en persona apuntó sucesi-
vamente a una lancha cañonera y a una fragata enemigas,
con tan raro acierto que, después de dar en el casco de la
primera, cortó con el segundo tiro la pena de su mesana,
donde tremolaba la bandera británica, que cayó al agua.
Túvose el hecho por un pronóstico feliz.
Al amanecer frío y brumoso del dia 14 se tocó gene-
rala, y, después de revistar las tropas, Liniers tomó sus
últimas disposiciones para el ataque de la plaza. Dividió
80 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
en, tres columnas su ejército, reducido en número, pero
exuberante de entusiasmo y de confianza en la victoria.
La columna de la izquierda, al mando de Liniers, entraría
por la calle de la Merced; la del centro enfilaría por la
calle de la Catedral, en tanto que la de la derecha segui-
ría la calle del Correo hasta el centro, para dividirse allí
y ocupar las cuadras del Oeste y del Sur inmediatas
a la plaza Mayor. La artillería debía preparar el avance,
barriendo el camino y haciendo replegar al enemigo.
El ataque general se había fijado para las doce del día,
pero un incidente lo precipitó. Destacados en avanzada,
un cuerpo de marineros y otro de miñones se habían des-
lizado por las aceras, rasando las casas a favor de la ne-
blina, hasta llegar a dos cuadras de la plaza y acantonar-
se en algunos edificios, desde donde rompieron el fuego
sobre las partidas enemigas. Habiendo salido a contener-
los y desalojarlos una columna inglesa, nuestros impetuo-
sos exploradores se replegaron en guerrilla y avanzaron
resueltamente. Eran las nueve de la mañana; los impru-
dentes voluntarios pedían refuerzos y municiones, no re-
solviéndose a abandonar el terreno conquistado. Las tro-
pas, enardecidas por la fusilería, querían marchar al fuego...
Entonces Liniers modificó rápidamente su plan anterior:
lanzó la caballería de milicias de la Colonia y los drago-
nes de Buenos Aires con artillería volante por la calle del
Santo Cristo, en tanto que se movía penosamente la re-
serva con sus cañones de batir, y él mismo se adelantaba
por la de la Merced, y se situaba en la plazoleta de la
iglesia. La refriega se hizo general. El brío de las tropas
suplió la desbaratada estrategia; el vecindario arrastró los
cañones sin caballos; todo el plan se reducía entonces,
para cada jefe de cuerpo, compañía o pelotón, a desalojar
al enemigo que tuviera al frente, hasta desembocar en la
plaza Mayor.
Los ingleses, acantonados en los altos del Cabildo,
la azotea de la Recova, el pórtico de la Catedral, tenían
LA ÉPOCA COLONIAL 81
que hacer frente a los combinados ataques de seis colum-
nas convergentes. Cedieron primero los de la Catedral;
los del Cabildo, acometidos por el Sur y por el Norte, se
replegaron sobre la Recova, ya batida por la metralla de
Liniers, y desde cuyo arco Beresford dirigía la defensa.
Aquí se concentró el combate y comenzó a diseñarse el
triunfo...
Atacada por todos lados, la posición inglesa se hacía
insostenible. Casi al mismo tiempo, los dos generales ene-
migos, Beresford y Liniers, vieron caer a su lado a sus
respectivos ayudantes. Liniers, atravesado el uniforme por
tres balazos, se dirigía hacia la plaza. En el momento en
que Beresford, convencido de que era imposible la resis-
tencia, daba la señal de retirada cruzando su espada so-
bre el brazo izquierdo, la diezmada división inglesa se
replegó hacia la Fortaleza, y su general fué el último
que ocupó el puente levadizo. El pueblo, victorioso, hizo
irrupción en la plazoleta del Fuerte, dominando con sus
clamores el ruido de la fusilería y batiendo sus murallo-
nes con sus oleadas enfurecidas. Trajéronse escalas para
emprender el asalto, como si fuera un abordaje; pero en-
tonces apareció Beresford, espada en mano, por el ángulo
Nordeste del Parapeto, y se izó bandera parlamentaria.
Con todo, el humo y la distancia impedían divisarla, y no
cesó el fuego de los asaltantes. Al pie de la muralla, el
comandante Mordeille, que contenía difícilmente a sus
hombres, cruzaba un diálogo en francés con Beresford.
Preguntando éste «si su vida corría peligro», el otro con-
testó que estaba salvada con rendirse a discreción. El gene-
ral arrojó su espada al pie de la muralla, pero Mordeille
se la devolvió por medio de pañuelos atados; al mismo
tiempo se izó en el bastión una bandera española sumi-
nistrada por un marinero; y de repente cesó el fuego, y
el pueblo exhaló una inmensa aclamación.
Según P. GnoüssAC,
82 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
35. Las clases sociales y la vida colonial.
Los españoles aportaron a América su organizaciórr
monárquica y aristocrática. Por su origen étnico y por las
circunstancias económicas, el pueblo de las colonias se
dividía, según las leyes y las costumbres, en varias cla-
ses sociales: nobles, criollos, indios, mestizos, negros y
mulatos. Los nobles representaban la clase privilegiada,
y eran en su mayor parte españoles ; a esta clase perte-
necían los altos funcionarios que la metrópoli mandaba
a las colonias. Los indios debían pagar un tributo al rey,
la mita, por lo que se los llamaba mitayos; no obstante,
reconocíanseles ciertos derechos, como a antiguos dueños
de la tierra. Cuando se resistían al dominio español y
eran violentamente reducidos, podíaselos esclavizar para
el servicio doméstico de los conquistadores; en tal caso
se los distinguía de los mitayos, y se los apellidaba
yanaconas. En premio de servicios militares, el rey solía
conceder, a ciertos subditos españoles, el derecho de
aprovechar parte del trabajo de los indios sometidos en
las reducciones; éstas se llamaban entonces encomiendas,
y sus dueños, encomenderos. Los negros introducidos de
África se utilizaban y vendían en condición de escbvos;
cuando el amo les otorgaba la libertad, se denominaban
libertos. A los negros huidos a los bosques y a las sel-
vas para librarse de la esclavitud, se los denominaba ci-
marrones, y se los perseguía como a bestias feroces. Las
leyes eran severas con los negros libertos y mulatos;
obligábaselos a tributar al rey como los indios, y se les
imponía una serie de rigurosas prohibiciones, entre otras
la de andar de noche sueltos y sin permiso por las calles,
y a las hembras el uso de oro, seda, perlas y mantos.
Entre la nobleza y las bajas clases sociales formóse
una categoría intermedia, que ahora denominaríamos «bur-
guesía», y que entonces se llamaba la gente decente. Esta
clase, criolla por excelencia, descendiente de españoles e
LA ÉPOCA COLONIAL 83
indios, poseía bienes, era relativamente ilustrada, y cons-
tituyó la clase directora local o colonial. La gente decente
criolla hacía en cierto modo causa común con las bajas
clases, mestiza, india y negra; era querida y respetada.
Sólo llegó a reputarse antagónica del español, al que se
llamaba gachupín en México, chapetón en el Perú, y más
tarde godo en el virreinato del Río de la Plata. En manos
de la « gente decente > estaban el comercio, el sacerdocio,
el foro, las milicias, y aun el gobierno comunal de los
Cabildos. Consideróse esta clase con los mismos derechos
y privilegios que la nobleza española. Para formar parte
de los Cabildos, del gremio de abogados, del claustro
universitario, del coro de las catedrales, del colegio de ios
médicos y de las demás corporaciones gubernamentales y
directoras, si no se requería precisamente como en España
ejecutoria de nobleza, era indispensable tener limpieza de
sangre. Los negros, los mulatos, los indios y los mestizos,
en general, eran excluidos ; pero se daba cabida al criollo,
descendiente directo de español, aunque éste hubiese entron-
cado con indias conversas, que siempre podían suponerse
nobles en su raza, hijas de caciques y príncipes americanos.
La clase directora criolla adoptó, o, mejor dicho, con-
tinuó y adaptó al medio ambiente las ideas y costumbres
de la nobleza española. Perdiendo parte de la belicosidad
y arrogancia peninsulares, llevó una existencia simple y
honesta; la vida colonial era vida provinciana. Los días
sucedían a los días, y las noches a las noches, sin más
novedades que las solemnidades religiosas, las fiestas ono-
másticas y circunstanciales de la real casa española, el
cambio de altos funcionarios, las tertulias caseras. Por
acción de la iglesia y de la corona, la «gente decente»
era piadosa e ingenua, y, a su ejemplo, todo el pueblo
civilizado. La familia estaba organizada bajo el principio
de un amplio poder del padre sobre la mujer, los hijos,
los criados y los esclavos. Al caer la noche, antes o
después de cenar, todos rezaban en común el rosario, y,
84 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
al acostarse, los hijos pedían la bendición a los padres. Hijos
y criados besaban al jefe de familia la mano, generosa en
la dádiva y severa en el castigo. Religiosamente educada
en los claustros, ignorante y crédula, la sociedad vivía
como dormitando su larga siesta colonial, sobre un suelo
abundante, en un clima templado y bajo un cielo siempre
límpido. Solamente la inquietaban las exacciones del régimen
del monopolio y regalía, y sus injusticias dejaban en los
ánimos un fermento de incomodidad y desconfianza. Aunque
en estado latente hasta que las invasiones inglesas revelaran
las ventajas de un nuevo régimen de franquicias comercia-
les, ahí estaba el germen de la Revolución.
La Revolución y guerra de la Independencia fueron
ante todo obra de la burguesía criolla. Ésta les dio impulso,
forma, organización y fines, y las demás clases sociales
americanas la siguieron con fidelidad y entusiasmo. Puede
decirse que en América no hubo, en ios ültimos tiempos
del coloniaje, más rivalidad de clase que la oposición al
gachupín, chapetón o godo. Si bien las diferencias sociales
se hacían sentir con cierto rigor en las colonias ricas
y tradicionales como México y el Perií, en ninguna parte
engendraron odios profundos, y en el Río de la Plata
fueron tan leves que desaparecieron y se borraron en los
primeros lustros de la Revolución. En las invasiones in-
glesas, toda la población americana civilizada, sin asomos
siquiera de antagonismos de clase, se unió para rechazar
la agresión extraña. El negro y el mestizo formaron he-
roicas falanges en los ejércitos de la patria. Por otra
parte, el clima diezmaba de tal manera al elemento afri-
cano, que, por su disminución, tendió siempre a desapa-
recer de las pampas argentinas. No hubo así, después
de la guerra de la Independencia, grandes problemas
étnicosociales. La partícula ancestral de sangre indígena
parecía diluida en los descendientes criollos; los indios
se habían refugiado en los bosques y selvas lejanas; los
negros, que nunca fueron tantos como en las demás co-
LA ÉPOCA DE LA LNDEPENDENCIA 85
lonías, por no requerirlos mayormente las industrias loca-
les, raleaban y se eliminaban por causas climatológicas.
Todo venía, pues, a favorecer la naciente democracia.
Con la difusión de la cultura y el aumento de la riqueza,
el grupo de la clase directora aumentó y se extendió.
Así como la « gente decente >> había substituido antes a
la nobleza, el pueblo vino a substituir a la «gente decen-
te ». Y hoy, puede rigurosamente decirse, todo verdadero
argentino, por el solo hecho de serlo, tiene limpieza de
sangre en sus tradiciones de familia y ejecutoria de no-
bleza en los cuarteles de su nacionalidad.
VII. LA ÉPOCA DE LA INDEPENDENCIA
36. El 25 de Mayo de 181O.
Amaneció por fin, en Buenos Aires, el 25 de mayo
de 1810. El cielo estaba opaco y lluvioso como en el día
anterior, y veíanse a lo largo de la ancha acera del Ca-
bildo grupos de hombres envueltos en largos capotes,
armados de estoques y pistolas, en cuyos rostros estaban
dibujadas las fatigas del insomnio. El punto de reunión era
una posada situada sobre la misma acera, donde los ciuda-
danos se guarecían de la lluvia. French y Beruti dirigían
las operaciones de esta reunión, en cuyos movimientos se
notaba cierta organización que manifestaba estaban bien
preparados para la lucha.
Reunióse temprano el Cabildo para tomar en consi-
deración la renuncia del virrey y la representación del
pueblo, manifestaciones del poder colonial que abdicaba
en su impotencia y de la soberanía popular que se inau-
guraba. El Cabildo, con esa energía ficticia que es propia
de las corporaciones que no son impulsadas por sus prin-
cipios fijos, y que suplen la falta de medios por la ente-
reza de resoluciones que no han de ejecutar ellas mismas,
había contestado verbalmente al virrey, en la noche ante-
rior, que no debía hacerse lugar a la petición del pueblo
86 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
y que a él le tocaba reprimir con la fuerza de las armas
a los descontentos, haciéndolo responsable de las conse-
cuencias.
Al mismo tiempo que en las galerías altas de la casa
capitular se celebraba la sesión del Cabildo, una escena
más animada se realizaba en la plaza. Como la reunión
se engrosara por momentos y fuese necesario darle una
organización, imaginó French la adopción de un distintivo
para los patriotas. Entró en una de las tiendas de la Re-
cova y tomó varias piezas de cintas blancas y celestes,
colores popularizados por los patricios en sus uniformes
desde las invasiones inglesas, y que había adoptado el
pueblo como divisa de partido en los días anteriores. Apos-
tando en seguida piquetes en las avenidas de la plaza, los
armó de tijeras y de cintas blancas y celestes, con orden
de no dejar penetrar sino a los patriotas y de hacerles po-
ner el distintivo. Beruti fué el primero que enarboló en su
sombrero los colores patrios, que muy pronto iban a reco-
rrer triunfantes toda la América del Sur. Instantáneamente
se vio toda la reunión popular con cintas celestes y blancas
pendientes del pecho o del sombrero. Tal fué el origen
de los colores de la bandera argentina, cuya memoria se
ha salvado por la tradición oral. Más tarde veremos a
Belgrano ser el primero que enarbole esa bandera y el
primero que la afirme con una victoria.
El pueblo, vestido con los colores del cielo, se dirigió
en masa a los corredores de la casa capitular, acaudillado
siempre por French y por Beruti. Estos dos tribunos, presi-
diendo una diputación, se personaron en la sala de se-
siones y exigieron con firmeza que se cumpliese la volun-
tad del pueblo deponiendo al virrey del mando, increpando
al Cabildo por haberse excedido de sus facultades, y aca-
bando por anunciar que el tiempo era precioso y que la
paciencia se agotaba. El Cabildo no creía en el pueblo.
Le parecía sin duda un sueño que en una colonia escla-
vizada surgiera repentinamente esa nueva entidad. Así fué
LA ÉPOCA DE LA LSDEPENDENCIA
87
que, en vez de acceder a sus deseos, mandó llamar a los
comandantes de la fuerza armada para reprimir por medio
de las armas lo que en su ceguedad consideraba como una
asonada pasajera. Los comandantes hicieron caer la venda
que cubría los ojos de los cabildantes. Todos ellos, a
excepción de tres que guardaron un tímido silencio, decla-
raron terminantemente que ni podían contrarrestar el des-
contento público, ni sostener al gobierno establecido, ni
aun sostenerse a sí mismos, pues sus tropas estaban por el
pueblo ; que no veían más medio de impedir mayores
males que la deposición del virrey, «porque así lo exigía
la suprema ley».
En aquel momento oyéronse grandes golpes dados
sobre las puertas por la mano robusta del pueblo, domi-
nando el tumulto las voces de French y de Beruti, que
repetían : « El pueblo quiere saber de lo que se trata ». Tuvo
que salir el comandante don Martín Rodríguez a aquietar
LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
a sus amigos, asegurándoles que todo se arreglaría como
lo deseaban. Don Martín Rodríguez era uno de los pocos
comandantes que tenían la confianza del pueblo, y sus
palabras, contestadas con vivas, serenaron a la multitud. El
Cabildo, intimidado, diputó dos de sus regidores, acompa-
ñados por el escribano de la corporación, para «requerir
al virrey a que hiciese absoluta dimisión del gobierno, sin
traba ni restricción alguna, porque de lo contrario no
respondía de su vida ni de la tranquilidad pública». Cisneros
se sometió ; pero, queriendo protestar de violencia y fuerza,
no se le admitió que lo hiciera.
Disponíase el Cabildo a acceder a los deseos mani-
festados por el pueblo ; pero ya el pueblo no se contentaba
con lo que había pedido. Quería afianzar su triunfo para
no exponerse a una nueva contrarrevolución. En el inter-
valo, el fogoso Beruti, iluminado por una de esas inspira-
ciones súbitas que definen una situación, tomó una pluma
y escribió varios nombres en un papel. Era la lista de la
futura Junta revolucionaria, que fué aceptada por aclamación
popular, nombrándose una nueva diputación para que la
impusiese al Cabildo.
Los diputados del pueblo comparecieron nuevamente a
la barra del ayuntamiento, no como peticionarios sino
como embajadores del nuevo soberano. Declararon con
entereza que el pueblo había reasumido la soberanía dele-
gada en el Cabildo; que era su voluntad se nombrase una
nueva Junta compuesta por Saavedra, Castelli, Belgrano,
Azcuénaga, Alberti, Matheu, Larrea, Passo y Moreno, de-
cretándose en el acto una expedición militar a las pro-
vincias del interior para que fuese portadora de las órdenes
de la nueva autoridad. Esta misma petición fué presentada
por escrito.
El Cabildo, obcecado, persistía en no creer en el pue-
blo, y exigía que se congregase en la plaza para conven-
cerse que tal era su voluntad. Salió el Cabildo al balcón,
y French y Beruti desplegaron al pie de él su batallón
LA ÉPOCA DE LA INDEPENDENCIA 8&
patriótico, que en aquel momento, a causa de la lluvia y
de lo avanzado de la hora, solamente contaba poco más de
un centenar de hombres. No correspondiendo este número
a la idea que el Cabildo se había formado de aquella en-
tidad desconocida para él, gritó el síndico procurador:
« ¿ Dónde está el pueblo ? » A lo que contestaron varios
que se tocase la campana del Cabildo para que la pobla-
ción se congregara, y que si no se hacía por falta de ba-
dajo, ellos tocarían generala y abrirían los cuarteles, y que
entonces vería el Cabildo dónde estaba el pueblo.
Cediendo a la presión popular, creyó al fin en el pue-
blo, e, inclinándose ante su soberanía, proclamó bajo su
dictado la nueva Junta Gubernativa de las Provincias del
Río de la Plata, con la precisa condición de que úebía
prepararse en el término de quince días una expedición
de 500 hombres para auxiliar a las provincias del interior,
a fin de que eligieran libremente sus diputados. En seguida
el Cabildo, desde lo alto de sus balcones, propuso al pue-
blo las bases constitutivas del nuevo orden de cosas, que
fueron discutidas y votadas a la manera de las democracias
antiguas, declarando que aquella «era su voluntad», inme-
diatamente se instaló la Junta Gubernativa, y prestó ju-
ramento, promulgándose como Consiitución las mismas
reglas antes formuladas por el Cabildo, que establecían
la división de los poderes, la responsabilidad de los fun-
cionarios, la publicidad de las cuentas, la seguridad indi-
vidual, el voto de las contribuciones por el municipio y
la inmediata convocatoria del Congreso general que debía
estatuir, sobre todo, el nombre del pueblo y determinar
definitivamente la forma de gobierno. Tal fué la primera
Constitución política que tuvo el pueblo argentino. Hija de
una revolución trascendental y votada por un solo muni-
cipio, fundada sobre la base del derecho colonial, admi-
tiendo como principio la representación de los Cabildos y
haciendo intervenir la fuerza para promulgarla, ella conte-
nía los únicos elementos de gobierno orgánico que por
90 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
entonces poseyese la colonia, y entrañaba los dos princi-
pios que debían pugnar hasta dar leyes coherentes apro-
piadas a su naturaleza, a aquel gigante informe que se
llamaba el Virreinato del Río de la Plata.
El presidente de la nueva Junta, después de prestar
el juramento de conservar fielmente su cargo y de mante-
ner la integridad del territorio bajo el cetro de Fernan-
do VII guardando las leyes del reino, exhortó al pueblo al
«orden», a la «unión» y a la «fraternidad», recomen-
dándole estimación y respeto por la persona del virrey
depuesto y su familia. La Junta patriótica se instaló en la
Fortaleza, morada de los antiguos mandatarios de la co-
lonia, y empezó a funcionar revolucionariamente invo-
cando el nombre de la autoridad del rey de las Españas
don Fernando VII.
Hartolo.mé Mitre
37. Libertad e Igualdad.
(Declaración de un miembro de la Junta de 1810)
La libertad de los pueblos no consiste en palabras ni
debe existir en los papeles solamente. Cualquier déspota
puede obligar a sus esclavos a que canten himnos a la
libertad, y este cántico a la libertad es muy compatible
con las cadenas y opresión de los que lo entonan. Si de-
seamos que los pueblos sean libres, observemos religio-
samente el sagrado dogma de la igualdad. Si me con-
sidero igual a mis conciudadanos, ¿ por qué me he de
presentar de un modo que les enseñe que son menos que
yo? Mi superioridad sólo existe en el acto de ejercer la
magistratura que se me ha confiado; en las demás fun-
ciones de la sociedad soy un ciudadano, sin más derecho
a otras consideraciones que las que merezca por mis vir-
tudes.
Mariano Moreno.
LA ÉPOCA DE LA INDEPENDENCIA 91
38. Mariano Moreno.
A la sombra del techo paterno, embellecido por la
presencia radiosa de una madre santa, Mariano Moreno,
aquel espíritu fiero desde la infancia y susceptible de toda
pasión grandiosa, se desenvolvía con extraordinaria rapi-
dez, robustecido por un sentimiento religio;-o eficaz y vi-
vido, y diariamente adquiría mayor elasticidad y vigor para
recorrer las regiones de la ciencia que sus maestros le
abrían. Su discreción prematura era el encanto y el asom-
bro de las íntimas y modestas veladas de su familia, y el
capista del colegio de San Carlos no tardó en ser el
orgullo de las aulas y el terror de las « conclusiones ». Un
fraile franciscano, de corazón de ángel y alma de revolu-
cionario, Cayetano Rodríguez, descubrió en el espíritu de
aquel adolescente fuerzas superiores al radio escolástico,
de cuyos límites desbordaban, y cuya dialéctica era para
él un instrumento dócil y familiar; y ponía en sus manos
libros que le iniciaban en rumbos más abiertos y le ofre-
cían espectáculos en que pudiera buscar contemplaciones
dignas de su espíritu.
Cuando llegó a la juventud, discurría con impetuosi-
dad genial y su palabra era dominante y atractiva. Po-
seía una voluntad de hierro, resistente a todo combate y
tenaz en medio de las agresiones de la suerte. Viajando
hacia el Perú, un día fué abandonado enfermo y casi ago-
nizante, sin lecho ni abrigo ; pero ni las torturas ni los
deslumbramientos del delirio febril enervaron su fibra ni
arrebataron su razón al dominio de la vida. Quiso, y se
puso de pie. Quiso, y aquel enérgico arranque le devol-
vió a la vida y a la salud. Devoraba en Charcas, en casa
de un canónigo favorecedor suyo, cuantas páginas le ex-
plicaban la revolución moderna. Allí dejóse subyugar sin
duda por los espectáculos de la Revolución Francesa, los
cuales le inspiraron tan viva admiración que no le permi-
tieron discernir claramente las fuerzas y tendencias le iíti-
92 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
mas de la democracia, del despotismo popular y revolu-
cionario.
Temido por los mandones del foro, que prefirió al
sacerdocio, al cual estaba destinado, cruzó hacia 1806 el
territorio argentino, para regresar a Buenos Aires con su
esposa y su único hijo. Nos ha dejado en páginas palpi-
tantes la expresión del amargo dolor que las desventuras
del indio peruano suscitaron en su alma. Lloró y meditó
más tarde, cuando las armas inglesas conquistaron la tie-
rra de sus amores, y su carácter se acentuó en las terri-
bles enseñanzas de aquel período. Las conmociones del
año 1809 le hallaron en primera línea. Su impaciente prisa
por la revolución le complicó en la de Alzaga, el l.o de
enero; pero, en seguida, rectificando su línea de conduc-
ta, abordó las cuestiones prácticas y vivas. En un escrito
famoso, la Representación de los hacendados, arrancó de
labios del virrey Cisneros la emancipación mercantil de
la colonia.
En la revolución, superó a sus contemporáneos por
la visión del porvenir, siquiera flaquease en la inteligencia
de sus medios. Orador y periodista, magistrado y revolu-
cionario, él inoculaba en la juventud la savia novísima,
subyugaba el poder y lo arrastraba con ímpetu y arrojo,
como si Dantón hubiera resucitado en la colonia, y por-
fiaba sin reposo por romper toda valla que se opusiera a
la soberanía popular. ¡En su cerebro se anidaba el rayo
y en sus rasgados ojos fulguraba el estro divinizado del
profeta! Los elementos recalcitrantes que hervían en el
crisol venciéronlo temprano..., y fué a morir. • Su alma no
atravesó los días de vértigo revolucionario, y salió incon-
taminado de este mundo. Él hubiera tal vez encaminado
la revolución en armonía con la índole de los pueblos,
viviendo así esencialmente el carácter de nuestra historia.
Tal vez hubiera desfallecido, o incurrido en fanatismo por
sus ideas francesas y unitarias... Pero es tanto más glo-
rioso cuanto que a ninguna causa sirvió, sino a la libertad
LA ÉPOCA DE LA INDEPENUENCIA 93
de su país y al impulso inicial de la democracia. Resonó
su voz como la palabra de la Sibila en la radiosa aurora,
y se sumergió en su propio resplandor. La pureza primi-
tiva de la Revolución, como una esfera mágica y lumino-
sa, envuelve su sombra ante el alma entristecida, y la
hace brillar lejos de todo rumor humano y de la tierra
qpe guarda los muertos, entre la inmensidad del mar y la
inmensidad del cielo. De las ondas saladas y las nubes
encendidas, hízole la suerte un mausoleo eterno y digno
de su memoria augusta, jamás empañada en cínicos fra-
tricidios ni en cobardes desencantos y traiciones.
José Manuel Estrad.v.
39. Saavedra y Moreno.
En el primer gobierno del pueblo argentino, la Junta
de 1810, su presidente, el coronel Cornelio Saavedra, oriundo
de la ciudad de Potosí (Alto Perú), representaba el espíritu
ponderado y conservador de la madurez, y el secretario,
doctor Mariano Moreno, hijo de Buenos Aires, la fogosidad
de la edad juvenil. Temperamentos tan opuestos debían cho-
car en la primera oportunidad. Presentóse ésta con motivo
de una fiesta que se verificó en el cuartel del cuerpo de Pa-
tricios para celebrar la victoria del Suipacha. Saavedra, como
jefe del cuerpo, presidía la mesa del banquete que remató
la fiesta ; acompañábale su señora, sentados ambos en altos
sitiales de honor, bajo dosel. Excitado por el vino, un ofi-
cial apellidado Duarte se puso de pie y recitó un brindis
en verso al coronel y presidente de la Junta. Llamábale
pomposamente « emperador », y añadía que « la América
esperaba impaciente que tomase el cetro y la corona ».
No estaba presente Moreno porque, cuando había
intentado entrar en el cuartel, el centinela de guardia,
acaso sin conocerle, habíale atajado el paso. Profunda-
mente irritado por el desaire sufrido, más que en su per-
sona en su calidad de secretario de la Junta, retiróse
94 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
Moreno a su casa. Después de la fiesta fueron a verle
sus amigos, indignados por el brindis del oficial Duarte, ai
que Saavedra no dio importancia.
Moreno, participando de la indignación de sus amigos,
proyectó aquella misma noche un decreto fulminante, en
el que se declaraba que Duarte «debía perecer en el ca-
dalso». Perdonábasele la vida porque se había hallado en
estado de embriaguez, y se le condenaba a destierro.
Según decía el decreto, « ningún habitante de Buenos Ai-
res, ni ebrio ni dormido, debía tener impresiones contra
la libertad de su país ». Declarábase asimismo que las
esposas de los funcionarios públicos no participaban de
las prerrogativas de sus maridos ; no se tributaban hono-
res a los hombres, sino a los funcionarios, como repre-
sentantes de la autoridad de la patria. Al día siguiente
la Junta firmó el decreto, convencida de su justicia. Des-
de entonces se puso en evidencia, en el seno de la corpo-
ración, cierto malestar y antagonismo entre Saavedra y
Moreno. Esto podía provenir, no sólo de oposición de
ideas y de incompatibilidad de caracteres, sino también de
los sentimientos localistas de ambos proceres, puesto que
uno era altoperuano y el otro porteño.
Poco después llegaron los diputados del interior, re-
presentantes de las provincias. Moreno se opuso a su
incorporación a la Junta de gobierno; debían constituir
una corporación distinta. Pero prevaleció la opinión con-
traria, sostenida por Saavedra, y los diputados se incor-
poraron a la Junta. Disgustado por este hecho, Moreno
dimitió. Como la Junta no aceptase su dimisión, él la
obligó a ello, declarando que « la renuncia de un hombre
de bien es siempre irrevocable ». En tan enérgicos tér-
minos censuraba la conducta de aquellos funcionarios que
solamente la presentan por fórmula, para consolidarse en
el poder, pues saben que no les será aceptada.
Para aprovechar sus servicios, envióle la Junta a In-
glaterra, como agente de la Revolución. A pesar de su
LA ÉPOCA DE LA INDEPENDENCIA 95
flaca salud, Moreno aceptó el cargo. Desgraciadamente
murió en el viaje, exclamando: «¡Viva mi patria aunque
yo perezca ! » Su cuerpo fué arrojado al mar. Y se cuenta
que, cuando llegó a Buenos Aires la triste noticia, Saavedra
dijo, con los ojos llenos de lágrimas : « ¡ Tanta agua era
menester para apagar tanto fuego!».
40. El deber del marino.
Formada recientemente la primera escuadra argentina,
una flotilla de tres pequeños buques remontaba el río
Paraná. Mandábala Juan Bautista Azopardo, a bordo de
La Invencible. Por tierra, debían protegerla unas escasas
baterías. A la altura de San Nicolás de los Arroyos, el 2
de marzo de 1811, avistóse la enemiga escuadra española,
compuesta de cuatro grandes naves. Con tan desiguales
elementos, la victoria era materialmente imposible para los
patriotas. Ignorantes todavía del arte de la guerra y bisoñas
en la disciplina militar, las fuerzas de la batería y de dos
de los pequeños buques argentinos creyeron que debían
esquivar el combate, y se pusieron en salvo.
Quedó sola, para hacer frente al enemigo, la nave
capitana La Invencible. El fuego diezmaba a los patriotas.
Los marinos españoles estaban sorprendidos de que se
pudiera sostener semejante lucha. Después de un largo
tiroteo avanzaron sus naves, y tomaron el pequeño buque
al abordaje. Para oponerse cuerpo a cuerpo a la irrupción
de los asaltantes, había sólo un puñado de valientes. De
los cincuenta tripulantes de La Invencible, apenas restaban
en pie unos ocho o diez. La cubierta y el puente estaban
obstruidos de cadáveres. Antes de rendirse y dejar el buque
en poder del enemigo, Azopardo, que conservaba milagro-
samente la vida, resolvió incendiar la santabárbara para
que estallase el depósito de pólvora y volara La Invencible.
Pero los españoles habían previsto esta decisión, y habían
cerrado sólidamente las puertas de la santabárbara. Varios
96
LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
hombres rodearon a Azopardo cuando intentó llevar a cabo
su designio, y le tomaron prisionero. El heroico marino,
el patriarca de los marinos argentinos, pesaroso de conser-
var la vida, exclamó entonces: «La desgracia no me ha
permitido cumplir mi- deber hasta el fin ».
4l. £1 tambor de Tacuarí.
1. Es un grupo de argentinos
el que marcha a combatir;
es la patria quien los mueve
y es Belgrano su adalid.
Con la bala y con la idea
traen de Mayo el boletín ;
y las selvas paraguayas
van abriendo- al porvenir,
mientras juega con sus chismes
el tambor de Tacuarí.
2. Rompe el aire una descarga,
el cañón entra a crujir,
y un vibrante son de ataque
los empuja hacia la lid.
Bate el parche un pequenuelo
que da saltos de arlequín,
que se ríe a carcajadas
si revienta algún fusil,
porque es niño como todos
el tambor de Tacuarí.
3. Es horrible aquel encuentro:
cien luchando contra mil ;
un pujante remolino
de humo y llamas truena allí.
Ya no ríe el pequenuelo :
¡suelta un terno varonil,
echa su alma sobre e' parche
y en redo'.'les lo hace hervir,
que es muñeca la muñeca
del tambor de Tacuarí!
4. «¡Libertad! ¡Independencia!»
parecía repetir
a los héroes de dos pueblos,
que, entendiéndole por fin,
se abrazaron como hermanos ;
y se cuenta que de ahí
por América cundieron,
hasta en Maipo, hasta en Junín,
los redobles inn;ortales
del tambor de Tacuarí.
RAFAEL 0bLIG.\UO
42. La jura de la bandera.
I. ORIGEN Y ANTECEDENTES DE LOS
COLORES PATRIOS
. Los colores de la bandera argentina, el blanco y el
celeste, como distintivo popular, aparecieron por primera
vez en el río de la Plata con ocasión de las invasiones
inglesas, en 1806 y 1807. Los ciudadanos armados los
adoptaron en su uniforme. Los Patricios — el primer cuer-
LA ÉPOCA DE LA INDEPENDENCIA 97
po de milicia urbana formado en estos países — usaron
pantalones blancos, chaqueta azul y penacho bjanco con
punta azulceleste, por cuya razón se los llamaba vulgar-
mente « gaviotas ». Estas aves, como es sabido, tienen el
cuerpo blanco y las alas, asi como la extremidad de la
cabeza, de un color ceniciento claro que tira a celeste.
Créese que fué adoptado este color en señal de fidelidad
al rey de España Carlos IV, que usaba la banda celeste
de Carlos III. El blanco y el celeste fueron también los
colores de la Inmaculada Concepción de la Virgen, según
el simbolismo de la Iglesia. Sea cual fuere el significado
que se les diese en Buenos Aires, desde las invasiones
inglesas se adoptaron como colores de partido, y empe-
zaron a popularizarse entre los nativos. El 25 de mayo
de 1810, French y Beruti repartieron al pueblo, amotinado
en la plaza de la Victoria, escarapelas formadas con cin-
tas blancas y celestes, que los patriotas colocaron como
distintivo en sus sombreros.
A principios de 1812 tomó el general Belgrano el
mando del ejército del Norte. Hallábase en el Rosario,
ocupado en trabajos de fortificación, cuando se tuvo aviso
de que una escuadrilla enemiga debía partir de Montevi-
deo, entonces en poder de los españoles, con objeto
de atacar las baterías del Rosario y posesionarse de La
Bajada del Paraná. A la aproximación del peligro, el es-
píritu de Belgrano se exaltó, y, buscando en su alma
nuevas inspiraciones para transmitir su entusiasmo a las
tropas que mandaba, concibió la idea de dar a la Revolu-
ción un símbolo visible, que concentrase en sí las vagas
aspiraciones de la multitud y los propósitos de los hom-
bres de principios. Resuelto a acelerar la época de la in-
dependencia y a comprometer al pueblo y al gobierno en
esta política atrevida, empezó por proponer la adopción
de una escarapela nacional (13 de febrero 1812). Fundá-
base en que los cuerpos del ejército usaban escarapelas
de distintos colores, siendo necesario uniformarlos a to-
98 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
dos, puesto que defendían la misma causa. El gobierno,
cediendo a la exigencia de Belgrano, declaró por decreto
de 18 de febrero, que «la escarapela nacional de las Pro-
vincias del Río de la Plata sería de color blanco y azul-
celeste». El 25 empezaron los ciudadanos a usar el dis-
tintivo nacional, que hasta entonces había sido sólo una
divisa popular. En el mismo día se distribuyó a la divi-
sión de Belgrano, quien, al dar cuenta al gobierno de este
hecho, le atribuye su verdadero significado: «la firme re-
solución de sostener la Independencia de la América».
II. INAUGURACIÓN DE LA BANDERA ARGENTINA
En posesión de la escarapela, Belgrano asumió sobre
sí la responsabilidad de enarbolar una nueva bandera,
cuando todavía flameaba el pabellón español en la casa
del gobierno revolucionario, el Fuerte de Buenos Aires.
En vísperas de guarnecer sus dos baterías, el general pa-
triota ofició al gobierno la grave resolución que había
tomado. Ya no podían los cuerpos revolucionarios seguir
usando la bandera de sus enemigos. El día 21 de febrero
era el señalado para inaugurar las baterías, a las que había
bautizado con dos nombres simbólicos, que revelaban las
aspiraciones de su alma. Batería de « La Libertad » llamó
a la de la barranca, y de «La Independencia», a la de la isla.
Deseando coronarlas, como lo comunicó al gobierno, con
un pabellón digno de estos nombres, que representaban dos
grandes ideas, resolvió enarbolar en ellas el estandarte re-
volucionario, a cuya sombra debían conquistarse una y otra.
En la tarde del día indicado se formó la división en
batalla sobre la barranca del río, en presencia del vecin-
dario, congregado por orden del comandante militar. A su
frente se extendían las floridas islas del Paraná, que limi-
taban el horizonte; a sus pies se deslizaban las corrientes
del inmenso río, sobre cuya superficie reflejábanse las
blancas nubes en el fondo azul de un cielo de verano. El
sol, que se inclinaba al ocasp, iluminaba con sus oblicuos
LA ÉPOCA DE LA INDEPENDENCIA 99
rayos aquel paisaje lleno de grandiosa majestad. En aquel
momento, Belgrano, que recorría la línea a caballo, man-
dó formar cuadro, y, levantando la espada, dirigió a sus
tropas las siguientes palabras : « ¡ Soldados de la Patria ! En
este punto hemos tenido la gloria de vestir la escarapela
nacional ; en aquél (y señaló la batería « Independencia »)
nuestras armas aumentarán sus glorias. Juremos vencer a
nuestros enemigos interiores y exteriores, y la América
del Sur será el templo de la Independencia y de la Liber-
tad. En fe de que así lo juráis, decid conmigo: «¡Viva la
Patria ! » Los soldados contestaron con un prolongado
«¡viva!» Y, dirigiéndose en seguida a un oficial que estaba
a la cabeza de un piquete, Belgrano le dijo : « Señor capi-
tán y tropa destinada por primera vez a la batería « Inde-
pendencia » : id, posesionaos de ella y cumplid el juramento
que acabáis de hacer». Las tropas ocuparon sus puestos de
combate. Eran las seis y media de la tarde. En aquel mo-
mento se enarboló en ambas baterías la bandera azul y
blanca, y su ascensión fué saludada con una salva de ar-
tillería. Así se inauguró la bandera argentina.
Según Bartolomí; Mitre.
43. La Asamblea del año l8l3 y el E-scudo Nacional.
Aunque la Revolución de Mayo estalló por motivos
ocasionales, tuvo desde el primer momento altos fines. Sus
prohombres vislumbraron, desde el primer instante, la gran-
diosa perspectiva de la Independencia y de la Libertad.
Por falta de preparación previa en el pueblo, estos ideales
tardaron un tiempo, harto breve, por cierto, en definirse.
Su más gloriosa definición se produjo en la Asamblea Ge-
neral Constituyente reunida el año de 1813, en la ciudad
de Buenos .Afires, bajo la presidencia de Carlos María de
Alvear. El gobierno declaró solemnemente que « residía en
ella la representación y el ejercicio de la soberanía»; re-
conocíase así que la autoridad del cuerpo era representa-
tiva y dimanaba del pueblo. Y el pueblo festejó la decía-
100
LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
ración del gobierno y la instalación de la Asamblea con
salvas de artillería, repique de campanas, músicas, ilumi-
naciones y cánticos en las calles y plazas.
El primer acto de la Asamblea fué sancionar, para los
gobernantes, una nueva fórmula de juramento. Haciendo
desaparecer el nombre de Fernando VII en los actos del
gobierno, los ciudadanos jurarían en adelante « conservar
y sostener la libertad, integridad y prosperidad de las
Provincias del Río de la Plata ». Se recordó el nombre de
Mariano Moreno como fundador de la democracia argen-
tina. Se mandó escribir y se aprobó el Himno Nacional.
Se organizó la justicia, suprimiéndose los recursos de
apelación para las autoridades judiciales de la antigua
metrópoli. Se promulgó la abolición de la esclavitud
para los hijos de los esclavos que en adelante nacieran
y se prohibió la importación de esclavos. Se declaró la
libertad de imprenta. Se abolieron los tributos que pesa-
ban sobre los indios. Se acabó con la Inquisición y con los
tormentos en los juicios. Se echaron las bases de la Iglesia
nacional. Se proveyó a la instrucción del pueblo. Se
substituyó, en la moneda, la efigie de los reyes de España
por el Escudo nacional. . .
La creación y el simbolismo del Escudo nacional cons-
tituyen la mejor síntesis de la obra realizada por la Asamblea
de 1813. Dos manos entrelazadas sostienen el rojo gorro
frigio de la Libertad. Lo iluminan los rayos del sol naciente
LA ÉPOCA DE LA INDEPENDENCIA 101
y lo circundan la oliva de la paz y el laurel de la victo-
ria. Aunque sin suficiente fundamento histórico, dícese que
su orla ostentaba la leyenda: En Unión y Libertad.
Las manos entrelazadas representan la confraternidad de
los hombres y de los pueblos, y el gorro frigio la libertad
de una nación que nace como el sol, puro y radiante. La
leyenda, si es que existió realmente en el escudo, y en
todo caso suprimida por innecesaria más tarde, aclara el
ya translúcido simbolismo. Y el escudo viene a ser un
sello que el pueblo se impone a sí mismo, por órgano de
la Asamblea, con el carácter indeleble de un sacramento:
¡ el sacramento de la Patria !
Muchos cambios y revoluciones ocurren después en
la tan rápida como intensa vida histórica del pueblo argen-
tino. La barbarie de los campos ataca la cultura de las
ciudades. Las provincias se separan y luchan contra el
ideal unitario por la organización federal. Desencadénanse
tormentas de tiranía, y el suelo de la patria es regado
con la sangre de sus hijos. Todo el pasado tradicional
parece obscurecerse, aclararse, renacer como un fénix,
transformarse como el Proteo de la mitología clásica . . .
Pero, entre tantas revueltas y vicisitudes, algo queda siem-
pre firme y seguro como un baluarte o una montaña: el
Escudo nacional, símbolo de los ideales de la Revolución,
y síntesis de la obra institucional realizada por la Asamblea
General Constituyente de 1813.
44. Himno Nacional Argentino.
CORO
Sean eternos los laureles
que supimos conseguir:
coronados de gloria vivamos
o juremos con gloria morir.
1. Oíd, mortales, el grito sagrado:
¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!
102 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
¡ Oíd el ruido de roías cadenas ! . , .
Ved en trono a la noble Igualdad.
Se levanta a la faz de la tierra
una nueva y gloriosa Nación,
coronada su sien de laureles
y a sus plantas rendido un León.
2. De los nuevos campeones los rostros
Marte mismo parece animar:
la grandeza se anida en sus pechos;
a su marcha todo hace temblar.
Se conmueven del Inca las tumbas
y en sus huesos revive el ardor,
lo que ve renovando a sus hijos
de la Patria el antiguo esplendor.
3. Pero sierras y muros se sienten
retumbar con horrible fragor:
todo el país se conturba por gritos
de venganza, de guerra y furor.
En los fieros tiranos la envidia
escupió su pestífera hiél ;
su estandarte sangriento levantan
provocando a la lid más cruel.
4. ¿No los veis sobre Méjico y Quito
arrojarse con saña tenaz,
y cual lloran bañados en sangre
Potosí, Cochabamba y La Paz?
¿No los veis sobre el triste Caracas
luto, llantos y muerte esparcir?
¿No los veis devorando cual fieras
todo pueblo que logran rendir?
5. A vosotros se atreve, argentinos,
el orgullo del vil invasor:
vuestros campos ya pisa contando
LA ÉPOCA DE LA INDEPENDENCIA 103
tantas glorias hollar vencedor.
Mas los bravos que unidos juraron
su feliz libertad sostener,
a esos tigres sedientos de sangre
fuertes pechos sabrán oponer.
6. i El valiente argentino a las armas,
corre ardiendo con brío y valor!
El clarín de la guerra, cual trueno,
en los campos del Sud resonó.
Buenos Aires se pone a la frente
de los pueblos de la ínclita unión,
y con brazos robustos desgarran
al ibérico altivo León.
7. San José, San Lorenzo, Suipacha,
ambas Piedras, Salta y Tucumán,
La Colonia y las mismas murallas
del tirano en la Banda Oriental,
son letreros eternos que dicen :
«Aquí, el brazo argentino triunfó:
aquí, el fiero opresor de la Patria
su cerviz orgullosa dobló ».
8. La Victoria al guerrero argentino
con sus alas brillantes cubrió,
y azorado a su vista el tirano
con infamia a la fuga se dio.
Sus banderas, sus armas, se rinden
por trofeos a la libertad,
y sobre alas de gloria alza el pueblo
trono digno a su gran majestad.
9. Desde un polo hasta el otro resuena
de la fama el sonoro clarín,
y de América el nombre enseñando
les repite : « ¡ Mortales, oíd !
104 LA TRADIGIÓiN Y LA HISTORIA
Ya SU trono dignísimo alzaron
las Provincias Unidas del Sud ».
Y los libres del mundo responden:
«¡Al gran pueblo argentino, salud!».
Vicente López -í Planbs,
45. Güemes.
Para cortar, de pronto, el pánico y el duelo
que siembra el español, triunfante en su carrera,
entre el bosque y el río, la montaña y el cielo,
como una red sutil, tiende la montonera.
Y con la roja lanza, al indómito vuelo
de su potro, por siempre, demarca la frontera,
diciendo al enemigo : « Hasta aquí es nuestro suelo.
¡Atrévete a violarlo!... Mi pabellón te espera .^>.
Siguiéndole hacia el Norte, contra el hierro y el fuego»
sus gauchos le tributan un amor santo y ciego,
mientras el godo, huyendo por las cumbres desiertas,
le rinde el homenaje soberano del odio...
Y su sombra se yergue, de la patria a las puertas,
apoyada en su lanza, coítio un ángel custodio.
46. O combate de San Lorenzo.
( Kragniento del canto a San Martin).
Un mundo despertaba
del sueño de la negra servidumbre,
profunda noche de mortal sosiego,
con la sorda inquietud de la marea.
Y en la celeste cumbre,
las estrellas del trópico encendían
sus fantásticas flámulas de fuego
para alumbrar la lucha gigantea.
LA ÉPOCA DE LA INDEPENDENCIA 105
Un mundo levantaba
la desgarrada frente pensativa
del profundo sepulcro de su historia,
y una raza cautiva
llamaba al salvador con hondo acento;
y el salvador le contestó lanzando
el resonante grito de victoria
entre el feroz tumulto de las olas
del Paraná, irritado
al sentirse oprimido por las quillas
de las guerreras naves españolas.
¡Fué un soplo la batalla!
Los jinetes del Plata, como el viento
que barre las llanuras, se estrellaron
con ímpetu violento
en la muralla de templado acero;
¡y se vio largo tiempo confundidas
sobre la alta barranca,
y entre el solemne horror de la batalla,
la naciente bandera azul y blanca
y el rojo airón del pabellón ibero!
Fué la primer jornada
del torrente nacido en las sombrías
florestas tropicales,
la primera iracunda marejada,
y su rumor profundo
llevado de onda en onda por el viento
del Plata al océano,
I fué a anunciar por el mundo
que ya estaba empeñada la partida
del porvenir humano!
Olbqario V. Andrade
108 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
47. El marinero y el capitán.
En el reñido y glorioso combate naval que la segun-
da escuadra argentina libró contra el poderío' español,
frente a Montevideo, en 1814, su jefe, Brown, ordenaba
activamente las maniobras. Como arreciara el fuego del
lado en que él se hallaba, sobre la cubierta de la nave
capitana, permitióse un marinero advertirle : « Señor, pase
al otro lado para resguardarse de las balas enemigas». Y
Brown, que desde aquel sitio dominaba la perspectiva del
combate, repuso enérgicamente: «Si un marinero se ex-
pone a las balas del enemigo, ¿cómo ha de resguardarse
el capitán y jefe de la escuadra?...».
48. Cumplir la consiéna.
Inspeccionando una mañana el campamento de Men-
doza, San Martín se detuvo ante una puerta cerrada y re-
vestida de pieles de carnero con la lana para afuera. Cus-
todiábala una centinela. «¿Qué es esto?, preguntó a los
sargentos que le acompañaban. — El laboratorio de mixtos,
le respondieron. — ¿ Se trabaja ahora ? — Sí, señor. Se están
haciendo cartuchos, lanzafuegos, estopines, espoletas para
granadas y otras municiones ». Sin averiguar más, dirigió-
se allá el general, en actitud de entrar. «¡Alto ahí!,
exclamó el centinela, poniéndose delante. No se puede
entrar ». A esta observación, San Martín exclamó con
vehemencia: «¿Cómo es esto? ¿No me conoces? — Sí,
señor, le conozco ; pero así no se puede entrar », repitió
el soldado, refiriéndose al traje militar que vestía el ge-
neral, con botas herradas y pesadas espuelas. Volvió a
insinuar San Martín su ademán de abrir la puerta. El
centinela caló entonces la bayoneta, repitiendo : « Ya he
dicho, mi general, que así no se puede entrar». Y gritó
con fuerza : « ¡ Cabo de guardia ! | El general en jefe
quiere forzar el puesto ! » Al ver esto, uno de los sargen-
LA ÉPOCA DE LA INDEPENDENCIA 107
tos corrió al cuerpo de guardia a llamar al cabo. Llegó
el cabo, y dijo al general : « Señor, el centinela tiene la
consigna de no dejar entrar en el laboratorio a nadie
vestido de uniforme para no ocasionar un incendio. Si mi
general quiere visitarlo, para hacerlo en la forma permitida,
sírvase pasar antes a ese otro cuarto y mudarse de ropa».
Nada respondió el general, entró en el cuarto indicado,
quitóse el uniforme, y se puso un par de alpargatas y
saco y gorro de brin. Luego visitó el laboratorio e ins-
peccionó los trabajos. Cuando se retiraba, después de
haberse vestido de nuevo el uniforme, pasó por el cuerpo
de guardia, y ordenó que, después de relevarse, se le man-
dara a su despacho al soldado que hacía de centinela.
Cumplió el soldado la orden, y se presentó, temeroso de
haber merecido una admonición. Pero, al verle entrar, el
general en jefe se puso de pie y le tendió la mano para
felicitarle calurosamente. Al obedecer a su consigna había
cumplido su deber.
Según Juan M. Espora
49. La lealtad de San Martín.
Hallábase el general San Martín en el campamento de
Mendoza. El edecán de servicio en la antesala de su tienda
de campaña, entró un día en su escritorio, anunciándole: « Un
oficial pregunta por el ciudadano don José de San Martín.
— Hágale usted entrar». Entró el oficial, y se ratificó en
que venía a ver al ciudadano, y no al general en jefe.
«Puede usted hablar, le dijo San Martín. —Vengo a confiarme
a usted como un hijo a su padre, balbució el oficial. Soy
habilitado de mi cuerpo. Ayer recibí de la comisaría de
guerra, para socorro de los oficiales y soldados, una
suma de dinero. Llevábala a su destino, cuando entré
por mi desgracia a saludar a un oficial amigo mío, que
se halla enfermo. Varios compañeros estaban jugando a
los naipes en su aposento, y me invitaron a acompañarlos.
Al principio rehusé. Luego quise tentar la suerte, y resolví
108 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
jugar la pequeña suma que me correspondía como oficial
en la cantidad total que me había sido entregada. Como
debo al sastre, a la lavandera y a varios proveedores, no
pudiendo pagar mis deudas con esa pequeña suma, ocu-
rrióseme que, si lograba duplicarla o triplicarla, saldría de
apuros. El caso es que la perdí. Ofuscado por el golpe,
quise reponer la pérdida, jugué de nuevo y volví a per-
der... ¡En fin, arriesgué todo lo que llevaba, y lo perdí
todo!... He pasado la noche vagando por los alrededores
del campamento como un loco; estoy deshonrado. ¡Rué-
gole, señor, que se apiade de mi situación y salve mi
honor! Yo le pagaré después como pueda, aunque sea
sirviéndole de criado. ¡ Lo que no quiero es que se me
ajusticie como ladrón, y llegue luego la noticia a mi pobre
madre!...» El general San Martín contestó, después de
una pausa : « Como general estaría obligado a hacerle
enjuiciar ante el consejo de guerra... Pero usted se ha
confiado a mi lealtad y me promete enmendarse...» Y tiró
una gaveta de su escritorio, sacó en onzas de oro de su
propio peculio la suma que el oficial le pedía, y, al en-
tregársela, le dijo : « Vaya usted y en el acto entregue ese
dinero en la caja de su cuerpo. ¡ Que en su vida se vuelva
a repetir un pasaje semejante!... Y, sobre todo, guarde
usted en el más profundo secreto el asunto de esta entre-
vista, porque si alguna vez el general San Martín llega a
saber que usted ha revelado algo de lo ocurrido, en el
acto le manda fusilar ».
Según Juan M. Espora.
So. La declaración ele la Independencia.
El Congreso de Tucumán fué la única de nuestras
grandes asambleas que alcanzó a ver resuelto el arduo
problema de los tiempos en que había sido convocada: la
consolidación de la Independencia por la ley de las armas.
Penetrada de su alta misión organizadora y gubernativa,
supo acallar los sentimientos localistas de sus diputados,
LA ÉPOr.A Di", LA INDEPENDENCIA
109
y el 3 de mayo de 1816 nombró supremo director, casi
por unanimidad, a un eminentísimo patriota y hombre
público, don Juan Martín de Pueyrredón. El nuevo direc-
tor manifestó, desde que se posesionó del cargo, su
opinión de que el Congreso debía declarar la Independen-
cia nacional. El general Belgrano insistía desde tiempo
atrás para que se diera ese paso decisivo. San Martín lo
reclamaba de todos sus amigos; a uno de ellos, como le
dijera en estilo vulgar que eso « no era soplar y hacer
botellas », contestóle que era mucho más fácil declarar la
Independencia que encontrar un solo argentino que hiciera
una botella. Aunque había quien vacilara en realizar ya un
acto tan grave, dudando si era aún llegada la oportunidad,
reclamábanlo vivamente los pueblos y sus prohombres.
Las cartas de San Martín, la presencia del general Bel-
lio LA TRADICIÓN Y I,A HISTORIA
grano y las exigencias del director acabaron por vencer las
vacilaciones. Una vez decididos, los diputados más avan-
zados en el influjo de la mayoría tuvieron una reunión pri-
vada el 8 de julio por la tarde. Discutieron el asunto. La
vehemencia de los que ya tenían hecha la resolución
arrastró a los demás; todos quedaron comprometidos en
que al día siguiente se hiciera moción de tratar sobre la
Independencia. Como de costumbre, en su modesta casa
de estilo colonial y techo de teja, baja, con una ventana
a cada lado de la puerta, reunióse el Congrego ese día, el
9 de julio, y un voto general apoyó la proposición. El
presidente del Congreso, don Narciso Laprida, diputado por
San Juan, formuló el proyecto con estas palabras: «¿Quie-
re el Congreso que las Provincias Unidas del Río de la
Plata formen una sola nación libre e independiente de los
reyes de España?» Todos los diputados a la vez, ponién-
dose espontáneamente de pie — « llenos de santo amor por
la justicia», según refiere el acta—, contestaron por acla-
mación que sí. Y mientras el pueblo, que había concu-
rrido a la barra y llenaba los patios de la casa, atronaba
con sus vítores y aplausos, el presidente tomó uno por uno
los votos de los diputados por la Independencia del país.
Extendióse en seguida el acta, en la que, « invocando al
Eterno, que preside el Universo, en nombre y por auto-
ridad de los pueblos que representaba», el Congreso de-
claró: «Que era voluntad unánime de las Provincias Uni-
das de Sud América romper los violentos vínculos que las
ligaban a los reyes de España, recuperar sus derechos,
investirse del alto carácter de nación libre e independiente,
quedando de hecho y de derecho con amplio y pleno po-
der para darse las formas que exigiere la justicia ».
El 21 de julio se juró solemnemente la Independencia
en la sala de sesiones del Congreso con asistencia de
todas las autoridades civiles y militares de Tucumán, pro-
testando todos ante Dios y la Patria, « promover y defen-
der la libertad de las Provincias Unidas, y su independen-
LA ÉPOCA DE La INDEPENDENCIA IH
cía del rey de España, sus sucesores y metrópoli, y de
toda otra dominación extranjera», y se prometió sostener
este juramento, « hasta con la vida, haberes y fama ».
AI mismo tiempo que se fijaba la fórmula del jura-
mento de la Independencia, pidió el diputado Qazcón que
se fijara la bandera nacional, indicando que ésta debía ser
la azul y blanca, inventada por Belgrano, que entonces
se usaba, aunque no estaba autorizada por ninguna ley.
En consecuencia de esto, el Congreso, en sesión de 25 de
julio, decretó: «Será peculiar distintivo de las Provincias
Unidas la bandera celeste y blanca de que se ha usado
hasta el presente, y se usará en los ejércitos, buques y
fortalezas ».
Según Vicente Fjdel López y Bartolomé MitBB.
Si. La Independencia.
(1816).
La tierra estaba yerma, opaco el cielo,
la derrota doquier. Nuestros campeones,
que en la tremenda lid fueron leones,
ven ya frustrado su arrogante celo.
América contempla en torvo duelo
la bandera de Mayo hecha jirones.
El enemigo avanza: sus legiones
cantan victoria estremeciendo el suelo.
Pero la Patria, irguiéndose entre ruinas:
« ¡ Atrás ! » prorrumpe, libre se proclama,
rompe el vil yugo con potente brazo;
y triunfantes las armas argentinas,
llevan la libertad, su honor, su fama,
desde el soberbio Plata al Chimborazo.
Cahlos Guido t Spaho.
ItS LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
§2. £1 paso de los Andes.
(Fragmento del canto a San Martin).
jYa están sobre las crestas de granito
fundidas por el rayo !
¡Ya tienen frente a frente el infinito:
arriba, el cielo de esplendor cubierto ;
abajo, en las salvajes hondonadas,
la soledad severa del desierto;
y en el negro tapiz de la llanura,
como escudos de plata abandonados,
los lagos y los ríos que festonan
de la patria la regia vestidura!
¡Ya están sobre la cumbre!
I Ya relincha el caballo de pelea,
y flota al viento el pabellón altivo,
hinchado por el soplo de una idea!
¡Oh! ¡qué hermosa, qué espléndida, qué grande
es la patria, mirada
desde el soberbio pedestal del Ande!
¡El desierto sin límites doquiera,
océanos de verdura en lontananza,
mares de ondas azules a lo lejos,
las florestas del trópico distantes,
y las cumbres heladas
de la adusta, argentina cordillera,
como ejército inmóvil de gigantes!
¿En qué piensa el coloso de la historia
de pie sobre el coloso de la tierra?
Piensa en Dios, en la Patria y en la Gloria,
en pueblos libres y en cadenas rotas;
y con la fe del que a la lucha lleva
la palabra infalible del destino,
jse lanzó por las ásperas gargantas
y le siguió rugiendo el torbellino!
Oi.i.tiAu:o V Anrraob.
LA ÉPOCA DE LA INDEPEíNDENCIA 113
53. El paso de los Andes y CKacabuco.
I. EL PASO DE LOS ANDES
Pronto puso San Martín, gobernador de la provincia
de Cuyo, al ejército en estado de comenzar una campaña
que ya no podía envolverse en el misterio. En la necesi-
dad de preparar el campo para las operaciones, bien me-
ditadas de antemano, fomentó sublevaciones de patricias
al otro lado de la Cordillera, que distrajeron la atención
de las autoridades españolas, al mismo tiempo que por
medio de parlamentos con los indios del Sur de Chile,
persuadió a las mismas autoridades a que, en caso de
invadir, tomaría una ruta que estaba muy lejos de su ver-
dadera intención. El campamento de Mendoza tomó la
actitud que debía tomar en realidad muy pronto enfrente
del enemigo. Desde la primera luz ya estaba San Martín
en él; un tiro de cañón anunciaba la formación de todos
ios cuerpos, y las maniobras militares duraban todo el
día, prolongándose a veces a la claridad de la luna.
Pero el ejército no podía aventurarse en los desfila-
deros sin un reconocimiento formal practicado de ante-
mano. San Martín qué, ayudado del espíritu de la revolu-
ción, había sabido convertir en director de sus parques
a un fraile franciscano, halló a un hábil ingeniero de cam-
paña entre los jóvenes capitanes de su artillería. Alvarez
Condarco fué encargado del reconocimiento facultativo del
camino de la Cordillera, disfrazado con el carácter de
parlamentario, portador de una nota dirigida al presiden-
te de Chile, contraída a noticiarle la declaración de la inde-
pendencia argentina proclamada por el Congreso de Tucu-
mán. Puede calcularse la impresión que causaría a Marcó
del Pont esta embajada, verdadero desafío a su poder
puesto en ridículo, mucho más cuando forzosamente tenía
■que disimular su enojo por temor de empeorar la suerte
dé sus compatriotas prisioneros en el territorio de Cuyo.
Mientras se practicaba por aquel medio ingenioso el
114 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
reconocimiento del tránsito, dividió San Martín el ejército
en tres cuerpos principales, de los cuales él tomó el
mando de la reserva, confiando al mayor general don Mi-
guel Estanislao Soler la vanguardia, y el centro al general
O'Higgins. Zapiola, Cra'mer, Las Heras, Alvarado, Plaza
y algún otro eran los principales entre los valientes jefes
que le acompañaban. La infantería montaba al número de
3.000 hombres; ia caballería regular, a 600 granaderos; a
la artillería, compuesta de diez cañones de a seis, de dos
obuses y de cuatro piezas de montaña, la servían 300
hombres. 1.200 milicianos montados y algunos hombres
destinados a conducir los víveres y forrajes y a despejar
el terreno, aumentaban el número de estas fuerzas hasta
componer un ejército de 5.000 y tantos soldados de las
tres armas.
Los Andes argentinos se levantaban delante de esta
expedición que llevaba la libertad a la falda que miraba al
océano Pacífico. Cumbres más elevadas que el Chimbo-
razo, nieves perpetuas que se mantienen a la altura de
cuatro mil metros, montañas de granito que se suceden
unas a otras desnudas de toda vegetación, constituyen la
naturaleza de esa cordillera, en cuyos valles angostos, don-
de serpentean los torrentes, no encuentra el viajero más
que peligros. Estos valles, algunos de los cuales se pro-
longan con el nombre de quebradas de un lado al otro,
facilitan la comunicación entre nuestra República y la de
Chile. El ejército se internó por dos de estas quebradas,
la de los Patos y la de Uspallata, que corren próximamente
paralelas entre sí. En el término de diez y ocho días, y
después de caminar al borde de los abismos más de ochenta
leguas, principiaron aquellos bravos a descender las pri-
meras pendientes occidentales, el 4 de febrero de 1817,
reunidas las vanguardias de las dos divisiones invasoras,
comenzando a guerrillear al enemigo. Dos brillantes jóvenes-
de Buenos Aires, célebres más tarde en la gran guerra de
la Independencia, Necochea y Lavalle, tuvieron la princi-
LA ÉPOCA DE LA INDEPENDENCIA 115
pal parte en estos encuentros. Los españoles, después de
varios movimientos en diversas direcciones, que demostra-
ban la sorpresa y el terror que les infundía el denuedo
de los independientes, concentraron sus fuerzas al mando
del general Maroto al pie de la cuesta de Chacabuco. Allí
los fué a buscar San Martín, el día 12 de febrero.
II. CHACABUCO
El ejército se previno desde la noche anterior, arro-
jando sus equipajes y municiona'ndose cada soldado con
setenta cartuchos. A las dos de la madrugada del 12 co-
menzaron a moverse los patriotas, divididos en dos cuer-
pos, el uno a las órdenes de Soler y el otro a las de
O'Higgins. San Martín los seguía de cerca y rodeado de su
estado mayor; a media legua de la cuesta, donde se hallaba
el enemigo, las divisiones comenzaron a operar, la una a
la derecha y la otra a la izquierda. La acción se trabó
poco después, y las cargas a la bayoneta, dirigidas por el
general O'Higgins, el empuje de los granaderos a caballo
mandados por Zapiola y el concurso oportuno de Neco-
chea pusieron en completo desorden al enemigo y lo obli-
garon a huir, dejando dueño del campo al general San
Martín. La pérdida del enemigo se computó en 500 hom-
bres muertos y 600 prisioneros. Poco después del medio-
día estaban en poder de los vencedores todo el parque de
los realistas, sus cañones, armamento y el estandarte del
batallón de Chiloé. Más tarde y a consecuencia de esta
victoria se tomaron seis banderas más, tres de las cuales
se conservan en la catedral de Buenos Aires.
El vencedor en Chacabuco quedó inscripto, desde el
memorable 12 de febrero, en el número de los grandes
capitanes del mundo. Su paciente habilidad, su arrojo cal-
culado con madurez, su admirable travesía de las más ás-
peras y elevadas montañas de la tierra, le colocaron natural-
mente al lado de Aníbal y Bonaparte. El pueblo de Buenos
Aires recibió la plausible noticia catorce días después. A
116 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
las tres de la tarde del 26 de febrero, el Director, rodeada
de un lucido cortejo de empleados civiles y militares,
tomaba en sus manos la bandera rendida en Chacabuco,
que colocada en lo alto de las casas consistoriales, sirvió
de trofeo a las banderas nacionales de los batallones de
patricios. El pueblo se agolpó a presenciar aquel espec-
táculo, y sus alegres aclamaciones se mezclaron a las sal-
vas de la artillería y al repiquetear de las campanas de
los templos. Al describir el júbilo que embargaba a nuestra
población, la prensa de aquellos días exclamaba con entu-
siasmo: «¡Gloria inmortal a cuantos han tenido la dicha
de merecer el elogio sublime del regocijo público de sus
compatriotas ! ».
El gobierno del Directorio manifestó su agradecimiento
al vencedor con algunas honras, entre las cuales son de
mencionarse una pensión vitalicia de 600 pesos a favor
de su hija, y el uso, para el general, de un escudo con
las siguientes inscripciones: La patria en Chacabuco. Al
vencedor de los Andes y Libertador de Chile.
Juan María Gutiérrez.
54. A la victoria de Ckacabuco.
(Fragmento).
1. La lid está trabada
en Chacabuco; del guerrero infante
se ve la línea en fuegos inflamada;
su acero fulminante
en la diestra revuelve ya el jinete,
y en el veloz caballo ya arremete.
2. La intrépida carrera
del relinchante bruto, el corvo alfanje,
rompen al enemigo, que lo espera
en cerrada falange;
al duro choque retemblaba el suelo
cual si brotara nuevo Mongibelo.
LA ÉPOCA DE LA INDEPENDENCIA tíü
3. La muerte, conducida
sobre el rodante carro, hiere, mata
en ambas huestes; la infeh'ce vida
del cuerpo la desata,
los muertos huella, corre sin fatiga:
la cuadriga fatal la guerra instiga.
4. Frente a sus escuadrones
San Martín ya decide la victoria,
clama, atrepella, rinde las legiones:
cubierto va de gloria
cual otro Aquiles fuerte, invulnerable,
a las troyanas gentes espantable.
5. Dos rayos de Mavorte,
de la Patria constantes defensores.
Soler, O'Higgins, cada uno en su cohorte
gobierna los furores;
de los fieros titanes de este día
triunfara en Chacabuco su osadía.
6. ¡Oh Patria!, tus guerreros
los montes y los llanos ocuparon,
y el pendón de Castilla de ellos, fieros,
al suelo derribaron ;
salve, Patria, mil veces: altaneras
flotan en todo Chile tus banderas.
7. Vírgenes adorables,
ninfas del argentino, sacro río,
cantad también los hechos memorables,
mientras el llanto mío
tributo al campeón, que en la victoria
muriendo por la Patria nos da gloria.
(Abreviado; Esteban de Luga t PatrAh.
118 UA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
55. En la victoria de MaipOv
1. ¡ Oh, si mi poderío
la esfera de mis votos igualase
para cantar el belicoso brío
de la legión maipuana
que hundió en el polvo la soberbia hispana
2. ¡Oh Patria!, tú serías
de mis loores el sublime objeto:
tu pasmosa constancia en tantos días
de apremio y de fatiga
con que incansable el español te hostiga.
3. Solitaria en la lucha
cual si no hubiera pueblos generosos,
nadie en el mundo tu clamor escucha:
todos te dejan sola
en brazos de la cólera española.
4. Audaz sobre la arena,
vertiendo sangre y en sudor bañada,
con la mano de trueno y rayos llena»
luchas con tus rivales,
y venciendo enriqueces tus anales.
5. Mas tu riesgo no cesa,
que, en sus pérdidas mismas recobrado,
el tirano otra vez la lid empieza,
y te arrastra atrevido
como si vencedor hubiera sido.
6. Tus fuerzas desfallecen:
I tanta sangre preciosa has derramado!
¡Ahí tus conflictos a la par acrecen
mil monstruos parricidas
que renuevan atroces tus heridas.
\
LA ÉPOCA DE LA INDEPENDENCIA 119
*" 7. Mas San Martín, ese hijo
que en sus favores te ha donado el cielo
para colmo de gloria y regocijo,
se arroja a la palestra
y arma en tu auxilio la robusta diestra.
8. A la hidra que vomita
por millares de bocas cruda muerte,
el hercúleo campeón se precipita,
su gran maza levanta
y la tiende mortal bajo su planta.
9. Así fué la jornada
de las célebres márgenes del Maipo,
en donde fuiste, ¡oh Patria!, coronada
de lauro inmarcesible
por San Martín y su legión terrible.
10. ¡Gloria a tantos varones
que a los más grandes en la guerra igualan,
y los vencen en muchas proporciones!
En igual circunstancia
no hubo mayor destreza, ardor, constancia.
(Abreviado.) Vicente López y Planes.
56. Paralelo entre Belérano y San Martín.
Existían muchos puntos de contacto entre San Martín
a Belgrano, que eran dos naturalezas superiores destina-
das a entenderse, aun por las mismas cualidades opuestas
que daban a cada uno de ellos su fisonomía propia y
original. San Martín era un genio dominador, y Belgrano un
hombre de abnegación. Obedecía el uno a los instintos de
una organización poderosa, y el otro a los sentimientos de
un corazón sensible y elevado. Empero, ambos, al aspirar
al mando . o al profesar el sacrificio, subordinaban sus
acciones a un principio superior, teniendo en vista el triun-
120 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
fo de una idea y sobreponiéndose a esas ambiciones bas-
tardas que sólo pueden perdonarse a la vulgaridad. Bel-
grano tenía un candor natural, que le hacía confiar dema-
siado en la bondad de los hombres; San Martín, por el
contrario, sin despreciar la humanidad, tenía ese grado de
pesimismo que es tan necesario para gobernar a los hom-
bres. Esto no impedía que San Martín admirara la gene-
rosa elevación de carácter de Belgrano ; y éste, su tacto
seguro y su penetración para juzgar a los hombres, utili-
zando en ellos hasta sus malas tendencias y aun sus
vicios.
Ajenos los dos a los partidos secundarios de la revo-
lución sin ser indiferentes a la política interna, nunca par-
ticiparon de sus odios, ni se subordinaron a sus tenden-
cias egoístas, manteniéndose siempre a una gran altura
respecto de las cosas y los hombres que no concurriesen
inmediatamente al triunfo de la revolución americana. Esta
identidad de ideas sobre punto tan capital, los hacía na-
turalmente apasionarse por los grandes resultados que
buscaban, y procurar que sus subordinados, poseídos del
mismo espíritu, se mantuvieran ajenos a las divisiones in-
ternas, para concentrar todos sus esfuerzos y toda su
energía contra sus enemigos externos. Eran dos atletas
que necesitaban una vasta arena para combatir, y el cam-
po de la política interna les venía estrecho a sus combi-
naciones; así es que los ejércitos de San Martín y Bel-
grano tuvieron la pasión de la independencia y de la
libertad, y sólo fueron presa de las facciones el día que
ellos faltaron a su cabeza.
Los dos poseían ese espíritu de orden y de discipli-
na, peculiar a los genios sistemáticos, que ven en los
hombres instrumentos inteligentes para hacer triunfar prin-
cipios y no intereses personales. El sistema de Belgrano
era austero, minucioso, casi monástico, y trababa basta
cierto punto el libre vuelo de las almas, « exigiendo, según
expresión de uno de sus oficiales, una abnegación, un
LA ÉPOCA DE LA INDEPBNUENCIA 121
desinterés y un patriotismo tan sublime como los suyos».
El de San Martín, por el contrario, aunque no menos seve-
ro, tendía a resultados generales, y, obrando sobre la masa
con todo el poder de una voluntad superior, dejaba ma-
yor libertad a los movimientos espontáneos del individuo.
San Martín había nacido para la guerra, con un tem-
peramento varonil, una voluntad inflexible y una perseve-
rancia en sus propósitos que le aseguraban el dominio de
sí mismo, el de sus inferiores y el de sus enemigos. Bel-
grano, débil de cuerpo, blando y amable por tempera-
mento, y sin ese frío golpe de vista del hombre de gue-
rra, había empezado por triunfar de su propia debilidad
dominando su naturaleza, contrariando los sentimientos
tiernos de su corazón, y suplía por la constancia y la fuer-
za de voluntad las calidades militares que le faltaban. Am-
bos se admiraban: el uno por ese poder magnético que
ejercen las organizaciones poderosas, el otro por la sim-
patía irresistible que despierta el hombre que sobrepone
el espíritu a la materia.
Ardientes partidarios de la independencia, los dos es-
taban convencidos de la necesidad de generalizar la revo-
lución argentina por toda la América, a fin de asegurar
aquélla. Con gustos artísticos uno y otro, pues Belgrano
era músico y San Martín aficionado a la pintura, tenían
algo de ese idealismo que poseen los héroes en los pue-
blos libres. Graves, sencillos y naturales en sus maneras,
aunque en San Martín se notara más brusquedad y reser-
va y en Belgrano más mesura y sinceridad, había de co-
mún entre ellos, que despreciaban los medios teatrales; y
grande cada cual a su manera, se ayudaban y completa-
ban mutuamente sin hacerse competencia., En San Martín
había más genio, más de lo que constituye la verdadera
grandeza del hombre en las revoluciones; pero en cam-
bio, había en Belgrano más virtud nativa, más elevación
moral; y si éste era acreedor a la corona cívica, aquél era
digno de la palma del triunfador. Bartolomé mithu.
122 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
57. BucKardo.
(1817-1819)
La tierra circundó con su bravura;
ya la nave ha soltado su cordaje,
y se escucha su grito de abordaje,
y se ve sobre el puente su figura.
Aquel navio indómito perdura
rompiendo, soberano, el oleaje;
izada al tope lo encendió en coraje
nuestra bandera donde el sol fulgura.
Devorándose el mar vuela el corsario;
no resisten su empuje temerario,
desbandados, piratas y negreros;
Fantasma de los puertos. La Argentina,
con su nimbo de gloria se ilumina
después de los sangrientos entreveros.
ü. Torres Frías
VIH. LA ÉPOCA DE LA ORGANIZACIÓN NACIONAL
5%. Los 3.000 pesos de Dorreéo.
Era en el año nefasto de 1820, el año de agudísima
crisis, revolucionaria más bien que política. En la provincia
de Buenos Aires se cambiaba de gobierno con deplorable
frecuencia. Como el gobernador señor Ramos Mexía era
partidario del directorio, el general Soler, enemigo del sis-
tema, habíale depuesto, asumiendo el mando. Retiróse
luego el nuevo gobernador al campamento de Lujan, don-
de estableció su sede. Dejaba en Buenos Aires, como su
lugarteniente, en el cargo de comandante general de armas,
al coronel don Manuel Dorrego. Y, para concluir con los
LA ÉPOCA DE LA ORGANIZACIÓN NACIONAL 123
unitarios, puso a precio las cabezas de los principales
representantes del régimen directorial.
Entre ellos se contaba el doctor Tagle, cuya persona
se tasó en 3.000 pesos. Espíritu inquieto y combatiente,
habíase arriesgado a venir, de su voluntario ostracismo en
el Uruguay, a la misma ciudad de Buenos Aires. Ocultábase
en la casa de un amigo, el señor Marín. Su situación era
harto peligrosa, pues podía ser reconocido y denunciado
en cualquier momento, hasta por la servidumbre. Además,
agravábase esta situación por su personal y mortal enemistad
con el coronel Dorrego, a quien había insultado con la viru-
lencia de las pasiones políticas de aquel tiempo semibárbaro.
Como temía una sorpresa trágica y fatal para su hués-
ped, el señor Marín resolvió salvarle, dando un paso audaz y
decisivo. Conocía a Dorrego y confiaba en su caballerosidad.
Sin comunicar su proyecto al doctor Tagle, fué a ver al
comandante general, en el piso bajo del Cabildo, donde se
hallaba. Amigo también de Dorrego, díjole, medio en serio
y medio en broma: «Sé que estás en apurada situación
financiera, y vengo a ofrecerte la oportunidad de ganar
3.000 pesos». En efecto, el dinero escaseaba a causa de
las continuas revoluciones y violencias, y Dorrego contestó
agradecido por el ofrecimiento; no disponía en aquel ins-
tante de un peso, ni propio ni del Estado, para pagar a
las tropas. El señor Marín le anunció entonces que tenía
al doctor Tagle en su casa. Dorrego se limitó a responder:
« Muy bien. Esta noche iré a buscarle ».
Sin cambiar más razones, el señor Marín se retiró.
Aunque tenía plena confianza en la lealtad de Dorrego,
acerba duda se apoderó de su espíritu. ¿Y si el comandante
general, llevado al mismo tiempo por el antagonismo
político y por la necesidad de dinero, entregaba al general
Soler la cabeza del doctor Tagle? Los hombres más rectos
sufrían momentos de ofuscación, y, entonces, todos parecían
ofuscados por la sangrienta lucha política...
De vuelta en su casa, el señor Marín se sentó a
124 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
conversar y tomar mate con el doctor Tagle. Estaba distraído
y preocupado. Notándolo su huésped, le preguntó la causa
de sus cavilaciones. No pudo callar por más tiempo el señor
Marín, y le enteró de su diligencia. Pálido y tembloroso,
el doctor Tagle exclamó: «Estoy perdido». Quiso huir en
aquel instante ; pero, como era su proyecto harto impru-
dente, el señor Marín le retuvo en su casa. Librado a la
hidalguía de Dorrego, corría alguna probabilidad de salvar-
se; de otro modo su pérdida era segura.
No tuvieron tiempo para deliberar largamente, porque,
apenas anocheció, presentóse el coronel Dorrego en la casa
del señor Marín. « Aquí está el doctor Tagle », dijo, y entró,
seguido de un ordenanza. Más muerto que vivo, acudió el
doctor Tagle. Dorrego tomó un capote de manos de su
ordenanza, y le dijo : « Póngaselo ». El doctor Tagle se lo
puso. « Ahora, sígame ». El doctor Tagle le siguió. En la
puerta había dos caballos ensillados, el del coronel y el
del ordenanza. Montando en el suyo, Dorrego dijo al doctor
Tagle: «Monte a caballo y véngase conmigo». Y el doctor
Tagle montó en el caballo del ordenanza, convencido de
que le esperaban cuatro tiros.
A galope tendido cruzaron la ciudad, de Sur a Norte.
Cerrada ya la noche, llegaron al bajo de Palermo. En la
orilla del río los esperaba una embarcación a vela, apa-
rejada para partir. « Embarqúese y póngase a salvo en La
Colonia », ordenó Dorrego a su acompañante. Conmovido
por tanta grandeza de alma, el doctor Tagle le advirtió:
« Yo he sido y soy su enemigo, coronel. — En el campo
de batalla, contestó Dorrego, no hubiera vacilado en ma-
tarle; aquí, doctor, sólo un mal caballero podría aprove-
charse de haberle hallado huido e indefenso ». El doctor
Tagle insistió: «Pierde usted, coronel, 3.000 pesos que
necesita ». Y el coronel Dorrego, montando de nuevo a
caballo y despidiéndose, repuso con sencillez: «Todo el
oro del mundo no bastaría para comprar la lealtad de un
militar argentino ».
LA ÉPOCA DE LA OHOANIZ ACIÓN NACIONAL 125
59. Rivadavia y sus reiormas.
La principal gloria de Bernardino Rivadavia consiste en
haber colocado la moral en la región del Poder, como base
de su fuerza y de su permanencia, y en comprender que
la instrucción del pueblo es el elemento primordial de su
felicidad y engrandecimiento. Sobre estas columnas fundó
una administración que siempre podrá servir de modelo,
y cuyas creaciones, como astros luminosos, han lucido
hasta en las negras horas del gobierno bárbaro de Rosas,
que por tantos años mantuvo detenido el carro de nuestro
progreso.
Apenas ocupó el puesto de ministro en el gobierno de
don Martín Rodríguez (1821), erigió la Universidad de Bue-
nos Aires, con fuero y jurisdicción académica, como estaba
acordado por reales cédulas, desde el año de 1778. Fué éste
su primer paso en la tarea incesante de fundar estableci-
mientos de enseñanza alta y primaria, bajo un sistema
general, oportuno para desarrollar la instrucción pública
al abrigo de la tranquilidad y del nuevo orden que suce-
dió a la anarquía. Inmediatamente después fundó escuelas
gratuitas, según un sistema rápido y económico, no sólo
en los barrios de la ciudad de Buenos Aires, sino hasta
en los pueblos más apartados de la campaña, y confió
la inspección de todas ellas a un sacerdote recomendable
por su ilustración y conocido por su filantropía. El pre-
mio otorgado por Rivadavia al difundidor de la vacuna,
fué encargarle de dirigir el espíritu de aquellos mismos
niños cuya salud corporal había salvado. Pero su pensa-
miento original y más fecundo respecto de la filantropía,
fué el apoderarse del corazón de la mujer argentina para
el bien público y fundar la Sociedad de beneficencia.
La reforma emprendida por la administración de Ro-
dríguez e inspirada por Rivadavia, es tan vasta como ad-
mirable. Ella abrazó todos los órdenes y actividades, desde
Ja economía interior de las oficinas hasta los actos ejercidos
126 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
por el pueblo en razón de su soberanía ; desde las prác-
ticas forenses hasta los hábitos parlamentarios, y desde la
policía del cuartel del soldado hasta la clasificación de las
recompensas a que eran acreedores los jefes del ejército.
Como esta reforma tuviese la intención inflexible de des-
arraigar abusos e introducir economías en la aplicación de
las rentas, no pudo ponerse en práctica sin herir intereses,
personas y corporaciones, que se sublevaron contra sus
tendencias. Por fortuna, los legisladores de entonces te-
nían en el Poder Ejecutivo un brazo fuerte para hacer
obedecer la ley, y una voluntad que no se arredraba en
presencia de las dificultades.
La ley de reforma eclesiástica, dictada en 21 de di-
ciembre de 1822, fué un pretexto para que los malavenidos
con las innovaciones, los aspirantes y los perturbadores
de oficio formasen una coalición en nombre de las creen-
cias de nuestros mayores, haciendo entender al pueblo
que se atacaban sus dogmas y el lustre de su culto. Los
principios religiosos del primer ministro fueron puestos en
duda, y la calumnia declaró ateo a quien había contri-
buido para que el seminario conciliar, mal organizado y
pobre en rentas, fuese levantado a ¡a categoría de cole-
gio nacional de estudios eclesiásticos, al que se había
empeñado en dignificar el sacerdocio, para que fuese ca-
paz de desempeñar la alta misión que el gobierno se
disponía a confiarle. Rivadavia quiso dar al clero de Bue-
nos Aires, en aquella época, la prerrogativa de participar
libremente en la educación y en la civilización del pueblo.
Estas intenciones fueron manifestadas con palabras termi-
nantes y con hechos notorios.
La atención de Rivadavia no estuvo enteramente en-
cerrada en los límites del gobierno de que era miembro.
Al crear instituciones útiles y al mejorar las formas repre-
sentativas de Buenos Aires, el futuro presidente creía hacer
una obra que pudiera servir de modelo y aplicación para
las demás provincias de la República Argentina, que, de
LA ÉPOCA DF, LA ORGANIZACIÓN NACIONAL 127
mancomún y debidamente representadas, habían procla-
mado su independencia como un solo cuerpo de nación.
Los vínculos de la unión general se hallaban desatados
en 1821. A la representación nacional del Congreso de
Tucumán, dispersa por la anarquía, había sucedido la
tentativa de una nueva representación, cuyos miembros,
reunidos en Córdoba, tuvieron más de una vez que de-
fenderse contra las acusaciones de conspiración que les
hacían sus propios comitentes. Esta tentativa de coní^reso
quedó sin efecto. La reunión de otro nuevo era completa-
mente imposible en aquellos momentos. Rivadavia tuvo
que aceptar el papel de ministro de un gobierno provin-
cia!, a pesar de sentirse con la fuerza y la voluntad so-
bradas para encargarse de los destinos nacionales.
La idea de la organización del territorio, que tanta
capacidad y tantas virtudes había mostrado en común
durante la lucha de la Independencia, no podía apartarse
ni por un momento del pensamiento del hombre que
había sido vocal de las primeras juntas, representante del
gobierno del directorio ante las cortes europeas y actor
principal en el movimiento revolucionario a que el país
entero había contribuido con su sangre y tesoros. El res-
tablecimiento de la unión de los pueblos argentinos, tan
deseado por Rivadavia, se preparó por él con habilidad y
discreción. «Esa unión, decía, es necesario que se obre
por el convencimiento de que sus ventajas son superio-
res, respecto de cada una de las partes concurrentes, a
cualquier perjuicio real o de mera opinión que a alguna de
ellas pueda ocurrir ». Las ventajas fueron exph'cadas por
una comisión que a tal objeto recorría los pueblos. Pero
antes se había tenido la previsión de hacerlas tocar con
hechos prácticos. Seis jóvenes de cada uno de los territo^
ríos que estaban entonces bajo gobiernos independientes,
fueron mantenidos y educados en los colegios de Buenos
Aires, estableciéndose así vínculos fraternales entre aquella
juventud que alguna vez había de tener influencia en sus
128 LA TRADICIÓN Y LA HISTORLA
respectivas provincias. La ley de 27 de febrero de 1824
facultando al Poder Ejecutivo para reunir la representación
nacional, fué seguida de varias medidas que facilitaron el
ejercicio de sus funciones al Congreso de 1826 y al presi-
dente que nació de su seno. Las relaciones y el crédito
adquiridos por el gobierno provincial permitieron a éste la
formación de compañía europeas, con fuertes capitales,
para la explotación de las minas de metales preciosos, para
facilitar el comercio interior, la navegación en buques de
vapor y para establecer un Banco nacional que sustentase
esas mismas empresas proveyendo a las provincias del
numerario que necesitaban para animar sus respectivas
industrias.
El 8 de febrero de 1826, en el salón p incipal de la
vieja fortaleza de Buenos Aires, ante un crecido número
de ciudadanos y en presencia de los jefes del ejército y de
los departamentos todos de la lista civil, se celebró un
acto trascendental para la suerte del país. El gobernador
de la provincia de Buenos Aires proclamó a don Bernar-
dino Rivadavia presidente de las Provincias Unidas del Río
de la Plata. El Congreso, haciendo justicia a los méritos
contraídos por este ciudadano, le había escogido para co-
locarle en aquel puesto, tan elevado como espinoso. El
presidente, al tomar las insignias del mando, y el general
Las Heras, al entregárselas, pronunciaron palabras que
honran a uno y a otro. Los méritos de la administración
que se retiraba fueron reconocidos y apla^vdidos por el
presidente, el cual, a su vez, fué alentado con la perspec-
tiva de una marcha gloriosa.
Tan nobles deseos fueron completamente frustrados. El
gobierno de la presidencia halló un terreno conmovido que
no le dejó asentarse. La guerra extranjera y las divi-
siones intestinas no permitieron la duración de dos años
siquiera a un orden de cosas que de atrás se había pre-
parado. Tropezando entonces con obstáculos insalvables,
después de dejar una sólida obra de organización social
LA ÉPOCA DE LA ORGANIZACIÓN NACIONAL 129
y política para lo futuro, Rivadavia renunció la presidencia
y se retiró a la vida privada. Así terminó su vida pública.
Se eclipsó cuando culminaba en el meridiano. A su luz
sucedió la obscuridad; a su tolerancia, la persecución; a
su justicia, la perversión creciente de todas las formas que
escudan los derechos individuales.
Bernardino Rivadavia es, sin duda, un argentino digno
de preferente lugar en el panteón de nuestros grandes hom-
bres. Su razón fué elevada; su carácter, recto y firme; su
voluntad, constante; sus intenciones, intachables. Nadie ha
hecho más que él en favor de la civilización y de la le-
galidad en estos países. Nadie ha amado con más des-
interés y más sin lisonjas al pueblo. Nadie ha respetado
más que él la dignidad de los compatriotas. Tuvo la con-
ciencia de nuestras necesidades y se desveló por satisfa-
cerlas. Recompensó y alentó los servicios y las virtudes;
protegió las artes, y confió más en el poder de la razón
que en el de la fuerza. Su mérito es tan positivo como
su gloria será eterna.
Según Juan María Gutiérrez.
60. Aleéoría de la victoria de Ituzainéó.
(Fragmento del canto a la victoria de Ituzuiíigó)
De lo más elevado
de los aires desciende de repente
un trono refulgente
de azul y oro y resplandor cercado.
Armoniosos cantares
mil coros celestiales repetían,
y las sombras de Brandsen y Besares
el pedestal del trono sostenían.
Belgrano estaba en él: su frente orlaba
el laurel de la gloria,
y en su mano brillaba
la espada que nos daba la victoria
cuando Belgrano fué. « Basta de sangre.
130 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
el héroe prorrumpió, que este es el día
en que, en otro febrero,
rendir vio Salta el pabellón ibero\
y cubrirse de honor la patria mía.
Este estrago terrible, este escarmiento
es sacrificio a mi memoria digno,
y digno de la patria el vencimiento.
¡Argentinos triunfad!» Dijo, y benigno
a la sien de Alvear en el momento
hizo el lauro bajar que le adornaba,
y la visión despareció en el viento.
Juan Cruz Várela.
I.
61. Perder a la patria, salvándola...
Al frente de sus tropas aguerridas y disciplinadas^
en 1831, atravesaba La Madrid la provincia de San Juan,
iba a atacar en su cubil a Quiroga, el tirano de La Rioja,
el Tigre de los Llanos. Habíase hecho alto para cenar. La
Madrid estaba sentado ante un fogón, donde se asaba
apetitoso costillar de vaca. Seguro de la próxima victoria,
tañía la guitarra y cantaba. Llególe en esto un chasqui con
un oficio. El general Alvarado, su jefe, le ordenaba que
volviese inmediatamente a Tucumán. No pudiendo conte-
ner su contrariedad. La Madrid exclamó: «¡Hubiera que-
rido que partiese un rayo al mensajero antes de recibir
yo semejante mensaje ! ¡ Si se nos permitiera proseguir
nuestra marcha, salvamos a la patria!» Y dio la orden
del regreso.
Un oficial de su confianza le insinuó si no convendría
más obtener primero la victoria, para volver después . . .
« Eso no es posible, repuso La Madrid, pues perderíamos
a la patria ». Perplejo, el oficial manifestó que no se le
alcanzaba cómo se podía perder a la patria, salvándola...
1. Alúdese a una feliz coincidencia de fechas. Belfírano venció a los espa-
ñoles en Siilta el 21) de febrero de 1.S13, y la victoria de Ituzaingó, contra los
brasileños, tuvo lugar el mismo día de febreio de 1827.
LA ÉPOCA DE LA ORGANIZACIÓN NACIONAL 131
«¿No es el ejército la salvación de la patria?, preguntóle
La Madrid. — Sin duda. — ¿No constituye la disciplina la
fuerza del ejército? — Así lo creen. — Aunque venciéramos,
desobedeciendo las órdenes superiores, ¿no romperíamos
la disciplina? — Es cierto. — Luego, nuestra victoria, sal-
vando por el momento a la patria, la perdería, pues per-
dería el ejército, que es la salvación de la patria. ¿Com-
prende usted ahora cómo se puede perder a la patria,
salvándola?.. .»
62. El éeneral Paz y el caudillaje.
Cada generación ostenta un héroe que condensa toda
su gloria y su savia. El general José María Paz es el
punto culminante de la epopeya libertadora, de la línea de
cumbres que señalan el paso de la libertad a través de la
barbarie, porque lleva consigo el genio de la guerra culta,
de la estrategia científica, en medio del caos, en que hasta
los soldados de la civilización absorben algo de ese ím-
petu desordenado de las turbas que combatían. Es « el
hijo legítimo de la ciudad », y representa la tendencia pro-
gresista de su pueblo, como Facundo Quiroga, el hijo de
la llanura, representa la tendencia retrógrada.
Nacido en la ciudad de Córdoba, en medio de una
atmósfera de ciencia, su espíritu bebe sus influencias con
el primer hálito que aspiran sus pulmones. Su juventud se
desarrolla a la sombra de los capitanes de Mayo, y su
carácter se funde en el molde de los grandes sucesos; ya
en la Cindadela, su silueta se destaca como la de un genio
al pie del cañón. Se ha coronado con los laureles que
Belgrano y San Martín arrancaron de sus victorias; y cuan-
do el soplo envenenado de la discordia comienza a agitar
el seno de su patria, agostando los árboles jóvenes de la
nueva raza, y rechazando las corrientes regeneradoras del
espíritu público, se le ve vagar como el pájaro sin nido, por
los países vecinos, dejando, no obstante, en cada uno, la huella
del genio que hierve en su ser. En Ituzaingó se renueva la
132 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
epopeya de Mayo, y allí aparece al lado de su cañón fan-
tástico, sembrando la destrucción y la victoria.
Cuando los caudillos bárbaros reemplazan en nuestra
sociabilidad a los héroes del pensamiento y de la espada,
Paz reaparece de nuevo, y, libertando a Córdoba de la
cuchilla y de la lanza rústicas, se pone enfrente del ven-
daval del desierto a resistir sus ímpetus infernales. Su
influencia renueva el fondo de esa sociedad enervada por
el despotismo; y aquellos jóvenes, criados sobre los libros,
lejos de las fatigas de los campamentos, se incorporan
animados de un fuego secreto que los lleva al sacrificio,
a morir en masa como las espigas que siega la guadaña.
La religión, pervertida por sus apóstoles, que inclinan
la cerviz y ungen con la gracia divina a los bárbaros que
se apellidan sus defensores, « azotes de Dios » sobre nues-
tra tierra, despierta de su abyección cuando un talento
superior le muestra la profundidad de su caída y la esplén-
dida regeneración. La religión pone entonces su poder
formidable al servicio de la obra libertadora.
No hubo en pueblo alguno revolución más completa
llevada a cabo por la inspiración de un solo hombre.
Paz borra de un solo golpe de luz las sombras que la
resistencia a la Revolución había vertido sobre Córdoba.
Infiltra, por modo y arte admirables, en sus tropas y en sus
jefes, la austera virtud cívica; modera su valor temerario y
tumultuoso con la ley de una sabia disciplina, y funda, en
fin, el ejército inconmovible que ha de burlar las irrupcio-
nes tempestuosas de la horda de a caballo y de lanza.
Se diría que su personalidad no ofrece asunto a la
fantasía, porque sus hechos son del dominio de la ciencia;
pero hay en sus combates una secreta grandeza que sub-
yuga las facultades. Esa inmovilidad del artillero donde
van a romperse las corrientes impetuosas del enemigo,
como ante una montaña de la que brotan lluvias de fue-
go, y esas marchas ordenadas y metódicas, ejecutadas en
medio del estruendo y de! estrago que sacuden la tierra.
LA ÉPOCA DE LA ORGANIZACIÓN NACIONAL 13^
ejercen sobre el espíritu una terrible fascinación. No es
la leyenda que se alimenta de fantasías risueñas o melan-
cólicas la que perpetúa esos cuadros y esos caracteres;
es la epopeya, porque en ella caben las más vastas, las
más colosales concepciones de la inteligencia, las creaciones
más inmensurables del sentimiento humano.
Hay una poesía majestuosa, serena y olímpica en la
odisea de este hombre extraordinario a través de pueblos
extraños, persiguiendo la realización de su idea magna: la
destrucción de los caudillos. Una huella de prodigios señala
sus pasos. Montevideo le ve en la plenitud de su genio
militar, que asombra a Garibaldi, el héroe de la redención
italiana ; Corrientes, asilo predestinado del patriotismo ar-
gentino en aquel .tiempo, se arma a su voz; el Brasil le
ve pasar como un peregrino de un mundo desconocido,
con la frente nublada por un pensamiento. Su cerebro no
descansa; el gran problema llega a su solución. Forma
contra el bárbaro su artillería inconmovible y sus infanterías
impertérritas . . .
La Tablada y Oncativo son la muerte moral del cau-
dillaje ; y hubieran sido su destrucción absoluta si uno de
esos accidentes, que sólo el argentino comprende, no hu-
biesen dado el triunfo al bárbaro. El sabio que marcha
descuidado observando la naturaleza, queda aprisionado por
las lianas de la selva; el general calculador y matemático,
cae preso de un tiro de bolas del gaucho de la pampa.
La polvareda densa que levanta en el desierto la horda
tempestuosa, ha eclipsado el astro que guiaba la libertad a
su triunfo; pero su luz radiante asoma en lugar distinto
del horizonte, y hacia él convergen todas las miradas.
Los más grandes acontecimientos de nuestra historia
se ligan s su nombre, y su talento literario da a su
patria una ofrenda colosal : sus Memorias son, en el
laberinto de nuestras luchas agitadas, el hilo que ensaña
el camino recto. La tradición nacional tiene en el general
Paz una de sus glorias más puras. En su figura histórica
134 LA TRADICIÓN Y LA HlSTOrJA
resplandece el pensamiento y reverbera una aureola de
virtudes diáfanas. ¡ Quiera su sombra inspirar el ejemplo
de su vida a las generaciones del porvenir!
Según Joaquín V. González.
63. Al áeneral Lavalle.
1. ¡Mártir del pueblo!, víctima expiatoria
inmolada en el ara de una idea,
te has dormido en los brazos de la historia
con la inmortal diadema de la gloria
que del genio un relámpago clarea.
2. ¿Qué importa que sucumban los campeones
y caigan los aceros de sus manos,
si no muere la fe en los corazones,
y del pendón del libre los jirones
sirven para amarrar a los tiranos?
3. ¿Qué importa si esa sangre que gotea
en principio de vida se convierte,
y el humo funeral de la pelea
lleva sobre las alas una idea
que triunfa de la saña de la muerte?
4. ¿Qué importa que la tierra dolorida
solloce con las fuentes y las brisas,
si no ha de ser eterna su partida,
si un nuevo vigor, con nueva vida,
más grande ha de brotar de sus cenizas?
5. ¡Mártir! Al borde de la tumba helada
la gloria velará tu polvo inerte,
y al resplandor rojizo de tu espada
caerá de hinojos esa turba airada
que disputa sus presas a la muerte.
LA ÉFOCA lii: LA Olli iA MZACIÓN NACIONAL 135
Ó. Y cuando íiwa el horizonte obscuro,
del porvenir la llamarada inmensa,
y se desplome el carcomido muro
que tiembla como el álamo inseguro
ante las nubes que el dolor condensa,
7. entonces los proscriptos, los hermanos,
irán ante tu fosa reverentes,
a orar a Dios con suplicantes manos
para saber domar a los tiranos,
¡o morir como mueren los valientes!
¡Abreviado I Olegario V. Andradb.
64. La personalidad moral de Rosas.
Lo que se hace más visible en el carácter de Rosas,
apenas se lleva un poco a fondo el análisis, es aquel mís-
tico y extremado sentimiento de la superioridad de su per-
sona que jamás le abandonó. Es, en su estructura cerebral,
una a modo de osatura conjuntiva sustentadora de todos
los demás resortes que la defienden y le dan estabilidad,
como los huesos y las cavidades a los órganos principa-
les de la vida. Dondequiera que echéis la sonda, vais a
tocar ese fondo de desmedido orgullo,- que es el rasgo
matriz de su mentalidad. y de donde todo surge.
Tal sentimiento adquiere después en su conciencia
una persistencia extraordinaria, y, para que sea aún más
estable, hasta tiene una base física, porque su talla exce-
de de lo. general y es esbelta como ninguna. Nadie ha
sido mejor y más hermoso jinete; y el más indómito «ba-
gual » no resistió jamás la imposición de su fuerza o el
dominio de su destreza. Finalmente, cuando nadie era ca-
paz de gobernar al país entre la pléyade rumbosa de hom-
bres de letras y de Estado, que uno tras otro fracasaran,
él fué elegido por todos los gremios y las clases de la
atribulada metrópoli, hasta arrancarlo al amable calor de
los fosones.
136 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
Semejante noción, casi orgánica y congénita, diré así,
para expresar mejor la continuidad de su gravitación, se
agranda cuando el mismo pueblo endiosa su estirpe y di-
viniza en los altares, al lado de la suya, la imagen de su
esposa, por el solo hecho de serlo, reclamando para am-
bos los beneficios de un gobierno hereditario que perpe-
túe su sangre, su sistema y el recuerdo de su persona.
Embriagado por tan constante adulación de su amor pro-
pio,' que desde la infancia fomenta el cariño admirativo del
ambiente doméstico, llega al poder arraigada la convicción
de que ese es un destino suyo y que el mando es la
única función posible de su personalidad, creada con el
solo fin de agente providencial de protección. Estos per-
sonajes, inspirados por la Providencia y tan seriamente
convencidos de su mística misión política, son planta que
se encuentra con alguna frecuencia en el río de la Plata...
Calentado en tan propicio limo el grano del orgullo,
un poco morboso, que hizo de cada López Osornio (los
antepasados de Rosas por la línea materna) un mandón
con ribetes de megalómano, pronto se hinchó, y, como la
semilla próspera, rompió en una fecundación abundante de
ambiciones y místicos sueños de dominio. De manera que,
para él, el poder no viene a sus manos por obra de ca-
suales circunstancias o concesiones de la debilidad, sino
por la lógica natural de las cosas sobrehumanas. Es él
un órgano que ha sido creado por la función de la ne-
cesidad que desarrolla el ambiente, razón por la cual el
mando no lo toma con fines o ideas políticas .determina-
dos, sino es el de ejercerlo puramente, y el de ejercerlo
dentro de sus más providenciales ampliaciones. Tan colo-
sal sentimiento de su valer llega hasta hacerle pensar que
la Iglesia misma, dentro de la órbita donde ella ejerce,
debe reconocerle la supremacía que él se atribuye. Y, en
efecto, pronto se impone, no sólo a los jesuítas, tan re-
beldes a todo despotismo, sino también al resto del clero,
que se le somete incondicionalmente. Pretende que aqué-
LA ÉPOCA DE LA ORGANIZACIÓN NACIONAL 13-
líos se sujeten a la jurisdicción episcopal como el clero
secular, y que, independizándose de sus superiores euro-
peos, formen una especie de sociedad cismática, cuyos
superiores nombraría y de los cuales dispondría él a su
arbitrio. Aun va más lejos: piensa con respecto a sus de-
rechos sobre el gobierno como los anarquistas frente a la
propiedad y raciocina con la convencida exageración de
todos ellos... Tan firme es en él la conciencia de este
particular destino, que, después de Caseros, en medio de
las naturales tribulaciones y peligros, lo que primero sur-
ge en su mente es la renuncia. Su enorme orgullo pudo
más que el instinto de conservación, y las agitaciones mo-
rales no alteraron el sentimiento de la fórmula; se des-
prende solemnemente de lo que no quiere que le quiten,
dispone de lo suyo, y así lo hace constar, « renunciando »
al mismo tiempo que ratifica sus. derechos.
José María Ramos Mejía.
«
65. La presidencia de Urcjuiza.
I. ANTECEDENTES
El general Justo José de Urquiza, caudillo y gober-
nador de Entre Ríos, al frente de las fuerzas coaligadas
de su provincia, de Corrientes y de Santa Fe, y con ele-
mentos aliados del Uruguay y del Brasil derrotó completa-
mente al ejército de Rosas, en los campos de Monte Caseros,
el 3 de febrero de 1852. El dictador de Buenos Aires huyó
al extranjero, y sus secuaces y partidarios se dispersaron.
El vencedor quedaba dueño del campo de la lucha militar
y política; la ciudad de Buenos Aires se preparaba a reci-
birle con las palmas de la victoria. Al día siguiente de la
batalla, reservándose él ya la representación de la Repú-
blica, nombró gobernador interino de Buenos Aires a don
Vicente López y Planes, el venerado anciano autor del
Himno nacional, que había desempeñado durante la tiranía
el alto puesto de presidente del Supremo Tribunal de
118 LA TRAl>iCláS T LA HI5TORXA
Josdda. El goínanador inraino debía llamar a elecciones
para coostmifr ei gobierno de la provioda v organizaría.
Y. án re5ir::doaes de oii^áa gént- :ce no
bahía vr.-jciores ni \Teodd05>, ei ^- ^.- -im>-
úó la vje Lí d-e los emi^ados annaros y ar - i.
cnerido 5i:elc de ia patria.
Ei - - - :: 1
qoEBta -
sabfes- Para raaniener el orden público mandó tasiiar o
permitió qL r
a aigüTios ^--_ ____ :_- _. _; . . .
hacer consisr el triiinro de 5u cansa federal, más cenrra
c:er:os : - los annguos un iiarios por-
- i ---::« al piseoto ae Bcenoa Anes; se temía, cecordán-
: naeva. En tai sentido se ínierpreiaba el hecho dé
1 la refHíesentadóa nadonaL sus
rs de que esto f^ "^-'e por .:,^ ... _....;-- la
" política de la - :a y abrir ai comercio
exrríniero ia na\-e5cdóD de ios ríos, antes prohibida por
Rosas, coD ^aa periddo de las pro^i'
La posid^ de ías raerzas vec- Azs
ksats a Boeiios Aires, no era ya necesaria ni prcdente.
Cii~ rjeto, c
íoc: _ ^ -- qi^ SL_ . :_. , ._ _ .__ :. ._
Hvss províndas de Entre Ríos, Corrientes y Santa Fe, y a
sos países ios ; s aliados del L'nigísay y el Brasil.
5egdn arregló . gobernador intr- - -^-3 debían
enirar ziznialmente y pasar revista en - Buenos
Aires, como apofeosís de ia campaña. Fijado para esta fies-
ta eí ¿fía 19 de febrero, ía duda; : ztó y se :
roo de ramas y ¿e Cores las ¿: - jnde pí
q^dto- Toda la pobladón, rota una dictadora que había do-
i
.AsírV
t^jl^
LA ÉPOCA DE LA CHGASlZACia^í NAOOSAL.
139
raáo diez y siete años, acicíó fobílosa a ^aíndar a los ven-
cecores. Encabezábalos ei general ürqoíza^ coa sa brilla rrte
11" — : ': ~ ■lia rec2~ ' :e oro, pero e— ' zn
c.r coa - ; . de copa. Ar _ - ri
aire los ap-ansí»^ los vítor^, It» dannes de ios faatali'O-
ne- 7 /i. y las salvas de la c.7~ -.'' ~' - rr
¿e/-_ - /.-me dichoso: había j _:_ :_. _.
la que se temió mego, declinaba volunrariamenre el ir:: pe-
rio de la fuerza y se retiraba con sus iropas. ¡A rn rei-
JT2-': — - vez la libertad cooseguida 2. cosía de -^nios
5^ . y de tanta sanare !
PracEcadas las elecciones ea la [KxmDcia de Bcenos
Aires. : —- — --- :, .- - - - - -^
al qUc -::_._ rl
inicio an gobierno de reparacióo y de recoasmudóa social-
E citó a los ^ r5 ie
tc— - — :.- — \.- -s en San .\ _. :-e se
pactó un tratado interürovindaL el 31 de mayo de 1852.
En sus c la rennión de nn Congreso
r- :í, y ¿e le otorgaron ampiías íacnliades para ei
eiiT.. - : V V
las re . : :: . ^ : _ _.:3
-. — - - j ce San >5coíás fué ace? ^ - :r todos los
¿- res de las .50 eí de
B_-.. ,- ...res. que ccr.._:. . . .
Cuando se conodó el Acuerdo en Boenos Aires. r»ro-
cü;o¿e un vivo r" d de op:n"óa. Protestóse :_ _ -
tLOsa''":""? T~ . -- _ -- -^ zntes; 5~ : ^
y en qne e! _ ^-
dor López se ¥io oóügaao a preseat^r Xs. renuncia. Esta
tu : : ^ - la Cámara. : r
ir Pinto. En tar . :>
que la provüicia de Buenos .Aires se oponía resuelta-
mente a sn política, d general Urquíza dló un golpe de
r
140 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
Estado ; usando las amplias facultades que le había otor-
gado el Acuerdo de San Nicolás, asumió el mando de la
provincia e hizo cerrar la Legislatura. El gobernador pro-
visional quedó de hecho cesante. Los diputados más deci-
didos en la oposición al Acuerdo, recibieron orden de
abandonar el país. El general Urquiza nombró entonces un
Consejo de Estado, delegó el mando de la provincia en el
general Galán, y partió a presidir, en Santa Fe, la insta-
lación del Congreso constituyente. No bien abandonó a
Buenos Aires, estalló una revolución, el 11 de septiembre
de 1852, que depuso al gobierno delegado y restableció
la Legislatura, enemiga del Acuerdo de San Nicolás, antes
cerrada por el golpe de Estado del general Urquiza. Disuelto
el ejército que había triunfado en Caseros, en vísperas de
la reunión del Congreso federativo que debía dictar la
Constitución nacional, la provincia de Buenos Aires que-
dó separada de la Confederación Argentina, inicióse en-
tonces un período de tenaz labor administrativa y política
en ambos campos, el nacional y el provincial bonaerense,
cuyos resultados debían trae^, tarde o temprano, por la
paz o por la guerra, la unión de todos los pueblos argen-
tinos en una sola y única nación.
II. LA ADMINISTRACIOINÍ EN LA PRESIDENCIA
DE URQUIZA
El Congreso constituyente, en el que estaban represen-
tadas todas las provincias argentinas menos la de Buenos Ai-
res, se instaló en la ciudad del Paraná el 20 de noviembre
de 1852. Inmediatamente comenzó su ardua labor. Sobre la
base de un proyecto del eminente publicista Juan Bautista
Alberdi, se confeccionó, sanciono y firmó la Constitución
nacional el I.» de mayo del siguiente año. En la glorio-
sa fecha del 25 de mayo, el general Urquiza, desde su
campamento de San José de Flores, la promulgó con un
decreto histórico, mandando que se cumpliese en el vasto
territorio de la Confederación. Poco después ordenó que
LA. ÉPOCA Dlí. LA ORGANIZACIÓN NACIONAL 141
se realizasen en todas las provincias, en la forma establecida
por la Constitución, las elecciones de presidente y vicepresi-
dente. Con la cooperación de once provincias — exceptuadas
Buenos Aires, por estar de hecho separada, y Tucumán y
Santiago del Estero, que se hallaban cada una en guerra intes-
tina— , eligióse presidente al mismo genera! Urquiza, y vice-
presidente al doctor Salvador María del Carril. Declaróse
federalizada la ciudad del Paraná, y se estableció allí, el 5 de
mayo de 1854, la capital provisional del nuevo gobierno.
El presidente supo rodearse de hombres distinguidos
y de ilustrados asesores. A la sombra y protección de un
poder ejecutivo fuerte y benéfico, el Congreso nacional
procedió a dictar una serie de leyes, que completaban
la obra del presidente y de sus ministros. Hízose así
sentir en todos los ramos de la administración la influencia
civilizadora de la presidencia del general Urquiza. La propia
desconfianza suscitada en el pueblo de Buenos Aires debió
ser poderoso estímulo para la realización de un gran go-
bierno hi:ítór¡co. ¡Había que xencerla, so pena de desgarrar,
más honda y acaso irremediablemente, la sagrada naciona-
lidad argentina !
Ante todo, el gobierno se ocupó en la instrucción
pública. No pjdía serle indiferente al general Urquiza,
que, cuando fué gobernador de Entre Ríos y se le suponía
en Buenos Aires un caudillo bárbaro, fundó el Colegio
nacional de Concepción del Uruguay. El gobierno nacio-
nalizó la Universidad y el Colegio de Monserrat de Córdoba,
y los dotó de un buen material de enseñanza y hasta de
una imprenta. Como en el Colegio del Uruguay, la ense-
ñanza del Colegio de Monserrat debía ser gratis, la nación
costeaba hasta los alimentos y vestidos de los estudiantes.
Concediéronse cinco o seis becas para dicho colegio de
Monserrat a cada provincia. En las provincias se crearon,
además, cuatro nuevos colegios nacionales. Subvencionóse
generosamente a las provincias para la difusión de la
enseñanza primaria. Con premios oficiales se trataba tam-
142 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
bien de estimular la aplicación de la juventud. En un
decreto sobre premios se disponía lo siguiente : « Dense
las gracias al director y a los alumnos del Colegio nacio-
nal del Uruguay, en nombre de la Nación, por su brillante
desempeño ».
Como la República se hallaba en gran parte despo-
blada, el gobierno fomentó la inmigración y colonización.
El presidente mismo, obrando más como particular que
como gobernante, fundó en Entre Ríos la colonia de San
José. Comprendiéndose la necesidad de una sana y bien
informada legislación de las tierras públicas, ofreciéronse
premios en dinero por los mejores estudios sobre su cla-
sificación y régimen. Mandáronse efectuar trabajos de ex-
ploración a los territorios desconocidos del Chaco y a las
partes inexploradas de Tucumán, Salta y otras regiones,
por sabios extranjeros, como Amadeo Jacques y Augusto
Bouvard. No habiendo tiempo todavía para que se forma-
sen hombres de ciencia en la República, se los trajo de
donde se encontraron. Por un decreto se fundó, en la
ciudad de Paraná, un museo de historia natural. Poco
conocida era entonces en Europa la República, pues no
se habían hecho de sus vastos territorios estudios geo-
gráficos generales y sistemáticos. Para que los efectuara,
contratóse en 1855 al distinguido geógrafo Martín de
Moussy, quien dotó a la República con su primera geo-
grafía completa, que hasta ahora sirve de fuente de con-
sulta. En un país tan extenso como el argentino, faltaban
vías de comunicación y de transporte. Siendo necesario
construirlas, el gobierno, que proyectaba un ferrocarril
trasandino, mandó contratar un ingeniero en los Estados
Unidos de Norte América 'para que trazara los primeros
planos de construcción de ferrocarriles. Invirtiéronse sumas
considerables en los estudios del ferrocarril del Rosario
a Córdoba. Al mismo tiempo que el gobierno -se ocu-
paba en las vías terrestres de comunicación, procurá-
banse la navegación de los ríos Salado y Bermejo y el
LA ÉPOCA DE LA ORGANIZACIÓN NACIONAL 1 ÍIí
balizamiento del río Uruguay, -y se subvencionaban em-
presas de vapores y mensajerías- Organizóse la adminis-
tración de justicia, creándose la justicia federal, dispuesta
por la Constitución. Mandáronse imprimir a costa de la
nación las obras de Juan Bautista Alberdi ; y, enviado
este ciudadano a Europa en representación de la Con-
federación Argentina, se inició la organización de la repre-
sentación exterior. Dictóse una ley especial prohibiendo
a los miembros del Congreso aceptar empleos de! poder
ejecutivo. En 1859, producido un grave conflicto entre el
Paraguay y los Estados Unidos de Norte América, el pre-
sidente Urquiza interpuso sus oficios de mediador pacífico
para evitar una guerra que hubiera podido tener deplora-
bles consecuencias.
La progresista administración de la presidencia del
general Urquiza preparó, si no realizó definitivamente, la
organización nacional. Al terminar su período, en 185^,
quedó todo pronto para la completa reconstrucción de la
República Argentina. Después de varios históricos episo-
dios, reintegrada la provincia de Buenos Aires a la nación,
correspondió a la presidencia del general Bartolomé Mitre
(1862-18Ó8) esta nueva y no menos brillante gloria.
66. La democracia argentina.
Apenas estallada la guerra de la Independencia, en 1810,
el primer ejército del Norte realizó por las -provincias una
expedición emancipadora. Mandábalo el general Balcarce,
a quien acompañaba Castelli como representante de la
Junta de Buenos Aires. En todas partes, hombres y mu-
jeres, jóvenes y ancianos, ricos 'y pobres, recibían a los
libertadores con júbilo y aclamaciones. Llegado Castelli
a un rancho en la campaña, sorprendióse del juvenil
entusiasmo de una viejecita enjuta y encorvada. No pudo
menos de preguntarle: «¿Cuántos años tiene usted, seño-
ra?». Ella le respondió: «Parezco vieja; pero sólo cuento
144 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
unos meses. He nacido, señor, con el primer grito de la
Independencia, el 25 de mayo ».
Esta histórica anécdota de la independencia puede apli-
carse también, substancialmente, a la democracia argenti-
na. A pesar de que, según las leyes coloniales, la sociedad
estaba dividida en clases y aristocráticamente organizada,
las costumbres eran democráticas. La colonización espa-
ñola en Río de la Plata tuvo un carácter más sencillo que
en las demás regiones de la América del Sur. La aparente
pobreza de las pampas, donde no había minas ni fru-
tos tropicales y donde los indios eran bravos, no atrajo
hidalgos ni intrigantes. El pueblo creció obscura y tran-
quilamente, sin conocer la agitación de la riqueza. A
diferencia de lo que ocurrió en los demás pueblos hispano-
americanos, cuando estalló la Revolución, los realistas
no reclutaron un solo hombre en el territorio hoy argen-
tino ; no había en él partidarios de la monarquía ; todos,
acaso sin saberlo, amaban la igualdad y abominaban de
los privilegios y de las injusticias. Por esto, nunca pudie-
ron los ejércitos realistas pasar al Sur de Tucumán, y
jamás sufrieron los revolucionarios una derrota en territo-
rio propio. Aquí, hasta las piedras los defendían ; el pue-
blo todo combatía en guerrillaá y emboscadas. La guerra
de la Independencia, más que una revolución, fué, pues,
como una guerra internacional, una guerra de fronteras.
Mientras que en el resto de la América española, la lucha,
verdaderamente civil y fratricida, era sin cuartel — se que-
maban los archivos, se talaban los campos, sacrificábanse
los prisioneros — , siempre se respetaron las leyes de la
guerra en las provincias del río de la Plata. Esta diferen-
cia fundamental, esta felicísima excepción estriban en que,
al iniciarse las hostilidades, la democracia argentina existía
ya, como la viejecita interrogada por Castelli, si bien, lejos
de haber llegado a la decrepitud, hallábase aún en la ino-
cente edad de la niñez.
La bandera azul y blanca no ha sido el símbolo de
LA ÉPOCA DE LA ORGANIZACIÓN NACIONAL 145
una clase directiva, sino de todo un pueblo. Aun los ne-
gros introducidos de África la respetaron y defendieron,
considerándola como propia. Militaron voluntaria y hasta
entusiastamente en las filas del ejército contra las invasio-
nes inglesas, y más tarde, en la guerra de la Indepen-
dencia, dieron altos ejemplos de patriotismo y abnegación.
Falucho, un negro que formó parte de los granaderos de
San Martín, pereció en 1824, en la batalla del Callao, en-
vuelto en la bandera y exclamando: «¡Viva Buenos Aires!»
Su heroica muerte, a tantas leguas de la patria, no fué sólo
un ejemplo de cómo puede caber hasta al más humilde
soldado la gloria de morir en defensa de su bandera, sino
también de la hermosa ausencia de odios de raza y de
clase; cualesquiera que fuesen su color y su origen, los
argentinos se amaron siempre como hermanos. Puede de-
cirse que la democracia, a pesar de tantas luchas y revuel-
tas, no es imitada sino orgánica en la República Argentina.
Por esto debe llegar al más alto grado de perfección con
el tiempo y la cultura; es parte de nuestra alma. Si la de-
mocracia no hubiera existido antes de nosotros, nosotros
la hubiéramos inventado.
67. Erl federalismo argentino.
Observad la vida en una familia huérfana y meneste-
rosa, pero compuesta de niños sanos de cuerpo y de es-
píritu. Todo es paz y cariño cuando los pequeñuelos no
saben aún hablar ni caminar, y se arrastran en andadores
o dormitan en la cuna. El hermanito mayor, que cuenta
apenas seis o siete años, a falta de padres o tutores, com-
prende ya sus responsabilidades de jefe de familia. Ayuda
a levantarse del suelo al chiquitín que se da un porrazo,
le consuela si llora, cuida de su alimento, y mece la cuna
del infante de pocos meses, para que se duerma. Penetrado
él, como los que le siguen en edad, de sus deberes para
con los más chicos, la prole desvalida vela por sí misma.
Abundan las caricias, que aun sobran para el perro y el
14G LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
gato de la casa; los alimentos y los cuidados alcanzan
hasta para las gallinas . . . Encantados y enternecidos por
el cuadro, los vecinos exclaman: «¡Pobres angelitos!»
Pasan tres o cuatro años. Ahora todos los hermanos
han crecido, se revuelcan como perros, triscan como ca-
bras, chillan como loros. Desparramándose por los patios
y el campo, juegan de la mañana a la noche. Pero,
privados de una autoridad que los dirija y contenga, sus
juegos de pequeños salvajes alternan con disputas y ri-
ñas, con llantos y mojicones, con arañazos, pellizcos y
puntapiés. Aunque los chicos huérfanos sean inseparables
y vaya el uno adonde vaya el otro, diríase que cuanto más
se buscan más discuten, que cuanto más se quieren más
se pelean. Los coscorrones de hogaño substituyen a las
caricias de antaño; la casa parece convertirse en un in-
fierno. El perro ladra furioso; pisado, en la cola, el gato
aulla y se oculta bajo un mueb!e; las gallinas huyen des-
pavoridas, cacareando. Y los vecinos, incomodados por el
alboroto y llamando «demonios» a los antiguos «angelitos»,
los amenazan con el puño . . .
Pasan unos años más. Los chicos se han desarrolla-
do a la buena de Dios. Tienen uso de razón, van a la
escuela, saben leer, aprenden un oficio. Viéndose aban-
donados, ayúdanse como pueden; lejos de reñir por un
trompo o una pelota, se prestan los útiles, los cuadernos,
los libros de texto, las herramientas industriales; son los
mejores amigos del mundo. ¡Quieren ser hombres! La
casa se convierte en un taller; el campo donde jugaban
a la « mancha », al « rescate » o al balompié (football),
el viejo campo de batalla es ya tierra de laboreo. La
unión de la familia se restablece sobre la sólida base del
cariño y del interés común. Separados. los hermanos, serían
débiles; unidos, son fuertes. ¡Y hay que ser fuertes para
hacerse hombres! No ya los vecinos, el barrio todo se ha-
ce lenguas de sus condiciones y virtudes. Los angelitos de
antes, los demonios de ayer, representan hermosos ejem-
LA ÉPOCA DE LA ORGANIZACIÓN NACIONAL 14-
plares de carácter. Tales han sido las transformaciones
de la familia huérfana y menesterosa, pero compuesta de
niños sanos de cuerpo y de espíritu.
Observad asimismo la vida histórica de los Estados o
provincias que componen la República Argentina. Son
ellos también, al estallar la guerra de la Independencia,
pueblos desvalidos y huérfanos de autoridad y organiza-
ción. Nacido cada uno en la respectiva cuna de su Cabil-
do colonial, parecen aún infantes en pañales y andadores.
El mayorcito de la familia, el pueblo de Buenos Aires,
declara la Revolución y asume cariñosamente la protección
de sus hermanos menores; crecen todos en amorosa y
mutua ayuda. Luego, consumada la Independencia, des-
arrollados ya los pueblos niños, aunque todavía sin sufi-
ciente discernimiento, andan solos. Iniciase la edad de ios
juegos políticos o ensayos constitucionales y de las con-
siguientes disputas y riñas. Los mayores quieren mandar,
y los menores no quieren obedecer. Buenos Aires parece
aspirar a una hegemonía; el interior se resiste con toda
justicia; los caudillos de Santa Fe y Entre Ríos riñen con
Buenos Aires; Tucumán se declara «república indepen-
diente » ; las relaciones interprovinciales se estrechan o se
aflojan, según las exigencias de los unos y las pretensio-
nes de los otros. La República, con sus ensayos constitu-
cionales y sus revoluciones, es ancho campo de guerras
fratricidas. Diríase que la pujanza y virilidad de la raza no
halla otra válvula de escape que esos tumultuosos juegos
políticos y contiendas, peleas por un trompo o una pelota-
Los vecinos, que tanto admiraban antes la solidaridad de la
familia argentina, aunque tampoco sean ellos muy experi-
mentados que digamos, protestan contra sus desórdenes
y disturbios especialmente el Uruguay y Brasil llegan
a favorecer a tal cual partido o a tal cual pueblo. Pero tam-
bién aquí la situación se transforma otra vez. Ya en pleno
uso de su razón y de su experiencia, los adolescentes quie-
ren ser hombres. Mácense hombres. Terminan las luchas
148 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
de la organización nacional, y todos, definitivamente cons-
tituidos, se unen para siempre, y convierten sus casas en
talleres, y sus campos de batalla en estancias y colonias.
Tal ha sido la evolución de los pueblos argentinos, que
nacieron, para asombrar al mundo, huérfanos de autori-
dad y pobres de instituciones, pero ricos de energía y
fuertes de alma.
68. La Constitución Nacional.
En el Cabildo abierto de 1810 se subleva el pueblo
de Buenos Aires contra el régimen colonial. El Congreso
de Tucumán, cumpliendo los anhelos del Cabildo abierto
de Buenos Aires, declara en 1816 la independencia de la
nación, y hace votos para que se constituya y organice.
Después de varios ensayos de organización política y de
larga y sangrienta lucha entre la tendencia federal y la
unitaria, triunfa el federalismo por la fuerza de los hechos.
El Congreso general constituyente de 1853, reunido en
la ciudad del Paraná, cumple a su vez los votos del
Congreso de Tucumán, dictando la Constitución nacional
argentina. La nación se organiza bajo el régimen demo-
crático, representativo y federal. Y, en representación del
pueblo todo, como síntesis suprema de la comunión de
sus ideales, los constituyentes definen los altos designios
de su nacionalidad, en el siguiente Preámbulo de la Cons-
titución, grandioso pórtico y arco triunfal de nuestras leyes
e instituciones:
Nos, los Representantes del Pueblo de la Nación Ar-
gentina, reunidos en Congreso General Constituyente, por
voluntad y elección de las Provincias que la componen,
en cumplimiento de Pactos preexistentes, con el objeto de
constituir la Unión Nacional, afianzar la justicia, conso-
lidar la paz interior, proveer a la defensa común, pro-
mover el bienestar general y asegurar los beneficios de
la Libertad, para nosotros, para nuestra posteridad v
LA ÉPOCA DE LA OUGANIZACIÓN .NACIONAL 149
para todos los hombres del mundo que quieran habitar
el suelo crgentino ; invocando la protección de Dios,
fuente de toda razón y justicia, ordenamos, decretamos
y establecemos esta Constitución para la Nación Ar-
gentina. ■
Cuando se dicta la Constitución, en 1853, el Estado
de Buenos Aires se halla separado de la que entonces se
llama Confederación Argentina Esta separación, que dura
unos siete años, acaba con un avenimiento, en 1859, y,
al' año siguiente, también el Estado o provincia de Buenos
Aires acepta la Constitución con ciertas modificaciones.
La República Argentina queda entonces definitivamente
organizada. Constituida como unidad nacional, al menos
moralmente, puede decirse que lo está desde el primer
instante de la Independencia, pues el sentimiento de la
nacionalidad común es radioso astro que jamás llegan a
eclipsar u obscurecer las tormentas de la guerra civil.
Aun cuando transitoria y accidentalmente se aislen los
pueblos unos de otros, la República existe en el corazón
de todo argentino. Y su régimen federal viene a consoli-
darse más tarde, en 1880, con la federalización de la ciu-
dad de Buenos Aires, declarada capital de la República.
La Constitución, dictada y aceptada por todos los
pueblos y los hombres de la República, es el arca santa
en el templo de la patria. La Constitución es la llave de
oro de nuestra vida institucional. La Constitución es el
libro sagrado de nuestra nacionalidad de argentinos; es el
Talmud, la Biblia, el Corán del ciudadano. Con letras de
fuego, hállanse escritas en sus páginas nuestras libertades y
nuestros derechos. El pueblo es el soberano, la justicia es
su cetro, el progreso es su trono.
La Constitución ha sido y debe ser siempre respeta-
da, porque representa la voluntad del pueblo soberano.
Mientras éste no la reforme, quien la infrinja com.ete un
crimen de lesa patria y merece escarnio y vituperio. Su
150 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
desobediencia y menosprecio sólo pueden producir anar-
quía y despotismo. El pueblo dejará entonces de ser su
propio soberano; esclavo de la demagogia o de la tiranía,
vivirá desgraciado y perecerá miserablemente. Para su fe-
licidad, el pueblo, gobernante y gobernado, ha de respe-
tar las leyes, y ante todo la Constitución, que es la Ley
de las Leyes.
69. £1 nombre de la República Argentina.
I. ORIGEN DEL NOMBRE DEL RIO DE LA PLATA
Al descubrir el río hoy llamado de la Plata, en 1516,
Solís lo denominó « Mar Dulce ». Después de la trágica
muerte del atrevido navegante, sus compañeros, de regreso
a España, haciendo justicia a su infortunado jefe, apellidá-
ronlo «río de Solís». De ellos, unos cuantos quedaron
náufragos o por su voluntad en la isla de las costas del
Brasil, llamada luego de «Santa Catalina». Allí fué donde
se pronunció por primera vez el nombre de « río de ¡a
Plata». Esos compañeros de Solís, abandonados en el
nuevo continente, vieron que algunos aborígenes de la
margen septentrional del río antes descubierto usaban cier-
tas planchas de plata; según explicaron, obteníanlas de los
indios que vivían al Norte, en la comarca donde nacía el
principal tributario de un gran río que dijeron llamarse
« Paraná ». Los naturales de la isla confirmaban estos datos,
asegurando que algunas piezas de plata que poseían, pro-
cedían de los aborígenes de ciertas tierras situadas junto a
un río que de allí quedaban al Oeste, es decir, en dirección
correspondiente a la indicada por los otros. Como coincidían
ambas referencias, algunos españoles se encaminaron a
esas tierras, llegaron hasta las orillas del Bermejo, y obtu-
vieron planchas de plata en cambio de abalorios. Cuando
regresaban, los indios Agaces mataron a cuatro de ellos.
Con unos pocos indios amigos, lograron los demás llegar
de regreso a Santa Catalina, trayendo consigo cierta canti-
LA ÉPOCA DE LA ORGANIZACIÓN NACIONAL 151
dad del precioso metal. Por esto se llamó entonces a la
isla « puerto » o « isla de la Plata », aunque también, y
con más generalidad y propiedad, « puerto » o « isla de los
Patos ». Después, la diplomacia portuguesa, interesada en
negar a España la prioridad del descubrimiento, divulgó el
nombre de «río de la Plata >■. Tal nombre le daba esa
hábil cancillería en los muchos escritos que dirigió a los
embajadores y a los ministros de Carlos V, en los anos
de 1530 a 1535, época en que con más insistencia preten-
dió Portugal el dominio del río. Sólo en muy raros docu-
mentos, al referirse al « río de la Plata », agregaba, por
vía de aclaración, « que algunos dicen de Solís ». Carlos V
no mostró gran empeño en mantener el nombre del des-
cubridor. Acaso hasta le fué más simpática la denominación
de «río de la Plata», porque no rememoraba la catástrofe
de su descubrimiento, y por su significación alentaría la
codicia de los conquistadores.
Se ha supuesto que el nombre de « río de la Plata »
empezó a dársele a consecuencia de las muestras de este
metal que Caboto envió a España, en 1528, o que llevó
por sí mismo, en 1530. Pero basta recordar que aquellas
muestras pesaron poco más de una libra, y una onza las
llevadas por Caboto. Nada significaban junto a las enormes
cantidades que recibía España de México y del Perú. Tam-
poco podían tener tan gran importancia las «noticias» de
Caboto respecto de la plata que los indios le dijeron se
encontraba en las tierras donde nacían los tributarios del
Paraná... En todo caso, el audaz marino sólo aportó un
testimonio más en favor del nombre que ya se divulgaba
e iba generalizándose en el uso común y en los documentos
oficiales.
Según Eduardo Madero
II. ORIGEN DEL NOMBRE DE LA R. ARGENTINA
Del nombre del río de la Plata deriva el de la Repú-
blica Argentina. En efecto, la primera vez que se aplicó
152 LA TRADICIÓN Y LA lIIsiORIA
el vocablo « Argentina » a estas tierras, fué a principio del
siglo XVII, por el imaginativo cronista Ruy Díaz de Quzmán,
quien escribió, en 1612, una -historia» llamada La Argen-
tina o Del descubrimiento, población y conquisto, del rio de
la Plata. Más tarde, un soldado de la conquista. Barco
Centenera, confeccionó una especie de crónica rimada, que
calificó de «poema histórico», y tituló a su vez La Argentina
o La conquista del río de la Plata. Tanto en la obra de Ruy
Díaz como en la de Barco Centenera, las dos más poéticas
que históricas, el título correspondía al subtítulo, pues se ape-
llidaba «río Argentino» al descubierto por Solís. Esos cronis-
tas poetas empleaban la eufónica voz latina argentum (plata),
al mismo tiempo y aun con preferencia a la voz castellana.
En la época de la colonización, al separarse las regio-
nes platenses del gobierno del Paraguay, creóse, en 1617,
una provincia llamada oficialmente «del Río de la Plata»,
y comúnmente « de Buenos Aires ». El virreinato, instituido
en 1776, no obstante comprender también el Alto Perú, el
Paraguay y la Banda Oriental del Uruguay, se denominó
« virreinato de Buenos Aires », y asimismo « de las Provin-
cias del Río de la Plata». Aunque no fueran en aquellos
tiempos tan firmes como en nuestros días la nomenclatura
geográfica y la política, el nombre poético usado por Ruy
Díaz y por Barco Centenera no tuvo trascendencia y
quedó por entonces casi olvidado. Más que un ante-
cedente del nombre de la República, parece ahora una
mera coincidencia.
El rechazo de la invasión inglesa de 1806 fué cele-
brado por el joven Vicente López y Planes en su canto
Triunfo argentino. Allí se usó ya la expresión « argentino »
como algo distinto de lo propiamente español, de lo ofi-
cialmente colonial. Después de estallar la Revolución, el
mismo poeta López y Planes compuso el Himno argentino,
a guisa de canción patriótica o himno nacional del pueblo
revolucionario. En el cuerpo de la composición llama
« argentino » a este pueblo, y « argentinos » a sus miem-
LA ÉPOCA DE LA ORGANIZACIÓN NACIONAL 153
bros o ciudadanos, por oposición a españoles y extranje-
ros. Consigna también como rótulo genérico de la nación
sublevada contra la dominación española, el de « Provin-
cias Unidas del Sud ».
En el Congreso de Tucumán se declaró solemnemen-
te, el 9 de julio de 1816, la Independencia de las «Pro-
vincias Unidas del Río de la Plata ». Éste fué el nombre
generalmente usado hasta 1852, para designar a la nación
sin herir los sentimientos federalistas de autonomía pro-
vincial. Sólo en ocasiones y por accidente o licencia retó-
rica, empleáronse el de < Provincias Argentinas » y el de
«Pueblo, Nación o Federación Argentina >. El nombre déla
' Argentina » se consagró definitivamente por el Congreso
del Paraná, de 1852, que dictó en 1853 la Constitución
nacional para la « Confederación Argentina ». Fué éste el
título oficial de la nación durante el período de separación
del Estado o provincia de Buenos Aires. A la reincorpo-
ración de esta provincia y reintegración del país, cuando
se modificó la Constitución y se sancionó definitivamente,
en 1860-1861, substituyóse, por fin, el apelativo de «Con-
federación » por el de « República Argentina ».
Tal es el origen del glorioso nombre de la Repúbli-
ca: como Venus del seno turbulento de los mares, nace,
invocado por un elegante latinismo de los poetas, de las
armoniosas ondas del río de la Plata. Tal es el origen de
un nombre amado y respetado por todos los pueblos de
América y del mundo entero : el nombre de una nación
invicta, que, si se hace respetar por su cultura y su riqueza,
también se hace querer universalmente por su amor a la
justicia.
7o. Nuestra patria y las demás Naciones.
La República Argentina ha sostenido siempre una
política internacional de paz y de justicia. Rodeada de
naciones que tuvieron un mismo origen colonial, las ha
considerado como amigas y aliadas naturales. Jamás pro-
154
LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
vocó las guerras o conflictos que pudo tener con algunas
de ellas. Ha dado a sus cuestiones de límites, felizmente
concluidas todas, la pacífica solución del arbitraje. Inter-
vino también, en cuanto pudo, para que encontrasen so-
lución semejante las cuestiones de límites de otras repú-
blicas hispanoamericanas ; su acción ha sido de orden y
de confraternidad. Como una hermana mayor de esas
repúblicas, ha velado por su progreso y grandeza, sin
mezquinos celos localistas ni sueños de hegemonía.
No podrá atribuirse la política fraternal de la Repú-
blica Argentina a falta de nervio y de valor. Cuando le
ha sido necesario defenderse, el pueblo argentino ha de-
mostrado vigorosa fibra guerrera. Debiendo rechazar, en
el transcurso de su historia, unas cinco agresiones del
extranjero, venció siempre en la lucha; la nación no fué
nunca vencida. Puede añadirse que, dentro del territorio
propio, jamás ha sido francamente derrotado o siquiera
rechazado un ejército argentino, ni aun por fuerzas mu-
cho mayores y más aguerridas y disciplinadas.
Las cinco guerras o conflictos armados que deben
considerarse internacionales, sostenidos por el pueblo ar-
gentino, son: las invasiones inglesas de 1806 y 1807; la
guerra de la Independencia, de 1810 a 1824; la agresión
brasileña de 1824; el conflicto del dictador Rosas con
Francia, de 1827 a 1840, y la guerra del Paraguay, de 1865
a 1870.
Las invasiones inglesas fueron heroicamente recha-
zadas. El más inteligente de sus jefes ha declarado que
el pueblo mismo, aun la masa de valetudinarios, mujeres
y niños, que en toda guerra es más bien un obstáculo para
la organización de la defensa, contribuyeron aquí a ella
poderosamente, de manera no vista ni prevista en la historia
de las conquistas británicas. En la guerra de la Indepen-
dencia, contra la dominación colonial, los victoriosos ejér-
citos argentinos dieron libertad, no sólo a los pueblos de
la República, sino también a las naciones vecinas: el
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LA ÉPOCA DE LA ORGANIZACIÓN NACIONAL
15&
Paraguay, el Uruguay, Chile, Bolivía y el Perú. La aven-
turada agresión brasileña de 1824 fué repelida, en la Banda
Oriental del Uruguay, por rápida y brillante campaña. La
agresión francesa contra la dictadura de Rosas resultó im-
potente para intervenir en la política interna del país. Y,
finalmente, la guerra del Paraguay, lejos de ser provocada
por la República Argentina, fué impuesta por la dura ne-
cesidad de la defensa nacional contra los ataques de un
tirano, el presidente Francisco Solano López.
Nada más hermoso que la actitud de la República
Argentina en L-.:, emergencias internacionales, actitud al
propio tiempo enérgica y pacífica, valiente y generosa. Ha
opuesto siempre, a las pretensiones ajenas, sean cuales
fueren su fuerza y su derecho, el principio jurídico del
arbitraje. Así, sus cuestiones de límites con Chile se zan-
jaron sucesivamente en las convenciones de 1881, 1888,
1893 y 1896. La cuestión con el Brasil, en el tratado de
arbitraje de 1889. La cuestión con el Paraguay, en 1876.
Esto último entraña el más típico ejemplo de la política
fraternal de la República Argentina. Después de terminada
la guerra del Paraguay, en vez de ocupar militarmente el
Chaco Oriental, separado del territorio paraguayo por el río
Paraná, y al que creía tener derecho por los antecedentes
coloniales, sometió la contienda al fallo del presidente de
los Estados Unidos de Norte América, y éste la resolvió,
en 1895, a favor del vencido y más débil. La República
Argentina, sacrificando sus intereses y hasta volviendo sobre
los hechos consumados, en virtud de su ideal de confra-
ternidad hispanoamericana, perdió aquella ancha y rica
región llamada Chaco Oriental.
El antiguo virreinato del Río de la Plata comprendía
vastos territorios, cuya capital y puerto era la ciudad de
Buenos Aires. Estos territorios constituyeron, después de
la guerra de la Independencia, distintas naciones: la Ar-
gentina, el Paraguay, el Uruguay y Bolivia. Separáronse leal
y amistosamente, sin que pretendieran las autoridades de
156 LA TRADICIÓN Y LA HISTORIA
la antigua capital mantenerlas unidas bajo su preponde-
rancia. Ni Buenos Aires ni la República Argentina revelaron
jamás aspiraciones imperialistas; lejos de ello, su ideal fué
más bien la confraternidad, aun la confederación espontánea
y libre, si fuera posible y conviniese a los intereses de las
nuevas nacionalidades.
La República Argentina es acreedora a la simpatía y
hasta a la solidaridad de los antiguos pueblos que com-
pusieron el virreinato del Río de la Plata. En efecto, debe
creerse que este sentimiento de solidaridad exista, más
poderoso y dinámico de lo que a primera vista parece,
en las cuatro naciones constituidas. La guerra del Para-
guay no fué de ningún modo una lucha verdaderamente
popular, sino más bien la resistencia a una tiranía agre-
siva. Pasada la agresión de la tiranía, el sentimiento de
confraternidad reapareció, como el sol de primavera cuando
se disipa la tormenta. También a veces pequeñas cues-
tiones locales parecen dividir hondamente a uruguayos
y argentinos. Sin embargo, argentinos y uruguayos se
han considerado hasta ahora solidarios en varios conflictos
con otros Estados. De Buenos Aires partieron fuerzas,
durante el coloniaje, para oponerse a las invasiones
portuguesas en el Uruguay, y, más tarde, después de
la Independencia, en 1824, contra la agresión brasileña.
También de Montevideo partieron, en 1806, fuerzas para
rechazar la primera invasión inglesa en Buenos Aires,
y, en la guerra del Paraguay, contra las pretensiones
de ciertos caudillos que se aliaron a la república agre-
sora, la opinión pública derrocó al gobierno e impuso
su alianza con la República Argentina, el país agredido.
Las pasajeras contiendas o disputas locales de ciertos
vecinos y los argentinos pueden compararse con las
discusiones violentas que suelen estallar entre hermanos
varoniles y leales de opiniones diversas, y que, en cuanto
un extraño ataca a cualquiera de los hermanos, se cal-
man como por ensalmo ; los hermanos se unen contra el
LA ÉPOCA DF. LA ORGANIZACIÓN" NACIONAL 157
extraño, inspirados por su inquebrantable vínculo de amor
y de sangre...
Uniendo a sus naturales riquezas el constante esfuerzo
de sus hijos y su lucha por la cultura, ocupa ya la Repú-
blica Argentina, en el universal concierto de las naciones,
prominentísimo sitial. Antes de cumplirse el primer cente-
nario de su vida independiente, durante la segunda presi-
dencia del í^eneral Roca, por medio de la doctrina de Drago,
proclamada a la faz del mundo, en 1902, ha negado a las
potencias europeas la facultad de reclamar por la fuerza
el pago de la deuda pública contraída por los países ame-
ricanos, o sea lo que en derecho de gentes se llama
ahora «ei cobro compulsivo;; de las deudas. Ha interpuesto
así su escudo de bronce para repeler los posibles golpes
y ataques abusivos de los pueblos fuertes de Europa contra
los pueblos aun débiles de América. Por su política inter-
nacional de concordia y de progreso y por su política inter-
continental de legítima defensa, se ha hecho doblemente
digna de la consideración y amor de las demás naciones
americanas y de todo el mundo civilizado. Por otra parte,
posee un ejército y una escuadra - ¡y sobre todo un pue-
blo ! — que la colocan en situación de resistir cualquier
ataque a su libertad y a su suelo, sin pactar frágiles alian-
zas ni pedir problemáticos socorros. En su comercio, en
su política, en su cultura, la República Argentina se basta
a sí misma. Siempre justa y siempre vencedora, preséntase
ante la historia y antQ los otros puebíSof. de la tierra como
la vivida imac^en de la Victoria v del Derecho.
PARTE SEGUNDA
LA POESÍA ARGENTINA
7l. I/a Poesía aréentina*
t. La libertad en ruda guerra estalla»
y ella, la Poesía,
es el vivo clarín de la batalla.
2, Surge la roja sombra del tirano,
y ella, la Poesía,
enluta el arpa con doliente mano.
3, Triunfa y marcha la paz hacia adelante,
y ella, la Poesía,
canta la marcha de la paz triunfante.
4, ¡ Salve, clarín, leyenda, musa, historia,
oh patria Poesía,
alma del pueblo y numen de la gloria!
I. LA POESÍA POPULAR
72. La poesía éaucKesca.
En la historia de todas las literaturas, la prosa rítmica
y el verso preceden a la verdadera prosa, y la poesía po-
pular a la poesía artística. Imitando el ritmo de la respi-
ración, el verso se presta mejor a ser declamado que la
prosa, y es más fácil de recordar. Por esto, antes de la
invención de la escritura, el pueblo recita con mayor pla-
cer y recuerda con menor esfuerzo la composición rítmica o
versificada que una mera narración prosaica. El ritmo llega
LA POLSIA POPULAR
lü'J
a hacerse necesario para la continuación y durabilidad de
las tradiciones. Luego, con el andar del tiempo, e! des-
arrollo de la inteligencia y los avances de la cultura, el
poeta ilustrado, gramático y retórico, aprovecha el rico
material de la poesía popular, perfecciona sus giros y
ritmos, y crea la poesía artística, que constituye la - gaya
ciencia » o bella arte de la poesía.
Con las demás literaturas verdaderamente nacionales,
también la argentina tuvo su poesía popular originaria: la
poesía gauchesca. Antes que la nación existiera politica-
mente, durante la época colonial, el criollo del campo y
de los suburbios, el gaucho, cantaba a la patria, amaba la
libertad, y, sin saberlo, preparaba la independencia. Bardo
de los tiempos heroicos, era inconsciente profeta.
Obraron de consuno, para formar la antigua poesía
gauchesca, el temperamento étnico del gaucho y el am-
biente de su vida. Descendiente de españoles y árabes,
a menudo de andaluces, el gaucho poseía un genio emi-
nentemente contemplativo y poético. En sus venas hervía
la sangre de sus antepasados guerreros y arti:-tas, nóma-
das y cantores. La poca sangre indígena que se sumó a
su ascendencia europea y asiática, vino sólo a agregar a
su idiosincrasia cierta salvaje pasión de libertad. El infini-
to desierto de las pampas le invitaba a la contemplación,
y las continuas luchas con la indiada vecina templaban su
coraje. Así, por la herencia, por la adaptación, por la fa-
talidad, el gaucho resultó un interesante tipo, cuyos dos
cultos principales eran el valor personal y la guitarra.
Habiendo importado este instrumento de España, ía
guitarra era su inseparable amigo, el confidente de sus
horas tristes y compañero de sus horas alegres. No con-
cebía otra bella arte que la poesía, acompañada de la
música ; poesía y música formaban para él, como en las
civilizaciones primitivas, un solo arte, el arte único, el arte
por excelencia. Los mejores cantores y guitarristas se
llamaban payadores. No todos los gauchos eran lales;
/^
i\
lüO LA poesía argentina-
muchos había, quizá la mayor parte, que no poseían la
doble habilidad sino harto mediocremente; pero, cualquiera
que fuese en cada uno la capacidad de ejecutar y cantar,
todos amaban el arte de la poesía y música como su me-
jor distracción. Cuando el payador tomaba la vihuela — ya
para cantar solo, ya en justa o payada de contrapanto
con algún émulo — , hacíase siempre el silencio, y los
espectadores se agrupaban a su alrededor, a fin de no
perder una palabra ni una nota.
Tan íntima es en la poesía popular la unión de la
palabra y la música, que los géneros se distinguen princi-
palmente por la música que los acompaña. Los tristes y vi-
dalitas están generalmente en tonalidad menor; los cielitos,
en mayor. La melodía de estos cantos populares tiene algo
de oriental ; sus notas alargadas recuerdan antiguas melo-
peas. En realidad, el gaucho ha venido a transportar a las
pampas ciertas maneras típicas de las interminables salu-
taciones al sol en lo alto de la mezquita, que los árabes
aportaron a España. Es curioso que en la península se
perdieran o se desfigurasen mayormente estas formas asiá-
ticas, que tanto persisten en la música popular de América.
La explicación de! hecho está acaso en el aislamiento del
gaucho, y asimismo en cierta semejanza entre las pampas
y los desiertos árabes. La melancolía de los cantos orien-
tales persiste en el estilo de los cantos americanos.
El verso popular gauchesco es siempre octosílabo, y
casi siempre asonantado, a la manera de los romances del
siglo XV. Su metro y sus asonantes se presentan llenos
de imperfecciones. Como se trata de cantos improvisados
y transmitidos verbalmente, no se puede suponerles ningu-
na corrección. Tantos son sus naturales defectos, que,
cuando se escMben textualmente según los cantan los más
notables payadores, resultan de lectura difícil y fastidiosa.
De ahí que los más populares versos gauchescos sean,
aun en la campaña, los imitados por hombres cultos de la
ciudad, como José Hernández y Estanislao del Campo.
i.A poesía populai;
161
102 LA poi'.si \ argi;ntina
La imitación sincera y feliz viene a eclipsar y substituir
al original casi desconocido
El lenguaje de la poesía gauchesca, más que un ver-
dadero dialecto, representa una ligera corrupción de la
lengua castellana. Los llamados gaucliísmos o barbarismos
gauchescos son generalmente meras alteraciones fonéticas.
Por ejemplo, se dice nü.'des por anadie», pagao por apa-
gado», estrumento por «instrumento». O. ras veces cons-
tituyen sólo expresiones arcaicas, en desuso en España:
ansina por << así >>, vide por « vi », fierro por « hierro ».
Hase mantenido el tratamiento de vos, y no se ha adap-
tado el de tú. El vení, el anda, el tonidi, apócopes de
' venid, andad, tomad », implican expresiones corrientes,
conservadas en América, del antigua habla popular an-
daluza. También se conserva el che valenciano. Puede
decirse, por lo tanto, que, en ciertas formas, el lenguaje
gauchesco se presenta hasta como más castizo que la
moderna lengua española.
En la prosodia, los gauchos, y en general los argen-
tinos y otros americanos, conservamos un dejo del acento
andaluz. Pronunciase la c y la z como s, y la r como b.
Además, el gaucho no pronuncia ciertas consonantes de
fin de sílaba: dice dotor, fóforo, inorante, ciudá. Sin em-
bargo, las consonantes suprimidas son pronunciadas por la
gente culta, la cual, además^ aunque confunda la .9, la c y
la z, suele distinguir la i' de la b. Algunas veces, en ciertas
expresiones y giros, el habla del criollo recuerda, no sólo
al andaluz, sino al propio gitano. La conservación de tales
formas se explica por el aislamiento de la vida colonial.
Los temas de la poesía popular gauchesca son princi-
palmente el amor y la guerra. Cántase el amor en tristes,
vidalitas y cielitos, un amor al propio tiempo impulsivo y
contemplativo, salvaje y religioso. Cántase la guerra con
la antigua indiada, que incendiaba las poblaciones, cauti-
vaba a las mujere.s mataba cuanto podía. Esos cantos de
amor y de guerra poseen alto lirismo, y los últimos, hasta
LA poesía popular H)3
cierto vuelo épico. En algunos momentos se hacen sin
embargo desagradables, para el hombre moderno y de ia
ciudad, sus frecuentes y exagerados alardes de valor. Los
cantos populares gauchescos, que tuvieron su época de
oro antes del nacimiento de la poesía artística argentina,
es decir, antes de la mdependencia nacional, degeneran
después. Han llegado a nosotros en formas un tanto deca-
dentes, en las que a veces el amor se transforma en sen-
sualidad, los celos en vulgar matonismo, el antiguo pun-
donor en fanfarronadas y en sanguinarias y antisociales
ferocidades, la altivez en desprecio de la opinión y de las
leyes, y, sobre todo, el gracejo ordinario en vulgar bufo-
nería. Y aun así, a pesar de tan lamentable como lógica
decadencia, tienen en nuestros días esos cantos populares
su grandiosidad y belleza, ¡ tan bellos y grandes debieron
ser en los tiempos heroicos !
73. Anastasio el Pollo.
Estanislao del Campo (1835-1875), distinguido poeta
y hombre publico de Buenos Aires, que fué diputado al
Congreso Nacional y secretario del gobernador de la
provincia en cnya capital nació y vivió, ha obtenido su
más extensa y duradera gloria con el rústico y jocoso
pseudónimo de Anastasio el Pollo. Su actuación periodística,
parlamentaria y política, y aun su tomo de Poesías serias,
todo parece hoy olvidado, mientras que ¡os cantares gau-
chescos de Anastasio el Pollo viven y vivirán poderosa-
mente en la imaginación del pueblo. Es que, en efecto, el
joven payador ha venido a representar una fase de carácter
gauchesco, acaso la más simpática: su humorismo, al
propio tiempo alegre y tierno, suspicaz e ingenuo, burlón
e imaginativo. Así como Santos Vega es el gaucho de la
leyenda, y 'Martín Fierro, en cierto modo, el de la historia,
Anastasio er'Poílo es eT "gaucho de la literatura, y~3'e una
literatura que, lejos de degenerar en exageraciones o bufo-
Íó4
LA POEtlA ARGENTINA
nadas, en melodrama o saínete, se mantiene siempre honesta,
sencilla, verJaderamen;e artística.
De las poesías gauchescas de Estanislao del Campo, la
más larga y popular, sin duda la de mayor mérito, es el
poema Fausto (Impresiones ac: gaucho Anastiisio el Pollo).
Anastasio el Pollo es un paisano payador que ha venido
a la ciudad de Buenos Aires para cobrar el importe de
unos fardos de lana. Como sus deudores le entretienen
aplazando el momento de pagarle, se queda unos días en
la ciudad, y una noche, viendo dirigirse mucha gente
al teatro Colón, allá se dirige él también. Compra su
entrada y ocupa su sitio en la más barata, y, por con-
siguiente, más alta galería del teatro, --adonde va la paisa-
nada i. Represéntase la ópera Fausto, de Gounod. El rús-
tico ve azorado levantarse el telón y desarrollarse el drama
musical, como en un sueño; no sabe* si aquello es ilusión
o realidad...
A los pocos días, antes de haber salido de la profunda
impresión que le ha causado el espectáculo, encuéntrase
a orillas del río con otro paisano, su amigo don Laguna.
Ambos se saludan con la sencillez de su amistad campestre,
tratándose de «; hermanos» y cuñaos, y entablan un diálogo
lleno de la intención y picardía propias del gaucho. Don
Laguna menta al diablo, y Anastasio el Pollo le dice que
le ha visto la otra noche... ¿Cómo? ¿Dónde?... Ahí encaja
su larga narración. El pavador cuenta el punzante drama,
según lo siente y lo interpreta. Describe la pasión de
Fausto, su pacto con el diablo, la belleza de .Margarita, sus
desdichas, su muerte... A\ principio, don Laguna le escucha
con incredulidad; pero, poco a poco, le va dominando a
él también la emoción de su ^t amigazo . El narrador y
su oyente se apasionan en el relato, hasia creer en su
realidad y derramar lágrimas... Al final, entusiasmado y
agradecido, don Laguna invita a comer a Anastasio el Pollo.
Tal es el original argumento.
El grande é.xito de este poema gauchesco estriba prin-
í^f^f
t¥t>*f^
I A POÍsí^IA POPt.T.AR
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cipalniente en el natural gracejo del diálogo y la linda
poesía del relato. Toda la composición está salpicada de
felices ocurrencias y de oportunos chistes. Anastasio y
don Laguna, a pesar de su candor y rusticidad, poseen un
espíritu vivo y humorista. Comprenden a su modo los
caracteres de los personajes y hasta la eterna belleza de
la vieja leyenda y del drama de Goethe, que sirven de
tema a la ópera de Gounod. Imagínanse un tal don Fausto
gaucho, enamorado de alguna picara rubia de la ciudad...
¡Y le compadecen, vituperan y perdonan, como identifi-
cándose con su singular y sin embargo tan humana aven-
tura de vender el alma al diablo por una mujer!
La lectura del Fausto gauchesco deja una duda en el
ánimo. ¿Creía o fingía creer Anastasio el Pollo la reali-
dad del drama? Si nos atenemos a la letra, cierto es que
el payador parece completamente engañado... Si nos ate-
nemos al espíritu del poema, resulta inaceptable que inge-
nio tan agudo incurriese en confusión tan torpe... Tam-
poco puede aceptarse que la aparente torpeza del gaucho
sea un mero recurso cómico del autor, porque, si así fuera,
su personaje carecería de relieve y de literaria sinceri-
dad. La psicológica solución de la duda es más com-
pleja. .A mi juicio, Anastasio el Pollo, ni creía, ni dejaba
de creer...
El gaucho, como se dice vulgarmente, x^ no tiene un
pelo de zonzo -\ Es desconfiado y hasta escéptico por
temperamento ; sin embargo, es también imaginativo, y
por excelencia. Como si su imaginación propendiera es-
pontáneamente a creer todo lo maravilloso, su viva y na-
tural inteligencia le pone un freno de esceptismo y de des-
confianza. Al levantarse el telón, Anastasio el Pollo tiene
plena conciencia de la ficción dramática. Luego, entusias-
mándose con el drama, deja correr su cálida fantasía;
todo aquello puede ser verdad,.. ¡Todo aquello, siendo tan
hermoso, debe ser verdad!... ¡Todo aquello es verdad 1...
Por las leyendas, trovas y creencias populares, está ya él
k
I6B LA POESÍA ARGENTINA
familiarizado con las diabluras del diablo. ¿Por qué, como
a Santos Vega y a tantos otros, no se le ha de aparecer
el Malo, el temido Juan sin Ropa, a ese don Fausto,
aunque sea en público teatro? No es, pues, Anastasio el
Pollo un simple, ni tampoco un farsante. Más bien es
un poeta, con el alma de un- niño, pero de un niño mali-
cioso, y la imaginación de un dios, pero de un dios in-
genuo. Posee algo del buen sentido de Sancho, mucho
de la soñadora fantasía de don Quijote, y más aún de
la ignorancia de Segismundo. Si la vida es como un sueño,
¿no ha de ser el sueño tan real como la vida?... Piensa
que es bello creer, desea creer, cree creer, cree, y, en todo
caso, siente como si creyera. ¡Y no sólo para payar ante
los demás, sino también para consigo mism.o ! ¿No es por
ventura un poeta?...
Es un gaucho poeta, la quinta esencia del gaucho.
Cuando ve por primera vez cruzando la Pampa una loco-
motora que arrastra un convoy de vagones, murmura el
gaucho: <^ A mí no me engañan. Los caballos que tiran
van dentro ». Sin embargo, cuando le sorprenda más tarde
su patrón en un aeroplano, ha de exclamar: «Si yo tu-
viera ese coche, no m.e andaría por la tierra, iría a visitar
la luna y las estrellitas del cielo ». Y, una vez remontán-
dose su imaginación con el vuelo del aeroplano, no le
costará mucho describir la luenga barba blanca del señor
San Pedro y la luminosa, sonrisa de la Virgen María...
Así nos describe y nos cuenta Anastasio el Pollo las tre-
tas de Mefistófeles, las pasión de Fausto y las penas de
Margarita,
74. YX éaucKo Martín Fierro.
I. EL GAUCHO MALO
En las pampas, desiertas durante el coloniaje, como
no había autoridades judiciales, el gaucho se hacía justicia
por su propia mano. Heredero de los viejos sentimientos
LA poesía popular
167
de su raza, él también apelaba al juicio de Dios en singular
desafío. Retaba a su ofensor para un duelo a cuchillo,
arrol.aba el poncho en el brazo izquierdo, desenvainaba la
faca en la diestra amenazadora, y combatía hasta caer o
dejar tendido en el campo a su adversario, impuesto el
castigo o satisfecha la venganza, el vencedor recibía el
premio de su valor y destreza, en forma de público aprecio.
No era un criminal, sino un caballero de su derecho.
Cuando las pampas se poblaron más densamente y se
organizaron las autoridades políticas y jurídicas de la
campiña, después de la Independencia, a mediados del
siglo XIX, la situación del gaucho resultaba difícil y peli-
grosa. Habituado a no reconocer otra jurisdicción que lá
de su voluntad soberana, ni otra autoridad que el ejercicio
de su derecho, la ley venía a chocar con sus costumbres
seculares. La ley castigaba al homicida, matara o no en
leal duelo, y la policía le perseguía hasta aprehenderle y
encerrarle en la cárcel. Esta intromisión de la ley, la policía
y los jueces en su vida íntima no pudo ser atacada, ni
llegó fácilmente a ser siquiera comprendida. El gaucho, a
pesar de las reformas de la nueva organización social, se
sentía tan dueño como antes de sus actos y de su faca.
Obraba según la costumbre, que era, para su conciencia,
la verdadera ley de Dios y de los hombres... Sin pensar ni
remotamente en la existencia de los tribunales que debían
castigar las afrentas, continuó viviendo y procediendo según
las ideas de su antiguo régimen de barbarie. Más que la
lejana y novedosa sanción de las leyes, estimaba la inme-
diata sanción moral de sus semejantes, quienes abrumaban
con el desprecio al cobarde que sufría en silencio la injuria
o la agresión.
Esta disparidad, esta irreducible contradicción entre los
sentimientos arraigados y las innovaciones de los tiempos,
hicieron del gaucho una víctima de las circunstancias. Si no
era valiente y dejaba sin castigo la ofensa, decaía en el
concepto de los suyos; si lo era y la castigaba, la ley el
IQ>8 LA poesía argentina
perseguía y le imponía durísima sanción. Prefiriendo expo-
nerse a la pena jurídica antes que soportar el desprestigio
moral, el gaucho mantuvo su clásico duelo a cuchilló.
Ocurría entonces que, habiendo matado a su enemigo, huía
para evitar la cárcel y el patíbulo ; refugiábase en el
desierto; no le era permitido ya volver a su pago; susten-
tábase como podía, de gamas y quirquinchos, o carneando
las reses que encontraba a su paso. La policía enviaba
diestras partidas en su persecución ; él estaba fuera de la
ley; cazábasele como a una fiera. La lucha por la libertad
y por la vida le obligaban al merodeo y a defenderse
matando milicianos. Transformábase en « gaucho malo »,
ladrón y homicida, más que por su naturaleza, buena y
generosa, por una triste fatalidad.
El pueblo, que sabe distinguir al bueno del malo, le
perdonaba su yerro en saberse defender. Considerábasele
una víctima del destino. «Se ha. des graciao », decíase, por
toda explicación de su delito. El « gaucho malo », matrero
y cuatrero, encontraba en cada rancho un techo hospitala-
rio, y en cada paisano un amigo. Todos comprendían que
a cualquiera de ellos podía tocarle alguna vez en suerte
matar y andar huido, y se mostraban caritativos y frater-
nales, no sólo por simpatía, sino hasta por previsión.
Ocultaban al prófugo, eran sus naturales encubridores, des-
pistaban a la policía. Los mismos milicianos, gauchos asa-
lariados por el poder público, no estaban muy seguros de
su derecho de perseguir al «bandido». Dábanle tiempo para
huir, le buscaban con desgano, y, al hallarle, peleaban sin
entusiasmo. ¡ El perseguido, en cambio, yéndole la vida en
la victoria y la fuga, defendíase como un héroe!
Si se le sorprendía a pie, hería a un gendarme en el
rostro, a otro en la mano, tal vez a alguno en el vientre.
Los agresores se retiraban temerosos, mientras que él,
aprovechando el momento de confusión producido por su
recio ataque, saltaba sobre el caballo, ya casi seguro, y
huía a todo correr, indinándose sobre el cuello del animal
LA POESÍA POPULAR 169
para no presentar bulto a las balas oficiales que silbaban
a su espalda. Admirábanle los mismos milicianos. Simpa-
tizando decididamente con el personaje, la paisanada exa-
geraba su bravura. Este íntimo aplauso, esta oculta publi-
cidad de sus actos, le estimulaba hasta embriagarle como
un vino generoso. Sabía que era el centro de todas las
miradas, y esforzaba sus proezas, rayando en la temeridad.
Llegaba hasta presentarse en sitios públicos, en la pul-
pería o en las carreras, con garbo de vencedor, a cose-
char lisonjas y admiraciones. ¡No sólo luchaba por la vida,
sino también por la gloria!
En razón directa con la popularidad del gaucho, cre-
"cía- la impopularidad de sus perseguidores. Las autorida-
des de origen ciudadano eran malqueridas en las pampas.
A causa del antagonismo económico del campo y la ciu-
dad, nunca hubiesen podido ser bien vistas, aunque hubie-
ran sido comprendidas por el pueblo y correctas en el
desempeño de sus funciones. Comprendidas no lo fueron,
y, por desgracia, la falta de educación social de los fun-
cionarios civiles y militares, sobre todo de los comisarios
y jefes políticos, hacíanlos odiosos, doblemente odiosos:
como autoridad contraria a las costumbres seculares, y por
desempeñar malamente esta autoridad. Abusaban del man-
do y solían imponer al gaucho vergonzosas humillaciones.
Caudillejos vulgares y sensuales, creíanse a veces facul-
tados para atropeilar los más sagrados derechos. Dueños
de la fuerza, acababan por suponerse también dueños de
la hacienda, de la honra y hasta de la conciencia de sus
gobernados. No sólo les imponían sus opiniones políticas,
en las parodias de democracia, obligándolos a votar en
barbecho, sino que, con la amenaza de persecuciones,
más o menos disfrazadas de legalidad, también los ataca-
ban, llegado el caso, hasta en su vida privada. Contaban
con la impunidad ; nadie podía fiscalizar en el desierto el
poder de sus fusiles y sables. Por otra parte, servían a
algún caudillo de la ciudad, que, agradecido a sus ser-
170 LA POESÍA ARGENTINA
vicios, los escudaría en el improbable caso de que el Estado
los llamase a cuentas por sus desmanes.
Así, del choque de las antiguas costumbres y del moder-
no derecho, agravado por los abusos de autoridad que
representaba este derecho vencedor, como una chispa del
choque de dos pedernales, ha brotado la leyenda del « gau-
cho malo » o desgraciao. Juan Moreyra, Pastor Luna,
Juan Cuello y tantos otros paisanos más o menos justa o
injustamente condenados por la policía civil, resultan, aun-
que forajidos, verdaderos héroes populares. El pueblo los
ama, los aplaude, los venera. Son mártires ignorados; son
creaciones de la historia embellecidas por la fantasía. De
ahí, de sus hechos y vidas, nace la novela criolla. De
ahí nace también el teatro nacional argentino.
II. MARTIN FIERRO
Entre todos los tipos de « gaucho malo » presentados
en la literatura popular argentina, el más acabado y poé-
tico es Martín Fierro. José Hernández, un hombre culto,
entrerriano, periodista de profesión, creó el personaje en
un poema gauchesco (1875). A pesar del lenguaje inco-
rrecto y de la mala versificación propia del género, y tal
vez por estas mismas imperfecciones, el poema es her-
moso y sincero. La inspiración alcanza a veces destellos
épicos. El carácter del protagonista es intere'sante, aunque
algo desigual, y el cuadro tiene cierta verdad y realismo",
como si fuera miás histórico que poético.
Martín Fierro representa un gaucho del tipo común,
nada idealizado por el poeta. Es valiente, generoso, pen-
denciero, payador, y, por desgracia, aficionado a bebidas
alcohólicas. Tiene el vino agresivo ; va a una pulpería,
bebe unos tragos para inspirarse y cantar en la guitarra,
y arma camorra, como sin quererlo, a algún concurrente.
Salen ambos al campo, pelean a cuchillo, y mata a su
adversario. Parece sucederle esto con deplorable frecuen-
cia. Naturalmente, la policía persigue al homicida. Martín
LA POESÍA POPULAR 171
Fierro tiene que huir, abandonando en el rancho a su
mujer y a sus hijos. Alcánzale una partida miliciana, y,
no pudiendo fugarse, hace frente. Con admirable denuedo
deja fuera de combate a varios de sus perseguidores. Sin
embargo, acosado por el número, está a punto de caer
vencido. Preséntase entonces providencialmente a secun-
darle en su lucha otro paisano, Cruz, también perseguido
por la policía, a causa de un homicidio semejante a los
cometidos por Martín Fierro. Los dos gauchos arremeten
tan fieramente que ponen en huida a los gendarmes.
Quedan dueños del campo, y, para evitar nuevos encuen-
tros con las fuerzas de la autoridad, que saben han de
vencerlos alguna vez, huyen juntos a la frontera, a pedir
hospitalidad a los indios y refugiarse en sus aduares. Aquí
termina el poema llamado EL gaucho Martín Fierro.
Años después de aparecer este poema, con unánime
éxito de librería y de crítica, José Hernández publicó su
segunda parte, titulada La vuelta de Martín Fierro. El
protagonista y su amigo Cruz llegan inoportunamente a
la frontera. Ocupados los indios en preparar un « malón »,
reciben a los dos gauchos con recelo y en disposición de
matarlos. Un cacique, menos feroz que sus compinches,
les salva la vida, pero los mantiene aislados y cautivos.
Los dos gauchos pasan largas y múltiples peripecias.
Presencian un malón y una espantosa epidemia de virue-
la. Esta enfermedad arrebata la vida a Cruz. Martin Fie-
rro queda solo en el desierto. Conoce allí a una cautiva
de los indios, a la que inflige un cacique los tormentos
más atroces. Indignado, lucha con él, le mata, y^ huye lle-
vando a la cristiana en las ancas de su caballo. Entonces
vuelve, por fin, a su pago, después de una ausencia de
dos lustros. Su rancho está en ruinas; es una «tapera».
Su mujer ha muerto en el hospital. Sus hijos andan des-
parramados por el mundo: uno ha estado preso injusta-
mente; otro, a quien una tía recogió y dejó una herencia,
fué' robado por la gente de curia... Felizmente, también
172 LA POESÍA ARGENTINA
ha desaparecido el juez que perseguía a Martín Fierro,
el «gobierno» le deja ahora tranquilo. ¿Hasta cuándo?...
El poema no lo resuelve. El lector piensa que hasta que
cometa un nuevo crimen...
Esta parte segunda de Martín Fierro, como tantas
otras parles segundas de obras notables, aunque salpi-
cada de agudos rasgos de ingenio, carece de la armonía y
hasta de la pujante verdad de la primera. La vuelta del
gaucho y su rehabilitación jurídica parecen un tanto arti-
ficiosas. Diríase que el autor las cuenta para que en defi-
nitiva resulte su héroe triunfante. Pero de hecho no es así:
en la imaginación del pueblo, el héroe resulta derrotado.
Forzosamente deben triunfar, sobre el antiguo y rústico
derecho consuetudinario, el nuevo derecho legal, las insti-
tuciones, la cultura. Esto es lo que nos enseñan la histo-
ria y la experiencia. La vuelta de Martín Fierro no pasa,
pues, de ser un juego de imaginación, con páginas tan
felices como los sesudos consejos del viejo «Vizcacha», el
trozo más popular de todo el poema.
Martín Fierro tiene el valor de un documento histó-
rico. Podrá Hernández haber imitado más o menos fiel-
mente el lenguaje gauchesco ; podrá acertar o equivocarse
en tal cual episodio o detalle; pero su obra es una sín-
tesis de cierto estado social, y su personaje alcanza las
proporciones de un símbolo. El gaucho Martín Fierro,
más que un determinado hombre, es el tipo genérico del
gaucho a mediados del siglo xix, y su figura, real o fan-
tástica, ha de perpetuarse en la memoria del pueblo ar-
gentino como la de un héroe de los tiempos bárbaros.
H. LA POESÍA ARTÍSTICA
75. E,l Himno nacional aréentino y su autor.
Llámase himno a un canto de abalanza. En el himno
se expresan los grandes sentimientos sociales, patrióticos
o rehgiosos. Exaltada el alma, necesita esta forma poética
i.A POF.si.v artística 173
y musical para manifestar su exaltación ; el himno brota
como una flor en la planta llena de savia y besada por el
sol de la primavera. Palabras y sonidos, versos y acordes
se levantan entonces del alma y constituyen el himno, que
es poesía y música, ritmo y pensamiento, amor y acción.
¡Elevemos los corazones!...
Nacido con la guerra de la Independencia el excelso
sentimiento de la nacionalidad argentina, el pueblo recla-
maba una canción que lo expresara. La Asamblea de 1813
resolvió adoptar un < himno nacional », y encomendó su
composición a los poetas. El solemne momento histórico,
obtenidas las victorias de Salta y Tucumán, había de
inspirarlos. Y, en efecto, el joven don Vicente López y
Planes, que bahía cantado ya el rechazo de las invasiones
inglesas en el Triunfo argentino, escribió, como de un
enérgico rasgo de pluma, la canción nacional. Propúsola a
la Asamblea, y, leída que fué, se la adoptó por aclamación.
El poeta anuncia ante los pueblos todos de la tierra
el sagrado grito de « Libertad ». Las Provincias Unidas
del Sur, el gran pueblo argentino, proclama y defiende
su soberanía. Los antiguos dioses de la guerra animan
a sus campeones. Las tumbas de los Incas se conmueven
por el hórrido fragor de la lucha. Los españoles, defen-
diendo su imperio, se arrojan sobre México, sobre Quito,
sobre Potosí, Cochabamba, La Paz. El pueblo argentino
se levanta entonces para salvar a los pueblos hermanos,
y triunfa en una serie de gloriosos combates: San José,
San Lorenzo, Suipacha, las Piedras, Salta, Tucumán, la
Colonia. Ante su empuje, el enemigo huye, rindiendo
armas y banderas... ¡El pueblo, que había jurado morir
antes que vivir sin gloria, vive y triunfa! ¡La América
es libre !
Tal es el pensamiento que desarrolla la composición,
con una altura digna del asunto. El pueblo argentino
canta ya en su fiimno las cualidades características de
su alma: la generosidad y el honor. Quiere la libertad,
174 LA POESÍA ARGliNTIMA
para sí y para todos los pueblos de América, y, armada
de su lanza, con el ímpetu de un dios adolescente, se
arroja al campo de batalla, a combatir con el majestuosa
León de las Españas. ¡Va a vencer o a morir! Y, como
es un predestinado de la gloria, vence y vueive coronado
de laureles.
Aunque la crítica severa puede señalar en el Himno
tal cual defectillo de retórica, la composición tiene el vigor
y la espontaneidad de un verdadero canto épico. No está
zurcido con los lugares comunes de otros himnos nacio-
nales hechos de encargo en circunstancias semejantes. Lo
mueve un soplo de inspiración valentísima; Sc; ve que
el verso ha brotado grandilocuentemente del numen del
poeta. El poeta es el portavoz del pueblo. No busquéis,.
pues, literatura en el Himno nacional argentino: buscad
al pueblo argentino, que se levanta sobre la haz de la
tierra, con la conciencia de su grandeza, de su fuerza y de
su porvenir.
La casi mística exaltación del himno, como género
poético, requiere música. El himno, propiamente, no se
dice, se canta. Debió así componerse, para el Himno
nacional argentino, la correspondiente partitura. Tocó tan
insigne honor al maestro catalán Blas Parera. Su obra,
escrita en el estilo de Mozart, es agradable y melódica.
No obstante, debe notarse que, acaso por las exigencias
de la letra, resulta demasiado dramática y variada para
que se la considere un verdadero himno, composición
que debe ser serena y simple. Es más bien una canción
marcial.
Si se la analiza, vese que consta de cuatro partes
seguidas sin interrupción. La primera es una introducción
relativamente larga, que no carece de cierta majestad
algo ingenua. Después viene el canto de la estrofa.
Como la poesía de López y Planes es demasiado extensa
para cantarla toda (compónese de ocho estrofas de ocho
versos decasílabos cada una y las cuartetas del coroj.
LA poesía artística 173
sólo se canta la primera estrofa. La melodía es agradable
y fácil de retener. Está en tonalidad mayor para los seis
primeros versos; para los dos últimos, en tonalidad me-
nor, lo cual les infunde cierta tristeza patética. Terminaua
la estrofa viene un breve intermedio en tonalidad mayor,
que consiituye lo que llamaríamos la tercera parte. Las tres
primeras discurren en un tiempo lento, característico de
todo himno; pero, después de terminar el general modc-
rato, iniciase la cuarta y última, un final en tiempo rápi-
do, vívace, que es algo como la coda de la piezd. Corres-
ponde al coro de la letra, esto es, a esa breve cuarteta de
versos octosílabos que debe repetirse como una letrilla,
después de cada estrofa. Y la partitura termina allí, de-
jando en el alma de quienes la escuchen o canten, d? pie
y con la cabeza descubierta, la honda sensación de la
gloria y de la patria.
El joven poeta don Vicente López y Planes (1784-
1856), que escribió la letra e inspiró la música del Himno
nacional, fué un interesantísimo modelo de su brillante
generación de argentinos. Nacido en Buenos Aires y edu-
cado en estudios clásicos y jurídicos, tocóle iniciarse en
la vida en vísperas de la guerra de la Independencia. To-
mó las armas y fué un soldado de la Reconquista contra
la agresión británica, y cuando las dejó, triunfantes, re-
quirió la lira y cantó la victoria. Al vencer San Martín,
cantó también la gloria de la batalla de Maipo. Era sol-
dado, era poeta, era demócrata, era político, era jurista,
era hombre de Estado; era lo que la patria reclamaba de
sus condiciones, según aquellos momentos críticos y las
arduas necesidades históricas. Más tarde, durante el inte-
rregno de barbarie de la dictadura de Rosas, fué un ele-
mento conservador de la cultura y de las tradiciones por-
teñas en la presidencia del Supremo Tribunal de Justicia.
Y, anciano ya, cuando cayó la dictadura, puso todo su
esfuerzo en evitar las disgregaciones provinciales, bregando
como gobernador de Buenos Aires por la unidad nacional.
176
LA poesía argentina
Así, el que había luchado por la libertad de la patria y la
había cantado, trabajó después políticamente por su orga-
nización. ¡La patria había de existir, no sólo independiente,
sino también una y orgánica, para que fueran eternos, co-
mo dice el «coro» del Himno, los laureles que supieron
conseguir nuestros mayores, por el esfuerzo de su brazo
y la nobleza de su alma!
76. La muerte de Esteban de Luca.
Entre los poetas de la Independencia destácase bella-
mente la juvenil figura de Esteban de Luca y Patrón.
Nacido en Buenos Aires el 2 de agosto de 1786, se edu-
có en el Colegio de San Carlos y formó en las filas del
ejército que rechazó las invasiones inglesas. Espíritu ins-
pirado, admirador de los clásicos latinos y de la sonora
versificación del poeta español don Manuel José Quintana,
cantó las glorias de la guerra. Son notables sus odas
A la victoria de Chacabiico y A los valientes cochabam-
binos, su composición A Bernardino Rivadavia en la
muerte de su hermano Santiago, y, sobre todo, su mag-
nífico canto A la libertad de Lima, escrito por encargo
oficial.
Tuvo también Esteban de Luca su breve actuación
pública. Fué director acertadísimo de la Fábrica de armas,
y en 1822 nombrósele sargento mayor de artillería. El
virtuoso sacerdote José Valentín Gómez, enviado al Brasil
por el gobierno, en una misión diplomática, llevó al joven
poeta como secretario. De regreso a Buenos Aires, em-
barcáronse ambos en el bergantín Agenor. El 17 de marzo
de 1824, este buque, navegando ya en el río de la Plata,
encalló en el banco Inglés. Luca aprovechó entonces sus
conocimientos de mecánica para hacer construir una balsa
con maderas del buque, y se embarcó en ella con algu-
nos compañeros, sin esperar el socorro que podía venir
de la costa. Horas después llegó a Buenos Aires este
^f^^'
LA poesía artística
177
socorro, y todos los pasajeras que estaban a bordo lo-
graron salvarse. Sólo se perdieron el poeta y sus acom-
pañantes, pereciendo probablemente ahogados; el gobierno
los mandó buscar, y no se hallaron ni sus cadáveres...
Exaltada por el trágico suceso, la fantasía popular ha
forjado sobre la prematura muerte del patricio una her-
mosa leyenda que se cantó en altos versos y se trans-
mite de generación en generación. Esteban de Luca, el
« poeta gentil de arpa de oro », se aventura en una balsa,
a merced de las corrientes y de los vientos; ansia arribar
cuanto antes al suelo nativo; quizá su imaginación sueña
un crucero fantástico, que le llevará hasta una isla encan-
tada y desconocida... Con los ojos del alma, el pueblo
le ha visto, el pueblo le ve aún, de pie, sobre la frágil
embarcación, con el arpa en la mano, perdiéndose en la
lontananza de los mares.
77. Florencio Balcarce, el poeta adolescente.
Todo poeta tiene algo de niño ; todo niño tiene algo
de poeta. Los primeros cultos e ilusiones impulsan a los
adolescentes, cuando estudian retórica y literatura, a es-
cribir versos. ¿Quién no lo ha intentado alguna vez, antes
de los veinte años?... Pero esos ensayos no son casi
nunca más que torpes imitaciones de las lecturas favoritas.
Después de algunos años, al releerlos el espíritu ya ma-
duro, cuya vocación ha tomado un rumbo harto distante
de la poesía, en el comercio o la política, ríese de sus
ensueños juveniles. Tan lejanos los ve, que le parecen
fruto de una personalidad extraña a la suya. El adolescente
poeta se ha transformado en hombre de negocios.
Sólo el verdadero poeta no sufre tal transformación,
y, en el alma, es un adolescente hasta el fin de sus días.
Algunas veces, esa interna juventud del poeta le hace me-
nospreciar la vida que no sea siempre juventud ; él mismo
se siente incapaz de madurar y envejecer. Corresponde
así frecuentemente, a la delicadeza de su espíritu, cierta
^Vy
178 LA poesía argentina
debilidad orgánica, cierta falta de salud. La poca incli-
nación psíquica a vivir en la madurez se une a una
insuficiente aptitud física. El poeta adolescente, que ha
nacido bajo el influjo de una estrella radiante y fugaz,
tiene entonces en la inspiración un presentimiento de su
muerte... A esta categoría especial de ingenios peregrinos
se refirió un poeta griego cuando dijo: «Los hombres
amados por los dioses mueren jóvenes». Y tales hom-
bres, amados por los dioses y bendecidos por las musas,
como si les diera prisa la idea de su muerte cercana
suelen realizar ya en la primera juventud obra seria y defi-
nitiva. ¡ Ellos no renegarán, no, de los versos escritos antes
de los veinte años, puesto que pronto han de pasar, ado-
lescentes aun, a las elíseas regiones de la inmortalidad!
Florencio Balcarce, nacido en Buenos Aires a fines
de 1816, es el más típico, si no el único ejemplo del poeta
adolescente en la literatura argentina, Hijo del general
Antonio González Balcarce, vencedor en Cotagaita y en
Suipacha, cursó sus estudios en la Universidad de Bue-
nos Aires, y en abril de 1837 fué a completarlos a Francia.
Escribió entonces, cuando no contaba más que diez y siete
años de edad y apenas le apuntaba el bozo sobre el labio,
su sentidísima composición La partida, en la que, angus-
tiado por la más honda pena, se despide del suelo patrio.
Corno Dios mismo le manda partir, da él ese doloroso
adiós de su temperamento exquisito en versos vibrantes
de pasión, y presiente su muerte. Compara su vida con
la hoja que pende marchita de la rama y es batida por
el viento; un continuo temblor anuncia la próxima caída...
Tal seca mi vida de muerte el aliento;
mi paso vacila, se arruga mi faz;
y ya desprenderme del árbol me siento,
y entre lioja<, ¡ay!, secas al suelo bajar.
El poeta adolescente pudo volver a Buenos Aires
antes de que se cumpliera su presentimiento; pero poco
LA POESÍA ARTÍSTICA 179
después una cruel enfermedad, agravada tal vez por el
exceso de trabajo, arrebató, el 17 de mayo de 1839, la
hoja marchita pendiente en el árbol de la vida. Dado este
fin prematuro, sorprende el caudal de poesía y de prosa
que ha legado Balcarce a la posteridad. No sólo es autor
de composiciones tan hermosas como La partida, EL leche-
ro, Las hijas del Plata y otras; también tradujo del fran-
cés difíciles obras de filosofía y de literatura. Si «le ano-
checió en la mañana de la vida», puede decirse que en
la mañana había realizado ya la principal labor del día.
78. Juan Cruz Várela, el poeta clásico.
En los tiempos coloniales, la alta enseñanza era esen-
cialmente- clásica y literaria. Estaba prohibida hasta la
importación de libros modernos. El aislamiento económico
y político de la colonia era también intelectual. Por esto,
educados en la Universidad de Córdoba, la de Chuquisaca
y el Colegio de San Carlos de Buenos Aires, los prime-
ros poetas de la Revolución — Vicente López y Planes,
fray Cayetano Rodríguez, Esteban de Luca y Patrón y
Juan Cruz Várela , pertenecieron, acaso sin saberlo o
sin proponérselo deliberadamente, a la antigua escuela
clásica. Pero, de esos poetas, López y Planes se hizo
ante todo hombre de Estado; Rodríguez era un sacer-
dote, que escribió versos como por accidente, y Esteban
de Luca murió tan joven que dejó trunca su obra poética.
Sólo Juan Cruz Várela pudo, pues, completar la . suya,
dedicándole todas las energías de su vigoroso tempera-
mento estético.
Nacido tres lustros antes de la guerra de la indepen-
dencia, en la ciudad de Buenos Aires, el 24 de noviembre
de 1794, y, formado su espíritu en la secular Universidad
de Córdoba, su alma de patriota conservó hasta el fin de
sus días el sello de su educación española, Juan Cruz
Várela es, por lo tanto, el poeta clásico típico y por antono-
180 LA POESÍA ARGENTINA
masia del parnaso argentino. Pero debe advertirse que fué
imperfectamente clásico y a su manera. El genio argenti-
no es espontáneo; mal ha podido nunca avenirse con los
tiránicos cánones e inflexibles principios que constituyen el
verdadero clasicismo literario. Aunque los primeros poe-
tas nacionales admirasen a los antiguos, nunca llegaron a
imitarlos servilmente. Hija del siglo xix, la Revoluciórt fué
romántica en sus ideas, en sus innovaciones, en el espíritu,
ya que no siempre en la letra de sus bardos. El mismo
Juan Cruz Várela, el más clásico si no el único clásico
de los poetas argentinos, tiene sus románticas veleidades.
Y no podía ser de otro modo en la sinceridad de un poeta
argentino que, si bien nacido en el siglo xviii, vivió en
el XIX.
Con feliz y significativa coincidencia de fechas, inició
Várela sus estudios universitarios en el año de la Re-
volución, 1810, y los terminó graduándose de bachiller
en cánones y teología, en el de la declaración de la
Independencia, 1816. Pasó, pues, la heroica época de la
lucha emancipadora, aislado del gran movimiento revo-
lucionario y absorbido por las especulaciones de la más
pura escolástica. Mientras los patriotas vencían en Salta,
en Tucumán, en Chacabuco, en Maipo, el joven manteista
empleaba sus laboriosas horas en la lectura de los teó-
logos y de los grandes poetas latinos. Era latinista insigne;
no sólo conocía a Horacio y a Virgilio, sino que también
versificaba en latín correctamente. Con una educación clá-
sica semejante, aunque no tan completa quizá, don Vicente
López y Planes, durante aquella misma época, como era
de más edad que Várela, hacía política y perdía poco a
poco en la lucha sus reminiscencias virgilianas. Várela,
más penetrado del clasicismo, nunca pudo olvidar a su
maestro, Virgilio, ni a su modelo, la Eneida, aunque a su
vez sufriese más tarde la influencia del romanticismo y
diera un giro especial a su espíritu clásico.
Abandonando la carrera de la Iglesia, trasladóse a
LA poesía artística 181
Buenos Aires y se inició en la vida política. Ocupó al-
gunos puestos públicos y fundó varios periódicos; fué
apasionado patriota y acérrimo liberal. Unitario y parti-
dario de Rivadavia, causas políticas le obligaron a emi-
grar a Montevideo en 1828. Allí se entregó por completo
al periodismo político y a la literatura. Por su ilustración
y experiencia le reconocieron como maestro muchos jóve-
nes que pasaron después a esa ciudad, en tiempo de la
dictadura de Rosas.
En su amor a las bellas letras halló distracción y
consuelo para las nostalgias y amarguras del ostracismo.
Ferviente cultor de los autores latinos, Várela, que de es-
tudiante había traducido ciertas composiciones de Ovidio,
vertió al castellano varias odas de Horacio. Su más nota-
ble ensayo en este género fué la traducción de algunos
libros de la Eneida. « Mi sistema de traducir a Virgilio, escri-
bía a su amigo Rivadavia, no es otro que el de imitar en lo
posible su estilo, y aun usar sus mismas palabras, en cuanto
lo permitan la lengua y las inmensas trabas que cuando se
traduce presenta la versificación ». No sólo tradujo en parte
la Eneida; compuso también una tragedia original, Dido,
adaptando dramáticamente el libro IV del poema épico
de Virgilio. Puede considerarse a Dido, por haberse per-
dido casi toda la tragedia Siripo, de Labardén, como la
primera tragedia argentina. Es, sin duda, una composición
más sentida y personal que las meras traducciones del
mismo Várela. A pesar de su erudito origen, no carece
de fuego y de pasión, sobre todo en los monólogos de la
infortunada reina de Cartago.
La obra más personal y duradera del poeta no está,
empero, entre sus clásicas traducciones y adaptaciones ;
es el canto lírico A La victoria de Ituzaingó. El triunfo
de las armas argentinas inspira su musa y arranca a su
arpa marciales acordes. Después de invocar la inspiración,
recuerda sintéticamente las victorias de la patria, cuyos
campeones llegan vencedores hasta Quito. El Brasil los
182 LA poesía argentina
desafía a la sazón. Y la patria triunfa otra vez gloriosa-
mente en la batalla de Jtuzaingó. Desde los elíseos cam-
pos del firmamento, en una alegoría que es como la
apoteosis de la guerra, Belgrano llama hacia sí a los hé-
roes caídos en la batalla, y se arranca el lauro de su
frente para coronar con él las sienes del general vencedor,
Carlos María de Alvear.
Murió Juan Cruz Várela el año de 1839, en su
destierro. No le cupo, pues, como a otros emigrados
argentinos más jóvenes, la suerte de contemplar el derrumbe
de la dictadura y de contribuir luego a la reorganización
institucional. Aunque no cayera, como su hermano Flo-
rencio, apuñalado traidoramente por la espalda y por
orden o instigación del dictador, tuvo la misma desgracia
de morir demasiado temprano, antes de ver satisfechos
sus nobles anhelos de patriota. Sin embargo, su enseñanza,
su voz y su ejemplo, así como también los de su hermano
« e! mártir de la tiranía», fueron ¡ecundos para la labor
organizadora. En realidad, el poeta y el hombre de es-
tudio, más que una acción directa en el gobierno, ejercen
una acción indirecta sobre los gobernantes. Los maestros
que murieron en la expatriación inspiraron la obra de sus
discípulos.
79. EcKeverría, el poeta romántico.
Esteban Echeverría, una de las más grandes, si no
la más grande figura de las letras argentinas en el siglo
XIX, nació en la ciudad de Buenos Aires el 2 de sep-
tiembre de 1805. Niño aun, entró a servir como de-
pendiente de aduana en una importante casa comercial.
Pero la vocación literaria impulsaba su mente hacia
otro rumbo. Entre los fardos y cajas de artículos comer-
ciales, púsose a estudiar el francés, y la historia y la
poesía. Al mismo tiempo, su imaginación poética buscaba
en la vida aventuras y amoríos. Felizmente, hallándose
su familia en posición holgada, pudo substraerse a la
LA POESÍA ARTÍSTICA 183
doble influencia del comercio y de la disipación; muy a
tiempo, cuando contaba veinte años, emprendió un viaje
de estudio a Europa. Fijó en París su residencia, y se aplicó-
ai conocimiento de libros y de hombres; a sus lecturas
añadía el trato de espíritus selectos e ilustrados. Enérgico
de alma, era enfermizo de cuerpo; aquejábale ya seria y
crónica dolencia al corazón. Y, aunque fué provechosa a
su salud y a su espíritu su permanencia en el extranjero,
tuvo a los cuatro o cinco años que regresar a. Buenos
Aires, probablemente por falta de recursos.
Cuando partió, en 1825; la patria parecía en camino
de organizarse políticamente. Cuando volvió, en 1830,
-eran por desgracia otros los tiempos. El poder de Ro-
sas amenazaba como una calamidad social. La gloriosa
república en formación, que el joven poeta había soñado
desde lejos, con los dulces espejismos del amor, presen-
tábasele ahora como un país embrutecido por la ignorancia
y ensangrentado por la tiranía. Echó a su alrededor ansio-
sa y atónita mirada, y vio sólo ruinas y sangre. Desolador
espectáculo ofrecía la patria. Doquiera triunfaba la barba-
rie de los caudillos rurales sobre la antigua civilización
de las ciudades. La hidra de la anarquía enroscaba sus
anillos en el hermosísimo cuerpo de la doncella inviolada
e inviolable. El contraste entre la luz y la sombra, entre
la cultura europea que Echeverría acababa de aprovechar
y la violencia americana que entonces contemplaba, atri-
bularon profundamente su espíritu juvenil y soñador. Él
mismo, en breves anotaciones biográficas, nos ha dejado
descrito su estado de ánimo. « El retroceso degradante en
que hallé a mi país, mis esperanzas burladas, produjeron
en mí una profunda tristeza». «Al volver a la patria, ¡ cuán-
tas esperanzas traía!... Pero todas estériles: ya no existía
la patria ». Y agregaba el clásico grito de decepción mortal:
« Todo es vanidad ! »
No podía, sin embargo, espíritu tan rico y lírico darse
para siempre por vencido. Vencido, acallado por entonces
iémi,
184
LA poesía argentina
el repúblico soñador, de su silencio surgió el poeta. « Me
encerré en mí mismo, escribió, y de mí, queriendo poner
en el papel pedazos de corazón, nacieron infinitas pro-
ducciones, de las cuales no publiqué sino una mínima
parte, con el título de los Consuelos ». ¡Feliz el poeta que
halla en su propia alma consuelo para las tristezas y com-
pañero para las soledades de la vida! ¡Feliz la patria que
halla el poeta que ha de cantarla, en sus glorias como en
sus quiebras !...
Los primeros poemas de Echeverría tuvieron cierto
éxito entre los jóvenes. Pero, como era un innovador y
rompía los moldes del clasicismo, hubo naturalmente quien
le tildara de prosaico y de vulgar. No le amilanaron tales
críticas; él no ambicionaba «reputación», sino «gloria»,
verdadera «gloria». «¿Sabe usted lo que es la reputación?,
preguntaba en sus Pensamientos. Eche una mirada en la
sociedad...» La reputación se presentaba allí como vene-
noso fruto de la intriga, de la pedantería, de la mentira,
y como «vaho impuro» de la estupidez humana. «Renie-
go de la reputación. Gloria querría, sí, si me fuese dado
conseguirla, o al menos si a la eficacia de mis deseos
correspondiesen mis fuerzas... »
En los momentos menos literarios seguramente de la
historia patria, cuando se celebraron oficialmente los triun-
fos del general Quiroga, apareció anónimo el poema Elvi-
ra. Poco más tarde fueron publicadas las Rimas, conti-
nuación de los Consuelos. Muy escasos lectores, natural-
mente, eran entonces capaces de apreciar la belleza de
esos versos, y menos aun los que comprendían la belleza
de alma del joven poeta.
El estudio y la guitarra, su querida guitarra, que en
París sirvió de derivativo a las añoranzas de la patria,
no bastaban ya para calmar su espíritu henchido de pa-
triotismo y anhelante de progreso. Tampoco le basta-
ban las dulce inspiraciones de la musa. Ávido de liber-
tad, quiso pronto iniciarse en la acción contra los tira-
t*^'
LA poesía artística
185
nos. Hambriento de orden y de justicia, quiso sentar los
cirtiientOi de una sólida y racional organización política.
A tal efecto cambió ideas con sus amigos Juan María
Gutiérrez y Juan Bautista Alberdi para formar una sociedad
de jóvenes ilustrados y patriotas, que estudiara las más
urgentes reformas sociales y propendiera a realizarlas.
Fundóse así por su iniciativa, en 1837, la Asociación
Mayo, organizada a semejanza de la asociación Joven
Italia, que Echeverría había visto en Europa, y cuyos
fines eran la independencia y la unidad italianas. Reunidos
en asamblea secreta unos treinta jóvenes, pronunció Eche-
verría un elocuente discurso, echando las bases de la
corporación. Proclamósele su presidente. Nombrada una
comisión para redactar el programa, el presidente, am-
pliando y desarrollando su discurso inaugural, y acon-
sejado por los demás miembros de la comisión, escribió
su célebre Dogma socialista, verdadero catecismo de polí-
tica republicana y democrática y de organización social.
Poco después, viendo en la Asociación Mayo un serio
peligro para la dictadura, clavó Rosas su garra en ella, e
impuso a sus miembros la amarga expatriación. Pero,
como «las ideas no se matan», los altísimos principios
del Dogma socialista no pudieron ser destruidos. Que-
daron vivos y palpitantes en las almas de los jóvenes
miembros de la asociación, y sirvieron más tarde, des-
pués de la caída del tirano, para la organización cons-
titucional de la República. Alberdi y Gutiérrez pueden
considerarse, más que compañeros, verdaderos discípulos
de Echeverría. La Constitución nacional de 1853 es, en
cierto modo, algo como la realización de los fines de
la Asociación Mayo ; pero, ¡ ay I, después del largo parén-
tesis de barbarie que puso la tiranía de Rosas en la historia
argentina.
La vida en Buenos Aires se iba haciendo intolerable,
« La Mazorca, escribía el joven repúblico y poeta, mos-
traba el cabo de sus puñales en las galerías de la Sala de
/^
186 LA POESÍA ARGENTINA
Representantes, y se oía doquier el murmullo de sus
feroces y sarcásticos gruñidos. La habían azuzado, y estaba
rabiosa y hambrienta la jauría de dogos carniceros. La
«divisa», el luto por doña Encarnación, esposa de Rosas,
el uso del bigote, todo era motivo para que se buscara,
con el rebenque en la mano, víctimas o siervos que
estigmatizar... Aunque los jóvenes cultos y liberales
hubieran emigrado ya casi todos, Echeverría no se resig-
naba a seguirlos ; emigrar era morir para la patria. El
patriota prefirió retirarse a su estancia de «Los Talas».
Allí le sorprendió la aparición del general Lavalle en la
provincia de Buenos Aires, « rápida y funesta como la de
un fantasma ». Con otros vecinos y hacendados del partido
de San Andrés de Giles, Echeverría declaró entonces, en
un valentísimo documento público, que Rosas era « un
abominable tirano, usurpador de la soberanía popular».
Retiróse Lavalle con su ejército llamado « Libertador », y
la posición del joven unitario, que no podía seguirle por
la flaqueza de su salud, se hizo insostenible dentro de las
fronteras; tuvo forzosamente que emigrar para salvar la
vida. Pasó a la Colonia del Sacramento, donde se detuvo
algunos meses, y de allí a Montevideo, cuya hospitalaria
sociedad y los muchos emigrados argentinos le recibieron
con los brazos abiertos. Era una víctima más en la común
desgracia de la patria.
Para olvidar las amarguras del destierro y el pun-
zante recuerdo de la tiranía, entregándose en cuerpo y
alma a su labor literaria, sólo escribió en Montevideo
obras de inspiración, sus « poemas ». Con tanto estro
poético como rigurosa exactitud, desarrollaba en ellos el
< drama de la vida », él, que desgraciadamente no podía
vivirlo en la realidad. Por su enfermiza complexión, aunque
de alma apasionada y tierna, permaneció solitario y soltero,
y, aunque de viril fibra cívica, no le fué dado servir en
los ejércitos de la libertad. Las ficciones de sus poemas
substituyeron la acción material; las pasiones y aventuras
LA POESÍA ARTÍSTICA 187
de sus personajes reemplazaban a las del autor; en una
monótona y triste vida externa vivía así la rica vida interna
de los verdaderos y grandes poetas, tejida de sueños y de
silencio. En La sublevación del Sur y en Avellaneda can-
tó la lucha del pueblo por la libertad. En El Ángel caído,
las bellezas y encantos del amor. En La Cautiva, su
obra maestra, el más intenso y hermoso de sus poemas,
el único que es todavía popular y lo será probablemente
mientras existan las letras argentinas, describió la adusta
soledad de las pampas, el malón de la indiada, la vida
de los aduares. Todo en esta composición, y puede de-
cirse que en la obra entera del poeta, es natural y sin-
cero. Canta lo que ve, lo que siente, sin grandes arti-
ficios retóricos ni literarios efecticismos, como un bardo
de los tiempos heroicos.
Echeverría inició una nueva escuela y abrió una época
nueva en la historia de la poesía argentina. Fué su pri-
mer poeta romántico, el poeta romántico por excelencia
de nuestra literatura. Hasta entonces, los poetas cultos
pertenecían o creían pertenecer todos a la escuela clásica ;
formados en la claustral enseñanza de los tiempos colo-
niales, su inteligencia había sido nutrida con los autores
antiguos, especialmente los latinos, Horacio y Virgilio. De
los poetas españoles, amóse sobre todo, cuando fué co-
nocido, el grandilocuente Quintana. Los vates de la Re-
volución invocaban, como los antiguos, a los dioses del
Olimpo pagano, de los cuales era naturalmente su favo-
rito Marte, el dios de la guerra. Con ellos mezclaban
curiosamente algunos héroes y dioses americanos, como
Epunamún, Lautaro, Caupolicán... Sus composiciones, aun-
que muchas de ellas elegantes y de cierto mérito litera-
rio, resultaban, para el gusto de la generación nueva,
un tanto artificiosas, solemnes, demasiado retóricas. Tal
aparecía, en general, el clasicismo de los poetas argenti-
nos a principios del siglo xix.
Contra el clasicismo, cuya característica había sido
188 LA poesía argentina
la imitación de las formas antiguas, reaccionó el ro-
manticismo, la proclamación de la libertad del poeta,
para librarse de las reglas establecidas por la retórica.
Coincidían así la democracia de la política con el roman-
ticismo de la literatura. En cierto modo, el romanticismo
era la democracia de la literatura, y la dem.ocracia, el ro-
manticismo de la política. De ahí la perfecta unidad de la
obra de Echeverría, en lo político y en lo literario. Cuando
sentaba los principios de la futura organización del país,
como cuando iniciaba su nueva retórica, era siempre un
individualista, que protestaba en nombre del yo personal
contra las imposiciones y las tiranías. El estudio de las
obras políticas de Montesquieu y de Rousseau fué comple-
tado, en Europa, con el conocimiento de las grandes obras
literarias del romanticismo, especialmente de Lord Byron y de
Lamartine. Coincidiendo esta preparación europea con su
americana idiosincrasia de repúblico y de poeta, pudo remon-
tarse tan alto en el cielo de la patria aquella águila de dos
cabezas que se llamó Esteban Echeverría. Porque Esteban
Echeverría, que a veces parecía no dominar la técnica del
verso y tropezar en el camino de la prosa, caminaba en la
tierra difícilmente, pero volaba con majestad en el espacio.
Los primeros poetas argentinos habían cantado sólo
las grandes glorias de la patria. Verdadero romántico,
Echeverría se atrevió a cantar también su yo, sus penas
y pasiones. Sabía idealizar cuanto le rodeaba, y sobre
todo, alma elegida y amada por las musas, idealizábase
a sí propio. Pero este idealismo subjetivo no excluía, sino
completaba y aun profundizaba una exacta intuición obje-
tiva. Además de los estados de alma, sabía presentar los
paisajes y las cosas. Su descripción de Tucumán en el
poema Avellaneda es tan vivida que, al leerla, aspírase el
fresco aroma de los naranjos en flor. Con tan prolijo rea-
lismo, fruto de su temperamento delicado y preciso para
sentir las sensaciones del ambiente, describe las pampas
en el poema La Cautiva, que el texto sirvió a un na-
I, A POESÍA ARTÍSTICA 189
íuralista de su tiempo para cpnfeccionar una nomencla-
tura de la fauna pampeana. ¡ Excelso privilegio de la Poe-
sía el de adelantarse y guiar y alumbrar los pasos de la
Ciencia !
Implacable destino persiguió a Esteban Echeverría
hasta el instante de su muerte. Espíritu cultísimo, refinado
en la civilización del Viejo Mundo, llegó en la juventud
al Mundo Nuevo, cuando friunfaba la federal barbarie de
los caudillos. Fundador de la ciencia política argentina y
de la nueva literatura nacional, no alcanzó a contemplar
los frutos de esa obra transcendente y fecunda. Amante
de la libertad y de la patria, murió en Montevideo el 20
de enero de 1851, es decir, durante la tiranía y lejos del
suelo querido. El heraldo de la luz se extinguió en la
sombra ; el mesías acabó su vida en vísperas de la re-
dención ; la barca de su existencia generosa naufragó
al llegar al puerto. . . j Un año más, sólo un año más de
destierro y de dolores, y hubiera podido volver en hora
feliz a la tierra natal, después del triunfo de la libertad
para ser aclamado en apoteosis !
80. Mármol, el poeta proscripto.
Habiendo nacido en Buenos Aires en 1818, tocóle a
José Mármol la dura suerte de educarse y formarse bajo
el gobierno de Rosas. Espíritu impetuoso, apasionado por
la libertad, soñador de la gloria, constituyó desde la ado-
lescencia un peligro para la tiranía. Por esto, cuando el
poeta contaba apenas veinte años y estudiaba derecho
en la Universidad de Buenos Aires, cierto día, al salir
del aula, le hizo prender por sus esbirros y aherrojar en
una cárcel. ¿Qué delito había cometido? Él mismo lo
ignoraba, pues su delito era poseer un alma grande y
hermosa.
En la prisión, cargado de cadenas, no le abandonó su
musa, esa inseparable compañera de todo verdadero poeta.
Inspiróle, contra el tirano de su patria, vibrantes estrofas
190 LA POESÍA ARGÉN UNA
de protesta, que escribió con carbón en las paredes. Ha
quedado de ellas, entre otras, la siguiente imprecación:
Muestra a mis ojos espantosa muerte,
mis miembros, todos en cadena pon. . .
¡Bárbaro! ¡Nunca matarás al alma,
ni pondrás grillos a mi mente, no!
Como había entrado, sin causa ni forma alguna de
proceso, salió de su prisión al poco tiempo. La brutal
agresión no era más que una amenaza; sabía ya el joven
poeta cuál iba a ser su destino si continuaba en Buenos
Aires su vida de estudiante. Tuvo entonces que expa-
triarse, como tantos otros espíritus nobles e ilustrados de
la generación a que pertenecía. Valentín Alsina, Félix Frías,
Juan Bautista Alberdi, Juan María Gutiérrez, Domingo
Faustino Sarmiento, Vicente Fidel López, toda la brillante
pléyade de lo futuro, vióse en la triste necesidad de aban-
donar sus lares, y se refugió en el extranjero, especial-
mente en Montevideo, Santiago y Río de Janeiro.
José Mármol pasó primero a Montevideo. Su pobreza
allí era tal que, debiendo recibir un premio ganado por
una composición suya en un certamen poético, sus amigos
tuvieron que prestarle un traje para que se presentara
decorosamente. Correspondió a Juan María Gutiérrez el
primer premio, y el segundo le tocó a Mármol, sobre cuya
composición y personalidad literaria publicó Florencio Vá-
rela elogiosa crítica. Escribió después el joven poeta, en
Montevideo, dos dramas románticos, que fueron represen-
tados y tuvieron éxito ; publicó varias poesías en los pe-
riódicos, y su principal labor fué dar cima a un gran
poema, también romántico, titulado Cantos del Peregri-
no. Proscripto y errante, el bardo, protagonista de su
poema, se da el nombre de Carlos y se apelli-a <; el Pe-
regrino». En realidad. Mármol era por temperamento un
poeta lírico, esencialmente lírico. La forma a veces narra-
tiva en que cantaba sus viajes y visiones, más que espon-
LA POESÍA ARTÍSTICA i'Jl.
táneo producto de su alma, parece un artificio retórico
imitado del poema Child Harold, del gran romántico ingles
Lord Byron. El propio Mármol llama a su Carlos, al
Peregrino, se llama a sí mismo, puede decirse, nuevo
Harold ». Esta tendencia del poeta a imitar un genio distinto
del suyo resta vigor y unidad al poema; sólo descuella en
ciertas invocaciones, como la del porvenir de América, y en
algunas descripciones entusiastas, como la de los trópicos,
ese «radiante palacio del Crucero». Es que, en realidad, en
vez de poseer Mármol el alma compleja y tormentosa de su
autor favorito, poseía un alma sencilla, amante de la natu-
raleza, de la vida, y sobre todo de la patria. Su Carlos, por
mucho que quiera acercarse a Harold, no tiene con él más
semejanza que la de andar errabundo por tierras extrañas.
Además, Mármol, al romper los moldes clásicos, da a su
poema tal diversidad de metros, de rimas y aun de tonos,
que le quita la armoniosa aunque variada unidad que
caracteriza toda grande obra de arte.
De Montevideo pasó Mármol a Río de Janeiro, y de
allí se embarcó para Chile. En los mares del Sur, sorpren-
dido su bajel por una tormenta, no pudo doblar el conti-
nente, y se vio obligado a volver a Río de Janeiro, el punto
de partida. Recorrió un largo espacio entre los mares del
trópico y los del polo, y alguna vez divisó las costas de
su patria, que veía esclava de un mandón absoluto. Tales
peregrinaciones le inspiraron hermosos cantos. Y, de regreso
en Río de Janeiro, su alma se adormeció al arrullo de las
brisas tropicales, y pasó allí dos años, acaso los más
felices de su vida.
A pesar de la atención que dedicó Mármol a sus
Cantos del Peregrino, que representan por su extensión
más de la mitad de su obra poética, su mejor composición
es indudablemente su Canto a Rosas, escrito en Montevideo,
en algún intervalo que le dejó libre la producción de
su largo poema, y fechado en 1843. En el Canto a Rosas,
Mármol no imita ya a Byron. Es original, siente con
192 LA POESÍA ARGENTINA
SU alma, y su inmenso amor por la patria y por la
libertad se desborda en versos fulgurantes. Las estrofas
endecasílabas que antes había balbuceado en la cárcel,
conviértense en sonoros cuartetos alejandrinos, donde el
poeta invoca majestuosamente al tirano, le desafía, le
maldice, le anonada :
I Sí, Rosas ! Te maldigo. Jamás dentro mis venas
la hiél de la venganza mi-; horas agitó.
Como hombre, te perdono mi cárcel y cadenas;
pero, como argentino, las de mi patria, no.
Apenas caída la tiranía, en 1852, volvió Mármol al
seno de esa patria tan amada. Sus conciudadanos le
recibieron con júbilo y respeto, le confiaron una misión
extraordinaria en el Brasil, y, cuando al poco tiempo
regresó, el voto popular le eligió senador. En Buenos
Aires terminó la novela histórica Amalia, principiada en
el ostracismo. Alcanzó este libro éxito ruidosísimo, y
constituye hoy una de las obras clásicas de la literatura
nacional. Publicáronse también varias ediciones de sus
poesías, divididas en dos partes: Cantos del Peregrino y
Poesías diversas. Terminado el período de senador, fué
nombrado director de la Biblioteca publica. En este puesto
tranquilo, rodeado del general respeto y del cariño de
los suyos, sorprendióle una enfermedad que le hizo perder
la vista. Entonces renunció el cargo, y murió poco después,
el 12 de agosto de 1871, como un patriarca, en brazos de
sus hijos y amigos.
Para los argentinos, Mármol, más que un poeta, es
un símbolo: el del amor a la libertad. Él mismo dice,
en el prólogo de sus Poesías varias, que « dos gene-
raciones han surcado el mar de la revolución argen-
tina»: la de la Independencia y la de la Libertad. -Enér-
gica, espléndida, orgullosa, como los triunfos militares,
como las glorias patrias que cantaba, la Musa de la
Independencia es la historia rimada de su tiempo. Triste,
LA POrSÍA ARTÍSTICA 193
pensadora, melancólica, como la suerte de la patria al son
de cuyas cadenas se inspiraba, la Musa de la Libertad,
proscripta y desgraciada como ella, ha puesto también
sobre las sienes de la patria la corona de su época sal-
picada de lágrimas y sangre ». Si a Vicente López y Planes
le inspira la Musa de la independencia, su hermana, la
Musa de la Libertad, inspira a José Mármol. José Marmol
es, en efecto, la personificación poética de la Libertad ;
en la forma, por su innovación de los cánones clásicos;
en el fondo, por sus amores y visiones, y sobre todo en
su vida, en su azarosa vida de bardo errante, protesta
infatigable contra la tiranía que le había expulsado de
la patria. En la tradición del pueblo argentino aparece
escribiendo con su sangre en los muros de la cárcel su
valiente desafío al tirano, o bien, vésele pasar en la cu-
bierta de un buque, anotando sus versos inspirados, mien-
tras le azota el rostro la tormenta. Es el ruiseñor que
canta en las tinieblas del bosque, o que, enjaulado, sublima
su canción cuando cruel mano le arranca, con una punta
de hierro ardiente, la vivaz pupila.
81. Juan María Gutiérrez, el maestro poeta.
Ninguna vocación más poderosa que la enseñanza.
De los hombres que la poseen, unos se entregan al dia-
rio y duro ejercicio de la cátedra ; otros, sin aplicarse
directamente a las tareas docentes, más bien dedican su
laboriosa vida al ejemplo de la juventud, a la confec-
ción de obras didácticas y al estudio y alta dirección
de la instrucción pública. Unos militan como soldados
y capitanes ; otros, como administradores v políticos.
Maestros éstos y aquéllos, todos coadyuvan y realizan
la difícil faena de formar las nuevas generaciones en el,
amor y el conocimiento de la patria y de la verdad.
Juan María Gutiérrez (1809-1878\ educador nato, perte-
neció a la categoría de los grandes teóricos y directo-
res de la enseñanza. Por sus pensamientos y simpatías, por
194 LA POESÍA ARGENTINA
SU acción de funcionario público y por su obra de escritor^
el hombre y el poeta no fueron substancialmente más
que un maestro, un gran maestro de la juventud argentina.
Cursó Juan María Gutiérrez sus primeras letras en
una escuela particular, y luego ingresó en la Universidad
de Buenos Aires, su ciudad natal. A pesar de su afición
al estudio, no llegó a graduarse en aquellos difíciles
tiempos de la dictadura de Rosas. Si no alcanzó de la
Universidad el título de doctor, la crítica y el pueblo se
lo otorgaron más tarde, con toda justicia, pues era real-
mente docto. Perteneció naturalmente al grupo de la
juventud opositora ; con Echeverría y Alberdi, constituyó
el núcleo de la famosa Asociación Mayo. Por no doble-
gar su generoso espíritu a las exigencias del dictador,
emigró en 183/ a Montevideo. Colaboró allí en perió-
dicos y revistas. Por su Canto o Mayo fué laureado,
conjuntamente con otros poetas jóvenes, como Echeve-
rría, Mármol, Acuña de Figueroa y Domínguez. De Mon-
tevideo pasó a Europa, para completar con el oportuno
viaje sus conocimientos, y regresó a Chile, donde se radicó.
Dedicado en Santiago a la enseñanza, desarrollóse su vo-
cación docente. El gobierno le confió la dirección de la
Escuela náutica o naval. No le impidieron esas tareas el
cultivo de la poesía, pues en aquellos tiempos publicó una
antología de poetas hispanoamericanos; su personalidad de
maestro se desdoblaba en el culto de las musas. Caída la
tiranía de Rosas, volvió a Buenos Aires, con los demás
emigrados de su generación y de su temple, lleno de jú-
bilo y ávido de servir a la patria. Hizo sentir su acción
civilizadora como ministro de la histórica presidencia del
general Urquiza. Sus excepcionales dotes fueron luego
aprovechadas en altos puestos directivos de la enseñanza,
*a la que marcó un rumbo patriótico y democrático desde
el rectorado de la Universidad de Buenos Aires.
Tan vasta y varia es la obra escrita de Juan María
Gutiérrez, que sorprende pertenezca a un solo hombre, y
LA poesía ARTÍíSTICA 195
más a un hombre de acción y de gobierno. Entre sus mu-
chas producciones, aun no recopiladas, hállanse interesan-
tes estudios históricos (Bosquejo biográfico del general
San Martín; Noticias históricas sobre el origen y des-
arrollo de la enseñanza pública en Buenos Aires; Origen
del arte de imprimir en la América española; Bibliografía
de la primera imprenta de Buenos Aires, desde su fun-
dación hasta el año 1810); estudios de crítica h'teraria
(sobre Algunos poetas sudamericanos del siglo xix, sobre
Juan Cruz Várela, sobre Florencio Balcarce y sobre varios
otros publicistas argentinos, y el Elogio del profesor de
filosofía doctor Luis José de la Peña); antologías (Amé-
rica poética; Pensamientos de escritores, oradores y hom-
bres de Estado de la República Argentina) ; textos esco-
lares (El lector americano; Historia argentina para los
niños; Elementos de Geometría); obras poéticas originales
(un volumen, titulado Poesías).
En el cúmulo de esta bibliografía de estudios y géneros
tan diversos, descúbrese sin dificultad, entre otros, un
sentimiento generador y una idea matriz: constituir, orien-
tar y documentar la enseñanza nacional. Faltaban para
ello, al mediar el siglo xix, por la esterilidad intelectual e
institucional de la dictadura de Rosas, los elementos más
indispensables, i Había que improvisarlos! De ahí que
Juan María Gutiérrez, al abrazar la educación pública a
modo de apostolado social, se entregara a su febril trabajo
de publicidad. Si nada o casi nada se había hecho, todo
o casi todo debía hacerse. Y, celoso gobernante y admi-
nistrador, Gutiérrez lo vigilaba y aun lo hacía todo por sí
mismo. Así se explica el carácter enciclopédico y peda-
gógico de su obra, que perdía en intensidad cuanto ga-
naba en extensión. En cualquiera de sus géneros, la pro-
ducción de Gutiérrez adolece literariamente de su pecado
original; no puede decirse que sobresalgan el historiador,
ni el crítico, ni el estilista, ni el poeta... Lo que sobresale y
resalta de todo ese conjunto, es el Educador, quien por la
196
LA poesía argentina
necesidad de los tiempos, no sólo es alma y dirección
de la instrucción pública, sino también historiador, crítico,
estilista, poeta.
La historia nos presenta, pues, en Juan María Gutié-
rrez a un eminente maestro. Por otra parte, la crítica
literaria ha juzgado su obra histórica y sociológica supe-
rior a su obra poética. Sin embargo, para el niño argen-
tino, que recita en la escuela y guarda en el corazón para
toda la vida alguna de sus poesías, Gutiérrez es un poeta;
podrá ser un maestro si se quiere, pero un maestro poeta.
Sus poesías A mi bandera, A la juventud argentina, El
árbol de la llanura y La mujer son para el escolar, que
no posee el agudo juicio crítico del retórico, verdaderas
obras maestras. Es que, realmente, a pesar de su rela-
tivo mérito literario, representan dechados de sencillez
y de ternura. Contra la crítica y a pesar de la historia,
el niño tiene razón. Este autor, en sus composiciones
que resultaron escolares, acaso sin que él mismo volun-
tariamente se lo propusiera, por espontánea florescen-
cia de su temperamento docente, se revela todo un poeta.
Y el escolar tiene razón hasta desde un punto de vista más
general, que no puede comprender todavía: Gutiérrez,
sólo por el hecho de su vocación educativa, es íntimamen-
te un poeta. Lo sería aunque no hubiese escrito versos.
¿Qué es, al fin y al cabo, todo verdadero maestro, sino
un poeta de los niños? Ser maestro es saber enseñar.
Saber enseñar es amar a los niños. Amar a los niños es
como amar a las flores o a las estrellas: ¡es ser poeta!
82. Juan Chassainé, el poeta soldado.
El poeta canta a la patria, y el soldado la defiende.
El soldado es un poeta de la guerra, y el poeta, un sol-
dado de la poesía. El poeta estimula el valor del soldado,
y el valor del soldado inspira al poeta. La patria vive y
es grande y bella porque es amada y defendida, y nadie la
ama más que el poeta, y nadie la defiende mejor que el
W 4. r i
LA poesía artística
197
soldado. Teniendo así en el poeta y el soldado sus dos
hijos predilectos, la patria los corona de laurel.
En los tiempos difíciles y heroicos, todos los hombres,
sin distinción de clase, jerarquías ni vocaciones, forman
en los ejércitos de la patria. Entonces los poetas suelen
ser también soldados. Tal es el caso de Juan Chassaing
(1838-I864\ Temperamento ardoroso y combatiente, em-
pleó su corta vida sirviendo a la patria como soldado,
como escritor, como orador, como poeta. Estuvo en tres
campañas, y asistió a las batallas de Pavón y Cepeda.
Distinguióse en las democráticas luchas del periodismo y
de las asambleas políticas. Su palabra elocuente fué escu-
chada en el seno del Congreso nacional, adonde se le
llevó en representación de Buenos Aires, su ciudad natal,
por el voto unánime de sus compatriotas.
Como poeta, tiene hermosas composiciones, entre ellas
el Canto a la instalación del Ateneo del Plata, por el cual
fué laureado, y A mi bandera. Es de notar en esta última
composición, tan frecuentemente recitada por los niños ar-
gentino en las escuelas, su generoso patriotismo. El poeta
no es un retórico sino un soldado, que habla a su bandera
con el corazón henchido de amor patrio y las armas en la
mano, dispuesto en todo momento a dar por ella su vida.
83. Ricardo Gutiérrez, el poeta cristiano.
Miembro de una familia de intelectuales, Ricardo
Gutiérrez (1840-1895), aunque estudió medicina en París
y se distinguió como médico en Buenos Aires, su patria,
sobresalió como poeta. Fué ante todo un poeta, hasta en
el ejercicio de su profesión, pues se dedicó a la más
poética de sus especialidades, los niños. Y fué un poeta
eminentemente soñador, idealista, místico. Sentía y predi-
caba la moral cristiana en todos los cánticos de su lira.
Amaba con amor del alma a los tristes y a los deshere-
dados. Pedía a los ricos que se acordasen de los pobres;
a los hombres felices, que socorrieran a los huérfanos, y.
¡98 LA poesía argentina
a los vivos, que rezaran por los muertos. El más sincero
misticismo daba alas a sus versos, sencillos en la forma,
pero altamente sentidos y abundantes en imágenes. Sus
cantos más sonoros eran alabanzas del fraile misionero,
de la hermana de caridad, del amor espiritual. Abominaba
de la guerra, de la pena de muerte, del mundo, del poder.
Soñaba con un imperio universal de confraternidad, donde
no hubiese castigos, porque no se cometían delitos; donde
no hubiese guerras, porque todos los hombres eran her-
manos, y donde no hubiesen odios, porque todo era pie-
dad y sacrificio. Soñaba una edad de oro en que la tierra
se poblara de ángeles.
En cada verso, en cada pensamiento, en cada nota
de su lira vibraba su inspiración cristiana. Ni un instante
se desmintió, conservándose siempre pura, en una región
de idealidad, sin descender a prédicas sectarias. Tan
completo era su cristianismo, que amaba a sus enemigos,
creía que no debía ya existir ni el nombre de extranjero,
y hasta compadecía a los perversos y criminales, porque
son quizá los más dignos de piedad. Cantaba el perdón,
como la más grande de las humanas virtudes. Era el poeta
de la Misericordia.
En medio de tan beatíficos sentimientos, sólo se re-
beló el ciudadano contra la tiranía. Maldijo a Rosas, el
tirano, y hasta le emplazó para el juicio de Dios. Cuando
alevosos sicarios asesinaron por la espalda, en Monte-
video, a Florencio Várela — ¡lustre poeta, crítico y juris-
consulto, y ardoroso apóstol de la libertad — la musa de
Ricardo Gutiérrez, su dulce y cristiana musa, se desbor-
dó también en denuestos e imprecaciones. No podía su-
frir, no comprendía que el hombre vertiera la sangre del
hombre. Pensaba que hemos nacido para amarnos; ni la
necesidad del Estado, ni el patriotismo ni la justicia, nada
justifica el hecho inconcebible de que un hombre vierta
la sangre de otro hombre...
Sus dos principales poemas son La fibra salvaje y
LA poesía popular 199
Lázaro, ambos de corte romántico. Aunque interesantes
y elevados, supéranlos en mérito sus poesías líricas, re-
unidas en El Libro de las lágrimas y El libro de los
cantos. Ahí canta su dulce pasión evangélica. No sólo
sus sentimientos y temas son profundamente místicos;
hasta sus personajes llevan casi siempre nombres bíblicos:
Lázaro, Ezequiel, Raquel, Magdalena. Cita alguna vez las
Sagradas Escrituras, pero no en las fulminaciones de
Jehová, sino en las promesas de Jesús: los humildes
serán ensalzados, el que busca ha de encontrar, quien
pide ha de recibir, se le abrirán las puertas a quien llame...
Está íntimamente penetrado, por simpatía más que por
estudio, en las ideas teológicas : el hombre es un peregrino
en la tierra, el cuerpo es un servidor del alma, la natural
patria del alma es la ciudad de Dios. Verdadero asceta
por temperamento, en sus raptos de amor, en sus nostal-
gias, en sus salmos, en todos los momentos, hasta en
sus desplantes patrióticos, recuerda siempre la idea pre-
dominante de la Muerte. La Muerte se le presenta más
doliente que conquistadora, más tierna que cruel, casi como
una figura bondadosa y simpática, sin visiones del demonio
ni pensamientos del infierno. La muerte es triste, sólo
porque im.plica separarse de los seres queridos... Pero,
esencialmente, para su alma de poeta y de cristiano, la
Muerte es la Redención.
84. Andrade, el poeta fastástico.
Gobernador de Entre Ríos, el general Urquiza fundó el
Colegio nacional del Uruguay, y, para darle vida y relieve,
dispuso que de cada uno de los departamentos en que se
dividía la provincia se enviaran a sus aulas cuatro niños,
los más aventajados en las respectivas escuelas, según sus
exámenes y la opinión de sus maestros. En la escuela de
Gualeguaychú llamó entonces la atención de su director un
niño pálido y soñador, un carácter precoz y apasionado, a
quien inmediatamente se designó como digno de cursar con
200 LA poesía argentina
provecho estudios superiores. Este niño era Olegario V.
Andrade (1841-1884), el futuro gran poeta de Entre Ríos
y de la República Argentina. Como se había distinguido
en la escuela de Qualeguaychú, distinguióse también en el
Colegio del Uruguay. Allí escribió los primeros versos
juveniles, a la patria, a sus héroes, a la gloria, al amor.
Cuando terminó los estudios secundarios, el general Urquiza,
presidente en aquel tiempo de la Confederación Argentina,
trató de enviarle a Europa, para que continuara estudiando,
como agregado a la legación argentina que el doctor Alberdi
desempeñaba en París y Londres. El joven poeta no
aceptó. Tenía ya novia, a quien amaba con toda la exal-
tación de su alma. Casóse al ano siguiente, sin otro patri-
monio que su energía y su talento, y entonces comenzó
una vida harto dura para aquel padre de familia que era
todavía un niño. Trató de ganar la subsistencia y de
abrirse camino como periodista, y redactó y fundó sucesi-
vamente periódicos políticos y literarios, en Qualeguaychú,
el Uruguay, Paraná, Santa Fe, Concordia. Estimulado por
la necesidad y por el cariño de los suyos, no le desalentaban
los fracasos. Acabó por irse a Buenos Aires, campo más
amplio para su capacidad, y allí dirigió uno de los más
importantes periódicos políticos, hasta que le sorprendió la
muerte, cuando aun se hallaba en plena tarea y juventud.
El gobierno nacional, por ley del Congreso, mandó comprar
a la viuda sus manuscritos, y publicó, en homenaje a su
memoria, una lujosa edición de sus obras poéticas. Espar-
cidas éstas en revistas y periódicos, habían alcanzado ya
popularidad y alto renombre.
Como la mayor parte de los grandes poetas argentinos,
Andrade es ante todo un cantor de la patria. Pero se
distingue de los demás en la manera de cantarla. Posee
un temperamento esencialmente imaginativo, y siente la
naturaleza agigantada y transformada a través de su fantasía.
Sobre la tierra ve sólo piélagos, cordilleras, torrentes, po-
blados de cóndores, de águilas de leones; en el espacio,
LA POESÍA POPULAR 201
el antiguo Olimpo griego, los héroes de la patria, titanes
y dioses; en la historia, legiones ebrias de gloria y de
triunfos, cánticos, sombras. Salvo unas pocas composicio-
nes más sencillas, como La vuelta al hogar y El consejo
maternal, todo en él es terrorífico o grandioso. Sus imá-
genes son como una sucesión de visiones apocalípticas;
su palabra, enfática y violenta, abunda en signos admirativos;
su verso tiene la sonoridad del trueno, y a veces también el
fuego del rayo. Son mejores composiciones, aquellas en
que verdaderamente se revela su genio, son siempre fanta-
sías: Atlántida, El nido de cóndores, Prometeo, El arpa per-
dida, La Creación. Cuando no canta tan fragorosamente,
invoca con alta y vibrante entonación a San Martín y a La-
valle, a los héroes de Paysandü, a los mártires de la libertad.
También cantó a los, poetas, esos heraldos de la liber-
tad y de la gloria. Apasionado admirador de Víctor Hugo,
cuya escuela influyó poderosamente en su numen, tuvo
para el gran poeta francés los más altisonantes ditirambos
y grandilocuentes elogios. Represéntaselo a la cabeza de
épicas multitudes. El bardo es un moderno Prometeo, des-
tinado ahora a vencer a los falsos dioses y a marcar a la
humanidad, en un desierto de tinieblas, los nuevos derro-
teros hacia la luz y el progreso. Otro no menos fantástico
y hermoso aunque distinto cuadro del poeta y la lira, se
halla el inspirado poema que dedica a la muerte de Este-
ban de LüCd y Patrón, aquel joven cantor de la indepen-
dencia, que perece arrastrado en su balsa por los vientos
oceánicos... ¡Vivo símbolo de iodo poeta verdaderamente
lírico, cuya existencia es como una frágil barquilla a mer-
ced de sus nobles pasiones y de su violenta inspiración !
Si Andrade nos describe, pues, en sus versos a Víctor
Hugo, la acción social y externa de la poesía épica, en
El arpa perdida descríbeiios asimismo la acción individual
e interna de la poesía lírica. Aquélla es como una hogue-
ra de troncos seculares; ésta, como una luz en el seno
de una ánfora de alabastro.
PARTE TERCERA
EN EL PAÍS ARGENTINO
85. El tesoro del país aréentíno.
1. Las catorce provincias argentinas, un día,
reuniéronse a la sombra protectora del Ande,
para saber cuál de ellas dichosa poseía
del país lo más noble, más hermoso y más grande.
2. Mentó la sabia Córdoba su claustro de doctores:
Tucumán, sus ingenios y cañaverales;
San Luis, sus tersos mármoles, rayados de colores;
Corrientes y Santiago, sus selvas tropicales ;
3. La Rioja y Catamarca, sus valles y montañas;
Salta y Jujuy, sus bellas y antiguas heredades;
San Juan, la vena de oro que hierve en sus entrañas;
Buenos Aires, sus pampas cubiertas de ciudades;
4. Santa Fe, sus pobladas y fértiles campiñas;
Entre Ríos, sus costas de perlas y esmeraldas,
y Mendoza, la sangre de las pomposas viñas,
que cuelgan de sus cerros tejidas en guirnaldas.
5. Presente la República, alzó la faz altiva:
— Ninguna de vosotras en sus lindes encierra —
les dijo noblemente — , como dueña exclusiva
la más preciada joya de la argentina tierra.
EN LA REGIÓN ORIENTAL
203
6. En todos vuestros campos existe ese tesoro;
donde hay un argentino se encuentra por doquiera...
— ¿Cuál es? — le preguntaron las provincias en coro.
Ella, mostrando el cielo, repuso: — La bandera.—
7. Y entonces las provincias, tendiéndose las manos,
clamaron inspiradas por la gracia divina:
— Es cierto. Ni ciudades, ni montañas, ni llanos.
¡Es nuestra mayor gloria la Bandera Argentina! —
1. EN LA REGIÓN ORIENTAL
86. El Paraná y el Uruéuay.
cFraiímeiito del poema A Montcirideoi.
De las entrañas de América
dos raudales se desatan :
el Paraná, faz de perlas,
y el Uruguay, faz de nácar.
Los dos entre bosques corren,
o entre floridas barrcincas,
Como ante reyes se inclinan
ante ellos ceibos y palmas,
y arrójanies flor del aire,
aroma y flor . e naranja.
Así, siguiendo su senda,
sobre sus lechos se arrastran ;
^^^^
ifcMj^Jj^
m,m.^.*ji>im... ..
i
é
■*'f
Vista del río Paraná (Bourquln).
como uos grandes espejos
entre marcos de esmeraldas.
Salúdanlos a su paso
la melancólica pava,
el picaflor y el jilguero,
el zorzal y !a torcaza.
luego en el Guazú se encuentrai
y, reuniendo sus aguas,
mezclando nácar y perlas,
se derraman en el Plata.
Luis L üomínüu: /
204 EN EL país argentino
87. La formación del Paraná y de sus islas.
Hubo en la historia de la Tierra un tiempo, no de
los más remotos seguramente, porque apenas se trataría
de unos ciento o ciento cincuenta mil años, en que las
aguas del río Paraná no corrían por el cauce actual. Toda
la Mesopotamia Argentina, y muchas otras comarcas de
este país, se hallaban sumergidas bajo las aguas del océa-
no. Las ostras se multiplicaban cerca de Corrientes; los
tiburones llegaban hasta Santa Fe, y las anchoas, que hoy
suben poco más allá de Buenos Aires, servían quizá de
alimento a muchos de los habitantes ribereños del inmen-
so brazo de mar poco profundo que se extendía en lo
que hoy ocupa la cuenca del Paraná.
Poco a poco modificáronse las costas. Variados mo-
vimientos cambiaron la superficie de las tierras, y el Pa-
raná derramó sus aguas tropicales en el ancho seno abierto
entre sus orillas. En su masa colosal siguieron fluctuan-
do las arcillas y arenas, y, al llegar a su desembocadura,
donde se le oponía la valla de las aguas del piélago y
alcanzaba el nivel de las mismas, detenía su impetuosa
corriente, depositando en su fondo extensos bancos de las
substancias que mantuviera suspendidas. El flujo y reflujo
del mar determinaron alternativas en su marcha; formá-
ronse canales en esos bancos, canales que más tarde po-
dían constituir cauces poderosos. Disminuido el caudal de
sus aguas, descubierta con intervalos una parte del fondo,
y bañada ya por el aire y la luz, los juncos invadieron
esos bancos, y desde aquellos momentos comenzó la gé-
nesis de las islas del Paraná. Esta obra secular no ha ce-
sado todavía. Nuevas islas se forman a nuestros ojos; y
no es muy antiguo, apenas del siglo xviii, un mapa que
representa un fondeadero para buques de alta mar en los
parajes, entonces completamente cubiertos por las aguas,
donde hoy se encuentran las poblaciones del Tigre y de
Las Conchas.
EN LA REGIÓN ORIENTAL 205
Para explicarnos la formación y el curso del sistema
hidrográfico del Paraná, observemos el nacimiento de sus
afluentes en las vertientes orientales de los Andes. La
nieve del invierno se consolida en las cumbres, y allí,
donde las leyes de la Naturaleza marcan su límite a los
eternos depósitos de hielo, con los calores del estío se
deshace, se derrite, y las líltimas goteras, agudas y afiladas,
se rompen, se quiebran, y por último se desvanecen. Las
aguas que de ellas manan se filtran en las laderas, o bajan
por los flancos de los Andes, cual hebras chispeantes
primero, silenciosas, tranquilas, sin rumores, sin borbollo-
nes... Paulatinamente su caudal se enriquece con el humilde
tributo de nuevas hebras ; son ya hilos de agua que a
veces murmuran, que saltan por las piedras y forman
cataratas embrionarias. De todos estos hilos nacen arro-
yuelos, arroyos, caudales turbulentos al fin, que rompen
los obstáculos de piedra y arrojan a los valles inmediatos
las moles, chicas y grandes, invencibles al parecer en
su mutismo, pero dóciles por último al impulso de tanta
pequenez y blandura asociadas en un esfuerzo común...
Así nace el Pilcomayo, así brota el Bermejo, y así avan-
zan, descendiendo de las cumbres, las legiones de arroyos
y torrentes que en breve se dispersan, se agrupan, se
unen, se separan, y concluyen por inundar — glorioso
cuadro — el Chaco y las comarcas argentinas, con todos
los tesoros arrastrados por sus aguas fertilizadoras, desde
las pendientes vecinas a las nieves eternas, hasta las
últimas playas donde su fuerza se equilibra o adormece
en el seno del mar.
Como descienden de los Andes el Pilcomayo y el
Bermejo, afluentes del Paraná, descienden el Paraná y
el Uruguay de las sierras del Brasil. Las dos vertientes,
la oriental andina y la occidental brasileña, vienen, pues, a
unirse en la confluencia del Paraná y el Uruguay, consti-
tuyendo un sistema hidrográfico que los geógrafos llaman
del Plata. Las aguas del océano Atlántico, en una acción
206 EN EL PAÍS ARGÉN riNO
lenta y grandiosa que aun en nuestros días podemos
observar, han sido desalojadas por las corrientes que bajan
de las cumbres.
La obra de la vegetación fué también indispensable
en la formación de las márgenes y sobre todo de las
islas. En los bancos cuya convexidad se encuentra cerca
de la superficie del agua, germinan y brotan los juncos,
que muy pronto asoman sobre aquélla y anuncian la
proximidad del fondo. Sus endebles vastagos crecen en
apiñada muchedumbre, y, aunque dóciles al impulso de
la corriente, detienen en sus filas considerable parte de
las arenas que suspendía el agua. El banco í-igiie eleván-
dose. Nuevas legiones de vastagos enriquecen el juncal ;
nuevas masas de arena y de arcilla se detienen al!í, y
lentamente se marca más su nivel. A medida que la
emersión del banco aumenta, se elevan sus bordes, porque
bastan los juncos que hay en ellos para detener una
mayor cantidad de residuos aportados por !a corriente.
Fórmase una isla completamente descubierta, aunque depri-
mida en el centro, o más bien elevada hacia las márgenes.
Allí se detienen también los despojos de las crecientes,
y su concurso, agregado al incesante trabajo de los
juncos sobre las materias que trae el agua, contribuye
a levantar más y más el depósito. La isla ha emergido
ya del todo; sólo las grandes crecientes alcanzarán a
cubrirla por completo.
A la emersión y consolidación se agre^^a ia presencia
de los camalotes. Proceden éstos del desarrollo de semillas
de plantas acuáticas, que, germinando en .'as pequeñas
ensenadas y recodos, han formado una tupida e intrincada
malla o red de raíces, tallos y retoños; la corriente, arran-
cándolos del fecundo limo en que nacieron, los arrastra
libremente, y flotan y se deslizan como balsas, hasta que un
obstáculo los detiene. Traídos por la corriente del ancho
río, los camalotes tropiezan con la isla en formación. Los
vegetales que los constituyen arraigan en la reciente ribera
EN LA REGIÓN ORIENTAL
¿o:
estiran como guirnaldas sus iargos vastagos ilotaiitei, y,
asegurados ya, ai penetrar las numerosas raíces en la nue-
va tierra, detienen nuevos despojos y preparan entretanto
la tierra negra que pronto ha de servir de albergue a un
enjambre de plantas de diversas especies. Las semillas que
flotan en el agua, o que el viento arrebata en otra parte y
que se depositan allí, encuentran húmedo y rico sedimento
para desarrollarse. Verdes trozos de sauce o de ceibo que
vagan en el río encallan también en las orillas, y su dócil
tejido, plástico para echar raíces, envía pronto al suelo
las hebras que le aseguran estabilidad y alimento. No tardan
los numerosos retoños en constituir tallos. En ellos enredará
sus volubles vastagos la «dama» o «reina de la noche»,
de grandes flores que abren al crepúsculo su blanca corola
de delicioso períume. Los ceibos esmaltan ya el paisaje
con sus racimos rojos, y ios llorones sauces humede:en
en el agua que los ha traído el extremó de sus ramillas
colgantes. Consolídase el suelo de los bordes por el des-
arrollo de los troncos; mueren los juncos, privados ahora
de aguas movibles ; y las totoras y cortaderas, con sus lar-
gas cintas; las sagitarias, con sus grandes flechas; las bre-
tómeas, de flores vaporosas ; la guirnaldas de hidrocótiles,
y otras m.il plantas que se complacen en las aguas sin
movimiento de los charcos, elevan sus hojas multiformes
y abren sus flores de escaso perfume. A la sombra de
los sauces crecen los matorrales de las cúfeas, con sus
racimos rosados. Las begonias de vidrioso tejido alzan los
escuálidos tallos. El « pitito » asoma sus encarnados car-
tuchos en la abundante masa de sus obscuras hojas recor-
tadas. La pasionaria ata sus zarcillos en ¡as hierbas o en los
matorrales, y ofrece por doquiera, a la admiración de los
filósofos y a la piedad de los creyentes, las maravillas de
su inimitable estructura. Los mirtos sacuden al aire el velo
de sus primores, el caraguatá levanta en las riberas su
abundante manojo de espinas y curvas flores; ,'as cor-
208
EN EL país argentino
taderas balancean en todas partes el blanquecino penacho
de sus flores esponjosas.
A causa del continuo acarreo de las aguas y de las
explosiones de la vida vegeta!, hanse formado así, partí-
cula por partícula, grano por grano, planta por planta, las
espléndidas islas del Paraná y de su delta.
Sesún Eduardo L. ÍIolmbkug.
88. El Tempe aréentino.
( El delta del rio Paraná)
No lejos de la ciudad de Buenos Aires existe un ame-
ríísimo recinto agreste y en parte solitario, limitado por
las aguas del Plata, el Paraná y el Uruguay. Todo el que
tenga un corazón sensible y tierno lo sentirá inundado de
las más gratas emociones al surcar sus plácidas corrientes,
bordeadas de lozana vegetación ; se extasiará bajo sus
frondosas arboledas, veladas tle bejucos, y verá con deli-
cia serpentear los numerosos arroyuelos que van a unirse
con los grandes ríos.
En mi infancia, arrancado por primera vez de los
muros de la ciudad natal, me hallé un día absorto y al-
borozado en aquel sitio encantador. Más tarde, en la edad
de las ilusiones, lo visité impelido por los placenteros re-
cuerdos de la niñez, y creí haber hallado el edén de mis
ensueños de oro. Y hoy, en la tarde de la vida, cuando
las decepciones han obscurecido la aureola de mis espe-
ranzas, lo he vuelto a visitar con indecible placer. He
vuelto a gozar de sus encantos.. He aspirado con cierta
expansión interior las puras y embalsamadas emanaciones
de aquellas aguas saludables y de aquellos bosques siem-
pre floridos. Este recinto tan ameno, ceñido por los tres
caudalosos ríos en su confluencia, es el espacioso delta
del Paraná. ¡ Quién pudiera describir las innumerables islas
que lo forman!
Una mansión campestre, en un clima hermoso, em-
bellecida con bosques sombríos y arroyos cristalinos.
J^^.
M¿M¡^'.-
EN LA REGrON ORIENTAL
209
animada por el canto y los amores de las aves, habitada
por corazones buenos y sencillos, ha sido y será siempre
el ■ halagüeño anhelo de todas las almas en la edad en
que la imaginación se forja los más bellos cuadros de
una vida de gloria y de ventura. Y, después de la lu-
cha de las pasiones, de los combates de la adversidad
y de los desengaños de la vida en los términos de su
carrera, son todavía la paz y el solaz de una mansión
campestre, la última aspiración del corazón humano. Por
esto los genios de Grecia consagraron los más bellos
colores y armonías a la celebridad de su valle de Tem-
pe; y por esto serán también algún día celebradas por
los ingenios argentinos y uruguayos las bellezas y exce-
lencias de las islas delicioias, que a porfía acarician las
aguas del Paraná, el Plata y el Uruguay, situadas feliz-
mente casi a las puertas de la populosa ciudad de Bue-
nos Aires. Habrá en el globo sitios más pintorescos, por
las variadas escenas y románticos paisajes con que la
Naturaleza sabe hermosear un terreno ondulado y monta-
ñoso; pero ninguno que iguale a nuestras islas en el lujo
de su eterno verdor, en la pureza de su ambiente y de
sus aguas, en el número y en la gracia de sus canales y
arroyuelos, en la fertilidad de su tierra, en la abundancia
y dulzura de sus frutos.
La leve canoa, al impulso de la palilla, se desliza rá-
pida y suave por la tersa superficie de los canales y los
ríos, semejante a un inmenso espejo guarnecido con la
cenefa de las lujosas y floreadas orillas, reduplicadas por
el cristal de las aguas, en simétricos dibujos. El sol brilla
en su oriente sin celajes; las aves, al grato frescor del
rocío y de la fronda, prolongan sus cantares matinales,
y se respira un ambiente perfumado. Las islas, por una
y otra banda, se suceden tan unidas que parecen las
definitivas márgenes del río, no siendo el caudal de agua,
a veces considerable, que hiende la canoa, más que un sim-
ple canalizo del grande Paraná, cuyas altas riberas se pier-
ft
/^,
210
EN EL país argentino
den a lo lejos, bajo el horizonte. A medida que se ade-
lanta, nuevas escenas aparecen ante la vista hechizada. A
cada momento el navegante se siente deliciosamente sor-
prendido por el encuentro de más y más riachuelos,
siempre bordeados de hermoso verdor, sendas misteriosas
que tran portan la imaginación a elíseos encantados.
Entre la lujuriosa maleza de las islas del delta pu-
lulan animales hermosos y útiles. El delicado colibrí, esa
joya del aire, vuela de flor en flor. El chajá pasta en la
hierba. El zorzal, la calandria y el jilguero alegran el
ánimo con sus cantos deliciosos. El pipirí corre por el
suelo en busca de insectos y de pequeños reptiles. El
cuís corretea y se oculta en sus cuevas El carpincho
brinda su carne al sustento del hombre, y la nutria le
ofrece su preciosa pie! para abrigarse. El pécari, cono-
cido con el nombre de cabalí, posee una carne más sa-
brosa que la del carpincho. El jaguar o tigre presenta al
isleño la oportunidad de ejercitar su bravura. La coma-
dreja muestra al observador la curiosidad de la bolsa ex-
terna donde lleva sus hijos, después de nacidos. En la-
EN LA RF.GIÓN ORIENTAL 21.'
aguas abunda riquísima pesca, sobresaliendo por su exqui-
sito sabor el pejerrey, como si dijéramos el rey de los peces.
Oculta e ignorada existe la dulcísima miel del camuatí, re-
pública de avispas melíferas y maravilla de la Naturaleza...
Todas estas bellezas y riquezas del delta ¡o hacen
comparable a aquel sitio de delicias de la antigua Grecia,
cantado por los poetas y ponderado por los filósofos, que
se llamaba el valle de Tempe, en Tesalia. Ambos Tem-
pes, el griego y el argentino, el antiguo y el moderno,
gozan de un mismo clima, siendo semejantes en tempera-
tura, en salubridad y hasta en algunas producciones. Uno
y otro son patria del laurel y el mirto, emblemas de la
gloria y del amor. Hay con todo una diferencia inmensa
entre el helénico valle y el delta del Paraná, y es que
aquél ha perdido ya parte de su primera fertilidad, y con
ella su antigua fama, mientras que nuestro Tempe es ahora
más fértil y acaba de abrirse a la vida de la civilización.
Según M.v'xos S.\.stre.
89. Peludeando en el País de los Matreros...
(En el interior del delta del rio Paraná).
La noche era espléndida, una de esas noches de
verano en que las estrellas brillan como a través de un
velo. La luna reinaba en el cielo límpido, sin una mancha;
las nubes parecían vagar diluidas en el azul plateado del
aire. Era una de esas noches que arrebatan la imagina-
ción y ponen en el ánimo la dulce languidez del ensueño.
Aprovechando su claridad salimos a cazar peludos, o, como
dicen más brevemente los gauchos, a peludear.
Silenciosos y de a uno en fondo cruzamos el cardal
por una senda tortuosa y estrecha, que parecía, sobre la
llanura verdinegra y ondulada, un hilo de agua que corría
a impulso de ios caprichos del nivel. íbamos hacia las
laderas y « cuchillas » del terreno, donde, según la opinión
de los prácticos, van por la noche los peludos a buscar su
alimento, desenterrando raíces jugosas y suculentas larvas.
212 EN EL PAÍS ARGENTINO
Con la cola levantada y husmeando el suelo, marchaban ade-
lante los perros, también en el silencio de la expectativa.
Salimos del cardal y nos detuvimos a deliberar sobre
el rumbo. Los perros fueron a echarse alrededor del
capataz, que llevaba la pala para cavar las cuevas y la
bolsa para recoger la caza. Sacaban la lengua, jadeantes
ya, como acostumbra todo perro campesino, para quien
parece ley ineludible demostrar un cansancio despropor-
cionado a la jornada. A lo lejos se oía el sonido de un
cencerro, pausado, soñoliento.
Determinado el rumbo de nuestra excursión, nos pusi-
mos de nuevo en marcha. Precedíannos siempre los perros,
con la nariz pegada al suelo y moviendo la cola con
mayor presteza cuando era mayor la impresión que recibía
su olfato. Rastreaban entre el pasto, revolvían la maleza,
y cuando encontraban una alimaña, parábanse a reco-
nocerla. Si valía la pena, dábanle muerte zamarreándola
del pescuezo, donde el vigoroso y agudo colmillo hacía
presa segura.
De pronto escuchamos, hacia la derecha, continuado y
persistente ladrido. Corrimos. Uno de los perros había
dado, allá, en el repecho de la ladera y en medio de un
manchón de macachines, con un gran peludo. Sorprendía
al muy goloso, que entretenido en remover la tierra, no
había advertido nuestra llegada.
Acometido el peludo por el perro, rivalizaban ambos
en astucia. El perro, experimentado en otras cacerías se-
mejantes, conocía la férrea coraza del peludo, y no igno-
raba que, si le ponía de espaldas, sobre el lomo, quedaría
el animalejo inhábil para darse vuelta y escapar, como
un escarabajo. Por esto, habiéndole cortado la retirada, lo
quería tumbar sobre su caparazón, sirviéndose del hocico
como de una palanca para levantarlo. Pero el peludo se
prendía al suelo con sus garras de acero, para no dejarse
levantar y tumbar de espaldas, y trataba de ganar la cueva,
en mal hora abandonada...
EN LA PJCGIÓiN ORIENTAL 213
Llegamos nosotros, y la rnano del capataz logró muy
pronto lo que el perro tentaba en vano. Ahí fué la des-
esperación del pobre animalejo cazado, que parecía cono-
cer la suerte que le esperaba ; cruzaba sus patitas delan-
teras sobre el cuello corto y recio, buscando acaso un
punto de apoyo, y lanzaba murmullos, guturales que se
dirían quejas. La superstición del gaucho ha encontrado en
ellas una invocación a Jesús, ¡ como si el peludo le enco-
mendara su alma en el trance de la muerte !
El filo del cuchillo, cortando el cuello de la víctima,
puso fin a la escena. Cargamos con la res y continuamos
la excursión. No lejos, los perros volvieron a ladrar. Ha-
bían descubierto un nuevo rastro o alguna nueva cueva.
Según José S. Alvaui;z (Fray Mocho)
90. La Mesopotamia Aréentina.
En el interior del Asia existe una región feliz que,
por estar situada entre dos grandes ríos, el Eufrates y el
Tigris, llamósela <í Mesopotamia », voz griega que significa
« entre ríos ». Tan pintoresca es y fértil, que la imaginación
antigua colocó en ella nada menos que el « Paraíso Terre-
nal». En los vastos territorios de la República Argentina,
entre los ríos Uruguay y Paraná, existe también una Me-
sopotamia, y aun más generosamente dotada que la asiática
por la mano de la Naturaleza. Comprende dos progresistas
y ricas provincias del litoral : Entre Ríos y Corrientes.
Desde el delta paranaense hasta la laguna Ibera, su
suelo está compuesto de fértiles aluviones; lo ondulan
suaves « cuchillas » y riegan innumerables arroyuelos. En
la parte Sur lo cubren ricos pastos; hacia el Norte, bajo
un clima más cálido, abundan las selvas y bosques subtro-
picales. La selva de Montiel, que se extiende al Norte de
Entre Ríos, prolóngase en el bosque de Payubre, al Sur
de Corrientes. En Entre Ríos prospera la ganadería y el
cultivo de cereales; en Corrientes, además de la ganadería,
el cultivo de caña, algodón, tabaco y demás productos de
214 EN EL PAÍS /RCir.NTINO
las tierras cálidas. Sus bosques naturales representan con-
siderable riqueza. Al Norte de las lagunas Ibera y Maloyas,
la selva correntina se confunde con la misionera.
Si valiosos son los productos naturales e industriales
de la Mesopotamia Argentina, más valioso aun es el sumo
producto de sus hombres. El entrerriano y el correntino
poseen, entre los pueblos de la República, sus interesantes
caracteres particulares. La benignidad del clima ha hecho
de la provincia de Entre Ríos un centro de inmigración
y de colonias agrícolas. Todos los pueblos blancos de la
tierra, puede decirse, han mandado allí hijos suyos, que
el medio americano ha asimilado y adaptado. Por la
diversidad de sus razas, la provincia presenta una confu-
sión semejante a la antigua torre de Babel. Mas sus inmi-
grantes, algunos de ellos desheredados en el Viejo Mundo,
encuentran en el Nuevo un medio tan favorable y pro-
picio para el desenvolvimiento de sus actividades, que,
olvidando el país de origen, constitüyense en industriosos y
entusiastas ciudadanos de la República. Frecuentemente,
a la primera generación olvidan el idioma originario; ha-
blan el castellano y se sienten argentinos. Así, en Entre
Ríos, por una complicada amalgama étnica, surge en el
siglo XX un pueblo que parece sumar las condiciones de
todos sus antepasados.
El clima más caliente de Corrientes no ha permitido
allí tal afluencia de inmigración europea. En cambio, ha
formado un tipo criollo de los más notables, por su vigor
físico y su audacia intelectual. Los gauchos correntinos se
defienden en el río, cuerpo a cuerpo, de los feroces yacarés;
cazan con lanza el jaguar y el puma; dícese que detienen
en la carrera a la yegua salvaje, asiéndola del copete. Su
valor y su destreza rayan en la leyenda. La patria tuvo siem-
pre en ellos celosísimos defensores de sus fronteras. Con
la difusión de la instrucción pública, estos hijos de Co-
rrientes, históricos enemigos de todo despotismo, están lla-
mados a ser importantísimo factor en la cultura argentina.
X
EN LA REGIÓN ORIHNTAL
21£
9l. La vuelta aí ko^ar.
(En Gualeguaychúi.
1. Todo está como entonces:
4 la casa, la calle, el río,
los árboles con sus hojas
y las ramas con sus nidos!
2. Todo está, nada ha cambiado,
el lior zonte es ti mismo;
¡lo que dicen esas brisas
ya otras veces me ío han dicho !
3. Ondas, aves y murmullos
son mis viejos conocidos,
¡confidentes del secreto
de mis primeros suspiros !
4. Bajo aquel sauce que moja
su cabellera en el río,
¡largas- horas he pasado
a solas con mi delirio !
5. ¡ Las hojas de esas achiras
eran el tosco abanico
que humedecía mi frente
y refrescaba mis rizos !
6. Todos aquí me confiaban
sus ¡enas y sus delirios;
con sus suspiros las hojas,
con sus murmullos el río.
7. i Qué triste estaba la tarde
la última vez que nos vimos!
Tan sólo cantaba un ave
en el ramaje florido.
(Abreviado)
8. Era un zorzal que entonaba
sus más dulcísimos himnos,
I pobre zorzal que venía
a despedir a un amigo!
9. « i Adiós ! parecían decirme
sus melancólicos trinos:
I Adiós, hermano en los sueños!
¡ Adiós, inocente niño ! »
10. ¡Yo estaba triste, muy triste'
El cielo, obscuro y sombrío;
los juncos y las achiras
se quejaban al oirlo.
11. Han pasado muchos años
desde aquel día tristísimo,
i muchos sauces han tronchado
los huracanes bravíqs!
12. Hoy vuelve el niño hecho hombre,
no ya contento y tranquilo,
I con arrugas en la frente
y el cabello emblanquecido!
13. ¡Ah! Todo está como entonces:
los sauces, el cielo, el río,
las olas, hojas de plata
del árbol del infinito.
14. Sólo el niño se ha vuelto hombre,
¡y el hombre tanto ha sufrido,
que apenas tiene en el alma
la soledad del vacío!
Olegario V. Andraob.
2Í6 EN EL PAÍS ARGF.NTINO
92. Los éaucKos judíos.
i,En las colonias judias de Entre Kíosi
I. EL HIMNO NACIONAL
Era en los primeros tiempos de la colonia. Los judíos
de Entre Ríos conocían poco el lugar, y sus ideas sobre
las costumbres del país eran en extremo confusas. Admi-
raban al gaucho y le temían, envolviendo su vida en una
vaga leyenda de heroísmo y de crimen. Sabíanle peligroso
e irascible. Las fábulas de sangre y de bravura,, referidas
en las noches de luna por los cantores poco frecuentes del
pago, mal interpretadas por los nuevos campesinos, con-
tribuyeron a fomentar semejante concepto sobre el paisano.
Para el judío de Polonia y de Besarabia, resultaba el ban-
dido romántico, feroz y caballeresco, como el héroe de
novela cuyas aventuras leían las muchachas obreras al
regresar del taller, en Odessa, o al terminar las tareas
habituales, en la existencia riística de la colonia... Así, en
la sinagoga, que funcionaba en tal o cual rancho de Rajil,
jóvenes y viejos discutían cosas relacionadas con la Ar-
"gentina. E! entusiasmo de vida libre, soñada en los días
amargos de Rusia, aun no se había amenguado. Un amor
idílico rebosaba en todas las almas, y los ojos eran cis-
ternas de ensueño. Por los alrededores de Rajil, los ara-
dos abrían gloriosamente la tierra; la esperanza unánime
estallaba en canciones. Los sábados hasta mediodía y al
atardecer se recordaban, frente a la puerta de la sina-
goga y no lejos del corra!, las penurias antiguas, los epi-
sodios del éxodo, como si la emigración del imperio mos-
covita fuera la bíblica Huida, historiada en las noches de
Pascua.
Se oían afirmaciones distintas. José Haler, que habla
hecho en Rusia ei servicio militar, sostenía que la Argentina
carece de ejército. Rabí Isaac Hermán, anciano todo encor-
vado, tembloroso y enfermo, que enseñaba a rezar a los
\T^
/^ EN LA REGIÓN ORIENTAL 2l7
chicos de la vecindad, se opuso con energía a las opiniones
de José. «Tú nada sabes, le dijo; eres un soldadote. ¿Cómo
quieres que la Argentina no tenga milicia? Fíjate que hay
soldados en Rusia, y eso que se trata de una monarquía. —
Por esa misma razón, rabí Isaac, repuso José. Aquí el zar
es un presidente y no necesita soldados para defenderse. —
¿Y los que están en la estación Domínguez?», interrogó
rabí Isaac. La pregunta del anciano turbó a José, no
sabiendo él explicar de un modo satisfactorio la presencia
en Domínguez del sargento, cuyo corvo sable constituía el
espanto de ios niños.
Una tarde, un vecino llegado de Villaguay trajo la
noticia de fiestas próximas. Describió arcos y adornos
colocados en las calles de la municipalidad. La noticja se
comentó, y otro vecino propuso investigar el motivo de
las fiestas. Rec én llegados al país, no sabían aún los
colonos una palabra de español.
Los mozos copiaron pronto las costumbres gauches-
cas, pero no lograban explicarse con los criollos más allá
de las necesidades cotidianas. Resolvieron, sin embargo,
interrogar al boyero, un ex soldado de Crispín Velázquez,
el caudillo tradicional de la región y veterano de la guerra
del Paraguay. Aquél opinó que debía tratarse de una
yerra, o bien de elecciones. La versión pareció lógica al
principio, mas fué rechazada después. Por fin, el comisario
de la colonia, don Benito Palas, fué quien comunicó a
los judíos el objeto de los preparativos, y en una forma
elocuente y rudimentaria explicó al matarife el significado
del 25 de mayo.
El hecho preocupó a los habitantes de Rajil. En las
tertulias nocturnas, en los descansos de las faenas, en
las amelgas, los vecinos se reunían conversando sobre
la fecha. Cada uno exponía a su modo la importancia
del suceso, y, por último, nació la idea de celebrar el
aniversario. La' iniciativa se debía a un antiguo delegado
de Jytomir, Israel Kelner, que había ido a Jerusalén, para
218 EN EL PAÍS ARGENTINO
organizar la emigración, en 1889. Hebraísta estimado
públicamente por el matarife — el que sacrifica las reses,
dignidad sacerdotal entre los judíos de la colonia Rajil — ,
Kelner gozaba de prestigio y pronunciaba discursos en las
modestas solemnidades de la colonia. Expresamente hizo
un viaje a Las Moscas, donde un estanciero le informó
sobre el asunto.
La celebración del 25 de mayo quedó decidida, y
se designó al alcalde y al matarife para organizar la fiesta.
Jacobo, peoncito de éste, el más acriollado, vistió sus
más vistosas bombachas, y, sobre su gallardo petizo, avisó
de casa en casa que iba a reunirse una asamblea en la
sinagoga. En ella se discutieron los detalles del acto. Se
resolvió desde luego no trabajar el día patrio, embanderar
los portones y reunirse en el potrero común, donde rabí
Israel pronunciaría un discurso. Al acto fueron invitados el
comisario y el administrador general de las colonias, un
extranjero áspero y nada expansivo, a quien poco conmovía
el acontecimiento de mayo.
Surgió una grave dificultad. Se ignoraba el color de la
bandera argentina, y este detalle fué advertido muy tarde. A
pesar de ello los preparativos continuaron, y el día clásico
llegó. Rajil amaneció adornada como un buque, llenos de
colores los portones, ¡de todos los colores, menos los
argentinos! Un sol magnífico iluminaba la campiña; los
arbustos amarillentos y los tártagos cobraron regocijo con
la inundación de luz. El comisario mandó su pequeña
banda, y la colonia se llenó con las notas del Himno. La
música hinchó de júbilo los corazones, y la fiesta de la
patria, confusamente comprendida, puso en el espíritu una
profunda alegría. Reuniéronse en la sinagoga hombres y
mujeres, luciendo sus trajes mejores. Las túnicas hierosoli-
mitanas brillaron al sol su blancura, y el matarife bendijo la
República en la solemne oración del Mischa-beraj.
Afuera, los jóvenes y las muchachas proyectaban un
baile, mezclando a los comentarios del día rumores sobre
EN LA REGIÓN ORIENTAL 219
probables noviazgos. Después de la lectura del Libro sa-
g'-ado, el alcalde predicó. Era el menos instruido en cues-
tiones rabínicas, si bien sabía usar con frecuencia alguna
cita de los textos talmúdicos, oída al azar. En cambio, era
elocuente. Gesticulaba a la manera de los predicadores
sinagogales, y mesaba su barba castaña, una hermosa barba,
que se extendía sobre su pecho envue'to en la . túnica
santa». «Me acuerdo, dijo, que en la ciudad de Elisabetgrad,
después de la matanza de judíos, la sinagoga fué clausu-
rada porque no quisimos bendecir al zar. Aquí nadie nos
obliga a bendecir a nadie. ¡ Por esto bendecimos a la Re-
pública y al presidente!» No se sabía aún quién era el
presidente, pero el caso importaba poco.
El almuerzo fué rápido y jovial. En seguida la pobla-
ción se congregó en el potrero. Las flores silvestres de la
estación brillaban en la improvisada glorieta, junto a la
cual la banda repetía sin cesar los acordes del Himno.
Los mozos braveaban sobre sus caballos, y los peones del
tajamar, reunidos en grupo, miraban en silencio, partici-
pando a ratos de los dulces y de los abundantes pasteles
preparados por las vecinas. La damajuana de vino esperaba
al comisario.
A las tres de la tarde, don Benito Palas asomó con su
escolta y una bandera desplegada. Resonaron aplausos y
la ceremonia oficial comenzó. El comisario bebió su copa
de vino, y rabí Israel Kelner ocupó la tribuna. En jerga
vulgar saludó en nombre de la colonia al país donde no
ocurren matanzas de judíos», y refirió la parábola de los
dos pájaros, que los colonos le habían oído en diversas
oportunidades. Extraída de las discusiones talmúdicas de
Segovia, la parábola simbolizaba para el orador la liber-
tad de los pueblos.
« Había un pájaro, dijo, prisionero en una jaula de
hierro. Creía que todos vivían así, hasta que cierto día
vio a otro pájaro revolotear en el espacio y posarse
sobre los tejados y los árboles. Entonces el canto del pri-
220 EN EL país argentino
sionero se hizo triste. Tanto meditó en su esclavitud, que
concibió un pensamiento. Durante las noches picoteaba
las rejas, y llegó por fin a libertarse. Tornáronse alegre
su canto y su vida, y no tardó en volar tan alto como
los demás pájaros».
Jacobo explicó a don Benito Palas, criollo poco enten-
dido en símbolos talmúdicos, el sentido del discurso. Y, por
toda contestación, el comisario recitó las estrofas del Himno.
No lo comprendían los israelitas; pero al llegar a la pa-
labra « Libertad », el recuerdo de su antigua desdicha, la
amargura, las persecuciones seculares sufridas por la raza,
exaltó sus ánimos, y, con el corazón y con la boca, ini-
ciándose en el generoso amor de su nueva patria, todos
exclamaron, como en la sinagoga: «¡Amén!».
II. LA TRILLA
Cuando los peones apartaron las últimas bolsas de
nuestro trigo, eran las nueve de la mañana. La máquina
paró, y a la sombra de la parva cercana la gente se dis-
puso a tomar el café; un sol fuerte nos ahogaba, tiñendo
en llamaradas la campiña segada, que parecía un inmenso
cepillo de oro. Lejos, en el potrero, en las quebradas, en
torno de las pequeñas lagunas, los bueyes pacían, lentos
y graves, en medio de la chachara de los teruteros.
El alcalde de la colonia, viejo de grandes barbas,
elocuente y astuto, elegido por el vecindario en una asam-
blea efectuada en la sinagoga, comentaba los resultados
de la cosecha y alababa las calidades de nuestro trigo.
Era analfabeto casi, y sólo conocía por referencias ciertos
pasajes de las Escrituras, que citaba a menudo al inter-
venir en la entrega de una reja o en la compra de un
rollo de alambre. Y aquella mañana cálida, rodeado por
los vecinos, a la sombra de la parva, peroraba sobre- las
ventajas de la vida rural. «Bien sé yo, decía, que no es-
tamos en Jerusalén; bien sé yo que esta tierra no es
aquella de nuestros antepasados. Pero sembramos y te-
EN LA REGIÓN ORIENTAL 221
liemos trigo, y de noche, cuando regresamos de la era
detrás del arado, podemos bendecir el Altísimo porque nos
ha conducido fuera de Rusia, donde éramos odiados y vi-
víamos perseguidos y pobres ».
El matarife replicó : «. El trigo de Besarabia es más
blanco que el de la colonia », y expresó pausadamente
su descontento. « En Rusia, dijo, se vive mal, pero se
teme a Dios y se obra de acuerdo con la ley. Aquí los
jóvenes se vuelven unos gauchos». El agudo silbato de la
máquina desparramó a los vecinos. Tocaba el turno a las
parvas de Moisés Hintler, quien permanecía silencioso,
junto a la casilla rodante del maquinista. Era bajito,
flaco, y sus ojos redondos y diminutos traducían en su
mirar de miope una alegría profunda. A su lado, la mu-
jer, envejecida en la miseria del pueblo natal, contemplaba
la faena, y la hija Devora, moza robusta y ágil, preparaba
el almuerzo.
Comenzó el trabajo. Subimos a la parva de Moisés
para alcanzar las gavillas, y los peones engrasaban, en
tanto, la máquina formidable. « Moisés, exclamó el alcal-
de, ¿tenías también parvas en VilnaPAllí trabajabas de
joyero y componías relojes, ganando un par de rublos al
mes. ¡ Aquí, Moisés, tienes campo, trigo y ganado !... »
Levantó una copa de caña y brindó : « Moisés, como
decíamos en Rusia, yo deseo que tu tierra sea siempre
fecunda, y que, por abundante, no logres juntar su fruto ».
Moisé§ permaneció silencioso detrás de la máquina. En su
cabeza se revolvían continuos recuerdos, los recuerdos de
su vida lúgubre de Vilna, de su vida martirizada y triste
de judío...
La rueda mayor giró, y el grano empezó a derra-
marse, como lluvia de perlas bajo la bíblica bendición del
cielo inundado de luz. Interpuso lentamente la mano so-
bre la cual el trigo caía en clara cascada, y así la tuvo
mucho tiempo. A su lado, la mujer miraba con avidez, y
también Devora miraba. «¿Veis, hijos míos? Este trigo es
222 EN EL PAÍS ARGENTINO
nuestro... » Y sobre sus mejillas, aradas por una larga mi-
seria, corrían dos lágrimas, que cayeron, junto con el grano,
en la primera bolsa de su cosecha...
Según Albeutu Geucih.'noff
93. Escena de una creciente del río Paraná en Corrientes.
Era una plácida tarde, a mediados de mayo. El cielo
de la ciudad de Corrientes, límpido y radiante, de un azul
intenso, parecía sonreír en uno de sus mejores días. El
sol, en el ocaso ya, hinchado como un glóbulo rojo en el
campo de aquella lente celeste, iba a entrar en el seno de
las aguas, rizadas por una ligera brisa.
Apenas había sonado por última vez aquella tarde la
campana del Colegio nacional, salimos todos los mucha-
chos, en bullangueros grupos, con rumbo a la Punta de
San Sebastián. Llamábase « La Casilla aquella lengua de
tierra pedregosa que sirvió de asiento a una capilla jesuí-
tica, y que, como un brazo hercúleo, para el golpe de las
aguas en una de las siete corrientes que dan su nombre a
la ciudad fundada por Vera y Aragón, Algo extraordinario
había allí, que atraía con indecible y misterioso encanto
a la alegre estudiantina. Era el Paraná, que, en una de
sus crecientes máximas, salido de madre, lo inundaba todo
a su paso, sobre el borde de sus hondos barrancos.
En la pequeña bahía que forman las aguas del río a
la diestra de aquella lengua de tierra, las balleneras y
goletas, con sus velas latinas más blancas que las gavio-
tas que revoloteaban en torno, habían enfilado sobre la
costa en línea de combate y en orden defensivo contra
las fuertes corrientes que amenazaban arrastrarlo todo. Y,
en la punta misma de San Sebastián, donde las aguas en
grandes masas se revolvían furiosas contra las moles de pie-
dra y formaban un vórtice diabólico, para esparcirse luego
caracoleando en burbujas e espumas fugaces, una bandada
de pescadores, viejos y jóvenes, ejercía, por mero pasatiem-
po, con la clásica « pateja », la pesca fabulosa del sábalo.
EN LA REGIÓN ORIENTAL 2S]
No hay colores en la paleta del artificio humano para
pintar aquel cuadro, una caída de sol que aun vive en
mi retina. Las sombras del crepúsculo abrían su manto,
dando a las aguas un tinte melancólico. La brisa había
calmado, y el viejo Paraná retrataba, en la tersa superficie
de sus aguas bronceadas, la serena limpidez de aquel cielo.
Había no sé qué de trágico en la líquida planicie que
corría con felina mansedumbre. A trechos, en las revo-
luciones internas de la marcha, abortaban en la superficie
capullos de aire comprimido, y se extendían en torno
manchas limpias y redondas, que fingían espejos de pulido
acero. Sólo rompía el cristal de la corriente uno que otro
camalote desprendido de las islas o barrancos, en el cual
navegaba, sorprendido por la inundación, un lagarto aga-
zapado entre las zarzas o un ciervo erguido, con la mirada
alta y la violenta tensión de un salvaje. Y a lo largo de
la orilla opuesta, en la margen derecha del río, extendíase
sobre las aguas, como un fleco fantástico, la sombra de
los alisos y los sauces que festoneaban la playa con
germinación maravillosa.
Habíamos pasado en la ribera un par de horas, sin
asomo de aburrimiento, embelesados por el espectáculo,
cuando, de pronto, vimos asomar a nuestro frente, despren-
dida de la costa chaqueña, una larga piragua. Evidentemente,
sus tripulantes abrigaban la intención de vadear aquel río
como un mar y atracar al pequeño puerto de la bahía. La
navegación se hacía por instantes más y más peligrosa...
Breves momentos más, y la emoción invadía nuestros
corazones en presencia del cuadro que se presentaba a
nuestros ojos. La piragua indiana, de regular calado —
tripulada por tres hombres, dos mujeres, con su pequeñuelo
en la falda cada una, y un muchacho-^, aproximábase a la
casilla, por el seno izquierdo. Tendía audazmente a correrse
hacia la derecha, pasando sobre las rompientes mismas de
la Punta, donde las aguas hervían crepitando en espumas
de miel... Cargada de copiosas rajas de leña de urunday, que
224 EN EL país argentino
constituían entonces el único comercio de las mansas y
laboriosas tribus de indios guaraníes que poblaban la vecina
región del Chaco, obedecía la embarcación al remo flexible
y ágil manejado por aquellos músculos, que parecían de
bronce por el color y por la fuerza del nervio.
Todas las miradas estaban fijas, casi atónitas, en el
grupo de seres, que, por el mezquino fruto de sus faenas
en el bosque, jugaban tan heroicamente con la vida La
escena tocaba a su término. Aquellos hombres, de pómulos
salientes, tez bronceada y ojos oblicuos, habían resuelto,
cambiando breves monosílabos en su idioma gutural, poner
la proa contra la corriente, y, rompiendo el golpe si-
multáneo de los remos con vigoroso esfuerzo, salvar la
barrera, llegar a la meta y descansar cuanto antes de las
fatigas. Pero, al virar la piragua, la torrentosa corriente
la atacó por el flanco, con furores inauditos, y la sacudió
hasta vencerla...
Agudo grito de espanto salió de nuestras filas: «¡Auxi-
lio!...» La piragua había dado un vuelco, allí no más, a
nuestros pies, junto a la orilla, en el abismo de las rom-
pientes rápidas... El grupo de valientes desapareció en una
instantánea zambullida, y, reapareciendo luego, luchaba por
desprenderse de las garras de la muerte. Los náufragos
nadaban con desesperación ; los hombres trataban de salvar
a las mujeres, y las mujeres a los niños...
Con vigorosas brazadas llegaron todos a tierra, menos
una india débil y agostada, que aun se hundía y reaparecía
en el agua, con su hijo en los brazos... Entonces surgió
un héroe salvaje, que iluminó aquel cuadro de dolor. El
muchacho, de unos diez y siete años de edad, hallándose
ya en salvo, ve desde la orilla a la india que se ahoga;
lánzase de nuevo al río, acude en su socorro, ásela
fuertemente y la saca triunfante a tierra... La india des-
fallecía, con su pequeñuelo muerto en los brazos...
Cuando volvió en sí, lanzó un grito y se arrojó sobre el
cuerpecillo helado, llorando su infinito dolor de madre...
EN EL PAÍS ORIENTAL 225
Aquella vez sentí yo en el alma algo como la vibración
intensa del orgullo y la gloria de mi humana especie.
¿Qué soplo sublime y gigantesco, qué fuerzas misteriosas
del sentimiento levantaron el alma del joven salvaje a la
región de la abnegación y el sacrificio?... ¿Quién hubiera
podido trazar en ese instante la línea que deslinda la civi-
lización y la barbarie?... Mi espíritu vio entonces surgir
embellecida la filosofía del Supremo Creador, al amasar en
común el barro de las distintas razas de la familia hu-
mana. Y recordé el texto bíblico, que dice: «De uno solo
hizo Dios todo el linaje humano, para que habite sobre
toda la haz de la tierra ».
Según Julio G. Guastavino.
94. La selva misionera.
Del propio modo que en las comarcas del Brasil y
del Paraguay, situadas a igual latitud, el bosque no es
continuo en la región misionera. La gran selva se inicia
con manchones redondos, que tienen ya toda su espesura;
pero faltan todavía algunas plantas más peculiares, como
los pinos y la hierba, cuya aparición señala el comienzo
de los bosques continuos. Éstos, como en las dos nacio-
nes antedichas, están formados por los mismos individuos;
pero, en la región argentina, más broceada por la explota-
ción industrial, no son ahora tan lozanos.
Generalmente circulares, fuera de los sotos, donde,
como es natural, serpentean con el cauce, su espesura se
presenta igual desde la entrada. No hay matorrales ni
plantas aisladas que indiquen una progresiva dispersión.
Desde la vera al fondo, la misma profusión de almacigo;
el mismo obstáculo casi insuperable al acceso; la misma
serenidad mórbida de invernáculo.
Su silencio impresiona desde luego, tanto como su
despoblación; los mismos pájaros huyen de su centro,
donde no hay campo para la vista ni para las alas. Nunca
el viento, muy escaso por otra parte en la región, con-
226 EN EL PAÍS ARGENTINO ♦
mueve su espesura. Los herbívoros se arriesgan pocas-
veces en ella, y tampoco la frecuentan entonces los feli-
nos. Algún carnicero necesitado, o aventurero marsupial
como el coatí y la comadreja, afrontan, trepando al ace-
cho por los árboles, tan difícil vegetación, en busca de tal
cual rata o murciélago durmiente; pero aun esto mismo acon-
tece rara vez. Los árboles necesitan estirarse mucho para
ih
alcanzar la luz entre aquella densidad, resultando así esbel-
tamente desproporcionados entre su altura y su grueso.
Los escasos claros, redondeados por la expansión
helicoidal de los ciclones, o las sendas que cruzan el
bosque, permiten distinguir sus detalles. Admirables pará-
sitos exhiben en la bifurcación de los troncos, cual si
buscaran el contraste con su rugosa leña, elegancias de
jardín y frescuras de legumbre. Las orquídeas sorprenden
aquí y allá, con el capricho enteramente artificial de sus
colores; la preciosa «aljaba» es abundantísima, por ejem-
plo. Liqúenes profusos envuelven los troncos en su lana
verdácea. Las enredaderas cuelgan en desorden como los
cables de un navio desarbolado, formando hamacas y tra-
pecios a la azogada versatilidad de los monos, pues todo
es entrar libremente el sol en la maraña y poblarse ésta
de salvajes habitantes.
EN LA REGIÓN ORIENTAL 227
Abundan entonces los frutos, y en su busca vienen a
rondar, al pie de los árboles, el pécari porcino, la avizora
paca, el agutí, de carne negra y sabrosa, el tatú, bajo su
coraza invulnerable; y, como ellos son cebo a su vez,
acuden sobre su rastro el puma, el gato montes elegante
y pintoresco, el aguará en piel de lobo, cuando no el
jaguar, que a todos ahuyenta con su sanguinaria tiranía.
Bandadas de loros policromos y estridentes se abaten
sobre algún naranjo extraviado entre la inculta arboleda;
soberbios colibríes zumban sobre los azahares, que a porfía
compiten con los frutos maduros; jilgueros y cardenales
cantan por allá cerca; algún tucán precipita su oblicuo
vuelo, alto el pico enorme, en que resplandece el ana-
ranjado más bello; el negro vacutoro muge, inflando su
garganta, que adorna roja guirindola; y, en la espesura, ama-
da de las tórtolas, lanza el pájaro campana su sonoro tañido.
Haya en las cercanías un arroyo, y no faltarán los
capivaras, las nutrias, el tapir, que al menor amago se
dispara como una bala de cañón por entre los matorrales,
hasta azotarse en la onda salvadora;^ el venado, nadador
esbelto. Cloqueará con carcajada metálica la chuña anun-
ciadora de tormentas; silbarán en los descampados las
perdices, y más de un yacaré soñoliento y glotón sentará
sus reales en el próximo estero.
En el suelo fangoso brotarán los heléchos, cuyas ele-
gantes palmas alcanzan metro y medio de desarrollo, ora
alzándose de la tierra, ora encorvándose al extremo de su
tronco arborescente, con una simetría de quitasol. Tréboles
enormes multiph"carán sus florecillas de lila delicado; y la
ortiga gigante, cuyas fibras dan seda, alzará hasta cinco
metros su espinoso tallo, que arroja a la punción un cho-
rro de agua fresca.
Por los faldeos y cimas, la vegetación arbórea alcanza
su plenitud en los cedros, urundayes y timbóes gigantes-
cos. El follaje es de una frescura deliciosa, sobre todo en
las riberas, donde forma un verdadero muro de altura uni-
228 EN EL PAÍS ARGENTINO
forme y verdor sombrío, que acentúa su aspecto de seto
hortense, sobre el cual destacan las tacuaras su panoja,
en penachos de felpa amarillenta, que alcanzan ocho metros*
de elevación; descollando por su elegancia, entre todos
esos árboles ya tan bellos, el más clásico de la región: la
planta de la yerba, semejante a un altivo jazminero.
Reina un verdor eterno en esas arboledas, y sólo se
conoce en ellas el cambio de estación, cuando, al entrar
la primavera, se ve surgir sobre sus copas la más emi-
nente de algún lapacho, rugoso gigante que no desdeña
florecer en rosa, como un duraznero, arrojando aquella
nota tierna sobre lá tenebrosa esmeralda de la fronda.
Nada más ameno que esos trozos de selva, destacán-
dose con decorativa singularidad sobre el almagre del suelo.
Sus meandros parecen caprichos de jardinería, que encie-
rran entre glorietas verdaderas peloiises. Los pastos duros
de la región fingen a la distancia peinados céspedes; y el
paisaje sugiere, a porfía, correcciones de horticultura.
Las palmeras— sobre todo el precioso pindó, de hojas
azucaradas como las del maíz—, ponen, si acaso, una nota
exótica en el conjunto, al lanzar con gallardía, me atrevo
a decir jónica, sus tallos blanquizcos, a manera de cim-
breantes cucañas; pero nada agregan de salvaje, nada si-
quiera de abrumador a la circunstante grandeza. Esta se
conserva elegante sobre todo, y los palmares que comien-
zan cada uno de esos bosques, dan con su columnata la
impresión de un pronaos ante la bóveda forestal.
Serrezuelas entre las cuales corren ahocinados arro-
yos clarísimos, que acaudalan con violencia a cada paso
las lluvias, figuran en el paisaje como un verdadero adorno
formado por enormes ramilletes. Los pantanos nada tienen
de inmundo, antes parecen floreros en su excesivo verdor
palustre. Los naranjos, que se han ensilvecido en las rui-
nas, prodigan su balsámico tributo de frutas y flores, todo
en uno. El más insignificante manantial posee su marco de
bambúes; y la fauna, aun con sus fieras, verdaderas mi-
EN LA REGIÓN ORIENTAL 229
niaturas de las temibles bestias del viejo mundo, contri-
buye a la impresión de inocencia paradisíaca que inspira
ese privilegiado país.
Reptiles numerosos, pero mansos, causan daños apenas;
los insectos no incomodan, sino en el corazón del bosque;
hasta las abejas carecen de aguijón, y no oponen obstáculo
alguno al hombre que las despoja, o al hirsuto tamandúa
que las devora con su miel. Las mismas tacuaras ofrecen
en sus nudos un regalo al hombre de las selvas, con las
crasas larvas del tanibú, análogas, si no idénticas, en mi
opinión, a las del ciervo volador, que Lüculo cataba goloso.
El clima, salubre a pesar de su humedad extraordi-
naria, presenta como único inconveniente un poco de pa-
ludismo en las tierras muy bajas. La escarcha de algunas
noches invernales no causa frío sino hasta que sale el
sol, y el promedio de la í:mperatura viene a dar una pri-
mavera algo ardiente. Viento apenas hay, fuera de las tur-
bonadas en la selva. Neblinas que son diarias durante
el invierno, envuelven en su tibio algodón a las perezo-
sas mañanas. Ahogan los ruidos, amenguan la actividad,
retardan el día, y su acción enervante debe influir no poco
en lá indolencia característica de aquella gente subtropical.
Cerca de mediodía, aquel muelle vellón se rompe.
El cielo se glorifica profundamente; verdean los collados;
silban las perdices en las cañadas; y por el ambiente, de
una suavidad quizá excesiva, como verdadero símbolo de
aquella imprevisora esplendidez, el Morpko Menelaus, la
gigantesca mariposa azul, se cierne lenta y errátil, joyando
al sol familiar sus cerúleas alas.
Leopoldo Lugones
95. La maravilla de América.
(La catarata del Iguazúi.
Después de andar una hora, sofrené mi yegua. Es-
cuché con toda el alma; me bajé, apliqué el oído al
suelo. Nada: ni un rumor; el mismo silencio pesado y
230
EN EL país argentino
amenazador de la selva circunstante. ¡Si me habría per-
dido! Iban a ser las once ya: hacía tres horas que andá-
bamos. ¿Cómo podía ser? Una perplejidad angustiosa me
embargó. ¡Y aquella tormenta que amenazaba! Monté de
nuevo y castigué con furia mi cabalgadura, que, entre
la áspera maleza, se lanzó bravamente al galope. Anduve,
tironeado y sacudido, otro rato mortal. De pronto sentí
que el terreno subía y mejoraba un poco la picada. Miré:
a la derecha, por entre el denso verdor de las ramazones,
me pareció ver, aun a alguna distancia, no sé qué cosa
blanca, inmensa y temblorosa, como un monstruoso tém-
pano en deshielo, que silenciosamente se m3vía. Preten-
dí sujetar; pero la yegua, enardecida, continuó su galope,
y ya no vi nada. ¿ Será ?. . . ¡ Pero no puede ser ! ¡ Cómo
no iba a sentir ningún ruido !. . . Ignoraba yo que, según el
estado de la atmósfera, se oye el estruendo de las cata-
ratas a gran distancia, o no se oye hasta estar junto a
ellas. . . Lo oí de repente, tartáreo, abrumador, tonitronan-
te, y entrevi a la vez casi claramente entre los árboles
las primeras cascadas. Un poco más : ¡ ahí estaban !
1 Gran Dios ! ¡ Cuan visible era la obra de tu mano !. . .
Senté la yegua sobre los jarretes, de un bárbaro tirón, y
sentí que ante aquella belleza poderosa, soberana, infinita,
inesperada, ni sospechada siquiera a pesar de la intensa
expectativa, el corazón se me exaltaba y crecía — algo de
la gran fuerza universal entraba en él — , y me embarga-
ron lágrimas de gratitud, llanto de fuerza, expresión de un
sentimiento inenarrable, de una cosa inaudita y recóndita
que la lengua no sabe decir. . .
Aquellos no eran, sin embargo, los saltos más gran-
des. Eran como el prólogo, como la desmesurada « overtu-
ra », como los heraldos de la maravilla. A mí me parecie-
ron insuperables, suma y término de la grandeza posible.
Pero simplemente eran bellos al lado de los otros, que
mi cabalgadura, sin que yo me diese cuenta, pasando por
#■
EN LA REGIÓN ORIRNTAL
231
SU voluntad o su costumbre o otra picada, puso de improviso
ante mis ojos atónitos.
El sol, misericordioso, salió breves minutos para mí, y
vi a mis pies el grandioso semicírculo en que brama y se
despeña una muchedumbre de cataratas, que no se muestran
a la mirada avara sino púdicamente, veladas por una gasa
de pálido celeste, en que el sol pone a veces bullones de
rosa. Aquella vasta zona de cascadas apacienta los ojos,
sacia el alma de emoción, y la levanta y la lleva, como
con alas, a regiones, excelsas. ¡ No se puede decir lo que hay
allí! Las aguas, que ya vienen hostigadas, corriendo con
frenesí, sobre un plano vastísimo, llegan a la ceja inmensa, y
Bourquín.
se deslizan al vacío, o chocan antes de saltar, con enormes
peñascos, y rebotan, y en los aires hacen juegos atléticos,
que la luz colorea con mágicos cambiantes: efusiones de
plata ; chorros ingentes ; surtidores sonoros, que se alzan en
arcos; anchos desbordamientos de aguas plomizas, que caen
pesadamente con un mugido sordo, y, al estrellarse en la
roca aplanada y fortísima, se deshacen en gigantescas nubes
de vapor, de un blanco inmaculado cuando surgen flotantes
del hervoroso abismo, y luego teñidas de rosa, de carmín,
de violeta translúcido, o hechas como de polvo de oro por
el mágico sol... Y, detrás de aquel amontonamiento de
232
EN EL país argentino
saltos, y a la izquierda, y a la derecha, cerca y lejos,
arriba, abajo, alia en las alturas, acá a los pies, trenzándose
a pechadas con las rocas,, que, aunque aguantan, retiemblan,
otros, y otros, y otros saltos, cubriendo una superficie de
cuatro mil metros: unos, con deslizamientos de culebra;
otros, con fieros brincos de jaguar; éstos, obscuros, resba-
lando en silencio; aquéllos, vistosamente empenachados de
espuma... Todos corren en vértigo, y, al llegar a la arista
de los altos y negros paredones, pierden pie y ruedan al fatal
e infinito derrumbe, y allí abajo, reventados, deshechos,
rugientes, siguen su curso arrastrando en jirones su túnica de
encaje, mientras del uno al otro extremo del inmenso anfi-
teatro de cascadas, entre aquel estruendoso dislocamiento
de violencias, sobre aquel paroxismo, cien arcos iris se
tienden, como puentes de paz.
Según Manuííi. lí unáuiií '
II. EN LA PAMPA
96. Kl Desierto.
(Fragiii nlo del poema La Cautiva
1. Era la tarde y la hora
en que el sol la cresta dora
de los Andes. El desierto
inconmensurable, abierto
y misterioso a sus pies
se extiende; triste el semblante,
solitario y taciturno,
como el mar, cuando un instante,
al crepúsculo nocturno,
pone rienda a su altivez.
2. Gira en vano, reconcentra
su inmensidad, y no encuentra
la vista, en su vivo ¿nhelo
do fijar su fugaz vuelo,
como el pájaro en el mar
Doquier campos y heredades
del ave y bruto guaridas ;
doquier cielo y soledades
de Dios sólo conocidas,
que Él só o puede sondar.
5. A veces la tribu errante
sobre el potr>) rozagante
cuyas crines altaneras
flotan al viento ligeras,
lo cruza cual torbellino
y pasa; o si toldería
sobre la grama frondosa
asienta, esperando el d a
duerme, tranquila reposa,
sigue veloz su camino.
EN LA PAMPA
Íc2^
4.j Cuántas, cuántas maravillas
sublimes y a par sencillas,
sembró la fecunda mano
de Dios allí! ¡Cuánto arcano
que no es dado al mundo ver!
La humilde hierba, el insecto,
la aura aromática y pura,
el silencio, el triste aspecto
de la grandiosa llanura,
el pálido anochecer.
5. Las armonías del viento
dicen más al pensamiento
q e todo cuanto a porfía
la vana filosofía
pretende altiva enseñar.
¿Qué pincel podrá pintarlas
sin deslucir su belleza?
¿Qué lengua humana alabarlas?
Sólo el genio su grandeza
puede sentir y admirar.
6. Ya el sol su nítida frente
reclin:iba en occidente,
derramando por la esfera
de su rubia cabellera
el desmayado fulgor.
Seré:. o y diáfano el cielo,
sobre la gala verdosa
de la llanura, azul velo
esparcía, misteriosa
sombra dando a su color.
7. El aura, moviendo apenas
sus olas de aroma llenas,
entre la hierba bullía
del campo que parecía
como un piélago ondear.
Y la tierra, contemplando
del astro rey la partida,
callaba, manifestando,
como en una despedida,
en su semblante pesar.
8. Sólo a ratos, altanero
relinchaba un bruto fiero
aquí o allá, en la campaña ;
bramaba un toro de saña,
rugía un tigre feroz;
o, las nubes contemplando,
como estático y gozoso,
el chajá de cuando en cuando
turbaba el mudo reposo
con su fatídica voz.
9. Se puso el sol ; parecía
que el vasto horizonte ardía
la silenciosa llanura
fué quedando más obscura,
más pardo el cielo, y en él
con luz trémula brillaba
una que otra estrella, y luego
a los ojos se ocultaba,
como vacilante fuego
en soberbio chapitel.
10. El crepúsculo, entretanto,
con SLi claroscuro manto
veló ,1a tierra ; una faja
negra como una mortaja,
el Occidente cubrió ;
mientras la noche bajando
lenta venía, la calma,
que contempla suspirando
inquieta a veces el alma,
con el silencio reinó.
Esteban Echeverría
234
EN EL país argentino
97. Al Pampero.
Hijo audaz de la llariura
y guardián de nuestro cielo,
que arrebatas en tu vuelo
cuanto empaña su hermosura:
I Ven y vierte tu frescura
de mi patria en el ambiente 1
¡Ven, y enérgico y valiente,
bate el polvo en mi camino,
que hasta soy más argentino
cuando me azotas la frente!
Rafael Obligado.
98. El Ombú.
1. Cada comarca en la tierra
tiene iin rasgo prominente :
el Brasil su sol ardiente,
minas de plata el Perú,
Montevideo su cerro;
Buenos Aires, patria hermosa,
tiene su Pampa grandiosa;
la Pampa tiene el ombú.
2. ¡El ombú! Ninguno sabe
en qué tiempo ni qué mano
en el centro de aquel llano
su semilla derramó.
Mas su tronco tan nudoso,
su corteza tan roída,
bien indican que su vida
cien inviernos resistió.
3. Al mirar cómo derrama
su raíz sobre la tierra,
y sus dientes allí entierra
y se afirma con afán.
parece que alguien le dijo
al levantarse altanero:
«¡Ten cuidado del pampero,
que es tremendo su huracán!»
4. Puesto en medio del desierto,
el ombú, como un amigo,
presta a todos el abrigo
de sus ramas con amor;
hace techo de sus hojas
que no filtra el aguacero,
y a su sombra el sol de enero
templa el rayo abrasador.
5. Cual museo de la Pampa
muchas razas él cobija:
la rastrera lagartija
hace cuevas a su pie;
todo pájaro hace nido
del gigante en la cabeza;
y un enjambre en su corteza
de insectos varios se ve.
EN LA PAMPA
235
6. Y al teñir la aurora el cielo
de rubí, topacio y oro,
de allí sube a Dios el coro
que le entona al despertar
esa Pampa, misteriosa
todavía para el hombre,
que a una raza da su nombre
que nadie pudo domar.
7. Desde esa turba salvaje
que en las llanuras se oculta
hasta la porción más culta
de la humana oci.dad,
como un linde está la Pampa,
sus dominios dividiendo,
que va el bárbaro cediendo
palmo a palmo a la ciudad.
8. Y el rasgo más prominente
de esa tierra — donde mora
e' Si Iva je que no adora
otro di s que el Valichú;
que en chemaly poncho envuelto,
con los laques en la mano,
va sembrando por el llano
mudo horror — es el ombií.'
9. ¡Cuan a escena vio en silencio!
¡ Cuántas voces ha escuchado,
que en sus hojas ha guardado
con eterna lealtad!
El estrépito de guerra
su quietud ha interrumpido ;
a su pie se ha combatido
por amor y libertad.
10. En su tronco se leen cifras
g abadas con el cuchillo,
quizá por algún caudillo
que a los indios venció allí;
por uno de esos valientes
dignos de fama y de gloria,
¡y que no dejan memoria
porque nacieron aquí!...
11. A su sombra melancólica,
en una r.oche serena,
amorosa cantilena
tal vez un gaucho cantó;
y tan tierna su guitarra
acompañó sus congojas,
que el ombü, de entre sus hojas,
tomó rocío y lloró.
12. Sobre su tronco sentado
el señor de aquella tierra,
de su ganado la yerra
presencia alegre tal vez;
o tomando el «matecito»,
bajo sus ramos frondosos
pone paz a dos esposos
o en las carreras es juez.
15. A sus pies trazan sus planes
haciendo círculo al fuego,
los qu.^ van ;i salir luego
a correr el avestruz...
Y quizá para recuerdo
de quí allí murió un cristiano
levantó piadosa mano
bajo su copa una cruz
1. Los indios Pampas, asi como casi todas las tiernas tribus imiigenas del
territorio argentino, envoivian el cuerpo, desde la cintura hasta las pantorriUas,
en una manta de lana que se llamaba chemul, de que deriva el chiripá de los
gauchos También adoptaron éstos las bolas, arma de caza y guerrera, c.iyo
nombre indígena es laques.
EN EL país argentino
14. Y si en pos de amarga ausencia
Vuelve el gaucho a su partido,
echa penas al olvido
cuando alcanza a divisar
el ombú, solemne, aislado,
de gallarda, airosa planta,
que a las nubes se levanta
como faro de aquel mar.
(Abreviado* I-uis L. Domínguez
99. £n la Pampa.
Sobre la inmensa soledad dormida,
salvando el mar ondeante de verdura,
va el centauro pastor de la llanura
como flecha de un arco desprendida.
Da a la tarde postrera despedida;
parece la delicia y la amargura
de salvaje existencia de aventura
arrebatar en su violenta huida.
Y cuando el sol el horizonte encierra
tras el linde lejano de la tierra,
en él, vertiginoso, es una sombra
rauda volando cual visión de un mito,
que, trascendiendo de la herbosa alfombra,
fuese a seguir el astro en lo infinito. . .
Ángel de Estrada i hijo).
100. Lluvia en la Pampa.
Una nube, una sola, arrastrada violentamente por el
pampero, manchaba el firmamento azul celeste claro, en
que brillaba el sol, alto aun. Parecía que nos hallásemos
bajo una inmensa campana, y el horizonte circular estaba
libre en un radio de leguas. La nube marchaba al encuen-
tro del sol, muy alta también, cargada de lluvia, con una
rapidez vertiginosa.
« Vamos a tener un chaparrón », me dijo un paisano.
EN LA PAMPA
2^1
Las matas de paja brava y de cortadera no se movían en
nuestro alrededor; las capas inferiores de la atmósfera
parecían dormir; zumbaban en torno los tábanos, los mos-
quitos, los gegenes; la tropilla se arremolinaba y se apeñus-
caba en círculo, bajo el ardiente sol, y los pobres jamel-
gos, desesperados, agitaban las colas en defensa de sus
flancos sangrientos, tratando de ocultar la cabeza melan-
cólica entre la masa formada por sus compañeros.
Me quedé a la puerta del rancho, interesado por el
drama de aquella nube, arrebatada en medio de tanta tran-
quilidad, cuando no se movía una brizna en el campo, y
vagos vapores transparentes, como vibraciones del aire,
hervían entre los matorrales, a ras del suelo, con la
evaporación violenta de la tierra caldeada por el sol. La
nube era alargada, recortada con curvas caprichosas, cual
de copos de algodón en los contornos más cercanos,
blanquísimos, que cambiaban de forma, como derrumba-
mientos súbitos a cada instante; ancha orla de plumón de
cisne circundaba el cuerpo fusiforme y ceniciento de la
nube, que corría de Norte a Sur, muy opaca en el cen-
tro, algo más clara luego, en escala descendente, como
si se esfumara y su límite indeciso quisiera confundirse
con el azul casi blanco del cielo. Bogaba con rapidez
vertiginosa, como extraño barco que navegara hendiendo
el agua con la banda en lugar de la proa, y, a medida
que se acercaba, iba afectando, en la continua variación
de sus perfiles, una forma semicircular, cóncava, cuyo
centro pareció, de pronto, situarse en el lugar en que yo
me hallaba. Un instante después, la nube, aislada, ocultó
el sol; perdió la orla su blancura de cisne; la masa, aun
más opaca, proyectó sobre una vasta extensión de la
Pampa, sobre el verde cálido y vibrante de la hierba,
como una mancha neutra que corría por el suelo amol-
dándose a sus menores accidentes, a modo de apocalíp-
tico reptil que sólo tuviera dos dimensiones: el ancho y
el largo.
238 EN EL PAÍS ARGENTINO
Dos paisanos que seguían a caballo la huella polvo-
rienta, como dos manchitas del color ardiente del sol, se
trocaron de repente en dos notas grises, y galoparon un
rato a la sombra, hacia mí, como antes, pero más lejos,
llevados gran distancia atrás por la luz difusa que los en-
volvía. La nube siguió su carrera desolada. Los gauchos,
iluminados de pronto por el sol que me deslumhró al
reaparecer, dieron un enorme salto hacia adelante. La
nube pasó sobre mi cabeza, cuando ya su sombra huía a
lo lejos; pasó como ave fantástica de ala sin rumores,
arrebatada por el vendaval de la altura, dejando al sol
triunfante tras ella...
En el ambiente diáfano, tranquilo, fulgurante, de una
claridad, de una transparencia de pureza infinita, bajo la
vibración blanquecina del cielo y la aureola de guarda del
sol, allá en el aire dormido, hubo una avalancha, un de-
rrumbamiento de piedras preciosas, brillantes tallados, ro-
jos rubíes, topacios, amatistas, turquesas, esmeraldas, una
lluvia de gemas sorprendentes de hermosura, embriagado-
ras de riqueza, fascinantes, como si ellas también fuesen
luz. Derramábase en la atmósfera un caudal, un tesoro,
una maravilla, como no la soñó el mismo Aladino, como
no se alcanza a desear en el más fantástico de los cuen-
tos orientales. La nube, al pasar, había volcado su joyel
sobre la Pampa, y caían a montones, precipitadas desde
lo alto, las estupendas pedrerías con que se forma el iris;
pero no ya en la fastuosa diadema, sino en cascada ruti-
lante, en un desbordamiento desordenado y artístico, in-
verosímil y caprichoso, de riquezas que fueron mías, sólo
mías en aquel instante, y que en vano buscará luego la
codicia entre la humilde hierba, en el suelo de la Pampa,
que, ávido y avaro él también, las recogió antes de que
el sol pudiese devolverlas a la nube.
AOBEHTO J. PaYRÓ
2N LA PAMPA 23í>
101. Los nidos de los cuervos pampeanos.
En el Nuevo Mundo se designan impropiamente mu-
chas especies animales, con nombres que, en el Viejo,
corresponden a otras muy distintas. Así, apellídase al
jaguar, «tigre», y al puma, «león». Una ligera semejanza
ha bastado a veces para esta aplicación de nombres de
las especies conocidas en Europa a las americanas des-
conocidas en la época del descubrimiento y de la conquis-
ta. En la provincia de Buenos Aires se llama « cuervo » al
Ibis chalcoptera (falcinellus) ; en las provincias andinas,
al Catharthes foetens-, pero ni uno ni otro tienen afinidad
zoológica con el auténtico cuervo europeo (Corax nycti-
cofax). El primero pertenece al orden de las aves zancu-
das; el segundo, al de las rapaces, y el cuervo propia-
mente dicho, al de los pájaros.
Para evitar confusiones, podríamos llamar aquí « cuer-
vo pampeano » a la especie denominada « cuervo » en el
litoral, al Ibis chalcoptera. En efecto, esta especie abun-
da en las lagunas y arroyos de las pampas argentinas. Su
técnico nombre latino indica su familia y también su color.
Es negro, mientras su plumaje no refleje rayas luminosas, y,
según las incidencias de la luz, verdoso metálico o rojizo.
Todos en las llanuras argentinas lo hemos visto cruzar
en bandadas, formando una sola y larga faja sinuosa, que
ondea hacia adelante y hacia atrás, por la falta de unifor-
midad en el vuelo. Fcuén, fciién, los cuervos pampeanos
siguen sus largos viajes, buscando el ambiente hospitalita-
rio; los bajíos y bañados, las cañadas, las orillas de las
lagunas, y aun las lagunitas, restos de los últimos tem-
porales.
Hacia el fin de la primavera, cuando pasa una ban-
dada, la siguen otra, y otra, y otra, y el éxodo dura días
enteros. El observador ve desde luego que parecen irra-
diar de un punto más o menos lejano del horizonte, y si
en la provincia de Buenos Aires buscara este común punto
240 EN EL país argentino
de partida llegaría a la vasta región de los pajonales y
juncales del Sur; a los bañados de Castelli, de Dolores,
de General Guido, de General Conesa y de General La-
valle. De allí parten las bandadas, llevando los adultos a
los pichones que aun no saben volar bien. Pasarán lejos
el verano y el invierno, para retornar, la mayor parte, ha-
cia el comienzo de la próxima primavera, a los mismos
sitios de su niñez.
Los curiosos de la ciudad suelen preguntar a la gente
de campo dónde anidan los cuervos. Los paisanos del
Norte se encogen de hombros, sin saber dar respuesta;
los del Sur, próximos a los bañados, indican probable-
mente, a los lejos, una nube negra que sube y baja... ¡Allá
están los nidos de los cuervos !
Acompañado de tres gauchos baquianos, resolví lle-
gar un día hasta aquel sitio. « Mire, señor, que es difícil
y peligroso, me advirtió uno de los paisanos. — No im-
porta, repuse. ¿Supongo que no tendrá usted miedo de
perderse?...» Frunció la boca el aludido, y partimos.
¡Cuántas peripecias y fatigas para llegar a la ciudad
de los cuervos ! En una canoíta, arrastrada a la chincha por
un manso y robusto caballo, tuvimos que cruzar un pajo-
nal. Concluyó el primero, y detrás de él había otro, y
después otro... Aquello era de no acabar nunca... Al fin,
había una lomita... Allí teníamos que arrastrar nosotros
mismos la canoa. ¡Qué sudar! Venía luego un nuevo pa-
jonal, y luego una nueva lomita... Faltaba todavía como
media legua... Adelante, y, fatiga tras fatiga, llegamos por
último a la orilla de la laguna.
Aun restaba lo peor. Los cuervos habían anidado, se-
gún su costumbre, en medio del juncal, a bastante dis-
tancia de la orilla. La laguna, cubierta de juncos y cama-
lotes, tenía sus dos brazas de agua. El paraje era casi
inaccesible. A caballo no podía ni intentarse llegar a él,
pues el camalote impediría al animal todo movimiento
para nadar. Nadando uno, peor aun. En bote común, irrea-
F.N LA PAMPA 241
lizable también. Sólo la pequeña canoa (a lo sumo de dos
metros y medio de largo), completamente chata, angosta
y terminada en dos puntas, para que pudiera virar, hacía
accesible ei paraje, siempre que se pusieran a contribución
una fuerte musculatura y una robusta caña tacuara, a guisa
de botador. La canoíta debía deslizarse sobre el camalote,
navegar casi en seco, abriendo las matas de paja o junco,
para poder avanzar. Si el botador se rompía (lo que podía
fácilmente ocurrir) quedaría el excursionista condenado a
esperar el problemático auxilio en aquellos pantanos
desamparados...
Con uno de los peones, mientras en la orilla quedaban
los otros dos preparándonos un churrasco, arribé finalmente
a los nidales. Levantóse copiosa nube de cuervos. Millares
y millares de alas batían el aire, y el aleteo producía un
ruido raro, mezclándose con el fcuén, fcuén de las aves
que giraban sobre sus nidos, de los cuales se apartaban
a lo sumo unos cuarenta o cincuenta metros. Si se miraba
hacia arriba, mareaba aquel vaivén desordenado ; la tibia
atmósfera se saturaba del olor de las plumas; el sol que-
daba casi obscurecido por las bandadas que volaban en
distintos rumbos.
¡Cuántos nidos! Uno al lado del otro, en contacto
casi ; cuáles arriba, cuáles más bajos"; cientos y cientos,
miles y miles, una populosísima ciudad de nidos y más ni-
dos. Los cuervos doblan con su delgado pico los juncos,
de tal manera, que la mata queda con las puntas hacia
abajo y convergiendo en un punto, como una extraña y
gigantesca flor marchita, a ras del fango. Pocos juncos
bastan para sostener el nido, constituido -por escaso nú-
mero de fragmentos de paja seca, debajo, y camalote seco,
encima. Unos nidos quedan en alto, y otros al nivel del
camalote. De esta manera, el conjunto ofrece el más raro
y pintoresco aspecto. Diríase que las hembras echadas
parlotean con sus vecinas del lado o de los altos, mien-
tras ponen e incuban ordinariamente cinco huevos del
242 EN EL PAÍS AllGENTlNO
tamaño de los de polla y de un vivo color verde azulado.
No sé qué atávico vértigo de adquisición nos embargó
el ánimo. Ello es que resolvimos llevar una gran cantidad
de aquellos preciosos huevos, que, por cierto, son co-
mestibles, y aun de agradable sabor. Los tomamos pre-
ferentemente de los nidales que sólo tenían dos o ires,
para que no estuvieran empollados. A fuerza de seleccionar,
entre el peón que entró conmigo en la laguna y yo,
recolectamos unos tres mil huevos. La canoa no podía
cargar más. Y, con las precauciones del caso, salimos de
la laguna.
Después de comernos el sabroso churrasco preparado
por los otros peones, emprendimos la retirada, muy
satisfechos con el botín. La marcha fué haciéndose cada
vez más lenta. Era menester que se turnasen los caballos
de los peones y el mío para tirar de la canoa en seco;
pesaba demasiado para los pobres animales, y la faena sólo
se repartía entre dos, pues el tercero, demasiado robusto
y brioso, no ofrecía la menor garantía para la seguridad
de la frágil carga.
La tarde empezó a declinar, nublada y fría; se apro-
ximaban las sombras, acompañadas de llovizna penetrante.
Faltaban aún como tres leguas para llegar a Dolores,
cuando nos encontrábamos en plenas tinieblas. La noche
era sombría; no nos veíamos a dos metros. El peón que
conocía e! camino iba adelante; yo, al lado del bote que
arrastraba el caballo del peón ; los otros dos compañeros,
enancados, puesto que ya no era posible ir en el botecillo,
iban detrás, sin perder de vista las ancas de mi caballo
tordillo blanco. Pero, a los pocos metros de distancia,
sumíanse estas ancas en la obscuridad, y uno de mis
acompañantes, sea que fuese nictófobo, sea que temiera
perderse o que me perdiera, me llamaba a cada mo-
mento, rogándome que no me separase demasiado; para
evitar esto, resolví ir silbando, a fin de quj el sonido le
guiara. Al poco tiempo se detuvo el peón; su caballo
EN LA PAMPA
243
no podía más y era necesario utilizar al tordillo. Así se hizo,
¡y adelante en plenas tinieblas!... De repente oímos ruido
de coces, tablas que crujían sobre los terrones, el redoble
de los cascos sobre el suelo y gritos del peón... ¡Una ca-
tástrofe! El caballo, enredado en la cuarta, quién sabe
cómo, corcoveó, volteó al peón y se disparó con la canoa...
Al fin para. Se le busca, y, después de largo rato, se le
encuentra.... ¡A desensillar y ensillar nuevamente, para
proseguir viaje!...
Calados hasta los huesos, llegamos al puente llamado
de la Picaza. Veíanse ya las primeras .luces... Una hora
después entrábamos en el caserío. Consistía ahora la tarea
en poner las cosas en orden. Los compañeros de trabajo
debían llevar las partes del botín común que les correspon-
dían... «¡Luz, venga luz!...» Trájose el candil; miramos...
¡Y vimos batida, en el fondo de la canoa la más desco-
munal tortilla que puede imaginar la fantasía humana!
Según Rodolfo .Si;.\et.
102. La yerra.
Bajo un cielo ceniciento que amenazaba tormenta nos
dirigimos al rodeo. La pampa rasa, sin una ondulación,
se perdía en lontananzas inconmensurables, que iba descu-
briendo la luz matutina. Sobre los pastos húmedos blan-
queaba el tapiz crujiente de la escarcha, que el casco de
nuestras cabalgaduras moteaba de manchones obscuros. Y
allá lejos, entre las descoloridas irradiaciones del amane-
cer, comenzaba a elevarse lentamente el disco del sol,
redondo, enorme, teñido de color naranja. A nuestra espal-
da, dominando el llano, surgía entre la vaga bruma la copa
verdegueante de un ombú, y más atrás los techos de teja
del caserío de la estancia empezaban a colorearse.
En un descampado del pajonal, como un manchón
moviente de abigarrados colores, mugía el ganado y se
apeñuscaba chocando las astas, para mirar el grupo de
jinetes que andaban eligiendo los terneros orejanos, con
244 EN EL PAÍS ARGENTINO
esos ojos enormes y mustios que parecen henchidos de
la apacibih'dad de las praderas. Un vaho tenue, formado de
alientos, flotaba sobre aquella masa uniforme que agujerea-
ba al pronto la aguda cornamenta de algún toro al levan-
tarse bramando amenazador. Hacia un costado del rodeo,
una carreta desuñida alzaba en la diafanidad azulada el
crucero del pértigo; al lado ardía el braserío de una fo-
gata donde se calentaban las marcas, y, -en torno, varios
mocetones de catadura y vestimenta diversas se movían
con desgano friolento, preparando sus lazos.
Elegido el ternero, taloneaba el jinete su caballo re-
voleando la «armada» hasta tenerlo a tiro, zumbaba la
trenza viboreando en el aire, y se ceñía en las astas o en
el pescuezo del animal; huía éste hasta que el lazo se
estiraba cimbreando, bregaba reculando aún, enterraba las
partidas pezuñas en el pasto húmedo y balaba desesperado;
pero el jinete, castigando la cabalgadura, se dirigía hacia
el fogón al trote largo.
Dos o tres piales, frustrados generalmente, y el terne-
ro, ya medio asfixiado, caía balando, mientras los pialado-
res le maneaban las patas con un cordel. La operación,
casi sin variantes, se repetía varias veces, hasta que el
EN LA PAMPA 245
tarjador gritaba : « j Basta 1 » En un momento se procedía a se-
ñalar todo el lote. Una leve humareda, al asentar la marca can-
dente sobre el cuero peludo, seguida de un balido lastimero;
y los animales, libres de la§ ligaduras, chorreando sangre,
con los ojos turbios de dolor, se enderezaban temblorosos
para alejarse en busca de las madres, que allá en la orilla
del rodeo trotaban inquietas, mugiendo con ecos broncos.
Algún muchacho que hacía los primeros ensayos en la
ruda faena, corría detrás del ternero procurando pialarlo, y
si por casualidad lo conseguía, jamás faltaba la sonrisa bur-
lona o el comentario mordaz para amenguar su naciente
destreza, con esa malicia expresiva, de gesto chucaro y
sabor original, inconfundible de nuestros campesinos.
-Mautimaxo Leguizamón
103. El éaucko.
I. SEMBLANZA DEL GAUCHO
Los conquistadores de estas tierras litorales, muchos
de ellos soldados de los tercios que impusieron su ley a
Italia y llevaron el pánico a Flandes, procedieron en bue-
na parte de Andalucía, esto es, del corazón de la madre
patria. Como si ya hubiesen hollado todos los reinos de
Occidente, venían a buscar en este extremo del mundo
los imperios de la China y de Golconda, entrevistos por
Marco Polo, o bien la misma Atlántida de los antiguos,
sumergida más allá de las columnas de Hércules. ¿No
percibían acaso, desde las costas, al caer la tarde, el tañi-
do de las campanas de oro de la ciudad dormida bajo las
aguas, llamando a un ensueño de gloria y de fe?... Mas
no hallaron, por estas pampas, ni los halagos de Jauja,
donde bastaba tender la mano para cosechar los más ex-
quisitos frutos de la naturaleza ; ni los tesoros de Eldo-
rado, pródigo en luminosos diamantes, sangrientos rubíes,
pensativas esmeraldas y ópalos funestos; ni tampoco, a pe-
sar de suponerla situada en la parte meridional del con-
246 EN EL país argentino
tinente, la triple ciudad de los Césares, cuyas elíseas
auras hacían a los hombres inmortales como los dioses. . .
Sólo descubrieron yermos recorridos por indios tan fieros
de ánimo como de cuerpo. Y fué este ingrato encuentro
el primer beneficio que les dispensaron los hados, pues,
no pudiendo entroncar regularmente con tan repulsivo
plasma étnico, legaron a sus vastagos, con la relativa pu-
reza de su sangre, su sonrisa de andaluces y su ceño de
castellanos.
Descendiente de aquellos gloriosos conquistadores, el
gaucho se formó en la planicie y bajo un clima tem-
plado. Fué el hijo de la Pampa, desierto siempre verde
bajo un cielo siempre límpido, antes de que la moderna
cultura la poblase de industrias y de ciudades. Entre-
cortaban la desolación del paisaje algún ombú solitario,
tal cual bosquecillo de talas, y, si acaso, el rumor de
los arroyos o el espejo de las lagunas, donde miríadas
de aves reflejaban sus plumajes de púrpura y de nácar.
A lo lejos sorprendía la vista, fatigada por la sensación
de la inmensidad, el grupo multicolor de caballos cima-
rrones. Salpicaban el mar de la llanura, como islotes, acá
y allá, en grandes manchas calizas, montones de osamen-
tas de vacadas silvestres. Cuando por su copiosidad pare-
cían cubrir la haz de la tierra, habían sido sacrificadas
por tropas de gauchos, para vender los cueros y la grasa.
La carne se abandonaba a los caranchos y chimangos,
que, posados señorilmente sobre aquellos restos, se dirían
mitos de una religión exterminadora. Tras la línea del
horizonte estaban los indios, siempre en acecho. Al sonar
la hora del malón, brotaban entre el silencio y la sombra,
alanceaban a los hombres y a los niños, arrebataban a las
mujeres, dispersaban el ganado, y huían mezclando en el
viento sus ensangrentadas melenas con las crines de sus
potros.
Sólo por extensión se aplica ahora el nombre de
«gaucho » al criollo de la montaña y de la zona subtro-
EN LA PAMPA 247
pical. El paisano de las «llanura? secas» del interior tenía
otra sangre, en mucha mayor proporción mezclada con la
de diversas razas indígenas, y otras costumbres y medios
de vida. Era tropero; no se dedicaba a la ganadería, sino
a la industria de transporte, con recuas de muías o con
carretas tiradas por bueyes. A causa de los accidentes del
terreno, opuestos a la configuración geográfica de las
pampas litorales, creó con el andar del tiempo la guerra
de montoneras, contra el español, muy distinta de la gue-
rra gaucha, que lo fué de desierto y campamento, contra
el indio. El gaucho ha sido, por lo tanto, un tipo local y
transitorio. No obsta ello a su trascendencia en la historia
patria, pues superaba, por razones de raza, de espíritu y
de clima, a los demás criollos, y ocupó las regiones más
dilatadas y favorables del país.
Era fuerte y hermoso por su complexión física; cetrino
de piel, tostado por la intemperie; mediano y poco ergui-
do de estatura; enjuto de rostro como un místico; recio
y sarmentoso de músculos por los continuos y rudos ejer-
cicios; agudo en la mirada de sus ojos negros, habituados
a sondar las perspectivas del desierto. Su temperamento
se había hecho nervobilioso, por la alimentación carnívora
y el género de vida. Si sobre su corcel era como un
centauro, a pie, por la misma costumbre de vivir desde
niño . cabalgando a través de inconmensurables distancias,
resultaba de figura un tanto deslucida, ligeramente ago-
biado de espaldas y combado de piernas. Por sus facciones
correctas, sus sedosos cabellos y barba, y sobre todo por
la gracia emoliente de sus mujeres, recordaba al árabe
transplantado a las orillas del Betis.
II. VIDA Y COSTUMBRES DEL GAUCHO
Entregóse el gaucho al pastoreo, su medio de subsis-
tencia; pero en una forma peculiar, distinta de las hasta
entonces conocidas. La inmensidad de los rebaños caba-
llares y vacunos dispersos en estado silvestre y su fácil
248 EN EL PAÍS ARGENTINO
propagación sin los cuidados del hombre, dieron a esta
industria, en las pampas, un carácter que participaba del
de la caza. El gaucho dividía sus faenas entre el apresa-
miento del ganado salvaje y su domesticación a campo
raso. En cambio, desdeñaba la agricultura, que apenas
conocía. Su estirpe guerrera, su alimentación substanciosa,
la fuerza y destreza que necesitaba para explotar su gana-
dería, la soledad de las llanuras donde moraba libremente,
sin sujeción a autoridad alguna, así como sus repetidas
luchas para defenderse de las incursiones de la indiada,
en unas fronteras movibles que le circundaban por doquie-
ra, le templaron el cuerpo y el alma. No en vano deriva
su nombre, según una etimología probable — por la «inver-
sión silábica apellidada metátesis, y por la acentuación y
preeminencia de la vocal fuerte » — , de la voz quichiía
guacho, que significa huérfano, sin padres conocidos, aban-
donado, errante. Confirma esta hipótesis filológica el hecho
de que, hasta tiempos recientes, se consideraba dicterio en
la campaña el epíteto de <c gaucho ».
Felizmente era dueño de fuerzas y energías para so-
breponerse a su orfandad y aislamiento. En toda la época
colonial y hasta el último tercio del siglo xix, cazador de
ganado bravio, domador de potros, capataz y peón de
rodeos, y soldado y centinela de la civilización en los
dominios seculares del indio, ha vivido todo una epopeya
de emboscadas y sobresaltos. Como en el desierto el
árabe, cuya sangre corría sin duda generosa por sus ve-
nas, tenía en las pampas, para sus luchas y vicisitudes, un
aliado y compañero inseparable: su caballo.
Poseía un espíritu contemplativo y religioso. Falto de
escuelas, imaginativo y analfabeto, su filosofía era simple
ciencia de la vida, formulada en abundantes sentencias y
refranes. Falto de iglesias, su misticismo se convertía en
poéticas supersticiones de aparecidos y «luces malas».
Dios y sus bienaventurados tenían para él una existencia
abstracta y lejana; sólo el diablo — Mandinga, el Malo
EN LA PAMPA 2Í9
O Juan sin Ropa — , asumía una realidad más concreta y
asequible, mostrándose en formas varias a los mortales,
para burlarlos, aterrorizarlos y perderlos.
Su vivienda era una miserable choza, a la que lla-
maba « rancho », construida con barro y techada con paja.
Llevaba ahí una existencia individualista, de esforzada
ayuda propia, sin formar comunidades domésticas ni po-
líticas, pues no las reclamaban las condiciones de su ru-
dimentaria economía. Aunque poseedor de rebaños, con
cuyas carnes se alimentaba, no hacía fructificar sus ri-
quezas por falta de ambiente y de aptitudes para el
comercio. Vivía en la admirable sencillez de los hom-
bres primitivos; era sobrio y hospitalario como los pas-
tores de las églogas ; llamaba « hermanos » a sus próji-
mos, y, bajo su techo, les brindaba el apetitoso churrasco
con que reponían sus fuerzas. Siempre a caballo, consi-
deraba indigno de su prestancia y señorío, y como una
desventura, que algún accidente le obligase a andar a pie
por las pampas, aunque fuese corto trecho. Con todo, lo
prefería a montar en yegua, lo cual simbolizaba, para su
espíritu simple y gallardo, la última e inconcebible miseria.
Su vida era más o menos nómada, según la localiza-
ción de las aguadas y las migraciones del ganado. Como
armas, y al mismo tiempo como instrumentos de trabajo,
usaba las boleadoras, el lazo y el facón. Amarraba siem-
pre las boleadoras y el lazo al recado con que ensillaba
su cabalgadura, y llevaba el facón sujeto con un cinto de
cuero, adornado a veces con monedas y herrajes de plata.
Dejábase caer el cabello en ondas, casi hasta los hom-
bros. Presumido y donjuanesco, ostentaba con infantil or-
gullo los bríos y pilchas de su redomón y las galas
de su indumentaria. Bien decía el refrán que « al gaucho
van las prendas». En aquel medio nivelador como el de
las envidiosas democracias, cada cual demostraba su su-
perioridad en su equipo. Por lo común, al menos desde
fines del siglo xviii, el gaucho vestía poncho, chiripá de
250 EN EL PAÍS ARGENTINO
paño obscuro y acaso calzoncillo de hilo desflecado; to-
cábase con airosa chamberga, a lo mosquetero, y calzaba
bota de potro, con pesadas espuelas nazarenas. Así nos
aparece su poética silueta, desvaneciéndose a uña de ca-
ballo en las lejanías de la Pampa.
Abandonado a sí mismo en el desierto, el gaucho se
formó, de acuerdo con sus necesidades y con las ideas
éticas traídas de España, su derecho consuetudinario, de
un tipo sorprendentemente primitivo, casi salvaje. Desconocía
la propiedad privada de la tierra; sólo respetaba la de la
casa-habitación, con su huerto o chacra, así como la del
ganado doméstico. ¡ La Pampa era de todos y para todos !
En los bienes muebles, identificábase la propiedad con la
posesión, hasta el punto de que, cuando se extraviaba un
objeto en el campo, su dueño carecía de derecho para
reivindicarlo de quien lo hubiera recogido. La « cosa ha-
llada », según la expresión corriente, significaba siempre
cosa propia ; si por hereditario escrúpulo de conciencia se
devolvía, no era a título gratuito, sino mediante el cobro
de « albricias ». Por supuesto, no se sospechaba la testa-
mentificación, y apenas se conocía el derecho hereditario.
La locución « bienes de difunto », usada aún por el pue-
blo para significar, bienes mostrencos, es indicio de que
no heredaban los parientes más cercanos, sino quienes,
por la mayor proximidad material, se hallaban en situa-
ción más favorable para la desordenada partija del haber
sucesorio, apenas enterrado el de cujas. El derecho pro-
cesal y el penal se confundían con la venganza, más que
de familia a familia, de individuo a individuo, en forma de
batalla singular.
Distraía el gaucho sus soledades y gastaba sus ener-
gías sobrantes en algunos deportes rústicos, como las
carreras, las «corridas de sortija» y el homérico juego
del pato. Las carreras, en las que se cruzaban apuestas,
lo eran de caballos parejeros, así llamados porque corrían
de a dos, por parejas. Cada gaucho tenía el suyo, al que
EN LA PAMPA 2")1
cuidaba con especial atención, con cariño, casi con grati-
tud. Las « corridas de sortija » consistían en ensartar en
un palillo que llevaba en la mano el jinete, pasando a la
disparada, un anillo que pendía de un lazo Para el juego
del pato se dividían los gauchos en dos bandos numero-
sísimos. Alineábanse estos bandos, frente a frente, como
para entrar en colectivo torneo o campal batalla. Un ancia-
no lanzaba, tan alto como podía, una pelota de cuero con
dos asas o manijas; dentro se encerraba un ave muerta.
Quien atrapase la pelota en el aire debía sostenerla con el
brazo levantado, por una de las manijas, presentando la
otra a los contrincantes, que se la disputaban a «pechazos»
de los caballos, no siempre dóciles. El vencedor, al que-
dar definitivamente dueño del trofeo, lo llevaba a un ran-
cho, donde estaba prevenido el convite de « asado con
cuero» y «tortas fritas». Preparada el ave, la presentaba
a la dama de sus pensamientos. Conjeturo que el nombre
del juego provenía de haberse usado primitivamente al
efecto un pato salvaje, cazado vivo, cuyas alas, quebradas
o rotas, hacían de asas. Luego, por razones fáciles de
presumir, se utilizó la pelo'ta de cuero, y fué substituido
el pato por un pollo desplumado y limpio. Este juego, que
era tal vez el más característico, cayó completamente en
desuso desde mediados del siglo xix. Por su brutalidad y
lamentables consecuencias lo prohibieron las autoridades ;
hoy queda apenas su recuerdo. Otro de los deportes favo-
ritos del gaucho era bolear avestruces y gamos, así como
la caza de perdices con un lazo corredizo atado al extre-
mo de una caña. Jugaba a los naipes (al truquiflor o truco
y al monte) y a la taba. Tenía también gran afición a las
riñas de gallos. Apenas probaba el alcohol, que era esca-
so y caro en las poquísimas pulperías dispersas en las
pampas.
III. EL PAYADOR
Trovador de abolengo, el gaucho se había traído de
Andalucía la guitarra, confidente de sus amores y estímu-
252 EN EL PAÍS ARGENTINO
lo de sus donaires. Sentado sobre una calavera de vaca,
bajo el alero del rancho, o bien sobre las salientes raí-
ces de un ombú, tañía las armónicas cuerdas, para acom-
pañar sus canciones dolientes o chispeantes, a cuyo ritmo
bailaban los jóvenes. De este modo se unían en una
sola manifestación, como en las culturas primitivas, las
tres artes: danza, música y poesía. En la danza alterna-
ban movimientos graciosos, casi solemnes, y alegres zapa-
teos. En la música — cielitos, vidaiilas, tristes, a veces
no sin marcado sabor morisco — rememorábanse las me-
lodías populares de la bendita tierra de los claveles y cas-
tañuelas. En la poesía, todo era espontaneidad y gracejo.
Olvidadizo y versátil, el gaucho no poseía romances tra-
dicionales, de esos que se perpetúan de padres a hijos,
sin alterarse fundamentalmente el texto. Su característica
era la improvisación, generalmente lírica, y en ocasiones
picaresca. Abandonándose a la inventiva e inspiración del
momento, también en lo poético, como en lo económico,
vivió siempre al día.
Su costumbre de repetir poco las trovas ajenas y de
olvidarlas, y su aptitud imaginativa para improvisar acom-
pañándose con la templada guitarra, produjeron el arque-
tipo de la raza: ¡el payador! Era el profesional de la
poesía y la música, el rapsoda errante que se disputaban
las mozas y andaba de pago en pago luciendo su incom-
parable habilidad. Se le requería, se le agasajaba, se le
amaba ; su sola presencia implicaba una fiesta en aquellas
soledades, donde casi no se conocía más género de d¡>
versiones públicas que las riñas de gallos. Maestro en su
doble arte, manejaba con sin par donosura el castizo len-
guaje gauchesco, conservado con ligeras modificaciones
locales como lo importaron los conquistadores en el si-
glo xvi, aunque reduciendo desgraciadamente el vocabu-
lario, por carencia de literatura escrita. Era fértil en imá-
genes, como los poetas orientales ; casi no se expresaba
más que con metáforas y en estilo figurado. Fácil lirismo
EN LA PAMPA 253
tenía en el fondo del alma, y el chascarrillo a flor de piel.
Prolongaba inmensamente notas trémulas, vibrantes, cáli-
das, que se dirían nacidas, más que de humano pecho, de
las entrañas mismas de la Pampa, como por evocación
divina. Con tal soltura versificaba en el octosílabo de los
romances viejos, barajando asonancias y consonancias, que
el verso parecía su natural medio de expresión. Nadie le
igualaba en inventar la cuarteta de oportunidad, con la
que entablaban dos cantores, ante la rueda de público y
animados por sus aplausos, la payada de contrapunto.
Consistía ésta en una especie de torneo del ingenio; los
contrincantes se proponían, el uno al otro, chungueándose,
obscuros y candidos enigmas. Al sentirse rendido por el
esfuerzo de contestar en rimas y de improviso, tenía el
más débil que poner punto final a la retórica contienda,
terminada alguna vez en sanguinaria lid.
IV. DECADENCIA Y SIGNIFICACIÓN DEL GAUCHO
Por su intenso amor al nativo suelo, aunque no po-
seyese sino confusa idea de la patria, nunca desoyó el
gaucho su llamamiento. Ayudó a rechazar las invasiones
inglesas, a las órdenes de Liniers. Siguió a Belgrano, a
San Martín, a todos los generales de la guerra de la
Independencia. Cuando las luchas de la organización na-
cional, formó en las huestes de los caudillos rurales que
levantaban pendón y caldera. Mas, apenas organizada la
república, al concluir con las resistencias del indio fron-
terizo, caducó su gloria. En el último tercio del siglo xix,
falto de papel en el drama de la vida, estaba como demás
sobre la tierra.
La decadencia del gaucho comenzó entonces, cuando
se introdujo en los campos la ficción de la democracia.
El juez de paz, el comandante y el comisario le explota-
ban, especialmente con motivo de las parodias electorales;
arreábasele a los comicios, como en rebaño. Quien se
insubordinaba contra el caudillo oficialista, sufría atroz per-
254 EN EL país argentino
seguimiento. A veces tenía que huir del pago, acosado
por la jauría policial, y se entregaba a la vagancia, al
cuatrerismo y al alcohol.
Agravóse esta situación con el completo cambio de
la economía ambiente. No se hallaban ya vaquerías sal-
vajes, y el abigeato se castigaba con severidad. Los cam-
pos, cuyo valor se multiplicaba de año en año, dejaron
de ser yermos. Las propiedades, divididas y subdivididas,
se deslindaban con cercos de alambre, impidiendo así, al
gaucho fugitivo o matrero, correr a campo traviesa como
acostumbraba, «cortar campo . Los puebleros tomaban
posesión de las estancias, expulsando a los ocupadores,
si carecían de títulos de dominio; si por ventura los habían
adquirido, como no supieran sacar a la propiedad la renta
indispensable, el Estado, agobiándolos a impuestos, los
ponía en el trance de enajenarla. Poco después, el ferro-
carril y el telégrafo interrumpían nuevamente la inmensi-
dad, acortaban las distancias y transformaban los medios de
transporte. Renovada la técnica, el estanciero criollo aban-
donaba los antiguos procedimientos, por demasiado costo-
sos y poco fructíferos, y adoptaba herramientas europeas de
trabajo, no siempre de fácil manejo. El ganado mismo se
mestizaba, con ejemplares de razas selectas, traídos del ex-
tranjero; debía ahora tratárselo con otros miramientos y
hasta con ciencia; no era ya como cosa sin dueño o de
escaso valor, sino rica y frágil mercadería. Puesto que se
estropeaban y herían las reses finas con las boleadoras y el
lazo, se limitó su uso; las habilidades de que tanto se ufa-
naba el peón criollo llegaron a ser, más que inútiles, nocivas.
Con el tiempo y para remate, la despreciada agricultura iba
a ensayarse en grande escala, reduciendo las tierras desti-
nadas a la ganadería. Por todas partes se veía la hercúlea
mano de una nueva civilización, que barría la leyenda y el
romanticismo de los tiempos bárbaros y heroicos.
¡Mal podía avenirse a tan nuevas e imprevistas cir-
cunstancias el gaucho, semisalvaje y seminómadal Señor
EN LA PAMPA
antes y dueño de la llanura y de la inagotable riqueza de sus
rebaños, desdeñaba el trabajo manual, como indigno de su
hidalga estirpe. Sólo a regañadientes podía obedecer a esos
amos «maturrangos», afeminados por la molicie de la vida
de ciudad. Resultaba hasta mediocre peón, incapaz de otra
tarea que la doma varonil y el rodeo en campo abierto.
Hízose necesario atraer al inmigrante, que afluyó a
las pampas, como a una nueva Tierra de Promisión. Más
dócil y disciplinado, más adaptable y ahorrativo, aunque
no tan sobrio ni valiente, iba desalojando al gaucho de las
faenas rurales. Así éste, a fines del siglo xix, eterno
proscripto de la nueva civilización, si bien representante
de la antigua, fué apenas una sombra de lo que había
sido. Obscurecióse su alma, al paso que iba trocando al-
gunas de sus prendas tradicionales : la bota de potro por
la alpargata, el chiripá por la bombacha, las boleadoras
por el arado. Solía olvidar hasta la noble vihuela, para
substituirla por el plebeyo acordeón. Aunque despreciara
al inmigrante, a quien apellidaba despectivamente grngo
o gallego, de él aprendía el uso de la moderna técnica,
agauchándole a su vez, por recíproca influencia. El mismo
extranjero, encariñado con su tierra de adopción, requería
a las morochas del pago para los honestos fines del ma-
trimonio. De esta suerte se ha venido propagando el tipo
vario y complejo d£ una nueva generación de gauchos
europeizados o de europeos agauchados, que, por cierto,
parecen heredar las buenas cualidades de su doble abo-
lengo. Es el argentino del futuro y casi diría del presen-
te... ¡Es hoy el argentino!
Aparte de contribuir a poblarla con este retoño mo-
derno y de no escatimarle jamás el tributo de su sangre,
que corrió a raudales en la defensa y como para la fecun-
dación del suelo, el gaucho ha prestado a la República
mayor servicio aun y más alto homenaje. ¡ Ha sido entre
nosotros el sembrador del Ideal! ¿Quién mejor que el
desvalido hijo de las pampas difundió por estas tierras la
256 EN EL país argentino
fortaleza de espíritu, la ayuda de sí misrno, el culto del
valor, el principio de la lealtad, el amor a la patria?... En
el lenguaje popular «ser gaucho», lo que otrora fué in-
sulto, significa ahora ser fuerte y diestro, y « hacer una
gauchada», realizar una hazaña. Por este arte, la voz de
Dios, que constituye la voz del pueblo, ha proclamado al
gaucho modelo de energía y de nobleza.
No obstante tales méritos, acaso exagerados por el
patriotismo y la literatura, fuerza es confesar que no todo
ha sido gloria en su carácter. Cada cual tiene los defec-
tos correspondientes a sus virtudes. Descrito el anverso
de esta medalla antigua, veamos el reverso. La arrogancia
del gaucho fué también ánimo de venganza; el espíritu
de contemplación, incuria e ineptitud para el trabajo me-
tódico y el ahorro. Vengativo como el corso, al sentirse
ofendido en sus derechos, no paraba hasta matar o ser
muerto. Fatalista como el árabe, cuando no pudo ya com-
petir con el moderno industrialismo, dejóse vencer por
vicios tabernarios, hasta acabar condenado a servir en los
ejércitos de las fronteras y a consumirse en las cárceles,
A pesar de todo, se conservó siempre relativamente verí-
dico, y nunca fué por idiosincrasia ladrón. El cuatrerismo,
hijo más de la necesidad que de la codicia, no contrade-
cía su honradez, pues el ganado, según la tradición del país,
era como res niilliiis, cuando silvestre, y, cuando doméstico,
artículo tan abundoso y de reducido valor que se brindaba al
peregrino. He ahí, en esas condiciones de veracidad y pro-
bidad, una prueba psicológica, si fuera necesaria, del esca-
so entroncamiento del gaucho con el indio, dado que éste
jamás cumplió su palabra ni respetó la propiedad ajena.
Y es fuerza confesar también, con los defectos del
gaucho, que, no obstante el patriotismo y la literatura, el
pueblo culto no parece hoy apreciarle en todo lo que me-
rece. Convencionalmente, no diré que le admira como en
tiempo de Echeverría, apenas le tolera; supónele potencia
de retroceso y barbarie, de pereza y ferocidad... Es que
EN EL INTERIOR 257
se confunden las cualidades con sus correspondientes de-
fectos, y las épocas y los sujetos. Desconociendo lo que
fué el gaucho auténtico, el histórico, el héroe de las pam-
pas, se da ahora este nombre, más que al legítimo producto
de su mezcla con el inmigrante, a ciertos espurios imita-
dores, como el compadrito arrabalero y el matón de pul-
pería, que, so color de gauchismo, ignoran las virtudes de
su pretérita grandeza para imitar los vicios de su presente
decadencia... ¡Hora es de reaccionar contra tan injusta im-
presión! Precisamente, para destruir la caricatura abominable,
¿no será el medio más eficiente conocer y honrar al origi-
nal?... El gaucho ha, muerto. No pudiendo sobrevivir a las
nuevas condiciones ambientes, no pudiendo sobrevivirse a
sí mismo, el gaucho ha muerto. No es ya más que un sím-
bolo. Pero sus manes, por lo que antes encarnó su persona
y hoy debe representar su recuerdo, no podrán menos de
sernos propicios. Acaso su sombra vela sobre nosotros.
III. EN EL INTERIOR
104, Erl país de las colonias.
I. EL país
Las cinco mil leguas cuadradas que ocupa hoy la pro-
vincia de Santa Fe — dos veces el tamaño de la Grecia —
teóricamente debían constituir una de las regiones más aptas
para la vida humana: setecientos kilómetros de costa sobre
el Paraná, abundante en pesca y navegable siempre; dos
grandes fajas regadas por el Salado y el Carcarañá; espesos
bosques en la región del Norte; agua potable por doquier, a
ocho o diez metros de la superficie; capa de tierra vegetal
de muchos centímetros de espesor; falta de rocas, de are-
nales y de salinas; temperatura templada; ausencia de palu-
dismo o de fiebres endémicas. Representa, sin duda, un
problema interesante y digno de estudio, el hecho de que
tal territorio permaneciera casi despoblado, no sólo cuando
258 EN EL PAÍS ARGENTINO
los indios lo ocupaban, sino también durante los tres siglos-
que subsiguieron a la llegada de los europeos.
Un examen atento permite comprobar que en ese país
fértil, llano y extenso, la Naturaleza, abandonada a sí mis-
ma, no ofrecía facilidades para la vida. Los bosques inmen-
sos, frecuentados por animales feroces, carecían de árboles
frutales: en medio de la lujuriosa vegetación, el indio moría
de hambre si no acumulaba en el momento oportuno las
coriáceas vainas del algarrobo. Siglos de observación y de
miseria no le permitieron sacar del monte más alimento
que la harina de esas vainas (patay), el zumo de algunas
otras plantas, el agua sucia conservada entre las hojas del
caraguatá y la miel de las avispas silvestres.
No vivía en toda la región un animal domesticable
que pudiera producir leche, arrastrar un arado o un carro,
o soportar un jinete No había en ella metales ni piedras;
de modo que fué necesario fabricar con madera las armas
y los utensilios. El barro, el cuero y el hueso suministra-
ron los restantes elementos de construcción, haciendo casi
imposible la tarea de preparar la tierra y cavar "pozos.
La uniformidad de la llanura, excelente para las moder-
nas máquinas agrícolas, motivaba espantosas sequías al bor-
de mismo de los grandes ríos, destruyendo periódicamente
la fauna y la flora. Mientras llegaba la idea humana de
fabricar molinos y elevar así el agua del subsuelo, el viento
sólo sirvió para dificultar la vida, resecando la superficie y
marchitando las hojas. Al Sur del Carcarañá, allí donde las
barrancas del Paraná no prestaron su abrigo, sólo un árbol
pudo sostenerse; y este árbol, escasísimo, el ombú, que
no daba fruta ni producía leña utilizable, apenas si sirvió
como punto de referencia, como accidente geográfico de
la desolada llanura, antiguo lecho del mar. Imposible con-
seguir sobre ella un tronco para hacer fuego.
Llovía con frecuencia; pero así y todo la sequía era
inevitable. El sol, hiriendo la tierra duraní.í el día, evapo-
raba la humedad, favorecido por el viento; y los vapores
EN EL INTERIOR 259
emitidos no podían condensarse de noche, porque a esa
hora irradiando la tierra el calor absorbido, rarificaba la
atmósfera.
El Paraná suministraba peces en abundancia; pero
ante la falta de metales y de las herramientas correspon-
dientes, los indios no podían navegarlo sino en troncos
horadados a fuego, o en recipientes de cuero. Regar con
él no era posible, por la misma falta de herramientas en
primer término, y porque de un extremo a otro de los se-
tecientos kilómetros de la costa santafecina, la diferencia
del nivel del agua no llegaba — ni llega — a un metro por
cada tres leguas. A estas dificultades debe agregarse otra
más seria aun : periódicamente, el río se desbordaba de
octubre a marzo, en todos aquellos sitios en que la ba-
rranca no fuese superior a dos metros; y tal desborde
inutilizaba — e inutiliza aún hoy — inmensas zonas de te-
rreno. De tarde en tarde, terribles crecientes extraordina-
rias, elevando cinco y seis metros el nivel de las aguas,
cubrían las islas barriéndolas durante meses, con una fu-
riosa corriente de tres y cuatro millas por hora, y arran-
cando enormes masas de plantas, sobre las que se refu-
giaba la fauna salvaje de la región : caimanes, serpientes,
venados, jaguares a veces.
Abierta la llanura a todos los rumbos, fué caracterís-
tica de su clima depender en gran parte de los vientos
reinantes. Soplando el Sur, temperatura baja; soplando el
Norte, temperatura alta. De aquí, heladas en primavera,
calor en invierno, instabilidad siempre.
La falta de montañas debía teóricamente facilitar el
transporte ; pero ni había animales que lo hicieran, ni el
suelo, falto de consistencia, resistía pesos considerables:
la menor lluvia dejaba intransitables unos senderos que no
era posible pavimentar por la carencia de piedra.
Desde el Carcarañá al Norte, empezaba la vegetación
natural a elevarse con infinitas precauciones contra el
viento, contra los mamíferos, contra los insectos y contra
260 EN EL PAÍS ARGENTINO
las aves. Por entre los pastos, duros como cerdas, pulula-
ban animalitos provistos de gruesas corazas córneas, con-
trastando singularmente con los ágiles avestruces y las
esbeltas gamas. Arbustos chatos y recios, con hojas pe-
queñísimas rodeadas de monstruosas espinas, donde los
guanacos dejaban jirones de su lana, alzábanse retorci-
dos y achaparrados como esos productos exóticos que ar-
tificialmente produce la fantasía japonesa. Al amparo del
matorral, la vegetación se iba elevando cada vez mayor,
cada vez más firme contra el viento, conservando cada
vez más humedad bajo las copas, hasta que, vencido el
enemigo, las espinas empezaban a desaparecer y el bos-
que lujurioso del Chaco entrelazaba su espesísimo ramaje.
Dos plagas bien temibles agregábanse para esterilizar el
esfuerzo del hombre: las hormigas, habitantes permanentes
del territorio, y las langostas, que en nubes devastadoras
bajaban a depositar sus huevos, desde los bosques del
trópico. Toda agricultura permanente fracasaba ante ellas.
11. LA POBLACIÓN INDÍGENA Y LA COLONIZACIÓN
ESPAÑOLA
Este era el país. Libradas a sí mismas las tribus in-
dias que miserablemente erraban sobre el territorio, nin-
gún problema hubiesen resuelto. La Naturaleza, terrible,
aplastadora, cerníase sobre ellas, matando toda iniciativa
con la desolación de su pobreza. Forzoso era que alguien
trajese ganados, metales, herramientas, ideas ; y este al-
guien apareció en las llanuras santafecinas durante el
siglo XVI, en forma de aventureros europeos a quienes
la fiebre de riquezas lanzaba ciegamente a uno de los mu-
chos lugares de la América donde era imposible enrique-
cerse con rapidez.
Apenas instalados, la Naturaleza volvióse contra ellos,
langostas y sequías, heladas e inundaciones comenzaron a
imprimir su recuerdo doloroso sobre aquellos soñadores
rapaces, dispersos por entre los campos duros y los montes
EN EL INTERIOR 261
salvajes. Y así, aferrados a su esperanza, fueron viviendo
lentamente sobre la inhospitalaria región varias generacio-
nes, fatigándose ante la pérdida de una cosecha, y otra,
y otra más, y ante la evidencia de que en diez, de que
en doce años seguidos, hubiese sido imposible extraei
una sola bolsa de trigo de la llanura inmensa y áspera.
Cuando en los años buenos obteníase cosecha exuberante,
fuerza era que esta cosecha se vendiese a bajo precio,
dada la imposibilidad de llevarla a vender a otros países.
Las guerras gloriosas, los corsarios gloriosos, transforma-
ban en fácil presa de la rapiña internacional a aquellos
cargamentos que de tarde en tarde podían ser lanzados
al través del océano, después de conseguirse con mil tra-
bajos el carro que llevase la mercadería a puerto, el
pequeño buque de vela que la transportase y el per-
miso real que concediera a los hombres el derecho de
gozar el fruto de sus sudores. Da padres a hijos, de hijos
a nietos, se fué transmitiendo la desesperada convicción
de que eternamente había de ser inseguro el esfuerzo de
los hombres dedicados a labrar la tierra, y de que eterna-
mente habían de ocultarse el desierto y la miseria detrás
de cualquier accidente meteorológico. Poco a poco, abru-
mados por la realidad, los herederos de aquellos coloni-
zadores audaces del siglo xvi tornáronse gauchos indo-
lentes que se olvidaron de comer pan, y que, de fatalismo
en fatalismo, fueron limitando su calidad de hombres civi-
lizados, a vivir en chozas de barro, sin muebles, sin piso,
sin tabiques, sin chimeneas siquiera para dar salida al humo;
a nutrirse de vacas que se cuidaban solas, y a chupar en
calabazas silvestres una infusión de yerba, amarga, porque
no había azúcar.
III. LA COLONIZACIÓN ARGENTINA
Un tercer esfuerzo, realizado en la segunda mitad del
siglo XIX, llevó en sí la consoladora demostración de que
es la lucha diaria, la lucha obscura e inteligente de los
2*32 EN EL. PAÍS ARGENTINO
hombres que a trave's de la distancia se alientan y se
ayudan, lo que mejora la vida, con más eficacia que el
sangriento relampagueo de las batallas.
No fué una intervención mágica, no un simple genio
benéfico, quien transformó en espigas de maíz y de trigo
a los recios pastos y quien edificó ciudades habitables con
el polvo reseco de las pampas. Fueron dolores humanos,
ideas de varias generaciones, esfuerzos colectivos de mi-
llares de seres, quienes con telégrafos y ferrocarriles y
buques de vapor mataron al desierto ^y suprimieron al
océano. Fueron oleadas de sudor humano las que arran-
caron de cuajo a\ pasto puna, hundieron en la tierra los
arados y manejaron sobre la llanura los miles de trillado-
ras a vapor que hoy espolvorean de oro los campos que
otrora hollaran estérilmente los jinetes de Viamonte y de
Lavalle. Fueron cerebros torturados quienes vieron en la
alfalfa a la planta que, alcanzando con sus raíces las
aguas del subsuelo, había de vivir sobre la superficie des-
provista de humedad. Otras ideas, otros dolores más, y
surgieron alambrados y molinos y arboledas y galpones,
uniendo a todos los pobladores del planeta en la empresa
de redimir al desierto.
Y si aun no está vencido el enemigo ; si aun los la-
bradores santafecinos escudriñan con angustia el horizonte
en espera de las nubes que significarán lluvia; si aun las
langostas heridas por el sol marcan con sus alas puntos
luminosos en el espacio; si aun el río inunda y las hela-
das destruyen, podemos fya confiar en que esos males di-
fícilmente alcanzarán a un tiempo a todo el territorio, a
todos los plantíos y a todos los ganados. Con el millón o
millones de toneladas de trigo que produce un año bueno
y que se almacenan a lo largo de los puertos en líneas de
colinas huecas, es posible ya esperar tranquilamente los
años malos; praderas y arroyos artificiales defienden a los
ganados; ejércitos de máquinas esperan órdenes para ayu-
dar al hombre, y los varios cientos de miles de habitan-
EN EL INTERIOR 263
tes pueden ya jactarse de que, sobre la Pampa domada, han
dejado de imperar sin contralor, los insectos y los vientos
que en otro tiempo fueron sus señores absolutos.
Juan Alvarbz.
105. Las sierras de Córdoba
Situada entre la llanura del Este y del Sur, y las Sa-
linas Grandes y los terrenos pantanosos de la laguna de
los Porongos y de la Mar Chiquita, hállase la íamosa re-
gión de las sierras de Córdoba, que abarca una ancha
zona al Noroeste de la provincia. El aspecto general de
estas sierras es característico. Separadas por cortos va-
lles, sucédense en interminable serie de cerros de escasa
altura, vestidos de abundante verde y engalanados por
arbustos y árboles generalmente espinosos. Aunque la
Naturaleza no sea propiamente magnífica, el paisaje es
variado y risueño. Por las hondonadas, a la sombra de
algarrobos, talas, chañares, churquis, aguaribáis y otros
árboles y arbustos, profusos arroyuelos serpentean en su
lecho de cantos rodados. Sus aguas, saltando de piedra
en piedra y de valle en valle, son rápidas y cristalinas.
Por lo comiín pueden transponerse a pie, sin necesidad
de puentes, y sin mojarse el calzado siquiera; basta bus-
car un paso de piedras, o improvisarlo, colocándolas opor-
tunamente a cortas distancias, sobre el lecho del arroyo y
aun del pequeño río. En épocas de lluvia, el hilo de agua
se convierte en torrente, que forma acá y allá rumorosas
cascadas, abriéndose paso entre las piedras cubiertas de
musgo. Por su poca profundidad y corriente vertiginosa,
esos límpidos caudales carecen generalmente de peces.
Con frecuencia se sumen parcial o totalmente en la tierra
y desaparecen, para reaparecer, después de breve trayecto
subterráneo, bajo las piedras, en un manantial, un « ojo de
agua», un filtro de la Naturaleza, del que brota la linfa aun
más fresca.y pura. En ciertos sitios, la industria humana ha
264
EN EL país argentino
colocado represas, formando grandes tanques llamados
«tajamares», que sirven para el riego y conservan siempre
agua suficiente para abrevar el ganado. A veces se desbor-
dan; su nombre resulta gráfico y exacto en épocas de
grandes lluvias, pues entonces atajan y represan un verda-
dero mar de agua dulce, un torrente que arrastra troncos
y grandes piedras de la montaña. Pululan en sus tranquilas
aguas las « moiarritas » y algunas veces también las angui-
las ; la trucha y la carpa europea se propagan allí rápida-
mente y ofrecen excelente pesca. De trecho en trecho, esos
lagos salpican el panorama de las sierras como espejos
engarzados en marcos de esmalte.
Además de los múltiples arroyos, cursan la región
algunos ríos caudalosos, aunque no navegables. Entre ellos
está el Primero, que atraviesa la ciudad de Córdoba. Sus
aguas son represadas, en ios tiempos de creciente, por el
dique San Roque, el mayor de América, obra tan magna
EN EL INTERIOR 265
como Útil, con capacidad de 260.000.000 de metros cúbi-
cos. Forma entre dos montañas un inmenso lago artificial
que riega y surte la región circundante, hasta la misma
ciudad, corriendo a través de numerosos acueductos. Esta
forma de riego por medio de diques, represas y taja-
mares fertiliza los campos secos y arenosos, y los con-
vierte en deleitosas quintas, entrecruzadas por una red de
oportunas acequias.
Entre la maleza de las sierras, la caza abunda. Há-
llanse la delicada perdiz montañesa, la tierna paloma del
monte, la rápida liebre europea, el avestruz americano,
más veloz aun que la liebre, y hasta el arisco guanaco y
el puma feroz. Pelo y pluma, indefensos animales y fieras
peligrosas, el cazador encuentra siempre buenas piezas.
La excursión cinegética, que da ocasión para contemplar
las accidentadas perspectivas del paisaje, resulta tan pro-
vechosa como agradable. La Naturaleza, en un clima seco
y templado, ofrece sus pródigos dones y brinda al hom-
bre un bello albergue donde recrearse y reponer sus fuer-
zas, desgastadas en la vida febril de las ciudades.
Aunque la temperatura es generalmente benigna, sue-
le sentirse el frío de las madrugadas de invierno en los
sitios altos, como Cosquín, Capilla del Monte y la Falda;
en los menos altos, ya que no bajos, como Calera, Toto-
ral y Alta Gracia, incomoda a veces el sol meridiano del
estío. Constituyen así, éstos, excelentes estaciones clima-
tológicas invernales, y aquéllos, encantadores puntos de
veraneo. De toda la República y en todas las estaciones
afluye a las sierras de Córdoba, gente que viene a repo-
ner su salud, a descansar o a distraerse. En el verano es
considerable la concurrencia de Buenos Aires, Rosario y
Tucumán. Las sierras representan un punto de cita y de
turismo. Si se llama a las plazas públicas, en las gran-
des poblaciones, los « pulmones de la ciudad », las sierras
de Córdoba podían apellidarse los « pulmones de la Repú-
blica». Allí se va, según una expresión corriente, a «al-
266 EN EL PAÍS ARGENTINO
macenar oxígeno », el vivificante gas que alimenta y esti-
mula nuestro organismo. Las sierras de Córdoba son algo,
pues, como el « almacén de oxígeno » de los argentinos.
Para que sirvan a tal efecto se levantan en sus sitios más
pintorescos y sanos, modestas y graciosas casitas de recreo,
quintas hermosísimas, amplios y lujosos hoteles modernos.
Como por influencia del medio ambiente, la vida so-
cial en las sierras de Córdoba pierde sus severas etique-
tas urbanas, se facilita y simplifica. La gente es allí más
comunicativa y hasta se diría que más tierna y sensible.
El conocimiento se hace pronto ; la conversación se ani-
ma espontáneamente; en pocos días se traban duraderas
amistades. Sin temor a los óbices de la maledicencia, de-
pónese el pomposo formulismo del mundo elegante, como
si se estuviera « en familia ». El trato adquiere algo del
dulce perfume de las flores silvestres y de la arcádica
franqueza de las edades patriarcales. Nunca faltan puntos
cercanos donde realizar animadas cabalgatas y suculentas
meriendas. En trajes campestres, sin que se sueñe en
deslumhrar por la fantasía de la modista o por la corrección
del sastre, buscando cada uno su comodidad más que la
elegancia, repítense los paseos a los parajes cercanos. Los
días se deslizan, y nadie se acuerda de consultar el alma-
naque; el tiempo transcurre como en un idilio. Olvidadas
las ingratas preocupaciones de las tareas profesionales, aca-
llados los pequeños resquemores de la aristocrática vani-
dad, dormidos los sentimientos de la emulación y de las
rivalidades, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, pobres
y ricos, todos parecen disfrutar de sus vacaciones escola-
res; se sienten otra vez niños. La férula del maestro y
el rigor de la disciplina, las luchas de la riqueza, la pre-
eminencia o la gloria, el mundo, en fin, está lejos, muy
lejos, oculto tras la recortada línea azul del horizonte,
más allá de las sierras de Córdoba.
EN EL INTERIOR 267
106. La sierra puntana.
La « sierra puntana » constituye, en la provincia de
San Luis, un sistema orográfico característico, con muchas
ramificaciones, que se extienden en una vasta zona, forman-
do cumbres de 2.000 metros de altura, elevadas mesetas,
grandes valles y gargantas profundas, por donde corren
arroyos de aguas cristalinas y murmurantes. Por todas
partes, una rica vegetación se escalona en lentas gradacio-
nes, desde la llanura, con sus bosques de caldén, alga-
rrobo y tala; en las faldas, con el moUe, el retamo y el
coco, y, en las altiplanicies, con sus hierbas fragantes, las
gramíneas y las flores más variadas. Sobre aquel paisaje
se pueden admirar todas las tonalidades de la luz con
sus reflejos brillantes en la cristalizaciones del cuarzo y
de la mica.
Dan vida al espléndido escenario el canto de la ca-
landria y el zorzal en la enramada de sus frondas; el
zumbar de la abeja en busca de la materia prima para su
insuperable laboratorio, mientras se ciernen en el espacio
el águila y el cóndor de las regiones andinas. Majadas de
cabras van al asalto de los tiernos cogollos, escalando las
alturas más escabrosas, y a lo lejos repercuten el eco de
sus balidos o los gritos de los pastores para devolverlas
al redil, antes que al amparo de la sombra caiga sobre
ellas la garra del puma, oculto en los senos de las mon-
tañas. El ganado mayor pace tranquilo. No así el perse-
guido guanaco, que tiene en sus pies la ligereza del ala
cuando presiente el peligro cercano.
Abundantes vertientes se escurren como hilos de agua,
entre el berro, la hierbamota y la zarza, cuyas propieda-
des medicinales adquieren antes de ir a fecundar los cam-
pos vecinos. También la enorme masa granítica guarda en
sus entrañas veneros de oro, plata, cobre, hierro, plomo;
depósitos de alumbre, yeso, caolín, y los yacimientos de
268 EN EL PAÍS ARGENTINO
SUS mármoles esmeralda que invitan al artífice a cincelar
la obra de arte. El oro se ha explotado desde la época
colonial, encontrándose como clavos incrustados en las
vetas o en pepitas en los riñones aislados, verdaderos
«placeres» por su riqueza. Después de las lluvias apare-
cen por doquiera sembrados los granos de oro: en las
arenas de las corrientes que bajan de los cerros de la
Carolina, y otros quedan en descubierto aprisionados en
las raíces de las gramíneas, como si éstas también codi-
ciaran el precioso metal. Y en esta Naturaleza privilegiada
por sus agrestes bellezas se goza de un clima sano y de
un cielo límpido, nítido como un cristal ligeramente azu-
lado, donde brillan los astros en las noches serenas, con
todo su esplendor.
Bajo ese cielo y al pie de la sierra, donde ésta ter-
mina en forma de una « punta » granítica, para dar paso
al valle longitudinal del Chorrillo, está situada la ciudad
de San Luis. La modesta población tiene, como muchas,
todos los elementos de cultura, merced a la munificencia
del gobierno nacional y a sus propios esfuerzos; pero no
ofrece más rasgo característico que su ubicación, en uno de
los sitios más pintorescos del país. A medida que se ascien-
de la pendiente hacia la sierra — que la provincia ostenta
como un emblema de su escudo — , se domina un amplio
horizonte limitado al Oeste por el cordón del Pencaso,
sobre el cual aparecen aún las cumbres más elevadas de
los Andes. Dentro del vasto cuadro se percibe la super-
ficie plateada de las aguas del lago Bebedero y la faja
blanquecina de la gran cañada del Balde, especie de lecho
desecado de un mar interno, con su prolongación al Nor-
te, y entre estos claros del paisaje divísanse las manchas
ondulantes de la vegetación regional.
La parte Este de la ciudad es la más interesante. Allí se
encuentran el dique del Chorrillo, con su grueso muro y su
torreón medioeval donde se guarda la maquinaria hidráulica;
las canteras de granito, las alamedas frondosas, las fuentes
EN EL INTERIOR 269
naturales que van a aumentar los depósitos de las galerías
filtrantes para dotar de agua a la ciudad, y el hermoso
lugar «Aguadita de Pueyrredón », así llamado en recuerdo
de la estada, como proscripto, del ilustre patricio. En este
lugar se conserva todavía, con mcuhos retoños vigorosos, el
ombú que llevó desde Buenos Aires el general Pueyrredón,
y qu"e es como un símbolo de su gloria, pues ni el fuego
ni el huracán tienen poder para destruirlo. Algo más allá,
trasmontando la sierra, se ve el valle de Las Chacras,
donde el general San Martín organizó las bizarras legio-
nes puntanas que con Pringles, Pedernera y otros valientes
ilustraron el nombre argentino en la lucha homérica por
la libertad.
En aquellos sitios tan pintorescos como sanos co-
mienzan a levantarse mansiones de recreo. Un día no
lejano se construirán allí grandes sanatorios, pues se res-
pira un aire seco y la brisa de la altura trae, con los
perfumes silvestres, manantiales de oxígeno que dilatan
los pulmones y estimulan el mecanismo de la respiración.
Y es grato pensar que toda aquella región hermosa, rica y
saludable, es también un pedazo de la patria que conserva
vivas las tradiciones de nuestro pasado glorioso.
Juan \V Gez.
107. Los bosques de Santiaéo del Estero.
Al entrar en la provincia de Santiago del Estero por
cualquiera de los caminos que cruzan los confines del
Oeste, la Naturaleza se nos presenta ostentando su vistoso
ropaje, periódicamente renovado por el lujo de sus pri-
maveras. Gigantes vegetales que han resistido el empuje
de un siglo y se yerguen impertérritos dominando el
escenario ; quebrachos colorados, que desafían las intem-
perancias del clima ; quebrachos blancos, algarrobos, mis-
toles, chañares, breas, talas y muchos más árboles forman
el tupido bosque. Otras plantas menores, casi todas ar-
270 EN EL PAÍS ARGENTINO
madas de espinas insidiosas, allegándose a los troncos-
más robustos, confundiéndose, enredándose, agolpándose
en la penumbra formada por la copa de los mayores en
edad y preponderantes por su naturaleza, ocultan casi
por completo la superficie del terreno. En vano pretende
penetrar la mirada en el interior de aquella masa de ve-
getación exuberante : el lugar lo substrae todo a la Hgera
curiosidad del viajero. De vez en cuando se nota un claro»
un camino que serpentea y se pierde en la selva llena de
misterio: este claro revela el trabajo de un hombre, de
un labrador sin pretensiones, que ha dominado el monte
con bien asestados golpes de su hacha. Tal vez el camino
compendia las fatigas de algún « puestero » (criador de
ganado en pequeña escala) que penetró en busca de un
animal perdido ; tal vez revela las peripecias de un pobla-
dor que se ha perdido buscando un animal.
Otras variaciones, a más de las que se deben a la
acción del trabajo, se notan en el aspecto general de los
bosques santiagueños. En donde el terreno se hunde for-
mando bajos y prolongándose en cañadas, el monte se
manifiesta macizo, obscuro, impenetrable, y la vegetación
de las plantas inferiores se desarrolla vigorosa en la fres-
cura del ambiente. En otros puntos llanos o poco elevados
encuéntrase los quebrachos blancos, distantes uno de
otro; dejan vacíos notables entre sí y permiten ver el
suelo desnudo, más arenoso y seco, salpicado de cactos
que se arrastran recorriendo tortuosamente un trecho de
pocos metros. Partes hay completamente desvestidas, sin
más plantas que algún algarrobo que fué siempre pe-
queño, exentas de la molestia de los arbustos espinosos
y de los quimiles. Son las excepciones del bosque, los
oasis para el ganado, que halla en ellos un pasto abun-
dante, restaurador de su fuerza diezmada y puesta a prue-
ba. Los pobladores designan con el nombre de abras esos
puntos privilegiados, que ofrecen un aliciente recomenda-
ble con su aive generoso, una especie de pasto tupidí-
EN EL INTERIOR 27L
simo, corto, fino, buscado especialmente por las muías, que
tanto abundan y tanta suma de trabajo representan en la
provincia de Santiago.
De vez en cuando, siguiendo un camino vecinal, el
viajero nota mayor claridad en el bosque, ve más distantes
los árboles el uno del otro, observa los rayos del sol que
penetran en forma de desiguales figuras hasta extenderse
en el suelo como piezas de lienzo. Las múltiples plantas
menores se hacen más raras. Empiezan a mostrarse agru-
paciones de plantas no vistas aún : arbustos jorobados,
raquíticos, que se defienden con un verdadero arsenal de
espinas largas, gruesas y de una consistencia que les
permitiría penetrar en la madera. Se asoman los cactos
que se arrastran en el suelo en conjunto con otro arbusto,
cuyas hojas hinchadas, jugosas, con el color de la ceniza,
constituyen una abierta contradicción con la poesía vegetal ;
son éstos los jume, que crecen enredándose entre sí. De
su combinación resulta un montón de ramitos casi redondo,
que evoca la idea de una isla en medio de aquel terreno
llano, cubierto de un polvo blanco, una florescencia salina,
llamada por los habitantes con su verdadero nombre de
«salitre». Allí la vegetación se muestra difícil, anémica, sin
desarrollo. El terreno asume el aspecto de un manchón
completamente blanco, con un sobrio adorno de fajas
menos ingratas de verdes hierbales. A mediaa que se
avanza hacia el Sur aumentan tales manchones, hasta
que se llega a las Salinas Grandes y a las saladas lagunas
de los Porongos, cuya esterilidad y monotonía contrasta
como para hacer resaltar mejor la riqueza y hermosura de
los bosques del Norte.
iSegda LuuENzo Fazio
272 EN EL PAÍS ARGENTINO
108. Tucumán.
(Fragmento del poema Avellaneda).
¿Conocéis esa tierra bendecida
por la fecunda mano del Creador,
de cuyo virgen suelo sin medida
fluye, como el aroma de la flor,
la balsámica esencia de la vida,
y se palpa su espíritu y su aliento
en la tierra, en la atmósfera, en el viento,
en el cielo, en la luz, en la hermosura
de su varia y magnífica natura?
Tierra de los naranjos y las flores,
de las selvas y pájaros cantores,
que el inca poseyera, hermosa joya
de su corona regia, donde crece
el camote y la rica chirimoya
y el naranjo sin cesar florece
entre bosques de mirtos y de aromas,
brindando al gusto las doradas pomas.
...Tierra de promisión y de renombre,
engendra en sus entrañas virginales
cuanto apetece y necesita el hombre
para vivir feliz — en animales,
en frutas y productos tropicales,
en colosal vegetación. — En vano
el adusto verano
la quema con su sol ; el Aconquija
que entre las nubes fija
la nevada cerviz, de sus raudales
el tesoro derrama y la fecunda,
la baña con sus frígidos alientos,
y sus campos sedientos
de fresca lluvia y de vigor inunda;
EN EL INTERIOR 273
entonce ella, de lumbre
y de brillantes galas revestida,
bajo la azul techumbre
cual magnifico templo se presenta
del infinito Ser que le dio vida
y su eternal espíritu alimenta.
¡Cuan bella entonces es al pensamiento!
¡cuánto inspira de luz y arrobamiento!
¡cuánto de eterna nutrición florece!
La mirada de Dios bañar parece
sus selvas virginales y sus montes,
sus campiñas y claros horizontes,
y transformar con su inefable hechizo
aquella tierra en otro paraíso,
paraíso de gloria y esperanza,
de pura, inagotable bienandanza.
(Abreviado). Esteban Echeverría
109. Panorama de Tucumán.
En una mañana de primavera, antes que el cielo se
■nuble, como casi siempre sucede en verano, o esté la
■atmósfera empañada por el polvo y humo que se levantan
de los ingenios durante el invierno, si se gira la vista en
contorno, desde un mirador elevado de la ciuda-d, se tiene
un panorama característico y casi completo de la pequeña
provincia. La vasta llanura del naciente se despliega hasta
los confines del horizonte, fragmentada con bosques y
campos de caña de azúcar, de cuyo centro emergen los
ingenios. El río Saií retuerce sus meandros, que llevan la
vida a toda la región, como la arteria aorta de aquel or-
ganismo. El Norte y el Sur son bosques y sembradíos. Ai
Oeste, la cumbre nevosa del Aconquija se levanta por so-
bre el grupo alegre de las primeras colinas como un an-
ciano rodeado de niños. Las laderas, con sus repliegues
llenos de nieve, espejean al sol naciente, a manera de un
274 EN EL PAÍS ARGENTINO
cambiante moaré. Sobre los picos más agudos, algunos
cirros se elevan, desflecados por los agudos dientes de la
sierra. Las hileras de montañas, por rango de altura, lle-
nan todo el Poniente, bajando hacia el Norte para volver
a subir después. El cerro Bayo toma un tinte opalino a
esta hora de rejuvenecimiento universal. La última ramifi-
cación o cerro de San Javier, la más vecina a la ciudad,
extiende su falda de color verde obscuro, a la que las co-
pas apiñadas prestan de lejos una contextura granujienta.
De trecho en trecho se destaca una mancha clara, como
una escama caída de la envoltura terrestre: es un derram-
be. La base de la montaña se confunde con la llanura;
es un n>ar de verdura con algunos blancos islotes de po-
blación. Más cerca, ya se alcanza a distinguir los árboles
por sus follajes: las copas esféricas de los naranjos, salpi-
cadas de puntos de oro, se desbordan de las quintas ; los
sauces columpian su lacia y desmayada cabellera. Un gi-
gantesco pacará se alza como una torre de follaje. Re-
balsan de los patios los anchos abanicos de los bananeros,
los locos arabescos de las madreselvas y jazmines. Una
nota severa, no obstante, en ese concierto de matices ale-
gres: acá y allá, un eucalipto levanta su frente lívida,
que parece descolorida por las emanaciones febricientes
quitadas a la tierra; es un árbol de hospital o lazareto,
con su follaje cobrizo y su tronco escamoso. Pero se
oculta detrás de los miradores, las torres, las cornisas de
las azoteas, que proyectan violentamente su color deslum-
brante sobre el fondo verde, con ese mal gusto risueño
de los países del sol. En el aire puro y delgado el tañido
de las campanas llega más claro y argentino. Es el lla-
mamiento a los afanes de la vida: id coqueta ciudad se
despereza lentamente...
P. Grou«s\c.
EN EL INTERIOR 275
110. Frente al Aconcjuija.
Desde la mesita en que escribo, con sólo alzar los
ojos veo, ahí vecino, el deleitable paisaje de la sierra
cerrando el horizonte con su alto y extenso perfil sinuoso,
que, como una línea garabateada con mano torpe sobre
la página del cielo tucumano, se desarrolla de izquierda
a derecha. Sube despacio, diríase que con dificultad y a
tropezones — cayendo a veces y formando senos que re-
sultan montuosas quebradas — , hasta que toma aliento,
se alza y ensaya el dibujo de una cumbre, la de Santa Ana,
que le sale borrosa, como si la pluma tuviese un pelo.
Vuelve luego a caer, vacilando ; pero reacciona, esta vez
con más bríos, y, cual si de pronto le hubiesen brotado
alas, se lanza al espacio y deja, en un trazo firme y lim-
pio, a 5.300 metros sobre nuestra soberbia, el enhiesto
perfil del Aconquija estampado en el éter.
Hacia allá, en ansia de ascensión, se va la vista como
polarizada, cebándose sin saciarse en aquella belleza y
vida que se extiende en el delicioso valle, verdegueante
y dorado por los cultivos, a mis pies mismos, donde, con
sordo y continuo mugido que estremece la comarca, un
colosal ingenio azucarero, como un insaciable Pantagruel,
devora cañaverales día y noche. Engulle y tritura entre
sus potentísimos molares una carretada de caña por mi-
nuto, o sea ochenta mil kilos por hora, esto es, dos millo-
nes de kilos por día. El épico banquete dura cuatro meses
sin cesar un segundo, y luego se pasa el monstruo repo-
sando silencioso, espatarrado al sol, como en una pesada
digestión de boa, todo el resto del año.
Me atrae el grandioso Aconquija, y me seduce aquel
tema del trabajo, que llena la inmensa vega de rumores,
de cantos, de chirriar de rodados y engranajes, de voces de
mando, de ludir de fardos, y de pitadas y resoplidos de lo-
comotoras, que van y vienen, acarreando largos convoyes
276 EN EL PAÍS ARGENTINO
de caña. En el vastísimo mar de los cañaverales, ama-
rillentos por las heladas tempranas, se ve el avance
de las cuadrillas de cortadores que andan, machete en
mano, con un canto monótono, acostando a millares, con
golpes cadenciosos, las apiñadas cañas, cuyo dulce hu-
mor salpica las caras atezadas. Brillan al sol las armas
del trabajo; los carros se colman y emprenden pesada-
mente el camino del ingenio, se vuelcan y tornan por
más; los cortadores avanzan sin cesar, y, en el manto
inmenso y dorado de los cañaverales sin término visible,
van agrandándose los manchones obscuros de los rastrojos.
Mujeres atareadas se ven ir de un lado a otro, en las
faenas domésticas, o llevando el desayuno a sus hom-
bres. Un resuello de actividad, un vigoroso y continuo
afán de trabajo se percibe ; sube, como un jadeo, del
inmenso valle en fiebre, sacudido por la ráfaga activa,
de confín a confín. Hacia todos los rumbos del horizonte
lanzan las altas chimeneas de los ingenios sus largos pe-
nachos de humo, como oriflamas del incruento combate.
Cantan gallos matinales en las alegres granjas de los colonos
y en las humildes chozas de los peones cañeros. Donde-
quiera hay un hogar, en el que pululan niños de piel cobri-
za; unos febricitantes, ojerosos, con el verme del chucho
en la sangre; otros sanos y bien nutridos, con frecuencia
pegajosos por lo dados y por la melaza que los satura.
Hasta los perros de los ranchos están gordos: ¡buena señal!
«Nunca llegues a posar donde veas perro flaco». Los
perros cañeros saben que el que llega, sea quien sea, es
bien visto en la casa, y no le ladran. Salen, olfatean, por-
que el perro no puede dominar el afán de saber a qué
huele cualquier novedad ; pero proceden amistosamente, y
dicen todas esas cosas tiernas que saben expresar los pe-
rros, especialmente con la cola, echando rúbricas al aire,
como si firmaran un tratado de amistad que ellos no violan
jamás, porque el perro no es de aquellos que borran con
el colmillo lo que han subscripto con el rabo.
EN EL INTERIOR 277
Los cercados de los cañaverales, que eran de tuna, van
siendo reemplazados por otros de alambre; pero, por lo
general, éstos están cubiertos por tupidas y frondosas cor-
tinas de multiflora, que durante ocho meses del año encie-
rran en marcos encantadores los cañaverales, de un verde
esmeralda. Ahora no tienen flores, por las heladas; pero sí
su tupido follaje verde obscuro, que hace resaltar, como- en
un engarce modernista, la masa temblorosa, de color de
oro muerto, de las cañas. Raro es el rancho donde no hay
jazmines y diamelas en el patio, y tiestecitos de albahaca,
regados con amor por las chinas laboriosas, que cuidan
sus flores y sus gallinas, tienden ropas al sol, parten leña,
van por agua a la acequia, ordeñan las cabras, cuya pre-
sencia útil y retozona es frecuente aun en los ranchos de
peones. Las chinas, siempre que pueden, mascan caña dul-
ce, el manjar predilecto del criollo. Son, por lo común,
bastante limpias de ropa; algunas, muy aseadas, visten sim-
plemente camisa y enagua, todo muy planchado y muy
blanco. Compañeras excelentes para el jornalero de los ca-
ñaverales o el peón de los ingenios, que saborea ya la vida
regular de la casa y la familia, a la hora del descanso, des-
pués de una terrible jornada bajo el fuego del cielo. El hogar
está encendido y la olla hirviendo; los indiecitos y los chi-
vos nuevos retozan en el patio, perfumado con los olores
de salvia, albahaca y hierbabuena; el trabajador se lava y
sonríe a su mujer amorosa y mansa; y hay allí un ambiente
de conformidad y buen humor, que no es común en el hogar
del obrero, cuyo descanso casi siempre es triste.
Según M\NUEL [íernárdez.
111. Tipos clásicos del campo.
(Crónica cíe mediados del siglo xix)
L EL RASTREADOR
El más conspicuo de todos, el más extraordinario, es el
rastreador. Todos los gauchos del interior son rastreadores.
En llanuras tan dilatadas en donde las sendas y caminos
278 EN EL PAÍS ARGENTINO
se cruzan en todas direcciones, y los campos en que pacen
o transitan las bestias son abiertos, es preciso saber seguir
las huellas de un animal, y distinguirlas de entre mil; cono-
cer si va despacio o ligero, suelto o tirado, cargado o de
vacío. Esta es una ciencia casera y popular. Una vez caía
yo de un camino de encrucijada al de Buenos Aires, y el
peón que me conducía echó, como de costumbre, la vista
al suelo. « Aquí va, dijo luego, una mulita mora, muy bue-
na... Esta es la tropa de don N. Zapata... Es de muy buena
silla... Va ensillada... Ha pasado ayer...» Este hombre venía
de la sierra de San Luis, la tropa volvía de Buenos Aires,
y hacía un año que él había visto por última vez la mulita
mora cuyo rastro estaba confundido con el de toda una
tropa, en un sendero de dos pies de ancho. Pues esto que
parece increíble, es con todo la ciencia vulgar; éste era un
peón de arria, y no un rastreador de profesión.
El rastreador es un personaje grave, circunspecto,
cuyas aseveraciones hacían fe en los tribunales inferiores.
La conciencia del saber que posee le da cierta dignidad
reservada y misteriosa. Todos lo tratan con consideración:
el pobre, porque puede hacerle mal, calumniándolo o de-
nunciándolo; el propietario, porque su testimonio puede
faltarle. Un robo se ha ejecutado durante la noche; no bien
se nota, corren a buscar una pisada del ladrón, y, encon-
trada, se cubre con algo para que el viento no la disipe. Se
llama en seguida al rastreador, que ve el rastro, y lo sigue
sin mirar sino de tarde en tarde el suelo como si sus ojos
vieran de relieve esta pisada, que para otro es imperceptible.
Sigue el curso de las calles, atraviesa los huertos, entra en
una casa, y, señalando un hombre que encuentra, dice fría-
mente: « ¡ Éste es! » El delito está probado y raro es el delin-
cuente que resiste a esta acusación. Para él, más que para
el juez, la deposición del rastreador es la evidencia misma;
negarla sería ridículo, absurdo. Se somete, pues, a este tes-
tigo, que considera como el dedo de Dios que lo señala. Yo
mismo he conocido a Galibar, que ha ejercido en una pro-
EN EL INTERIOR 279
vincia su oficio durante cuarenta años consecutivos. Tiene
ahora cerca de ochenta años; encorvado por la edad, con-
serva, sin embargo, un aspecto venerable y lleno de dignidad.
Cuando le hablan de su reputación fabulosa, contesta : « Ya
no valgo nada, ahí están los niños » ; los niños son sus
hijos, que han aprendido en la escuela de tan famoso maes-
tro. Se cuenta de él que, durante un viaje a Buenos Aires,
le robaron una vez su montura de gala. Su mujer tapó el
rastro con una artesa. Dos meses después Galibar regresó,
vio el rastro ya borrado e imperceptible para otros ojos, y
no se habló más del caso. Año y medio después. Galibar
marchaba cabizbajo por una calle de los suburbios, entra
en una casa, y encuentra su montura ennegrecida ya, y
casi inutilizada por el uso. ¡ Había encontrado el rastro de
su raptor después de dos años! El año 1830, un reo con-
denado a muerte se había escapado de la cárcel. Galibar
fué encargado de buscarlo. El infeliz, previendo que sería
rastreado, había tomado todas las precauciones que la
imagen del cadalso le sugirió. ¡Precauciones inútiles! Acaso
sólo sirvieron para perderle; porque, comprometido Galibar
en su reputación, el amor propio ofendido le hizo desempe-
ñar con calor una tarea que perdía a un hombre, pero que
probaba su maravillosa vista. El prófugo aprovechaba todas
las desigualdades del suelo para no dejar huellas; cuadras
enteras había marchado pisando con la punta del pie;
trepábase en seguida a las murallas bajas, cruzaba un sitio,
y volvía para atrás. Galibar le seguía sin perder la pista ;
si le sucedía momentáneamente extraviarse, al hallarla de
nuevo exclamaba: «¡Dónde te mi-as-dir!». Al fin llegó
a una acequia de agua en los suburbios, cuya corriente
había seguido aquél para burlar al rastreador... ¡ Inútil !
Galibar iba por las orillas, sin inquietud, sin vacilar. Al
fin se detiene, examina unas hierbas, y dice: «Por aquí ha
salido , no hay rastro, ¡ pero estas gotas de agua en los
pastos lo indican ! ». Entrando en una viña, Galibar recono-
ció las tapias que la rodeaban, y dijo: «Adentro está». La
280 EN EL país argentino
partida de soldados se cansó de buscar, y volvió a dar
cuenta de la inutilidad de las pesquisas. « No ha salido »,
íué la breve respuesta, que, sin moverse, sin proceder a
nuevo examen, dio el rastreador. No había salido, en efecto,
y al día siguiente fué ejecutado. En 1830, algunos presos
políticos intentaban una evasión : todo estaba preparado,
los auxiliares de afuera prevenidos; en el momento de
efectuarla, uno dijo: «¿Y Galibar? — ¡Cierto!, contestaron
los otros, anonadados, aterrados. — ¡ Galibar ! ». Sus fami-
lias pudieron conseguir de Galibar que estuviese enfermo
cuatro días contados desde la evasión, y así pudo efec-
tuarse sin inconveniente.
¿Qué misterio es este del rastreador? ¿Qué poder
microscópico se desenvuelve en el órgano de la vista de
estos hombres? ¡ Guán sublime criatura es la que Dios hizo
a su imagen y semejanza!
II. EL BAQUIANO
Después del rastreador viene el baquiano, personaje
eminente y que tiene en sus manos la suerte de los par-
ticulares de las provincias. El baquiano es un gaucho grave
y reservado, que conoce a palmo veinte mil leguas cua-
dradas de llanuras, bosques y montañas; es el topógrafo
más completo ; es el único mapa que lleva un general para
dirigir los movimientos de su campaña. El baquiano va
siempre a su lado. Modesto y reservado como una tapia,
está en todos los secretos de la campaña; la suerte del
ejército, el éxito de una batalla, la conquista de una pro-
vincia, todo depende de él.
El baquiano es casi siempre fiel a su deber; pero no
siempre el general tiene en él plena confianza. Imaginaos
la posición de un jefe condenado a llevar un traidor a su
lado y a pedirle los conocimientos indispensables para
triunfar. Un baquiano encuentra una sendita que hace cruz
con el camino que lleva: él sabe a qué aguada remota
conduce ; si encuentra mil, y esto sucede en un espacio
EN EL INTERIOR 28t
de cíen leguas, él las conoce todas, sabe de dónde vienen
y a dónde van. El sabe el vado oculto que tiene un río,
más arriba o más abajo del paso ordinario, y esto en cien
ríos o arroyos ; él conoce en las ciénagas extensas un
sendero por donde pueden ser atravesados sin inconve-
niente, y esto en cien ciénagas distintas.
En lo más obscuro de la noche, en medio de los bosques
o en las llanuras sin límites, perdidos sus compañeros,
extraviados, da una vuelta en círculo de ellos, observa los
árboles; si no los hay, se desmonta, se inclina a tierra,
examina algunos matorrales y se orienta de la altura en
que se halla; monta en seguida, y les dice para asegurarlos:
«Estamos en dereceras de tal lugar, a tantas leguas de las
habitaciones; el camino ha de ir al Sur»; y se dirige hacia
el rumbo que señala, tranquilo, sin prisa de encontrarlo y
sin responder a las objeciones que el temor o la fascinación
sugiere a los otros.
Si aun esto no basta, o si se encuentra en la Pampa y
la obscuridad es impenetrable, entonces arranca pastos de
varios puntos, huele la raíz y la tierra, las masca, y después
de repetir este procedimiento varias veces, se cerciora de
la proximidad de algún lago o arroyo salado, o de agua
dulce, y sale en su busca para orientarse fijamente. El
general Rosas, dicen, conocía por el gusto el pasto de cada
estancia del Sur de Buenos Aires.
Si el baquiano lo es de la Pampa, donde no hay
caminos para atravesarla, y un pasajero le pide que lo
lleve directamente a un paraje distante cincuenta leguas, el
baquiano se para un momento, reconoce el horizonte,
examina el suelo, clava la vista en un punto y se echa a
galopar con la rectitud de una flecha, hasta que cambia de
rumbo, por motivos que sólo él sabe, y, galopando día y
noche, llega al lugar designado.
El baquiano anuncia también la proximidad del ene-
migo, esto es, a diez leguas, y el rumbo por donde se
acerca, por medio del movimiento de los avestruces, de
282 EN EL país argentino
los gamos y guanacos que huyen en cierta dirección. Cuando
se aproxima, observa los polvos; y por su espesor cuenta
la fuerza: «Son dos mil hombres»^ dice, «quinientos»,
«doscientos», y el jefe obra bajo este dato, que casi siempre
es infalible. Si los cóndores y cuervos revolotean en un
círculo del cielo, él sabrá decir si hay gente escondida, o
es un campamento recientemente abandonado, o un simple
animal muerto.
El baquiano conoce la distancia que hay de un lugar a
otro; los días y las horas necesarias para llegar a él, y, a
más, una senda extraviada e ignorada por donde se puede
llegar de sorpresa y en la mitad del tiempo; así es que las
partidas de montoneras emprenden sorpresas sobre pueblos
que están a cincuenta leguas de distancia, y casi siempre
las aciertan. ¿Creeráse exagerado? ¡No! El general Rivera,
de la Banda Oriental, es un simple baquiano que conoce
cada árbol que hay en toda la extensión de la República
del Uruguay. No la hubieran ocupado los brasileños sin su
auxilio, y no la hubieran libertado sin él los argentinos.
Oribe, apoyado por Rosas, sucumbió después de tres años
de lucha con el general baquiano, y todo el poder de Buenos
Aires, hoy con sus numerosos ejércitos, que cubren toda
la campaña del Uruguay, puede desaparecer destruido a
pedazos, por una sorpresa, por una fuerza cortada mañana,
por una victoria que él sabrá convertir en su provecho, por
el conocimiento de algún caminito que cae a retaguardia
del enemigo, o por otro accidente inadvertido o insig-
nificante.
El general Rivera principió sus estudios del terreno
el año 1804, y haciendo la guerra a las autoridades, enton-
ces como contrabandista, a los contrabandistas después
como empleado, al rey en seguida como patriota, a los
patriotas más tarde como montonero, a los argentinos
como jefe brasileño, a éstos como general argentino, a
Lavalleja como presidente, al presidente Oribe como jefe
proscripto, a Rosas, en fin, aliado de Oribe, como general
EN EL INTERIOR 283
oriental, ha tenido sobrado tiempo para aprender un poco
de la ciencia del baquiano.
III. EL CANTOR
Aquí tenéis la idealización de aquella vida de revuel-
tas, de civilización, de barbarie y de peligros. El gaucho
cantor es el mismo bardo, el vate, el trovador de la edad
media, que se mueve en la misma escena, entre las lu-
chas de las ciudades y del feudalismo de los campos,
entre la vida que se va y la vida que se acerca. El cantor
anda de pago en pago, « de tapera en galpón », cantando
sus héroes de la Pampa perseguidos por la justicia, los
llantos de la viuda a quien los indios robaron sus hijos
en un malón reciente, la derrota y la muerte del valiente
Rauch, la catástrofe de Facundo Quiroga y la suerte que
cupo a Santos Pérez. El cantor está haciendo candorosa-
mente el mismo trabajo de crónica, costumbres, historia,
biografía que el bardo de la edad media, y sus versos
serían recogidos más tarde como los documentos y datos
en que habría de apoyarse el historiador futuro si a su
lado no estuviese otra sociedad culta con superior inteli-
gencia de los acontecimientos que la que el infeliz des-
pliega en sus rapsodias ingenuas. En la República Argen-
tina se ven a un tiempo dos civilizaciones distintas en un
mismo suelo: una naciente, que, sin conocimiento de lo
que tiene sobre su cabeza, está remedando los esfuerzos
ingenuos y populares de la edad media; otra, que, sin
cuidarse de lo que tiene a sus pies, intenta realizar los
últimos resultados de la civilización europea. El siglo xix
y el siglo XII viven juntos: el uno dentro de las ciudades,
el otro en las campañas.
El cantor no tiene residencia fija; su morada está donde
la noche lo sorprende; su fortuna, en sus versos y en su
voz. Dondequiera que el cielito enreda sus parejas sin
tasa, dondequiera que se apure una copa de vino, el can-
tor tiene su lugar preferente, su parte escogida en el festín'
284 EN EL PAÍS ARGENTINO .
El gaucho argentino no bebe si la música y los versos
no le excitan, y cada pulpería tiene su guitarra para poner
en manos del cantor, a quien el grupo de caballos esta-
cionados en la puerta anuncia a lo lejos dónde se necesita
el concurso de gaya ciencia.
El cantor mezcla entre sus cantos heroicos la relación
de sus propias hazañas. Desgraciadamente, el cantor, con
ser el bardo argentino, no está libre de tener que habérse-
las con la justicia. También tiene que dar la cuenta de
sendas puñaladas que ha distribuido, una o dos desgracias
(muertes) que tuvo y algún caballo o alguna muchacha
que robó. En 1840, entre un grupo de gauchos y a orillas
del majestuoso Paraná, estaba sentado en el suelo y con
las piernas cruzadas un cantor que tenía azorado y diver-
tido a su auditorio con la larga y animada historia de sus
trabajos y aventuras. Había ya contado lo del rapto de una
mujer, con los trabajos que sufrió; lo de la desgracia y
la disputa que la motivó; estaba refiriendo su encuentro
con la partida y las puñaladas que en su defensa dio,
cuando el tropel y los gritos de los soldados le avisaron
que esta vez estaba cercado. La partida, en efecto, se ha-
bía cerrado en forma de herradura; la abertura quedaba
hacia el Paraná, que corría veinte varas más abajo, tal era
la altura de la barranca. El cantor oyó la grita sin turbarse,
viósele de improviso sobre el caballo, y, echando una mi-
rada escudriñadora sobre el círculo de soldados con las
tercerolas preparadas, vuelve el caballo hacia la barranca,
le pone el poncho en los ojos y clávale las espuelas. Al-
gunos instantes después se veían salir de las profundidades
del Paraná, el caballo sin freno, a fin de que nadase con
más libertad, y el cantor, tomado de la cola, volviendo la
cara quietamente, cual si fuera en un bote de ocho remos,
hacia la escena que dejaba en la barranca. Algunos bala-
zos de la partida no estorbaron que llegase sano y salvo
al primer islote que sus ojos divisaron.
Por lo demás, la poesía original del cantor es pesada,
EN EL INTERIOR 285
monótona, irregular, cuando se abandona a la inspiración
del momento. Más narrativa que sentimental, llena de
imágenes tomadas de la vida campestre, del caballo y las
escenas del desierto, que la hacen metafórica y pomposa.
Cuando refiere sus proezas o las de algún afamado malé-
volo, parécese al improvisador napolitano, desarreglado,
prosaico de ordinario, elevándose a la altura poética por
momentos, para caer de nuevo al recitado insípido y casi
sin versificación. Fuera de esto, el cantor posee su reper-
torio de poesías populares, quintillas, décimas y octavas,
diversos géneros de versos octosílabos. Entre éstos hay
muchas composiciones de mérito, y que descubren inspira-
ción y sentimiento.
Aun podría añadir a estos tipos originales muchos
otros igualmente curiosos, igualmente locales, si tuviesen,
como los anteriores, la peculiaridad de revelar las costum-
bres nacionales, sin lo cual es imposible comprender
nuestros personajes políticos, ni el carácter primordial y
americano de la sangrienta lucha que despedaza a la
República Argentina. Andando esta historia, el lector va a
descubrir por sí solo dónde se encuentra el rastreador, el
baquiano, el gaucho malo, el cantor. Verá en los caudillos,
cuyos nombres han traspasado las fronteras argentinas, y
aun en aquellos que llenan el mundo con el horror de su
nombre, el reflejo vivo de la situación interior del país, sus
costumbres, su organización.
Domingo F. Sarmiento.
112. El arriero de la llanura interior.
La llanura interior está cubierta, en vastas extensiones,
por arbustos espinosos y retorcidos. El monte es bajo,
clareado, seco, y se alternan en él los algarrobos, los
chañares, las jarillas, los piquillines y las retamas. El suelo
liviano, arenoso y salino, con un tinte gris en algunos
parajes, como espolvoreado con ceniza, sustenta pocos y
pobres pastos, que crecen duros, agostados y ralos, entre
28(3 EN EL país argentino
manchas de tierra desnuda. La sequedad del clima tiene
atormentada a la vegetación leñosa y triste.
A trechos, el monte es interrumpido por grandes
salinas, cuyas blancas eflorescencias brillan al sol, reflejando
la luz con crudeza, y por guadales o médanos desolados,
que constituyen las travesías más penosas y más desiertas.
La carencia de agua es el perenne tormento de esas
regiones. Los rayos solares caen tórridos, y la atmósfera
abrasadora agrava la sed.
Bajo un cielo límpido, el viento sopla con fuerza,
levantando columnas de arena, que, como el humo, se
elevan en espirales y se disipan. En primavera y en estío,
el zonda huracanado corre como el simún en el desierto
árabe. Nuestros llanos interiores se asemejan, en muchas
de sus fases, a las llanuras de Oriente. Tal similitud,
señalada ya por Sarmiento, ha determinado en sus habi-
tantes caracteres análogos a los que ofrecen algunos
pueblos asiáticos.
La falta de lluvias, la escasez de ríos o de arroyos
que permitan el riego, la pobreza de pastos, la abun-
dancia de páramos y de salinas, han impedido el desen-
volvimiento de industrias basadas en la explotación de la
tierra. Las ciudades del interior fueron fundadas en lugares
donde una pequeña corriente de agua permitía satisfacer
las necesidades de los hombres y favorecía el cultivo
indispensable para la alimentación. Catamarca fué cons-
truida junto al río del Valle ; La Rioja, edificada al lado
del arroyo que baja de la sierra de Velazco; la villa de
San Luis, ubicada al borde del hilo de agua que desciende
de los cerros vecinos; Santiago del Estero, en la ribera
del río Dulce; Córdoba, en la hondonada que el río
Primero fertiliza.
Las pocas villas desparramadas constituían los núcleos
sociales organizados. El desierto las envolvía y las aislaba.
Las rutas, únicos lazos que unían a las poblaciones,
eran recorridas por lentos convoyes de carretas, por ve-
EN EL INTERIOR 287
loces postillones y por tropas de muías, que, envueltas en
nubes de polvo, trotaban conducidas por los arrieros cuyos
gritos se oían desde lejos en la planicie solitaria.
Los paisanos de la llanura seca no pudieron, como
los de la Pampa, morar en cualquier parte. En los campos
húmedos y fértiles del litoral, el hombre encontraba, en
todos los parajes, lagunas, prados cubiertos de hierbas y
ganados errantes, que suministraban fácilmente elementos
para la vida. Los habitantes de los yermos sedientos tu-
vieron que radicarse en las proximidades de los caminos,
por donde se t aían los objetos indispensables para la
subsistencia; en los lugares menos hostiles;, en las balde-
rías, donde la tierra, más generosa que la de las trave-
sías y la de los salitrales, brindaba con su seno abierto
el agua potable codiciada.
El comercio entre el litoral, los Andes y las villas
mediterráneas, que cruzaba toda la llanura seca por las
rutas próximas a las diseminadas poblaciones, necesitaba
de auxiliares para su trajín, y los encontró en los paisa-
nos de esa llanura. Los arrieros, las peonadas conductoras
de tropas y de carretas, procedieron principalmente de las
poblaciones interiores.
Los hombres, impedidos para el trabajo sedentario por
la naturaleza de la región, organizáronse, en su mayoría,
como transportadores. De ahí surgió un tipo social con
caracteres peculiares: el de la tropa errante, que se parece
al de la caravana oriental. Sarmiento ha descripto, en Fa-
cundo, este tipo de nuestras provincias mediterráneas, creado
por el comercio transportador. En una bella página señala
la similitud entre la tropa de carretas que cruza la llanura
desierta y la caravana de camellos que se dirige hacia
Bagdad o Esmirna, y pinta al capataz como un caudillo
asiático, que contiene con su fiereza la turbulencia de los
filibusteros que ha de gobernar y dominar, él solo, en el
desamparo del desierto.
Es exacto el cuadro de Sarmiento. Estos hombres de
288 EN EL PAÍS ARGENTINO
la llanura interior, en gran parte arrieros y conductores,
luchaban constantemente contra los peligros de las expe-
diciones, asociados, bajo un régimen de disciplina, como
si fueran guerreros. Las carretas, en larga hilera, cruzaban
despacio, chirriando las ruedas macizas que se enterraban
pesadamente en las hondas huellas; los bueyes, jadeantes,
tiraban hostigados por las piernas y estimulados por las
interjecciones; el capataz recorría, como un jefe militar, la
columna en marcha. Durante la noche la caravana repo-
saba, y la escena en torno del fogón tenía algo de pavo-
rosa cuando el viento, que agitaba con ligero susurro las
hierbas resecas, traía rumores lejanos que sugerían la pro-
ximidad de la horda salvaje...
Carlos Ibarguren.
ll3. La vuelta de la zafra.
En los plantíos y en los ingenios azucareros, al ter-
minar el trabajo, cada peón tiene derecho a llevarse dos
cañas. ¡ Y es de ver con qué amor las eligen ; cómo saben
descubrir en una carretada, al primer vistazo, la caña más
larga, la más gorda, la más madura, la más jugosa !...
Salen para sus hogares en procesión, con una caña bajo
el brazo, para la china y los indiecitos, y la otra, embocada
como una larga flauta, que no suena, pero que sabe a
gloria... La primera vez que los vi se me ocurrió que
aquellos muchachos grandes iban de broma, remedando
una grotesca estudiantina, con las cañas en la boca. No
era así: iban metiéndoles el diente, devorándolas con el
ansia de seis horas continuas de trabajo y de sed. Si se
les permitiera, comeríanse cañaverales enteros. «Cada indio
es un trapiche », suelen decir los dueños de los ingenios,
para expresar su consumo de cañas de azúcar. Llega a
calcularse que entre todas las peonadas consumen el dos
por ciento de la cosecha, es decir, ¡ lo bastante para fa-
bricar dos mil toneladas de azúcar!
EN LA REGIÓN CENTRAL ANDINA 289
El espectáculo de la vuelta de los peones a sus ca-
sas con las cañas, resultábame de lo más característico y
atrayente. La chiquillería en cardumen corría por gru-
pos a recibir al padre y peleaba por la caña, que él
entregaba a la madre, no menos ganosa que sus hijos de
hincar los blancos dientes en la dulce y pastosa fibra.
Con un gran cuchillo separaba la china su parte y cor-
taba por los nudos el resto, en tantos trozos como hijos.
El vasto cuadro aparecía, en unos minutos, cubierto de
muchachitos, chinas y peones, cada uno con su flauta en
la boca, produciendo, al masticar la pulpa fibrosa, ese ru-
mor áspero y sordo de los rumiantes cuando mueven a
compás sus molares. Era el momento propicio para todos,
hasta para las gallinas, los chivos y los perros, que co-
rrían detrás de los chicos, esperando que tirasen la caña
ya chupada y masticada, para comer ellos el resto. No
faltaba así a nadie su ración. Y esto en todo el vasto cua-
drilátero de las simétricas casitas de los peones, construi-
das por el capital de los ingenios para alojar su contin-
gente de braceros, y desparramadas entre el verde de los
árboles, sobre cuya fronda volaban bandadas de palomas
domésticas. En cada hogar hervía su fuego, donde se co-
cinaba el locro de carne y maíz; pero nadie se arrimaba
a la olla mientras quedara un bocado de caña. ¡ Y había allí,
en aquella hora de regodeo, una alegría visible, que casi
se podía tocar con la mano, y gozarla también. . . si nues-
tra alma insaciable y penitente pudiera alcanzar de los
dioses benignos esa suprema gracia de ser dichoso chu-
pando una caña!
Según Manuel Bernárdez
IV. EN LA REGIÓN CENTRAL ANDINA
ll4. Mendoza, la moderna ciudad de los Césares.
Los españoles del tiempo de la conquista encontra-
ron, en algunas ciudades indígenas y regiones privilegia-
das de América, riquezas fabulosas, como jamás se habían
2^0 EN EL PAÍS ARGENTINO
visto en la historia del mundo. Los templos y jardines
del Cuzco y el natural cerro de plata de Potosí, por
su magnificencia en metales preciosos, sobrepujaban los
más atrevidos sueños de la princesa Cherezade en las
Mil y una noches. Fácilmente se comprende el entu-
siasmo de los conquistadores ante semejantes hallazgos,
que a muchos hicieron millonarios en contados días y
aun horas. España, por la ruina de sus industrias y los
gastos de sus guerras, estaba a la sazón harto necesitada
de recursos. Además, por un falso concepto de la época,
se creía que la riqueza de los pueblos consistía, más que
en sus producciones, en su acopio de oro y de plata. Las
indias Occidentales, no sólo enriquecían a los conquis-
tadores, sino que asimismo colmaban las arcas exhaustas
del Estado.
Excitada la árabe y latina imaginación de los espa-
ñoles, como si fuera poco lo que traían entre manos,
soñaron tesoros aun mayores que los del Cuzco y Potosí.
Soñaron urbes que fueran todas de oro y de piedras
preciosas, y las buscaron entre selvas y montañas, entre
fieras e indios. Los mismos indios contribuyeron no poco
a formar esas ilusiones. Para alejar a los españoles que
los amagaban y desviarlos en dirección opuesta, azuzaban
su codicia dándoles astutamente noticias imaginarias de
la existencia de tales ciudades. Así nació la leyenda de
Eldorado, cuya ubicación debía estar entre el Potosí y el
Paraguay, y la de la ciudad de los Césares., situada hacia
el Sur del continente.
Aunque creación de la fantasía, la ciudad de los
Césares, durante el coloniaje, era conocida y comentada
hasta en sus menores detalles. Estaba defendida por
murallas, con fosos, revellines y un puente levadizo en
su única entrada. Los edificios eran de piedra, y los templos
de oro. También de oro eran los muebles y adornos, espe-
cialmente las sillas y butacas. De plata, otros enseres más
humildes, como las ollas y cazuelas, y los arados. Los
EN LA REGIÓN CENTRAL ANDINA 291
habitantes, rubios, altos, sobrios, inteligentes, gastaban
casaca de paño azul, chupa gualda, zapatos grandes con
hebilla, sombrero de tres picos. Por supuesto, nadie había
visto con sus propios ojos nada de la ciudad ; pero algu-
nos aseguraban haber oído el tañer de las áureas campa-
nas. Tan popular era la leyenda en Chile que, al correr
el año de 1782, temiéndose que la ciudad fantasma pu-
diera ser presa del inglés, se levantó una sumaria para
resolver el problema de su realidad y ubicación. Las con-
clusiones fueron favorables. ¡ La ciudad de los Césares
debía existir!
Pues bien, la ciudad existe, en la parte meridional
del continente; pero no de aquel, sino de este lado de
los Andes. ¡Si la Atlántida fué una poética anunciación
de Am.érica, Mendoza ha venido a ser esa fantástica ciu-
dad de los Césares, que quiere decir ciudad de magnates
y emperadores, o sea, para hablar en lenguaje más mo-
derno, de grandes industriales y millonarios! Imponderable
feracidad, para la producción de la viña y de los árboles
frutales, hace de su suelo una Tierra de Promisión.
Construida al pie de los Andes, a una altura de 761
metros sobre el mar, blancamente se destaca sobre el fondo
azulado de las montañas. Rodéanla interminables viñedos
y huertas de árboles frutales. La parte vieja, donde vive la
población trabajadora y obrera, se halla en el sitio que
ocupó la antigua ciudad, destruida por el terremoto del
20 de marzo de 1861. Aun se ven allí algunas ruinas
como las de los templos de Santo Domingo y de San
Francisco, cuyos espesos muros aplastaron cientos y milla-
res de fieles que se habían refugiado en sus naves, creyén-
dose protegidos por la solidez de la fábrica. Como llueve
poco en Mendoza, las casas pobres son de adobe, con
ligero techo de paja. La parte nueva, levantada después
de 1861, se compone de un agradable conjunto de casas
lujosas, aunque casi siempre bajas, por temor a los tem-
blores de tierra. Felizmente, la moderna arquitectura ha
292 EN EL PAÍS ARGENTINO
inventado un sistema de flexibles construcciones de ce-
mento con armazón de hierro. Se las cree seguras contra
los terremotos, que, al sacudirlas, las hacen tambalear, sin
echarlas al suelo.
El agua corre abundante y turbia de arcilla por las
acequias de las vías públicas. En aquel clima seco, repre-
senta la riqueza, la vida de Mendoza. Las calles, bordea-
das de árboles y empedradas con cantos del río, ofrecen
un conjunto limpio y claro, j Lejos estamos de aquellos
tiempos en que las gentes se bañaban en las acequias, ante
las puertas de sus casas! Numerosas plazas matizan la
nueva ciudad, que cuenta con un magnífico parque, hacia
el Oeste, y con el nunca bien ponderado paseo del cerro
del Pilar. Por todas partes, la exuberancia de la arboleda,
generosamente regada, da a la ciudad un atrayente aire de
parque. Hay todavía muchedumbre de álamos, planta intro-
ducida por un español, Cobos, y que hizo merecer a Men-
doza el apodo de la «ciudad de los álamos». En las calles
centrales se los ha substituido por otras especies de árbo-
les no menos hermosos, como los plátanos y los tipas,
cuyas raíces no amenazan tanto las paredes de las casas
y la regularidad del pavimento. Por todas partes desborda
en la ciudad la profusión del riego, el agua que baja de
las montañas en pequeños e innumerables caudales, verda-
deros ríos de oro, que hacen de Mendoza la moderna
ciudad de los Césares.
Capital de la antigua provincia de Cuyo, no ha olvidado
Mendoza, ni olvidará jamás, el gobierno desempeñado por
el general San Martín, de 1814 a 1817, para formar el
ejército de los Andes, con el cual dio libertad a medio
continente. En ninguna parte es más hondo que allí el
culto al Libertador. Por rico que sea el suelo de esta mo-
derna ciudad de los Césares, contiene ella, pues, en todos
los corazones, un tesoro aun más grande y más bello: el
recuerdo de sus glorias.
EN LA REGIÓN CENTRAL ANDINA 293
ll5. Las alboradas en la ciudad de Mendoza.
Las alboradas de Mendoza son encantadoras. Al con-
tacto de los primeros rayos de sol, los campos, humede-
cidos por el rocío, exhalan vapores y perfumes delicados,
Blancas nubéculas coronan la frente de las montañas asen-
tadas sobre alfombras, en los momentos de dudosa claridad
que preceden al día. La nieve desaparece de sus cumbres
en seguida, y una faja roja las circunda. Las bases empie-
zan entonces a pintarse del color de la amatista. Aquellos
grandes promontorios adquieren instantáneamente un nuevo
aspecto: se encandecen como si fueran de metal y ence-
rraran en el seno inmensa retorta. A proporción que el sol
se eleva, modifícase este colorido, que va fundiéndose pau-
latinamente, hasta tomar el tinte de las rosas, precedente
al del nácar, que le sucede cuando el luminar del día do-
mina el vasto sistema de los Andes.
El gorjeo de las aves anidadas en los almendros y
los avellanos se une al canto del obrero y el labrador. El
ruido que forman los carros y los coches ahoga las voces
que saludan a Dios. La luz y la actividad madrugan en
aquella ciudad, que no duerme sino para descansar de las
fatigas del trabajo. La laboriosidad del mendocino es pro-
verbial en la República. El cultivo de la tierra, que es su
principal ocupación, ha excluido la molicie de todas las
esferas sociales.
Santiago Estrada.
116. Travesía de la cordillera de los Andes
por el paso del Portillo.
,Eii 1869)
No obstante el deseo que abrigábamos de conocer los
históricos desfiladeros de Uspallata y sus maravillas natu-
rales, tuvimos, mi compañero y yo, que tomar la vía del
Poriillo, que conduce al Sur de Chile. Es este camino,
294 EN El. PAÍS ARGENTINO
más corto que aquél, el preferido por los granaderos a
causa de la abundancia de pastos. Escogiólo nuestro ofi-
cioso guía, cuyos servicios habíamos aceptado con grati-
tud, y nosotros tuvimos que seguirlo porque estábamos a
sus órdenes.
Partimos en muía de Vista Flores (Mendoza) el 29
de marzo. Mi compañero y nuestro guía se detuvieron en
el camino para despedirse de algunos amigos. Yo me
adelanté acompañado por un capataz que conducía a Chile
una tropilla de caballos, varias aves, y entre ellas un loro,
que no se resignó a marchar encerrado y se encaramó en
el anca del caballo del amo. Poca variedad presenta el
camino que media entre Vista Flores y la hacienda de los
Chacayes. Este establecimiento toma nombre de un árbol
que existe en sus alrededores.
Cuando salimos de Chacayes, después de haber dado
reposo a las cabalgaduras, declinaba el día. Al frente te-
níamos las primeras ramificaciones de los Andes, y más
allá, envueltas en nubes, las elevadas cumbres que debíamos
escalar dos días después. Las piedras entorpecían la mar-
cha de las muías; uno que otro guanaco aparecía a lo lejos.
Varios rebaños de cabras se deslizaban por entre las pie-
dras, hiriendo el espacio con sus balidos. La media luz de
la tarde no permitía distinguir el quintral, de flores rojas,
ni la hierba risilla que tapiza las oleadas de granito que
preceden a la cordillera. En este sitio comienzan las mon-
tañas a elevarse y a estrechar la distancia que las separa,
hasta formar un gran claustro, de cuyo fondo brota una
vertiente. El agua de este manantial se desliza a pocos
pasos de la casilla de la guardia del Portillo.
Luego que salimos de aquella especie de túnel, en-
contramos un arroyo, que vadeamos sin dificultad. Inme-
diatamente ascendimos la cuesta que conduce hasta el
resguardo de la aduana argentina. Marchábamos por una
quebrada encerrada entre dos filas de cerros salpica-
dos de nieve. Dos grandes picos formaban el fondo de
EN LA REGIÓN CENTRAL ANDINA 295
aquel cuadro colosal. El sol, que acababa de ocultarse,
encerraba el horizonte, del cual se destacaban aquéllos
como dos grandes pirámides de lapislázuli. La majestad
de las montañas, la hora eminentemente triste y el canto
de los pastores hablaron entonces a mi alma, con esa voz
impregnada de misticismo que despierta en el hombre la
memoria de la familia y de la patria.
En el agreste lugar en que nos encontrábamos abun-
daba la piedra pómez, empleada en Mendoza en la fabri-
cación de filtros. La casucha del resguardo y sus muebles
habían sido construidos con la misma materia. Las pare-
des de la humilde habitación hacían las veces de álbum o
registro, pues en ellas estaban inscriptos los nombres de
los viajeros a quienes se había hospedado.
Largo tiempo hacía que había anochecido cuando lle-
garon mis compañeros, y con ellos los peones que con-
ducían nuestros equipajes. Como todavía podíamos decir
que estábamos en poblado, comimos conservas y un sa-
broso asado tostado por la llama de los chacayes, que los
peones encendieron al reparo de una gran piedra.
Al día siguiente, cuando mis compañeros abandonaron
la cama y el jefe de la expedición dio la voz de marcha,
el sol se había levantado ya completamente, y, Júpiter de
los astros, lanzaba desde las alturas sus rayos de fuego.
Inclinamos de salida nuestro rumbo hacia el Sur y atrave-
samos un camino pedregoso y desigual, que nos condujo
a un plano cubierto de arena, en cuyo fondo pastaba
tranquilamente una familia de guanacos. A poco trecho se
tropieza con grandes aglomeraciones de piedras. Los ce-
rros presentan un aspecto muy original. Algunos parecen
órganos inmensos, cuyos tubos se elevan a una gran dis-
tancia de la base. Otros cerros parecen colecciones de
sólidos geométricos: sus cimas recuerdan el cono, el
triángulo y el rombo.
Empezamos a observar la modificación del calórico y
de la vegetación. A medida que ascendíamos, el aire se en-
:96 EN EL PAÍS ARGENTINO
rarecía y enfriaba a causa de la elevación, que impide al
sol derretir las nieves de las cumbres. Las capas superiores
de la atmósfera, que se enfrían en las cimas envueltas
en nieve, aumentan su densidad y bajan constantemente,
arrojando el aire a las capas inferiores. Así se explica el
frío intensísimo que se experimenta en los cajones de la
cordillera.
La composición de los terrenos ocasiona la esterilidad
o abundancia de ciertos cerros. La abundancia sonríe a
las montañas envueltas en tierra vegetal ; la esterilidad
reina en los cerros cubiertos de estratificaciones. El ár-
bol del valle no nace junto al arbusto achaparrado de las
primeras zonas de la cordillera, ni éste se eleva donde
apenas brota la hierba, que tampoco crece allí donde no
encuentra aire respirable o no puede absorber el calórico
necesario para su fecundación. . . Las grandes alturas no
producen sino nieve y grandes pensamientos. En la cum-
bre de los Andes yo he medido mi pequenez. La magni-
ficencia de la cordillera causó en mi espíritu un efecto
semejante al que opera en los vegetales la rarefacción
del aire.
En Mal Paso, digno de su nombre, encontramos al-
gunos de esos emigrantes chilenos que, atravesando a pie
los Andes, llevan a la República Argentina la ropa que
los cubre, el deseo de mejorar su condición y la fuerza
de su brazo infatigable. Allí vimos los primeros cóndores.
Esta ave, cantada por los poetas, pertenece a la familia
de los buitres.
En Ojos de Agua, sitio precioso cubierto de vegeta-
ción y regado por las vertientes de su nombre, compren-
dimos que en las horas del día que nos quedaban no
podíamos llegar al pie del Portillo, el primero de los ór-
denes de montañas que teníamos que atravesar. Habíamos
salido tarde de nuestro alojamiento, a lo cual se agregaba
que los peones se habían quedado muy atrás con las ca-
mas y las provisiones. Por ambas causas nos detuvimos
EN La región central andina 297
en Las Varetas, lugar frío y abundante en arbustos acha-
parrados y espinosos
Formamos nuestro campamento al reparo de unas
grandes piedras, semejantes a los dólmenes de los druidas
(monumentos célticos consistentes en una gran piedra
horizontal superpuesta a dos o más verticales). Habíamos
hecho alto en hora inoportuna: a las cuatro de la tarde.
Pocas cosas hay que me molesten más que perder, por
cualquier motivo, algunas horas de marcha. A esta inco-
modidad se agregaba el encontrarme apunado (malestar o
dolencia producido por la rarefacción del aire). Además, el
lugar era sombrío, y al caer la tarde se nos presentaron
dos viajeros, cuya pobreza y enfermedad me consternaron.
Admitidos en nuestro campamento, partimos con ellos
nuestras provisiones y nuestro fuego. Luego que se lamen-
taron e hicieron su colecta, volvieron, a pesar de la noche,
a emprender su interrumpida marcha.
Las nieves que blanqueaban en la cumbre de las
montañas y el fuego de nuestra hoguera de yareta inte-
rrumpían, en lo alto y en lo bajo, la monotonía de las
sombras. El silencio era alterado, de tiempo en tiempo, por
el ruido de los rodados que descendían de las cimas al
plano.
Nuestro guía se acercó a mi cama, y, advirtiendo que
yo estaba despierto y con la respiración fatigosa, me hizo
levantar y me condujo junto al fogón. Luego que avivó la
lumbre, me obligó a acostarme en su cama, que era más
abrigada, y pasó toda la noche a mi lado, atendiéndome
con la solicitud de un hermano.
Los cuidados de mi amigo y el calor del fuego y de la
cama me restablecieron completamente. En la madrugada
del 31 de marzo emprendimos nuestra marcha hacia el
Portillo, que pone en comunicación a las Repúblicas Ar-
gentina y Chilena, y que el invierno cierra con barreras
de nieve. Ascendimos inclinándonos hacia el Sur; bus-
cábamos el boquete situado a nuestra izquierda. El camino,
298 EN EL PAÍS ARGENTINO
bastante ancho, está cubierto de una arena movediza, en la
cual se hunden los cascos de las cabalgaduras.
Desde cierta altura volví los ojos al espacio recorrido.
En una zona más baja que la en que nos encontrábamos,
se elaboraba una tormenta. Las nubes gravitaban sobre
las muías conductoras de los equipajes. Nosotros las
veíamos salir, unas después de otras, de adentro de aquella
densa masa de vapores, iluminada a intervalos por el
relámpago.
Llegamos por fin al Portillo. Estamos en la cumbre
de la montaña, que tiene a sus pies el pintoresco y fan-
tástico valle de los Penitentes. Desde esta cima, situada
a 4.000 metros sobre el nivel del mar, la mente domina
con su mirada un grandioso panorama. Dondequiera que
se fije la vista adquieren forma las visiones del espíritu.
Se ven los Andes surgiendo de las aguas australes, si-
guiendo la costa del océano Pacífico, pasando abrumados
por el peso de la vegetación bajo el arco brillante de los
trópicos y perdiéndose en las soledades de la América...
Allí está la cuna del inmenso Amazonas, del caudaloso
Plata, del soberbio Orinoco, del Cauca, del Magdalena y
de doscientos ríos que fecundan con su limo las tierras
colombianas. En el espacio brillan los fuegos del Misti,
el Cotopaxi, el Pichincha y el Puracé, que alumbraron un
día las bodas del Continente con la Libertad. Acá, en la
base de la montaña, corre el tempestuoso mar del Sur,
que refleja en sus corrientes la luz del Ave del Paraíso,
del Fénix, del Áspid índico, del Triángulo y del Crucero,
briíjulas celestes e inmutables que señalan perennemente
el polo al perdido marino. Hacia el Sur se descubren los
bosques frondosos de Chile; al Norte se percibe el humo
de sus fundiciones de metales; a la espalda están las
pampas inmensas de nuestra patria. Allí abajo se colum-
pian el álamo, el olivo, la viña, el chirimoyo. En las la-
gunas de los campos chilenos se posa el flamenco de ro-
sado plumaje; en sus huertos floridos vaga el brillante
EN LA REGIÓN CENTRAL ANDINA 299
picaflor buscando la miel de que carecen las siemprevivas
y las violetas de la cordillera.
Según Santiago Estrada.
Il7. Valles vecinos a la ciudad de San Juan.
Marchando al trote de cuatro fuertes caballos serranos,
que sacaban chispas del pedregullo reseco, en cuya ruda
y sedienta sociedad sólo medran los cactos, efectuamos
una deliciosa excursión a la quebrada de Zonda, situada a
cosa de tres leguas de la ciudad de San Juan. Por aquel
camino de salida, donde una avenida de las aguas cor-
dilleranas, lanzadas en furioso alud sobre la ciudad, so-
cavó dos metros de nivel en menos de cuatro horas, se
empieza a ver el singular aspecto de la naturaleza san-
juanina: una serie de valles escalonados entre eminencias
más o menos empinadas o abruptas, forman otros tantos
vergeles en donde hay regadío, u otros tantos páramos
hostiles y pedregosos donde falta el agua, elemento su-
premo de la vida. En el sentido del trayecto que seguía-
mos, charlando animadamente, quedaba a la espalda, más
allá de la ciudad, el cerro llamado de Pie de Palo, a cuya
falda verdean los viñedos.
Al frente, los primeros cordones sistemados de la cor-'^
dillera se van escalonando, más altos cada vez; en sus
intervalos dejan pintorescos y fértiles valles, escondidos
como retiros de anacoretas. El primer cordón pétreo, el
Zonda, extendido de Norte a Sur, ofrece sus amontona-
mientos obscuros, amelonados y rugosos como lomos de
rinoceronte. Está cerca, y su corteza y su perfil aparecen
ásperos, mientras que las cumbres más lejanas se van
dulcificando, arrebolando, hasta que las últimas, como espi-
ritualizadas, vagamente celestes, se diría que flotan en la
atmósfera. Detrás de ese primer cordón de serranía está
el valle de Zonda, todo cultivado de viña, alfalfa y árbo-
les frutales, entre los que el olivo impone su follaje d
300 EN EL PAÍS ARGENTINO
plata. En este valle invernan los ganados que se exportan
a Chile. El Zonda ha sido tradicionalmente una región
veraniega, y los ojos que lo ven en sus días de esplendor
conservan de él un verdadero encanto.
Andando un poco más, por un abra que parte el
murallón pétreo de alto a bajo, aparece lejano, trémulo
en el ambiente de la tarde, el altísimo Tontal, que llega
hasta Uspallata, con su testa coronada dominando fiera-
mente las eminencias de los contornos. Los valles culti-
vados se suceden detrás de esas murallas ingentes: más
allá del cerro que limita el Zonda está el valle de Mar-
dona; después otro cerro, y el valle de Leoncitos; des-
pués otro cerro, y luego rompe a reír, con toda su alegría
floreciente, el espléndido valle de Calingasta...
Al paso va apareciendo más concreto el paisaje. La
flora cordillerana, austera de color y agresiva — cactos y
brusquillas — se insinúa donde falta riego ; es aquello una
siembra de espinas. Pero a la derecha se extiende, como
un tapiz de terciopelo verde, bordado vistosamente con
arboledas y caseríos, un vallecito encantador, La Bebida,
que es a la vez pueblo veraniego de moda. Este valle ha
sido antes el cauce de un río, del San Juan probablemente,
como el mismo asiento de la ciudad es a todas luces otro
cauce abandonado hace siglos. ¡Aquellos ríos son así!
A lo mejor, después de haber cerrado su propio curso con
el formidable arrastre de su corriente, se enojan y se echan
a correr en otro rumbo, llevando el estrago por donde
atropellan. Pero, justo es reconocerlo, el cauce que queda
detrás se transforma en un huerto; abona, pues, el río una
especie de compensación por las tierras que brutalmente
oxpropia para labrar su nuevo cauce.
Según Manuül Biíunáudez
EN La región CENTRAL ANDINA 301
118. Una bodega..
Llámase con razón al país de Cuyo — es decir, a las
provincias de San Juan y Mendoza — la « patria de la
vid». En pocas regiones del mundo se produce esta planta
con tal exuberancia, y en ninguna con mayor. Existen allí,
fructíferos viñedos, cuyas generosas vendimias se aprove-
chan en la confección del vino. San Juan y Mendoza
poseen los más importantes establecimientos vitivinícolas
de toda la América hispánica. Para hacerte una idea de la
industria, joven lector, deberías visitar algunos de esos
ingenios, si te fuera posible.
Después de atravesar las ricas hectáreas de tierra
donde las plantaciones de vid forman líneas paralelas, entras
en el ingenio mismo o las <^ bodegas». Allí se pisa la
uva y se deposita el mosto en barriles, para que fermente
y envejezca, hasta adquirir el preciado sabor y color del
buen vino. Las bodegas, en general, se construyen en
lugares de quietud, en terrenos sanos, con dobles techos,
dobles paredes y dobles puertas; son de higiénica ven-
tilación, y los pisos, como los muros, se revocan con
morteros hidráulicos. Al entrar en ellas y al trabajar debe
evitarse la acción de la luz solar directa, lo mismo que
el aire cargado de oxígeno electrizado ; sólo así se fabrican
vinos de buena calidad. Por todas partes hay comodidad
y aseo, y doquiera que dirijas la vista, notarás una
competente dirección.
El departamento de las bodegas, parte capital del
ingenio, comprende las secciones de elaboración, fermen-
tación, maquinaria, depósito y tonelería. En la bodega de
elaboración se ve cierta máquina llamada «demoledora»,
movida a vapor y colocada sobre un gran estanque metá-
lico, en el que se mezcla y refrigera el mosto, antes de
ser llevado, mediante una bomba centrífuga, a la bodega
de fermentación. Ésta comprende grandes piletas de man-
302 EN EL PAÍS ARGENTINO
postería provistas de sus respectivas compuertas, y de un
diafragma para la sumersión del orujo. Cada pileta está
dotada de refrigerantes, unidos por un sistema completo
de cañerías a la máquina frigorífica, con el objeto de
dominar oportunamente las altas temperaturas que alcanzan
en aquel clima los mostos en fermentación, asegurando de
tal manera la marcha normal del proceso, y, por consi-
guiente, la calidad de los vinos. En ciertos ingenios de
San Juan existen las más vastas, poderosas y completas
instalaciones frigoríficas que se aplican en el mundo entero
a la vinificación. Una bomba a vapor facilita el trasiego
de los vinos nuevos a la bodega de depósito. La bodega
de depósito está a un nivel un poco más bajo del suelo ;
es semisubterránea. La singular disposición de sus dobles
techos y paredes, dotados los techos de poderosos venti-
ladores, permite mantener, aun en los días más ardientes
del verano, una temperatura algo baja. Completan las
reparticiones indispensables, vastos talleres mecánicos, he-
rrería, carpintería, etc., para la fabricación y reparación de
herramientas y maquinaria. Un elegante chalet sirve de
local a la administración. El establecimiento representa un
capital de varios millones de pesos.
Al visitar las bodegas, probablemente el oficioso guía,
para hacerte conocer los productos del establecimiento, te
invitará a catar vinos de distintas clases y épocas. ¡Mucho
cuidado! En la probanza del cálido licor de este y de
aquel barril, con un trago de vino tinto y otro de vino
claro, con tal del seco y cual del dulce, corres el riesgo
de echarte entre pecho y espalda mayor cantidad de la que
soportan tu cabeza y tu estómago. Puedes caer en ese
mísero estado de beodez, que hace perder al hombre su
inteligencia y su dignidad. El vino, que en pequeñas dosis
alegra tanto las fiestas y el ánimo, tomado continuamente
o en abundancia es un verdadero veneno.
EN LA REGIÓN CENTRAL ANDLNA ■SOS
ll9. La noche en las montañas de la Rioja.
La sierra de Velazco anuncia ya con sus picos atre-
vidos, donde las nubes bajan a formar diademas, la gran
cordillera de los Andes. Son esas montañas, inagotables a
la observación. Cuando se ha creído conocerlas, nos sor-
prende el morador de sus valles con noticias de un mo-
numento histórico o de la Naturaleza, del hombre culto o
del indígena extinguido. Las huellas de este último se en-
cuentran frescas todavía en el suelo y en las costumbres,
en la habitación y en la fortaleza, en los usos y en los
festivales de sus descendientes.
Rastros de los ejércitos de la conquista ; restos de la
tosca vivienda del misionero, a quien no arredraron las
flechas ni los desiertos; muestras indestructibles del es-
fuerzo civilizador en la construcción del granito : todo esto
se ve diariamente en el tortuoso camino que abre paso
hacia las comarcas donde se pone el sol. Enormes masas
de piedra, cuya altura aumenta a medida que se avanza,
los flanquean por ambos lados; y así, por largo espacio,
parece aquella hendedura la selva que, poblada de tan ra-
ras bestias, extravió al poeta en el Infierno.
Allí la noche tiene lenguaje y tinieblas extraordina-
rios. El viajero marcha inconsciente sobre la muía, por
entre bosques de árboles gigantescos y casi desnudos, que,
al aproximarse en la obscuridad, se asemejan a espectros
alineados que esperasen al caminante para detenerle con
sus manos espinosas. Se siente a su aproximación ese frío
que inmoviliza y espeluzna, cuando, con la imaginación
excitada por el terror de lo desconocido, nos figuramos
vagar entre los muertos.
¡Y qué soledad tan llena de ruidos extraños! ¡Qué
armonía tan grandiosa la de aquel conjunto de sonidos
aunados en la profunda noche de la altura! El torrente
que salta entre las piedras, los gajos que chocan entre sí,
304 EN EL país argentino
las miríadas de insectos que en el aire y en las grietas
hablan su lenguaje particular, el viento que cruza estre-
chándose entre las gargantas y las peñas, las pisadas que
resuenan a lo lejos, el estrépito de los derrumbaderos, los
relinchos que el eco repite de cumbre en cumbre, los
gritos del arriero que guía la piara por entre sombras den-
sas, como protegido por genios invisibles, cantando una
vidalita lastimera que interrumpe a cada instante el seco
golpe de su guardamonte de cuero, y ese indescriptible,
indescifrable, solemne gemido del viento en las regiones
superiores, semejante a las notas de un órgano que hubiera
quedado resonando bajo la bóveda de un templo abando-
nado : todo esto se escucha en medio de aquellas monta-
ñas, es su lenguaje, es la manifestación de su alma hen-
chida de poesía y grandeza.
Esos músicos de la montaña, los vientos, como artis-
tas novicios, se ocultan para entonar sus cánticos. La luz
los oprime, los coarta, como si vieran un auditorio en los
demás objetos de la selva; porque, en las noches de luna,
cuya claridad ilumina los huecos más recónditos, la es-
cena cambia como movida por un maestro maravilloso.
Los estruendosos acordes, los crecsendos colosales, los
rugidos aterradores que surgen del fondo de las tinieblas,
se convierten en melodía dulcísima, casi soñolienta, como
si todos los seres que allí viven tuvieran miedo de turbar
la serena marcha de esa sonámbula del espacio, que, des-
plegando blancos tules, cruza sobre las montañas, las lla-
nuras y los mares.
Alzando los ojos a la cima pueden entonces distin-
guirse, sobre el fondo límpido del cielo, los contornos ca-
prichosos de las rocas, que ya figuran torreones o cúpulas
ciclópeas, ya grupos de estatuas levantadas sobre tamaños
pedestales. La imaginación se puebla de idealizaciones
sonrientes, suaviza las curvas del dorso granítico, da for-
mas humanas a los rudos contornos de la piedra, y ve
deslizarse por las laderas, bajo el plenilunio, fantasmas de
EN LA REGIÓN CENTRAL ANDINA 305
mujeres luminosas que pasan deshojando coronas de flo-
res silvestres, y aplícase el oído para percibir el canto
melancólico perdido en las alturas. El torrente resplandece
ai quebrarse entre los peñascos, y los juegos de luz dejan
aparecer las visiones de mármoles diáfanos y animados,
que luego se desvanecen entre las grietas y los arbustos.
Risas cadenciosas surgen de aquellos baños fantásticos y
gritos infantiles, arrancados quizás por el contacto de una
hoja con el cuerpo terso y transparente de las vírgenes
que juegan entre las espumas.
Según Joaquín V. Gomzález.
120. El valle de Catamarca.
La provincia de Catamarca pertenece casi por entero
a la región andina. Varios ramales de los Andes vienen
a fenecer en su territorio, donde se levanta el Aconquija.
El suelo es irregular, aunque hay valles bastante exten-
sos. El aspecto físico de la provincia es variado : picos
eternamente blancos, campos áridos, valles de una prima-
vera continuada, bosques de gigantescos árboles, campiñas
atravesadas por mansos arroyuelos.
El valle de Catamarca es el más fértil y mejor culti-
vado de la provincia. Tiene la forma de un ángulo como
de 45 a 50 grados, formado por el Ambato al Occidente
y el Aneaste al Oriente, y con su vértice a siete leguas
de la capital, en Romancillo. Mide unas cincuenta leguas
de largo. Es regado por el río del Valle Viejo o de Ca-
tamarca, cuyo nacimiento tiene origen en la parte alta del
Norte del Ambato y las barrancas del Puesto de Bazán.
Desciende por la quebrada de la Puerta, cruza unas siete
leguas por el Valle Viejo, entra después en el valle de
Catamarca, atraviesa la capital y va a perderse en los
arenales.
El valle abunda en pastos y posee árboles naturales de
variadas clases. Se extiende hasta el campo que limita con
306 EN EL PAÍS ARGENTINO
la provincia de la Rioja por el Sur, y por el Sudeste con
las salinas de Córdoba, donde la vegetación se despoja
de todas sus galas. Hacia el Sur y en el centro hay pozos
de balde o molinos, que suplen la falta de agua para los
ganados. El suelo es generalmente arenoso e igual.
La capital de la provincia se halla situada en la parte
Noroeste del valle de Catamarca. Siendo esta región la de
su mayor altura, las montañas escalonadas a sus flancos
y las vegetaciones de las poblaciones vecinas ofrecen una
perspectiva hermosa y variada. Por un lado los árboles
elevadísimos de las quintas, por otro las altas cumbres,
por otro el mezquino desarrollo de la vegetación silvestre
que separa las alegres y sucesivas poblaciones, por otro
las praderas de hierbas menudas, todo, en fin, forma un
magnífico panorama de la Naturaleza.
El clima es benigno y sano, fuera de los meses de
diciembre y enero, demasiado calurosos en los puntos
más bajos. El invierno es tan suave que rara vez llega
a congelarse el agua durante la noche. La lluvias caen
de tarde en tarde, y, poco copiosas en verano, son rarísi-
mas en invierno. Suele reinar, especialmente en el otoño
y el invierno, un viento del Norte bastante fuerte y seco,
y no faltan durante todo el año corrientes de aire que
renuevon perennemente la atmósfera.
Sesún Peijerico Espi-caE.
V. EN EL NORTE
121. Panorama de la ciudad de Salta.
Acostada en el fondo del valle de Lerma, la ciudad
de Salta se reclina graciosamente en la falda de su cerro
de San Bernardo, que vio a sus pies desarrollarse los
episodios de la batalla historie?., gloriosa victoria de Bel-
grano ; aun los sintió en su cumbre misma, donde, una
vez declarada la derrota, se refugiaron algunos tercios
deshechos del ejército de Tristán, y allí fueron rendidos-
EN EL NORTE
301
por las fuerzas patriotas. Es, pues, el cerro un vecino pro-
tector, un testigo ocular de la dramática epopeya gaucha;
para la ciudad constituye un punto de excursiones, desti-
nado a ser, con el tiempo, encantador y concurrido paseo.
Representa, además, un poderoso auxiliar para el viajero
apurado y nervioso, que lo quiere ver todo de una mira-
da, pues desde su altura se domina el hermoso panorama
de la ciudad y del valle.
Como tantos otros viajeros curiosos y ávidos de emo-
ciones, debo este servicio al cerro de San Bernardo. Trepé
por él cierta mañanita de claro sol salteño, acompañado
de tres gentiles amigos. En aquella ciudad de Salta, original
para nuestros tiempos de áspero escepticismo afectivo, se
conserva tan sano, tan ingenuo y tan cordial el espíritu
de la hospitalidad a la antigua española que las relacio-
nes del día anterior son como amistades de toda la vida.
Subí, pues, con tres amigos, que no nombro porque no
me acuerdo del nombre de uno de ellos y no quiero que
se me quede nadie en el tintero. Ellos saben que yo sé
quiénes eran, conocen la afectuosa sinceridad de este re-
cuerdo, y basta.
El cerro es duro de subir, y los caballos llegan ja-
deando. Está cubierto de cebiles nuevos, que enmarañan
la cumbre y le quitan la aridez de los montes pelados.
Allá arriba, en la cumbre, una gigantesca cruz abre los
brazos protectores sobre la ciudad; las nubes llegan a
veces a envolver la cúspide del monte, y, mirando desde
abajo, se ve emerger la cruz en el cielo, rígida como si
saliera de un limbo luminoso y candido...
Aquel día la mañana tenía cristalina diafanidad. Aso-
mados a la arista del monte, sentados en unas piedras
que refuerzan la base de la cruz, gozábamos el paisaje
que allí abajo se ofrecía, pintoresco y lejano, como detrás
de un tul azulado, pero admirablemente diáfano, que de-
jaba ver, como a través de un sueño, los detalles del
cuadro panorámico que se desarrollaba en el valle. Prir
308 EN EL P/ÍS ARGENTINO
mero, abajo y cerca, como si descendiesen a pico desde
la cumbre, huertas extendidas entre el monte y la ciudad,
semejantes a tapices bordados con los varios matices del
verde. A la derecha, el histórico campo de Castañares, por
donde apareció el ejército de Belgrano sobre las huestes
realistas, que lo esperaban por el Portezuelo, única entra-
da conocida y posible entonces para la ciudad de Salta,
viniendo de Tucumán, como venía el ejército patriota. En
el centro del campo de Castañares, que en el tiempo de
la batalla era un bosque fragante de churquis (el llamado
espinillo o aroma en el litoral), se erguía hasta hace poco
la cruz que Belgrano mandó alzar « en memoria de los
vencedores y vencidos », enterrados todos en una vasta
hoya, que agregó a la igualdad de la muerte la fraternidad
perdurable de la fosa común. Ahora se levanta allí un
monumento costeado por el pueblo.
Desde la altura del cerro de San Bernardo es de don-
de Salta aparece con todo su aire gracioso y típico de
ciudad española de pura estirpe. Con sus tejados a dos
aguas, de teja acanalada, sus largos canalones de estaño
acabados en pico de pájaro, que salen de las cornisas
para echar, cuando llueve, el agua de los techos sobre
los transeúntes; con su arquitectura sobria y maciza, en
que luce la reja moruna y suele hacer su aparato de arte
decorativo el dibujo arabesco, esculpido en vetustas por-
tadas conventuales; con sus numerosas torres de iglesia
y su apacible sosiego de ciudad recatada y sedentaria.
Salta se ofrece a los ojos como una pequeña Burgos, llena
de gracia, de decoro y de sencillez en la vida, y de carácter
en sus aspectos histórico y pintoresco y en sus nobles
reminiscencias.
Los compañeros de excursión van detallando el pano-
rama, que, en sus líneas generales, después del cerro aquí
por nuestro lado y el campo de Castañares por la dere-
cha, se extiende en el frente hasta la serranía de San
Lorenzo, a cuya falda, como una bandada de palomas posa-
EN EL NORTE 309
das al azar, destacan sus siluetas atractivas, entre verdo-
res realzados por la nota escarlata de los ceibos en flor,
las villas del delicioso pueblo veraniego donde la aristo-
cracia salteña disfruta el ideal agasajo de una temperatura
de primavera. Durante los ardientes meses del estío, San
Lorenzo es realmente un risueño paraíso, un retiro agreste
y patriarcal.
Fijando más acá la mirada, el caserío apeñuscado,
blanco y risueño, la ciudad alineada con sus manzanas
simétricas, se ofrecen ya concretos al examen. Y lo primero
que llama la atención es un núcleo de « ciudad nueva »
que se ve condensarse a la derecha, dejando un vacío
entre su recinto y la « ciudad vieja ». interrogo sobre este
dualismo, y me lo explican en una frase, señalando hacia
la ciudad nueva: «Allí está la estación del ferrocarril».
¡ Es claro, allí está el progreso, ese bárbaro moderno,
que destruye las seculares armonías con su arrastre pe-
rentorio y brutal! Aquello era campo liso y despoblado,
dormido bajo la leyenda de la jornada épica que turbó
su silencio tantos años atrás. Pero llegó la locomotora,
apresurada y silbando; y, como si su silbido fuera un
toque de llamada, todo un trozo de la ciudad marchó ha-
cia aquel rumbo y se amontonó en orden, declarando, con
el gesto autoritario del progreso, que allí estaba la cabe-
cera de la ciudad. Y así ha tenido que ser, porque, detrás
de la estación, en el valle, surgieron el Buen Pastor, el
Palacio de Gobierno, espacioso y lindo, la «usina» de luz
eléctrica, un convento de padres redentoristas, un hermoso
hospital, el Asilo de Huérfanos, casas particulares, una
plaza, ¡en fin, un pueblo, todo él congregado, a partir
de 1890, como un majestuoso cortejo de notabilidades
provincianas, en torno de Su Alteza la Ferrovía!
La ciudad vieja ofrece, sin embargo, un sabor más
grato, de hospitalaria sencillez y de distinción hidalga. Des-
tácanse en su macizo pintoresco las plazas de Belgrano y
9 de Julio; ornadas de grandes árboles, ponen notas de-
.310 EN F.L PAÍS ARGENTINO
color amable en la austeridad del blanco de las paredes
y en la aridez obscura y uniforme de las techumbres.
Sobre el nivel de los edificios — en el cual la azotea, sin
quitar el dejo morisco del estilo arquitectónico, suele agre-
gar una comodidad a la casa y una variante a la vista —
álzanse las torres y las cúpulas de media docena de igle-
sias: la catedral, de ingenuo estilo, no exento de grandeza;
el centenario convento de San Francisco, con una torre
moderna que domina las demás alturas de la ciudad; la
« capilla del Obispo », que no es sino la antigua catedral,
y la torre de la Merced... Allí, en esa torre de la Merced,
que desde arriba se ve chiquita, como agobiada en su
vetustez por el peso de la cruz que la remata, flameó el
poncho azul y blanco de Dorrego, anunciando la victoria
del ejército patriota...
Todavía, antes de espaciar la mirada hacia la izquier-
da, se hacen notar dos rasgos característicos de Salta: los
tajaretes o zanjas de desagüe, destinados a ser suprimidos
por las obras de salubridad, y los burritos leñeros, que
por el Portezuelo entran en largas arrias, todas las maña-
nitas, trayendo cargas de leña seca. Ellos mismos, los sa-
gaces y diligentes animales, las reparten a domicilio; el
burro llega a la puerta, llama no sé cómo, entra hasta el
fondo de la casa y entrega su carga a la cocinera, todo
con tanta inteligencia como un vendedor ambulante... Ade-
más, el burrito leñero viene a tener casi la categoría de
barrendero y basurero de la ciudad, porque, al efectuar su
reparto, va recogiendo de paso y echando a su insaciable
buche cuanto halla por las calles, con tal que tenga si-
quiera una apariencia de cosa comestible. A las diez de
la mañana, estando ya las cocinas provistas y las calles
limpias, los burritos, satisfechos y livianos, con la concien-
cia del deber cumplido, emprenden el regreso en largas
caravanas, por la calle Alvarado, que corta por el eje la
ciudad; la siguen en su prolongación hasta que, oblicuando
ligeramente, se convierte en agreste camino, y por él mar-
EN EL NORTE 311
chan para transponer el puente de la antiquísima Zanja
Blanca, que corre entre la ciudad y el cerro San Ber-
nardo ; repechando luego el boquete del Portezuelo, se
pierde poco a poco en los enrevesados vericuetos de
la senda serrana. . .
Hacia la izquierda extiéndese en lontananza, a lo
largo, el justamente ponderado valle de Lerma. Crúzalo
por el centro el ferrocarril qus va de Salta a Zuviría y
Talapampa, donde el valle se acaba y muere en la que-
brada de Escoipe, puerta de los valles Calchaquíes. Mi-
rando desde la altura del cerro de San Bernardo, se dilata
el valle encantador, hasta la lejanía indecisa, de un celeste
desvaído. Primero, entre los cuadros obscuros de los ras-
trojos, verdean alfalfares y cebadales, en que se adivina la
bendición del regadío. Arbolados de fincas, como islas de
sosiego en aquel piélago afanado de trabajos agrícolas,
destacan sus manchones verdinegros, en cuyo centro blan-
quean alegremente las viviendas. Una extensa alameda
de gigantescos álamos carolinos se desarrolla como una
cinta verde sobre el suelo blanquecino ; sale de la ciudad
y avanza larga distancia, hasta llegar al puente de. Are-
nales. Pasando el río Arias se insinúan turgencias de loma:
son los Cerrillos, cuyas hondonadas servían de escon-
dite a los tenientes de Quemes, para disimular su pre-
sencia, mientras rondaban la ciudad, preparando una de
aquellas fiestas del valor que diezmaban un escuadrón
realista, o arrebataban una patrulla a la vista del ejército,
o sacaban de la misma ciudad a la cincha a un centinela
enlazado del pescuezo, entre las imprecaciones de la
guardia, sorprendida por la terrible audacia del gaucha-
je. . . Ahora Cerrillos es simplemente una estación ferro-
viaria de mucho movimiento, porque frente a ella desem-
boca en el valle de Lerma la quebrada del Toro, por
donde vienen las tropas de carros que conducen desde
Tres Morros, a 200 kilómetros de distancia, la riqueza de
ias borateras salteñas, cuya excelente calidad compite con
312 EN EL país argentino
las mejores de la Puna. Alrededor de la estación ferro-
viaria, las bolsas de bórax se apilan en montañas.
Más allá de Cerrillos, mejor dicho, desde que se pasa
el río Arias, a ambos lados de la vía férrea, se extien-
den los tabacales, que dan una fisonomía propia a la vida
de este rico valle de Lerma, el cual, con un riego abun-
dante, puede transformarse en una vega cubana. Las par-
celas de tierra con regadío cobran crecidos arrendamien-
tos y procuran buenas ganancias al arrendatario ; y así como
en Tucumán todo el mundo tiene algo que ver con el
azúcar, en Salta no hay casi persona activa que no esté,
de un modo o de otro, ligada a plantaciones de tabaco y
a la industria correlativa del engorde de novillos para ex-
portar a Antofagasta. Este negocio de engordar novillos
para el consumo de los mercados de Chile es un renglón
importante, que ocupa muchas actividades en los valles
sáltenos. Desde arriba del cerro veíamos en las chacras
las manchas variopintas de los grandes novillos que pastaban
en los alfalfares. Son excelentes animales, de origen cha-
queño, grandes y fuertes, inmunizados por su procedencia
contra las epizootias reg.onales. Son muy huesudos y lar-
gos de patas; pero esto, que en las estancias de Buenos
Aires constituiría un defecto, representa en Salta una pre-
ciosa ventaja, pues da a los novillos la indispensable apti-
tud para las grandes travesías con que tienen que ir a
buscar el mercado, a cien leguas, al otro lado de la cor-
dillera, por sendas tan ásperas que hay que errar a las
reses, para que no queden deshechas en el camino. Este
negocio de engorde y exportación de ganado a Chile no
ha alcanzado sus naturales proporciones, porque la repú-
blica vecina, protegiendo la industria de sus ganaderos de
las estancias del Sur, cobra un fortísimo impuesto por res
a las importaciones argentinas.
Tal es el vasto panorama de la ciudad de Salta, con-
templada desde el cerro vecino, y tales son los recuerdos
de su pasado y las observaciones sobre su presente que
EN EL NORTE 313^
sugiere la contemplación de su belleza y su prosperidad.
Ganadera, hortícola, dueña de esa maravillosa huerta del
Campo Santo, donde el naranjo y el chirimoyo confunden
sus azahares; tabacalara, azucarera también ; balnearia, con
sus fuentes termales, privilegio exclusivo de la Naturaleza,
Salta, la antigua, la hidalga, la industriosa, es una de las
regiones más fértiles y ricas de la República Argentina y
del mundo entero.
Según Manuel Bernárdez.
122. Los «tajaretes» de Salta.
La configuración del suelo presenta en Salta, especial-
mente en el valle de Lerma y sus alrededores, la clásica
peculiaridad de los taj aretes. Desde los tiempos de la
conquista se ha llamado así a unas breves quebradas, que
son como tajos o hendeduras de la montaña, o bien como
zanjas angostas y a veces bastante profundas, socavadas por
las aguas pluviales. Generalmente están secos; tomaríanse
por una especie de caminos naturales, en los que puede
marchar cómodamente un hombre, desapareciendo hasta
la coronilla a las miradas de quienes andan por el valle o
la montaña. Con su fondo de lavadas piedras y sus paredes
cubiertas de heléchos y de flores silvestres, brindan al
viajero, en las horas de sol, fresca y discreta sombra.
Durante la guerra de la Independencia constituyeron un
precioso recurso para los gauchos montoneros de Güemes.
Después de haber acosado al enemigo, desesperándole con
sus inesperados ataques, hombres y caballos desaparecían,
como sumidos en la tierra. Metíanse en algunos de los
muchos tajaretes, donde era casi imposible descubrirlos, por
el sesgo y caprichoso curso de la hendedura, que, al
serpentear por la montaña, formaba en cada curva o pliegue
un escondite. Después de descansar y reponerse hombres
y potros, emprendían de nuevo, en el momento más
imprevisto, el ataque o la carrera.
314 EN EL PAÍS ARGENTINO
Tuvieron capital importancia los tajaretes en la fundación
de la ciudad de Salta; débeseles la elección del sitio
donde se levantó, y hasta su curioso y eufónico nombre,
que se extendió a toda la región. La belleza y feracidad
del valle de Lerma no fué lo que determinó a los
conquistadores españoles, en 1582, a echar los cimientos
a la ciudad. Como las demás poblaciones indianas, nació
más bien de la militar necesidad de la defensa contra
los indígenas. Vecinos estaban los belicosos Calchaquíes,
a quienes nunca pudo verdaderamente reducirse. Pues
bien, los tajaretes del lugar significaban una gran ventaja
para la guerra, sirviendo de inagotables fosos y contra-
fosos. El nombre de Salta dado a la nueva población
proviene, según los cronistas, de una frase típica, repetida
a cada momento, ya en burlas, ya en serio, por aquellos
animosos conquistadores. Cuando alguno se hundía en
las quebradas, donde corría si acaso un arroyuelo, decía-
sele: «¡Salta, salta, para que no te ahogues!».
123. Los ríos de Jujuy.
El magnífico panorama de Jujuy es, puede decirse, el
mismo en todas las estaciones: los valles y faldas están
siempre verdes, y las altas cumbres siempre blancas. Sólo
cambian los ríos en las crecientes. Ni por su manso
aspecto habitual, ni aun por las señales que dejan de su
obra destructora, es posible formarse una idea de lo que
son los ríos de Jujuy cuando se desbordan. Es necesario
haberlo visto, y entonces el espectáculo es imponente.
Durante la mayor parte del año, uno de estos ríos es apenas
bulliciosa corriente, que, en un espléndido marco de mon-
tañas cubiertas de lujuriosa vegetación, se desliza ser-
penteando sobre un manto de piedras rodadas. De orilla
a orilla, mide unos cuatro, cinco o diez metros. Pero el
plano cubierto de rodados, que denota las proporciones
que el río llega a alcanzar, presenta un ancho de cuatro-
EN EL NORTE 31&
cientos a quinientos metros de una a otra barranca. Sobre
este pedregal crecen pequeños árboles que lo han inva-
dido : tuscas, churquis, breas y garabatos. En él hay mo-
les de piedra que las aguas han arrastrado y que pesan
cuatro o cinco toneladas, troncos de gigantes ceibos, no-
gales, tipas o cebiles, que las lluvias descuajan, y en las
orillas largos trechos de barrancos desmoronados. Tal es
el aspecto genérico de los ríos jujeños, hasta el día en
que, llegando densas nubes del Sudeste, se precipitan por
las faldas de los cerros en que nacen...
De pronto, los rumores aumentan y se aproximan.
Vese flotar una masa de árboles que vienen rompiéndose
y arrastrando las piedras y obstáculos a su paso; el le-
jano rumor se convierte en un trueno continuo; los árbo-
les del pedregal caen, la corriente se los lleva, se alejan ;
el valle queda cubierto por la masa de las aguas que se
han enrojecido con las areniscas componentes de los
cerros. La corriente, concentrando su fuerza sobre puntos
determinados, por las curvas que describe, desmorona
barrancos y se diría que hasta arrastra los mismos ce-
rros. La duración de estas avenidas es variable, pues de-
pende de la cantidad de agua; pero siempre son de la-
mentables resultados para los agricultores, que unas veces
pierden con ellas las bocatomas de sus acequias, y otras,
si los sembrados están próximos al rio, buenas fracciones
de tierras cultivadas. Cuando el caudal de agua disminuye,
cesa la inundación y el río vuelve a su cauce normal,
sólo queda, en vez de los montecillos que invadían el
pedregal, el amplio manto de piedras lavadas por las
aguas.
Según EOUAHUU A. HuLHBSHG (14J0).
^6
EN EL país argentino
124. Erl indio viejo.
Era un indio viejo y pobre
que vivía allá en Jujuy,
solitario en su ranchito,
que en una quebrada vi.
Tocaba el indio la quena
con tan tristes sones y
con tanta melancolía
como nunca, nunca oí.
Nadie había en la quebrada,
desde la punta hasta el fin ;
nadie, nadie que cantase
como él un yaraví. [pos,
Cuentan que en sus buenos tiem-
al llegar el mes de abril,
el indio de la quebrada
se aprestaba para ir
con su quena y con sus bailes
a la feria de Jujuy,
y que ninguno como él
bailaba — dicen así —
chacareras y palitos
al son de bombo y violín.
Refieren en la comarca,
desde Humahuaca a Yaví,
que cierta vez un señor
que recorría el país,
le oyó cantar y le dijo:
— Si usted me quiere seguir,
venga conmigo y ganamos
mucha plata por ahí.
— Gracias, señor; pero de este
rancho no me quiero ir.
— Saldrá usted de la pobreza
de este sucio cuchitril,
con bailar la chacarera
o cantar un yaraví.
— Señor, en este ranchito
esperando estoy mi fin.
— Conocerá nuevas tierras,
conocerá su país...
— Le agradezco, señor ; pero
no quiero salir de aquí.
— Usted vive solitario
a cien leguas de Jujuy,
sin familia sin amigos,
sin tener que comer, sin
abrigos para la noche
cuando haya heladas y...
— Ahí está; todo eso es cierto;
pero yo vivo feliz... —
Así dijo el indio viejo
que vivía allá en Jujuy,
solitario en su ranchito,
que en una quebrada vi.
Manuel Gálvbs.
125. Una aventura en el Ckaco.
(Del diario de un ingeniero)
Me ha ocurrido esta mañana una aventura que jamás
podré olvidar, aunque viva cien vidas. De ahí que la con-
signe en estas páginas, entre los apuntes de mis mensuras
y algunas anotaciones técnicas y comerciales. Como era
EN EL NORTE 317
día de fiesta, determiné suspender mis trabajos, y salí a dar
un paseo por los alrededores de nuestras carpas. Llevaba
por precaución una escopeta de varios tiros y algunas mu-
niciones, ya para defenderme de las fieras, llegado el im-
probable caso, ya para tirar sobre algún puma o ciervo
que tuviera la inocente idea de ponerse a tiro.
Guiado sólo por mi brújula, procuraba no alejarme
gran trecho de la orilla del río Pilcomayo. Iba pensando en
el pasado, el presente y el porvenir del inmenso territorio
subtropical donde a la sazón estaba yo ocupado en tareas
profesionales. ¡ Éste, que medía y hollaba bajo mis plantas
y con mis instrumentos, era el antiguo, el legendario, el
impenetrable <- Gran Chaco » o « Chaco Gualamba », ahora
dividido entre las tres repúblicas de Bolivia, el Para-
guay y la Argentina! Interesábame la parte argentina, sin
duda la más rica y principal, que comprende las gober-
naciones de Formosa y del Chaco propiamente dicho.
Pensaba en la riqueza de sus naturales bosques de que-
brachos centenarios ; en las plantaciones de caña y los inge-
nios azucareros; en el gran desarrollo que va tomando la
producción del algodón ; en las estancias de la región del
Sur ; en la flora exuberante del país y en su rica fauna.
Recordaba asimismo que todavía existen en el interior de
sus selvas, aunque en disminución y decadencia, varias
razas de indios: los Tobas, los Matacos, los Choritis, de
la estirpe guaycurú, y los Chiriguanos, de la estirpe gua-
raní. Estaban destinados a desaparecer, a refundirse con
los blancos, a medida que avanzara la civilización. Llegué
a representarme el futuro Chaco argentino, todo poblado
de cultivos y de establecimientos industriales. Sin duda, el
territorio iba perdiendo su primitivo carácter salvaje; tal
vez fuera conveniente que el Estado conservara algún buen
retazo para hacer de él una especie de paseo público
nacional; engarzada como una esmeralda en la indus-
triosa República, perduraría la selva virgen, con su ruda
belleza ofrecida al viajero, sus bosques abiertos al natura-
318
EN EL PAÍS ARGENTINO
lista, SUS fieras para el cazador... ¡Si casi ni se veían ya
fieras en aquella parte poblada de Chaco! En seis meses
no se nos había presentado un solo jaguar, aunque, en
verdad, hablábase con frecuencia de inoportunos encuen-
tros. Temíase sobre todo a los jaguares antropófagos,
que habiendo probado la carne humana, preferíanla a todo
alimento y aguzaban el ingenio para seguir la pista de los
hombres... Pero no había que temerlos por allí, pues la
pólvora y el fuego los tenían ahuyentados de los parajes
próximos a los grandes ríos.
Vagando yo distraído en estos pensamientos, me sor-
prendió de súbito un tropel que se abría camino en los
matorrales. Ante mi vista pasaron, huyendo despavoridos,
los ciervos de copiosísimo rebaño; lanzáronse al río, cru-
záronlo a nado y desaparecieron en la orilla opuesta. Fal-
tóme tiempo para preparar la escopeta; cuando tiré, esta-
ban ya fuera de mi alcance. Impresionado por aquella huida,
que no me explicaba, detúveme un momento. Vi entonces
algo que me pareció más extraño aun ; con esfuer'zos des-
esperados, un zorro trepaba a un árbol. Al principio, sin
poder dar crédito a mis ojos, pues jamás oí de zorros que
poseyeran tal habilidad o costumbre, supuse que fuese
un gato montes. Acerquéme, y comprobé azorado que
era realmente un zorro, quizá un zorro innovador, quizá
loco...
Excitada mi curiosidad por la disparada de los ciervos y
la extravagancia del zorro, mis oídos percibieron un ligero
susurro de las matas. Latióme el corazón violentamente,
como anunciándome un peligro; eché una rápida mirada
hacia adelante, y de pronto lo comprendí todo... A la dis-
tancia de unos veinte pasos, dos ojos redondos y coma
luminosos me acechaban... Era un jaguar, un feroz tigre
de América, tan terrible y potente como el de Benga-
la: probablemente venía persiguiendo el rebaño de cier-
vos, y al verme se había detenido... Crítico era el
trance; demasiado inocente, había caído yo en la impru-
te*
^^li^^c
EN EL NORTE
319
dencia de avanzar solo, sin un guía, sin un perro si-
quiera. . .
Mi inteligencia se iluminó en aquel instante con fe-
briles recuerdos y temores. Si perecía bajo las zarpas de
la fiera, ¿cuál sería el porvenir de la esposa y de los
cinco hijos que había dejado en el Rosario?... Pero,
lejos de desmayar, el enternecimiento de mis añoran-
zas pareció infundirme valor. Como en un sueño, alcé
la escopeta, que tenía cargada de bala, y apunté largar
mente. ¡Si erraba el tiro, era hombre muerto!... La fiera,
que estaba aún algo distante, no se movía ; entre el
matorral, iluminado por el tibio sol de invierno, divi-
saba yo su grupa baya y manchada... Juzgue prudente
esperar a tenerla más cerca; hasta podía suceder que ella
optase por una retirada, sin atacarme, y en tal caso re-
sultaba temerario provocarla. No dándome la .fiera mucho
tiempo para pensar, decidióse y avanzó hacia mí, lenta-
mente, casi rampando sobre sus nerviosos jarretes, pronta
a atraparme de un enorme salto. . . Fijé bien el punto de
mira de mi escopeta en el testuz del animal, entre ambos
¡^
320 EN EL país argentino
ojos, y, aunque no muy seguro de mi puntería, puesto
que no soy diestro cazador, apreté el gatillo, antes de
que fuese demasiado tarde. . . Sonó el tiro, oyóse al mismo
tiempo un bramido doloroso, eché el cuerpo atrás, y el
tigre, dando el esperado salto, cayó algunos pies delante
de mí, con el pecho cubierto de sangre ; estaba herido en
el cuello, ¡ pero más rabioso, más terrible aun !. . .
No podría decir lo que pasó entonces por mí. Tenía
otras balas en la escopeta, que era de repetición, y tiré,
rápido como el relámpago, apuntando apenas, casi incons-
ciente de lo que hacía... Esta vez tuve mejor suerte. La
fiera, sin exhalar un quejido, cayó redonda sobre el flanco
y estiró las patas en un rápido estertor. . .
Cauteloso, reculé unos pasos y esperé todavía unos
sesudos, aspirando el aire en grandes bocanadas. Pare-
cióme que nacía de nuevo. Miré a mi alrededor, y hallé
al cielo, al mundo, a la vida, una hermosura antes des-
conocida para mí. Apoyé en el suelo la culata del arma,
me descubrí, me enjugué el sudor de la frente con la
diestra, y, al fin, me acerqué al cuerpo rígido del jaguar.
¡Estaba muerto, sí! Agácheme sobre su robusta cabeza
y la levanté en mis manos. La primera bala le había
dado en el cuello, le había atravesado probablemente
el esófago y había salido por la paleta ; otra le entró
por las fauces abiertas, penetró por el paladar, y pare-
cía haberse alojado en el cerebelo... ¡Allí estaba, ten-
dido para siempre, como un tibio despojo de la Natura-
leza, el terrible dueño y señor de las selvas americanas!
Y, al ver ; tanta fuerza destruida, tuve un sentimiento de
compasión por la bestia sacrificada. . . ¡ Cuan cierto es que
no hay ni puede haber, para el hombre, una alegría com-
pletamente 'pura y exenta de la más ligera sombra de
tristeza !
EN EL SUR 321
VI. EN EL SUR
126. Los faros de las costas argentinas.
La navegación en las proximidades de la costa es
siempre más peligrosa que en alta mar. Diríase que la
naturaleza defiende los continentes y pueblos marítimos
por medio de riscos y peñones, a veces traidoramente
ocultos bajo la superficie del agua. En ciertos parajes,
huracanadas corrientes chocan contra las rocas costeñas,
rompiéndose en numerosos penachos de espuma. El paso
de los grandes estuarios y ríos suele obstruirse con escon-
didos bancos de arena, que parecen trampas para apresar
por la quilla a los navios. Opacas nieblas envuelven en
ocasiones la cercana costa, como para engañar al inexper-
to marino, que, creyéndose en alta mar aun, podría aven-
turarse imprudentemente entre los riscos y los bancos.
Todavía hay que añadir, a estas múltiples asechanzas, el
movimiento de los grandes puertos, donde continuamente
entran y salen embarcaciones, con posibilidad de choques
fatales. Los naufragios más horribles se producen a menudo
frente a las costas, y no dan siempre tiempo al salvamento.
Para la seguridad de la navegación en la proximidad
de la tierra y en la entrada de ios puertos, especialmente
durante la noche, la moderna civilización usa de eficaces
medios. En los puntos más peligrosos y en los puertos,
construyese una alta torre coronada por un, poderoso
foco de luz, el faro. Para que el navegante no vaya a
confundirlo con una estrella, puesto que irradia sobre
el horizonte hasta veinte y treinta millas de distancia,
dase a la luz sus señas y caracteres propios, y, sobre
todo, regulares y mecánicas intermitencias. El faro argen-
tino del cabo San Antonio, por ejemplo, en el extremo
sur de la ensenada de Samborombón, posee una luz in-
322 EN EL PAÍS ARGENTINO
confundible, con destellos de duración de 12 segundos y
un eclipse de 18.
No siempre basta el faro asentado en tierra firme o
en alguna isla para advertir al navegante. A veces, el
peligro no es fácil de indicar por medio de faros erigidos
en sitios relativamente distantes. En tal caso se recurre
al procedimiento de buques-faros y de boyas luminosas,
sólidamente anclados junto a los riscos o sobre los ban-
cos de arena. Hácese esto especialmente útil en la entrada
de los puertos. Así, en la del río de la Plata, la República
Argentina ha puesto y mantiene una serie de oportunas
indicaciones: el buque-faro Recalada ;>, el buque faro de
Punta del Indio, la boya luminosa « Cuirasier », la boya
luminosa de Banco Chico, las farolas de los malecones
del puerto de la Plata y las farolas del puerto de Buenos
Aires. También en el puerto de Bahía Blanca hay un
buque-faro de « Recalada » y varias boyas luminosas.
A estos recursos de faros, buques-faros y boyas lu-
minosas hay que agregar las estaciones radiotelegráficas, es-
tablecidas también para seguridad de la navegación cerca
de las costas. El telégrafo sin hilos, la moderna invención
de Marconi, sirve para que los buques comuniquen con
la tierra firme y viceversa, de modo que los riesgos oca-
sionales de la entrada en un puerto pueden ser conocidos
a la distancia, en alta mar.
La República Argentina, además de los citados faros
y señales, tiene establecidos en sus costas los faros de
punta Médanos, punta Mogotes, río Negro, cabo San
Antonio, punta Delgada, punta Pingüino, punta Gallegos,
cabo Vírgenes, punta Dungeness, islas Año Nuevo, y, asi-
mismo, estaciones radiotelegráficas en Buenos Aires (dársena
Norte), Bahía Blanca (Puerto Militar), punta Mogotes,
punta Delgada, isla Leones, isla Pingüino, monte Entrance,
cabo Vírgenes, cabo Penas, cabo San Pío, puerto Harber-
ton e islas Año Nuevo. Todas estas instalaciones están
servidas por la marina de guerra. El observatorio magné-
EN EL SUR 323
lico de las islas Año Nuevo es el más completo de la
América del Sur.
' Aplicando los últimos adelantos de la técnica, la
República Argentina facilita, pues, la navegación comer-
cial en las épocas de paz, y posee en sus costas los ele-
mentos necesarios para la defensa nacional en el caso
de ser agredida por una escuadra enemiga. Sus faros,
esos guías amistosos y protectores, son también como
centinelas de la patria avanzados en el mar, y siempre
de pie, con su vigilante mirada de luz tendida sobre el
horizonte.
127. La Australia Aréentina.
La República Argentina posee un vastísimo territorio
austral, llamado la Patagonia, que podría denominarse
también, por su situación y sus caracteres, la « Australia
Argentina». Comprende este territorio tres regiones: la
zona de la costa, la zona central y la zona andina o de
los Andes.
La zona vecina a la costa contiene pastos acaso no
muy abundantes, pero de una calidad muy especial, que
permite aprovecharlos para la cría de vacas, ovejas, caba-
llos y cabras. La práctica demuestra que el ganado so-
porta allí el clima al aire libre todo el año. Los valles de
los ríos y cañadas son aprovechables para la agricultura.
La zona central es menos fértil, y su clima, por la dis-
tancia del mar, menos templado. No obstante, posee gran-
des planicies, donde, con ciertos cuidados, pueden plan-
tearse establecimientos ganaderos. La zona andina, o sea
la montañosa, empieza en los primeros conirafuertes de
ja cordillera. Sus paisajes son bellos e imponentes. Está
toda ella caracterizada por espesos e interminables bosques
de hayas antarticas y una vegetación herbácea que satis-
faría al estanciero más exigente.
324 EN EL PAÍS ARGENTINO
La Australia Argentina es, pues, salvo ciertas partes
del interior, un territorio propicio al desarrollo de la ga-
nadería y de la agricultura. Sus condiciones lo llaman a
ser, en un porvenir no lejano, un gran centro de civiliza-
ción y fuente de riqueza. Sin embargo, puede decirse que
está despoblado aún. Sus extendidas praderas esperan nue-
vas generaciones que las cultiven y civilicen.
Imaginad, jóvenes argentinos, esos millares de leguas
poblados de estancias, de industrias, de ciudades. En cada
abra de la costa atlántica se alzará un puerto, en cada
valle un ferrocarril, en cada planicie un pueblo. Entonces,
la República, con veinte o treinta millones de habitantes,
será una de las primeras potencias del mundo. Y tales
tiempos pueden acercarse a nosotros si las nuevas gene-
raciones se lanzan audaz y virilmente a la colonización
del hermoso desierto. ¡Adelante! ¡La Australia Argentina
espera nuestros esfuerzos!
Según Garlos M. MoyanO y Roberto J. Patró
128. La Suiza Aréentina.
I. PAISAJE DEL LAGO NAHUEL-HUAPI
Desde las eminencias de la península del Oeste presenta
el gran lago Nahuel-Huapí un paisaje glacial típico, aunque
fértil en extremo: los grandes trozos graníticos se elevan
en las ondulaciones de las morenas, sobre espléndidos
frutillares silvestres. Las morenas tienen una altura de
cien metros sobre el lago, y parecen levantarse en líneas
paralelas, siendo las más elevadas las más próximas.
Predomina el granito; hay trozos hasta de ciento ochenta
metros cúbicos. Obsérvase igualmente una roca porfírica
y traquitas verdosas y rojizonegruzcas. Desde un alto pe-
ñasco se contempla el claro lecho del ventisquero, que en
otra época cubrió el lago. Profundas hendeduras de lados
redondeados dan al peñasco el aspecto característico de
los lomos de ballenas, y las estrías y canaletas pulidas se
EN EL SUR 325
conservan netamente. Este promontorio está situado a tres-
cientos metros sobre el nivel del lago. A su pie se extiende
el paisaje morenisco del valle oriental y vasta extensión
del lago Nahuel-Huapí, con sus cuatro islas y las precio-
sas ensenadas del Oeste. En toda la orilla, hasta donde
la vista alcanza, una faja de árboles, en que predominan
los cipreses, separa del lago la ondulada morena.
La cordillera nevada, enorme, dentada y redondeada,
segiín la roca de sus cerros, forma el telón de fondo, al
Oeste y Sudoeste; al Norte, los bosques ocultan las abrup-
tas rocas neovolcánicas. Se ve que los trozos de granito
proceden de las cadenas del Oeste y Sudoeste, y que,
para llegar hasta el promontorio desde el cual se observa
el magnífico paisaje, tuvieron que cruzar la parte del lago
cubierta por el ventisquero hoy desaparecido. En esta
región, el ventisquero más inmediato es hoy el del Tro-
nador, en las nacientes del río Frío ; pero no se ye el
gigante blanco ; su presencia se anuncia, a pesar de la
considerable distancia, sólo por los broncos y profundos
truenos producidos por el desplome del hielo.
Al pie del promontorio, que está a su vez dominado
por una montaña, se extiende una explanada de frutillas.
Encuadrada por el bosque alto y por la vegetación que
desciende al lago, la orilla está cubierta de grandes trozos
erráticos, lamidos perezosamente por las aguas mansas
cuando hay calma, y contra los cuales chocan con es-
truendo las olas en los días de huracán. Son las aguas
del lago de color azul obscuro en el centro, y celestes,
blancolechosas y luego de color de plata líquida cerca de
la playa, donde espejean las pajillas de mica y el cuarzo
cristalino blanco. Los pequeños torrentes, que nacen den-
tro del bosque, en las raíces de los viejos troncos, des-
cienden con fuerte pendiente, y sirven, con los árboles que
les dan sombra, de pequeños cercos a encantadores jar-
dines naturales.
32$ EN EL PAÍS ARGENTINO
11. LA SUIZA ARGENTINA
Por el magnífico escenario de su naturaleza, en la re-
gión de los lagos, la Patagonia es la rival de la Suiza
europea. La Suiza parece una reducción habitada de la
Patagonia Andina ; ésta supera a aquélla en grandiosidad
y belleza. Aunque semejantes, ninguno de los ponderados
lagos de Suiza presenta la majestad imponente, indescrip-
tible, del lago Viedma ; ninguno de sus ventisqueros puede
rivalizar con el mar de hielo, comparable con un pedazo de
costa groenlandesa, dominado por el volcán de Fitz Roy.
El lago Argentino es más salvaje, más indómito que sus
rivales suizos ; sus montañas son más elevadas y pinto-
rescas; sus ventisqueros reemplazan, con su escuadra de
témpanos colosales, mágicos, que desfilan ante las selvas
vírgenes, las blancas embarcaciones o vapores que en
Suizí conducen al viajero. El lago San Martín, separado
por los montes Lavalle de los canales andinos, no tiene
igual entre los análogos de Suiza. Nahuel-Huapí es como
varios lagos suizos sumados. El Monte Blanco, tan cele-
brado en Europa, tiene un hermano en el patagónico
Tronador, gigante geológico siempre airado y siempre
rugiente.
Según Fhancisco P. Moueno.
129. Navegación, en los canales de Tierra del Fueéo.
A partir de Punta Arenas, el itinerario de nuestro
buque era- el siguiente : Canal de la Magdalena, canal
Cockburn, paso de Breacknock, canal Darwin, canal de
Beagle, bahía de Ushuaia... Y los paisajes iban desarro-
llándose cada vez más interesantes a nuestra vista, con
un lujo de color que nadie esperaría encontrar en aque-
llas regiones. Por momentos aparecía el sol, dorando las
alturas crecientes, y dando caprichosos matices a los grue-
sos montones de nubes, que al propio tiempo señalaban
KN EL SUR 327
y ocultaban los montes elevado^, casi eternamente envuel-
tos en una capa de densos vapores. Comenzaba la vege-
tación, y desarrollábase paulatinamente, formando una línea
que se extendía hasta perderse de vista, sobre la que se
destacaba, con tonos más obscuros y enérgicos, la roca
pelada, salpicada aquí y allá por alguna mancha de
nieve.
Parecíame estar en plena cordillera de los Andes;
pero después de un desastre colosal, de un diluvio que
hubiera cubierto valles y hondonadas, dejando sólo descu-
biertas las cumbres de las montañas. Aquí, la isla Quema-
da, por cuyas grietas parece correr aún el humo, y cuyo
desolado aspecto tiene algo de fantástico y teatral ; allí,
un montón de verdura en que crece el musgo amarillento
junto a las gramíneas de un verde más intenso y vivo;
allá, una ensenadita de aguas especulares donde se re-
trata la costa rígida, de líneas violentas ; acullá, la ligera
ondulación de la corriente, en el canal. . . Y todo esto
móvil, envuelto en las gasas ligerísimas de una neblina
apenas perceptible, esfumado en las lejanías como un
sueño vago, con masas de nubes y claros de azul purí-
simo.. . ¿Por qué no van allí los pintores argentinos?
¿Por qué no se inspiran en aquella naturaleza salvaje, tan
rica de color, tan variada y tan nueva? Allí encontrarían
tema para tantos paisajes, para tantas manchas admira-
bles. . . Ya un lago tranquilo, cubierto de hojas de cachi-
yuyo, rodeado de altas rocas, por las que trepa el ejército
del nothofagus, ese árbol austral por excelencia, que resiste
las nieves y los huracanes, con su copa verde tendida a
favor de los vientos más frecuentes y terribles; ya un pa-
norama polar, con los irisamientos del hielo transparente
y la blancura mate y fría de la nieve; ya un pedazo de
selva virgen, con las hierbas altas, y en que se entrelazan
los troncos del nothofagus y del caucho, y donde crecen
grandes flores, blancas o rojas como la sangre, selva que
parece tropical, tanta es su vitalidad; ya — cuando el oto-
328 EN EL país AIíGENTINO
ño comienza — el cariñoso matiz sonrosado que toman las
hojas perennes de la haya, contrastando sobre los dife-
rentes verdes del resto de la vegetación.
Algunas de las pequeñas bahías a cuyo frente pasá-
bamos, eran encantadoras. Pero, cuando no se navegaba
muy de cerca, sólo se veían sus grandes líneas, el ver-
dor del cielOj y los árboles, tan diminutos que parecían
juncos, aunque a veces tuvieran un tronco respetable.
bsas bahías, muchas ae ellas escondidas, suelen ser puerto
de refugio de los loberos, su escondite, mejor dicho, o es-
tación y campamento de los buscadores 4e oro, ocultos
allí a toda mirada indiscreta. Puntos de esos hay sólo
conocidos por unos pocos, donde cualquier pirata, cual-
quier malhechor puede desaparecer de la vista de sus
perseguidores, aun con embarcaciones de cierto porte, sin
que éstos logren hallarlo.
Una abertura entre dos rocas, sólo visible desde un
sitio dado, un paso ancho y sin peligro, y luego una bahía
''uvas puertas se cierran tras el buque, y cuyas costas
EN EL" SUR 329
ofrecen el más seguro abrigo. Cierto comerciante de uno
de los puertos visitados en este viaje, y cuya goleta vi-
mos de pronto a corta distancia del transporte, navegando
con su mismo rumbo, sin que hubiéramos sospechado
su presencia, que nos sorprendió, cuenta que él sabe un
sitio de esos, en el que ha solido dejar su embarcación,
completamente sola, sin más precaución que la de ama-
rrarla en arganeo, y seguro de que nadie la vería... Y
como él habrá tantos, casi todos los navegantes de los
canales.
De vez en cuando veíase flotar en la superficie, como
blanco buque, algún pequeño témpano de hielo, despren-
dido de los ventisqueros cercanos. Nunca son de gran
tamaño, aunque abunden mucho en la estación avanzada.
No es raro que sobre ellos se pose algún shag (ave ma-
rina), como una mancha de tinta en una superficie blanca,
ni verlos repentinamente darse vuelta, carcomida su base
por las aguas del canal, cuya temperatura es más elevada.
Marchan uno tras otro, arrastrados por la corriente en la
misma dirección, o se arremolinan y detienen en los reman-
sos, para derretirse lentamente junto a las peñas. Estos
témpanos, al desprenderse de los ventisqueros y caer ai
agua, suelen producir grandes olas que van a estrellarse
contra las rocas de la costa y que pondrían en serio pe-
ligro a las embarcaciones que se hallaran en las cercanías.
Pero pocas veces se ve por allí otra embarcación que
alguna piragua fueguina, o las goletas de Punta Arenas,
que toman siempre el medio del canal para evitar que
una racha las lance contra la costa.
Al regreso, en otoño ya, vi centenares de témpanos
que navegaban por el canal; aparte de las aves, eran lo
único animado de aquel paisaje ¡dea!, al que sólo faltaba
el movimiento de la vida humana para que su pintoresco
dejase de ser tan selvático y melancólico como es hoy en
ciertos parajes. Alguna vez, cerca de nosotros, a tiro de»
fusil, pasaba un vuelo de avutardas: el macho, blanco, bri-
330 EN EL país argentino
liante, a la cabeza de las dos hembras, parduscas, forman-
do triángulo. O, junto a la costa, observábamos el hervidero
del agua, producido por la marcha del pato a vapor, esa
ave que nada con la rapidez que le ha valido su nombre,
levantando con las alas rudimentarias gotas y espuma, co-
mo si fueran ruedas de paletas puestas en movimiento por
una máquina poderosa. El pato a vapor no puede volar;
pero no he visto ave alguna que nade con tanta celeridad,
pues la suya es comparable sólo con la de un pez. O, en
en el cielo tranquilo, alguna palomita del Cabo, de alas
pintadas como una falena; o la mancha negra primero,
y el abierto abanico más cerca, del darup, el carancho de
Tierra del Fuego, siempre a caza de cadáveres, vecino del
pingüino, cuyos pichones devora si logra burlar la paternal
solicitud. O, en la costa cercana, y sobre las aguas mansas,
el blanco plumaje de la avutarda, pescando entre las peñas;
o de los gaviotines, diseminados aquí y allí, devorando los
langostinos o los pececillos que se ponen al picanee de su
pico agudo, con gallardos movimientos del cuello, y ele-
gantes revuelos rápidos en que mojan las patas en el agua,
para levantarse en seguida un metro o dos, y tornar a
descender. O la golondrina de mar, de patas palmeadas,
pequeña y de intenso color pardo obscuro, a la que la
superstición del marinero atribuye el don de pronosticar
desastres, y que le anuncia temporal si llega a posarse en
su barco.
Pero toda esa vida animal, toda la que bulle en las
aguas del canal de Beagle, no logra desvanecer la pro-
funda impresión de soledad que producen aquellos sitios,
impresión que ha comenzado en el Atlántico Sur, donde
raras veces se ve una vela, y que se hace más intensa
allí. El canal tiene todo el aspecto del desierto, o una ex-
traña autosugestión lo hace creer. El hecho es que aque-
llas peñas, aquella nieve, parecen no holladas nunca por
-el pie humano, y los árboles, corpulentos en la costa, más
pequeños a medida que trepan a las alturas, hasta hacerse
EN EL SUR 331
achaparrados y muy diseminados cerca del límite de la
nieve, muestran sus hojas siempre verdes, con la languidez
triste de lo que no alberga a ser viviente alguno.
Ni aun pasaba por nuestra imaginación que sobre
aquellos acantilados, o en aquellas playas, detrás de un
tronco o de una piedra, pudiera ocultarse alguno de esos
indios fueguinos en cuyo detrimento se han forjado tantas
leyendas, haciéndolos antropófagos, ladrones y asesinos
por tendencia, leyendas que no se desvanecerán muy pronto
aunque ya se haya trabajado en ello.
De súbito nos sorprendió el espectáculo de uno de los
ventisqueros, el primero que veíamos en los canales, y
también uno de los más pequeños, cuya nieve llegaba
hasta el mar, con tonos azulados suaves y tenues, muy
finos, que hacían resaltar más la blancura casi absoluta de
la nieve en la cima, destacada a su vez sobre el fondo
plomizo del cielo. Hermoso espectáculo, que nos produjo
profunda impresión, aunque entre nosotros fuéramos varios
los que habíamos visto glaciares en los Andes. No es lo
mismo encontrarlos en una grande altura, que verlos allí
al nivel del mar, rodeados de vegetación, en medio de
una temperatura agradable, como de un día plácido de
primavera, y donde parecería que la nieve no pudiera con-
servarse sino breves instantes. Sorprende el espectáculo,
cuya visión se conserva en la retina, y ha de conservarse
largos años sin duda.
Según Roberto J. Payró
PARTE CUARTA
CUADROS y FASES de la VIDA ARGENTINA
l30. Nuestra vida.
1. Nuestra vida es un río. Tormentas y pasiones
anegan y derrymban y pulverizan todo;
son los ocultos riscos mentiras y traiciones;
el egoísmo trueca los caudales en lodo.
2. Las fallas del carácter son los bancos de arena,
rencores y desdenes son témpanos de hielo,
las raudas cataratas son las crisis de pena,
y treguas y bonanzas los días de consuelo.
3. Si nuestra vida baja desde la cumbre incierta
al hogar y a la patria y al mundo y al vacío,
que nunca en un torrente ni en lodo se convierta,
j que corra nuestra vida serena como un río!
I. EL HOGAR
l3l. El consejo maternal.
1. «Ven para acá», me dijo dulcemente
mi madre cierto día ;
aun parece que escucho en el ambiente
de su voz la celeste melodía.
FA. HOGAR 333
2. «Ven y dime qué causas tan extrañas
te arrancan esa lágrima, hijo mío,
que cuelga de tus trémulas pestañas
como gota cuajada de rocío.
3. «Tú tienes una pena y me la ocultas:
¿no sabes que la madre más sencilla
sabe leer en el alma de sus hijos
como tú en la cartilla?
4. «¿Quieres que te adivine lo que sientes?
Ven para acá, pilluelo,
que con un par de besos en la frente
disiparé las nubes de tu cielo -
5. Yo prorrumpí a llorar. « Madre, le dije,
la causa de mis lágrimas ignoro;
pero de vez en cuando se me oprime
el corazón, ¡y lloro!... »
6. Ella inclinó su pensativa frente,
se turbó su pupila,
y, enjugando sus ojos y los míos,
me dijo más tranquila:
7. « Llama siempre a tu madre cuando sufras,
que vendrá, muerta o viva;
si está en el mundo a compartir tus penas,
jy si no, a consolarte desde arriba!...»
8. Y lo hago así cuando la suerte ruda
como hoy perturba de mi hogar la calma:
j invoco el nombre de mi madre amada,
y entonces siento que se ensancha el alma!
Olegario Y. Andradb.
33i CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
l32. Amor paterno.
Los niños no comprenden, no pueden comprender
cuánto los aman sus padres. Es preciso ser padre para
comprenderlo. Los padres viven de la vida de los hijos, y
aun, si sufren la inmensa desgracia de perderlos, tiénenlos
presentes siempre, como si vivieran...
¡Pobre hijita mía! La amaba con el sentimiento re-
flexivo de la edad experimentada; la amaba con los idea-
les de la juventud; la amaba con la ingenua ternura del
bebé para con su muñeca. Las risas de otras niñas, los
cantos de los pájaros, y, sobre todo, los pequeños cráneos
que veo en el museo donde estudio, evocan en mi cora-
zón su silueta llena de gracia y de ternura. En las pupilas
de aquella pequeña alma el engaño había puesto todas
las alegrías de la vida, la dulzura de todas las primaveras.
Un amor puro y tranquilo como el agua de las fuentes
unía nuestros corazones y calmaba mi espíritu agitado por
la brega diaria.
Cuando salía a recibirme, sonriente, en alto las mani-
tas, esforzándose por correr sobre el desnivelado piso de la
acera, tendía yo a mi vez las manos, mis brazos se juntaban
a sus brazos, y todo se condensaba en un silencioso, cálido,
largo beso, lleno de ternura, que un ligero transporte del
espíritu consagraba como una felicidad. Todas las preocu-
paciones, rencores, intrigas, odios, que sumados arrojan
el dolor, intenso a veces, a veces disimulado como un
eco, de lo que mina muy hondo, se disipaban en mí má-
gicamente a los balbuceos de la pequeña, que ya quería
penetrar como un sabio los misterios de la Naturaleza, ya
interrogaba como una insana el porqué de lo insignificante.
Había nacido para ser querida. «¡Qué encanto!»,
exclamaba la gente al pasar; y era menuda y frágil,
aunque con la tez coloreada como una cereza. Tenía en
su mirada algo prematuro de noble melancolía, que pren-
daba y decía que aquella criatura sería un consuelo pa-
EL HOGAR 335-
ra los desventurados. No era posible suponer su rostro
profanado por el enojo; no era posible imaginar alterada
aquella cabeza modestamente hermosa. Sentada en mis
rodillas, en las plácidas noches de verano, dirigía ella
sus ojos a la Luna y a las estrellas, y la Luna y las es-
trellas eran sus amigas; las nombraba. Estrechamente
unidos, juntas a ratos las mejillas, mis brazos ceñidos a su
cintura, a sus muslos, a sus inocentes encantos, estimula-
ba ella mi pasión con cualquier actitud simulada de enojo
o de placer, acogiendo con ayes rosados los pellizcos que
de mí recibía. Así, arrullada por mis caricias, cerraba los
ojos y abandonaba su cuerpo sin recelos; yo hundía mi
cara en su cabellera de oro y la llenaba de besos, y de
lágrimas alguna vez, cuando en la meditación cruzaba mi
mente un pensamiento obscuro : cuando pensaba que todo
aquello podía faltarme, arrebatado por un accidente común
cualquiera. Un ser menos, ¿qué importaría en este mun-
do?... ¡Pero no me sería tan trágico ver partida la Tierra!
Una tarde dijo: «Cama, mamá . La madre le tocó
la frente, notó fiebre y el termómetro marcó 40 grados;
la aflicción fué grande. El médico la examinó sin darnos
el diagnóstico; mas sus evasivas dejaron inquietos nuestros
ánimos. La pequeña, después de tomar una bebida, durmió.
Sus ojos entreabiertos, los estremecimientos de sus brazos,
la respiración corta y fatigosa, nos alarmaban. Era ya
avanzada la noche. La madre velaba su sueño ; yo fui al
escritorio, con el inútil propósito de estudiar; mi cabeza
era un volcán de pensamientos lúgubres que el silencio
intensificaba con tenaz empeño. No había vuelto una
página, y, sin embargo, hacía tiempo que leía. Cerré el
libro ; dejé la silla, asomé la cabeza por la puerta entre-
abierta, y vi un pañuelo que enjugaba lágrimas. Un nudo
llenó mi garganta y ahogué los sollozos en un rincón de
la sala. . .
Los doce tañidos del reloj se oyeron distintamente
en la maiestuosa calma de la noche. Una voz débil, an-
336 CUADROS Y FASES DF, LA VIDA ARGENTINA
gustiosa, me llamó, y acudí como un relámpago. La
pequeña no dormía ya ; su vista estaba fija ; sus labios, se-
cos; su respiración era anhelosa; el cuerpo, una brasa. Una
voz suplicante repitió : « ¡Mamá, mamá! ». . , ¡El termómetro
marcaba siempre 40 grados! En un momento preparamos
el baño, y las compresas de agua fría dominaron poco a
poco la fiebre, quitaron el rojo a las mejillas, el calor a
la frente. La pequeña, chapaleando el agua con sus manos,
me miró, bella, candorosamente bella, y sus labios son-
rientes dijeron : « ¡ Papá ! ». . .
Casi tranquila, dormía a intervalos, vigilada por la
madre, mientras yo preparaba con delicia infinita los 150
gramos de leche que la alimentaban cada dos horas. El
día pasó en alternativas. Las relaciones acudían pregun-
tando por la pequeña ; las más ofrecían sus servicios.
Pero, si la amistad es un consuelo en los grandes infor-
tunios, en esta ocasión no alcanzaba a mitigar nuestras
preocupaciones, y se la miraba como a una intrusa que
ahondaba el dolor. La noche vino, tan poética y amorosa
como las que con la muñeca gozábamos mirando la Luna
y las estrellas. Nos quedamos solos, la madre y yo, tur-
nándonos la pequeña en nuestros brazos. Estaba consu-
mida; dos ojeras, brevemente cárdenas, servían de marco
a sus ojos siempre hermosos...
Pasa el día en nuevas y siempre renovadas inquietudes.
Otra vez suena en la noche el doloroso tañido de las
doce campanadas. La pequeña mueve a derecha e iz-
quierda la cabeza de oro; se estremecen de tiempo en
tiempo sus brazos; vuelve el alimento; la fiebre sube; se
enrojecen las mejillas ; abre la boca ; las inspiraciones
aumentan; una voz ansiosa balbucea a intervalos medidos:
«Mamá, mamá». El cuerpo arde. ¡El baño, otra vez el
baño, y las compresas de agua fría y de vinagre aromati-
zado I A través del agua y de la piel distingo la rótula,
las costillas, la clavícula, el ancho desproporcionado de las
articulaciones, y, sobre este cuerpo desleído, un rostro
EL HOGAR 337
de porcelana con la encantadora cabellera por adorno, sos-
tenido por un cuello delgadísimo. El calor baja, pero ya no
chapalea ella el agua con sus manitas, ni alza la cabeza
para sonreirme. ¡Ya no me mira, ya no me mira! «Ma-
má, mamá, mamá», repite siempre, como si fueran el amor
y la queja mezclados para disipar una congoja profunda.
¡Pobrecita! La paseo en mis brazos, y esto parece ali-
viarla; mas sus quejas hieren mi corazón como un adiós
del que parte para no volver.
La madre, rendida por los sobresaltos y fatigas de
cinco días terribles, se ha dormido. Ahora yo solo velo, yo
solo miro sus ojos abiertos, yo solo escucho su débil voz
suplicante. Sintiendo el alma cargada como una nube, doblo
mi cabeza sobre su cabeza, y la hundo, ¡oh!, la hundo con
ansia en sus cabellos. «Pasa la felicidad, ¿qué manos po-
drán detenerla?...», me pregunto súbitamente, en una ciega
agitación de esperanza y de amor. ¿Qué manos podrán
detenerla? El espíritu necesita un templo donde elevarse.
¿Y el cuerpo de esta pequeña no tiene la santidad y mag-
nificencia de un templo? La beso, la beso, la beso muchas
veces, la estrecho contra mi corazón, la quiero, sí, la quiero
más que nunca, ahora, ahora que huye de mí... Ha com-
prendido ; fija sus ojos, hace un esfuerzo para sonreír,
quiere ceñir su braciío a mi cuello. ¡Oh dicha inefable!
Mis ojos se humedecen y confundimos nuestro cariño...
Mas no tardan en volver la fiebre, y la agitación, y la
fatiga, esta vez desesperantes en un cuerpo tan debi!;tado.
A los diez minutos sumergimos a la pequeña en el agua
tibia, y la pequeña lloró. El baño fué tan largo como lo
prescribiera el facultativo ; pero la pobrecita era presa de
una gran molestia; gritaba «no, papá», «no, mamá»; con-
fundía sus ruegos en un solo nombre: pama; acudía a todo
su vocabulario para que la sacáramos del suplicio ; se aga-
rraba a nuestros brazos , erguía el cuerpo ; su voz de terror,
de súplica y de protesta nunca la escuchamos tan violen-
ta. Éramos dos verdugos: empleábamos todas nuestras
338 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
fuerzas para desprender aquel esqueleto de nuestros bra-
zos; le gritábamos para tenerla con el agua al cuello; ella
cedía trémula y sollozante. ¡ Extraño recrudecimiento de la
vida, que nos dejaba sorprendidos! Envuelta en una sábana
y bajo un fino cobertor celeste, se durmió, cerró los ojos..-
Despertó, despertó abatida, pálida, muy pálida, sin
agitaciones, sin movimientos, entreabierta la boca, morados
los labios, frías las manos. Tomé a la pequeña en mis brazos,
tomé sus manitas. No sé qué había en su mirada fija en mis
ojos; no sé qué había en aquella tranquilidad de hielo.
Noté la respiración débil, como si apenas saliera de la
garganta; la aproximé a mi pecho, puse mi rostro sobre
su rostro, y la sentí fría, fría como el mármol...
«¡Hija!», le grité con ansia profunda, y la pequeña dijo:
«Papá», con calma infinita, y expiró... ¡Oh mi cabecita de
cabellos de oro, de ojos celestes, de mejillas de cereza!
¡Oh mis esperanzas, mis ilusiones, mi muñequita!
Según VicTOH Mercante
l33. En el koéar.
f At Iioinej.
1. Bella es la vida que a la sombra pasa
del heredado hogar ; el hombre fuerte
contra el áspero embate de la suerte
puede allí abroquelarse en su virtud.
Si es duro el tiempo y la fortuna escasa,
si el aéreo castillo viene abajo,
queda la noble lucha del trabajo,
la esperanza, el amor, la juventud.
2. Hijos, venid en derredor; acuda
vuestra madre también, ¡fiel compañera!,
y levantad a Dios con fe sincera
vuestra ferviente, candida oración.
Él es quien nos reúne y nos escuda,
quien puso en nuestros labios la sonrisa,
l:l hogar 339
da su aroma a la flor, vuelo a la brisa,
luz a los astros, paz al corazón
3. Después de la fatiga y del naufragio
ansio rodearme de cariños;
la serena inocencia de los niños
de la herida mortal calma el dolor.
Es para el porvenir dulce presagio
que al hombre con el mundo reconcilia,
el ver crecer en torno la familia
bajo las santas leyes del amor.
4. El vano orgullo, la ambición insana,
aspiren a las pompas de la tierra;
su nombre ilustre en la sangrienta guerra,
lleno de encono, el bárbaro adajid.
Nuestra misión es, hijos, más cristiana:
amar la caridad, amar la ciencia;
puras las manos, pura la conciencia,
dar el licor a quien nos dio la vid.
5. El sol de cada día nos alumbre
el sendero del bien ; nada amedrente
al varón justo, ai ánimo valiente
que fecundiza el suelo en que nació;
la libertad amemos por costumbre,
por convicción y por deber; en ella
el despotismo estúpido se estrella:
de la Patria los hierros destrozó.
6. ¡Honra y prez a sus padres denodados!
Entre ellos se encontraba vuestro abuelo;
hoy descansa su espíritu en el cielo,
noble atleta vencido por la edad.
Venid en sus recuerdos impregnados,
y llena el alma de filial ternura,
su venerada, humilde sepultura,
con flores y con lágrimas regad.
340 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
7. Tomad el ejemplo en él; y cuando un día
emprenda yo mi viaje sin retorno,
erigidme una cruz, y de ella en torno,
sin una mancha en la tranquila sien,
llenos de amor, de paz que es la armonía,
podáis decir de vuestro padre amado:
«Latió en su pecho un corazón honrado;
no fué un procer, fué más, hombre de bien ».
Garlos Guido y Spamo.
l34. La obediencia de los Kijos.
Un padre tenía tres hijos: el mayor era por tempe-
ramento un indolente; el segundo, un vago, y el tercero,
un goloso. Para corregir sus defectos, el padre enviaba al
mayor todos los días a la escuela, prohibía al segundo
sus escapadas por la ciudad, y mandaba al tercero que
sólo comiera a sus horas y moderadamente. Los tres le
obedecían de mala gana.
Llamólos un día, y dijo al mayor: «Tú deseas des-
obedecerme y dejar de ir a la escuela. — Es cierto, padre,
repuso el muchacho. — Si dejas de ir a la escuela, ¿serás
más adelante un hombre instruido? — No. —Sin serlo, ¿po-
drás ganarte la vida y hacerte un sitio en el mundo? —
Probablemente no... — Por lo tanto, ¿ no te hago un beneficio
al corregirte de tu indolencia y mandarte a la escuela?...»
Dijo luego el padre al segundo: «Tú deseas desobede-
cerme e irte a vagar por los campos y montañas. — Es
cierto, padre, repuso el muchacho. — Siendo tan pequeño
que no tienes aún edad ni para ir a la escuela, ¿no correría
tu vida mil peligros si vagaras sólito lejos de tu casa? — Así
creo... — Pues bien, ¿no te convendría más crecer por ahora
e instruirte, para que, conservando la vida y la salud,
puedas más adelante recorrer a tu gusto el mundo?...»
Dijo luego el padre al tercero: «Tú deseas desobe-
decerme y atracarte de dulces. - ¡ Ojalá pudiera !, repuso
EL HOGAR 341
el muchacho. — ¿No te enfermarías si comieses demasiado?
— Me ha sucedido ya eso. — ¿No sabes, por habértelo di-
cho el médico, que abusando ahora en tus comidas te
echas a perder el estómago para siempre ? — Sí. . . — En
suma, ya que tanto te gusta la buena mesa, ¿ no te parece
que debes ante todo cuidar de niño tu estómago, para no
ser de grande un desgraciado enfermo ? . . . »
Y el padre terminó diciendo a sus tres hijos : « Los
niños, por falta de experiencia, no saben lo que les conviene.
Sábenlo en cambio sus padres, porque tienen esa expe-
riencia. De ahí que esté en el interés de los niños obe-
decer a sus padres. Los niños que los desobedecen, labran,
para cuando sean mayores, su propia desdicha. Los niños
que los obedecen de mala gana revelan, además de torpes
sentimientos, escasa inteligencia. ¡Sed niños obediente^ si
queréis llegar a ser hombres de provecho ! ».
l35. La asistencia de los kijos.
Al salir de mi casa veía yo todas las mañanas, en
la calle, un grupo de cinco niños, pobremente vestidos.
Eran dos chicas y tres varones, sin duda hermanos. El
mayor, una mujercita, contaría apenas unos catorce o quince
años de edad, y el menor era un chicuelo que no pasaba
de los siete. Llegaban a una esquina, se detenían un mo-
mento, daba allí sus instrucciones la hermanita mayor,
y cada uno seguía después soló su rumbo con una ca-
nasta o bulto. Moyido por la curiosidad, detúveme una
vez ante ellos y les pregunté: «¿Van ustedes a la escue-
la?». La niña mayor, que parecía el jefe del pequeño gru-
po, me contestó: «No, señor, vamos al trabajo. — ¡Cómo!
¿Tan jóvenes y trabajan ustedes ya?- Se hace lo que
se puede, señor. — ¿Saben siquiera leer y escribir? —
Sabemos leer y escribir todos menos el menor de nos-
otros, a quien yo se lo enseño los domingos y días de
fiesta... — ¿Y en qué trabajan ustedes? — Mi hermanita
342 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
y yo somos aprendizas de costura y bordado ; uno de mis
hermanos trabaja con un carpintero; otro, con un herrero, y
el menor hace mandados en una imprenta y será tipógrafo...
— ¡Pero, a su edad, no han de ganar ustedes mucho! —
Algo, algo... No tenemos madre, y nuestro padre no puede
trabajar porque está enfermo de reumatismo ». Iban a re-
tirarse los niños, cuando no pude menos de precisar mi
pregunta: «¿Ganan ustedes lo suficiente para mantener a
su padre?». La niña me miró como sorprendida, y repuso:
« Si el padre mantenía antes a cinco hijos, muy bien pue-
den ahora cinco hijos mantener al padre ».
l36. Los kertnanos malos y el buen kermano.
Érase una familia de varios hermanos. Considerándole
el más apto de sus hijos, el padre llamó en la hora de la
muerte al primogénito, y le encomendó la administración
de la hacienda común. Bajo su dirección, las cosechas
fueron abundantes y la familia vivió en la prosperidad,
Pero en el pecho de los hermanos menores anidaba la
serpiente de la Envidia. Sentíanse desgraciados de vivir
bajo la férula del hermano mayor y sufrían porque se le
tributaba público aprecio.
No pudiendo refrenar sus bajos sentimientos, reunié-
ronse un día y le dijeron : « Hermano, administras nuestro
patrimonio como si te perteneciera y nos mandas como
si fuéramos tus hijos. Somos ya capaces de manejarnos
solos y no estamos dispuestos a obedecer más tus órde-
nes. Si quieres mandar, cásate y manda a tus hijos en tu
casa, y no a nosotros en la nuestra».
Con la muerte en el alma, el hermano mayor com-
prendió que los suyos le habían perdido el cariño. Como
eran huérfanos de padre y madre, no había autoridad a
que pudiera recurrir para hacerlos entrar en razón. Limi-
tóse, pues, a responderles : « Hermanos míos, os juro por
las cenizas de nuestros padres que sólo quiero vuestro
EL HOGAR
343
bien. — Si quieres nuestro bien, le replicaron, debes demos-
trarlo repartiendo el patrimonio en partes iguales y deján-
donos en posesión de nuestra casa». Y el hermano mayor
hizo como le dijeron; repartió el patrimonio entre sus
hermanos menores, tomó sólo una pequeña parte, y se
marchó, con los ojos arrasados de lágrimas.
En vez de ayudarse luego los hermanos menores unos
a otros, no reconocían entre ellos autoridad alguna, y mu-
tuamente se envidiaban. La serpiente de la Envidia al
primogénito y jefe de la familia, que antes anidaba soli-
taria en sus corazones, habíase multiplicado. Cada uno
llevaba en el pecho un nido de serpientes.
En el desamor y el desorden, la hacienda se disipó
y los jóvenes quedaron en la miseria. Entonces, acosados
por la necesidad, fueron a llamar a la puerta del hermano
mayor. Recibiólos él con los brazos abiertos; pero, a pesar
de que en su casa reinaba la abundancia, sólo pudo ofre-
cerles una pequeña ayuda.
<- Disculpadme, hermanos míos, les dijo, que no me
sea dado ayudaros como en otro tiempo. Seguí vuestro
consejo; edifiqué mi casa y tengo hijos. Ahora me cum-
ple alimentarlos y educarlos. ¿Y sabéis lo que les enseño
para que sean felices? ¡A alegrarse todos con el éxito
de cada uno, de modo que el éxito de cada uno haga la
felicidad de todos ! »
l37. La mujer.
1. Luchamos en la vida
eon la fortuna ciega,
con ambiciones locas,
eon vicios y flaquezas ;
pero entre los conflictos
de tan terrible guerra,
la mujer es el ángel
qüQ. junto al hombre vela.
2. En la inocente cuna
al dolor ya condena
Naturaleza al hombre
que a la existencia llega.
¿ Quién secará su llanto
con sin igual ternura?
La madre, que es el ángel,
que junto al hijo vela.
344
CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
3- Cuando brota en el alma
un fuego que la quema
y el corazón suspira
por otro que le entienda^
entonces de mil flores
dispone su cadena,
la mujer, que es e. ángel
que para amarnos vela.
4. ¡ Feliz el que en su infancia
tuvo una madre tierna!
¡Más feliz el que halla,
andando su carrera,
la esposa que en sus sueños
buscó dulce y perfecta,
porque ése encontró un ángel
que en torno suyo vela!
Juan Mahía Gutiérrez.
l38. La familia.
I. LA CONSTITUCIÓN DE LA FAMILIA
La base fundamental de la sociedad es la buena cons-
titución de la familia. En esta unión primaria de indivi-
duos tan diferentes por sus edades, temperamentos, carac-
teres, gustos, deseos y tipos, obligados por lo mismo a
someterse a leyes para vivir en comunidad y sin anarquía,
se encuentran los primeros elementos del cuerpo social.
Las personas que componen la familia se manifiestan con
sus hábitos, sus costumbres, su probidad ingénita o sus
inmoralidades hereditarias; pero las buenas instituciones
tienen poder bastante para efectuar en la familia una salu-
dable fusión, aminorando los defectos y vicios por el con-
tacto y con el ejemplo de los méritos y virtudes.
II. EL MATRIMONIO
La base principal de la constitución de la familia es
el matrimonio. Solamente la legítima unión de un hombre
y una mujer libres, atraídos recíprocamente por la simpa-
tía, puede asegurar la pureza y estabilidad de la familia.
El matrimonio enlaza dos seres racionales y sensibles,
a fin de que el uno encuentre en el otro un auxiliar
seguro, y de que, tanto en el buen estado de salud
como en las enfermedades, tanto en la ventura como en
EL HOGAR 345
la adversidad, se alivien el peso del destino, compartién-
dolo.
III. EL GOBIERNO DE LA FAMILIA
Fácil es comprender que, en la familia, el padre y la
madre deben tener atribuciones especiales. El marido ha
de proteger a la mujer, y la mujer ha de obedecer al ma-
rido. Pero, naturalmente, no se trata de una autoridad
despótica ni de una condescendencia servil, sino de una
superioridad deferente y cariñosa y de una obediencia
amable y razonada.
Para que la sociedad conyugal subsista es preciso que
uno de los esposos tenga cierta preeminencia sobre el
otro. La Naturaleza y la ley civil han dado esta preemi-
nencia al marido, y en ella se origina su deber de prote-
ger a la esposa. La obediencia de la esposa es un home-
naje al poder que la protege y una consecuencia necesaria
para la unión conyugal.
El gobierno de la familia debe semejarse al monár-
quico, y no ser absoluto. El esposo será el soberano; y
la esposa, su ministro y alter ego, el «otro yo», responsable
y con atribuciones propias ; subordinado, mas con voz de-
liberativa ; debe consultársele en todo asunto importante
y de interés común. La opinión del soberano sólo llegará
a preponderar, en caso de disentimiento, cuando sea por
todo extremo indispensable tomar una decisión. Los hijos
representarán a los subditos, guiados por esa benévola y
compleja autoridad, que será tanto mejor para el bien-
estar de todos cuanto más armonía y unidad haya en su
acción. Si este gobierno está bien entendido, y en él son
sabiamente respetados los derechos y deberes de cada
miembro de la familia, hállase asegurada la realización de
su gran fin social y su felicidad.
Según José M. Torrbs.
346 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
11. LA CASA Y LA HUERTA
l39. La casa paterna.
(ün hogar de provincias, en San Juan, en el siulo xix).
La casa de mi madre, la obra de su industria, cuyos
adobes y tapias pudieran computarse en varas de lienzo
tejidas por sus manos para pagar su construcción, ha re-
cibido en el transcurso de estos últimos años algunas adi-
ciones, que la confunden hoy con las demás casas de
cierta medianía. Su forma original, empero, es aquella a
que se apega la poesía del corazón, la imagen indeleble
que se presenta porfiadamente a mi espíritu, cuando re-
cuerdo los placeres y pasatiempos infantiles, ias horas de
recreo, después de vuelto de la escuela, los lugares apar-,
tados donde he pasado horas enteras y semanas sucesi-
vas en inefable beatitud, haciendo santos de barro para
rendirles culto en seguida, o ejércitos de soldados de la
misma pasta, para engreírme de ejercer tanto poder.
Hacia la parte del Sur del sitio de treinta varas de
frente por cuarenta de fondo, estaba la habitación única
de la casa, dividida en dos departamentos : uno, sirviendo
de dormitorio a nuestros padres, y el mayor, de sala de
recibo, con su estrado alto y cojines, resto de las tradi-
ciones del diván árabe que han conservado los pueblos
españoles. Dos mesas de algarrobo indestructibles, que
vienen pasando de mano en mano desde los tiempos en
que no había otra madera en San Juan que los algarro-
bos de los campos, y algunas sillas de estructura des-
igual, flanqueaban la sala, adornando las lisas murallas
dos grandes cuadros al óleo de Santo Domingo y San
Vicente Ferrer, de malísimo pincel, pero devotísimos y
heredados a causa del hábito dominico. A poca distancia
de la puerta de entrada elevaba su copa verdinegra la
patriarcal higuera que sombreaba aún en mi infancia aquel
telar de mi madre, cuyos golpes y traqueteo de husos,
LA CASA Y LA HUERTA 347
pedales y lanzadera nos despertaba antes de salir el sol,
para anunciarnos que un nuevo día llegaba, y con él la
necesidad de hacer por el trabajo frente a sus necesidades.
Algunas ramas de la higuera iban a frotarse contra las
murallas de la casa, y calentadas allí por reverberación
del sol, sus frutos se anticipaban a la estación, ofreciendo
para el 23 de noviembre, cumpleaños de mi padre, su
contribución de sazonadas brevas para aumentar el rego-
cijo de la familia. Deténgome con placer en estos detalles,
porque santos e higuera fueron personajes más tarde de
un drama de familia en que lucharon porfiadamente las
ideas coloniales con las nuevas.
En el resto de sitio que quedaba, de veinte varas es-
casas de fondo, tenían lugar otros recursos industriales.
Tres naranjos daban fruto en el otoño, sombra en todos
tiempos. Bajo un durazno corpulento había un pequeño
pozo de agua, para el solaz de tres o cuatro patos, que,
multiplicándose, daban su contribución al complicado y
diminuto sistema de rentas sobre que reposaba la existen-
cia de la familia; y como todos estos medios eran aún
insuficientes, rodeado de cerco, para ponerlo a cubierto de
la voracidad de los pollos, había un jardín de hortalizas
del tamaño de un escapulario, y que producía cuantas
legumbres entran en la cocina americana, el todo abrillan-
tado e iluminado con grupos de flores comunes, un rosal
morado y varios otros arbustillos florescentes. Así se reali-
zaba en una casa de las colonias españolas la exquisita
economía de terreno y el inagotable producto que de él
sacan las gentes de campaña en Europa. El estiércol de
las gallinas y la bosta del caballo en que montaba mi
padre, pasaban diariamente a dar nueva animación a aquel
pedazo de tierra que no se cansó nunca de dar variadas
y lozanas plantas; y cuando he querido sugerir a mi ma-
dre algunas ideas de economía rural, cogidas al vuelo en
los libros, he pasado merecida plaza de pedante, en pre-
sencia de aquella ciencia de la cultura que fué el placer y
348 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
la ocupación favorita de su larga vida. Hoy, a los setenta
y seis años de edad, todavía se nos escapa de adentro de
las habitaciones, y es seguro que hemos de encontrarla
aporcando algunas lechugas, y respondiendo en seguida a
nuestras objeciones, con la violencia que se le haría, de
dejarlas, al verlas tan maltratadas.
Todavía había en aquella arca de Noé algún rincon-
cillo en que se enjebaban o preparaban los colores para
teñir las telas, y un pudridor de afrecho de donde salía
todas las semanas una buena porción de exquisito y
blanco almidón. En los tiempos prósperos se añadía una
fábrica de velas hechas a mano, alguna tentativa de ama-
sijo, que siempre terminaba mal, y otras mil granjerias
que sería superfluo enumerar. Ocupaciones tan variadas
no estorbaban que hubiese orden en las diversas tareas,
principiando la mañana con dar de comer a los pollos,
desherbar, antes que el sol calentase, las eras de legum-
bres, y establecerse en seguida en su telar, que por largos
años hizo la ocupación fundamental. Está en mi poder la
lanzadera de algarrobo lustroso y renegrido por los años,
que había heredado de su madre, quien la tenía de su
abuela, abrazando esta humilde reliquia de la vida colonial
un período de cerca de dos siglos, en que nobles manos
la han agitado casi sin descanso ; y, aunque una de mis
hermanas haya heredado el hábito y la necesidad de tejer
de mi madre, mi codicia ha prevalecido, y soy yo el de-
positario de esa joya de familia. Es lástima qne no haya
de ser jamás suficientemente rico o poderoso para imitar
a aquel rey persa que se servía en su palacio de los ties-
tos de barro que le habían servido en su infancia, a fin
de no ensoberbecerse y despreciar la pobreza.
La lucha se trabó, pues, en casa, entre mi pobre ma-
dre, que amaba a sus dos santos dominicos como a miem-
bros de la familia, y mis hermanas jóvenes, que no com-
prendían el santo origen de estas afecciones, y querían
sacrificar los lares de la casa al bien parecer y a las preocu-
LA CASA Y LA HUERTA 349
paciones de la época. Todos los días, a cada hora, con
todo pretexto, el debate se renovaba; alguna mirada de
amenaza iba a los santos, como si quisieran decirles:
« Han de salir para afuera » ; mientras que mi madre, con-
templándolos con ternura exclamaba: «¡Pobres santos! ¿Qué
mal les hacen, donde a nadie estorban?» Pero en este con-
tinuo embate, los oídos se habituaban al reproche, la re-
sistencia era más débil cada día; porque, vista bien la
cosa, como objetos de religión, no era indispensable que
estuviesen en la sala, siendo mucho más adecuado lugar
de veneración el dormitorio, cerca de la cama, para en-
comendarse a ellos ; como legado de familia, militaban las
mismas razones; como adorno, eran de pésimo gusto; y
de una concesión en otra, el espíritu de mi madre se fué
ablandando poco a poco, y, cuando creyeron mis herma-
nas que la resistencia se prolongaba no más que por no
dar su brazo a torcer, una mañana que el guardián de
aquella fortaleza salió a misa, o a una diligencia, cuando
volvió, sus ojos quedaron espantados al ver las murallas
lisas donde había dejado poco antes dos grandes parches
negros. Mis santos estaban ya alojados en el dormitorio,
y, a juzgar por sus caras, no les había hecho impresión
ninguna el desaire. Mi madre se hincó llorando en pre-
sencia de ellos, para pedirles perdón con sus oraciones;
permaneció de mal humor y quejumbrosa todo el día,
triste el subsiguiente, más resignada al otro día, hasta que,
al fin, el tiempo y el hábito trajeron el bálsamo que nos
hace tolerables las más grandes desgracias.
Esta singular victoria dio nuevos bríos al espíritu de
reforma; y, después del estrado y los santos, las miradas
cayeron, en mala hora, sobre aquella higuera que vivía en
medio del patio, descolorida y nudosa en fuerza de la se-
quedad y los años. Mirada por este lado la cuestión, la
higuera estaba perdida en el concepto público ; pecaba
contra todas las reglas del decoro y de la decencia; pero
para mi madre era una cuestión económica, a la par que
350 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
afectaba su corazón profundamente. jAh! ¡si la madurez de
mi corazón hubiera podido anticiparse en su ayuda, como
el egoísmo me hacía, o neutral, o inclinarme débilmente
en su favor, a causa de las tempranas brevas ! Querían
separarla de aquella su compañera, en el albor de la vida
y el ensayo primero de sus fuerzas. La edad madura nos
asocia a todos los objetos que nos rodean ; el hogar do-
méstico se anima y vivifica; un árbol que hem.os visto
nacer, crecer y llegar a la edad provecta, es un ser do-
tado de vida, que ha adquirido derechos a la existencia,
que lee en nuestro corazón, que nos acusa de ingratos, y
dejaría un remordimiento en la conciencia si lo hubiése-
mos sacrificado sin motivo legítimo. La sentencia de la
vieja higuera fué discutida dos años, y, cuando su defen-
sor, cansado de la eterna lucha, la abandonaba a su suerte,
al aprestarse los preparativos para la "ejecución, los senti-
mientos comprimidos en el corazón de mi madre estalla-
ban con nueva fuerza, y se negaban obstinadamente a
permitir la desaparición de aquel testigo y de aquella com-
pañera de sus trabajos. Un día, empero, cuando las revo-
caciones del permiso dado habían perdido todo prestigio,
oyóse el golpe mate del hacha en el tronco añoso del
árbol, y el temblor de las hojas, sacudidas por el choque,
como los gemidos lastimeros de la víctima. Fué éste un
momento tristísimo, una escena de duelo y de arrepenti-
miento. Los golpes del hacha higuericida sacudieron tam-
bién el corazón de mi madre; las lágrimas asomaron a
sus ojos como la savia del árbol que se derramaba por
la herida, y sus llantos respondieron al estremecimiento
de las hojas; cada nuevo golpe traía nuevo estallido de
dolor, y mis hermanas y yo, arrepentidos de haber cau-
sado pena tan sentida, nos deshicimos en llanto, única re-
paración posible del daño comenzado. Ordenóse la suspen-
sión de la obra de destrucción, mientras se preparaba la
familia para salir a la calle y hacer cesar aquellas dolorosas
repercusiones del golpe del hacha en el corazón de mi
LA CASA Y LA HUERTA
351
madre. Dos horas después la higuera yacía por tierra, en-
señando su copa blanquecina, a medida que las hojas,
marchitándose, dejaban ver la armazón nudosa de aquella
estructura que por tantos años había prestado su parte de
protección a la familia.
Domingo F. Sarmiento.
l40. El ratoncillo.
(Fábula)
1. Dos ratones viejos
dan sabios consejos
a su ratoncillo :
— Sé diablo, ^é pillo,
corre por doquiera;
pero huye al momento,
huye como el viento,
de t'ída trampera.
¡Tiene este aparato
un alma de gato ! —
2. Corre el ratoncillo,
y un dulce olorcillo
guía su carrera
hasta la trampera.
— ¡Pues ya es disparate
clama el botarate — ,
llamar a esto un gato !.
i Yo no tengo miedo !...
i Bien mirarla puedo
de ejos un rato ! —
3. Se para, la mira,
su períume aspira;
con audacia loca
se acerca, la toca ;
junto a ella se sienta;
d scubre allí preso
un tiozo de queso;
lo huele, se tienta,
el queso se zampa...
i Y cae en la trampa!
l4l. E,l naranjo.'
Transplantado de España, creció bajo el cielo de Bue-
nos Aires, en un patio de la casa de mis abuelos. Quizás
porque extrañaba la tierra, desenvolvióse miserable, casi
atacado de raquitismo, así como esos niños que, concen-
trando en los ojos una belleza impropia de la edad, tienen
una infancia triste. En el naranjo, los ojos fueron tempra-
nas flores; tan tempranas, que parecía darlas aprisa, y
fundir en ellas toda su enfermiza savia, presintiendo que
la muerte le esperaba en la próxima estación. Pero, poco
a poco, los cuidados le hicieron olvidar el aire primero
que respirara y hasta la vieja fuente árabe que mezcló su
352 CUADROS V FASES DE LA VIDA ARGENTINA
murmurio al de sus hojas recién nacidas. El agua que le
echaban religiosamente, con cariños de manos de enfer-
mero; la poda, que ponía en la tijera la solicitud de un
médico amigo, convirtieron al débil en un fuerte arbusto,
y, por último, un invierno benigno y una primavera extra-
ordinaria lo transformaron en un árbol magnífico.
Desde entonces^ con avidez, esperaba los nuevos sep-
tiembres que le traían las golondrinas de Europa. Toda la
belleza del cielo, toda la transparencia del aire, tenían
por objeto engendrar el traje nupcial del árbol, sonrisa de
gloria entre los muros amarillentos del patio. Los niños
habían crecido con él ; y para sus novias encontraron
azahares en sus ramas. Ya hombres, entregaron a sus hijos
las cuatro o cinco naranjas que producía y de que ello§,
con el mismo placer y a la misma edad, lo despojaron.
Varios ataúdes desfilaron después al pie de su tronco.
Su sombra cayó rápida sobre el ébano, queriendo dibu-
jarse en el brillo de esa negrura. Él también se despedía,
armonizando con los viejos retratos que, presidiendo la
vida luctuosa o alegre, impregnábanse de las emociones
del hogar, melancólicamente pensativos.
De tres generaciones había sido ya camarada, cuando
empezó a reconquistar sólo la mitad de sus hojas en las
nuevas primaveras. Su sombra fué más leve en las baldo-
sas desgastadas por los juegos de otro tiempo. Parecía
más triste ante el rastro de los pies que ya no corren.
Sus pocas hojas mostraban un verdor más intenso, más
obscuro, y sentían en la luz misma el germen de la muerte.
Al marchitarse, su amarillo no llegaba a convertirse en
oro, pues, con un dejo del verde anterior, diríase entre-
cano, y se dejaba arrebatar sin fuerza al prirrrer soplo vivo
del Plata. El tronco se hendió, para mayor miseria, ahora,
cuando no tenía casi copa que soportar; quizás el re-
cuerdo de la frondosidad de otro tiempo le hizo romper
su entraña, imitando a los profetas bíblicos, que en los
días de duelo desgarraban sus vestiduras.
LA CASA Y LA HUERTA 353
Hubo que sostenerlo con iin barrote, y se apoyó en
el báculo, suavizando la dureza del hierro con la gracia
melancólica de sus últimas floraciones. Un niño tuvo en-
tonces la ocurrencia de quererlo mandar al Paraguay, para
que reviviera en un hospitalario clima, y la gente rió por
cierto de aquella forma ingenua del cariño. Su sombra, en
tanto, daba pena; era un alma buscando su viejo cuerpo
desvanecido. Alguien plantó una glicina al pie del tronco.
La muleta de hierro fué envuelta. El árbol enfermo sufrió
un asalto, y las flores azules, recuerdo del cielo, cubriendo
el tronco y las ramas, lo embalsamaron piadosamente.
Cuando cayeron, al fin de la estación, el naranjo no podía
tenerse en pie, y la raíz sola, arrancando aún jugos a la
tierra, con un último esfuerzo, ayudaba al sol, en cuyos
rayos, para el árbol de la casa, había, con el amor de los
vivos, algo del espíritu de los muertos. Todo fué inútil, y,
para evitar su completa degradación, el hacha de un joven
jardinero, descendiente de quien lo cuidó en su infancia,
lo abatió de un solo golpe.
El patio, desde entonces, fué el sepulcro de algo que
había desaparecido llevándose muchas cosas. Un farol que
brillaba en invierno al lado del centinela rígido y negro,
y en estío a través de las hojas, adquirió, al fulgurar libre
en las noches, un inusitado brillo, lleno de fuerza para
velar un cadáver invisible.
En el invierno que sucedió a ese otoño, el árbol reapa-
reció, ¡pobre viejo amigo!, convertido en leña. Se le vio
inflamarse en la chimenea, como metido en el corazón de
la casa, para transformarse en viva llama. La muerte del
patriarca era digna y gloriosa. Una ráfaga vibrante se alzó,
consumiendo los trozos en un relámpago; fué menester
ethar más para animar su transporte. Júbilos de niños,
alegrías o tristezas de hombres y mujeres se mezclaron,
y palabras incomprensibles de antiguas voces, murmuraba
el canto del fuego, que era el alma de una elegía. Evo-
caciones distintas, claras, acudían de rincones de los cere-
35i CUADROS Y FASES DZ LA VIDA ARGENTINA
bros, confundiéndose en un sentimiento, en una común
hoguera, cual los despojos. A veces se animaban los re-
tratos. Veíase a los gentileshombres españoles y franceses,
desconocidos de sus nietos, y a as damas con trajes
hechos exóticos por el tiempo, al resplandor del madero,
transplantado, como sus sangres, de Europa a América.
Creíase que iban a desprenderse de los muros para asistir
al sacrificio y mirarle con el pensamiento. Con ellos se
movían los de los muertos queridos, sin tener aún la pá-
tina del tiempo, con los colores que les prestaba también
el recuerdo. En una virazón de la llama salieron del fondo
de un alto espejo semblantes familiares sólo por las imá-
genes pintadas, con los ya efímeros y fantásticos, ayer en
la luna reales y vivientes.
El último chisporroteo devoró el último leño. Una tris-
teza, hecha de un moribundo fulgor, se tendió sobre un
reguero de rescoldo; y la sombra intensa de la muerte
del fuego fué el sudario de un montón de cenizas. Los
niños, entonces, tomaron puñados de ellas, cual si fuesen
las de un muerto sacrosanto... El destino errabundo dis-
persa a veces a los hombres, de modo que sus ataúdes
no se construyen con los árboles que dan sombra a las
casas paternas. ¡Qué importa! No todos pueden peregri-
nar, a semejanza de los Natches, con los huesos de sus
padres: vosotros peregrináis con esas cenizas. ¡Ellas fecun-
darán en cualquier parte el germen de nuevos árboles, en
cuyas copas habrá frutos y flores, murmurantes con la
armonía de las viejas y santas tradiciones!
Angul de Estrada (hijo i
l42. Las aves de corraL
Todas las noches desaparecía algún pollo del corral.
Justamente alarmadas, las aves domésticas se reunieron en
conciliábulo. De acuerdo por vez primera en su vida, re
solvieron defender la pequeña ciudad contra las asechanzas
LA CASA Y LA HUERTA 355
del ladrón nocturno. Por ser los más fuertes, encomen-
dóse la defensa al gallo de agudos espolones, al ganso
de los picotazos a diestro y siniestro y al pavo de los
formidables glu, glu.
Alarmado también el jardinero, soltó el perro para
que rondara el corral. Pero tanto la vigilancia exterior del
perro como la defensa interior de las propias aves resul-
taban inútiles... Los pollos seguían desapareciendo, noche
tras noche, uno por uno.
Comprendiendo que el misterioso ladrón había de ser
alguna comadreja que se colaba por arriba en el corral,
el jardinero lo hizo techar sólidamente, con un tejido de
alambre. En efecto, desde entonces no volvió a desapa-
recer pollo alguno.
Felicitáronse las aves domésticas, y, como no se ha-
bían dado cuenta de la innovación del jardinero, atribuía
cada una a su heroísmo la huida del ladrón nocturno.
«¡Yo le vencí con mis espolonazos! cacareaba el gallo.—
¡Yo fui quien le asustó con mis picotones!, rectificaba el
ganso.— ¡Nada de eso!, soplaba el pavo. ¡Fui yo quien le
espantó con mis glu, glu!».
Desde afuera, el perro afirmaba a su vez: «¡Vaya con
los valientes! ¿Cómo podrían ustedes, desgraciados volá-
tiles, poner en fuga a un ladrón? ¡Felizmente estaba yo
aquí para defenderlos y ahuyentarle ! ».
Llegó en esto el jardinero, acompañado por las criadas.
Contáronse las aves, y, como ellas mismas lo habían no-
tado, vióse que ninguna faltaba. Sempiternas charlatanas,
las criadas no pudieron menos de trenzarse en una ani-
mada disputa sobre quién habría sido el ladrón. Impa-
ciente con su chachara, el jardinero exclamó : « ¡ Cállense,
cotorras ! El ladrón era una comadreja, y yo hice techar el
corral para que no volviese a entrar... ¡ No hablen ustedes
de lo que no entienden!».
Y un loro astuto, que traía una criada posado en el
hombro, repitió a su modo, apostrofando directamente a
356 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
las aves y al perro : « ¡ Cállense, cotorras ! El ladrón era
una comadreja, y el jardinero hizo techar el corral para
que no volviese a entrar... ¡ No hablen ustedes de lo que
no entienden, ni se jacten de lo que no pueden 1 ».
III. EL NIÑO
l43. Recuerdos de la infancia.
I. LOS PRIMEROS RECUERDOS
Como los demás hombres, he olvidado los meses que
pasé en la cuna y en el regazo de mi madre. Mis más
antiguas añoranzas se remontan a un viaje por agua, que
debí realizar con los míos, de Buenos Aires a Rosario,
cuando tenía cuatro o cinco años de edad. Recuerdo, en
efecto, que me caí de un vapor enorme, cuyo casco estaba
pintado de negro, a las ondas del río. Una ballena avan-
zó hacia mí con las fauces abiertas, e iba a tragarme ya,
cuando me izaron desde el vapor, pescándome con una red.
Con tales detalles tengo grabada en la memoria esta
singular peripecia — el frío del agua, mi terror, las mar-
cas de la malla en la carne — , que de niño hubiera ju-
rado su verdad sobre los Santos Evangelios. Hoy mismo
me cuesta convencerme de su inexactitud. Debo, sin em-
bargo, convenir en que sería un tanto atrevido suponerla
indiscutiblemente cierta: en el río Paraná no hay ballenas;
las ballenas no se tragan a los niños; mis padres me
aseguran que nunca me he caído de un buque al agua;
además, si esta desgracia me hubiera ocurrido, tal vez no
se me hubiera pescado como un pejerrey...
¿Soñé la aventura? No podría decirlo. Probablemente,
en aquel viaje, estando yo asomado a la borda del buque,
alguien me dijo, para que me estuviera quieto, que me
iba a caer al río y me comerían los peces... Tanto rne
impresionó la amenaza, que aun la tengo presente, como
si se hubiera cumplido.
EL NIÑO 357
Háceme esto pensar que nuestras reminiscencias di-
manan, en puridad, de otras anteriores. Más que de las
sensaciones iniciales, nos acordamos de habernos acordado
otras veces, de modo que un recuerdo no es más que el
último de una larga serie de recuerdos repetidos y enca-
denados. Cuando se rompe un eslabón de la cadena, bó-
rrase la idea y la memoria se extravía en la noche de la
inconsciencia.
Como la peripecia del viaje, todas mis primeras año-
ranzas son fantásticas. No se distingue en ellas la línea
que separa la imaginación de la realidad. Lo ficticio y lo
histórico constituyen un mundo pintoresco y trágico.
A pesar de ser yo de complexión fuerte y sana, el clima
demasiado cálido en verano y un exceso de alimentación
prescripto por el médico, me produjeron penosas'digestio-
nes. Asediábanme entonces, durante la noche, hórridas pe-
sadillas, que aun recuerdo como verídicos sucesos. Arañas
gigantescas, velludas, de ojos múltiples y magnéticos, se
ocultaban en los rincones de mi dormitorio para asaltarme
y chuparme la sangre en cuanto se apagara la luz...
Una luna roja, que se veía como una gota de sangre,
lejos, muy lejos, comenzaba a acercarse, agrandándose.
Mi cama huía girando vertiginosamente alrededor del apo-
sento, por el suelo, el techo y las paredes; pero no podía
escapar porque las puertas estaban cerradas, y, en tanto, ¡la
luna roja se me venía encima!.. Al fin estallaba, lanzando
de su seno una lluvia de coludos diablillos con pupilas de
fuego y armados de tridentes, tenazas, limas, garfios...
¡Para atormentarme, el infierno se constituía en mi apo-
sento! Otras veces sólo veía a un diablo gigante, con alas
de murciélago, en un páramo, adonde le iba a buscar mi
ángel de la guarda para desafiarle con su lanza de oro...
Llegué a creer que era ley indefectible el soñar du-
rante la noche con cuanto pensaba durante el día. Por esto
me esforzaba en tener, despierto, ideas agradables. ¡Vano
empeño ! No faltaba nunca un criado que, para repren-
358 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
derme por mis travesuras, me amenazaba con cosas tan
horripilantes como el Cuco y Mandinga.
Cuando incomodaba, chillando o revolviéndolo todo,
anunciábaseme su presencia: « Mira que te vienen a bus-
car... > Y yo callaba repentinamente, pues temía que se
aparecieran y me llevasen a alguna cueva tan negra como
el depósito doméstico del carbón. Dábame también a ve-
ces por echármelas de valiente y proseguir mi ocupación
favorita, la de molestar al prójimo. Pero lo hacía con
más prudencia ya, y no sin atisbar de reojo a cada
instante.
El Cuco era para mí un Proteo omnipresente, de va-
riadísimas metamorfosis. Araña, pulpo, sapo, dragón, ser-
piente o tigre, su alma era siempre la misma, ¡ un alma
implacable! Mandinga y sus diablillos me eran menos an-
tipáticos; encontrábalos más humanos. Por otra parte,
cuando se desmandaban, presentábase mi vigilante ángel
de la guarda para llamarlos al orden...
Sintiendo yo alto respeto por el ángel y hondo miedo
a los espíritus maléficos, trataba de propiciarme la buena
voluntad del uno y de aplacar la ira de los otros. Antes
de recogerme solía dejarles sobre la chimenea, como so-
bre un altar bárbaro, lo que más apreciaba y lo único
que en realidad poseía: golosinas y juguetes. Muchas ve-
ces desaparecían durante la noche; dioses y demonios
debían haberlos recogido... Pero yo abrigaba mis dudas.
Para salir de ellas rocié una vez el cuarto con harina,
después de acostarme. A la mañana siguiente descubrí, en
efecto, estampadas en la harina, huellas que coincidían con
los gruesos zapatos de la criada... Más tarde comprobé
que era ella quien tomaba, para llevárselos a sus chicos,
mis ofrendas y holocaustos. Desde entonces renuncié a
sacrificarlos a mis dioses y demonios.
Mi travesura de enharinar el piso mereció severa re-
primenda. Alguien llegó a calificar el acto de « inconcebi-
ble tontería». En verdad, mis actos parecían generalmente
EL M.ÑO 359
idiotas a los mayores. . . Es que yo tenía, como todos ios
niños, un mundo aparte, mi mundo subjetivo y lierméti-
co. Sólo mi padre sospeciiaba vagamente la lógica oculta,
la lógica ¡lógica de mis pensamientos. Había ya renun-
ciado a explicarlos ; nadie me comprendía' y todos se bur-
laban de mí.
Hallándome una vez algo enfermo en cama, me dis-
traían extraordinariamente ciertos pequeños ruidos que se
escuchaban nítidos en el silencio del aposento. Provenían
de los ratones que minaban la vieja casa de campo
donde pasábamos el verano ; contra tal plaga resulta-
ban impotentes gatos y trampas. Yo oía a los anima-
lejos pasearse por el cielo raso y por la tela que cubría
las paredes, por entre los muebles, debajo del piso, en
todas partes, y conversar, enojarse, llorar, reír. Ocurría-
seme que tenían sus enseres y útiles, que abrían y cerra-
ban baúles, que se persignaban y cantaban misa, en fin, que
vivían una vida de pequeños seres humanos. Con el oído
alerta, pasábame espiando los días de mi convalecencia,
siempre ansioso de sorprender sus secreteos y discreteos. . .
Gustábame observar, desde la cama, la franja que la
luz del gas dibujaba sobre la pared del dormitorio. Veía
desfilar por ella, como en inagotable cinta cinematográfica,
siempre de izquierda a derecha, rígidas figuras de viejas
con nariz- de pico de loro, gatos negros arrebujados, hom-
bres con caras de bestias feroces, no sé qué raros y te-
naces jeroglíficos y arabescos. . . Gustábame igualmente,
al despertar, el alegre espectáculo del chorro de sol que
se colaba por una rendija del postigo entreabierto. Las
mirladas de corpúsculos suspendidos y flotantes en el aire
se me antojaban hombrecitos diminutos, hombrecitos del ta-
maño de un grano de anís o de una partícula de polvo,
que subían y bajaban, y bajaban y subían, ya de pie, ya
de costado, y más a menudo con las piernecillas abiertas
para arriba y para abajo la luminosa cabecita y los bracitos
pendidos.
3^>0 CUADROS Y FAStS DE LA VIDA ARGENTINA
La obscuridad me asustaba, sobre lodo por temor a
los ladrones. Los ladrones eran para mí unos entes fa-
bulosos, dignos hermanos del Cuco y de Mandinga. Supo-
níales formas y potencias sobrenaturales; vastagos ubicuos
de la noche, atravesaban los muros más sólidos, como la
luz el cristal, y en cualquier momento podían hacerse
invisibles. Al acostarme, pensaba siempre que hubiera al-
guno de ellos escondido debajo de la cama. Pero no
me toínaba la molestia de mirar o de pedir a otros que
mirasen por mí. ¿Para qué? ¿Acaso se le iba a descu-
brir? ¡Ya cuidaría el ladrón de desaparecer a tiempo en
el aire, como un jirón de niebla!
Entre las absurdas ideas que me preocupaban en
aquella época, la más absurda — hoy lo reconozco — era
la que me había forjado de París, la ciudad de París,
la capital de Francia, ni más ni menos. Representábamela
como un dilatado plantío de repollos. Tan fuertemente se
asociaron estas dos ideas de la ciudad y la verdura en
mi espíritu que, ahora mismo, cuando de París se me
habla, pienso en un monumental repollo, y cuando como
repollo, aunque sea en la más avinagrada Chukrut con
salchichas legítimas de Frankfort, suelo acordarme de París...
Ello es que, cada vez que nacía un nuevo hernianito
o algún primito nuevo, decíame mi abuela que de allí
« me lo habían traído ». Por otra parte, una criada me
había-informado que los chicos se sacaban de las coles ;
yo mismo había visto pintado en la pared de una botica
un anuncio, en el que se representaba un recién nacido
mofletudo sentado dentro de un repollo y tendiendo al
mundo sus /inocentes bracitos. . . Luego, con la mejor
lógica, si los chicos venían todos de París y nacían cada
uno de su repollo; ¿ qué podía ser París, sino un popu-
loso plantío de repollos?...
Estas estrambóticas asociaciones de ideas que se
traban sólidamente en la infancia de ciertos espíritus,
pueden tal vez servir más tarde para explicar inauditas
EL NI. ÑO 361
expresiones literarias y iiasta actos extravagantes. Piérdese
a menudo el origen de tales asociaciones, y sólo queda y
persiste el remanente... Así, un pollo fiambre envuelto en
un papel me sugiere siempre la idea de un largo viaje en
ferrocarril. ¿Por qué? Yo mismo no sabría decirlo a cien-
cia cierta, aunque supongo l\ue sea por haber visto llevar
semejante comestible en algún viaje. A otros, un dominó
celeste les evoca la idea de un asesinato; un perro cojo,
la de una bailarina; un cerdo asado, la de un retablo; un
hombre narigón, la de una farmacia; en fin, cada uno
tiene en su alma las más disparatadas asociaciones de
ideas... El mejor modo de comprenderlas sería, sin duda,
escudriñar en los recuerdos de la infancia.
II. LOS PRIMEROS ENTUSIASMOS
Mi pasión eran los cuentos. Prefiriéndolos a los ju-
guetes, a los dulces, a los mismos paseos, amábalos . de
todos los géneros. Los de hadas o fantásticos me cautivaban;
los realistas, de hombres y mujeres, como siempre había
en ellos robos, incendios, asesinatos, me conmovían y
arrancaban dulces lágrimas; los de animales — sobre todo
el de Cochanchíto, aquel lechoncillo tan mal educado — ,
me hacían reír hasta desternillarme y provocar ciertas in-
oportunidades fisiológicas...
Por la noche, por la mañana, por la tarde, el día en-
tero pedía que me contaran cuentos y más cuentos, a mi
abuela, a mi madre, a las criadas, a todo el mundo. Apenas
mi abuela concluía uno, le suplicaba yo: «¡Otro, otro cuen-
to!» Agotado su repertorio, ella se defendía. No sabía más;
todos me los había contado... «¡No importa, insistía yo,
cuéntame alguno otra vez!... ¡Cuéntame el de la Cenicienta/».
Cansada de tanto repetirlo, abreviábalo en algún pa-
saje mi abuela: «....Entonces la Cenicienta, al salir del
salón, perdió el zapatico de cristal...» Yo protestaba: :No
es así, abuelita... Entonces la Cenicienta salió escapada
3í92 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
del baile, y, al bajar la escalinata del palacio, perdió su
zapatico de cristal... — Si lo sabes mejor que yo, objetá-
bame la buena señora, ¿para qué quieres que te lo cuente?»
Pero yo respondía, convencido : « Cuanto más lo sé, más
me guste oirlo ». Y era cierto. Satisfecho el vulgar anhelo
de la curiosidad provocada por la trama la primera vez
que lo había escuchado, y, conociendo ya sus personajes
y episodios, su repetición me producía un placer estético
más desinteresado y puro.
Harta de repetir, glosaba mi abuela en ocasiones, con
ligeras variantes, los viejos cuentos. Pero yo, partidario
de la exactitud, corregíala también en tales casos: «Eso
es el cuento de ALibabá con otros nombres y mal contado.
¡Cuéntamelo bien, abuelita, y con los nombres verdaderos!»
No había, pues, más escapatoria que espetarme el cuento
como lo pedía, sin variar ni omitir detalle.
Al terminar una historia, sobre todo cuando la narraba
mi madre, era yo aficionadísimo a improvisar una con-
tinuación insólita. «...Y sucedió, decía ella, que la Bella
Durmiente se casó con el príncipe Amable. Fueron muy
felices, tuvieron muchos hijos, y, si no han muerto, viven
aún ». En el mismo tono de cuentista, continuaba yo : « Y
así fué cómo la Bella Durmiente en el Bosque se casó
con el príncipe Amable, y tuvieron dos hijos. El mayor
era lindo como el sol y bueno como Dios; el menor
era malo como el Diablo y picado de viruelas...».
Siendo yo el primogénito, esto olía a inmodestia, y
mi madre me enmendaba la plana: «El hijo menor era
lindo como el sol y muy bueno; pero no como Dios,
porque nadie puede serlo tanto. En cambio, el hijo mayor
era bastante malito y picado de viruelas, pues no se había
dejado vacunar...» Al oiría, estallaba mi indignación: «¡Yo
me he dejado vacunar!» Y mi madre concluía, sonriendo:
«¡Tontuelo! ¿Acaso me refiero a ti ? ¿No estábamos en
que toao era un cuento ;' »,
EL iNKNO 363
Mis cuentos resultaban siempre abominables. Sin el
menor sentido artístico, mezclaba yo lo sublime y lo gro-
tesco. « Había una vez una señora, decía, que estaba ha-
ciendo dulce de guindas. Su hijito metió la mano en la
olla, sacó un puñado de dulce, y se lo tragó, caliente y
con los carozos Como iba a enfermar, la madre se enojó
tanto que le pegó en la cara con el cucharón que le servía
para revolver el dulce, y le sacó un ojo. El ojo del hijito
cayó en la olla, y la madre, sin fijarse, siguió revolviendo,
revolviendo... Cuando estuvo el dulce en punto, sirvió un
poco en un platito y se lo llevó a la abuela del niño para
que lo probara. La abuela, que estaba cortando un vestido
con unas tijeras grandísimas, fué a probar el dulce, y se
encontró con el ojo del nieto entre las guindas; lo recono-
ció porque era más claro. Furiosa entonces con la madre,
para castigarla por lo que había hecho, con su tijera
grandísima le cortó las dos orejas ».
Mi madre desaprobaba. Un niño bien educado no debía
decir tales disparates. Ninguna señora en el mundo sacaba
los ojos a los hijos chicos o cortaba las orejas a las hijas
.grandes... «¡Tontuela! prorrumpía yo. ¿Acaso lo digo
por ti ? ¡ Los cuentos son cuentos ! >^
Cuando pretendía yo obsequiar con .¿stos engendros a
mis padres, tanto me rectificaban que acababa por embro-
llarme y desistir. Los criados, aunque nada rectificasen, me
dejaban hablar, ¡ oh ignorancia del vulgo !, sin escucharme.
Menos aun me entendían los chicuelos de mi edad. Deci-
didamente, mi literatura no tenía público...
Por suerte había en casa dos hermanitos menores,
uno de cuatro años y otro de dos, que me parecían man-
dados hacer a la medida para escuchar mis relatos. Con
regalos de trompos y bolitas trataba yo de conquistar su
atención. Pero sucedía que, apenas mentaba al « ogro de
hocico de cerdo » y a los « chiquitos destripados » y avan-
zaba con los ojos revueltos, la trompa horrible y los puños
amenazadores, los hermanitos se desgañitaban pidiendo
364
CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
auxilio. Acudía mi madre, y me prohibía severamente que
volviese a contarles cuentos, so pena de darme unas pal-
madas, he olvidado dónde...
Sin saber ya cómo dar gusto a mis exigencias, ago-
tados los recuerdos de sus lecturas, mi madre me obsequió
una tarde con el argumento de Fausto, su ópera favorita,
adaptándolo a mi caletre. Al vuelo atrapé que a aquello le
correspondía música, y, desobedeciendo órdenes terminan-
tes, corrí al piano a improvisarla. Mi técnica era por demás
sencilla. Acompañaba las partes dulces y tristes («Mar-
garita era una rubia preciosa... » ), insinuando una tenue
melodía con un dedo en las teclas negras de los altos.
Pero, en los pasajes fuertes y patéticos ( « se le apareció
el Diablo al viejo Fausto... »), golpeaba despiadadamente
en los bajos, con las manos, con la cabeza, hasta con los
pies, y sintiendo no poseer dos cabezas, diez manos,
cien pies...
Mi padre, que estudiaba algún proceso judicial en la
habitación contigua, acudió al estrépito, con la pluma en la
mano. Sacóme de un brazo y cerró de golpe el martiri-
zado instrumento. Yo me sentí mortalmente triste. Había
decidido que cuando fuera grande, mi ocupación sería es-
cribir cuentos, y ^acaso ponerles música... ¡Y he aquí que
indubitablemente se demostraba mi incapacidad para tan
engorrosa profesión! ¿No sería mejor que me dedicara a
algo más fácil y positivo, por ejemplo, a confitero?...
De tanta desilusión me compensaron algunas nuevas
aficiones. Entusiasmábame el desfile de tropas, marchando
los soldados en escuadras tan simétricas que parecían de
juguete, al son del tambor y del clarín. Según se me había
dicho, desafiaban al enemigo y defendían a la patria. Yo
los admiraba de todo corazón, aunque también los temía.
En mi alma infantil, temía todo lo que admiraba, no con-
cibiendo otra forma de admiración que la impuesta por el
poder y la fuerza.
Jamás olvidaré un batallón que pasó una vez por la
:4í^«*.-^v^:w'^-
*'^'':/'^'*r'^Í/'^'' *^
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EL NIÑO
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puerta de mi casa; oficiales y soldados me miraban ce-
ñudos al pasar, amenazándome con sus sables y bayone-
tas... ^;Cómo pudo ocurrírseme semejante cosa? Proba-
blemente la criada, como pretendiese yo correr detrás de
la tropa, me dijo : « Mira cómo te miran ; si te mueves,
te van a matar». Y yo, ¡pobre de mí!, aterrado miré, sí,
cómo me miraban, temiendo que fueran a matarme de un
momento a otro...
Después de los militares, impresionábanme los curas.
No sé donde vi desfilar a los chicos de un seminario, en
larguísimas hileras, de dos en dos y de menores a mayo-
res. Eran santos de nacimiento ; nacían con su sotana
como la tortuga con su caparazón, y el curita y la sotana
crecían con el tiempo, hasta no caber en la tierra e irse
derechitos al cielo.
Era yo entonces, no sólo crédulo, sino creyente y hasta
devoto. Mi madre, apenas me acostaba, hacíame rezar
mis oraciones : un Padrenuestro, una Salve, un Credo, un
Bendito. Ella las recitaba en voz alta, sentada junto a
mi lecho ; yo repetía dócilmente sus palabras. Pero es el
caso que solía distraerme y repetir sin parar mientes en
lo que decía; cuando mi madre me anunciaba que había-
mos terminado, parecíame que aun nos faltaba una ora-
ción, generalmente el Credo o la Salve. Y, como yo quería
rezarlo todo, para que el buen Dios premiase al día si-
guiente mi piedad cristiana, había que comenzar de nuevo.
Esto se hacía demasiado largo y fastidioso para mi madre,
que, a fin de evitarlo, díjome una vez : « Es preciso que
te fijes en lo que rezas; si no, de nada te valdrá». Tanto
me impresionó la advertencia que aun no he podido olvi-
darla. Para que en el día siguiente todo estuviera bien y
fuese yo bueno — creía yo que a los buenos les iba siem-
pre bien — , ponía los cinco sentidos en mis^ oraciones,
tratando de no distraerme un instante.
Años más tarda, cuando estudiaba en el colegio, acor-
dábame en vísperas de los exámenes de las recomendaciones
U
366 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
de mi madre. Rezaba al acostarme, si no con todo fervor^
por lo menos con gran atención. ¡No había que distraerse
en el curso del Credo o de la Salve, pensando en alguna
posible pregunta sobre los ángulos poliedros o los verbos
irregulares! Y cuando, a pesar de mi voluntad, me distraía
en mis oraciones, recordábalo al despertarme el día si-
guiente y me levantaba de mal humor, seguro de que
tendría mala estrella en los exámenes.
Solían darme, de muy niño, agudas crisis de santidad.
Un día proyectaba no pecar más en la vida, para merecer
el nimbo de los santos después de la muerte. Soñaba con
la dulce paz del anacoreta y resolvía levantar, una ermita
en el arriate del patio. No obstante, carecía de tempera-
mento para llevar a cabo la resolución ; era ya inquieto,
de espíritu curioso y movedizo. Como ahora, gozando de
cabal salud, no podía pasar un segundo sin ocuparme en
algo. Pero, en vez de ocupanne en escribir libros y en
estudiar arduos problemas sociales, entonces mi actividad
interna no tenía otras manifestaciones que continuas tra-
vesuras. Todo lo despanzurraba para ver lo que había
dentro. Todo lo ensuciaba para construir casitas de ba-
rro, o buques de cartón, o bien algún mecanismo raro,
que suponía ingenioso. Gustábame pelearme con los de-
más — pequeños o grandes — para ver cómo se enojaban
y qué me decían... En una palabra, habíame hecho un
chico insoportable entre las cuatro paredes de una casa
de ciudad.
ni. LAS PRIMERAS LECCIONES
Habiéndome hecho insoportable, se resolvió enviarme
a la escuela, para librar a la casa de mi presencia, siquiera
durante algunas horas del día. No estaba aún en edad de
aprender, pero se opinaba que la tenía ya de estar 'sujeto.
¡ Era como si se intentase sujetar el agua del arroyo o
las cabras del monte!...
Decidiéronse mis padres con ocasión de un desgra-
F,L NIÑO 807
ciado acontecimiento de mi vida. Comía yo siempre, vigi-
lado por una niñera, en la mesa de los chicos», y pen-
saba, naturalmente, que la « mesa de los grandes », donde
me estaba vedado comer, era un perpetuo banquete de
dioses; allí todos los manjares serían mieles y ambrosías...
Admitióseme una vez a ella — ¡oh gloria! — , en virtud
de mi reiterada insistencia. Había visitas, gente de la fa-
milia, que apoyaron mis pretensiones.
Al principio aquello marchó bien; todos estaban en-
cantados de mi juicio; pero ello fué que alguien me dio a
beber dos dedos de vino... Como tantos otros, en la bote-
lla encontré la perdición. Sintiéndome animoso, comencé a
charlar hasta por los codos, y, para dar más relieve a no
sé qué historieta escuchada en la cocina, repetí, sin co-
nocer su verdadera acepción, dos o tres palabras que
había oído a un criado... ¡ Maiditas palabras! ¡Eran los
más soeces y obscenos juramentos! Avergoncé a mis pa-
dres, avergoncé a las visitas, avergoncé al criado de quien
las aprendí y que servía a la mesa, me avergoncé yo
mismo, i todos nos avergonzamos!... El epílogo de tan
triste aventura, muy digno de ella, colmó mis desdichas:
me enviaron a la escuela.
Como no había entonces jardines de infantes, apiicó-
seme allí la antigua disciplina escolar. Ingresé en una
clase de alumnos bastante mayores y más adelantaditos
que yo, y, en verdad, no se necesitaba mucho para serlo.
Mi única obligación era pasarme el día entero sentadito
ante el pupitre, sin hacer nada, absolutamente nada. ¡ No
concebía yo mayor suplicio !
Mi principal entretenimiento, en las primeras lecciones,
tan prematuramente comenzadas, fué contemplar los mapas
zoológicos que colgaban en las paredes, llenos de ani-
males curiosos, y escuchar las escalas que una niña to-
caba todo el día en el piano. Estas escalas eran, ya
breves y ligeras como revoloteos de mariposas; ya largas
y unidas como las ondas del mar; ora alegres como una
368 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
carcajada; ora tristes como un lamento; a veces, diver-
gentes o convergentes como los ojos de un bizco; en
ciertos momentos, pesadas como pasos de gigantes; en
otros, amenazadoras como el huracán...
Pero pronto me cansé de las figuras de los mapas y
de las escalas del piano, y al fin traté de comprender las
explicaciones de la « monitora ». ¡ No era tan fácil, no !
Aquella buena señorita tenía el don de hacer obscuras
las cosas más claras. Creo que nadie, ni los mayorcitos
del curso, le comprendían una palabra. Sin embargo, cuan-
do preguntaba: «¿Han comprendido ustedes?», todos con-
testábamos a voz en cuello: «Sí, señorita». Lo decíamos
así para halagarla, por hacer ruido, y, sobre todo, para
que se callara. Su voz era áspera, monótona, siempre
igual, y hablaba, hablaba, hablaba, como un fonógrafo,
como un ventilador, como un torbellino. Tenía cuerda
para todo el día — ¿qué? — , para toda la vida. Y, ade-
más, tenía ojos en los cuatro lados de la cabeza, porque
todo lo veía, todo... ¡Ni un alfiler se caía en la clase sin
que lo viera !
Gustaba aquella monitora de una disciplina militar,
acaso porque sólo así podíamos tener alguna. Con sus
dientes salidos, como de caballo, vociferaba — sin quedar
jamás ronca — a la menor de nuestras incorrecciones. Po-
níame yo a dibujar con tiza sobre el banco, y ella me
reprendía: «Juan, no ensucie usted el banco». Cazaba
yo una mosca... «Juan, no cace usted moscas». Hablaba
yo media palabra a mis vecinos.. «Juan, cállese usted».
Tocábales luego con las manos o con los pies, para dis-
traerme y distraerlos... «Juan, estése usted quieto». Al-
zaba el dedo para que se me permitiera salir de clase...
«Juan, baje usted el dedo; hace apenas cinco minutos
que estuvo usted afuera... —Pero, señorita, solía yo re-
plicar, y muy sinceramente; tengo necesidad... Me ha hecho
mal el almuerzo y me parece que voy a volverlo... — ¡No
es cierto ! — Sí, señorita... — ¡ Pues si tiene usted tantas
EL NIÑO 369
necesidades, hágalas sin salir de la clase, en un rincón !...»
Confieso que más de una vez me sentí tentado de llevar
a cabo una barrabasada en algún rincón de la clase ; así
enseñaría a la monitora a ser más, condescendiente ; pero
la sola idea me daba vergüenza... ¡Harto sabía la muy pi-
cara que yo era un muchachuelo bien criado, incapaz de
obedecer al pie de la letra su escandalosa y pérfida indi-
cación!
Tanto me desagradaba la escuela que, para retardar
la hora de la llegada, había descubierto que era de mal
gusto, y aun de peor augurio, pisar las junturas de las
baldosas al caminar por la acera. Andaba por la calle a
saltos si las baldosas eran grandes, de puntillas si eran
pequeñas, y, como a cada paso tenía que meditar para
saber dónde debía poner el pie, hacía en media hora un
trayecto de diez minutos. Cuando el criado gallego que
me llevaba a la escuela protestaba enérgicamente contra
mi desesperante lentitud, le exponía yo mi doctrina sobre
cómo debía andar por la calle una persona que se respe-
tase, invitándole a que adoptara él también mi sistema. Lejos
de ello, movía él la cabeza, como apiadado por mi falta
de seso... Para que no fuera a quejarse al volver a casa,
empleaba yo a favor de mi tesis la dialéctica más sutil y
especiosa... ¡Era inútil! Aquel hombre, sordo a mis razo-
nes, pisaba sin remordimiento, con sus anchas patazas,
hasta dos y tres junturas a la vez...
Exasperado, solía yo vengarme manifestándole que era
demasiado bruto para comprender los refinamientos de la
alta cultura, y, a manera de conclusión, le preguntaba:
«¿Sabes tú cuál es el animal más parecido al hombre?»
En su dialecto cerril, contestábame indefectiblemente: «Non
sei, neno^». Y yo indefectiblemente añadía: «¡Te he dicho
ya que es el gallego!... Y la prueba está en que todavía
no has llegado a comprender cómo anda la gente distin-
guida por las calles de las ciudades civilizadas. — Túa niai,
1- ' No sé, niño ".
370 CUADROS Y FASE DE LA VIDA ARGENTINA
teu paP...» objetábame el fámulo. A lo cual interrumpía
yo : « M¡ papá y mi mamá andan generalmente en coche.
Cuando van a pie, ten por seguro que antes se dejarían
tundir que pisar las junturas de las baldosas, como los
gallegos ».
A veces, para no ir a la escuela, recurría al extremo
de suponerme enfermo; quejábame de inaguantables dolores
en la cabeza, en el corazón, en el vientre, en la garganta,
por doquiera. Pero en mi casa tenían un remedio infalible
para sanarlo todo : el aceite de castor, disuelto en jugo de
naranja... Tal repugnancia cobré yo al odioso brebaje que,
no bien Fiie lo ofrecían, curaba como por ensalmo y me
marchaba en silencio. Aun ahora no puedo pasar la na-
ranjada, pues me parece sentirle el gusto del clásico pur-
gante y sufrir ya los retortijones de las visceras.
Si nada me gustaba menos que la disciplina escolar,
nada me gustaba más que los días de lluvia, no sólo porque
no iba a la escuela, sino también porque la lluvia tenía para
mí especial atractivo. Con sorprendente tranquilidad pasá-
bame esos días las horas muertas, viendo correr el agua...
Es que, según me había informado la hija de la cocinera,
en las burbujas que producían al caer las gotas de lluvia,
se formaban « espíritus ». No sabía yo muy bien qué era
esto de « espíritus » ; pero me agradaba intensamente verlos
nacer y estallar como pompas de jabón. ¿De dónde ve-
nían? ¿A dónde iban?... ¡Misterio, y era precisamente este
exquisito misterio lo que para mí constituía, después de
dejarme sin escuela, el indecible encanto de la lluvia!
Era yo lo que se llama un chico « preguntón ». Aunque
nada comprendía, y tal vez por lo mismo, quería saberlo
todo. Desmostrábame infatigable en la ardua tarea de pre-
guntar indefinidamente el porqué y el cómo de todas las
cosas habidas y por haber, dichas y calladas, verdaderas
y falsas.. Hartos de contestar aquellos a quienes ponía en
aprietos con mis preguntas, acababan por impacientarse y
' " Tu inaciro, tu padre
EL NIÑO 371
reprenderme, exclamando exasperados: «¡Cállate, pregun-
tón ! Los chicos no deben estar siempre interrogando a
los mayores».
El iracundo tono con que se me reprendió así alguna
vez, hízome pensar que el ser « preguntón » constituía
gravísimo delito. Por esto dejé de interrogar a los mayores,
aprovechando su lección de urbanidad. Pero sucedió que
una tarde reñía en la escuela con otro chico, porque, ha-
biéndome él propuesto cambiar un cortaplumas que traía
por unos sellos de la Gran China que yo llevaba, pre-
tendió al fin quedarse con los sellos (¡de la Gran China!)
y el cortaplumas...
Como tenía yo muy desarrollado el sentimiento de la
justicia distributiva, tan grande abuso me indignó, hasta
el punto de que, antes de pasar a las vías de hecho,
agoté mi vocabulario de recriminaciones... La última que
se me ocurrió fué gritar al chico del cortaplumas: <^¡ Pre-
guntón, preguntón !... Creía injuriarle tan terriblemente
como si le llamara «infame, asesino, mujercita ».
Oyóme la monitora, y, después de poner paz entre
los príncipes cristianos, no pudo menos de interrogarme,
pensativa: «¿Qué te ha preguntado ese muñeco?» Yo me
encogí de hombros y repuse: «¿A mí? Nada. ¡Por pre-
guntarme a mí no le diría yo preguntón! Es que pregunta
a los mayores... » Estupefacta, pidióme la señorita que me
explicara, y, como no era tonta, acabó por comprender el
origen del valor despectivo que atribuía yo al término...
Después de reírse a carcajadas de mí, no sospechando hasta
qué punto era yo incómodo cuando me daba por querer
saberlo todo, rióse también de los « mayores » ; suponía
que, por ignorancia, dejaban mis padres de responder a
mis preguntas. Sospechando yo la suposición, aunque no
le diese entero crédito, desde aquel instante comencé a
dudar de la sabiduría humana... Así me inicié, por la ma-
licia de una monitora burlona, en las vacilaciones de la
crítica y del escepticismo, que luego habían de convertirse
372 CUADROS y fases de la vida argentina
en el tormento y.— ¿por qué no decirlo? — también en la
delicia de mi vida de rata de archivos y de bibliotecas.
Cuando fué pedida la mano de una niña de mi fami-
lia, afirmé yo con toda soltura que había visto la conmo-
vedora escena metido debajo del sofá de la sala. Muy
correcto, de frac y guante blanco, arrodillado ante su pro-
metida, el novio le besaba la mano, llevándose la suya af
pecho, en apasionadísima actitud; ella, de descote y con
rosas blancas en el cabello, bajaba la adorable cabeza,
abrumada de felicidad, En esto, como un ventarrón, enira
la madre... Y yo contaba la patética escena hasta en sus
menores detalles, con grandes risas de los circunstantes
y viva protesta de los aludidos... ¡Todo era imaginación!
¡ Las cosas, por supuesto, habían pasado de muy distinta
manera! ¡Yo no había visto nada!..
Indignado, el novio me echaba en cara mis mentiras.
« Si este chico no se corrige, exclamaba, se hará ahorcar ».
Para mí, él era quien faltaba a la verdad, y su descaro
me hacía llorar de rabia. «¡Yo mentir! ¡Yo, hacerme ahor-
car!..» Lo cierto es que, no siendo mentiroso ni bromista,
creía yo en mi historia con la mejor fe del mundo. ¿Cómo
se me había ocurrido? ¿La habría soñado?.. Pienso ahora
que todo me fué sugerido por algún cuadro romántico.
No me disgustaba, además — lo confieso — , el hacer
rabiar un poco al novio. En el fondo de mi corazón le
execraba; el hecho es que me atormentaban los celos. Y
no seguramente porque pretendiera casarme con la nina,
que no me llevaba más que veinte años de edad, sino
porque comprendía que su nuevo amor iba a robarme,
buena parte de sus mimos y caricias. Mis celos, pues, eran
como los de un perrillo faldero
Casados los novios, fueron a pasar la luna de miel
en un pueblo de campo. Invitáronme al poco tiempo para
que los acompañara unos días. Y a la quinta me llevó
una criada, que tomó, por equivocación o por economía, a
pesar de mis enérgicas protestas de caballero, billetes de
EL NIÑO 373
segunda clase en el ferrocarril... Pero el campo me hizo
olvidar pronto el mal rato del viaje.
Libre como el aire, discurría en la quinta el día entero,
inventando travesuras. Cierta mañana llegué a fabricar una
pasta con harina, azúcar, masilla, perejil, nuez moscada,
canela, argamasa y no sé qué más ingredientes. Amasa-
das y cortadas las deliciosas tortitas, plíselas en el horno,
a hurtadillas del cocinero, que era un hombre feroz, y
tanto, que a veces sospechaba yo en él a un ogro disfra-
zado de cocinero. . .
Desastrosos fueron los resultados de mi ensayo culina-
rio. Quemóse la pasta, se descompuso el horno, apestó la co-
cina, gruñó el ogro, y todos nos quedamos aquella mañana
sin almorzar. Mi nuevo pariente político me corrió por la
quinta para castigarme. Huyendo de él, me tiré de barriga en
un charco de barro caldeado por el sol. Sacóme de allí el
jardinero, y por orden del patrón me sumergió en una pileta
de agua fría. . . Decidido yo a no mostrar la menor debi-
lidad ante mi anfitrión y enemigo, tragué mis lágrimas en
silencio. ¡Quería ser valiente y fuerte en la desgracia!
Más tarde llevé mis quejas a la recién casada. Su
marido era un perverso al aprovecharse de mi niñez para
castigarme ; cuando yo fuera mayor, compraría una pistola
y le mataría.. . ¿Cómo podía ella querer a semejante hom-
bre?. .. Y, para explicar las torturas sufridas y conmoverla,
díjele que había pasado por «todos los calores del infier-
no y todos los fríos del cielo »• . . Tanta gracia hizo mj
frase a la joven señora, que me preguntó capciosamente:
« ¿ Y qué te gustaba más, el infierno o el cielo ? » Quedé
un rato suspenso, y repuse: «Mucho me gustaría viajar
en ferrocarril, y en primera clase, naturalmente, por el
cielo y el infierno. . . Pero, para vivir, me gusta más la
Tierra ». Así lo creía. Gustábame más sin duda vivir en
aquella quinta, junto a una madrecita mimosa y vestida de
encaje, bajo los duraznos en flor: No hubiera cambiado
mi situación por las delicias del séptimo paraíso.
374
CUADROS Y F.^SES DE LA VIDA ARGENTINA
Sin embargo, era yo entonces absolutamente incapaz
de sentir verdaderos afectos. Egoísta como un salvaje, no
pensaba más que en mí mismo. La noticia de la muerte
de mi abuela me dejó tan fresco. Veía llorar a las perso-
nas mayores, y esto, en el primer momento, me pareció
ridículo y sólo me hizo reír. Después pensé que llorar
era lo indicado en tales casos, puesto que todos llora-
ban. Traté de afligirme, recordando el cariño de la noble
e inteligente matrona; había yo sido su predilecto; ella
creía en mi capacidad y esperaba de mí grandes cosas. . .
Como buen chico, muy bien había conocido yo su debi-
lidad y tratado de aprovecharla, sacándole a mansalva ca-
ramelos, juguetes y paseos... Ahora se moría la pobre,
¡ y yo, sin una lágrima ! ¡ Qué vergüenza ! Decididamente,
debía yo de ser malísimo. . . ¡ Muy pronto aprendí después
¡ah!, muy pronto, a llorar la muerte de las personas queri-
das! ¡Por qué no habré conservado el dulce egoísmo de
la infancia !
IV. LOS PRIMEROS EXPERIMENTOS
De aquella época, en que empezaba a usar de mi
razón, data mi primer experimento que diría científico. En
el arriate del patio planté cascaras de huevo y un mechón
de cabellos. Temeroso de la burla de mis semejantes,
cuidaba y regaba en secreto mi siembra; pensé cosechar
pollos y quizá seres humanos. No sé cómo una tía entro-
metida descubrió mis afanes, y la familia entera se burló
de mi candidez. Sólo mi padre me defendió; a mi edad,
el experimento, aunque harto defectuoso, revelaba cierta
observación de la Naturaleza y la voluntad de conocer
sus más recónditos enigmas.
Para olvidar el ruidoso fracaso de mi silencioso en-
sayo, traté de hacerme más hombre. El mejor recurso era
indudablemente aprender a silbar, ¡y a silbar aprendí, con
ímprobo esfuerzo! Deseando ejercitarme en tan difícil
arte y lucir mi nuevo conocimiento, silbaba desde que
^'^1^'
EL NIÑO
375
cesó-
me despertaba hasta que me dormía, y aun no estoy muy
seguro de que no silbara soñando. ¡ Pero los hombres son
injustos! ¡Después de haberme impulsado por este rumbo,
aunque indirectamente, al burlarse de mis experimentos,
no me dejaban ahora demostrarles que era todo un varón,
y, so pretexto de que los aturdía, vedábanme hasta el ino-
cente desahogo del silbido!
Entre otras muchas prohibiciones que pesaban sobre
mi importante persona, una había que me mortificaba sin-
gularmente: la de comprar pasteles al «negro pastelero».
Éste pasaba todos los domingos y días de fiesta por la
puerta de mi casa, con una cesta en la cabeza, prego-
nando así su mercancía : « ¡ Pasteles calientes, que queman
los dientes ! ». Vendía, en efecto, unos pasteles rellenos
de carne y cubiertos de azúcar, canela y grajea; no con-
cebía yo que existiese en el mundo nada más exquisito.
Sin embargo, en el antecomedor se nos servían diaria-
mente cosas que mi madre reputaba mucho mejores, y
yo me negaba a comerlas; a menudo había que obligarme
a que me alimentara. ¿Por qué codiciaba tanto los pas-
teles del negro? Entonces yo no lo sabía; desgraciada-
mente lo sé ahora muy bien: eran «fruta prohibida »i eran
«fruta del cercado ajeno»... Hartas veces después, en el
curso de la existencia, he debido privarme de satisfacer
mis deseos, exclamando : « ¡ Paciencia, son los pasteles
del negro! ».
Créese generalmente que la infancia es una edad siem-
pre feliz. Lejos de ello, los niños, sobre todo los que se
crían en las ciudades, tienen también sus preocupaciones
y sufren sus disgustos. Su mayor placer estriba, sin duda,
en la libertad, y raras veces, ¡ay!, pueden disfrutarla;
viven como pajarillos enjaulados. Además, habiendo sido
todo hecho para uso de los mayores, se sienten cohibidos
por las desproporciones del medio ». De ahí una aspira-
ción, la más íntima, la más constante en todo niño:
< Cuando yo sea grande...».
4
\'
876 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
Nunca sentí yo más ardiente el deseo de crecer que
cuando comencé a ir a la escuela. No veía el momento
en que terminase aquel odioso año de mis primeras clases,
mis primeros experimentos y mis primeros silbidos. Al
fin llegaron las vacaciones, y, afortunadamente, nos fuimos
al campo. La quinta era una verdadera chacra, con alame-
das, montes de árboles frutales y potreros; en el fondo,
a cierta distancia de la casa, había una « laguna ». Corre-
teando de la mañana a la noche, con mis hermanos me-
nores y la copiosa chiquillería del quintero, en busca de
nidos, de frutas, de insectos raros y de cuanto Dios creó,
nos sentíamos felices.
Sobre todos los encantos de la villegglatura, atraíame
la charca del fondo, tal vez porque nos estaba prohibido
ir allá... No obstante la prohibición, un día resolvimos
explorarla. Fuímonos procesionalmente, llevando en hom-
bros una mesita baja de nuestro particular uso; la bota-
ríamos al agua y sería nuestro buque.
Por el camino, el chico menor del quintero comió
una frutita roja. A nosotros se nos había dicho que esta
frutita era veneno y se llamaba « revientacaballos ». Si
hacía reventar a los caballos, también haría reventar a los
niños; luego, el chico estallaría en cualquier momento,
como una bomba de dinamita... Esto nos alarmó y acon-
gojó hondamente. ¡ Había que salvar a la desdichada cria-
tura!
Para salvarla, el recurso era hacerle vomitar la frutita
explosiva. Depositando la mesa en el suelo, con las patas
al aire, pusimos manos a la obra. Hicimos beber al chico
un gran vaso de agua sucia; alguien le metió los dedos en
la boca; otro le pegaba en el pecho, y yo, en la espalda.
Con todo, no llegó a vomitar el paciente, y aun perdió
la paciencia, defendiéndose a puntapiés y manotones. Hubo
que soltarle; el hombre se llevaría su merecido.
Llegamos a la costa y botamos la mesa al agua, no
sin haberle puesto en las patas un lienzo que hacía de
EL NhNO 377
vela y una pequeña bandera a^ul y blanca. Antes de em-
barcarnos, discutimos un momento sobre si admitiríamos
o no a bordo al chico que debía reventar. Alguien hacía
presente los peligros de un reventón en plena travesía,
dentro de aquel buque tan pequeño; pero el chico insistía
en que eso de reventar o no, era de su exclusiva cuenta, y
por su empeño en acompañarnos le admitimos. ¡ Si reven-
taba, peor para él ! En todo caso, el accidente haría más
emocionante la atrevida exploración.
Embarcámonos, pues, los cuatro o cinco chicuelos, y
la mesa, la picara mesa, a pesar de su vela y de su ban-
dera, lejos de lanzarse hacia alta mar, empantanóse en
la orilla... ¡Y no hubo medio de sacarla a flote! Tuvimos
que abandonarla allí, como resto del horroroso naufragio,
para respeto y admiración de las futuras generaciones y
de los venideros siglos.
De hombre, he vuelto alguna vez a aquella quinta,
donde yacen tantos dulces recuerdos de mi infancia. Heme
sorprendido de su tam.año real ; todo lo que entonces
me parecía enorme, gigantesco, inconmensurable, me ha
resultado ahora de regulares proporciones. Evidentemente,
no tenía yo de niño el sentido de la medida; y por cierto
que lo sabía, y que siempre me preocupaba esta incógnita...
¿ En qué distinguían los hombres a los petizos de los ca-
ballos? Para mí, todos los petizos, salvo algún poney del
tamaño de un perro, eran caballos...
Tampoco distinguía yo lo bello y lo feo. Mi padre
encontraba fea a la institutriz; mi madre, en cambio, la
encontraba demasiado bonita... ¿Era bonita? ¿Era fea?...
Considerando yo iguales a todas las mujeres, no podía
comprender cuándo y cómo era una mujer fea o bonita...
¡Ojalá no hubiera llegado jamás a comprenderlo!
Lo que -comprendí, y creo que demasiado pronto, es
la relatividad de las proporciones universales. Fué mi
primera idea verdaderamente filosófica. Jamás olvidaré los
antecedentes y circunstancias del descubrimiento. En la sala
378 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
de mi casa había un piano perpendicular, de regulares
proporciones, más bien pequeño- Para mí era un monstruo
cuaternario. Gustábame observar cómo mi padre, con sus
enérgicas manos, lo dominaba, arrancándole armoniosos
cantos. A escondidas, yo mismo, encaramándome sobre el
banquillo, hallaba grato solaz en atormentarlo, golpeándole
feroz en sus innumerables dientes blancos y negros, para que
se enfadase y rugiera... En fin, no concebía yo que en el
mundo entero existiese un monstruo semejante, tan grande,
tan negro, tan manso y con tanta dentadura como el piano
de la sala de mi casa. Y he aquí que una vez fui con mi
madre a un almacén de música, y vi pianos en profusión,
y mayores, hasta mucho mayores, como los llamados de
media cola y de cola y media...
Cuando volví a casa, mi primera diligencia fué correr
a la sala para contemplar el piano. Me pareció tan pe-
queño que no pude menos de hacer una mueca de desdén,
y hasta traté de escupir por el colmillo, como lo había
visto hacer a un guaso, en la calle. ¡Éste era mi piano!
Vamos, luego, las cosas nos parecían grandes cuando las
comparábamos con otras más pequeñas, y viceversa; las
cosas sólo se apreciaban por comparación... Por lo tanto,
induje, si todos y todo, ¡ de repente !, nos volviésemos al
mismo tiempo tan pequeños como un mosquito o tan
grandes como una montaña, no advertiríamos el cambio;
nos creeríamos siempre del mismo tamaño... En suma,
nada es grande ni chico en sí. ¡ Una gota de agua puede
llenar el mundo, y el mundo cabe en una gota de agua !
V. CONCLUSIÓN
Tales son mis principales recuerdos de la infancia.
Nada les he añadido, nada les he quitado. Pues bien, estos
recuerdos, ¿no compendian y reproducen, paso a paso, el
origen de la cultura, el pretérito de los pueblos, la natural
evolución de las edades?...
EL NIÑO 379
En mi vida, como en la historia, la leyenda representa
los tiempos remotos y salvajes. La imaginación prevalece
sobre la experiencia, y la síntesis sobre el análisis. No
se distingue lo real de lo ficticio, y grotescas supersticio-
nes amedrentan o confortan el ánimo. De un vago feti-
chismo, de la adoración a los juguetes y a las golosinas,
se pasa a un verdadero politeísmo, a la visión y el
sentimiento de dioses, de demonios y de héroes, zoomor-
fos y antropomorfos. De entes tan fantásticos como el
ángel de la guarda se hacen seres positivos; de seres tan
positivos como los ladrones, se hacen entes fantásticos.
Los bandidos son héroes, los héroes son dioses. . .
Viene luego el culto de lo militar y de lo religioso, el
respeto al soldado y el amor al sacerdote. Fórmase una
noción más elevada de la divinidad; el politeísmo se
convierte en monoteísmo ; se cree en un solo Dios todo-
poderoso, al cual se dirigen, no ya ofrendas, sino más
bien súplicas y plegarias. Perdiéndose por grados el egoís-
mo primitivo, adquiérense en esta época los primeros sen-
timientos altruistas. Seguimos adelante, y se inician, torpe
y groseramente, experimentos científicos que aun no pue-
den conducir más que a falsas generalizaciones; el espí-
ritu de observación substituye paulatinamente a la poética
'fantasía de la ignorancia, y la crítica a la credulidad. De
ahí nace, por ultimo, el pensamiento filosófico, y con él
la verdadera ciencia, la que iba yo a aprender más tarde
en el colegio.. .
Hase dicho que « la humanidad es como un hombre
que aprende siempre y nunca muere». Podría igualmente
decirse que el hombre crece y se forma como la huma-
nidad. La humanidad es como el desarrollo social de un
hombre ; un hombre es como la síntesis individual de la
humanidad. Todos estamos en cada uno, y cada uno está
en todos. Esto es lo que he confirmado invocando los re-
cuerdos de la niñez, ¡y, en verdad, que no he perdido el
tiempo !
380 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
Generalizando mi caso con tantos otros que he ob-
servado y estudiado, podría formular así mi conclusión: el
niño es un salvaje, que, poquito a poco y a modo de un
pueblo, va transformándose en un hombre civilizado. El
desarrollo individual rememora, simplificada y rápidamente,
la histórica evolución ancestral. El crecimiento del ser hu-
mano es una especie de resultante, personificada en una
sola generación y en un solo individuo, de las transforma-
ciones sufridas, a través de las generaciones, por una larga
serie de antepasados. La infancia representa la época del
salvajismo originario; la adolescencia, la época de la bar-
barie; la edad adulta, los tiempos de la civilización, y, por
fin, la madurez, el último estado cultural, el siglo presente.
Nada más provechoso que el conocimiento de esta ley
sobre el desarrollo de la infancia, para los padres, para
la escuela, hasta para la propia conciencia del niño. Los
padres y tutores no han de juzgar el egoísmo, la crueldad
y la imprevisión de sus hijos pequeños, como rasgos de-
finitivos y descorazonadores de su psicología. Sin que se
los reprenda o castigue en todo instante, sólo aconseján-
dolos oportunamente, ellos deberán cambiar por sí mismos.
Ha de corregirlos a su tiempo la mano de la Naturaleza,
y, por decirlo así, de la historia.
Los maestros no pueden ya sospechar incapacidad
intelectual al conocer los pensamientos extravagantes y
absurdos de sus pequeños discípulos. Así como en la anti-
güedad los pueblos más inteligentes — la India, Egipto,
Grecia — han poseído las más disparatadas cosmogonías,
los niños más disparatadores suelen ser a menudo los más
capaces. Igualmente, los más inquietos y violentos, siem-
pre que no lleguen a excesos morbosos, son los más
fuertes y sanos. Como la familia, la escuela, sin forzar ni
quebrantar la idiosincrasia propia de la edad con torpes
severidades, puede educarlos coadyuvando blandamente,
casi diría subrepticiamente, en la obra lógica y evolu-
tiva de la inercia. Para hacer comprender a un niño
EL NIÑO 381
la parte de verdad científica a- su alcance, valdrá más un
razonamiento ingenuo e incompleto que erudita y sutil
disertación.
Por último, no huelga que, en las sociedades actuales,
tenga el propio niño, al menos cuando entra en la adoles-
cencia, noticia razonada de su barbarie. Respetará así a
los mayorei, no por instinto o por miedo, antes bien por-
que reconoce la superioridad de la civilización. Este reco-
nocimiento, por parte de los antiguos pueblos bárbaros de
Europa, respecto de la cultura grecorromana, contribuyó
poderosamente a formar el alma de las naciones modernas.
Lo mismo puede contribuir a civilizar rápida y eficazmente
a ese bárbaro de nuestros días que se llama el niño.
l44. Los jueéos de los niños.
¿ Existe, por ventura, un espectáculo más sano, más
alegre, más hermoso que el juego de los niños? El juego
es una función natural de la infancia. Los niños juegan
espontáneamente, como gorjean las aves en la enramada
y murmuran los arroyuelos entre las peñas.
Los niños, varones y mujeres, deben correr, saltar,
divertirse. La actividad física estimula las funciones del or-
ganismo: la circulación de la sangre, la asimilación de los
alimentos, el ritmo de la respiración y el descanso del
sueño. No sólo desarrollan los juegos la fuerza y la elas-
ticidad de los músculos, sino que también templan los
nervios, disciplinan la voluntad y alegran el carácter.
Cuando se os invite a jugar, nunca rehuséis la invita-
ción, niños. Si os halláis preocupados o desganados en
ese momento, haced un esfuerzo, levantad el ánimo y en-
sayad el juego. Jugando os vendrán las ganas de jugar.
Los juegos son buenos, en general. Pero no puede
jugarse en todos los momentos, ni todos los juegos son
igualmente buenos. Sólo se puede jugar cuando las cir-
cunstancias y los mayores lo permitan. ¡Y hay juegos y
juegos ! Conviene, pues, que los niños consulten de cuan-
382 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
do en cuando a sus padres y maestros sobre los juegos
y la manera de jugarlos. Siempre será preferible, para
jugar, el patio a una habitación cerrada, el jardín al patío,
el campo a la ciudad. Los juegos de los niños requieren
espacio, aire y luz.
Aunque a todos los niños les gusta jugar, no lodos
saben jugar. Algunos desean imponer siempre su voluntad,.
como déspotas; otros no admiten que nadie los aventaje;
otros se someten con demasiada facilidad a ajenas impo-
siciones... Ha de jugarse con modestia y buena voluntad,
exponiéndose a perder o a llevar la peor parte, pero siem-
pre con la esperanza de adelantar y de distinguirse. Ni leo-
nes furiosos ni tontos corderitos, los niños deben ser niños.
¡Los niños deben ser leales y libres como los hombres!
Cuando juega, Diego quiere mandar siempre; Luis se
pelea si pierde ; Pepe no gana ni acierta nunca, y nada le
importa que Diego le mande' y que Luis le ataque. Diego es
un tirano, Luis un necio, Pepe un simple. En cambio, Juan,
Ernesto, Rosita y otros niños y niñas juegan hermosamente,
sin mandarse unos a otros, sin enojarse; tratan de divertirse.
Corregios, niños, si sois como Diego, Luis o Pepe. Jugad
en paz y buena armonía. Sed condescendientes los fuertes
con los débiles, los mayores con los menores, los ricos con
los pobres, los varones con las niñas. Dad ventaja a los dé-
biles y flojos; de otra manera el juego es demasiado se-
guro de sus resultados y carece de armonía e interés. Imi-
tad a Juan, Ernesto, Rosita y sus compañeros. ¡Encanta
verlos jugar! Siempre están contentos, y corren y gritan y
saltan y ríen. Parecen una bandada de gorriones que en-
sayan su primer vuelo en una mañana de primavera.
La niñez es la mañana y la primavera de la vida. La
vida despierta en el verde de los campos, en el follaje de
los árboles, en los cantos de los pajarillos, en los revolo-
teos de las mariposas, en las brisas, en las flores. ¡La
vida despierta en los juegos de los niños! Jugad, niños.
¡Niños, vivid la vida!
IJi NATURALEZA 383
IV. LA NATURALEZA
l45. Adivina, adivinador.
I Cuatro acertijos 1
Soy fuerte, soy débil, soy blanda, soy dura;
hiervo, corro, bajo, subo, riego,
y estoy en la sangre, en la sima, en la altura^.
Sólo falto o escapo del fuego.
il
Las viandas preparo,
y en la noche obscura
hago el día claro.
Ando con premura,
y marqué la pista
de toda cultura:
Pues salta a la vista
que fui para el hombre
la primer conquista...
¿Cuál será mi nombre?
III
Circula en mi seno la plata y la onda,
alzo de mi seno la lluvia de lava,
arraiga en mi seno la hierba y la fronda,
la fiera en mi seno su tálamo cava.
Brota de mi seno la ley de la vida,
pues tengo en mi seno la fuerza del fuerte,
y brindo en mi seno bálsamo a la herida,
pues guardo en mi seno la paz de la muerte.
884 CUADROS Y FASES DE LA VIUA ARGENTINA
IV
Yo siempre existo bajo el firmamento,
yo circundo la faz de nuestra esfera;
nadie me traga y soy un alimento,
nadie me toca y toco por doquiera.
Siendo indomable sirvo a los humanos,
siendo incoloro doy su azul al cielo,
muevo las moles y no tengo manos,
• corro sin patas y sin alas vuelo.
Y, aunque no me halle todo el que me busca,
aunque no tenga tálamo o guarida,
y no respire, grite, mande o luzca,
yo sustento los mundos de la vida.
l46. La bendición del aire.
Así como un cómico personaje del teatro francés sólo
en sus viejos años descubrió que hacía prosa sin saberlo,
hasta la primera mitad del siglo xix no nos dimos cuenta
de que, si el aire es absolutamente indispensable a la vida,
es porque al respirar nos proveemos del elemento más
esencial para nuestras funciones. Esta idea surgió del des-
cubrimiento de que toda combustión es una combinación
con el oxígeno del aire, de la cual resulta un desarrollo
de energía bajo forma de calor. No se tardó entonces en
averiguar que, en una atmósfera privada de oxígeno, la
vida es tan imposible como las combustiones. Y se en-
contró la explicación al comprobar que constantemente
absorbemos oxígeno y exhalamos anhídrido carbónico, en
cantidades matemáticamente proporcionales a la labor in-
terna de nuestro organismo y a la suma de esfuerzo que
realizan nuestros miísculos.
Está, pues, rigurosamente demostrado que el oxígeno
del aire alimenta lo mismo la palpitación de nuestros tejidos
LA NATURA LEZ \ 385
que la llama que nos alumbra; que la energía de com-
bustión mueve la máquina animal en virtud de las mismas
leyes quimicofísicas bajo las cuales jadean las locomo-
toras. La circulación de la sangre, en su incesante y ver-
tiginoso torbellino, distribuye el oxígeno que ésta recoge en
los pulmones y del que los tejidos se hallan continuamente
sedientos; y, si el motor central cardíaco se para, o si no
podemos hacer funcionar el fuelle respiratorio, la vida se
suspende al punto, al suspenderse las combustiones que
la mantienen.
Pero no sólo por esto tenemos hambre incesante de
aire puro, y el hálito perfumado de los campos nos es
más grato que el amontonamiento de miasmas de una
oficina o de un taller mal ventilados. Junto con el
anhídrido carbónico, nuestros pulmones exhalan una acti-
vísima ponzoña. Encerrando a un conejj en una campana
hermética, en la cual sea renovado constantemente el oxí-
geno que absorbe y eliminado el anhídrido carbónico que
exhala, el animalito no tarda, sin embargo, en morir en
sopor: no asfixiado, pero sí envenenado por los miasmas
de su propia respiración. De semejante modo moría antes
mucha gente hacinada en los buques negreros y en las
prisiones de guerra. Y hoy mismo, a cada momento nos
encontramos con sujetos debilitados y anémicos, o en
peor estado aun, quienes no sospechan que esto lo de-
ben ante todo al envenenamiento por el aire viciado en
que viven.
La noción de que la pureza del aire es tan indispen-
sable como la del agua, y de que un aire viciado por las
exhalaciones respiratorias es tan sucio como un agua con-
taminada por deyecciones cloacales, es todavía poco ge-
neral, aun entre los hombres cultos. Tampoco reflexiona-
mos siempre, en la vida diaria, que para que el aire de
una habitación sea puro, es necesario que se renueve con
frecuencia y abundantemente.
Nuestros abuelos, enemigos del agua, que hace a la
386 CUADROS Y F- SES DE LA VIDA ARGENTINA
piel resistente a los cambios de temperatura, e ignorantes
del transcendental mecanismo de la respiración, nos han
transmitido el mal hábito del encierro y la superstición de
los peligros del aire. Pero nosotros, mejor informados, no
tenemos la misma excusa. Innumerables observaciones y
vastas estadísticas enseñan que los resfríos, bronquitis y
pulmonías resultan principalmente de la vida confinada, por
la sensibilidad patológica al aire frío que origina. Hace
cuatro años que mis ventanas permanecen abiertas de par
en par, día y noche, y otros tantos que no me resfrío.
Lo mismo observan todos los que, en número siempre
creciente, se resuelven a adquirir tan saludable costum-
bre. ¿Podrían decir esto los que pasan la vida calafatean-
do aberturas y tiritando al menor soplo?
Lo peor" es que el miedo al aire es activo, intransi-
gente, batallador. Anda siempre en acecho de aberturas, y,
por poco que amengüe el calor, arma incidentes a diario,
en trenes y tranvías. Para el que padece esta psiconeurosis
de la «aerofobia», ninguna ventana cierra bastante, y las
querría dobles, como entre los hielos de Rusia, para que
no filtrara al interior la más mínima molécula de aire
puro. La brisa más fresca y aromada que le llegue, no
hace palpitar de placer sus narices ni hincharse con frui-
ción su pecho ; estremecido de pavor, busca con los ojos
la rendija autora del delito, y con aire feroz la cierra.
Todos los aerófobos, gordos y flacos, los que andan
envueltos en chales y los que no saben abrigarse, tienen
un rasgo común: para ellos son los primeros resfríos del
año, y pasan el invierno tosiendo y con las narices hechas
un manantial. Pero, desgraciadamente, no son ellos los
únicos castigados, ya que su intransigente horror somete
a igual encierro a todos los que lo rodean. Son, pues, tan
enemigos de la salud ajena como de la propia.
Gracias a la suavidad del clima, estamos nosotros
lejos de los extremos que se observan en ciertos países
extranjeros, donde se vive en el perpetuo terror de los
LA NATURALEZA 387
famosos courants d'alr {<si corrientes de aire »), a los que
se atribuye desde el dolor de muelas hasta la peritonitis.
Sin embargo, algo nos falta aún para libertarnos total-
mente de estos risibles aunque funestos prejuicios... El
viajero argentino puede comprobar en otras partes hasta
qué puntos son capaces de afeminar un pueblo y de ener-
var la raza, entregándola sin fuerzas al alcoholismo y a
la tuberculosis.
Los más siniestros acompañantes de la aerofobia son
los nombrados: ¡la tuberculosis y el alcoholismo! La
tuberculosis, cuyo más eficaz remedio es la vida en un
aire idealmente puro, representa un producto del hacina-
miento y mala ventilación. En estas condiciones se di-
funde más fácilmente el contagio bacilar: el organismo
deprimido por los miasmas y por la pobreza del aire
confinado constituye el mejor elemento para el desarrollo
de la enfermedad.
Respecto del alcoholi^mo, oportuno es recordar que la
apetencia de excitantes y narcóticos es tanto mayor cuanto
más defectuosamente funciona la máquina vital. Si a cada
momento se siente crujir algún rodaje y ceder algún re-
sorte, si el cansancio permanente envuelve el ánimo en
su bruma, si hasta la lucidez intelectual amengua a ratos,
son bienvenidos los « paraísos artificiales », especialmente
el alcohol, cuya influencia narcótica suprime la sensación
de fatiga y el malestar interno, y cuyo falso calor da la
ilusión del bienestar y de la fuerza. Y el aire confinado
a cuya insuficiencia no resiste ninguna energía, bajo cuya
intoxicación la fatiga es más temprana y al mismo tiempo
más tenaz, es de lo que hace mayor número de bebedo-
res profesionales.
¡Cuánto más eficaz estímulo es el aire puro! El atleta
que inhala oxígeno por algunos minutos puede realizar
en seguida records sorprendentes y su corazón queda in-
tacto. El placer que da una copa del vino más añejo no
es comparable a la serena, a la fecunda embriaguez de
388 CUADROS Y Fases de la vida argentina
oxígeno y ozono que da el recorrer un bosque aspirando
con unción el aire purísimo, deliciosamente saturado de
esencias y aromas. No es ella un fuego fatuo como el de
los excitantes artificiales. Salimos purificados y robusteci-
dos, con la sangre más rica, el sistema nervioso apacigua-
do y la mente poblada por imágenes amables. ¡ Qué bien
comprendemos entonces al viejo Pan, a su risa y a su flauta!
¡ Amemos y busquemos el aire en virtud del cual vi-
vimos ! En vez de encerrarnos suicidas, abramos nuestras
ventanas día y noche a esta bendición de la Naturaleza. Si
tenemos frío, para esto hay lana y calefacción, pero respi-
remos la brisa a plenos pulmones. Y, en vez de figurarnos
que su leve aleteo en las mejillas es el zarpazo de la
muerte, comprendamos de una vez que es una caricia
buena que nos da vida y felicidad.
AufiUSTO BUNGE.
l47. La madrugada.
(Fragmento del poema gauchesco Fausto).
1. Ya la luna se escondía
y el lucero se apagaba,
y ya también comenzaba
a venir dañando el día.
2. ¿No ha visto usté de un yesquero
loca una chispa salir,
como dos varas seguir,
y de ahí perderse, aparcero?
3. Pues de ese modo, cuñao^
caminaban las estrellas
a morir, sin quedar de ellas
ni un triste rastro borrao.
4. De los campos el aliento
como sahumerio venía,
y alegre ya se ponía
el ganao en movimiento.
LA NATURALEZA
5. En los verdes arbolitos
gotas de cristal brillaban,
y al suelo se descolgaban
cantando los pajaritos.
6. Y era, amigaso, un contento
ver los junquillos doblarse
y los claveles cimbrarse
al soplo del manso viento.
7. Y al tiempo de reventar
el botón de alguna rosa,
venir una mariposa
y comenzarlo a chupar.
8. Y si se pudiera el cielo
con un pingo comparar,
tamién podría afirmar
que estaba mudando el pelo.
Estanislao del Campo (Anastasto el PolW.
l48. Las cuatro estaciones.
1. El Tiempo era
un dios anciano,
que tenía cuatro hijos: Primavera,
Otoño, Invierno y Verano-
2. Los cuatro hijos,
de opuestos gustos,
revolvían la casa con prolijos
gritos, riñas y disgustos.
3. El rudo Invierna.
con gesto aleve,
desparramaba en el hogar paterno
sus anchos copos de nieve.
:390 CUADROS y fasf.s de la vida argentina
4. La Primavera
quería flores,
y trocaba el jardín y la pradera
en dulce nido de amores.
5. Cuando el Verano
entraba luego,
pronto encendía con violenta mano
magnífico sol de fuego.
6. Y con brutales,
locos rencores,
el Otoño barría en vendavales
la nieve, el calor, las flores...
7. Al fin cansado
de tanta guerra,
el Tiempo echó a los hijos de su lado,
a vagar sobre la Tierra.
8. Y, en sus bridones,
de cerro en vega,
se persiguen hasta hoy las estaciones;
cuando una sale otra llega.
l49. La vida de un zorro.
Encerrado en estrecho cajón, llegó un día, al Jardín
Zoológico, un zorro. Desclavada la tapa de su encierro,
fué soltado en una jaula donde había muchísimos más.
Todos los espectadores lo notaron, y los zorros también:
jal recién llegado le faltaba la cola! Los niños se reían,
y los zorros, después de haberlo olfateado un rato con el
hocico en el aire, lo dejaron solo, en un rincón de la jaula.
En aquel día el pobre forastero no probó ni agua; pero,
al siguiente, un zorrito joven y alegre se le acercó, lo
tocó con sus patitas, y jugando lo llevó hacia el bebede-
LA NATURALEZA 391
ro. ¡Qué sed tenía! ¡Y qué hambre también!... Al fin, el
pobre zorro sin cola había encontrado un amigo al que
contó sus penas...
Los zorros, como los demás animales, no hablan; pero
se miran en los ojos y se entienden. Como todos los hom-
bres que aman a los animales, yo también los entiendo;
y, en la plácida hora del mediodía, cuando el Jardín Zooló-
gico, lleno de sol, está desierto y callado, comprendí la
historia que contaba de su vida el pobre zorro sin cola.
Los dos, echados uno frente a otro, con el hociquito
pegado en el suelo, se miraban fijamente, y el chico decía:
— ¿Cómo tú, tan grande y tan fuerte, has caído en
manos del hombre? Yo desperté un día dentro de una
casa, rfli mamá no estaba ya y otro animal me criaba ;
supe más tarde que era una perra. Yo no conozco la vida
del campo; cuéntame tu historia.
Y el zorro sin cola, en el gran silencio de la siesta,
dijo con su larga y profunda mirada:
— «Yo tenía un hermanito. Volvíamos en una cueva muy
linda y profunda, bajo un ombú. Un día en que madre
había ido a cazar, resolvimos salir de allí. ¡Qué bonito era
el campo, grande, verde y lleno de pajaritos que venían
a posarse sobre las ramas de nuestra casa! Llegó madre,
nos cogió con la boca y nos llevó a la cama. Pero una
semana más tarde salió y al rato nos llamó afuera. El
ombú tenía sobre el suelo raíces como montañas, donde
trepábamos, y jugando caíamos al suelo... Madre nos mi-
raba y miraba por todas partes. De pronto hízonos escon-
der, alarmada; al rato oímos raspar la tierra, y, después,
en la puerta de nuestra casa, un olfateo fuerte como un
resuello y gritos terribles. Acurrucados en el fondo y detrás
de madre, vimos en la puerta dos ojos grandes y una bo-
caza tremenda. Después de largo rato volvió el silencio.
Madre nos dijo que era un perro, y no había podido
entrar porque la puerta era chica; que era un pariente malo
vendido al hombre y que nos mataría si nos encontrase.
892 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
« Pobre madre, salió una mañana y no volvió más.
Teníamos hambre. Al anochecer salimos al campo y la
Hamamos largo rato, pero no contestó a nuestros gritos.
Vimos lejos, al claro de la luna, dos hombres a caballo
que pasaban, y el viento nos trajo el eco de las palabras
de uno de ellos, t|ue decía: «Los zorros están llamando
a Juan ». No sabían, seguramente, que teníamos hambre y
llamábamos a madre.
« A la otra mañana fuimos a cazar, y, detrás de una
mata de pasto, mi hermano consiguió agarrar una torcaza.
No me la quiso dar como hacía madre, y se la quité;
nos peleamos, y aquel día no volvimos al ombü. Caminé
toda la noche; asustábame cuando las martinetas, desper-
tadas a mi paso, se levantaban de improviso; y, al día
siguiente, para almorzar no encontré otra cosa que una
osamenta vieja y reseca, perdida en el campo. Subí a la
cabeza de aquella vaca muerta para orientarme. El campo
era grande, grande y verde, todo igual al lugar donde nací,
pero el ombü no se veía ya. Había vacas que dormían,
había corderos que retozaban, y, muy lejos, un bulto don-
de los caranchos se reunían alegres. Madre decía siempre
que estos pájaros son amigos nuestros, pues nos enseñan
dónde hay comida.
« Iba hacia allá, cuando oí temblar el suelo por un
galope. Tuve apenas tiempo para entrar en una vizcachera;
pero dos perros me habían visto, y ladraban y me des-
afiaban para que saliese .. El hombre que galopaba en su
caballo andaba de prisa y los llamó; hasta me pareció
percibir el chasquido del cabestro con que los castigaba.
« Por ia noche, cuando todo era silencio y me dirigía
al punto en que había visto los caranchos, estos buenos
amigos se lo habían engullido todo. Me hubiera quizá muerto
de hambre, si unos teros, que me oyeron venir, no hu-
biesen gritado. Madre solía decir que a poca distancia
de donde gritan los teros está un nido lleno de huevos,
i Y qué ricos son los huevos de tero ! Tú, chicuelo, nunca
LA NATURALEZA 393
los has probado. Me comí los cuatro que había; después
me hice una cama mullida, abriendo las pajas del nidito.
« Había comprendido que de día me sería imposible
andar por la campiña. ¡Caminaba tanto todas las noches!
A veces me encontraba con otros zorros: un saludo un
cuan seco, y cada uno por su lado. Llegué una noche a
un arroyuelo ; enfrente había algo grande con luces: una
casa del hombre, como diría madre, donde hay mucha
comida, y también mucho peligro, izstuve largo rato olfa-
teando. Allí sólo había un perro grande que gritaba;
cuando todo fué silencio, me acerqué con prudencia. El
perro me oyó y ladró, aunque sin moverse ; estaba atado
con una cadena. Di una larga vuelta para que no me viera,
y sigilosamente entré en una habitación muy tibia y de
donde salía un rico olor. No estaba nadie allí; había que-
dado solamente el olor. Encontré en el suelo un hueso
grande, desnudo y blanco, duro y desabrido como una
piedra. Salí decepcionado y recordé que en la puerta ha-
bía despreciado cierto bulto, que fui ahora a hurguetear
impaciente: era un recado, y del bozal, muy duro y reseco,
colgaba una magnífica manea fresca y recientemente so-
bada. La manea fué la pobre cena de esa noche, y estaba
tan correosa que no conseguí comerla toda y volví a la
noche siguiente ; mientras trabajaba en ablandar el botón,
resonó detrás de mí un ruido seco, y me encontré con
la cola prendida entre unos dientes de hierro.
«¡Qué angustias, amiguito ! ¡Y qué dolor! Pasé horas
horribles, y la alborada empezaba ya a aclarar el cielo del
otro lado del arroyo. Mi linda cola, la que pensaba lucir
con una hermosa zorra que había encontrado una noche,
me martirizaba y me detenía ; no había tiempo que per-
der; rápidamente me di vuelta, mordí con rabia mi cola
y quedé libre. Perdí mucha sangre hasta llegar a una
cueva, a la que fueron a sacarme con picos y palas. Me
hice el muerto, pues madre decía que es una estratagema
que a veces permite la fuga. Pero un hombre dijo: «No
394 CUADROS Y FASES DE LA V/DA ARGENTINA
se descuiden; don Juan se hace el muerto y no lo está».
Me encerraron en un cajón con un olor insufrible, el mismo
de ciertas luces que usan los hombres y que creo llaman
de petróleo... Estuve allá dentro en la obscuridad, por
largas horas... Oí silbidos, bufidos, ruidos de herrajes,
hasta que ayer me encontré aquí, entre tantos compañeros
de desgracia y que me miran en menos porque no tengo
cola... jVaya una situación para hacerse los orgullosos!».
Según G. Onelli.
l5o. Los nidos de las aves-
Nada hay en la Naturaleza tan lleno de gracia y de
ternura como los nidos de las aves. Ya en el follaje de
los árboles, ya en la orilla de las lagunas, ora en las agrias
crestas de la montaña, ora sobre el mullido césped de los
campos, un nido, con sus frágiles y pintados huevecillos, es
como un símbolo de calor maternal y de infantil alegría.
Al construirlo, las aves demuestran una previsión y una
voluntad que difícilmente se supondrían en sus ingenuas
cabecitas. Se piensa que sólo han nacido para cantar sus
trinadas rapsodias, para hendir los aires, para alegrar el
paisaje; pero, al contemplar sus nidos, descúbrese í}ue
también viven, que ante todo viven para criar a sus hijos.
Como los demás seres orgánicos, también esas cosas
ligeras y aladas saben trabajar y sacrificarse por la vida
de la especie. Verdad es que hay pájaros excepcionales,
como cierta clase de tordos, que proceden a manera de
parásitos en punto a la crianza de la prole. Haraganes
incorregibles, picaros calaveras, ponen subrepticiamente los
huevos en nidos ajenos, y se pasan la breve existencia en
revoloteos y paseos... ¡Son de ver, en cambio, los pobres
padres adoptivos, los pequeños chingólos, por ejemplo,
cuando se desviven, cuando se descrisman por alimentar
entre los suyos al robusto e insaciable pichón de tordo, que
creen también fruto de sus amores!
LA NATURALEZA 395
En la enramada de un duraznero en flor, una pareja de
torcazas, con pajuelas y plumas, ha construido su hogar. No
lo abandonan un instante ; la madre y el padre protegen
echados los huevecillos, blancos como gruesas perlas, del
frío, de la lluvia, del viento. Sobre un poste, los horneros
fabrican su eztraña casa de barro para abrigar a la prole
contra los embates del viento. Oculta entre el follaje de
la glorieta, los picaflores han tejido una delicada canas-
tilla, en la que hay un par de diminutos pichoncitos, no
mayores que dos garbanzos. Para defenderse de posibles
asechanzas e indiscreciones, benteveos, urracas, calandrias,
y cotorras hacen altos y grandes nidos con sarmientos
pequeños y espinosos. La urraca europea adorna además
el suyo con objetos brillantes, audazmente robados donde
los encuentra. A ras del suelo pone el terutero sus huevos
cenicientos y veteados de café; como se confunden con
el color de la tierra, no pueden ser fácilmente des-
cubiertos. Entre las matas, los nidales de las perdices
guardan los suyos, de brillante color chocolate, semejan-
tes a los de Pascua. El carpintero rompe con el pico los
duros troncos de los árboles, para esconder allí dentro su
nidada. La gaviota, el cuervo pampeano, el flamenco, el
mirasol y muchas más aves de laguna, en su mayor parte
zancudas, levantan sus nidos uno junto a otro, formando
curiosas colonias en ciertos parajes pantanosos. Otras,
como las gallaretas, tienen nidos flotantes, a merced de
la corriente. Las aves de la montaña — águilas, cóndores,
buitres — ponen los huevos en inaccesibles cimas. En
cambio, las lechuzas de las pampas y los loros barran-
queros los empollan en cuevas a veces profundas.
¡Cuánta variedad de formas y cuan vivo ingenio ar-
quitectónico ofrecen los nidos de las aves! Unos son como
altos castillos feudales; otros, como preciosos palacios de
follaje; los hay como flores de las plantas trepadoras,
como ingeniosas chozas de barro seco, como ligeras em-
barcaciones; algunos se dirían duendes escondidos en el
396 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
corazón de los árboles viejos, o bien simples eflorescencias
de la tierra, si no tesoros sepultados por diligentes gnomos,
y todos, en fin, todos son joyas de la Naturaleza.
Los niños revelan, en el campo, invencible propen-
sión a robar nidos. La ciencia moderna compara a los ni-
ños con los salvajes; y nunca, en efecto, demuestran
mejor estos pequeños salvajes la incultura de sus instin-
tos que cuando atacan a mansalva los amables hogares
de los pájaros. Un nido, en la rama de un árbol, es un
objeto vivo y encantador, una caja de música ; detiene la
vista y regocija el ánimo. Arrancado de la rama, es un
objeto muerto y hasta repulsivo : un montón de pajuelas
y de residuos. Un nido, inviolado por la mano del hombre,
entraña una fuente ó germen de nuevos pájaros y de
nuevos nidos. En poder de un niño representan un triste
y antihigiénico despojo. ¿Por qué, pues, quitar a los pobres
pajarillos su único tesoro? ¿Por qué destruir con torpe
mano tantas vidas útiles y agradables? ¿Por qué despojar
a la Naturaleza y al campo de su mejores galas y atrac-
tivos?... Pensad un momento, ¡oh, niños!, en vuestro acto
de vandalismo, y tai vez así lleguéis a contener el cruel
instinto que os impulsa... ¡Niños, respetad los nidos!
¿Conocéis la historia de «la gallina de los huevos de
oro » ? Había una vez un hombre poseedor de una gallina
que ponía diariamente un huevo de oro. El hombre debía
hacerse rico en poco tiempo; tenía en su gallina el ca-
pital de un millonario. Pero el demonio de la curiosidad
no le dejaba en paz. ¿Cómo podía poner huevos de oro
aquella ave? Y, si ponía huevos de orOj, ¡qué sabrosa
sería su carne en un buen puchero!... Ello fué que el
hombre mató a la gallina de los huevos de oro, y encon-
tró que, por dentro, era como cualquier otra... El niño
que destruye un nido procede con la necedad de este
hombre. Puesto que no ha de ser tan simple que pre-
tenda empollar y criar luego a los polluelos, como Ber-
toldino, en sus manos dañinas los huevos del nido no
LA NATURALEZA 397
son más que miserables cascaras. Pero, en el suave ca-
lorcito del nido, esos pequeños globos rojos, verdes,
blancos, azules, multicolores, son siempre huevos de oro.
l5l. ¡Pobre Juan!
(Soneto .
Te argüirán, entre muecas desdeñosas,
los nenitos de Juan el carpintero,
« que sería más útil un obrero,
si ambas manos tuviese habilidosas. . . »
Y, después de soltar tan graves cosas,
como quien echa migas a un jilguero,
te dirán « que rosal y duraznero
son rosáceos los dos, porque dan rosas ».
Pero ven cuatro plantas florecidas
esos grandes filósofos enanos,
¡y van y las destrozan inhumanos,
cual rapaces querubes homicidas!
Niños, en cada flor hay muchas vidas,
y las manos que matan no son manos.
Pfdro B PALACiOb ( Alma fuerte)
l52. El firmamento.
Si la contemplación del cielo estuviese prohibida o
costase dinero, seguramente lo conoceríamos mejor. Como
se trata de un espectáculo gratuito, a la disposición de
todos los que no son ciegos y hasta de muchos animales,
de ahí proviene la común indiferencia que inspira. Sin
embargo, bueno es acostumbrarse desde niño a gozar de su
esplendor; su contemplación nos proporciona un purísimo
placer del espíritu, amplía nuestras ideas y nos muestra
la pequenez de las humanas vanidades Un cielo estre-
llado, en noche apacible y límpida, nos ofrece un espec-
398 CUADROS Y FASES DiC LA VIDA ARGENTINA
táculo mil veces más sugestivo y hermoso que el jardíir
más admirable. Mientras las flores duran apenas un día^
los astros, flores luminosas del firmamento, no se mar-
chitan jamás.
También el cielo, como nuestros jardines, cambia de
flores según la estación ; pero, por cierto, con mucha más
puntualidad. Las violetas, los claveles y las rosas, con
frecuencia se adelantan o retardan ; las estrellas (no los
planetas), las estrellas, esas flores del cielo que brillan en
vez de perfumar, aparecen y se van en la misma época.
Más tarde, niños, cuando seáis grandes y estudiéis muchas
cosas interesantes, aprenderéis que también los astros, como
las flores, mueren alguna vez, variando mientras tanto
las fechas de sus apariciones... Mas, para que esto suceda
a los astros, es menester un tiempo tan largo que ni
siquiera se llega a imaginar. Podemos decir, pues, sin faltar
a la verdad relativa, que las estrellas nunca mueren ni
cambian de lugar.
La matemática puntualidad de las estrellas para encon-
trarse a tal o cual altura sobre el horizonte de un lugar
en un momento dado del año, es de gran utilidad para el
hombre. La navegación, sin la cual el progreso sería quizá
imposible, se basa en la posición de los astros, en la brújula
y el cronómetro.. Los astros son asimismo auxiliares eficaces
de la historia, pues con ellos pueden determinarse exacta-
mente las épocas, las fechas y hasta las horas de un
acontecimiento remoto. Por ejemplo, si se ignorase el año,
el mes y el día del nacimiento en Yapeyú de nuestro
inmortal Libertador, bastaría que en. aquella fecha un obser-
vador del cielo hubiese anotado con prolijidad el paso de
una estrella por el meridiano de Yapeyú, o de cualquier
otro, para descubrir, mediante un cálculo, que el general
San Martín nació el 25 de febrero de 1778.
Cada país tiene su cielo. Solamente los situados a
igual latitud cuentan con el mismo, aunque a distinta hora.
Los habitantes de las regiones ecuatoriales son los únicos
LA NATURALEZA 399-
que pueden darse el lujo de contemplar el cíelo entero
durante el transcurso del año... siempre que no salgan de
su país. Si pudiésemos llegar a cualquiera de los polos
de la Tierra, no veríamos desde allí más que, o todo el
cielo austral, o todo el boreal, es decir, una mitad del cie-
lo entero. Ahora bien, la República Argentina se encuen-
tra entre el Ecuador y el Polo Sur; luego, su cielo deberá
ser menor que el del Ecuador y mayor que el del Polo.
Desde Buenos Aires, Córdoba y Mendoza, o mejor dicho,
desde cualquier punto del país situado entre 31° y 35° de
latitud, pueden verse las cuatro quintas partes del cielo
entero durante el año, o sea, todo el cielo austral y la
miíad del boreal.
Los poetas, los curiosos, y hasta los ociosos alguna
vez, suelen preguntar cuántas son las estrellas visibles
sin anteojo. Naturalmente, esto depende de la latitud del
sitio, de su altura sobre el nivel del mar, de la pureza de
la atmósfera, y, sobre todo, del ojo del observador. En ge-
neral, desde el centro de Europa, no alcanzan a 5.000
las estrellas que pueden contarse en el transcurso del año.
Sin embargo, un astrónomo alemán, con vibta penetrante
y educada en un largo ejercicio, llegó a contar 5.421. Se-
gún otro astrónomo, desde Córdoba se podrían contar
cerca de 8.000. Es que el cielo austral es mucho más
rico que el boreal. Y, en cuanto a las estrellas que sólo
pueden verse con el telescopio, son tantas que se consi-
deran ¡numerables. Con las estrellas fijas y visibles se han
dibujado en el mapa del cielo las constelaciones, o
grupos de estrellas, que representan figuras imaginarias de
hombres, animales u objetos. Estas constelaciones, que son
como provincias del firmamento, sirven para reconocer
fácilmente en el conjunto la posición en que se ven las
estrellas desde la Tierra.
Gracias a la situación de nuestra patria, podemos ver
desfilar durante el año todas las estrellas de primera mag-
nitud del firmamento. Estas estrellas, según la manera de
400 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
apreciar su brillo, son 18 ó 20; más justo sería tal vez
decir 19, sin contar la estrella beta de la Cruz del Sur.
Desde el centro de Europa no pueden verse, en cambio,
más que 13 estrellas de primera magnitud.
No estará nunca de más conocer los nombres de estos
19 soles, entendiendo que toda verdadera estrella es un
sol. Las estrellas del cielo boreal son : Vega, en la cons-
telación de la Lira, blancoazulina, muy hermosa; Capella,
en el Cochero, amarilla; Betelguese, en Orion, amarillo-
rojiza; Arturo, en el Boyero, amarillorrojiza ; Régulo, en
el León, blancoazulina; Altair, en el Águila, blancoazulina;
Aldebarán, en el Toro, amarillorrojiza; Froción, en el Can
Menor, amarillenta, y Pólux, en los Gemelos, amarillenta.
Las del cielo austral son ; Sirio, la más espléndida de
todo el firmamento, en el Can Mayor, blancoazulina;
Canope, muy hermosa también, en el Navio, blanca; alfa
del Centauro, amarilla: Rigel, en Orion, blancoazulina;
beta del Centauro, blancoazulina ; Achernar, en el Bridan,
blancoazulina; Antares, en el Escorpión, roja; alfa de
la Cruz del Sur, blancoazulina; Espiga, en la constela-
ción de la Virgen, blancoazulina; Formalhaut, blancoazu-
lina también, en el Pez Austral. La alfa del Centauro es
la estrella más próxima a la Tierra, No obstante, su luz
tarda en llegar hasta nosotros 4 años y medio, recorrien-
do 18.000.000 de kilómetros por minuto. Vista a través
del telescopio menos poderoso, resulta la estrella doble
más notable de todo el cielo
En la feliz época de las vacaciones, desde la Pampa,
las montañas o el mar, en una noche profunda y diáfana,
sin luna, muchos de vosotros, niños, habréis notado, al mirar
distraídamente hacia lo alto, una ancha faja de fuz blanque-
cina y suave atravesando el firmamento. Se diría que es
el humo de un incendio lejano, o el rastro misterioso de
una gran serpiente del cielo. .Esta faja es la Vía Láctea.
Mirado por el telescopio, el humo se transforma en polvo
de brillantes; el rastro de la serpiente misteriosa es un
LA ESCUELA ' 401
gran río de soles; son millones de estrellas, a una distancia
inmensa. La Vía Láctea circunda el cielo íntegro. Nuestro
sol y todas las estrellas visibles se encuentran dentro de
esta majestuosa corona de luz.
Según Martín Gil
V. LA ESCUELA
l53. El coleéíaL
1. Con entusiasmo voy a la escuela
y llevo siempre listo el deber,
porque comprendo que el tiempo vuela;
corta es la vida, largo el saber.
Antes las clases todas perdía,
charla que charla, sin atender;
ahora que veo lo mal que hacía
tengo vergüenza, quiero aprender.
2. Ya no me oculto detrás del banco,
que no me vayan a preguntar;
tomo mi puesto, sencillo y franco;
voy preparado, sé contestar.
Ya no hago burla de los maestros;
su misión alta sé respetar...
Era en diabluras de los más diestros,
hoy en conducta soy ejemplar.
3. Amo el estudio, porque ennoblece,
busco anheloso toda verdad;
así el talento se nutre y crece
y se mejora la humanidad.
Amo la escuela, santuario hermoso
de la opulencia, de la orfandad;
es su enseñanza, foco radioso,
de amor, de ciencia y de igualdad.
Anqbl Mbnchaca
402
CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
l54. Refranes aplicables a los estudios.
I. Saber es poder.
II. La sabiduría es la base de la felicidad.
III. Tanto vales cuanto sabes.
IV. Lo que no aprendió Juanito, Juan lo aprenderá.
V. Quien mucho abarca, poco aprieta.
VI. Mucho de algo y no algo de mucho.
Vil. Más vale una onza de hechos que un quintal de
buenas razones.
l55. Fernando en el colegio.
Fernando ha cumplido catorce años, y ha entrado en
el tercero del Colegio nacional Amadeo Jacques. Es uno
de los mejores alumnos; le estiman por igual compañeros
y profesores. Es sano y fuerte. Jamás ha hecho alarde de
su fuerza para provocar a otr05 muchachos fuertes como
el, ni para dominar a los débiles. Todos le respetan, pero
no por su vigor y por sus músculos endurecidos en el
ejercicio físico, sino por el respeto que tiene a los demás
y por la cortesía con que trata a todos. A nadie humillan
su aplicación, su inteligencia, su atención a las explica-
ciones de clase, su exactitud en el cumplimiento de sus
deberes, la puntualidad de su asistencia. A nadie mortifica
que los profesores y el rector del colegio le consideren
entre los mejores o le juzguen el primero entre todos.
¿Por qué?... Se ha visto, en otras clases o en otros co-
legios, alumnos que aspiran a la misma distinción y cla-
sificaciones, sin alcanzar nunca la simpatía de sus condis-
cípulos, y que crean a veces, en torno iíuyo, antipatías
molestas, penosas para todos. ¿Por qué existe tal dife-
rencia entre Fernando y estos jóvenes de otras clases o
colegios?...
Difícil será explicarse consecuencias tan diversas de
conductas aparentemente iguales. También los otros niños
LA ESCUELA
403
O jóvenes son puntuales, atentos, trabajadores, respetuosos.
Entre tantas suposiciones que pueden hacerse para dar con
la razón desemejante diferencia, imaginemos una: Fernando
tiene la aspiración del bien por el bien mismo. No sabe
él, y tal vez nadie puede saber en absoluto, lo que es el
bien, lo bueno; pero, más o menos vagamente, tiene la
aspiración, la voluntad de que su conducta sea buena.
Obtener la mejor calificación del profesor no es su guía;
podría el profesor tener preferencias injustas y dar el
mejor puesto a otro, que para él sería lo mismo. Le
bastaría saber que de su parte ha hecho todo lo que debía
hacer; y esta idea del deber, que no podría definir, en
general, se le presenta en cada caso y en relación con cada
hecho, con cada obligación, con cada dificultad, com.o una
brújula que le indica el camino. Alcanzar la simpatía de
sus compañeros no es tampoco un móvil de su conducta.
Tiene toda esta simpatía, pero no se ha propuesto conse-
guirla. La tiene porque es sincero; no disimula un afecto y
no lo finge. La sinceridad, que constituye el culto individual
de la verdad, es la cualidad del carácter cuyos beneficios
estimamos más cuanto más avanzamos en la experiencia
de la vida. Fernando no se acerca a nadie con el propósito
de captarse una simpatía que pueda servirle alguna vez para
algo. No se propone que otro sea menos que él; no hace
sentir a los demás su superioridad intelectual o física, y los
que le observan más de cerca dicen que su positiva supe-
rioridad es moral.
En aquellos otros de quienes hablamos, el bien no es
un fin o un estímulo; la brújula que consultan no marca este
norte. Tienen la vanidad de distinguirse. No se mantienen,
como Fernando, en la línea de la dignidad personal, que
da en cada movimiento la expresión exacta de lo que se
siente y piensa. Subordinan su conducta a lo que les
conviene: adulan a los fuertes y tienen cierto desprecio
por los débiles. Si no reaccionan y se forman un concepto
mejor de sus deberes, llegarán a ser soberbios con los
404 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
humildes y humildes con los soberbios. Si llegan a encon-
trarse un día en situación de obtener una ventaja cometiendo
una mala acción, cometerán la mala acción con tal de lograr
la ventaja, o por lo menos vacilarán, dudarán si deben
sacrificarla o no antes que incurrir en una conducta repro-
chable. En cambio, Fernando no tendrá jamás este problema;
jamás vacilará, y sacrificará cualquier beneficio a la opinión
que él mismo tiene de su conducta, sin someterse a la
opinión de los demás.
Según Kouoi.Fo Rivauola..
l56. El maestro de escuela.
La Naturaleza inanimada y las sociedades humanas
presentan a cada paso ejemplos de efectos inmensos pro-
ducidos por causas infinitamente pequeñas. Los pólipos de)
mar, seres vivientes que apenas tienen forma, han alzado,
desde las profundidades del abismo hasta la superficie de
las aguas, la mitad de las islas, floridas hoy, y habitadas
por millares de hombres, en Oceanía. Las catedrales góticas
de Europa, la maravilla de la arquitectura, en cuanto
a sus detalles, columnatas, estatuas, rosetones, pináculos
y calados en la piedra, han sido obra de artesanos obs-
curos, de millares de albañiles, cofrades de una hermandad,
que trabajaban sin salario, en cumplimiento de un deber,
de un voto o por la fe ; sucedíanse una generación a
otra, los aprendices a los maestros, hasta dejar sobre la
tierra un monumento de la inteligencia, de la belleza, de
la audacia y de la elevación del genio humano. Los
maestros de escuela son, en nuestras sociedades modernas,
esos artífices obscuros a quienes está confiada la obra más
grande que los hombres puedan ejecutar, a saber: terminar
la obra de la civilización del género humano, principiada
desde los tiempos históricos en tal o cual punto de la
tierra, transmitida de siglo en siglo de unas naciones a
otras, continuada de generación en generación en uníi
LA ESCUELA
405
clase de la sociedad, y generalizada sólo en este último
siglo en algunos pueblos adelantados a todas las clases y a
todos los individuos. El hecho de un pueblo entero, hombres
y mujeres, adultos y niños, ricos y pobres, educados o do-
tados de los medios de educarse, es nuevo en la tierra; y»
aunque todavía imperfecto, vese ya consumado o en vís-
peras de serlo, en una escogida porción de los pueblos
cristianos en Europa y América, en países desde muy an-
tiguo habitados, y en territorios cuya cultura data de ayer
solamente, para mostrar que la generalización de la cul-
tura es menor el resultado del tiempo que el esfuerzo de
la voluntad, y el movimiento espontáneo y la necesidad de
la época. El caudal de los conocimientos que posee hoy
el hombre, fruto de siglos de observación de los hechos,
del estudio de las causas y de la comparación de unos
resultados con otros, es la obra de los sabios; y esta obra
eterna, múltiple, inacabable, está al alcance de toda la es-
pecie. La prensa la hace libro, y el que lea un libro, con
todos los antecedentes para comprenderlo, ese tal sabe
tanto como el que lo escribió, pues éste dejó consignado
en sus páginas cuanto sabía sobre la materia.
El humilde maestro de escuela de una aldea pone,
pues, toda la ciencia de nuestra época al alcance del hijo
del labrador, a quien enseña a leer. El maestro no inventó
la ciencia ni la enseñanza: acaso no la alcanza sino en
sus más simples rudimentos; acaso la ignora en la mag-
nitud de su conjunto; pero él abre las puertas cerradas al
hombre naciente y le muestra el camino; él pone en re-
lación al que recibe sus lecciones con todo el caudal de
conocimientos que ha atesorado la humanidad.
El sacerdote, al derramar el agua del bautismo sobre
la cabeza del párvulo, le hace miembro de una congrega-
ción que se perpetúa en los siglos, al través de las gerie-
raciones, y lo liga a Dios, origen de todas las cosas. Padre
y Creador de la raza humana. El maestro de escuela, al po-
ner en las manos del niño el silabario, le constituye miem-
406 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
bro integrante de los pueblos civilizados del mundo, y le
liga a la tradición escrita de la humanidad, que forma el
caudal de conocimientos con que ha llegado, aumentán-
dolos de generación en generación, a separarse irrevoca-
blemente de la masa de la creación bruta. El sacerdote le
quita el pecado original con que nació; el maestro, la ta-
cha de salvaje, que es el estado originario del hombre,
puesto que aprender a leer es sólo poseer la clave de
ese inmenso legado de trabajos, de estudios, de experien-
cias, de descubrimientos, de verdades y de hechos que for-
man, por decirlo así, nuestra alma, nuestro juicio. Para el
salvaje no hay pasado, no hay historia, no hay artes, no
hay ciencia. Su memoria individual no alcanza a atesorar
hechos míís allá de la época de sus padres y abuelos,
en el estrecho recinto de su tribu, que los trasmite por la
tradición oral. Pero el libro es la memoria de la especie
humana durante millones de siglos: con el libro en la mano
nos acordamos de Moisés, de Homero, de Sócrates, de
Platón, de César, de Confucio, sabemos palabra por pala-
bra, hecho por hecho, lo que dijeron o hicieron. Hemos
vivido, pues, en todos los tiempos, en todos los países, y
conocido a todos los hombres que han sido grandes, o
por sus hechos, o por sus pensamientos, o por sus des-
cubrimientos.
Todo un curso completo de educación puede redu-
cirse a esta simple expresión : Leer lo escrito, para cono-
cer lo que se sabe, y continuar con su propio caudal de
observación la obra de la civilización.
Esto es lo que enseña el maestro en la escuela, este
es su empleo en la sociedad. El juez castiga el crimen
probado, sin corregir al delincuente; el sacerdote enmienda
el extravío moral, sin tocar a la causa que lo hace nacer ;
el militar reprime el desorden público, sin mejorar las
ideas que lo alimentan o las incapacidades que lo esti-
mulan. Sólo el maestro de escuela, entre estos funciona-
rios que obran sobre la sociedad, está puesto en lugar
LA ESCUELA 407
adecuado para curar radicalmente los males sociales. El
hombre adulto es para él un ser extraño a sus desvelos.
Él se halla en el umbral de la vida, para los que van
recientemente a lanzarse a ella: El ejemplo del padre, el
ignorante afecto a la madre, la pobreza de la familia, las
desigualdades sociales, producen caracteres, vicios, virtu-
des, hábitos diversos y opuestos en cada niño que llega a
su escuela. Pero él tiene una sola regla para todos. Él
los domina, amolda y nivela entre sí, imprimiéndoles el
mismo espíritu, las mismas ideas, enseñándoles las mis-
mas cosas, mostrándoles los mismos ejemplos, y el día en
que todos los niños de un mismo país pasen por esta
preparación para entrar en la vida social, y en que todos los
maestros llenen con ciencia y conciencia su destino, ese
día venturoso, una nación será una familia con el mismo
espíritu, con la misma moralidad, con la misma instruc-
ción, la misma aptitud para el trabajo un individuo como
otro, sin más gradaciones que el genio, el talento, la acti-
vidad o la paciencia.
, Según Domingo K. Sahmiento.
l57. La elección de compañeros.
(Preceptos y refranes populares;.
Sé muy circunspecto en la elección de tus compañe-
ros. «Dime con quién andas y te diré quién eres». «En la
sociedad de tus iguales hallarás más placer; en la de tus
superiores, más ventajas ». « Al que se arrima a buen ár-
bol, buena sombra le cobija». «Ser el mejor entre los
presentes es el modo de empeorar; para mejorar conviene
escoger aquella sociedad en la cual seamos los peores».
Los malos compañeros forman los malos hábitos. « El
hábito hace al hombre ». El vicio es contagioso como la
peste. Apártate de los viciosos como de los apestados, si es
que no puedes corregir a los unos ni curar a los otros.
Los buenos compañeros han de elegirse por sus con-
408 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
diciones y no por su importancia y prestigio; cada hombre
vale por sí mismo, y no por la expectabilidad que puedan
oíros prestarle. Las buenas compañías aprovechan, más
por su influencia sobre el individuo que por su influencia
sobre los extraños. Buscar la compañía del orgulloso es
exponerse a sufrir sus imposiciones; el hombre se rebaja
y el carácter se deprime.
Si es conveniente la buena compañía, el hombre fuerte
requiere también la soledad. En cambio, el hombre débil
tiene miedo a la soledad. Necesita siempre el bullicio de
los camaradas; nunca quiere estar a solas consigo mismo.
Para no desgastarte en ociosa junta de compañeros, sé fuerte
y trata de recogerte diariamente algunos instantes en tu pro-
pio pensamiento. Adquiere el hábito de interrogarte todas
las noches: «¿He cumplido hoy con mi deber?» De este
modo, familiarizándote con tu propia personalidad, apren-
derás a conocerte. Tendrás en ti mismo tu mejor compañía
VI. LA CONCIENCIA
l58. Preceptos y proverbios. ,
I. PRECEPTOS
1. Ama a tu prójimo como a ti mismo.
IL Venera a tus padres, respeta a tus maestros y con-
sidera a los mayores.
III. Antes que el hombre está la familia, y, antes que
la familia, la patria.
IV. Gana tu pan con el sudor de tu rostro, y el res-
peto de todos con tu respeto a ti mismo.
V. No hagas a los demás lo que no quieras que te
hagan a ti mismo.
VL Si no sabes dominar tus malos impulsos, tú mismo
serás tu peor enemigo.
Vil. Los vicios convierten al listo en tonto, al bueno
en malo y al hombre en bestia.
LA CONCIENCIA
409
II. PROVERBIOS
I. Alma sana en cuerpo sano.
II. Amor con amor se paga.
IlL Una mano lava la otra.
IV. Dime con quién andas y te diré quién eres.
V. No hay deuda que no se pague, ni plazo que no
se cumpla.
VI. Quien mal anda, mal acaba.
VII. Vida alegre, muerte triste.
l59. La conciencia.
(Fábula I
1. Cuenta fantástica historia
que se colocó en la frente
de un emperador de Oriente
una diadema de gloria.
Si alcanzaba una victoria,
como premiando su hazaña,
trocábase en luz extraña...
Mas fué vei.cido en la guerra,
y le aplastó bajo tierra,
convirtiéndose en montaña.
2. Es verdad en Occidente,
do todos somos ¡guales,
para los simples mortales,
esta conseja de Oriente.
Cada cual lleva en la frente
una diadema que es ciencia
y fanal de la existencia:
si bien obra, le ilumina;
si mal obra, le fulmina...
La diadema es la conciencia.
l60. Erl deber del aseo.
En una escuela del Estado. La campana suena, ale-
gre. Los niños guardan los útiles en los pupitres., y sa-
len de la clase, a gozar del recreo. Queda retrasado un
niño sucio y roto, aunque de mirada inteligente y pen-
sativa.
El maestro, llamándole. — Ün momento, Luisito ; ten-
go que hablarte.
El niño se detiene.
El maestro. — Dime, Luisito, ¿por qué no cuidas de
tu persona ni de tu ropa?
El niño, baja la mirada, en silencio. . .
410 CUADROS Y FASES DE LA VIDA AnGENriKA
El maestro. — Sé sincero conmigo, Luisito. Siendo
tu maestro, soy tu mejor amigo. (Se acerca, le mira fija-
mente y le pone la mano ei los hombros). Contéstame,
Luisito. Harto sabes, pues te lo he enseñado, que «el
aseo es la elegancia del pobre».
El niño, tímidamente. — ¡El aseo!... Esto es cosa de
ricos, señor Vila. . .
El maestro. — Explícate. Estamos solos aquí; te es-
cucho.
El niño. — Los ricos andan aseados porque tienen
ropa con que mudarse, y todo lo necesario...
El maestro. -- \ En tu casa hay también agua y jabón,
supongo, y un cepillo para la ropa!
El niño. — Los hay; pero yo no tengo tiempo para usar-
los. . . Por la mañana voy al mercado ; haciendo unas chan-
güitas, gano algunos centavos, para llevárselos a mi mamá. ..
El maestro. — Aplaudo, Luisito, tu buena resolución
de ayudar diariamente a tu señora madre con lo que
ganes en esas comisiones. El trabajo honra siempre. (Una
pausa). Dime, Luisito, al volver del mercado, ¿no dis-
pondrías de algunos minutos para lavarte, cepillarte la
ropa y pegarte los botones?
El niño calla, asintiendo. *
El maestro. — Quedamos, pues, en que, si quisieras,
podrías tener aseo y aliño. La pobreza y el trabajo no
constituyen un obstáculo insuperable. Así lo demuestran al-
gunos de tus compañeros, no menos pobres que tú. Miguel,
por ejemplo, vive en una estrecha carbonería, y viene
limpio a la escuela. . .
El niño continúa en silencio. . .
El maestro. — Ahora bien, dime por qué no jue-
gas en el recreo con tus compañeros. . . ¿ No te gusta
jugar?
El niño. —¡Oh, sí!
El mahstro. — Yo te diré por qué no juegas : tu
propio desaliño te avergüenza. ¿No es verdad?... ¡Pues
LA CONCIENCIA 411
si te avergüenza, no ha de ser bueno! ¿Has visto que
alguien se avergüence de lo bueno?
El niño. — No. . .
El maestro —Conveniente es que uses el agua y el
cepillo; está en tu interés, para que no te sientas tonta-
mente deprimido y puedas jugar a tu gusto con tus com-
pañeros. Ellos son bondadosos y te quieren ; eres tú quien
huye de ellos, y no porque tengas especiales motivos,
sino porque tu propia conciencia te remuerde (Una pausa).
¡Espero que ahora hayas comprendido la utilidad del aseo!
El niño. — Sí, señor Vila. . .
El maestro. — Y hay más todavía. ¿Sabes de qué
provienen en gran parte las enfermedades?
El niño. — ¿De los microbios?
El maestro. — De los microbios. ¿Cómo se los
combate ?
LuisiTo - Con la higiene, con la limpieza...
El maestrc'. — ¡Desde luego! Los microbios se esta-
blecen y propagan donde encuentran alimento fácil y se
les permite instalarse. La grasienta mugre de las telas y
de la piel constituye para ellos un medio favorable. ¿Qué
debe hacerse ante todo contra los microbios?
El niño. — Tener la piel limpia, la ropa cepillada. . .
El M/^ estro. — Perfectamente ; nada mejor para pre-
servar la salud. ¿Y la salud, dime, es necesaria sólo para
el rico, o también lo es para el pobre !
El niño. — ¡Para el rico y para el oobre!
liL maestro. - hwu pOcria ceciLse que ts lodavía más
indispensable al pobre, porque no dispone de tantos me-
dios para curarse, y sin salud no se puede trabajar. ¿No
te parece?
El niño. — Es claro. . .
El maestro. — ¿Y qué conclusiones sacas de todo esto?
El niño. — Que los pobres y los ricos deben tener
aseo, •>■ liasta más, si es posible, los pobres que los ricos,
aunque tal vez no les sea tan fácil.
412 CUADROS Y FASrS DE LA VIDA ARGENTINA
El maestro. — Esto es lo que yo tenía que demos-
trarte. Los antiguos decían: «Alma sana en cuerpo sano».
Nosotros, los modernos, .podríamos decir: «Alma limpia en
cuerpo limpio, y cuerpo limpio en traje limpio... » {Una
larga pausa). ¿Vendrás mañana más arreglado?
El niño, con los ojos húmedos. — Sí, señor Viia.
El maestro. — Gracias; ahora vete a jugar...
El niño se dirige a la puerta; luego vuelve hacia el
maestro, indeciso...
El maestro. — ¿Qué te ocurre, Luisiío?
El niño. - Nada, señor Vila. . . Con esta facha, no me
atrevo a mezclarme con mis compañeros... Pienso si no
sería mejor que ahora mismo me permitiera usted ir a mi
casa para lavarme y arreglarme; volvería muy pronto...
El maestro, riendo. — ¡Así me gustan los hombres,
decididos y francos!... ¡Lástima que aquí en la escuela
tengas ahora tus deberes que cumplir!.,.
El niño. — Pero usted, señor Vila, creo que me lo
acaba de enseñar. . . El aseo es también un deber. . .
El MAESTRO, dándole una palmada en la espalda. —
¡Bien dicho!... ¿Para con quiénes tenemos este deber?
El niño, animándose. — Para con nosotros mismos, a
fin de preservar nuestra salud... Para con la familia, a fin
de poder trabajar y ayudarla. . . Para con los demás, a fin
de no dar mal ejemplo y de no propagar enfermedades...
El maestro. — ¡Bravo, Luisito!... Ahora sí que estoy
dispuesto a darte permiso para que vayas a tu casa y
vuelvas pronto, si me prometes cumplir con una condi-
ción. Cuelga en tu aposento un cartel, en el que, para no
olvidarlo nunca, escribas con letras gordas...
El niño. — ¡Se lo prometo, señor Vila) Pondré un
letrero que diga : El aseo es un deber.
LA CONCIENCIA 413
161. La modestia.
Varios niños organizaban una partida de campo. Uno
de ellos tomó la palabra y dijo: Yo soy el más inteligente
y el más rico y generoso. Yo os guiaré al mejor sitio y
os llevaré las mejores provisiones. Esperadme un momento,
que voy a comprarlas. Cuando vuelva, todos debéis seguirme
y obedecerme . Fuese el niño, y, al volver cargado de
provisiones, se halló con que sus compañeros habían partido
dejándole solo. Retiróse furioso a su casa. Preguntóle su
padre la causa de su enojo, y él no pudo ocultarla. Entonces,
el padre le hizo esta advertencia: Tus compañeros te
acaban de dar una lección inolvidable. Los hombres jac-
tanciosos y petulantes se hacen incómodos y antipáticos.
Nadie debe andar pregonando a todos los vientos su
superioridad, antes bien puede demostrarla en silencio. Si
eras, en efecto, más inteligente que tus compañeros, no
debiste decirlo, sino probarlo con una proposición acertada.
Si eras más rico y generoso, tampoco debiste decirlo, sino
también probarlo aportando callado tus provisiones. Para
que se te considere, sé modesto. Cuando llegues a una
cumbre, los que están en el llano te verán, sin necesidad
de que los ofendas gritándoles que estás más alto que
ellos. La verdadera superioridad es como la luz: se difunde
e impone por sí misma. Solamente la falsa superioridad,
peligro de hombres y de pueblos, necesita los anuncios
y pregones de los malos artículos industriales Por esto
se la teme y execra como a los vicios. La jactancia
engendra desconfianza. La modestia demuestra la verdadera
grandeza».
162. La crueldad.
Juan, siéntate y escucha. Te he visto hoy jugando
con un ratón atado de la pata, y quiero hablarte de la
crueldad. ¿Sabes tú que los animales sufren más o menos
como nosotros?... ¿Te gustaría que un gigantazo, cinco
414 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
veces mayor que tú, te atara del pie y jugase contigo^
hasta dejarte por muerto?...
Si carecieras de buenos sentimientos, me replicarías
que, no existiendo gigantes, puedes siempre darte el gusto
de martirizar a los animales, sin temor de que a ti se te
martirice... Lo reconozco; pero, ya que mi razón de orden
sentimental no te convence, puedo aducir otra de orden
intelectual, y mucho más importante. Escucha...
Al atormentar a un animal, te acostumbras a la crueldad.
Acostumbrado a ella, podrás emplearla más tarde con los
mismos hombres; castigarás severamente a los niños, a los
débiles, a los subordinados, a los malos... Pues bien, na
sólo es probable que en nada beneficies a quienes así
castigues, sino que además te expondrás a sus iras y
represalias. Siendo ahora cruel con los animales, propende-
rás a serlo más tarde también con los hombres, y entonv:es,
a su vez, los hombres han de ser crueles contigo.
¿Me escuchas? ¿Comprendes que te aconsejo la bondad
para con los -animales, no tanto quizá en interés de
éstos, cuanto en tu propio interés?... Hoy fué tu víctima
un inofensivo ratoncillo; mañana lo serás tú mismo. Sé
bueno con los demás, para que los demás sean buenos
contigo.
Como eres, Juan, un chico razonador, preveo tus
objeciones. Me dirás, en primer lugar, que puedes tratar
de un modo a los animales y de otro a tus prójimos.
También se te ocurrirá decirme que no '^ienune es de
temer el desquite... ¿Qué te contestaré yo? Ante todo, que
tengo más experiencia que tú de ¡a vida y del corazón
humano. M>ientras seas niño, "debes confiarte a la experien-
cia de tus padres y maestros; harto sabes lo que te quieren...
¿Por qué no habían de aconsejarte según tu conveniencia
y para tu felicidad?...
Escucha, Juan. La crueldad para con los animales,
defecto de que quiero corregirte, es nociva, no sólo ai
individuo, sino también a la colectividad social A ti te
LA CONCIENCIA 415
gusta, por ejemplo, matar avecillas que alegran la vista
con su bello plumaje y deleitan el oído con su canto. Si
todos los hombres pensaran como tú, pronto se extingui-
rían esas especies ; perderíamos una fuente de goces puros
y sencillos. Conviene, pues, a todos enseñar a cada uno
que las respete. Son patrimonio común de los hombres, y
especialmente de los que, por su pobreza, no pueden
procurarse otro placeres. Si amas a tu prójimo, ama por
él las aves hermosas y canoras.
Podrías argüir que hay especies de animales inútiles
y dañinos... No me opongo, Juan, a que ejercites en su
contra tu destreza de cazador ; pero sí a que hagas sufrir
innecesariamente a ningún animal, por antipático que sea.
Atormentar a una víbora porque tiene veneno, es simple-
mente una tontería. ¿Cabe imputarle la culpa de ser como
es? Además, piensa que sus colmillos constituyen para ella
un arma indispensable en la lucha por la vida. . . Mátala si
la encuentras, mas no para castigarla, sino para suprimirla.
Aunque la necesidad determina crueldades inevitables, nunca
o muy rara vez justifica un refinamiento de crueldad.
Cuando seas hombre, Juan, si te aficionas a- la caza
y a la pesca, podrás también procurarte presas útiles por
su carne o por su piel. Para ello te bastará tomarlas en
su sazón y oportunidad, de la manera menos dura. En-
tonces no tratarás de exterminarlas a tontas y a locas,
porque estará en tu interés el respetar en su estación
las pequeñas crías, para que luego abunden las buenas
piezas. Una cosa es el placer de la crueldad, y otra el
placer de procurarnos provechosos recreos y de ejercitar
nuestras fuerzas.
Aun más debo decirte, Juan. El placer de la crueldad
es una verdadera anomalía, es una aberración del senti-
miento. Un animal sano mata por necesidad, para alimen-
tarse y defenderse, pero no con especial fruición, no por
vicio. Igualmente, sólo un hombre débil y enfermo goza en
la contemplación de! dolor ajeno. Podrás comprobar esto
416 CUADROS Y FASFS DE LA VIDA ARGENTINA
Último cuando hayas crecido y conozcas mejor a tus se-
mejantes.
La pasión por los espectáculos de sangre fué siem-
pre, en la vida de los pueblos, síntoma de afeminamiento
y de decadencia. Los romanos de la república, edad heroi-
ca, no deliraron por el circo, como el pueblo corrompido
del Bajo Imperio.
Aunque en nuestros días se ha prohibido en todas
las naciones civilizadas la lucha mortal de los antiguos
gladiadores, consérvanse a veces algunos espectáculos
sangrientos, como las riñas de gallos y las corridas de
toros. Sin duda, tales espectáculos, sobre todo el último,
tienen cierto interés y hasta plástica belleza, si bien no en
tan alto grado como los antiguos combates del circo. En
cambio de este pequeño mérito, ¡cuan funestos resultan por
su negativa educación social! La fascinación de la lucha
domina al público, las pasiones atávicas se desbordan
en torrente, la energía nerviosa se desgasta, el ánimo
se deprime, ¡la humanidad se degrada! Y aquella turba
frenética, que llena la plaza con sus gritos, sus exclama-
ciones, sus denuestos, sus aplausos, tiene tan horrible
poder de contagio y de asimilación, que anula las per-
sonalidades y rebaja a su nivel a los hombres más nobles
y, cultos; es como una fiera apocalíptica que debilita los
cuerpos y devora las almas.
Hay quien dice que semejantes espectáculos templan
el carácter y estimulan el valor. ¿El carácter y el valor de
quiénes? ¿Acaso del público?... Lejos de ello, obsérvase
que éste sale del circo enfermizamente excitado. La bárbara
emoción tiende a deprimir su temple; hace haraganes a
los activos, tristes a los alegres, brutales a los tranquilos, y,
aun diré que, a todos, hombres decadentes y violentos. Si
esas luchas, generalmente tan innobles, dan carácter y
valor, no será a la muchedumbre, no, antes bien a los
toreros, a los toros, a los gallos de riña. Parece que
infunde a éstos los bríos que toma de aquélla, como si
LA CONCIENCIA 417
se transvasara su sangre en los luchadores; el pueblo,
aunque nervioso y excitado, queda abatido, anémico, ex-
hausto. El espectáculo sanguinario viene a ser como un
veneno lento y seguro, comparable con el alcohol y la
morfina, esto es, con los llamados < paraísos artificiales >.
Tal vez me digas, Juan, que a veces la crueldad es
necesaria para con el hombre mismo; se castiga a los
criminales, se mata al enemigo en la guerra. . . Desde lue-
go; castígase para atemorizar, para ejemplarizar, para es-
carmentar, y esto constituye una necesidad durísima. Máta-
se, por otra necesidad no menos dura, en defensa de la
patria. Pero, ¿acaso se complace el hombre de bien, sano
de cuerpo y de alma, en el suírmiiento del criminal o del
enemigo? . . .
Sé fuerte, Juan, sé enérgico, sé valiente, ejercita tus
músculos, desarrolla tus bíceps; con todo esto contribuirás
a procurarte la dicha. Mas no oivides que el placer de la
crueldad sólo podrá labrar tu desgracia. Tanto más capaz
es el hombre, cuanto más generoso, y, tanto más débil,
cuanto más cruel.
l63. La beneficencia.
La señorita Lía, maestra del quinto grado, hacía leer
a sus discípulos. Tocóle el turno a Jorge Pondal, y el
niño no tenía su libro de lectura. ¿Lo has olvidado en
tu casa?, le preguntó la maestra. — No, señorita... — ¿Lo
has perdido? — No, señorita... — ¿Lo has roto? — No, se-
ñorita...— ¿Qué has hecho de él, pues?». Encarnado como
una cereza, el niño respondió : « Cuando venía a la escuela
encontré en la calle a un chico muy pobre, que me pidió
una limosna. . . Dióme lástima, y, como no llevaba dinero, le
regalé el libro. . . Sonrióse bondadosamente la señorita Lía,
y dijo a Jor^ito: «Tus sentimientos te honran; te felicito
por tu acto de generosidad. Puesto que los pobres sufren
como nosotros, nosotros debemos ayudarlos en cuanto po-
damos. La caridad, beneficencia o filantropía, como quiera
418 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
que se llame al amor al prójimo, especialmente en su
desgracia, es una virtud social.
Hizo la señorita una pausa, y añadió: «¿Sabes, Jor-
gito, si el chico a quien diste el libro sabía leer? —
Probablemente no sabía, señorita, porque miró el libro del
lado del revés, con las letras patas arriba. . . — ¿ Crees que
podrá aprender a leer en ese libro tan adelantado ya?
¿No le hubiera sido más útil, en todo caso, una cartilla?. . .
— Seguramente. . . — Y más útil aún, ¿ no hubiera sido man-
darle a la escuela? — Claro, señorita. — Pues bien, tu acto
de caridad resulta acaso completamente ineficaz. ¡Para
qué quiere ese niño el libro de lectura! Cualquier cosa
le sería de mayor provecho: vestido, alimento para el
cuerpo, el alimento para el espíritu que se da en la es-
cuela. . . — Pero yo no podía mandarle a la escuela, seño-
rita. . . — Tú no ; otros pueden hacerlo en vez de ti. . . El
Estado y ciertas sociedades públicas sostienen asilos-escue-
las para los niños pobres .
Dirigiéndose luego la señorita Lía a toda la clase,
que había escuchado en silencio el diálogo, dijo desde la
cátedra: La caridad que practican los particulares, cada
uno por su lado, llámase beneficencia privada. La que
realizan el Estado y ciertas sociedades en establecimientos
abiertos al público, llámase beneficencia pública. La be-
neficencia privada, por ejercerse más o menos ocasional
y aisladamente, no remedia de raíz los males de la pobre-
za; apenas ¡os aiivia un rnumento. Es insu;ic¡jnte, y a
menud;> resulta mal encaminada y peor aprovechada. En
algi'í^os casos es hasta perniciosa. Dar una limosna a un
va:::;dbundo borracho, por ejemplo, será favorecer su vicio.
Para ciertos mendigos, la limosna privada constituye un
'veneno lento, que carcome su dignidad de hombres y
perjudica su salud. Sólo una caridad racional y sistemática
puede cumplir sus altos fines, propendiendo a mejorar la
suerte de los menesterosos.
< Como esta caridad racional y sistemática, continuó
LA CONCIENCIA 419
la señorita Lía, requiere una organización y medios de que
no pueden disponer los particulares mejor dotados, se
realiza sólo en la beneficencia pública. Jorgito Pondal
quiso favorecer a un chico mendigo, y, deseoso de que
se instruyera, le regaló su hermoso libro de lectura.
¿Aprenderá a leer el chico en este libro? Sabemos ya
que no; luego, la dádiva de Jorgito ha sido inútil. Habría
que mandar al chico a un asilo-escuela, y Jorgito, con
toda su buena voluntad, no puede proporcionárselo por sí
mismo. A los chicos que mendigan en la vía pública, antes
se los daña que beneficia si se los alienta con limosnas,
en un sistema de vida que los deprime y desmoraliza;
deberíase alojarlos en una casa protectora y enseñarles
un oficio. Para cambiar de condición, no requiere e!
ebrio consuetudinario unos centavos, sino larga perma-
nencia en un establecimiento higiénico, donde se le cure
médicamente de su vicio y se le habitúe a trabajar. La
beneficencia sostiene igualmente escuelas para los sordo-
mudos, los ciegos y los débiles de espíritu; refugios para
los enfermos crónicos, los lisiados, los valetudinarios; en
fin, toda suerte de locales y establecimientos cuyos fines
estriban en la realización de la filantropía, de una manera
eficiente y social».
Un niño preguntó entonces a la maestra: «Señorita
Lía, si la beneficencia pública es la verdaderamente buena,
¿cómo pueden hacer caridad los particulares? — A esto
iba, repuso la maestra. Los particulares pueden colaborar
en la beneficencia pública favoreciendo sus establecimientos
con generosos donativos, y también aportando desinteresa-
damente su trabajo personal a la dirección y administra-
ción.— ¿No debe, pues, darse limosna? — En ciertos casos...
Pero hay que darla con tino y oportunidad, y, especial-
mente, cada uno debe contribuir al desarrollo de la bene-
ficencia pública. La beneficencia ha de ser, más que la
obra de éste o de aquél, la obra de todos».
420 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
l64. El ladrón.
«Alguien llama a la puerta; ve, Marta, y abre», dice
a su anciana criada el ingeniero Robio, fumando su larga
pipa, de sobremesa. «Señor, contesta la criada, no olvide
usted que estamos solos esta noche ; por esto he atrancado
la puerta. Puede ser un ladrón el que llama; en los pueblos
vecinos ha merodeado en estos días una gavilla... — También
puede ser un pobre viajero perdido en esta noche de
perros. No se debe dejarle afuera, expuesto a la lluvia...
Ve, Marta, y abre la puerta ; si es un ladrón, ya le echa-
remos... — Señor, es extraño que no ladren los perros... —
Acaso conozcan al viajero. — Señor, tengo miedo de abrir
la puerta... — Yo la abriré».
Abre el ingeniero Robio la puerta de su casa, y entra
un joven miserablemente vestido y empapado por la lluvia.
«Buenas noches. ¿Qué buscas en esta casa? — Me he
perdido en el campo, señor, y busco un techo para pasar
la noche... — ¿Has cenado? — No, señor... — Marta, sirve
a este mozo de cenar y dale de beber un buen vaso de
vino». La criada manifiesta aparte a su amo, que teme
llevar al forastero a la cocina... «Sírvele aquí, en el
comedor», replica el amo.
Sombrío y preocupado, el joven cena ávidamente. Cuan-
do termina, pide al dueño de casa que le indique dónde
pasará la noche. «Si no estás muy cansado, dice el inge-
niero, conversaremos antes un momento; no es saludable
acostarse en seguida de comer. ¿Fumas?... Marta, pasa a
este mozo un cigarrillo y sírvele una copita de cognac. —
¡Oh, señor! Usted hace demasiado por mí, demasiado... —
Esta noche eres mi huésped y quiero obsequiarte >.
Cambian algunas palabras el señor Robio y su hués-
ped, y, de pronto, el joven, conmovido por la conversa-
ción y algo excitado por el alcohol y el tabaco, excla-
ma: «Señor, soy indigno de sus bondades... Yo venía
a robarle. . ., tal vez a matarle. . . » Y se echa a sollozar.
LA CONCIENCIA 421
posando la frente en la mesa. El ingeniero comprende.
La gavillla de foragidos que merodea por los alrededores
intenta aprovechar aquella noche la ausencia de los peones,
que han ido a un baile en el pueblo vecino. Proyéctase
dar un golpe de mano para robarle en su propia casa; el
perro guardián ha desaparecido misteriosamente; el joven
es el enviado que va a abrir la puerta a sus cómplices, en
el sigilo de la media noche...
Acércase el ingeniero a su huésped y le palmea en el
hombro. «¿Por qué lloras?. . . ¡Todavía no me has robado,
supongo, ni asesinado!. . . No hay razón para tanto arrepen-
timiento. . . Bebe un trago de cognac para reponerte, y ha-
blemos. . . ¡Vamos, sé hombre! — ¡Soy un miserable ! — Yo
solo sé que eres desgraciado. ¿Te place mucho la compañía
de ladrones y vagabundos? - No conozco otra, señor. . . —
¿Tienes padre, madre, hermanos? — Nunca los conocí ni
los tuve. Abandonado en una escuela-asilo, huí de muy
niño y me refugié entre mala gente ; para vivir los sigo y
los sirvo. . . —Eres feliz en tu profesión de Caco?. . . —
¡No, no! — Sufres hambres, fríos, soles, quizás también fre-
cuentes castigos. . . — i El trabajo es duro !. . . — Te hallas,
además, expuesto a que te prenda la policía y se te en-
cierre en una cárcel. ¿No amas la libertad? — ¡Demasiado,
señor! — Pues si amas la libertad y no te intimida el tra-
bajo, ¿por qué no te haces hombre de bien? — No lo
he podido hasta ahora. . . — ¡No lo has podido! Pero, por
lo menos comprendes que es más cómodo ser honrado
que picaro. — Lo comprendo. . . — Pues yo te he de dar una
ocupación. Seguramente te trataremos aquí menos mal que
en tu gavilla. Y, estando ya a mi servicio, apróntate a pasar
la noche en vela conmigo y la criada ; tendremos las luces
encendidas y las puertas seguras para evitar una sorpre-
sa... Nada temas; no he de denunciar a tus compañeros;
me bastará evitarlos. . . — ¿Cómo agradecerle señor?. . . ¡Es
la primera vez de mi vida que se me habla así!. . . ¿Cómo
agradecerle, señor? — ¡Haciéndote hombre de bien!».
422
CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
l65. Los dos éatos.
(Fábula
1. Dijo el gato casero
al gato libertino:
— ¡Tu vida, compañero,
es un gran desatino !
2. Mientras por los tejados
andas tú de pelea,
trago yo mis bocados
junto a la chimenea.
3. Y el gato libertino
dijo al gato casero :
— ¡Tan blando esta destino,
como eres tú -evero !
4. ¿Ignoras, mentecato,
que nui.ca, ni por juego,
nadie b'indó a este gato
un rincón junto al fuego?...
5. No juzgue la indigencia,
ni se jacte de fuerte,
quien debe la sap encia
sólo a su buena suerte.
l66. El honor.
(Carta de un padre a su hijo).
Mi hijo :
Acabo de recibir tu cariñosa carta, y, como me lo pi-
des, sin demorar ni una liora, paso a contestarla, « a vuel-
ta de correo». He de agradecerte, ante todo, que, en una
duda acerba de tu espíritu, para resolver una situación que
te parece delicada, acudas a consultarme. No te ha detenido
la falsa vergüenza que a tantos detiene en tales casos,
encaminándolos más bien hacia un amigo de confianza.
El amigo, impetuoso e impresionable como ellos, no es
por cierto el consejero más seguro. Como el padre, difí-
cilmente lo será, pues carece de la clarividencia del amor
paterno. Conoce el padre tan hondamente a sus hijos,
porque también él ha sido joven y sus hijos se le parecen.
Es, para el hijo, una especie de - otro yo » más experi-
mentado y sereno, j El padre debe ser el verdadero amigo
de confianza.
Agradecido, pues, a tu consulta, trataré de darte since-
LA CONCIENCIA
423
ramente mi opinión. Pero tu carta es tan difusa, por
haberla escrito tú en un momento de excitación febril»
que, francamente, me ha costado un esfuerzo comprender
lo que llamas tu «caso». Para hablar con precisión, te lo
expondré, tal cual lo entiendo.
Hace cosa de un par de años te contrataste, como
empleado, en la casa comercial de Rivara, Tabel y Com-
pañía, establecida en el Rosario. Estando entonces ausente
el señor Tabel, te entendiste con el señor Rivara. Como
eres activo y honesto, pronto te ganaste su aprecio y
llegaste a ser algo como su brazo derecho. Debiendo a su
vez ausentarse para Europa tu jefe el señor Rivara, y acaso-
porque le inspirasen cierta desconfianza los demás empleados
de la casa, obtuvo de ti la promesa de que permanecerías
hasta su vuelta en el puesto de cajero. ¿No es esto?...
Días después de partir el señor Rivara, estaba de regreso
su socio el señor Tabel, que era el jefe con quien debías
entenderte en adelante. Aquí llegamos al nudo de la cues-
tión... El señor Tabel, que no te conoce como el señor
Rivara, no te traía del mismo modo. Le atribuyes maneras
impertinentes, y temes que desconfíe de tu probidad. Por
sus últimas requisas y observaciones, te crees ofendido en
tu «honor». Así dices, ¿no? ¡Tu «honor»!
El honor ofendido, según crees, te pone en la dura
necesidad de obtener amplia satisfacción; quieres renunciar
a tu cargo y pedírsela al señor Tabel. Aunque no me lo
dices, leo entre líneas que has pensado hasta en provocarle
a duelo, puesto que eres un hombre de honor... Felizmente,
antes de tomar tal resolución, que sería irreparable, me
consultas.
Debo recordarte, ante todo, que tienes un brillante
porvenir en la casa de Rivara, Tabel y Compañía. Mucho
te perjudicaría el retirarte de allí; sólo por un motivo serio,
si realmente el honor te lo mandara, yo te lo aconsejaría...
Pero sé me antoja que tu situación no es tan crítica
como supones, a lo menos hasta ahora. No constituye un
424 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
caso de fuerza mayor, y tu honra, por otra parte, te manda
que aguantes y te quedes en la casa mientras puedas... En
efecto, ¿no diste tu palabra al señor Rivara de permanecer
en tu puesto durante su ausencia? Si te retiras, sin un
motivo que lo justifique, faltas a tu palabra, ¡y cumplirla
es el primer deber de un hombre de honor!
Eres un tanto quisquilloso y altanero. Siempre lo fuiste,
desde niño, y hasta pienso que has heredado esto en parte
de mí. Pues bien, debes saber que la quisquillosidad y
altanería no son cualidades esenciales del honor; antes lo
serían de un falso honor. En estos tiempos democráticos
ha perdido ya el honor su antiguo carácter militar; es una
virtud crítica y más bien pacífica. Muy contadas y excep-
cionales son las circunstancias en que disculpa el uso de
la fuerza y violencia, aunque no lo impone.
En virtud de las complicaciones de la vida moderna
y de los misterios del corazón humano, el honor se nos
presenta ahora, no tanto como una impulsión agresiva,
cuanto como un motivo para resolver conflictos de deberes,
de intereses, de sentimientos. Tal ocurre en tu caso. Chocan
ahí, en primer término, tu deber de hacer respetar tu
dignidad de hombre honrado por el señor Tabel ; en
segundo, tu deber de cumplir la palabra que empeñaste
al señor Rivara, y, en tercero, tu deber para contigo
mismo, de trabajar y de abrirte camino en el mundo.
Según el primero de estos deberes, tendrías que proceder
enérgicamente contra el ofensor, real o supuesto; según
los dos últimos, tendrías más bien que tolerarle en silencio,
hasta la vuelta del señor Rivara. Ya lo ves; quizá tu
honor te manda que te vayas, quizá tu honor te manda
que te quedes...
Conociendo tu carácter, no me atrevo a aconsejarte que
dejes las cosas como están y aguardes, lo que para otros
temperamentos sería sin duda lo más acertado. Pero tam-
poco te aconsejo que procedas a sangre y fuego... ¡Nada de
estol Procura tener una entrevista amistosa con el señoi
LA CONCIENCIA 425
Tabel. Siendo él tu jefe, habíale con deferencia. No le pi«
das una satisfacción, lo cual sería intempestivo y contrapro-
ducente ; ruégale que te diga si está descontento de tus ser-
vicios. Si él quiere que te retires, te lo dará a entender así;
si quiere que permanezcas en la casa, te expondrá sus condi-
ciones. En el primer supuesto, tu honor te manda retirarte
a tiempo, sin una queja ni una reconvención ; en el segundo,
tu honor te indicará, sin que yo te lo aconseje, que acep-
tes esas condiciones, o bien que las rechaces.
«¿Qué es, pues, el honor?», me preguntarás acaso.
El honor, más que una espada siempre dispuesta a herir
al contrincante, es hoy un juez íntimo para fallar, en caso
de duda, cuál será la conducta que merezca la aprobación
de nuestros iguales. De ahí que el honor presente dos caras:
una interna y subjetiva, hija de la conciencia y de la re-
flexión propias, y otra externa y objetiva, hija de la con-
ciencia y de la reflexión ajenas.
Como harto lo deseas, hijo mío, cumple con lo que te
manda el honor; mas no el falso honor del espadachín, que
defiende a mandobles una conducta tal vez indigna, sino el
verdadero honor del hombre de bien, que se impone con
una conducta siempre digna. Esto es lo que te aconseja
Tu padre.
l67. Encuentro con un anticuo condiscípulo.
Una tarde había ido yo a comer a un cuartel, donde
estaba alojado un batallón, cuyo jefe era mi amigo. A los
postres me habló de un curioso recluta que la ola de la
vida habia arrojado, como un resto de naufragio, a las
filas de su cuerpo. Pasaba el tiempo leyendo, y el coman-
dante tuvo más de una vez la idea de utilizarle en la ma-
yoría; pero, ¡era tan vicioso! En aquel momento pasaba
por el patio, y el jefe le hizo llamar: al entrar, su marcha
era insegura. Había bebido. Apenas la luz dio en su ros-
tro sentí mi sangre afluir al corazón y oculté la cara para
426 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
evitarle la vergüenza de reconocerme. Era uno de mis an-
tiguos condiscípulos más queridos, con el que me había
ligado en el colegio. Una inteligencia clara y rápida, una
facilidad de palabra que nos asombraba, un nombre glorio-
so en nuestra historia, buena figura, todo lo tenía para
haber surgido en el mundo. Había salido del colegio antes
de terminar el curso, y durante diez años no supe nada
de él. ¡ Cómo habría sido de áspera y sacudida esa exis-
tencia para haber caído tan bajo a los treinta años!.. . Poco
después dejó de ser soldado. Le encontré, traté de levan-
tarle, le conseguí un puesto cualquiera, que pronto aban-
donó para perderse de nuevo en la sombra; todo era in-
útil; el vicio había llegado a la médula.
MiGUEi. Gané.
168. Los jóvenes y los viejos.
Un anciano llevaba a cuestas un haz de leña. Rendido
por el cansancio, sentóse a orillas del camino. Pasó un
mozo y se comidió a ayudarle. «¿Para qué vas a trabajar,
le preguntó el anciano, si no tengo con qué pagarte?»
Y el mozo repuso: «Los jóvenes debemos ayudar a los
viejos para que, cuando seamos viejos, nos ayuden los
Jóvenes » .
l69. ¡Adelante!
(Soneto, de la serie titulada Siete sonetos medicinales).
Si te postran diez veces, te levantas
otras diez, otras cien, otras quinientas...
No han de ser tus caídas tan violentas,
ni tampoco, por ley, han de ser tantas.
Con el hambre genial con que las plantas
asimilan el humus avarientas,
deglutiendo el rencor de las afrentas
se formaron los santos y las santas.
EL CAMPO 427
Obsesión casi asnal, para ser fuerte,
nada más necesita la criatura,
y en cualquier infeliz se me figura
que se rompen las garras de la suerte...
¡Todos los incurables tienen cura,
cinco minutos antes de la muerte!
Pedro B. Palacios f Alma fuerte).
l7o. O enfermo y la Muerte.
(Glosa de una fábula antigua)
En un rapto de desesperación, exclamó un enfermo:
«¡Ven, por fin, oh Muerte! Apareciósele ella, y le dijo:
«Aquí estoy. ¿Qué me quieres?» Asustado y arrepentido,
el enfermo repuso: ^< Discúlpame. . . Quería pedirte un re-
medio para sanar y vivir».
VII. EL CAMPO
l7l. Del campo.
1. ¡Pradera, feliz día! Del regio Buenos Aires
quedaron allá lejos el luego y el hervor;
hoy en tu verde triunfo tendrán mis sueños vida,
respiraré tu aliento, me bañaré en tu sol.
2. Muy buenos días, huerto. Saludo la frescura
que brota de las ramas de tu durazno en flor;
formada de rosales, tu calle de Florida
mira pasar la Gioria, la Banca y el Sport.
3. Un pájaro poeta rumia en su buche versos;
chismoso y petulante, charlando va un gorrión;
las plantas trepadoras conversan de política,
las rosas y los lirios, del arte y del amor.
428 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
4. De noche, cuando muestra su medio anillo de oro,
bajo el azul tranquilo, la amada de Pierrot,
es una fiesta pálida, la que en el huerto reina;
toca en la lira el aire su do-re-mi-fa-sol.
5. De pronto se oye el eco del grito de la Pampa ;
brilla como una puesta del argentino sol ;
y un espectral jinete como una sombra cruza:
Jobre su espalda, un poncho; sobre su faz, dolor.
6. — ¿Quién eres, solitario viajero de la noche?
— Yo soy la Poesía que un tiempo aquí reinó;
¡yo soy el postrer gaucho, que parte para siempre,
de nuestra vieja patria llevando el corazón !
(Abreviado; Rubén Dabío.
l72. i Adelante!
1. ¡Ea, muchachos, es la aurora] ¡arriba!
Tomad el hacha y el martillo y vamos;
si como ayer tenaces trabajamos,
el monte derribado caerá.
Alcemos con sus troncos nuestras casas,
asilo de la enérgica pobreza;
donde creció el jaral y la maleza
la viña lujuriante medrará.
2. Que el muelle artesano la fortuna
busque adulando a su señor adusto,
el torpe corazón siempre con susto
de perder de su afán el fruto vil.
iVlientras esparce el odio y la cizaña,
nuestras robustas manos siembren trigo;
mientras ve en cada hombre un enenngo,
amémonos con pecho varonil.
EL Campo
429
3. El vínculo sagrado que nos une
se apretará con la honradez probada.
¡Sus, al combate', a la conquista ansiada
del trabajo fecundo en la legión.
¡Victoria al más intrépido! Bizarro,
sus pensamientos en la patria fijos,
ese llegue a tener hermosos hijos,
hombres libres, de limpio corazón.
4. La gran Naturaleza nos invita
a su festín suntuoso; seamos parcos,
y al repasar por sus triunfales arcos,
ia libertad nos guíe con su luz.
Bajo su influjo bienhechor, la dicha,
la paz y la abundancia nos esperan:
¡a los valientes que en la lucha mueran,
un recuerdo, una palma y una cruz!
5. No desmayéis, conscriptos del progreso;
rasgue el arado el seno de la tierra;
guerra a la incuria, a ia ignorancia guerra,
amor a Dios, respeto por la ley.
Diques al mar pongamos, freno al vicio,
allanemos la rispida montaña,
y sea nuestro orgullo y noble hazaña
en cada ciudadano ver un rey.
6. Así avancemos como un haz; la rula.
nos haga menos ardua el dulce canto
del poeta; las artes con su encanto
den a nuestra energía el galardón.
Busquemos la gran patria en que los hombres
se reconozcan prósperos y hermanos,
invitando a los pueblos soberanos
a seguir de los libres el pendón.
430 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
7. ¡Y dulce será ver en nuestros lares
de la jornada al fin, todos reunidos,
a los seres amables y queridos
que ennobleció el trabajo y la virtud,
recordando los triunfos del pasado
en las largas veladas del invierno,
o elevando sus preces al Eterno,
que nos da la esperanza y la salud!
Caülos Guido y Spano-,
l73. Consejos del viejo «Viscacha'*,
(Fragmento del poema gauchesco La vuelta de Martin l'ierro).
1. El primer cuidao del hombre
es defender el pellejo.
Llévate de mi consejo,
fíjate bien en lo que hablo:
el diablo sabe por diablo,
pero más sabe por viejo.
2. Hacete amigo del juez,
no le des de qué quejarse;
y cuando quiera enojarse
vos te debes encoger,
pues siempre es güeno tener
palenque ande ir a rascarse.
3. Nunca le ¿leves la contra,
porque él manda la gavilla.
Allí sentao en su silla
ningún giiey le sale bravo:
a uno le da con el clavo,
a otro con la contramina.
i:l campo
4. El hombre, hasta el más soberbio,
con más espinas que un tala,
afLueja andando en la mala
y es blando como manteca.
Hasta la hacienda baguala
cai al jagüel en la seca.
5. No te debes afligir
aunque el mundo se desplome.
Lo que más pr^cisi el hombre
tener, según yo discurro,
es la memoria del burro,
que nunca olvida ande come.
6 Deja que caliente el horno
el dueño del amasijo.
Lo que es yo nunca me aflijo
y a todito me hago el zorro:
el cerdo vi^^ tan gordo
y se come hista los hijos.
7. El zorro, que es ya corrido,
dende lejos olfatea.
No se apure quien desea
haceVlo que le aproveche:
la vaca que más ramea
es la que da mejor leche.
8. El que gana su comida
giieno es que en silencio coma.
Ansina vos, ni por broma,
querrás llamar la atención:
nunca escapa el cimarrón
si dispara por la loma.
-^
432 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
9. Los que no saben guardar
son pobres aunque trabajen.
Nunca por más que se atajen
se librarán del cimbrón:
al que nace barrigón
es al ñudo que lo fajen.
10. Vos sos pollo, y te convienen
toditas estas razones.
Mis consejos v lesiones
no eches nunca en el olvido :
en las riñas he aprendido
a no peLiar sin puyones.
("Abreviado I José Hernández.
l74. Estancias y colonias.
La mayor riqueza de la República Argentina está en
sus industrias rurales: la ganadería y la agricultura. La
ganadería, cría y pastoreo de vacas, caballos y ovejas, se
explota en las estancias; la agricultura, labranza de la
tierra, especialmente para el cultivo de cereales — trigo,
maíz, lino, avena, cebada, centeno — , se ejercita en las
« colonias ». Existen entre ambas industrias estrechas rela-
ciones: la ganadería requere a menudo el forraje produ-
cido por la agricultura, y la agricultura, la tracción de
bueyes y caballos producidos por la ganadería. Por esto,
en las estancias se practica algo de agr'cultura y en las
colonias suele criarse ganado. Hay además establecimientos
mixtos, que son al propio tiempo ganaderos y agrícolas,
estancias y colonias.
¿Has estado en alguna estancia? Habrás visto allí
animales vacunos, caballares y ovinos sueltos en el cam-
po; habrás visto también otros en galpones y establos.
Hay, pues, dos principales negocios: el pastoreo de animales
I-.L CAMPO 433
< ordinarios» a campo, para que se multipliquen, y el cui-
dado y selección de animales finos >\ para mejorar las ra-
zas. VéndéVise los productos de ambos negocios, los unos
por decenas y centenas, y los otros por carísimos ejem-
plares típicos y aislados. El primero, favorecido por la be-
nignidad del clima y la fertilidad del campo, es el antiguo
negocio de estancia; el segundo es el de los modernos
criadores, el negocio poéticamente Humado de la « cabana ».
Además, es negocio de estancia el que suele apellidarse
de invernada»; se compran animales jóvenes y flacos a
bajo precio, se sueltan en buenos campos para que se des-
arrollen y engorden, y luego se venden con ganancia. Y no
sólo se venden las reses, sino que asimismo se comercia
con los cueros, la lana, las crines, en fin, con todo lo que
produce el ganado y tiene un precio en los mercados del
mundo. Los seguros beneficios de estas industrias explican
y justifican el exorbitante valjr de las tierras de pastoreo
y de labranza en la República Argentina.
¿Has observado alguna vez las faenas de la estancia?
Los adelantos de la técnica moderna han transformado el an-
tiguo sistema criollo. Antes, el ganado se << paraba» en pleno
campo, rodeado por peones de a caballo, esto es, formando
rodeo », y se enlazaba, apartaba y sacrificaba a mansalva.
43Í' CUADROS Y FASES OF, LA VIDA ARGENTINA
Ahora existen cómodos potreros cercados, amplios corra-
les, y se usa poco el lazo, que tanto estropea las reses.
La yerra o hierra, el acto de señalar a los anirtiales caba-
llares y vacunos con una marca de hierro candente, se
opera deteniéndolos en bretes o corrales angostos, sin
pialarlos, es decir, sin enlazarlos de las patas y arrojarlos
al suelo. La esquila de ios animales lanares, esto es, ej
acto de esquilarlos, se realiza con tijeras mecánicas, mo-
vidas por motores, que no desperdician lana ni tajean
la piel. Menos rudas y groseras, las faenas rurales son
también más provechosas. Con pocos brazos, ayudados
por ingeniosos mecanismos, funcionan vastos establecí,
mientos.
El carácter del criollo, tan amante de los clásicos
trabajos de estancia, es poco inclinado a las pacíficas fae-
nas de la agricultura. Como esta industria exige gran nú-
mero de trabajadores, se explota, más que en las estancias,
en poblaciones formadas por inmigrantes y por sus hijos
y deseen jientes: las colonias. El propietario de la tierra
las funda; trayendo colonos agricultores. Les entrega la
tierra, las máquinas y a veces hasta los habilita con di-
nero. Ellos labran, siembran y recogen la cosecha, y se
reparten luego las ganancias con el propietario. Si el ne-
gocio es proficuo para éste, que aprovecha su capital,
también lo es para aquéllos, pues hallan, no sólo una re-
muneración de su trabajo, sino también una nueva patria,
• y de libertad y de gloria ! Con esfuerzo y ahorro, el colono
puede a su vez llegar en algunos años a ser propietario
y legar a sus hijos un pedazo de la tierra que los vio
nacer y que constituye ahora su única patria.
La ganadería y la agricultura producen, en el bendito
suelo de la República Argentina, un excedente enorme so-
bre lo que necesitan sus habitantes para el consumo. En
cambio, existen muchos países que no producen lo sufi-
ciente para alimentar a los suyos. De ahí que de la Re-
pública Argentina se envíen a esos países millares y
F.l, CAMI'O
43r
436 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
millares de toneladas de cereales y muchos millares y
millares de reses vacunas y ovinas. El ganado se exporta
a veces en pie, o bien, más generalmente, expórtase la
carne congelada. En ciertos establecimientos llamados «fri-
goríficos» se compra el ganado, se matan las reses, se las
desuella, se las limpia, y todo se utiliza y separa, hasta los
cuernos y las pezuñas. Luego, las reses, partidas en cuatro
cuartos, o bien en dos grandes mitades o «costillares», con
sus correspondientes patas, pecho y muslo, se cuelgan en
grandes cámaras de temperatura muy baja, para que se
congelen; así se embarca, se transporta y se vende la carne
en los mercados de Europa, tan fresca como si el animal
acabara de matarse.
Visita tú cuando halles oportunidad las estancias y
frigoríficos y las colonias. En las estancias y frigoríficos
aprenderás la economía de la industria moderna, que nada
desperdicia. En las colonias verás praderas interminables
erizadas de espigas, como las lanzas de copiosísimo ejército
que ha de llevar el pan de la vida a lejanas tierras. Entonces
te formarás una idea de las inmensas riquezas de tu patria,
que sirven de base a sus mucho mayores riqueza- morales,
cual una columna de oro que sostuviera a la más bella
estatua de mármol.
VIII. LA CIUDAD
l75. La ciudad.
Contempla el espectáculo de una gran ciudad, sea
Buenos Aires, Córdoba, Bahía Blanca. Recorre sus calles,
atestadas de gente que va y viene, de carruajes, de auto-
móviles, de tranvías eléctricos, de trenes a flor de tierra
y quizá también en alto y subterráneos. Es como un
hormiguero humano, un hormic^uero maravilloso de activi-
dad y de industrias. En ciertos momentos la muchedumbre
parece oleada que rueda por las vías públicas. Leván-
tanse enormes edificios; bajo el suelo existe además
LA CIUDAD 437
Otra ciudad de sótanos y de cimientos. El aire se halla
cruzado por los incontables hilos del telégrafo y del telé-
fono. Las altas chimeneas de las fábricas, como enormes
esfuminos, ponen sobre el azul del cielo sus trazos de ne-
gro de humo. Todo es agitación febril, trabajo metódico,
pensamiento y acción, en fin, vida civilizada...
Recuerda que, hace relativamente breve tiempo, el cam-
po donde hoy se yergue la ciudad era un desierto tal
vez inhospitalario. Recorríanlo en todas direcciones las
bestias silvestres, y, si acaso, alguna mísera tribu de sal-
vajes armados de flechas. La inteligencia y la voluntad
del hombre, que no en vano se apellida a sí mismo el
«rey de la creación», bastaron para transformar aquí la
haz de la tierra, como doquiera que existan planicie y
clima templado. ¡ Cuántos esfuerzos, cuántos dolores, cuán-
tos triunfos se compendian en el incomparable espec-
táculo de una ciudad ! Diríase un gran libro de piedra y
hierro en que se presenta una síntesis de la historia. No
posee sin duda la inarmónica armonía de líneas y de colo-
res que ofrece un agreste paisaje de la Naturaleza; pero
muestra, en cambio, lo más bello que la propia Naturaleza
ha producido, si bien por modo indirecto: la obra del
hombre.
¡ La obra del hombre ! Para llegar al portentoso re-
sultado de la cultura moral y material de los modernos
tiempos, la palanca fué el trabajo ; mas no el trabajo des-
ordenado y oportunista, no, antes bien la disciplina del
trabajo. Si cada uno hubiera procedido por sí solo y para
sí mismo, el hombre viviría aiín de los frutos silvestres.
Ha sido necesario aprovechar históricamente las fuerzas
de todos, gracias a lo que se llama la « división social del
trabajo». La Naturaleza ha diferenciado específicamente a
los hombres, según su sexo, su edad, su estirpe, su propia
individualidad. Sus aptitudes son distintas. Unos, más in-
teligentes, sirven para las altas disciplinas de la poesía,
las bellas artes, la ciencia, o si no para el gobierno y
438 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
la política; otros, en cambio, sin poseer capacidad espe-
culativa, tienen especiales dotes para las artes manuales.
Hay quienes inventan y fijan derroteros ; hay quienes
aplican estos inventos y siguen estos derroteros. La hu-
manidad es como una inmensa pirámide : en su base está
el trabajo de los agricultores y obreros ; en su zona media,
el de los técnicos e industriales; más arriba, el de los
gobernantes y hombres de Estado; hacia la cúspide, el
de los hombres de ciencia y de pensamiento, y, en la
cúspide misma, los orandes filósofos y poetas, es decir,
los genios que fijan, queriéndolo o no, el criterio del Bien
y del Mal. Cuanto más alto y difícil sea el trabajo, tanto
más rara es la existencia del artífice correspondiente. Así,
en un millón de hombres, habrá nove-cientos mil que sólo
poseen aptitudes de labradores y de operarios; noventa
mil con capacitad de comerciantes y de industriales ; nueve
mil hombres de estudio y de gobierno; novecientos inven-
tores e innovadores; noventa y tantos hombres de ciencia
y de pensamiento original, y apenas uno que sea un ver-
dadero hombre de genio.
No se me oculta que esta manera de considerar la
ciudad del hombre irrita tus nobles sentimientos de igual-
dad humana. ¿Qué quieres?. . . La vida tiene sus desigual-
dades: unos seres nacen plantas, otros animales, otros
hombres, y, entre los hombres, unos nacen con mejores
cualidades que otros, así como unos nacen hembras y otros
machos. La historia demuestra también que la cultura no
es más que el producto de una larga y sistemática divi-
sión del trabajo, y que éste, por su parte, resulta de las
diferencias étnicas e individuales de los hombres.
Acaso pienses que, sometidos todos los niños de
una ciudad ideal a una misma educación, lleguen a ser
iguales en aptitudes. Aunque no en absoluto, la experien-
cia se ha hecho; la experiencia se hace todos los días.
Edúcanse para jefes quienes sólo valen para soldados,
y, para soldados, quienes valen para jefes. El fracaso de
LA CIUDAD
.39
/l4 ) ( UADROS Y FASES DE LA VID \ ARGENTINA
aquéllos y el encumbramiento de éstos prueba que la
educación, si bien mejora y desarrolla las capacidades, o
aunque torpemente las desconozca y deje de fomentarlas,
no rehace la especificidad del hombre. La humanidad no
es más que una generosa abstracción ; más bien hay
pueblos, o, mejor dicho, sólo hay individuos.
No quiero decirte que en la ciudad ocupe cada uno
el puesto correspondiente a sus verdaderas aptitudes. Por
desdicha, aun en las democracias más perfectas, impídenlo
desigualdades sociales no siempre justas. Pero estas mismas
desigualdades, cuando hay bienestar general y siquiera la
enseñanza primaria se difunde por todo el pueblo, repre-
sentan a veces vivo acicate para que luchen los injustamente
desalojados y desalojen a los gue llamaría usurpadores de
dirección y preeminencia. Constituye esto lo que tan gráfi-
camente se llama la «lucha por la cultura».
La ciudad es, por excelencia, el campo de la lucha por
la cultura. ¿Ves aquel joven pálido y de traje gastado,
que marcha cabizbajo, con un voluminoso paquete de
papeles? Es un auior pobre y todavía desconocido; busca
un editor para que imprima su obra, literaria o científica.
Si la obra vale, tarde o temprano ha de encontrar el
editor que la acepte, por el interés de su casa comercial.
Después del éxito, el joven saldrá de la penumbra, y, de
miembro de una clase dirigida, pasará a serlo de una
clase directora. Aquel obrero de blusa que corre presuroso
a escuchar una conferencia científica, rumia un invento;
cuando llegue a realizarlo se hará rico. En cambio, ese
lechuguino que ves pasar en un automóvil, es hijo de
un millonario poderoso. Como resulta incapaz de trabajar
y aficionado al lujo, los millones de su padre irán
indireciamente a parar al bolsillo del obrero inventor, y
el joven publicista ha de substituirle con el tiempo en
su rango ^social. Quizá el lechuguino sepa conservar
su patrimonio y hasta simule capacidad... ¡No importa!
Si sus hijos y sus nietos son tan inútiles como él, a guna
LA CIUDAD
441
vez, en las futuras generaciones; pasarán su peculio y su
poder a quienes sean más dignos de poseerlos. A la larga
y en definitiva, la lucha por la cultura hace justicia a los
hombres.
Estudíate. «Sé tú mismo». Descubre en tu alma tu
verdadera vocación, como una perla escondida. Engarza
luego esta perla en la joya del trabajo. Comprendida
tu idiosincrasia y determinada tu especialidad, sigue tu
camino en línea recta; «breve es la vida y largo el arte».
Si te demoras en el camino y te sientas a descansar
en una piedra, o pierdes un tiempo precioso en recoger
las flores del cerco y aun en desandar lo andado, jamás
llegarás a la meta. Piensa en un ideal más lejano, para
alcanzar lo más próximo. No te apresures demasiado,
sobre todo al subir las cuestas, porque podrías fatigarte
antes de tiempo. Marcha, marcha siempre a paso igual
y a jornadas regulares; el camino se compone de muchos
pasos y de muchas jornadas. Ayuda a los que van
junto a ti; pero no te detengas, ni trates de detener a
los demás. ¡Para todos se abre la ruta y el sol brilla
para todos!
No te amilanen las dificultades, ni te aturrulle el bullicio
de la gran ciudad. Si tropiezas y caes, levántate y sigue
adelante con más cuidado. Por duro que sea el camino,
la ciudad es generosa con los que llegan. Disfruta de
antemano, en tu imaginación, la probabilidad del triunfo;
ten fe en tu destino. Pero no envidies a aquellos a
quienes la pródiga mano de la Naturaleza ha dotado
mejor que a ti; quizá sean menos dichosos... La dicha
no consiste en pretender lo que no se puede, sino en
hacer lo que se puede.
Ahí tienes la ciudad, abierta ante ti, con su comercio,
su técnica, su pensamiento, sus bellas artes. Ahí tienes la
ciudad, que espera tu conquista. Tü eres el bárbaro que
viene del horizonte lejano, para poseerla por el esfuerzo
de tu voluntad y de tu inteligencia. Mas tu posesión no
442 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
será miütar e imperiosa, no será total y egoísta, sino,
simplemente, el señorío del sitio que a tus obras corres-
ponda. Según tu capacidad, serás el honesto artesano, en
su hogar sencillo y amable; o serás el activo industrial,
lleno de planes y proyectos de lucro progresista; o serás
el estudioso, en su laboratorio o bufete; o bien el gober-
nante, el conductor de pueblos, el filósofo, e! poeta... Pero
fueres lo que fueres, no olvides que en la consideración de
tus semejantes hallarás el mejor estímulo de tu vida y el
más sólido cimiento de tu dicha. Entra en la ciudad. ¡La
ciudad es justa !
l76. Historia de un libro.
Contempla y analiza el espectáculo del trabajo universal
que te ofrece una gran ciudad. En sus industrias y en
la producción de los artículos que poseen sus habitantes,
han trabajado y trabajan millones de hombres. El más
insignificante de estos artículos — un alfiler, una cinta, una
hoja impresa — ha sido fabricado por la cooperación
social de varias ramas de la industria. Primero se ha
extraído el hierro de las minas, para construir las máqui-
nas; luego se han aplicado estas máquinas a productos
minerales, ganaderos o agrícolas... La ciencia y la expe-
riencia seculares han ido perfeccionando ios procedimientos,
pues, según se na dicho, «la humanidad es como un
hombre que aprende siempre y nunca muere». Así, en
la producción de la hoja impresa ha intervenido la labor
de ingenieros, mineros, fundidores, mecánicos, agricultores,
ganaderos, acaso también de artistas y escritores, en fin,
toda la legión de la humana actividad... Con los adelantos
de la técnica moderna, los artículos se abaratan y gene-
ralizan; pero también la producción se complica más y
más. Necesítanse grandes maquinas movidas por el vapor
o la electricidad, y el trabajo se divide en interminable
serie de especializaciones y momentos. ¡Todos trabajan
para todos!
L C UD D 443
Sería interesante conocer la historia de la producción
de un objeto determinado; sea el libro que tienes entre
las manos y lees en este momento. Ante todo, supone
un autor. El autor, después de largos estudios en letras
y ciencias, concibe su obra ; piensa que puede consti-
tuir una contribución a la literatura patria. Toma notas,
se traza el plan, y, para dilucidar sus dudas, consulta
muchos libros y autores, antiguos y modernos. « No po-
demos ver muy lejos, se ha dicho, sin encaramarnos en
los hombros de los demás». Larga y laboriosa gestsción
mental precede, pues, al acto de componer el libro. Para
escribirlo, emplea el autor papel, plumas, tinta y otros
adminículos de escritorio, los cuales, a su vez, represen-
tan felices invenciones y arduos trabajos de la industria
hun^ana
El autor escribe y piensa en ti, es decir, en el lec-
tor, en los lectores. Desea que el libro sea provechoso
y agradable; si no lo fuese, ¿para qué escribirlo?... El
placer de la producción intelectual se acidula un tanto
con la autocrítica. .Compuesta la obra, el autor debe juz-
garla como si perteneciera a un extraño, constituyéndose
en severo juez. Entonces se entrega a la tarea de limar-
la, de mejorarla, de cambiar cuanto le parezca mal, de
corregir lo equivocado, de agregar lo necesario, de supri-
mir lo superfluo. Crecido el bosque, entra hacha en mano
a podarlo y a abrir claros y caminos. . . ¡ Hay también que
poner un título al libro ! El autor ha pensa:io en varios,
pero ninguno le satisface ; propónese uno, y otro, y otro,
y, al fin, por eliminación, desechados los demás, se queda
con el definitivo.
Una vez corregida, copiada y bautizada la obra, en-
vuelve el autor amorosamente el manuscrito. Producto de
su int:ligenca, el libro es su hijo y lo ama como un
padre. Con el paquete debajo del brazo, va a ver a un
ed tor, para qu2 lo publique, pues él no e tá en condi-
ciones de hacer por -í mismo el negocio de impre:-ión
444 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
y dé librería. El editor, si el autor no tiene una repu-
tación hecha, exclama: <v ¡Un libro más! ¡Se imprime tanto,
se lee tan poco! En fin, veremos...» Toma el original,
escucha al autor, le invita a volver dentro de unos días,
y, por último, si la empresa le cuadra, uno y otro arre-
glan 'as condiciones de la publicación. Puesto que todo
trabajo debe ser remunerado y el autor no ha de vivir del
aire, se !e paga un precio por la obra. Generalmente, el
autor, que como busn padre adora a su hijo, sale descon-
tento del precio. Pero se consuela pronto pensando en el
renombre literario, en la gloria que !e ha de reportar el
libro; el gajo de laurel que adornará su frente compensará
la pérdida de vil moneda.
Concertado con el autor, el editor manda el manus-
crito a una imprenta, y determina la letra o tipo, el papel,
el tamaño del libro. En la imprenta, el regente reparte
entre los obreros tipógrafos las cuartillas del original. Cada
tipógrafo debe componer la parte que se le encomienda.
Tiene delante una gran caja de madera dividida en mu-
chos cajednes, donde están en orden y separados los
tipos de imprenta. Aludiendo a esta disposición suele
llamarse «cajas» a la imprenta, y «cajista», al tipógrafo.
Éste sabe muy bien dónde se halla cada letra o tipo,
y lo toma de su sitio. Lee las cuartillas y las copia, colo-
cando las letras de imprenta, o sea, los caracteres de
plomo y antimonio, uno junto a otro; forma palabras con
las letra-, líneas con las palabras, párrafos con las líneas,
y llena los espacios blancos entre las palabras y las líneas
con listones del mismo metal, llamados «regleta:». Cuando
se ha compuesto una parte del texto, un tipógrafo ata y
unta la «composición» con tinta, pone encima papeles
en blanco, y estampa o saca «pruebas».
i Engorrosa tarea la de corregir las pruebas de imprenta!
En el establecimiento hay siempre un empleado, el « co-
rrector », quien se encarga de revisar las que primero se
sacan, en columnas o «galeradas». Con signos conven-
LA CIUDAD 445
cionales anota al margen los- errores cometidos en la
composición tipográfica; debe tener una especial educa-
ción de la vista, para que nada se le escape, ni siquiera
un punto mayor que el del tipo o una « o » puesta al re-
vés. A fin de cerciorarse en caso de duda, usa una lente de
aumento. Además, para cumplir en conciencia su misión,
ha de saber gramática. No sólo corrige las erratas, sino
alguna vez también el texto del autor, cuando éste se ha
descuidado en el uso de cierta palabrilla o en la construc-
ción de algún párrafo . . .
Subsanados los errores advertidos por el corrector, en-
víanse al autor las pruebas « de segunda », todavía en
galeradas una vez, y luego, por fin, en páginas. El autor
corrige las erratas que al corrector se le hayan escapado,
y, en ocasiones, también términos de su propio- texto.
Este procedimiento es impropio ; debía haberse corregido
definitivamente la obra antes de mandarla a la imprenta.
Pero un verdadero autor sabe que siempre puede mejorar
el estilo; rehace cien veces su trabajo, y después, si hay
tiempo, piensa que aun puede rehacerlo nuevamente...
Recordando que la perfección es imposible para el hom-
bre, la autocrítica debe ponerse un freno en la corrección
de pruebas de imprenta, so pena de no concluir jímás. Y
es de notar que, a pesar de las prolijas revisiones del co-
rrector y del autor ha de desh'zarse siempre alguna pequeña
errata, fácilmente enmendable en la lectuia; no se ha dado
hasta ahora el caso de un libro extenso que, tipográfica-
mente, carezca de algún lunarcillo.
Una vez corregidas y compaginadas las pruebss, con
el « visto bueno » del autor y el del regente, se colocan y
ajustan en la máquina de imprimir. Es una máquina com-
plicada. En un plano de madeía se pofie la pila de pa-
peles extendidos. Sobre un lado de cada uno de ellos, la
máquina, con movimientos oportunos, producidos por la
fuerza del vapor o de la electricidad, estampa las páginas de
caracteres tipográficos. Cuando toda la pila de papeles ha
446 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
sido impresa por una de esas caras, ármanse a su vez en
la máquina las páginas correspondientes a la otra cara, y
del mismo modo se estampan. Impresa así la hoja de
papel por ambos lados, se dobla por la mitad, y una, dos,
tres o cuatro veces más, y se forma un pliego de cuatro,
ocho, diez y seis o treinta y dos páginas, siendo el ta-
maño más común el de diez \' seis. Terminada la impre-
sión y doblados todos los pliegos de la obra, se reúnen
por su orden en mazos que constituyen volúmenes o ejem-
plares; y se cosen y encuadernan, o bien en papel, es
decir, « a la rústica », o bien en tela o pasta. Los cientos
o millares de libros están ya fabricados, y el editor los
manda a las librerías para ser puestos en venta. Allí, en
una de estas librerías, has comprado el que tienes entre las
manos y lees en este momento. Tai es su historia.
l77. Una visita al Jardín 2oolóéico.
(Del di.ario de un niño).
El señor Vila, maestro de nuestra clase, nos prome-
tió el otro día llevarnos hoy al Jardín Zoológico. Fuimos
a la escuela arreglados ya para salir a paseo, y al Jardín
Zoológico nos llevó el señor Vila, Cumple él cuanto pro-
mete, sean paseos o pescozones. . .
Brillaba un claro sol de invierno. Abandonamos tan
contentos el aula, que nos atropellábamos gritando y
tirábamos al aire las gorras. Para contener el alboroto,
díjonos el señor Vila: «¡Tened juicio o nos volvemos a
clase!»
¡ Santo remedio ! Todos nos quedamos como en misa,
salimos a la calle de dos en dos y tomamos el tranvía.
Éramos tantos quj, por no encontrar asiento, algunos fue-
ron de pie en la plataforma. Yo, que me senté de los
primeros, me arrepentí después. Julito Blázquez iba de
pie, haciendo de las suyas a espaldas del señor Vila ¡Có-
mo debían divertirse los que estaban en la plataforma coa
Julito Blázquez !
I A CIUDAD H^,
Llegamos en un abrir y cerrar de ojos, y bajamos
del tranvía. Varios exclamaron, al entrar en el Jardín
Zoológico: «¡Vamos a ver los leones! ¡Vamos a ver los
leones!» Pero el señor Vila no lo permitió diciendo:
"Veremos primero los demás animales; lo mejor lo de-
jamos para postre .
Marianito Piera murmuró, sin que le oyera el señor
Vila: «Cualquiera creería que los leones son de azúcar...»
Marianito Piera está siempre rezongando; pero nadie le
hace caso sino para burlarse de él. . . Es enteramente un
perrito gruñón.
Primero nos detuvimos ante la jaula de los monitos-
Hacíamosles morisquetas y los amenazábamos por broma
con la mano, y ellos se burlaban de nosotros imitando
nuestras amenazas y morisquetas. ¡Qué monos son los
monitos I ¡Parecen de juguete, con cuerda! Si tuvieran
cuerda, ¿quién daría cuerda a los monitos?...
Jorge Pondal quiso obsequiarlos con unos caramelos
que llevaba en los bolsillos. El señor X'^ila le mostró en-
tonces un letrero en que decía: «Está prohibido arrojar
alimento a los animales». «¿Por qué está prohibido., pre-
guntó Jorge. ¿Qué más quiere el gobierno que ahorrarse
el alimento de los animales? — Está prohibido, declaró
el señor Vila, porque hay hombres tontos y perversos que
les arrojan veneno. — Debían poner en penitencia a se-
mejantes hombres », opinó Juanito, un chico a quien lla-
mamos Juanito Melón, porque tiene una cabeza en forma
de melón, y creo que con cascos y todo. ¡Tal vez haya
dentro hasta semillas!... Nos reímos mucho de Juanito.
¡Poner en penitencia a unos hombres grandes!...
« Debían ponerlos presos, corrigió el hermano mayor
de Juanito. — ¡Y cobrarles una multa, y pegarles una pa-
liza, y hacerles comer el veneno que tiran a los pobres
animales!, agregó otro niño, creo que Yniatovich, el de pelo
rojo. — No tanto, dijo sonriendo el señor Vila. En todo caso,
bastaría imponerles la pena de una multa. Y mejor que
448 CUADROS Y F.>SES DE LA VIDA ARGENTINA
la multa sería que alguien les enseñara que los animales
sufren, que son buenos y que son útiles ». El picaro in-
soportable de Julio Biázquez se atrevió a decir: No
todos tienen la suerte de tener tan buenos maestros como
nosotros para que les enseñen esas cosas. . . ¿No es
verdad, señor Vila? > El señor Vila no contestó, y se-
guimos nuestro camino.
Ante la casa de las jirafas, que parecen hijas de un
camello y de una pantera, preguntamos al señor Vila:
«¿Por qué tienen tan largo el cuello las jirafas? — Porque
se alimentan del follaje de los árboles », nos contestó el
señor Vila. Julito objetó: «¿Y no se podría decir al re-
vés, que las jirafas se alimentan del follaje de los árboles
porque tienen el cuello largo? — Es lo mismo, apunté yo.
— No es lo mismo, dijo el señor Vila. Precisamente esas
dos opiniones dividen todavía a los naturalistas en dos
bandos. . . Pero la cuestión me parece demasiado difícil para
que vosotros la comprendáis. — Muy tonto es eso de dis-
cutir si las jirafas tienen el cuello largo porque comen
hojas de árbol, añadí yo, fijo en mi idea, o comen hojas de
árbol porque tienen largo el cuello. . . — No es muy tonto^
aseguró el señor Vila. Y los niños no deben, así como
así, juzgar acciones o ideas de los mayores y resolver sin
conocimientos los grandes problemas de la ciencia ».
Siempre inocente y' expansivo. Garlitos Repen excla-
mó: «¡Qué lindo sería tener el cuello tan largo como las
jirafas ! — ¿ Para comer las hojas de los árboles?, le pre-
guntó Julito. Tú no lo necesitas... Para pastar, te basta
con echarte de barriga. — ¡ Cuidado, cuidado con las bro-
mas! Podéis divertiros como buenos camaradas; pero no
debéis ofenderos», declaró el señor Vila, y, aunque puso
una cara seria, reía por dentro. Muchas veces quiere
echárselas de malo el señor Vila y se ríe por dentro.
Yo sé, y todos sabemos desde luego, cuando tiene ganas
de reír y lo disimula. ¡Debemos divertirle y cansarle
tanto con nuestras cosas!... ¡Qué penoso oficio el de
LA CIUDAD 44'»
maestro de escuela!... ¡Pobre señor Vila! De puro bueno,
a veces parece tonto..
Como nos lo mandara, continuamos nuestra jira. Vimos
dos hipopótamos, que semejaban dos islas flotantes. Había
un zorro igualito a José, el portero de la escuela. Un
elefante, tan alto como una montaña, sacudía siempre la
trompa, espantando a las moscas, como si dijera que no,
que no, que no. Un rinoceronte nos amenazó con el cuerno
de su nariz, porque a hurtadillas le tiramos piedrecitas,
para ver lo que hacía. También vimos águilas, cuervos,
lobos, víboras, osos blancos, osos pardos, osos negros,
¡de cuanto Dios crió!
Frente al lago de los lobos marinos, Juanito exclamó,
como un sabio: «Debería haber también sirenas en este
Jardín Zoológico. Las sirenas, ios dragones y los unicor-
nios son seres fantásticos, repuso el señor Vila. No existen
ni han existido jamás».
Cuando siguió adelante el señor Vila, insistió Juanito :
«Existen; las sirenas existen. Las he visto en los libros
que hay en casa. — Los libros dicen a veces mentiras, le
hice notar. — Sí, ¡pero no los que hay en casa! Además,
papá las ha visto en Europa »...
Para demostrar nuestra incredulidad, Julito Blázquez
se puso a hacer con la boca un ruido de sacar corchos y
yo silbaba «bicho feo ... Incomodándose, Juanito contini;ó,
sin saber lo que decía, de rabioso que estaba: «¡Sí, señor!...
En Europa hay sirenas. Las hay en todos los buenos jar-
dines zoológicos, y en los mares, y en los ríos, y hasta
en las calles, para que sepan ustedes, ¡hasta en las calles,
cuando llueve y corre el agua!... Aquí debería haberlas en
una jaula con rejas de hierro, para que no se metan con
la gente... — rí Sabes lo que debería más bien haber aquí?»,
dije a Juanito. El, con curiosidad y desconfianza, me pre-
guntó: «¿Qué? — Pues lo que debería haber aquí, encerrado
en una jaula con rejas de hierro, para que no se meta con
la gente, es un Juanito Melón, ¡y atado de una pata, para
45j cuadros y fases de la vida argentina
que no se escape!» Tiróme Juanito un puntapié como
para partirme en dos. Yo corrí a tiempo y me refugié
junto al señor Vila. Allí esperé que se le pasara la
rabieta, porque, a pesar de todo, es un buen amigo y nos
queremos mucho...
Mientras mirábamos una tortuga viejísima, Mangólo
Rey, un gordinflón que pesa muchos kilos (aunque no
327 y 11 gramos, como asegura Juiito Blázquez), se
compró una torta del tamaño de un queso. El señor Vila
nos había prohibido que compra'semos nada a los vende-
dores ambulantes, porque sus golosinas son de dudosa
limpieza. Se enojó, pues, cuando vio a Mangólo con la
boca llena, mordiendo la torta, y le mandó que 'a tirase.
Mangólo la tiró; pero, en cuanto el maestro le dio la
espalda, la recogió y la limpió con la mano... i Eso sí que
se llama gula! j Uf, qué asco!
Para disimular, Mangólo se paró en e! borde del
lago, haciendo como que arroiaba miguitas a los cisnes-
Sin embargo, nada arrojaba realmente a los cisnes; él se
lo comía todo. El señor Vila, que io vio desde lejos, le
gritó que fuera a su lado, porque podía caerse al agua.
Mangólo, haciéndose el sordo, se zampó un bocado tan
grande, tan grande, que perdió pie, y, ¡ patapiüm !..., ¡castigo
de Dios!..., ¡se !ué de narices al agua!... Los cisnes
huyeron despavoridos. Él no se ahogó, porqut flotaba
como una pelota de football. Tendímosle las manos, y,
entre el señor Vila, Juiito Blázquez y yo, lo. sacamos
a tierra. Parecía una esponja, ¡y aun tenía la torta en
la mano!... Hubo que llevarlo a la casilla del guardián
para que se secara las ropas, i Ojal i vaya mañana a la
escuela! Ha de estar resfriado; es;ornudará a cada instante,
y algunos le haremos coro. ¡Ya tendremos diversión para
rato!
Al fin llegamos a la casa de los leones. Estaban mag-
níficos; mirándolos nos quedamos embobados.. < ¿Qué
haríais vosotros si se escapara un león?», nos preguntó
LA CIUDAD 451
€l señor Vila. Un niño contestó : « Yo le tiraría un tiro. »
Otro : « Yo me subiría a un árbol. » Otro : "- Yo me echa-
ría a correr. » Y el señor Vila dijo : « Pues probablemente
nada de eso haríais vosotros; quedaríais más bien parali-
zados de terror. El terror inhibe, en el primer momento,
a los animales y a los hombres ».
Bernabé, un miedocito a quien solemos llamar « Ber-
nabela », poniéndose a respetable distancia de la jaula y
escondiéndose detrás del señor Villa, cerró los puños y
anunció, con feroz arrogancia: « ¡Yo le hari'a frente!» Todos
nos echamos a reír. ¿Por qué será que los menos valerosos
son los más íanfarrones?. . . Se lo preguntaré a papá...
¡No! ¡Papá podría burlarse de mí!... Se lo preguntaré
al señor Vila, ya que él lo sabe todo... ¡Para eso es
maestro !
Vistos los leones, regresamos a nuestras casas. ¡ No
hay nada más interesante que el paseo por el Jardín Zoo-
lógico! ¡Y tan instructivo! El señor Vila nos expiicó mu-
chísimas cosas de la vida y costumbres de los animales;
no las escribo ahora porque es tarde. Además... me he
olvidado de casi todo.
Tanto me interesa el Jardín Zoológico que me gustaría
vivir en él. Pero no en una jaula, por supuesto; suelto,
paseándome. Cuando sea grande, si no soy abogado como
papá, ni general con un sombrero adornado con plumas
blancas, ni confitero con una confitería llena de pasteles y
de dulces, me haré guardián del Jardín Zoológico. ¡ Qué
dicha sera ser grande!
l78. Una visita al Museo histórico nacional-
Si la vida campestre es la más sana y plácida, la
vida urbana posee también honestos atractivos. Aparte de
sus calles, paseos públicos, teatros y demás espectáculos
y diversiones, las grandes ciudades ofrecen, a los espí-
ritus observadores y estudiosos, magníficas colecciones
452 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
de objetos dignos de atención. En los jardines zooló-
gicos se hallan animales de la más varias especies vi-
vas, y, en los de plantas, toda suerte de vegetales Los
museos paleontológicos presentan sorprendentes formas y
restos de especies hoy extinguidas: los fósiles. Encuéntranse
en los museos arqueológicos notables vestigios de pasadas
civilizaciones. Los museos de bellas artes brindan a la ge-
neral admiración las obras maestras de la pintura y de la
escultura. Los museos históricos ostentan gloriosos trofeos
de la patria y curiosa muestras de la vida pública y pri-
vada de los grandes hombres. Hay además exposiciones
industriales y técnicas, que revelan la moderna producción
económica. En fin, de una manera tan. amplia y generosa
como no podría serlo en el campo o en las pequeñas
villas, las ciudades proporcionan recursos y elementos de
observación y de estudio a los naturalistas, historiadores,
poetas, comerciantes, o bien a los simples ciudadanos de-
seosos de conocer la ciencia y la patria.
Ya acompañados por personas de su familia o amigos,
ya guiados por su maestros o monitores, los niños deben
estar siempre dispuestos a visitar esos vastos museos y
preciosas colecciones. Allí se aprende sin esfuerzo; el
atractivo del paseo y la curiosidad de la visita procuran
el provecho de una lección. El conocimiento entra por los
ojos ; basta mirar para ilustrarse. ¡ Pero hay que saber
mirar! Pasar a tontas y a locas una rápida ojeada en de-
rredor implica generalmente no ver nada. El buen observa-
dor ha de pararse, si no ante todas las piezas y ejemplares,
para lo cual no habría tiempo, siquiera ante los más Ha.
mativos e interesantes, según se le ocurra o se le acon-
seje. Conviene que consulte siempre los letreros en que
se define cada objeto ; si hay un catálogo, ha de reque-
rirlo, de anotarlo y de guardarlo luego cuidadosamente,
para que ayude a la memoria a recordar lo que se ha visto.
Aun convendría que, de vuelta en su casa, precisara y
fíjase sus frescos recuerdos en una composición para el
LA CIUDAD 453
maestro, en una carta para algún pariente o amigo, en una
página de su diario, si lo lleva, o al menos en breves apun-
tes. Así, cuando se vierte rica esencia en frasco de cristal,
tápase el frasco para que no se evapore la esencia.
Una visita razonada al Museo Histórico Nacional, en
la ciudad de Buenos Aires, nos rememora los episodios
más importantes de la historia patria y nos evoca sus
mayores glorias. Hállaníe allí representadas todas las épo-
cas de la evolución del pueblo argentino. Estudiemos sus
recuerdos, analicemos sus trofeos, veneremos sus reliquias.
Apliquémonos con religioso fervor a comprender y a sen-
tir los tesoros de civismo y de virtudes acumulados por
la inteligente mano de los coleccionistas y de los historia-
dores. Entremos con la cabeza descubierta y el alma le-
vantada, como se entra a orar en los templos. ¡ Es un
templo de la patria I
Ante todo, yendo nuestras observaciones por orden
cronológico, poco o nada encontramos proveniente de la
barbarie indígena anterior al descubrimiento y la conquista.
Los recuerdos de este género no se han excluido por azar
o por capricho, sino porque, en realidad, poco o nada debe
a aquella barbarie la cultura argentina. Nuestra civilización
es legítima descendiente de las antiguas civilizaciones de
Europa: ¡Grecia, Roma, España! Más que sus ideas y
conocimientos, los indios aportaron o sacrificaron gene-
rosamente a la cultura americana, su sangre, su preciosa
sangre de pueblos libres. ¡Y la sangre no se coagula en
los museos, sino que hierve en las venas!
Aun de la época colonial, no es mucho lo que el
Museo nos ofrece. La guerra de la Independencia no con-
servó las formas de la cultura española. Todo lo arrasó
lo substituyó, lo transformó, no tanto por odio a esa do-
minación y a sus instituciones, como por la tendencia
filosófica de su siglo: destruir el pasado, despreciando su
saludable experiencia, para crear el presente con un cri-
terio racional y sistemático de humano perfeccionamiento.
454 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
No obstante, los escasos objetos de los tiempos españoles
expuestos en el Museo tienen una alta significación, que
demuestran la importancia y la naturaleza de este primer
período de nuestra historia con la muda elocuencia de
las cosas grandes y verdaderas.
Los retratos de los virreyes representan pomposos
caballeros de corte. Un pequeño escudo de piedra trae
en sus cuarteles las armas hispánicas: coronados leones
y torres con almenas, símbolos de militar imperialismo.
Otro escudo de piedra, de tamaño mayor y más compli-
cados símbolos hieráticos, es el de los reyes de Portugal,
antes colocado en el frontispicio de una casa, en la Co-
lonia del Sacramento. He ahí, en estos escudos, frente a
frente, las dos monarquías europeas que se disputaron el
río de la Plata y, de ambos, el más pequeño y menos
ostentoso es el de España, acaso porque ella estaba más
segura de su derecho. Los pocos muebles del siglo xvni
no revelan ningún lujo; las costumbres eran sencillas en
el río de la Plata, hasta para los funcionarios reales. Sólo
atraen la mirada dos trajes de calzón corto, uno de seda
celeste, otro de seda marrón, y los dos ricamente borda-
dos de plata. Son oropeles cortesanos que desentonan en
el conjunto, sobre todo si se los contempla después de
observar el croquis del fuerte de Buenos Aires: una pobre
barraca de barro y piedra, que sustenta, a manera de hu-
milde zócalo, la enorme bandera roja y* gualda de la
dominación española, desplegada por las brisas del mar...
La carcomida plancha de una pequeña y tosca imprenta,
llamada de los « Niños expósitos », demuestra cuan se-
cundaria importancia tuvo en estas playas remotas el no-
bilísimo arte de la publicidad. Un excepcional artículo
verdaderamente moderno se descubre entre los restos de
la época; es un cómodo reloj mural, donado en 1806
por el general Beresford al Cabildo de Buenos Aires.
i Extraño símbolo ! El general inglés quiso halagar al
indomable pueblo con ofrendas y regalitos, apenas más
LA CIUDAD 455
valiosos que los chirimbolos y baratijas con que los con-
quistadores europeos compran la voluntad de los pueblos
salvajes de África y de Oceanía Además, las invasiones
inglesas, al aportar ideas nuevas, trajeron también prácticos
objetos de los nuevos tiempos... ¡Ese reloj es el de la historia!
Aunque síntesis de su espíritu y luchas, de su pobreza
y grandeza, los recuerdos del coloniaje son, pues, escasos.
¡Qué profusión se nota, en cambio, de recuerdos militares
procedentes de las épocas de la Independencia y de la
Organización nacional! Puede decirse que llenan el Museo.
Sólo uno que otro retrato representan algún eminentísimo
personaje civil: los militares lo invaden, lo desalojan
todo. No se ven casi libros o manuscritos de escritores,
ropas civiles, utensilios industriales, sino armas, vistosos
uniformes, banderas, pinturas de batallas, trofeos, airones...
¡La guerra, siempre la guerra! Había ante todo que luchar
sangrientamente por constituir la nación: no era llegada
aún la hora de preeminencia para las artes y ciencias
de la paz..;
Entre tantos objetos, en su mayor parte bélicos, des-
cúbrese el tintero de Mariano Moreno. Es una esfera de
plata; de ahí salieron los vibrantes escritos y arengas que
marcaron a la Revolución el rumbo de la democracia. Esta
esfera es un mundo, un mundo de libertad y de progreso.
La mirada se detiene luego preferentemente en el catre de
campaña y el sombrero elástico de negro hule del general
San Martín. ¡Son recuerdos del Libertador de medio conti-
nente, del valiente militar y repúblico modelo de ciudadanas
virtudes! En un cuadro está representado el último episodio
de la batalla de Maipo, con esta gloriosa leyenda: «Ter-
minada la batalla, el Director Supremo de Chile, general
O'Higgins, que se encontraba en la capital, a dos leguas
de distancia, se dirigió a gran galope hacia donde estaba
el general San Martín, y, echándole al cuello su brazo
izquierdo, exclamó: «¡Gloria al salvador de Chile!» En
otra parte del Museo se ha reconstituido el dormitorio
45f) CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
del Libertador argentino, tal como estaba amueblado en
su voluntaria expatriación en Europa: una cama angosta,
un velador, un pequeño sofá, unas cuantas sillas, la mesa
de trabajo, un lavabo modestísimo, muebles todos sencillos,
de estilo Imperio. Un grabado popular recuerda al prohom-
bre su patria y su gloria, pues lo representa en la edad
juvenil, llevando en la mano la victoriosa bandera azul y
blanca. El aposento es grave, parco, pero sin ostentación
de austeridad, y aun, podría decirse, ¡glorioso sin vana-
gloria! De otros héroes — de Belgrano, de Alvear, de
Lavalle, de Urquiza — , vense también varios y honrosos
recuerdos. Hay bastones de mando, como el del patricio
progresista por excelencia, Bernardino Rivadavia. Entre la
muchedumbre de galoneados uniformes militares sorprende
una simple levita de paño negro, que parece ocultarse
avergonzada. Si el observador se acerca, nota un gran
rasgón en la espalda; por allí pasó el puñal de los
sicarios federales que cortaron, en Montevideo, la vida de
Florencio Várela.
No faltan muestras de la época de Rosas. Abundan
divisas de color de sangre, en que, con letras negras, se dan
vivas al ^< Ilustre Restaurador de las Leyes», «Padre y Señor
Nuestro», «Libertador de los Pueblos», y no sin los corres-
pondientes mueras a los «salvajes, asquerosos, inmundos
unitarios», al «cabecilla asesino Lavalle» y al «loco traidor
Urquiza». Hay rojos carteles que anuncian funciones de
teatro, esquelas, invitaciones, todo con los espantables le-
treros; hasta en el dorso de un par de guantes blancos
se leen esos vivas y mueras, y, pintado con colorines,
destácase el retrato del tirano. Pero, entre todos estos
curiosísimos objetos, nada más significativo que un cuadro
de lienzo, dibujado y coloreado por torpísimo pincel y con
leyendas tan pomposas como antigramaticales. Representa a
un grupo de negros y mulatos que entregan reverentemente
al dictador un pliego, en el que se le adula y proclama
su héroe. Es la plebe, la gente de color, que respeta y
LA CIUDAD 457
sostiene a la tiranía ; es la obscura demagogia de abajo^
donde se asienta el poder del tirano, aunque él, por su
nacimiento, tenga también sus secuaces, parientes y ami-
gos pertenecientes a la clase conservaiora e ilustrada.
Vese asimismo alguna divisa unitaria, blanca como la
inocencia, mas no sin bárbaras inscripciones, que revelan
la común incultura de la época.
De los tiempos posteriores a la tiranía de Rosas, no
hay todavía muchos recuerdos. Habría que buscarlos en
archivos, en establecimientos oficiaies, y hasta en domici-
lios particulares, como el que fué del general Bartolomé
Mitre, situado en la misma ciudad de Buenos Aires, y con-
vertido en Museo y Biblioteca públicos. Existen, sin em-
bargo, en el Museo Histórico, interesantes cuadros de la
guerra del Paraguay. Llama singularmente la atención un
proyecto de corona imperial de Francisco Solano López.
Este peregrino objeto explica mejor que nada la dura
necesidad y el carácter pasajero de una guerra que fué
dolorosa para los propios vencedores, en sus humanitarios
ideales de confraternidad internacional.
Abundan las banderas torradas al enemigo en el cam-
po de batalla. Las hay inglesas de la Defensa y Recon-
quista de Buenos Aires; españo.as, de Suipacha, Salta,
Tucumán, Chacabuco, Pasco, Lima; brasileñas, de Ituzain-
gó ; uruguayas, de Cagancha; paraguayas, del Boquerón y
Curupaytí. .. Y es oportuno recordarlo: no hubo jamás ban-
dera argentina cautiva en el extranjero, pues las tomadas
por las escuadras francesa e inglesa en Obligado, que se
hallan en los « Inválidos » de París, lo fueron en tiempo de
la dictadura de Rosas, y pertenecían a la provincia o Es-
tado de Buenos Aires y no verdaderamente a la Nación
Argentina, entonces anarquizada y dividida por caudillos
regionales.
La visita al Museo Histórico de Buenos Aires produce,
en el primer momento, desconcertadora impresión. La
mente se extravía en un dédalo de sombras y de luces.
458
CUADROS Y FASES DE LA VID \ ARGENTINA
Pero, poco a poco, vanse despejando las soml •
pierde paulatinamente sus primeros destjllo>
baña la imaginación con plácidos y tibios ra>
rales. Repónese el ánimo. Como en lontanai.
cubren batallas, laureles, sonantes arpas, y, :
nítidas imágene.- que forman una especie de
honor de la patria, ¡ la apoteosis de la patria '
más que nunca, nos sentimos verdaderamente
de nuestra nacionalidad de argentinos, y el r
las bellas y grandes cosas que hemos hecho c;
do nos estimula a hacer las grandes y bellas ce
presente y del porvenir.
IX. LA NACIÓN
l79. Nuestra lengua.
Es ei lenguaje la primera palanca de la '
Quitad al hombre esta arma divina, y re
allá de la barbarie y del saivajibmo, a una época >
a la vida puramente animal. Si la humanidad ¿:
división del trabajo colect.vo, es porque sabe iiu^
utiliza la experiencia histórica, a modo de « un
que aprende siempre y nunca muer¿ », es porqi
escribir. Sin la palabra, el pensamiento se pi.
nebuloso e:?tado de sensación; el pensamiento ,. .
como la luz que ilumina dentro de nosotros mi.-
íntimo teatro de nuestras percepciones. Por esto, sa
blar es saber pensar. Por esto, saber hablar es,
sentir, hacer sentir. La palabra, hablada y escrita,
tuye, pues, un hecho tan positivo como las accione
ríales, ¡y hasta más positivo aún, si se tiene en cl
supino dinamismo de la idea!
Cada pueblo posee un alma social, y la me
presión de esta alma es el patrio idioma. ¡Hay qe
cirio muy alto! Los hombres «prácticos» no deb
desconocer el valor práctico del lenguaje. Los p..
-^
• ' .* / / • • *t -í í rl-v "I
MmáM
LA NACIÓN
459
iiden «hechos y no palabras», no pueden ignorar que
abra es el primero y más grande de los hechos huma-
¡el Hecho por antonomasia! Cierto es que el vulgo,
decir el vulgo quiero significar una inmensa mayoría,
ido en mirar con olímpica indiferencia, cuando no con
sprecio de la ignorancia, todo lo que atañe al estudio
:to del idioma nacional. Pues bien, conviene que este
I no olvide que, por lengua, gramática y retórica, no se
nden meras teorizaciones filosóficas, escolares pedante-
, o purismos pueriles, ¡no! El problema del idioma es,
.■ ^arte, el del carácter nacional; su culto es el del pa-
: ->mo; su estudio es el del razonamiento, y, por ende,
esarrollo de la lógica del espíritu.
Hanos tocado en suerte a los argentinos una lengua
a: el castellano. En ella están escritas magníficas obras
stras de la literatura española y americana. Ninguna
ua moderna es tan susceptible del hipérbaton o cons-
• ción figurada de los latinos. Ninguna más capaz, ya
lapidaria sobriedad, ya de majestuosa elocuencia; nin-
a más rica, más amplia, más dúctil. Tal es el idioma
nos legó nuestro histórico pasado: un tesoro inagota-
¡ de belleza, de pensamiento, de cultura.
Sólo pueden censurar en el castellano, ciertos espíri-
agrios y descontentadizos, que no haya sido suficien-
ente trabajado en ios dos últimos siglos, xvni y xix.
Juran esos implacables aristarcos que la lengua de
pe y de Cervantes, de Ercilla y del Inca Garcilaso, de
-lo y de Sarmiento, se halla en decadencia... ¿No im-
:aría esto un estímulo más para que los argentinos la
tivásemos con empeño y pasión, a fin de darle un bri-
y vigor que acaso no han sido previstos en los siglos
retéritos ni serán superados en los futuros?... Si es verdad
üe el defecto del castellano estriba hoy en carecer de la
recisión y sutileza de otros idiomas modernos, imprimá-
losle también nosotros nuestra alma, el alma argentina,
ae es un alma moderna por excelencia. Entonces el cas-
feo
460 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
tellano será otra vez, como lo fué en los siglos xvi y xvii,
en la « época de oro » de la literatura española, el primer
idioma del mundo.
180. A mí bandera.
1. Página eterna de argentina gloria,
melancólica imagen de la patria,
niícleo de inmenso amor desconocido
que en pos de ti me arrastras,
¿bajo qué cielo flameará tu paño
que no te siga sin cesar mi planta?
2. Cuando el rugido del cañón anuncia
el día de la gloria en la batalla,
tú, como el Ángel de la inmensa Muerte,
¡te agitas y nos llamas!
I Allá voy, allá voy sobre las olas,
allá voy, allá voy sobre la Pampa,
bajo el cañón del enemigo injusto,
a levantarte un trono en su muralla!
3. ¡Ah, que la sombra de la noche eterna
me anuble para siempre la mirada,
si un día triste te verán mis ojos
huyendo en la batalla,
página eterna de argentina gloria,
melancólica imagen de la patria ! ,
Juan Chassaino.
181. La Libertad.
I. DEFINICIÓN DE LA LIBERTAD
La libertad es el poder de ser buenos. La libertad es
ía conquista de la inteligencia y el premio del patriotismo.
La libertad no es, propiamente hablando, la fuente origi-
LA NACIÓN 461
nal del saber y de la moral, sino más bien una conse-
cuencia rigurosa del sentido común y de las espontáneas
virtudes de los pueblos. ¿Queréis ser libres? Aprended
a serlo. Estudiad vuestros derechos y no olvidéis vuestros
deberes. Sostened el orden, única garantía de la paz, y
respetad las sagradas exigencias de la humanidad, y hasta
sus mismas miserias. Son el patrimonio del hombre sobre
la tierra, con el que debe cambiar, mejorando su suerte,
y continuar indefinidamente en el camino del progreso a
que lo impelen los designios de la Providencia.
Justo José de Urqüiza
II. LIBERTAD Y RESPONSABILIDAD
La libertad es responsabilidad. Responsabilidad del
hombre ante su conciencia, ante la luz y la opinión de
sus semejantes; por eso es por lo que, sólo después de
adquirida la última convicción de haber dado exacto cum-
plimiento a sus obligaciones, nace para el individuo el uso
seguro de su derecho.
La libertad así entendida será útil y fecunda en la
práctica: si la opinión y la ley consagran como dogma
que es tan obligatorio poner en acción nuestros derechos
políticos como desempeñar estrictamente nuestros deberes.
La libertad, en el fondo, se ha dicho, no es más que el
orden durable establecido sobre el respeto de los deberes
y el ejercicio de los derechos.
Los pueblos, como los individuos, que abandonan pe-
rezosamente lo que constituye la garantía de sus liberta-
des, se jactarán en vano de su posesión. Tan grande ben-
dición no se obtiene sino merced a incesante lucha, y no
se conserva sino por el trabajo perseverante y la más
severa moralidad.
Salvador Muíía del Carril.
CUADROS Y FASES DE LA VID \ ARGENTINA
lU. LA LIBERTAD Y LA PUBLICIDAD
Debe reputarse la publicidad como la más sólida ga-
rantía para la libertad. El misterio es uno de los venenos
destructores del gobierno representativo, por lo mismo que
es una de las mejores bases del despotismo. El día en
que los actos del gobierno se pongan a la luz y se en-
treguen a la .crítica, cuando se pueda hablar y censurar
en cualquier parte, aunque sea a los pies del déspota, no
habrá déspota que se tenga firme.
Según Octavio Gabrigós.
IV. LA LIBERTAD DEL SILENCIO
La libertad de la palabra es, sin duda, una preciosa
libertad ; pero es más preciosa la libertad del silencio. La
h'bertad de callar supone el señorío completo de sí mismo.
Es a menudo la palabra un expediente forzado, que cubre
la imposibilidad de decir una palabra comprometedora.
! No son capaces de silencio sino los hombres y los
pueblos libres; los demás son forzados a decir lo que no
creen ni sienten. Su lenguaje es la verbosidad sonora y
exuberante del esclavo. La libertad oral de este género
se parece a la libertad de locomoción de algunas ciuda-
des, donde todos son libres de circular por sus cajles em-
pedradas con su coche, con tal de no hacerlo por el em-
pedrado, sino por los rieles de un tranvía, que reduce su
libertad a mero nombre.
Juan Bautista Alberui.
V. LA DISTRIBUCIÓN DEL PODER
Para ser libres es indispensable reconocer la inviola-
bilidad del individuo, del distrito, de la villa, de la ciudad,
de la provincia, de la nación. Esta sabia distribución del
poder es lo que definitivamente constituye el gobierno re-
publicano.
Según NicASio OuoSo.
LA NACIÓN 4ü3
VI. LOS PARTIDOS POLÍTICOS
Los partidos políticos tienen derecho a existir, como
los hombres que* los componen. No es permitido atentar
contra la existencia de los partidos políticos, como no
puede atentarse contra ia vida humana. Los partidos no
realizarán progreso alguno si él no beneficia igualmente
a sus adversarios. Un solo egoísmo es permitido a los
partidos políticos: reivindicar para sí la gloria del bien
que realizan.
Juan E. Toruenx.
182. El periodismo.
El periodismo es función pública, misión social, apos-
tolado cívico. Tal como está constituido, nada escapa a su
competencia jurisdiccional, ni aun lo que está vedado a las
demás jurisdicciones. De ahí que, entre los agentes de
poder y de fuerza que ha creado la civilización moderna,
ninguno sea superior a la prensa.
No siempre están en lo cierto los periódicos cuando
se intitulan órganos de la opinión pública, y no es difícil
que en la inversión de los términos estemos más cerca de
la verdad, pues en general influyen más ellos en la opinión,
que la opinión en ellos. Deriva de esto su verdadero po-
der, pues es claro que quien^'encauza y orienta corrientes
de opinión, ejerce superior función directiva. En todos los
países libres de la tierra, con mayor o menor amplitud,
gobierna en definitiva la opinión pública.
De estas consideraciones generales fluyen múltiples
consecuencias, entre las cuales se señalan los dos siguien-
tes derivados. El primero consiste en que esa gran fuerza
en constante crecimiento no puede marchar, en países po-
líticamente organizados como el nuestro, excéntrica a todo
régimen legal ; porque la excepción es contraria al espíritu
de las instituciones libres; porque es nociva para los bien
entendidos intereses del periodismo honrado ; porque es
464 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
incentivo de abusos y de excesos deplorables, y, en fin,
porque es elemental la noción de que la armonía de fun-
ciones de un organismo, individual o colectivo, sólo se
mantiene cuando todas las actividades que lo constituyen
están regidas por la ley física o moral que les corresponde.
El segundo derivado de las premisas establecidas se
enuncia en la consideración de que un resorte, a la vez
tan delicado y eficiente como el que tiene por lema quod
scripsi, scripsi (« lo que he escrito, lo he escrito »), no
puede y no debe ser manejado sino por hombres de men-
talidad superior y de intachable moralidad, que practiquen
por educación y por principio el viejo precepto fundamental
del derecho romano: vivir honestamente.
José Figüeroa Alcorta.
l83. El deber de votar.
La "Nación Argentina es una república democrática.
Llámase democracia al gobierno del pueblo. En éste reside
la verdadera soberanía nacional ; representa la autoridad
suprema, que dicta leyes para su propio bienestar. Pero,
como es siempre numeroso, resulta materialmente imposi-
ble que se gobierne por sí mismo ; debe, pues, delegar la
facultad de gobernarse en sus representantes o mandatarios.
Estos representantes, para ejercer las complejas y delicadas
funciones del gobierno, divídense en tres poderes: el legisla-
tivo, el ejecutivo y el judicial. El poder legislativo dicta las
leyes en nombre del pueblo; en su nombre las cumple el
poder ejecutivo ; en su nombre las aplica el poder judicial.
El pueblo es la fuente primera de todo poder legítimo.
No pudiendo gobernar por sí mismo, a causa de su
composición y también de la falta de capacidad en la ma-
yoría, tiene el derecho de elegir, directa e indirectamente, sus
mandatarios, los gobernantes. Directamente elige, en los
comicios públicos, a los miembros del poder legislativo,
Cámara de Diputados y Cámara de Senadores; indirecta-
LA NACIÓN 465
mente, eligiendo a los electores que a su vez designarán
al presidente y ai vicepresidente, nombra a los jefes del
poder ejecutivo; el poder ejecutivo, dimanado así del pue-
blo, designa por su parte a los ministros de Estado, y, con
el acuerdo del poder legislativo, a los miembros del poder
judicial. Esto en el orden nacional ; las autoridades pro-
vinciales y municipales tienen el mismo origen y funda-
mento. La base de todo el organismo político reposa en
las elecciones populares o comicios públicos. Si el pueblo
no sabe escoger a los hombres más dignos y aptos para
las funciones del gobierno, el gobierno será malo. Para
que sea bueno es indispensable que el pueblo ejerza con
ciencia y conciencia su derecho de voto.
El derecho de voto no puede ejercerse así, cuando el
pueblo no es suficientemente ilustrado y moral. La organi-
zación del gobierno democrático depende de la capacidad
del pueblo para gobernarse a sí mismo, y esta capacidad
se demuestra ante todo en el ejercicio del derecho de voto.
El ciudadano debe saber discernir, entre la muchedumbre de
sus conciudadanos, quiénes son los mejores para las funcio-
nes del gobierno. El ciudadano ha de conocer, por lo tanto,
las opiniones de aquellos que figuren como candidatos, y ha
de poder apreciarlas. El ciudadano debe tener ideas polí-
ticas, y para tenerlas no hay más que un medio : edu-
carse. Una autocracia puede componerse de analfabetos y
progresar si el autócrata es capaz ; una democracia sólo
progresará si los ciudadanos son conscientes y virtuosos.
Votan únicamente los ciudadanos varones, mayores de
diez y ocho años. La ley niega el derecho de votar a los
niños, por su falta de dicernimiento, y a las mujeres, acaso
por suponerlas sujetas a la influencia de sus padres, tuto-
res, maridos o deudos en general. No por esto puede con-
siderarse a las mujeres, y ni siquiera a los niños, como
extraños e indiferentes al gobierno democrático. Las mu-
jeres educan a sus hijos y contribuyen a su vez con su
criterio a la opinión de sus deudos; los niños varones,
466 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
mientras estudian, se preparan para ejercer a su tiempo
los derechos de la ciudadanía.
Más que un derecho, el votar es un deber, un inelu-
dible deber, cívico y social. La indolencia en su ejercicio
puede traer como efecto la elección y encumbramiento de
mandatarios indignos e ineptos. Nadie puede lógicamente
quejarse del gobierno si no cumple con el deber de votar y
aun de enseñar a los que votan. El temor de fraudes o vicios
electorales no es pretexto suficiente para eludirlo. Estos
fraudes o vicios, si existen, dimanan ante todo de la indi-
ferencia pública. Cuando una inmensa mayoría del pueblo
se propone fiscalizarlos y evitarlos, usando al efecto de los
medios legales, no es ya posible el fraude, salvo el desgra-
ciadísimo caso de completa corrupción del organismo polí-
tico. Esta corrupción, el mayor mal- posible para un pueblo,
se nota sólo en muy determinados momentos históricos de
general decadencia, y jamás podrá suponerse en una na-
ción que progresa en los otros ordenes de la vida: las
industrias, el comercio, las ciencias, el arte.
En las democracias, el Estado sostiene escuelas públi-
cas, cuyos estudios son gratuitos y obligatorios, a fin de
que las nuevas generaciones se preparen para ejercer más
tarde los derechos de la soberanía popular. Cuanto ahora
estudiéis, ¡oh niños!, ha de serviros, no sólo para gobernaros
a vosotros mismos como hombres, sino también para saber
ser gobernados y gobernar como ciudadanos. Futuros ciu-
dadanos, pensad desde ahora que un día seréis llamados a
realizar vuestro derecho de voto. Si sabéis cumplir este
sagrado deber, contribuiréis al bienestar general y a la
grandeza de la patria. ¡ Si no lo sabéis, seréis indignos de
llevar el nombre de argentinos!
l84. El patriotismo.
A medida que avanza el país en el desenvolvimiento
de una amplitud de progreso realmente extraordinario, son
más imperiosas las exigencias impuestas por los hechos x
LA NACIÓN 467
las circunstancias a la difusión, no del principio de nacio-
nalidad, sino del sentimiento de nacionalidad, que es piedra
angular del patriotismo.
El amor a la patria, que se traduce en la fe en sus
destinos, en el anhelo de servirla, de honrarla, de trabajar
por su prosperidad, por su grandeza, por su gloria; que
se manifiesta a la vez en la práctica de los deberes y
las virtudes cívicas, en el sentimiento del interés publico, en
el respeto por sus leyes, en la veneración de sus tradiciones
y de sus proceres, y el culto de su libertad y de su
honor, el amor a la patria requiere entre nosotros una
exteriorización más activa y eficiente, si hemos de usufruc-
tuar sin mengua los intereses fundamentales, los beneficios
legítimos de los múltiples factores de progreso que se
acogen a nuestra hospitalidad generosa.
José Figueroa Alcorta.
l85. A la Patria.
1. ¡República Argentina! ¡Patria amada!
Tu espléndida corona matizada
de gayas flores las naciones ven:
la cariñosa mano de tus bardos
puso rosas, jazmines, violas, nardos,
entra los verdes lauros de tu sien.
2. Yo no vengo a mezclar con esas flores
de olímpicos perfumes y colores
las silvestres y humildes que aquí ves.
Vengo, Patria gioriosa, solamente
a doblar la rodilla, reverente,
y deshojar las mías a tus pies.
Estanislao del Campo (Anasiasio el Pollo).
468 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
186. Patria.
1. Brota la planta, y del fecundo suelo
ser, impulso y vigor tierna recibe,
y en la sonrisa del nativo cielo
acariciada del ambiente vive;
y aunque la tierra que la nutre, el vuelo
de su suave existencia circunscribe,
gallarda crece, y recibiendo amores,
espléndida se cubre en fruto y flores.
2. Así al hombre también, cuando aparece
en esta de la vida infausta escena,
celosa, la región do nace y crece
con poderosos lazos encadena:
ella a su vista hermosa resplandece,
ella su alma de perfumes llena,
y pidiéndole culto amor, radiosa
se alza ante él con majestad de diosa.
3. ¡Sacro nombre de Patria! En él fulgura
cuanto de grande y dulce el mundo encierra:
del casto hogar la íntima ventura,
la gloria conquistada en santa guerra,
fe y costumbres, artística hermosura,
la ley severa que al malvado aterra,
el monte, el río, el ave en libre vuelo,
el campo inmenso, el esplendor del cielo.
4. ¡Oh tú, entre todas las que el mundo ostenta»
rica, joven, hermosa Patria mía,
que al gran rumor del porvenir atenta,
himnos entonas al naciente día!
¡Tú, en cuyo noble rostro la opulenta
llama del sol gozosa se extasía,
y altiva llevas, con vigor sereno,
toda el alma de América en tu seno!
LA NACIÓN 469-
5. ¡Qué limpio y claro resplandor de gloria
bañó, entre estruendos bélicos, tu oriente,
para anunciar el sol de la victoria,
que alzaba en los espacios su áurea frente!
Sol cuya lumbre, a engrandecer tu h storia,
de San Martín la espada hiriendo ardiente,
desde las amplias márgenes del Plata
al imperio del Inca se dilata.
6. Digno heroísmo, a fe, de los tesoros
que derramó en tus labios la Natura,
tus grandes ríos al rodar sonoros
cantan tu gloria y copian tu hermosura.
Manan riquezas tus abiertos poros,
todo, fulgente, tu destino augura,
que Dios en ti arrojó, al trazarte en grande,
la Pampa, el Guaira, el Paraná y el Ande.
7. Tu suelo hospitalario, abierto al mundo,
a noble lid la humanidad convida,
y de las razas al hervor profundo,
más amplia actividad brilla encendida;
al raudal de tu espíritu, el fecundo
torrente universal de ímpetu y vida:
brindas al mundo hogar, estadio abierto,
y él te recibe en su inmortal concierto.
8. ¡Feliz si logras en tan gran torneo
incólume salvar tu íntima esencia!
Tu tradición gloriosa es el trofeo
mayor de tu ventura y tu opulencia.
Fe y amor de tu raza, alto deseo,
iluminen por siempre tu existencia,
y cuando engarce en ti, ser y destino,
ciña luciente nimbo de argentino.
470 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
9. Ya a coronar tu frente vencedora,
la nueva edad resplandeciendo viene,
y a recoger la herencia que atesora
la gloriosa Europa, te previene.
Tú harás, que fresca en ti, fecundadora,
la inmensa fuente de la vida suene,
y que el puro pensar, que hoy muerde el suelo,
flote otra vez en el azul del cielo.
10. ¡Oh patria! ¡Oh Madre! Tu visión radiante
de respeto y de amor mi alma llena,
y en estrechar me gozo en cada instante
la que me enlaza a ti dulce cadena.
¡Pueda mi vida en tu regazo amante,
consagrada a tu bien, pasar serena,
y al recibirme al fin la muerte amiga,
tu sol contemple y tu esplendor bendiga!
Calixto Otuela.
l87. La patriotería y el patriotismo.
Entre los muchachos de la escuela, Simón es el que
más alardea de patriotismo. Ostenta siempre, en la so-
lapa, los colores da la bandera. No admite que en su
país haya nada censurable, ni que fuera de su país haya
algo que no merezca censura. El género humano, para
él, se compone exclusivamente de sus connacionales,
pues considera a los extranjeros como una especie de
brutos, acreedores sólo de menosprecio y aun de odio.
Sin embargo, no hace el menor esfuerzo para llegar a
ser un hombre útil a su patria; no estudia, no trabaja,
no se apercibe para la vida. No considera a los héroes
nacionales como ejemplos dignos de imitarse, sino más
bien como temas de vacuas disertaciones. Todas las fies-
tas patrióticas le resultan escasas para abandonarse a la
más completa holganza. Ahora bien, ¿qué es Simón? Un
t.A NACIÓN 471
patriotero. ¿Y qué es un patriotero? Un botarate que se
jacta de patriotismo, aunque generalmente carece de este
noble sentimiento.
A la inversa de Simón, Lucas, uno de los muchachos
más aplicados de la escuela, estudia, trabaja, se apercibe
para la vida. Si bien habla poco de la patria, no se le
oculta la conveniencia de perfeccionarla. No la ve única-
mente en la bandera, en el escudo, en las insignias
militares y en los altos funcionarios del Estado, sino
también en los compatriotas más modestos, y en el cielo,
en las pampas, en la flora, en la fauna, en todas las
cosas de su tierra. El amor a los propios no le hace
aespreciar ni odiar a los extraños, y está siempre dispuesto
a reconocer el mérito, dondequiera que lo halle. Por esto,
Simón le acusa alguna vez de indiferencia. Sin embargo,
Lucas daría con gusto su sangre por la patria. El culto
que le profesa es un sentimiento silencioso e íntimo, y
no una actitud insolente y provocadora. Para él, ella
existe, no sólo en los días de fiestas patrióticas, sino
todos los días del año, y la mejor manera de amarla
estriba en el puntual cumplimiento de sus deberes. Ahora
bien, ¿qué es Lucas? Un patriota. ¿Y qué es un patriota?
Un ciudadano que ama a la patria y está siempre dispuesto
a servirla.
La patriotería es un vicio, y el patriotismo una virtud.
Aquélla se pierde en palabras vanas, y éste perdura en
obras útiles. Disípase aquélla como el humo y desentona
como el papel pintado, y éste es duro como la piedra y
agudo como el acero. La una resulta antipática, soberbia y
contraproducente, y el otro, amable, modesto y eficaz. La
una constituye un disfraz impúdico de las almas pequeñas,
y el otro representa la castísima desnudez de las almas
grandes. En fin, la patriotería es la caricatura del patriotismo.
El patriota es el hombre, con todas las cualidades propias
de su estirpe divina, y el patriotero es el mono que parodia
las actitudes más hermosas del hombre.
472 CUADROS Y FASES DE LA. VIDA ARGENTINA
188 <iQué es la Patria?
¿Qué es la Patria? Es el suelo donde nacimos, donde
vimos la primera luz, donde respiramos el aire vivificante
que nos dio movimiento, la atmósfera que influyó en nuestra
complexión; todos los objetos externos que formaron
nuestros gustos, nuestros hábitos, que excitaron nuestras
afecciones y se ligaron a nosotros por los vínculos de la
Naturaleza y de la sociedad. La reunión de todos esos
objetos que nos son caros, es lo que forma ese ser ideal
tan querido que se llama Patria. ¿Qué son las instituciones!^
Las leyes, los usos y costumbres que nos aseguran la
fruición de ese coniunto de objetos a que está vinculado
el amor de los ciudadanos.
Juan Ignacio Gorriti.
La Patria es la madre común de todos los compatriotas
vuestros. Su nombre venerando simboliza la unión de todos
los intereses en su solo interés, de todas las vidas en una
sola vida imperecedera. La patria no es solamente el
suelo donde nacisteis y donde tienen arraigo todos vues-
tros recuerdos y esperanzas, el cielo que os cobiia, el
aire que respiráis, la tierra que os alimenta y alimentó
a vuestros padres y en cuyo seno descansan los huesos
de vuestros antepasados, sino también la sociedad misma-
viviendo de una vida común, trabajando con un fin, y
marchando a realizar con el tiempo la misión que la
Providencia le ha señalado.
Esteban EchevkhrIa.
l89. El konibre sin patria.
En el acto de ir a lanzar una bomba de dinamita den-
tro de una iglesia llena de fieles, la policía aprehendió a
un anarquista. Preventivamente preso, la ¡usticia le seguía
un juicio por su tentativa. Invitósele a nombrar un defen-
LA NACIÓN 473
sor, y, ya porque mi nombre le, hubiera sido sugerido, ya
porque conociese algunos de mis libros y simpatizara con
mis ideas, el hecho es que me designó para que le pa-
trocinase como abogado.
No dejándome tiempo para pleitos mis trabajos socio-
lógicos y literarios, resolví declinar la designación. Pero
pensé que sería cruel negar toda defensa a un hombre
sobre quien pesaba acusación tan grave; quizá no encon-
trase él por sí mismo otro letrado idóneo. . . Así, aunque
no aceptara la gestión, parecióme un deber de humani-
dad ir a verle a la caree! ; podría tal vez recomendar la
causa a un buen jurista, que dispusiera de más tiempo.
Confieso, por otra parte, que sentía viva curiosidad por
conocer al reo, pues la prensa y el piíblico le presentaban
como una especie de orangután, como un repugnante
monstruo, moral y físico.
Cuando entré de visita en la prisión y le vi, no pude
menos de preguntar al carcelero: «¿No nos habremos
equivocado de celda? ¿Es éste el hombre, realmente?»
Aseguróseme que lo era* y que no había tal equivocación,
y pedí que se nos dejara solos, al reo y a mí. Aquel te-
rrorista, acusado de tres o cuatro atentados en Europa ;
aquella bestia feroz, siempre sedienta de sangre — el oran-
gután, el monstruo — , era simplemente un muchacho páli-
do, enjuto, encorvado, con aire de tristeza y de fatiga.
Díjele primeramente que le agradecía el haber puesto
su confianza en mí. Aunque no podía representarle perso-
nalmente, recomendaría la defensa, mediante su autor, -
zación, a quien pudiera hacerla acaso mejor que yo mismo.
El terrorista se encogió de hombros; tanto le daba que
fuese yo como cualquier otro. . .
Apenado por el destino del infeliz, no me dejé vencer
por su hosquedad y descortesía. Al contrario, tuteándole
como si fuera mi hijo o mi discípulo, le dije: «Mira, no
sólo quiero que seas generosamente defendido por tu mala
acción, ante los jueces; quiero también defenderte de tus
474
CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
malas ideas, ante ti mismo >. Tendió hacia mí las manos
con marcada impaciencia, como para rechazarme; en su
mirada brilló un relámpago de ira . .
« Harto sé, amigo mío, continué, impasible, que tienes
tus principios» y que no careces de cierta ilustración. Sé
también que no será fácil convencerte. Pero, seamos ló-
gicos: una idea, para ser buena, ¿no ha de provenir del
razonamiento? Tú no conoces más que un aspecto de la
« cuestión social » ; hasta ahora no has leído más que libros
de propaganda anarquista. ¿No sería justo que, para ra-
zonar fundadamente, conocieses también las opiniones
opuestas? ¿Cómo puedes condenar a la sociedad sin
haberla escuchado? ¿Acaso la sociedad te condena a ti
sin escuchar tu defensa?... ¡Muy flojas serán tus convic-
ciones si tanto temes una doctrina contraria ! . . . Porque,
entiéndelo bien, no vengo aquí a recriminarte; vengo sólo
a cambiar ideas contigo. Tal vez saque yo algo tuyo de
nuestra plática, tal vez saques tú algo mío, tal vez no in-
fluya ella nada en nuestros ánimos... ¡Si antes has tenido
valor físico para arrojar una bomba, tenlo ahora moral
para escuchar a un hombre que sólo desea tu bien ! »
Mis argumentos parecieron ejercer alguna influencia
en el reo. Clavó en mí la mirada con cierta curiosidad,
y se puso como involuntariamente en actitud de escu-
charme. Tomé asiento en un banco frente a él, saqué la
petaca, oírecíle un cigarrillo, que no me fué aceptado, y
encendí el mío. Luego le pregunté: «Dime cuál es tu
patria». Sombrío, enérgicamente sombrío, repuso con
marcado acento extranjero : « ¡ Yo no tengo ni tuve jamás
patria ! »
Después de una pausa, le dije : « He ahí algo que yo
no alcanzaré nunca a comprender. Para mí es tan extraño
que un hombre me asegure que desconoce la idea de
patria, como si me sostuviera que nunca tuvo padres, que
nació del aire o de la tierra. Todo hombre, por el solo
hecho de nacer, tiene o tuvo padres, y, por el soio hecho
4r->3^;^
LA NACIÓN
475
de vivir, tiene o tuvo una patria, originaria o adoptiva:
el país en que vive, el país que ama. — i Yo no amo a
país alguno! La patria en que nací es para mí una
cueva de ladrones... — ¡En hora buena! Veo que princi-
piamos a entendernos. No niegas id que, así como naciste
de padres humanos, tienes una patria originaria, el país
en que naciste. Pero niegas, ignoro si con razón o sin
ella, que tal patria sea digna de ser amada. Por esto la
has abandonado y te refugias en la República Argentina.
¿Negarás asimismo que la República Argentina, por la
liberalidad de sus leyes e instituciones, es una patria digna
de ser amada? »...
No respondiendo a mi pregunta, encastillóse el joven
en esta respuesta, que era en él como una obsesión:
«¡Yo no tengo patria ni Dios! — ¡No confundamos las
cuestiones, mi amigo!, le repliqué al punto. Puedes creer
o no creer en tal o cual Dios; aquí no se te obliga, ni
jurídica ni moralmente, a profesar un credo determinado.
Por otra parte, no trataré yo de probarte la existencia
de Dios, porque esto implicaría entrar en un campo de
abstracciones donde quizá no podamos entendernos, y yo
quiero ante todo que nos entendamos. La patria no es una
abstracción, como las ideas religiosas; es algo concreto: un
país, una historia, un pueblo... Tú puedes verla, palparia,
sentirla. ¿Negarás acaso la existencia de la República
Argentina, como niegas la de Dios? ...
Estimulado por mis observaciones, el hombre sin
patria explayó sus ideas. Creía que la sociedad, que todas
las sociedades del mundo estaban injustamente organizadas;
debían suprimirse la autoridad, la propiedad, la ley...
«¿Para qué?, le pregunté yo. — ¡ Para nuestra dicha!,
repuso. — Esto es, para la dicha de la mayoría. Pero,
¿crees tú que los hombres de nuestra época serían felices
si volvieran a la vida de los bosques? ¿No se ha adaptado
ya el organismo humano al uso de trajes, de habitaciones,
de ferrocarriles y de vapores, en fin, al ambiente de la
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476 CUADROS Y FASES DE LA VIDA ARGENTINA
civilización? — No podría desconocerlo... — Ahora bien,
¿crees que es posible realizar la cultura sin uua división
adecuada del trabajo social, sin leyes, sin instituciones, sin
autoridades?»...
En este punto volvió a disertar animadamente el
hombre sin patria. Debía muy bien haber trabajo social
y normas de conducta, aunque no leyes ni instituciones;
no aspiraba él a destruir la sociedad, sino a redimirla, a
sanear sus bases y sentimientos, sus usos y costumbres...
«Te comprendo, le interrumpí. ¡Para apresurar el adve-
nimiento de una nueva era de progreso es para lo que
tú supones convenientísimo arrojar bombas explosivas,
sacrificando millares de inocentes!... ¿Has pensado si tal
medio es realmente eficaz? Yo opino más bien que,
para el triunfo de las ideas avanzadas, resulta contrapro-
ducente, en definitiva. Un atentado anarquista o terrorista
produce, ante todo, el efecto de cerrar las filas de los
conservadores. En la inmensa mayoría del pueblo se
provoca una reacción contra el radicalismo. Lejos de
hacer avanzar tu «causa», suponiendo que sea una legítima
causa social, la haces retroceder. Lejos de favorecer al
partido, la sangrienta injusticia de semejante crimen lo
perjudica... ¡Crees ir adelante, y, en tu propio carril,
retrogradas! ».
Vacilando, el hombre sin patria me preguntó: «¿Cómo
propagar, pues, nuestras ideas de progreso? — ¡Por la
persuasión, le contesté, no por la violencia, siempre por
la persuasión! ¿Hay acaso quien te lo pueda impedir en
la Repiíbh'ca Argentina? ¡Aquí, más que en ninguna parte,
si eres radical, por temperamento o por convicción, para
hacer aceptar tus propias ideas debes ser también acérrimo
antiterrorista! ».
Por la expresión del rostro de mi interlocutor, más
que por sus palabras, ratifiqué mi presunción de que no
se trataba de uno de aquellos degenerados que arrojan
bombas como en un acceso epiléptico. Más bien era una
LA NACIÓN 477
víctima de una información sociológica deficiente y mal
encaminada. Lanzado a estas playas por un horrible
naufragio de su existencia, de su familia, casi diría de su
patria originaria, resultaba entre nosotros un ser exótico,
pero no sin vitalidad para poderse adaptar al nuevo medio
social. Necesitaba una sana enseñanza, que equilibrase o
destruyese los nocivos efectos de sus escasos e incompletos
conocimientos de la política, de la historia, de la vida. Pude
yo dársela, en cinco o seis largas conversaciones; con
arduo trabajo expuse al hombre sin patria lo que había
sido, lo que era y lo que debía ser la patria.
Si no descuidé yo su instrucción, tampoco descuidó
el abogado su defensa. No obstante la gran indignación
pública que había producido su tentativa criminal, conde-
nósele a una pena que tenía cumplida ya en su prisión
preventiva durante la substanciación del juicio. Acostum-
brado al régimen mucho más severo de su antiguo país,
él mismo debió sorprenderse de la benignidad de las leyes
y jueces. Escribióme una carta muy agradecido, y luego
desapareció de mi vista, entre la muchedumbre.
Años y años pasaron en los que nada supe del hombre
sin patria. «¿Qué habrá sido de él?, solía preguntarme.
¿Será todavía un peligroso anarquista? ¿Habrá muerto en
el patíbulo, después de atentar en el extranjero contra la
vida de algún gobernante, monárquico o republicano?»... En
esta incertidumbre, no habiendo podido olvidar del todo a
mi discípulo de ocasión, un día, a propósito de la impre-
sión de un libro, tuve que ir personalmente a los talleres
de una imprenta para dar mis instrucciones al regente. El
regente era un hombre grueso, y por todos los poros
respiraba honradez, salud y buen humor. Recibióme visi-
blemente turbado... En alguna parte había yo visto aquel
rostro... ¿Dónde?... ¿Cuándo?... No tardó él mismo en
sacarme de dudas: ¡era, hecho hombre, el joven anarquista
de marras! Trabajaba, tenía mujer e hijos, era feliz cuanto
se puede serlo en este mundo... ¿Y sus ideas? ¡Aquello, un
478 CUADROS Y FASES DE LA V DA ARGENTINA
mal sueño de la juventud, estaba ya lejos, muy lejos!...
Ahora era un buen ciudadano argentino, y, por cierto, ¡más
conservador que yo mismo!... Siempre se acordaba de
mí, si bien, por cortedad, iba dejando de un día para otro
el hacerme una visita con su mujer y sus hijos, como lo
tenía proyectado. Yo había sido su salvador; a mí, sólo a
mí me'debía su dicha... «¿Cómo?, le pregunté. — ¡Usted
hizo mi felicidad, me contestó, porque usted me enseñó a
amar a la patria! >.
Ninguna lección mía, ni la más erudita que haya dado
ante mi habitual auditorio universitario, ha producido mayor
provecho. ¡Había yo labrado la felicidad de un hombre!
¡ Había yo dado a la patria un ciudadano útil, padre de
varios otros!... ¡Jamás podré olvidar su frase de gratitud,
que he grabado con letras de oro en el libro de mi vida!
Placeríame proclamarla a todos los padres, a todos los
maestros, a todos los vientos: « i Sabedlo! ¡Enseñar a
amar a la patria es hacer la felicidad de los hombres!».
l90. ¡Viva la Patria!
(Glosa de una parábola antigua*.
Érase un sabio anciano, padre de siete robustos
mancebos, que vivían en la indiferencia y la discordia.
Sintiendo cercana la hora de la muerte, un día los llamó.
Presentóles un haz de siete varas sólidamente atado, y les
dijo: «Legaré toda mi hacienda a aquel de vosotros que
pueda quebrar este haz».
Uno por uno lo intentaron en vano los siete mancebos
que vivían en la indiferencia y la discordia, y exclamaron:
«No podemos, padre».
Entonces el anciano desató el haz y lo rompió sin
esfuerzo, vara tras vara. Hiciéronle notar sus hijos: «Así,
también podríamos haberlo hecho nosotros, padre». Y el
anciano repuso: «Esta lección, hijos míos, es la mejor he-
rencia que os dejo. Aprovechadla. Desunidos, cualquiera os
LA NACIÓN 479
podrá quebrar, como yo quebré esas varas. Unidos todos
por el amor de hermanos seréis fuertes e invencibles
como el haz ».
Esto, que dijo aquel sabio anciano a sus hijos, debe
repetir la patria a los suyos. Un pueblo no es más que
una familia. Una nación es sólo un numeroso grupo de
hermanos.
Los pueblos cuyos hijos viven en la indiferencia y
la discordia, desgastan sus fuerzas en estériles reyertas.
La Envidia siega las cabezas que sobresalen, con la gua-
daña de la muerte. La nación mata sus mejores guías,
como Saturno que devoraba a sus hijos. La guerra civil
desangra a la patria, y la difamación la envenena. Enróscase
entonces en su cuerpo indefenso la Anarquía, una hidra
feroz de dos cabezas : la mediocridad y el despotismo.
Los pueblos que fueron gloriosos en la historia, lo
fueron siempre porque sus hijos amaban a la patria. Y
todos los hombres que fueron grandes, cimentaron su
grandeza en el desprecio a los intereses mezquinos y en
el amor a los ideales generosos, especialmente ai ideal
de la patria.
Sólo en las sociedades decadentes y corrompidas los
hombres carecen de patriotismo. Estas sociedades están
destinadas a debilitarse y perecer, pues en la tierra hay
muchas naciones, y las fuertes son a veces enemigas de
las débiles ; codician sus riquezas y requieren sus territo-
rios. Ningún pueblo puede relajar sus lazos de asociación,
porque ningún pueblo está solo en el mundo.
Aunque se pertenezca a un pueblo de historia innoble
y lamentable, debe amarse a la patria. Pero, cuando se
tiene la suerte de nacer en una patria libre e invicta, como
la República Argentina, amarla no entraña forzado sacrificio,
sino legítimo orgullo. Pertenecer al pueblo de San Martín
y Belgrano, de Rivadavia y Sarmiento, de Echeverría y
Alberdi, es sentirse miembro de una familia de hombres
ilustres, y esto nos obliga a ser dignos de nuestros padres-
480 CUADRO.S Y FASES DF. LA VIDA ARGENTINA
Mas no ha de confundirse la gloria con la vanagloria,
el patriotismo con la patriotería. Éste es la torpe jactan-
cia de los débiles e incapaces; aquél, el esfuerzo callado
y potente de los que trabajan y obran. Lo uno es femenino
apego al oropel y ai fausto ; lo otro, fuerza de varón y
pujanza de héroe. Cubrios de hierro como los caballeros
de los siglos medios, y no de brocados y encajes como
las damas. En la palestra de la vida, los fuertes no son
espectadores, sino luchadores.
Se dice que el amor a la patria es un sentimiento «lí-
rico », sin valor en la vida práctica del individuo... ¡Nunca
error más torpe ! La grandeza de la patria constituye para
el individuo la más pura y fecunda fuente de goces, y su
derrota, principio de inagotables penas y hasta de físicas
penurias. Vivir en tiempos de derrota es vivir en la indi-
gencia, la tristeza, la sombra. En cambio, los triunfos
de la patria son la luz y el aire para las almas de los
ciudadanos, buenos o malos. ¡Seamos patriotas hasta por
egoísmo !
La patria nos devuelve con creces nuestros servicios
y homenajes. De su poder y felicidad dependen el poder
y felicidad de cada uno. Seamos, pues, como los pámpanos,
que cobijan y protegen amorosamente los dulces racimos
de la madre vid.
Si el culto de la patria es el culto de lo mejor de nos-
otros mismos, el amor a la patria se funda en el conoci-
miento de nuestra historia. Es nuestro pasado lo que nos
une para defender nuestro porvenir. Suprimid el recuerdo
de nuestras glorias y de nuestros hombres, y la nación se
disgregará como las perlas de un collar cuyo, hilo se desata
o se corta. Somos grandes por la memoria de lo que juntos
hemos hecho, y fuertes, por la esperanza de lo que juntos
hemos de hacer.
Amar a la patria es servirla. Y no hay más que un
medio de servirla : el trabajo. Para que el trabajo sea armó-
nico y congruente, no hay más que un sistema: que cada
LA NACIÓN 481
uno siga su línea, como los soldados cuando marchan en
formación hacia el campo de batalla. Si codeamos a nuestro
vecino o nos apartamos de nuestro puesto, el ejército
perderá su cohesión y el enemigo puede sorprendernos en
el desorden.
El trabajo con que sirvamos a la patria no será eficaz
si no se respeta la ley. La ley dispone lo necesario para
que cada ciudadano pueda realizar sus fines particulares y
tiene por objeto la felicidad de todos. Quien falta a la ley,
ataca a los demás. Si los ataca, no los ama, y no amar a
los conciudadanos implica no amar a la patria.
La República Argentina es un país grande y rico. Pero
el pueblo argentino, aunque noble y generoso, es todavía
relativamente chico y pobre. Es chico, por su escasa
población respecto de su vasto territorio. Es pobre, porque
debe muchos millones de deuda externa, y sus empresa^
más lucrativas están explotadas por capitalistas extranjeros.
¡Hay, pues, que poblar el país y que pagar esa deuda
externa y rescatar esos capitales! ¿Cómo? Por la dedicación
al trabajo y el respeto a la ley.
No olvidemos, ¡ah!, no olvidemos la lección de aquel
sabio anciano, padre de siete robustos mancebos, que
vivían en la indiferencia y la discordia. No olvidemos que
desunidos seremos débiles y miserables, y que unidos
seremos fuertes y poderosos. No olvidemos que sólo un
sentimiento podrá ligarnos y dar cohesión a nuestros
esfuerzos: el patriotismo. Y así en las horas de lucha
como en las horas de triunfo, así en los recuerdos como
en las esperanzas, así en la vida como en la muerte,
elevemos siempre los corazones para clamar todos con
una sola voz: «¡Viva la Patria!».
ÍNDICE
Los artículos que llevan el signo * son poesías.
Los artículos que no llevan firma, salvo los romances y proverbios
populares, son originales del autor.
PARTE PRIMERA
La tradición y la historia del pueblo argentino
NÚM. PÁG.
1.* Ofrenda a la Patria.
I. La leyenda de América
2.* Atlántida (fragmento i O. V. Andrade 2
3. La leyenda de la Atlántida 2
4* América (fragmento) José Mármol 4
II. La cuitara iadígena
5. La leyenda de Manco-Capac Diógenes Dccoud 5
6. La cultura quichua Según y. V González 6
7. La cultura quichua de los Lules Según P. Groussac 8
8. Restos de la cultura calchaquí Se^ún J. B. Ambrose/ti 10
III. El pueblo español
9.* Entrada del rey Wamba en Toledo, para coronarse rey (romance
anónimo) 13
10.* El Cid y el moro Abdalla (romance anónimo) 14
11* Elogio del Cid (romance anónimo.) 15
12.* El hombre que perdió su sombra 15
13. Hidalguía española 17
14.* Las dos grandezas E- de la Barra 18
15.* Felipe II y la noticia de la batalla de Lepanto (romance anónimo) 20
1 6. El genio español 20
IV. El descubrimiento y la conquista
17. Colón y el descubrimiento del Nuevo Mundo Según M. A. Pelliza 23
18 • A Colón (soneto) Barlolomé Mitre 25
19. Agudeza de Atahualpa Según El Inca Garcilaso de la Vega 25
20. El descubrimiento del río de la Plata Según L. L. Domínguez 26
21. La tradición de Lucía Miranda — Según G. Funes y J. M. Gutiérrez 28
22. La fundación de Buenos Aires
I. La primera fundación Según L. L. Domínguez 32
II. La comarca P. Groussac 35
III. La segunda y definitiva fundación J. L. Cantiío 36
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ÍNDICE 485
PÁG.
51* A la victoria de Chacabuco (fragmento) E. de Luca y Patrón 116
55.* En la Victoria de Maipo (abreviado» V. López y Planes 118
56. Paralelo ^entre Bel Jrano y San Martín Bartolomé Mitre 119
57.* Buchardó (soneto) D. Torres Frías 122
VIH. La época de la Organización nacional
58. Los 3.000 pesos de Donego 122
59. Rivadavia y sus reformas Según J. M. Gutiérrez 1 25
60* Alegoría de la victoria de Ituzaingó /. C. Várela 129
61. Perder a ia patria, salvándola 130
62. El general Paz y el caudillaje J V. Uonzálcz 131
65 • Al general LaValle O. V. Andrade 134
64. La personalidad moral de Rosas J. M. Ramos Mefia 135
65. La presidencia de Urquiza.
I. Antecedentes '37
II. La administración en la presidencia de Urquiza 140
66. La democracia argentina 143
67. El federalismo argentino - 145
68. La Constitución Nacional 148
69. El nombre de la República Argentina.
I. Origen del nombre del río de la Plata Según E. Madero 150
II. Origen del nombre de la República Argentina 151
70. Nuestra pairia y las demás naciones 152
PARTE SEGUNDA
La poesía argentina
71* La poesía argentina 158
I. La poesía popnlar
72. La poesía gauchesca 158
73. Anastasio el Pollo 165
74. El gaucho Martín Fierro.
I. El gaucho malo ■•■• 166
II. Martín Fierro '70
II. La poesía artística
75. El Himno Nacional Argentino y su autor 172
76. La muerte de Esteban de Luca 176
77. Florencio Balcarce, el poeta adolescente 177
78. Juan Cruz Várela, el poeta clásico 179
79. Echeverría, el poeta romántico 182
80. Mármol, el poeta proscripto 189
81. Juan María Gutiérrez, el maestro poeta 193
82. Juan Chassaing, el poeta soldado '96
83. Ricardo Gutiérrez, el poeta cristiano 197
84. Andrade, el poeta fantástico 199
486 ÍNDICE
PARTE TERCERA
En el país argentino
NÚM. PÁG
85.* El tesoro del país argentino '2ü'2
I. Ed la región oriental
86.* El Paraná y el Uruguay L. L. Domínguez 203
87. La formación del Paraná y de sus islas Según E. L Holmberg 204
88. El Tempe argentino Según M. Sastre 208
89. Peludiando en el País de los Matreros
Según./. S. Alvarez (Frc,y Mocho) 211
90. La Mesopotamia argentina 213
91.* La vuelta al hogar O V. Andradc 215
92. Los gauchos judíos A. Gerchunoff
I. El Himno Nacional 216
II. La trilla 220
93. Escena de una creciente del río Paraná en Corrientes
Según y. G. Guaslavino 222
94. La selva misionera L. Lugoncs 223
95. La maravilla de América '/. Bernárdez 229
il. En la Pampa
96.* El Desierto (fragmento) £". Echeverría 232
97.* Al Pampero R. Obligado 234
98." El Ombú (abreviado) L. L. Domínguez 254
99.* En la Pampa (soneto) .-1. do Estrada (hijo) 236
100. Lluvia en la Pampa /?. / Pa^ró 236
101. Los nidos de los cuervos pampeanos Según R. Senet 239
102. La yerra Martíniano Leguizamón 243
103. El gaucho 245
I. Semblanza del gaucho.
II. Vida y costumbres del gaucho 247
III. El payador 251
IV. Decadencia y significación del gaucho 253
III. En el interior
1 04. El país de las colonias /. Alvarez
I. El país 257
II. La población indígena y la colonización española 260
III. La colonización argentina 261
105. Las sierras de Córdoba 263
106. La sierra puntana ./. \/. Gcz 267
107. Los bosques de Santiago del Estero Según L. Fazio 269
108.* fucumán (fragmento) E. Echeverría 272
109. Panorama de Tucumán P. Groussac 273
110. Frente al Aconquija Según M. Bernárdez 275
111. Tipos clásicos del campo D. F. Sarmiento 277
I. El rastreador 277
II El baquiano 280
III. El cantor 283
1 12. El arriero de la llanura interior C. Jbarguren 285
113. La vuelta de la zafra Según M. Bernárdez 288
ÍNDICE 487
IV. En la región central andina
WftM. PÁG
1 14. Mendoza, la moderna ciudad de los Césares 289
115. Las alboradas en la ciudad de Mendoza 5. Estrada 293
116. Travesía de la cordillera de los Andes por el paso del Portillo —
Según 5. Estrada 293
117. Valles vecinos a la ciudad de San Juan.. Según M. Bernárdez 299
118. Una bodega 301
119. La noche en las montañas de La Rioja Según y. V. González 303
120- El valle de Catamarca Según F. Espeche 305
V. En el Norte
121. Panorama de la ciudad de Salta.' Según M. Bernárdez 306
122. Los «tajaretes» de Salta 313
123. Los ríos de Ju)uy Según E. A. Holmberg (hijo) 314
121* El indio viejo (romance) M. Gálvez 316
125. Una aventura en el Chaco 316
VI. En el Sor
126. Los faros de las costas argentinas 321
127. La Australia argentina Según C. M. Moyana y R. J. Hayró 323
128. La Suiza Argentina Según F. P. Moreno
I. Paisaje del lago Nahuel-Huapí 324
II. La Suiza Argentina 326
129. Navegación en los canales de Tierra del Fuego.. Según R. J. Payró 3^''
PARTE CUARTA
Cuadros y fases de la vida argentina
130* Nuestra vida 332
I. El hogar
131.* El consejo maternal O. V. Andrade 332
132. Amor paterno Víctor Mercante 334
133.* En el hogar /'/I/ Aowe> C. Guido y Spano 338
134. La obediencia de los hijos 340
135. La asistencia de los hijos 341
136. Los hermanos malos y el buen hermano 342
137.* La mujer /. M. Gutiérrez 545
138. La familia Según /. M. Torres
I. La constitución de la familia 344
II. El matrimonio 344
III. El gobierno de la familia 3 15
II. La casa y la haerta
1 39. La casa parterna ü. h. Sarmiento 346
140.* El ratoncillo (fábula) 351
141. El naranjo A. de Estrada (hijo) 351
142. Las aves de corral o54
488
índice
III. El oi6o
tióu.
143.
Recuerdos de la infancia.
I. Los primeros recuerdos
II. Los primeros entusinsmos..
III. Las primeras lecciones
IV. Los primeros experimentos
V. Conclusión
144. Los juegos de los niños
IV. La Naturaler.
Pío
556
361
366
374
378
3KI
145.* Adivina, adivinador.
146.
147.*
148.»
149.
150.
151.*
1^2.
383
La bendic ón del aire A. Bunge 584
La madru'iada E. dfl Carrít 'Annstasio el Pollo) 388
Las cu. itro estaciones ^S9
La vida de un zorro c. Onelli 390
Los nidos de las aves 394
¡Pobre Juan! (soneto) ivc/os (Almafuerte) 397
El firmamento .Se.iün Martín Gil 397
V. La EicaeU
153.'
154.
155.
156.
157.
158.
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166.
167.
168.
169.*
170.
El colegial i .\fenchaga 401
Refianes aplicables a los estudios 402
Fernando en el colegio ,'li\ It. Rivarola 402
El maestro de escuela Jegün D. F. Sarmiento 404
La elección de compañeros 407
VI. La Coaciencia
Preceptos y proverbios.
I. Preceptos
II. Proverbios
La conciencia (fábula)
El deber oel aseo
La modestia
La crueldad
La beneficencia
El ladrón
Los dos gatos (fábula)
El honor
Encuentro con un antiguo condiscípulo.
Los jóvenes y los viejos
¡Adelante! (soneto)
El enfermo y la Muerte
VII. El caBB
171.* Del campo
172.» ¡Adelante!
173.* Consejos del Viejo «Viscacha» (fraí
174. Estancias y colonias
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índice
48í)
VIII. La ciudad
175. La ciudad... 4,16
176. Historia de un iu)ro. 442
177. Una visita al JarJin ; ológico 416
178. Una visita al Milpeo stórico nacional 451
IX. La Naciói
179
180
181
J Chassaing
458
460
lil. La liberta 1 y .
IV. La libertad d
182
183
184
185
186
187
188
189.
19ü
Nuestra lengua
• A mi bandera
La Libertad-
I. Definición ue 1 libertad J. J- de Urquna
II Libertad y res nsabilidad S. M. dci Carril
pub.icidad Según O. Gnrrigós
silencio J- ^ Albcrdi
V. La distribucií del poder Según A'. Oroño
VL Los parrilo ¡Joliticos ./ E. Torrenl
El periodismo ...J Figueroa Alcorta
El deber de vot.T.. 464
El patriotismo ./ Figueroa A/cor/a 466
• A la Patria f. </e/ Cfl/7i/>o (Anastasio el Pollo) 4f)7
• Patria C. Oruela 468
La patriotería y el triotismo 470
¿Qué es la ^^* ^ J- I Gorriti y E. Echeverría 472
El hombre - 472
¡Viva irt r 478
460
461
402
462
462
463
463
ÍNDICE PAR LA ENSEÑANZA DE LA MORAL
Moral isdÍTidiul
46. La bendici
50- Los nidos ^
,59.* La concien^:
El deber ,
\. La me
J. La
A. Bunge
P. B. Palacios (Almafuerte)
■ ,C. Guido y Spano
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O. V. Andrade
Víctor Mercante
...C. Guido y Spano
384
394
409
409
413
413
422
426
427
428
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334
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34«
341
buen hermano 342
Seijún /. .V/. Torres 344
1
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488 índice
III. El niño
mu. P^»
143. Recuerdos de la infancia.
I. Los primeros recuerdos 356
II. Los primeros entusiasmos 361
III. Las primeras lecciones 366
IV. Los primeros experimentos 374
V. Conclusión 378
144. Los juegos de los niños 381
IV. La Nataralezi
145.* Adivina, adivinador 383
146. La bendicen del aire Á. Bunge 584
147.* La madrugada E. del Campo (Anastasio el Pollo) 388
148.* Las cuatro estaciones 389
149. La vida de un zorro C Onelli 390
150. Los nidos de las aves 394
151.* ¡Pobre Juan! (soneto) :.... P. fl. A'a/ac/os (Almafuerte) 397
152. El firmamento Sg^^úu Martin Gil 397
V. La Eicaela
153.* El colegial.. A. Menchaga 401
154. Ref I anes aplicables a los estudios ' 402
155. Fernando en el colegio Se^inn R. Rivarola 402
156. El maestro de escuela Según D. F. Sarmiento 404
157. La elección de compañeros 407
VI. La Conciencia
158. Preceptos y proverbios.
I. Preceptos 408
II. Proverbios 409
159.' La conciencia (fábula) 409
160. El deber oel aseo 409
161. La modestia 415
162. La crueldad 413
163.* La beneficencia 417
164. El ladrón 420
165.* Los dos gatos (fábula) 422
166. El honor 422
167. Encuentro con un antiguo condiscípulo M. Canet 425
168. Los jóvenes y los viejos 426
169.* ¡Adelante! (soneto) P. B. Palacios (Almafuerte) 426
170. El enfermo y la Muerte 427
VII. £1 campa
171.* Del campo Rubén Darío 427
172.* ¡Adelante! C. Guido j» Snano 428
173.* Consejos del viejo «Viscacha» (fragmento) / Hernández 430
174. Estancias y colonias 451
ÍNDICE 491
Pie.
Ante el Cabildo de Buenos Aires, el 25 de Mayo de 1810 87
El Escudo Nacional 100 /- í
Una payada de contrapunto 151 . '/r fh'f'
Vista del río Paraná 203 /
Un paisaje del Tigre 210
La selva misionera 226
La cascada del Iguazú 231
Ganado Vacuno, en el campo 244
El dique de San Roque 264
Frente a un jaguar 519 a, — :
En los canales de Tierra del Fuego 328
Ganado caballar, en el campo 435
Una trilladora 435
Diagonal Presidente Sáenz Peña 43d
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